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ArribaAbajoCapítulo XVI

Dos años pasaron. Ninguno de los eventos que hemos referido, de tanta trascendencia en la vida de las personas que hemos presentado, había llamado la atención del público. La travesurilla del marqués de Benalí había sido al principio motivo de risa y solaz en los cafés y casinos; luego había caído, no en el Manzanares, sino en otro río mayor que corre por el mundo entero, el Leteo.

Busquemos empero a nuestros personajes, aunque muy distantes unos de otros.

Al marqués le hallamos en una corte extranjera, fino, digno y elegante como siempre; pero a la sonrisa alegre y benévola que hermoseaba su rostro y que le daba un aire juvenil que atraía, ha reemplazado una sonrisa escéptica y fría que le envejece. Es una rosa marchita que ha perdido su frescura y perfume, conservando solo las espinas. Las señoras de buen tono advierten con extrañeza que el tema favorito de su conversación es la sátira contra las mujeres, en la que invierte todas las sales de su ingenio, y notan en él el vulgar afán de anatematizar la hipocresía, haciendo de ella el blanco de todos sus tiros, reforzados con la enorme falange de lugares comunes que desde hace un siglo se han aglomerado en pos de Tartufe intentando hacer a la religión su cómplice. Para los que le observan de cerca es seguro que el orgullo y algún otro sentimiento agarrotado, pero no muerto, luchan en su corazón y amargan su vida. Hay en él, dicen, un lleno que le oprime y un vacío que le desquicia.

De la casa de Ramón Vargas de Toledo había huido, no solo el poco contento y la aparente paz que en ella hubo algún día, sino hasta la esperanza. Su mujer yace en su lecho víctima de un horroroso cáncer. Varias crueles operaciones ha sufrido sin que hayan logrado curar un mal que está en la masa de su sangre. Sus crueles e incesantes padecimientos han agriado su genio a tal punto que todas las criadas que sucesivamente han venido a asistirla se han despedido, no pudiendo soportar ni moral ni físicamente la asistencia que se les exige. El aseo extremado que necesita este mal está desatendido, lo que le agrava y emponzoña el ambiente. Su marido, víctima como los demás de la exasperación de una mujer que ni ama ni respeta nada, y al que por otro lado sus negocios apremian, hace lo que debe en poco tiempo y con un interés en que entra más la humanidad que el cariño; dispone juntas, busca asistencia, derrama dinero, pero ansía por alejarse de aquella mujer que fue fresca y hermosa y es un espectro, que fue cariñosa y es una furia, que seducía y ahora rechaza y hace huir.

No sabiendo qué hacer ni de quién valerse, Ramón se decidió a mandar venir una hermana de la caridad, lo que no dijo a su mujer, seguro de que se hubiese opuesto.

Cuanto tenía carácter religioso le causaba desvío, aumentándose éste, como suele suceder, a medida que más gravada sentía su conciencia. Veía desvanecerse cuanto el mundo seductor le había brindado, cuantas satisfacciones la vanidad le había ofrecido; ¿y qué le quedaba? nada. Vacío al rededor de sí, vacío en su interior, en su alma, en su corazón...

Y no obstante, la fortuna había favorecido a Gracia López, a Ramón y a Alfonso, hasta que la enfermedad de aquella puso término a sus goces y prosperidades, Habían hecho los tres lo que habían querido y logrado lo que habían deseado; las circunstancias no habían influido en su suerte ni doblegado su voluntad; ellos habían sido los dueños de las circunstancias, ellos las habían creado.

Pero busquemos a la pobre criatura esclava y víctima de ellos. Gracia Vargas atiende plácida y sosegada a sus penosos quehaceres en el hospital. Ha embarnecido a pesar de ellos, y la inalterable serenidad de su precioso y distinguido rostro muestra a las claras que hay para la criatura una clase de felicidad fuera de las condiciones en que los hombres la colocan y solo la creen posible, felicidad tranquila que olvida el recuerdo por la esperanza, lo presente por lo venidero, lo temporal por lo eterno. Pero esto el mundo lo niega, como el ciego niega la luz, o lo que es peor, como el que ve y niega lo que ve.

Es una sencilla verdad (y asombra que sea contestada) que es necesario despojarse de las cosas que envenenan y martirizan nuestra existencia como una túnica de Dejanira, y vestir la túnica del sacrificio para poder devolver la paz al alma y curar las heridas del corazón.

