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J. A. Valente, El ojo de agua, en La piedra y el centro, Barcelona, 1991, pp. 79-80.

 

32

J. R. Jiménez, o. c., p. 466.

 

33

San Agustín, Tratados sobre el Evangelio de San Juan 40, 10; Confesiones I, 1, 1; Soliloquios, cap. 30; Manual, cap. 3; Sermón 80 c. I, 7; Cfr. I. Bochet, Saint Augustin et le désir de Dieu, París, 1982.

 

34

B. Spinoza, Ética IV, Propositio 18; «cupiditas est ipsa hominis essentia, hoc est conatus, quo homo in suo esse perseverare conatur».

 

35

Cfr. San Bernardo, Sermones sobre los Cantares 84, 1; Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologica I, q. 12, a. 1, 4, 5; I-II, q. 3, a. 8; I-II, q. 5, a. 5; De veritate, q. 27; Contra Gentiles, lib. 3, cap. 48, 50 y 57. Nicolás de Cusa lo llamaba «deseo intelectual» y decía que, al mismo tiempo que deseo, era nostalgia, añoranza, eco de la presencia que lo constituye, que no se deja percibir de forma directa ni se presta a ser un objeto más de la tendencia humana, pero que tiene algo de «pregustatio», de experiencia afectiva, de manera que en ese sentir hambre de Dios, su vacío y ausencia, se manifiesta la atracción que ejerce sobre él. (Cfr. N. de Cusa, La visión de Dios, trad. e introd. Ángel Luis González, Pamplona 1994; M. Álvarez, Añoranza y conocimiento de Dios en la obra de Nicolás de Cusa, en L. Scheffczyk, W. W. Dettlof, R. Heinzmann (eds.), Wahrheit und Verkündigung. Michael Schmaus zum 70. Geburtstag, vol. I, München-Paderborn-Wien, 1987, pp. 651-685). Dicho de otro modo: el hombre no podría sentir sed si no hubiese agua dentro de sí como algo connatural a su propio organismo. Por eso, a propósito de este deseo, recordaba Schillebeeckx: «Guando una escritora como Simone de Beauvoir, que se declara atea, escribe: "¿Por qué Dios no se muestra a todo el mundo por lo menos una vez y aunque sólo sea por un instante? Entonces podríamos creer", está poniendo todo al revés, pero manifiesta al mismo tiempo que no podemos liberarnos del deseo de ver a Dios. Este "deseo natural" es uno de los rasgos constitutivos esenciales de la autocomprensión a la que puede llegar la criatura con sus propias fuerzas» (E. Schillebeeckx, Dios y el hombre. Salamanca, 1969, p. 211).

 

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El adjetivo «abisal» lo emplea 10 veces: Cfr. CB 12, 9; 14, 22; 17, 1; 31. 2; LlB 1,15; 3, 71; CA 13, 22; LlA 3, 62.

 

37

Expresión famosa de J. Lacan, Écrits, París, 1966, p. 628 (más ampliamente en Le Seminaire, XX, París, 1975) y que puede interpretarse con lo que dice la esposa del Cantar bíblico: «Yo soy de mi amado y hacia mí se tiende su deseo» (Cant 7, 11).

 

38

Cfr. San Agustín, De Trinitate XIV, 15, 21; Confesiones I, 1, 1.

 

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No hace falta decir que para San Juan de la Cruz el amor y el deseo son lo mismo: «No puede dejar de desear el alma enamorada» (CB 9, 7); «enciéndese la voluntad en amar y desear» (CB 25, 5). «La oposición entre deseo y amor corresponde a un falso espiritualismo que, por culpabilidad, niega un deseo siempre presente» (A. Vergote, Dette et désir, París, 1978). Toda la antropología sanjuanista se formula en clave de deseo, expresamente mencionado unas 400 veces como sustantivo y verbo. Cfr. M.ª S. Rollán, Amour et désir chez Saint Jean de la Croix, en Nouvelle Revue Théologique 113 (1991) 498-515; B. Sesé, Teoría y práctica del deseo según San Juan de la Cruz, en Ínsula 537 (septiembre 1991) 31-33; M. F. de Haro, Deseos, en Diccionario de San Juan de la Cruz, Burgos, 2000, pp. 380-391.

 

40

P. Teilhard de Chardin, El medio divino. Ensayo de vida interior, Madrid, 2000, pp. 48-50. En la profundidad de sí mismo, por ser tal, el hombre no sabe ya dónde termina él y dónde empieza Dios. El lenguaje mismo es impropio. En todo caso, en la profundidad es donde Dios se hace encontradizo al hombre, Profundidad que tiene tantos nombres como numerosas son las experiencias que el hombre tiene de ella: «Si la palabra Dios no posee para vosotros mucho significado, traducidla entonces y hablad de la profundidad en vuestra vida, del origen de vuestro ser, de aquello que os atañe incondicionalmente, de aquello que tomáis en serio sin reserva alguna. Cuando hagáis esto, tendréis quizá que olvidar algunas de las cosas que aprendisteis sobre Dios; quizá, incluso, la palabra misma. Porque cuando hayáis conocido que Dios significa profundidad, sabréis mucho de él» (P. Tillich, La dimensión perdida, Bilbao, 1970, p. 113).

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