41
D. Alonso, La poesía de San Juan de la Cruz (Desde esta ladera), Madrid, 1942, pp. 122-127; Id., Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos, Madrid, 1976, p. 277. Analiza este hibridismo G. Tavard, Jean de la Croix, poète mystique, París, 1987, pp. 33-39.
42
D. Alonso. La poesía de San Juan de la Cruz, p. 122; Id., Poesía española, p. 276. De opinión parecida M. Wilson, San Juan de la Cruz; Poems, Londres. 1975, pp. 35-36; R. Asún, San Juan de la Cruz. Poesía completa y comentarios en prosa, Barcelona, 1986, p. XXIV.
43
Así lo cree también J. A. Valente, o. c., p. 76.
44
A propósito
de la paradoja en el lenguaje religioso, he aquí la
valoración que hacía Jung: «Por modo extraño, la paradoja es uno de
los supremos bienes espirituales; el carácter
unívoco, empero, es un signo de debilidad. Por eso una
religión se empobrece interiormente cuando pierde o
disminuye sus paradojas; el aumento de las cuales, en cambio, la
enriquece, pues sólo la paradoja es capaz de abrazar
aproximadamente la plenitud de la vida, en tanto que lo
unívoco y lo falto de contradicción son cosas
unilaterales y, por tanto, inadecuadas para expresar lo
inasible»
(C. G. Jung, Psicología y
alquimia, Buenos Aires, 1957, p. 26).
45
G. Bachelard,
El agua y los sueños. Ensayo sobre la imaginación
de la materia, México, 1978, p. 227; M. Eliade, Las aguas y el
simbolismo acuático, en Tratado de Historia de las
Religiones. Morfología y dialéctica de lo
sagrado, Madrid, 1981, pp.
200-226, con abundante bibliografía. Toda la Biblia, desde
la primera página del Génesis hasta la última
del Apocalipsis, está surcada por una corriente de agua que
se va transformando en distintos símbolos de carácter
personal: de Dios Padre, «fuente de
salvación»
(Is
12, 3), «fuente de vida»
(Sal 36. 10; 42, 1-2; 63, 2), «fuente de sabiduría»
(Prov 18, 4; 20, 5); de Cristo, que
se lo aplica a sí mismo (Jn 4,
10.13s); del Espíritu Santo,
del que Cristo prometió hacer partícipes a todos los
que creyeran en él (Jn 4, 14; 7,
37-39); del amor que hay en el hombre (Is 58, 5; Cant
4, 12.15; Prov 5, 15-18);
etc.
46
X. Zubiri, El hombre y Dios, Madrid 1984, p. 84. La trascendencia de Dios no significa lejanía de la realidad y de las personas. Precisamente por ser absolutamente trascendente puede ser y es inmanente en la totalidad de lo real haciéndolo ser, dándole de ser, fundamentándolo. Nicolás de Cusa, habiendo leído en San Agustín que Dios es totalmente otro (totus alius), dijo con toda razón que por eso mismo es no-otro, no tiene otro (non aliud) en relación con todo lo creado, cuyo ser consiste en ser sin que nadie sea el otro de sí (Cfr. N. de Cusa, Du non-autre, ed. H. Pasqua, París, 2002).
47
San Agustín, Confesiones III, 6, 11. Esta presencia inobjetiva de la trascendencia en el centro de lo real y en el corazón del sujeto es lo que la fenomenología de la religión ha designado con el término de «Misterio»: Cfr. J. Martín Velasco, Fenomenología de la religión, en M. Fraijó, Filosofía de la religión. Estudios y textos, Madrid, 1994, pp. 67-87: Id., Dios, misterio santo, en la historia de las religiones, en Vivir en Dios. Hablar de Dios, hoy, XIV Semana de Estudios de Teología Pastoral, Estella, 2004, pp. 99-137.
48
Y la preciosa
descripción de Balthasar.- «El
hombre, en su más íntima entraña está
dialógicamente diseñado. Su inteligencia está
dotada con una luz propia exactamente adecuada para lo que
necesita, para escuchar al Dios que le habla. Su voluntad es tan
superior a todos los instintos y tan abierta a todos los bienes
como para seguir sin coacciones los atractivos del bien más
beatificante. El hombre es el ser con un misterio en su
corazón, que es mayor que él misino. Está
construido corno tabernáculo, ceñido de un misterio
sagrado... Dios no es el Tú como si fuera respecto a
mí otro yo extraño. Está en el yo, pero
también sobre el yo; por estar sobre el yo como Yo absoluto,
está en el yo humano como su más honda raíz y
fundamento»
(H. U. von Balthasar, La oración
contemplativa, Madrid, 1985. p. 16).
49
Cfr. M. Eliade, o.
c., p.
202s. De ahí que pudiera
decir Novalis que «no estaban
equivocados los antiguos sabios cuando buscaban en el agua el
origen de las cosas, pues todas las sensaciones de placer que
experimentamos son tan sólo modos diversos de fluir en
nosotros ese agua primordial que hay en nuestro interior»
(Los discípulos de Sais, 1798, cit. en G. Ravasi, El agua y la luz,
Santander, 1991, pp. 18-19).
Porque, como explicaba Bachelard, «en el
agua duermen las mismas potencias latentes que en el alma de los
hombres»
(G. Bachelard, o. c.,
p. 225).
50
Así lo cree también G. Tavard, o. c., pp. 33-39. Dios no fabrica el mundo, ni lo construye: le hace ser. Y por eso, porque Dios es el que «hace ser» a todo lo demás, no está en paralelo con nada, es -en ajustada expresión de Zubiri- «ortogonal» o perpendicular a las criaturas. «Ser» para la criatura significa estar siendo traída al ser; pero no por alguien a su nivel que le devorase el propio espacio, sino por el creador que se lo está abriendo y otorgando.