Cuando Gracia se enteró de que era en casa de Ramón donde se requería la asistencia de una de las hermanas, se apresuró a suplicar a la superiora que fuese a ella a quien se encargase esa misión: lo que le fue concedido.

Gracia López estaba en uno de sus accesos de exasperación. Se había quejado a su marido de la mala asistencia que tenía y del abandono en que se hallaba. Ramón, cansado ya de repetirle que había hecho cuanto humanamente era dable para evitar el extremo de no tener quien la asistiese (lo que era debido a que a todas cuantas habían venido a asistirla las había alejado su carácter violento y exigente), añadió que había escrito a la superiora de las Hermanas de la Caridad; rogándole que enviase alguna hermana en las circunstancias apuradas en que se hallaban. Gracia López, que era la oposición personificada, y que a todo por regla general empezaba por oponerse con violencia, lo hizo a la determinación de su marido con desesperado coraje.

-Pues qué, exclamó ¿es mi casa un hospital para que vengan esas desechadas a prestarme sus rutinarios cuidados y su fría asistencia? A lo que vendrán será a mandar en lugar de obedecer, y a predicar dormidas en vez de velar calladas. No, no quiero que se me acerquen. No quiero verlas; ¿me oyes?




ArribaAbajoCapítulo XVII

En este instante se abrió la puerta y se presentó Gracia Vargas a los ojos de Ramón y su mujer, con rostro sereno, en el que se dibujó al ver a su cuñada la más tierna compasión. Ramón lanzó un grito de júbilo y corrió a abrazarla.

-¡Esto era lo único que me faltaba! exclamó Gracia López. ¡Vete! ¡vete de mi casa! ¡Te saliste de ella sin pedir licencia ni parecer a nadie, y tras la emancipada joven se cerró mi puerta para no volver a abrirse viviendo yo! ¡Aguarda a lo menos que muera para venir a engatusar a tu hermano con tus hipocresías y a tomar posesión de ella!

-Gracia, pobrecita, yo no vengo a tomar posesión más que de la cabecera de tu cama para asistirte, a lo que estoy obligada como hermana de tu marido y por el instituto de la orden a que tengo la dicha de pertenecer. Te prometo, Gracia, que si no acertase a contentarte, si mi asistencia no te satisficiese, regresaré al hospital en el momento que me lo indiques y hayan ustedes encontrado quien me reemplace; pero hasta tanto, te ruego, hermana, que no me despidas y tenga que alejarme de ti con el desconsuelo de dejarte sin asistencia.

Diciendo estas palabras Gracia Vargas, se había quitado el velo de lana negro en que venía envuelta, lo había doblado y colocado sobre una silla, y empezó a poner orden en aquella alcoba, en que estaba tan desatendido el orden como el aseo. Llamó a una criada de la casa, tosca y desabrida, la que guiada por ella con buenas y suaves maneras, fue prestándose cada vez con mejor voluntad a cuanto le fue indicado. Entre ambas, y con el mayor cuidado, arreglaron y renovaron el lecho en que yacía la enferma, a pesar de su resistencia y exasperación.

-Vienes a coronar tu obra de hipocresía, exclamaba esta, ofreciéndote a prestarme asistencia, cuando en realidad solo vienes a gozarte en verme padecer.

-No hay, Gracia, hipocresía en prestarte los servicios que desde dos años presto a los pobres del hospital: es mi destino, y obligación que con todos cumplo con gusto y celo; cuánto más no lo haré con la mujer de mi hermano. No soy una fiera para gozarme en tus padeceres, pues a lo que vengo es a aliviártelos en cuanto me sea posible: ¿qué motivos me llevarían a tal necedad?

-El aborrecerme, de lo cual me has dado mil pruebas.

-¿Cuáles han sido?

-Primero, que no hubo medio de hacerte venir al lado de tu hermano cuando quedaste huérfana, y eso no podía tener más causa que el no querer vivir a mi lado.

-Sabes, Gracia, que mi infeliz hermano menor estuvo mucho tiempo imposibilitado de ponerse en camino.

-A poco de haber llegado, como para ostentar todo tu desvío hacia mí, rehusaste un ventajoso y lucido porvenir, y te fuiste sin consentimiento de nadie a hacerte la interesante a un hospital.

