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Según la sugerente definición de Michel de Certeau: «el oxímoron pertenece a la categoría de los "metasememas" que remiten a un más allá del lenguaje, tal como lo hace el demostrativo. Es un deíctico: muestra lo que no dice. La combinación de los dos términos sustituye la existencia de un tercero y lo presenta como ausente. Crea un agujero en el lenguaje. Abre en él un sitio a lo indecible. Es un lenguaje que apunta a un no-lenguaje» (M. de Certeau, La fable mystique, París, 1982 pp. 198-199; trad. española, México, 1993, p. 174). Cfr. T. Polo, San Juan de la Cruz: La fuerza de un decir y la circulación de la palabra, Madrid. 1993, p. 98ss.

 

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Como es sabido, el texto de Jn 7, 37-38 es un caso de exégesis polifónica, deliberadamente ambiguo para permitir ambas interpretaciones: la fuente es el corazón de Cristo, sin duda, pero también el corazón del creyente. Éste bebe el agua del manantial de Cristo, y luego ese agua se convierte en su seno en un manantial permanente.

 

63

J. Guillén, Lenguaje insuficiente. San Juan de la Cruz o lo inefable místico, en Lenguaje y poesía, Madrid, 1969, p. 80.

 

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Cfr. L. Massignon, Hoceïn Mansur Hallâj; Diwan, París. 1955, «Con el ojo del corazón vi a mi Señor / y le dije; ¿Quién eres Tú? Y Él me respondió: / ¡Tú!».

 

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Cfr. Meister Eckhart, Deutsche Predigten und Traktate, ed. y trad. J. Quint, Zurcí, 1979.

 

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Esta dilatación del deseo es lo que San Gregorio de Nisa denominaba con el término epéctasis, en correspondencia con el texto paulino de Flp 3, 13: «olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante» (epecteinomenos), como tensión permanente originada por el deseo de Dios: «El participar de los bienes eternos acrecienta el deseo a medida que participa más de ellos... El que sube no se detiene jamás, va de ascenso en ascenso, sin que tengan fin los grandes descubrimientos. El deseo del que sube jamás se satisface con lo andado, sigue un deseo más intenso, luego otro, más profundo aún, y otro y otros, que impulsan al alma a elevarse sin cesar por la ruta del infinito, anhelando siempre bienes superiores» (Homilías sobre el Cantar de los cantares 8, 1). «Los deseos de Moisés quedan satisfechos justamente en la medida misma en que Moisés no queda saciado», porque «todo deseo del bien que lleva a esta ascensión sigue siempre creciendo a medida que se acerca más al bien. En esto consiste precisamente ver a Dios, en que crezca cada vez más el deseo de verle» (Vida de Moisés, XX, nn. 235-239).

 

67

F. M. Dostoyevski, Los hermanos Karamazov, Parte IV, libro XI, cap. IV, en Obras Completas, ed. castellana de Augusto Vidal, estudio preliminar de J. L. Aranguren, vol. VIII, Edit. Vergara, Barcelona, 1969, p. 847.

 

68

Cfr. S. Ros, El poema «Que bien sé yo la fonte»; la plegaria eucarística de un místico, en Revista de Espiritualidad 54 (1995) 75-113. El hecho de que en el poema no aparezcan otros elementos sacramentales, el relato de la institución, la transubstanciación de las especies, no impide considerarlo como tal, puesto que la Eucaristía no se ordena ni culmina en la transubstanciación de las especies, sino en la transpersonalización de los hombres: lo que está en juego y para lo que Cristo instituyó su memorial, no son las substancias, sino las personas; de manera que si aquéllas se cambian, es para cambiar a quienes las reciben; la Eucaristía no puede acabar sino en la configuración con Cristo. Y eso es precisamente lo que canta el místico en este poema. Mucho más de lo suponía H. Hatzfeld, Una explicación estilística del «Cantar del alma que se huelga de conoscer a Dios por fe» de San Juan de la Cruz, en Estudios literarios sobre mística española, Madrid, 1968, p. 348, y que repite M. de Santiago, San Juan de la Cruz. Obra poética, Barcelona, 1989, diciendo que este poema es «una consolación para sí mismo en la cárcel de Toledo, o para un alma vacilante y asaltada de escrúpulos», que «no se trata de una experiencia mística del santo», sino para «consolarse a sí mismo o consolar a aquellos que no son místicos» (pp. 41 y 45).

 

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J. Guillén, o. c., p. 109.

 

70

M. de Unamuno, Epistolario inédito, I (1894-1914), ed. Laureano Robles, Madrid, 1991, carta 94, a Enrique Herrero Ducloux, enero 1906, p. 207. Así lo expresaba también el poeta Francisco Brines en una reciente entrevista: «Lo que tiene el arte -y la poesía por supuesto- es que te saca de tus propios límites, y lo entiendes aunque no sea de tu envoltura humana. Y por la emoción estética te identificas con aquello. Al identificarte te emocionas. De ahí pueden ocurrir cosas impensables que un discurso o ensayo no lograrían. Si eres ateo, aunque oigas un sermón no crees en Dios. Pero el mismo agnóstico lee a San Juan de la Cruz y se emociona. Y no por eso cree en la mística, pero cree en aquél que desde la mística, desde su verdad, ha escrito ese poema tan maravilloso» (en Blanco y Negro Cultural 630 (21-2-2004), p. 5).

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