-No necesitaba ni aun el del tutor que me dio la última voluntad de mi madre, puesto que había entrado ya en mi mayor edad. No obstante, se lo pedí y lo obtuve: ¿tienes más cargos que hacerme?

-¡Oh! muchos, los suficientes para que te aborrezca y me sea insufrible tu presencia.

-Pues te prometo alejarme en el momento que haya encontrado Ramón quien me reemplace en tu asistencia.

En este momento entró el cirujano para hacer la cura a la enferma. A pesar de lo acostumbrada que estaba Gracia a presenciar males espantosos, se quedó horrorizada de ver la extensión y profundidad del cáncer que devoraba todo el lado derecho de la enferma extendiéndose debajo de su brazo y profundizando hasta las costillas. Pero pudo reprimir su emoción con el hábito y valor que había adquirido en el ejercicio de su santo y admirable ministerio; fuerzas y valor superiores a las facultades físicas de la mujer; pero no a los ángeles que guían y sostienen a estas heroínas de la caridad.

El cirujano celebró con entusiasmo la ayuda que le prestaba Gracia a él y la que en su ausencia prestaría a la enferma, a la que dio la enhorabuena pronosticándole que con tal asistencia sus sufrimientos serían menores. El natural egoísmo de los enfermos triunfó entonces del repulsivo y envidioso tedio que inspiraba su inocente hermana a aquella mala alma, y Gracia permaneció a su lado. Por muchos días sufrió los desvíos y malos tratos de su cuñada, que poco a poco, merced a la paciencia de Gracia y al beneficio que recibía de su asistencia, se fueron templando. Por fin un día en que cansada de quejarse y agitarse violentamente, había quedado rendida y exhausta la enferma, dijo Gracia a su cuñada al ver que volvía de su paroxismo:

-¿Hermana, quieres que roguemos a Dios y a su bendita Madre para que te envíe conformidad y con ella la tranquilidad de espíritu?

-Oye, repuso volviéndose a agitar la enferma; aguarda a que el médico declare que es tiempo de prepararme, para venir a fatigarme más con tus beaterías. Eso me lo estaba yo temiendo desde que te vi llegar; no podía faltar, la hipocresía había de salir a relucir, aunque con las tales mojigaterías empeores mi estado y exacerbes mis fatigas.

-Hermana, repuso su enfermera, al proponerte que roguemos a Dios he pensado más que en nada en tu estado físico, pues si te otorga tranquilidad de ánimo, ella más que ninguna medicina ha de templar la excitación de tus nervios y la irritación de tu sangre, y tú misma juzgarás, si Dios nos oye, del alivio que sentirás. Mira, añadió poniendo a los pies de la cama un cuadrito, aquí está la Santísima Virgen de Gracia, tu patrona y la mía: no nos negará ella su misericordiosa intercesión, la que vamos a pedirle ambas.

Diciendo esto, Gracia Vargas se arrodilló ante la Santa Imagen y empezó a rezar.

Gracia López, por malvada que fuese, por olvidados que tuviese los principios santos de la religión, había sido bautizada, criada y confirmada en ella, y la comprendía.-El timbre superior de la religión de Cristo conservada sin bastardear en su Iglesia es, no el preservar de la culpa al hombre que nada pone de su parte, sino el dejar en su conciencia el conocimiento del mal, y de esta suerte hacerle posible el arrepentimiento, sola y única rehabilitación del prevaricador, solo y único medio de alcanzar el divino perdón; y por eso el católico implora para sí y pido para los demás el perdón de sus pecados para alcanzar una buena muerte, esto es, que el que va a comparecer ante el supremo tribunal lleve consigo ese arrepentimiento, esa protesta contra la culpa, ese divorcio con la impiedad que solo pueden alcanzar el misericordioso y divino perdón. A cuántos pecadores contritos y fervorosos, libres del orgullo que perdió a Luzbel, habrá consolado el Señor en su divina Eucaristía, recibida en el Viático, como a Dimas, con estas dulces y consoladoras palabras: «¡Hoy serás conmigo en mi reino!» Mas ¿puede acaso dirigirse esta promesa de misericordia a la impenitencia final, al suicidio del alma?

-¡Madre mía de Gracia! proseguía la suplicante, salud de los enfermos, consuelo de los afligidos, ten compasión de esta tu hija, bautizada con tu santa y bendita advocación en tu sagrado templo! ¡Mediadora nuestra, alcánzale la salud si le conviene, y si no obtenle al menos algún alivio en su padecer, y sobre todo paciencia y conformidad para soportarlo con la santa resignación y mansedumbre de que el Señor, y tú, Madre mía, nos habéis dado ejemplo!

Varias veces, durante la oración de Gracia, había salido de los cárdenos labios de su cuñada la dulce exclamación de ¡Madre mía! no traída a ellos por la rutina tan genuina, general y extendida en la católica España, sino salida del fondo de su corazón como el espontáneo suspiro del enfermo que despierta de un pesado sueño. Gracia seguía arrodillada, y con voz cada vez más sentida y fervorosa prosiguió implorando al Señor con un acto de contrición que de esta suerte concluía:


   Para enmendar lo pasado
y perseverar resuelto
en vuestro santo servicio,
lo ruego con tanto afecto,
que hasta la muerte la pido
y hasta la muerte la quiero,
por no llegar a ofenderte
manso Jesús, dulce Dueño.
   Esto pide un corazón
todo en lágrimas deshecho,
por culpas que ha cometido
sin saber lo que se ha hecho.
¡Misericordia, Dios mío!
¡piedad, divino Cordero!
que el corazón a pedazos
parte el dolor en mi pecho.
¡Ay! quién pudiera aliviarte
de ese tan duro tormento y
tomándome yo la carga
que justamente merezco.
¡Pero ya que es imposible
aliviarte, dulce Dueño,
confesaré mis delitos
en mares de sentimiento!



Al repetir esta última plegaria prorrumpió la enferma de repente en un copioso llanto.

-¡Pobre hermana mía! dijo la suave hermana de la caridad abrazándola.

-¡Perdóname, Gracia! ¡perdóname, inocente! ¡perdóname, bendita! exclamó la enferma.

-Calla, hermana, calla o me alejo; ¿me vas acaso a pedir perdón por las impertinencias tan naturales en los enfermos? ¡Demasiado pocas tienes para lo que padeces, pobrecita mía!

-¡Demasiado poco padezco para lo que merezco! repuso la enferma redoblando su llanto.

-Ese es un pensamiento cristiano, hermana mía, dijo con suave gozo Gracia Vargas, y ya notas el favor y gracia que la santa Madre que hemos invocado te ha conseguido; pero no te debe apurar, sino consolarte.

-¡Si tú supieses!... prosiguió la enferma.

-¿Tus culpas?¡si tú supieses las mías! cada cual tiene que implorar por ellas misericordia y perdón. Pero calla, no te agites más, calla, te lo pido y te lo mando. Levanta tu corazón a aquel que los purifica y consuela.

Desde aquel día la enferma, resignada y paciente, todo lo sufrió con inusitada mansedumbre, demostrando a su cuñada una gratitud exaltada y un cariño triste que se deshacía frecuentemente en lágrimas.

-Eres una santita, decía Ramón a su hermana en los pocos momentos que podía hablarla fuera del cuarto de la enferma; una santita que hace milagros.

-¡Milagros yo! ¿a qué aludes?

-Al cambio verificado en Gracia, que hace poco era una furia y la has convertido en manso cordero.

-Verdad es, Ramón, que es un milagro, pero no hecho por mí.

-¿Pues por quién?

-Por la Virgen de Gracia, Ramón.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Un día entró Ramón en el cuarto de su mujer, y la halló en un estado de gravedad tal, que la habrían mandado administrar los facultativos a no haber ella misma solicitado días antes prepararse y que le trajesen un confesor. La mansedumbre admirable que había adquirido y que en su progresivo padecer conservaba, el cariño humilde que tanto a él como a su hermana demostraba, habían hecho que Ramón se apegase más a ella y permaneciese más tiempo a su lado. En la clase de mal que llevaba a Gracia al sepulcro, es sabido que la cabeza no padece y que se conserva el entendimiento claro y sin ofuscación hasta el último momento.

Ramón estaba preocupado. Su hermana, atendiendo exclusivamente a la enferma, no lo notó; pero esta le preguntó con débil voz:

-¿Ramón, qué tienes?

Ramón contestó al punto:

-Acabo de encontrar al marqués de Benalí, no sabía su regreso, y la sorpresa unida a mi resentimiento me ha trastornado.

La escasa luz que había en el cuarto y su misma preocupación, impidieron a Ramón notar dos cosas que ambas le hubiesen sorprendido igualmente. La primera fue que el nombre del marqués no causaba en su hermana ninguna impresión, y la otra, la mucha que causó este nombre en la moribunda.

A la mañana siguiente el aspecto del cuarto de la enferma era lúgubre. La noche había sido espantosa. Ramón se había alejado lleno de horror. Las criadas no se atrevían a entrar en el cuarto, porque la enferma causaba el mismo miedo que un cadáver frío e inmóvil, pero aún con vista en los ojos y palabras en sus blancos labios. Solo Gracia, agitada y trémula a pesar de estar acostumbrada a ver muertes, agonías y horrores, continuaba inseparable de la cabecera de su cuñada. Esta pocos momentos antes había sido administrada, y después se había ausentado su confesor para evacuar un encargo que la moribunda le había hecho.

-¿Y Ramón? preguntó con más tristeza aún que extrañeza la enferma.

-Ha ido, contestó con embarazo su hermana, a una subasta del gobierno; le era humanamente imposible faltar a ella por ser el representante de casas extranjeras y poderosas: comprenderás, hermana, que tales intereses no se pueden abandonar.

-¡Oh sí! lo comprendo, repuso Gracia López; los intereses materiales tienen hoy sobre todos los demás la preferencia. ¿Cómo podría quejarme de eso yo que hasta hace poco he seguido la misma doctrina? ¿Cómo me quejaría de que no exista un amor y un apego que no he sabido ni me he esforzado en conservar?

Un triste y solemne silencio reinaba en aquella habitación. La administrada parecía descansar dando gracias.

Su cuñada, hincada de rodillas entre la pared y la cama, oraba, lloraba y ocultaba sus lágrimas apoyando su frente sobre los colchones de la cama.

Este silencio fue interrumpido por el confesor, que abrió la puerta y dijo:

-Hija, aquí está la persona que deseabais ver: dicho lo cual se retiró y cerró la puerta.

La persona que había introducido el sacerdote, que era el marqués de Benalí, venciendo el asombro que le causaba el contemplar a aquella mujer que dos años antes había visto tan hermosa y arrogante y llena de vida convertida en un inmóvil y espantable esqueleto, y dominando por compasión la repugnancia que le producía aquella criatura, que siempre le fue antipática, se acercó y la preguntó en tono serio, pero suave:

-¿Qué me quiere usted, señora?

-Que me escuche usted, repuso en voz queda la moribunda, y que después de haberme oído me perdonen ambos agraviados, si es que cual nuestro Criador tienen misericordia y dan mérito al arrepentimiento y valor a la expiación.

La enferma calló un rato para tomar nuevas fuerzas.

-¿Que yo tenga algo que perdonar a usted? preguntó el marqués, temiendo que aquellas palabras que había oído fuesen hijas del delirio.

-¿Se acuerda usted, prosiguió la moribunda, de una carta anónima que recibió por el correo pocos días antes de marchar al extranjero?

Este recuerdo inesperadamente evocado hirió a Alfonso como una estocada en una oculta herida enconada, y exclamó:

-¿Quién ha podido decírselo a usted?

-¿Sabe usted quién la escribió? dijo con angustia la infeliz.

-No, y lo siento, porque fue sin duda un hombre honrado, un amigo, que me evitó caer en un precipicio.

-¡Se equivoca usted! suspiró la moribunda, como todos los que ven en un anónimo el interés, y no el odio a aquel a quien daña.

-¡Ah! no, aquí la tengo, pues siempre la llevo conmigo puesta sobre el corazón como una égida contra el amor fingido y las astucias de las mujeres. Ella me salvó de haber hecho compañera de mi vida y madre de mis hijos a una mujer indigna de serlo. Ella me salvó de haber sido objeto de la menos preciadora lástima de los cuerdos y de la insultante burla de los que valen menos que yo.

-¡Pues ella fue una calumnia! dijo con energía Gracia López;

-Eso no: las verdades que encerraba eran demasiado patentes; no quiera usted disculpar a la hora de la muerte a una cuñada a quien tan poco armó en vida.

La moribunda dio un gemido y llevó a sus labios la mano de su cuñada que tenía entre las suyas.

-Sobre todo, oiga usted, prosiguió el marqués sacando del pecho una pequeña cartera, y de ella una carta que desdobló: y acercándose a una lamparilla que ardía ante la imagen de la Virgen de Gracia, se puso a leer:

«Carmona a tantos...

«Un sujeto de esta vecindad que tiene de su persona de usted las mejores noticias, cree que es un deber de honradez evitar el que sea usted víctima de gentes sin conciencia y perversas que con la mayor hipocresía le han urdido una trama. Me cuesta repugnancia decirlo, y quizás no lo haría a no ser el caso tan público aquí que nadie lo ignora. Todo el mundo sabe que D. Manuel Sánchez, padrino de Gracia Vargas, si ha mantenido la casa, si ha educado a la niña, si costeó la enfermedad del padre y le ha erigido un túmulo, si ha costeado los estudios del hermano y enviádolo a Madrid, no lo ha hecho por caridad cristiana; que por caridad cristiana no se roba al marqués ciego, de quien es capellán, para hacer gastos tan cuantiosos. Así fue que cuando se murió su madre, no se fue Gracia con su hermano como debió hacerlo, sino que se quedó por disposición de D. Manuel en Carmona. Todo esto salta a la vista, y quien no lo ve es que no quiere verlo. Pero aun los hipócritas tienen sus descuidos, y así ha sucedido que el capellán del marqués al salir de su casa prendió fuego a un papel para encender un cigarro, tirándolo casi consumido. No faltó quien lo recogiera, y es el pedazo de una carta que remito a usted para que se convenza: papel que ha andado aquí de mano en mano, y que yo guardé para evitar el escándalo y para remitírselo, impidiendo así que un hombre caballero y confiado sea víctima de una trama hábilmente urdida.

En seguida desdobló el marqués un pedazo de carta cuyos bordes estaban ennegrecidos por el fuego, que había consumido lo demás, el que contenía estos renglones que leyó en alta y estridente voz:

«Usted es el único hombre que ha llenado mi corazón».

Gracia Vargas de Toledo.

Mientras el marqués leía Gracia Vargas había levantado la cabeza, después se había puesto de pie, y con los ojos asombrados y sonrojado el rostro de vergüenza, escuchaba absorta, trémula e indignada.

Cuando el marqués hubo concluido, cruzó sus manos exclamando con voz ahogada:

-¡Qué infamia!

El marqués, que no había notado su presencia, se volvió hacia su lado, y al verla exclamó a su vez con profundo dolor y concentrada indignación:

-¡Cierto, qué infamia!

La moribunda, haciendo un supremo esfuerzo, dijo dirigiéndose al marqués:

-No fue un amigo vuestro ni un hombre honrado quien escribió esa carta; la escribió una mujer malvada, por odio, celos y envidia, pues esa carta calumniosa y perversa la escribí yo.

Gracia, al oír esta declaración inaudita, se cubrió el rostro con ambas manos.

-Puede ser, dijo el marqués con tono amargo y despreciativo, pero ¿y la carta de la interesada en que todo queda confirmado?

-La carta, prosiguió la enferma haciendo un heroico esfuerzo, que yo sustraje al criado que la llevaba al correo, iba dirigida por Gracia a su padrino, y había en ella un párrafo que decía así: Temo escribir con libertad excesiva, pero Alfonso, bien lo sabe V., es el único hombre que ha llenado mi corazón. Quemó la carta hasta la palabra sabe, y truncada la primera frase quedó unida a la siguiente formando con ella distinto sentido.-¡Si podéis, perdonadme por Dios, perdonadme para que muera tranquila!

Gracia se echó sin titubear al cuello de su cuñada diciendo:

-Perdonada estás, hermana mía, perdonada de corazón, y tanto más cuanto que no es un acto de generosidad el que me pides, sino un acto de justicia, pues la expiación anula la culpa; y tú has expiado la culpa con la noble y esforzada declaración que acabas de hacer, con tu arrepentimiento y tu terrible padecer.

-Escríbele a D. Manuel que me perdone, rogó la culpable.

-No, contestó Gracia, lo debe ignorar todo; pídele a Dios perdón de una ofensa que no le puede dañar y que ignora el agraviado.

Alfonso al descubrir y convencerse de tamaño crimen, se había quedado inerte de pasmo y de indignación; mas al considerar que le había costado la felicidad de su vida, y que su mismo afán por la opinión pública era lo que le había traído a perder su buen concepto con su inexplicable conducta, dando suelta a todas las iras y dolores de su corazón, exclamó:

-No, no, yo no perdono. Muchos hay en los presidios arrastrando cadenas cuyos delitos no admiten comparación con el imperdonable, el pérfido y denigrante anónimo, que fraguan mancomunados la vileza, la cobardía, la envidia, la calumnia y la crueldad. En esta época de trastorno social, de trastorno de ideas y de opiniones, todos los vicios y crímenes se han querido defender y disculpar achacándoselos a la mala organización de la sociedad. Al robo, al asesinato, al adulterio, a la prostitución, a todos se les ha prestado una fuente pura: todos han sido disculpados y se han hecho interesantes en sus perpetradores; pero los mismos que idealizan la maldad no han osado, no se han atrevido a justificar la calumnia del anónimo a pesar de los recursos de su fértil y viciada imaginación. El vil anónimo es tal, que hace sonrojarse aun al cinismo; al lado de ese horrible mal causado al prójimo con premeditación, a sabiendas e impunemente, los venenos de los Borgias que no hacían más que quitar la vida, son beneficios. ¡Perdón! ¿y para quien? ¿para el que después de cometida su obra infernal queda gozándose en los estragos que ha hecho, y necesita que venga la muerte para despertar un tardío y temeroso arrepentimiento? ¡Nunca! hay cosas que si se perdonasen envilecerían el perdón.

La moribunda dio un gemido y cerró los ojos.

-Sois más cruel que ella lo ha sido, dijo Gracia deshecha en lágrimas; negar el perdón al arrepentido es el más inhumano de los procederes para con nuestros semejantes, es aun peor que el que estáis motejando.

-Pues más injusto, repuso Alfonso, sería dejar pasar impunes cuando se llegan a descubrir. Esos delitos que avergonzados de sí mismos se refugian como en segura guarida en el misterio: en el misterio, que es el más vil de los auxiliares de la maldad.

¿Perdonar a esos malvados que gracias a él osan transitar con su maldita cabeza erguida entre las gentes honradas? ¡nunca! ¡Vileza! ¡infamia! ¡voces que aterran aplicadas a las acciones de los hombres! ¿Acaso, prosiguió exaltándose por las mismas reflexiones que en tropel le asaltaban, acaso no había dispuesto unta antigua ley que fuese cortada la mano del incendiario? pues ¿por qué, con más razón y justicia, no se ha dispuesto también que al infame que no contento con reducir a cenizas una parte de los bienes de sus semejantes, les arranca su honra y les destruye su suerte, se le corte no ya la mano, sino el brazo?

-Justa es vuestra sentencia, y yo, sometida a ella, ruego a Dios que sirva de expiación a la mísera que la ha sufrido, dijo la moribunda con débil voz y señalando a Alfonso un velador con piedra de mármol sobre el que se hallaba un objeto cubierto con un lienzo. Ved, añadió, alzad ese paño.

Alfonso se acercó al velador, alzó la toalla y retrocedió con una exclamación de asombro y de horror. Sobre aquel velador estaba extendido un brazo con su mano inerte, helado, muerto. Habiendo destruido la acción del cáncer todos los nervios y ligamentos del brazo derecho de la enferma, éste se había desprendido en la pasada noche, como lo habría hecho el de un esqueleto, y había sido depositado allí.

-¿No está la infeliz bastante castigada? dijo con su dulce voz la hermana de la caridad.

Alfonso, consternado y conmovido, se acercó a la cama de la moribunda, y le dijo:

-¡A mi vez, Gracia López, imploro vuestro perdón! habéis expiado y estáis redimida para con Dios y para con los hombres.

La emoción que estas palabras produjeron en la agonizante la hizo perder el sentido. Gracia corrió a llamar al confesor que estaba en el cuarto inmediato, el que acudió mientras ella empezaba a auxiliar a la moribunda haciéndola respirar un espíritu. Al cabo de un momento entreabrió esta los ojos; al ver a su confesor se pintó en su cárdeno semblante cierta expresión de sonrisa, diciéndole en casi ininteligibles palabras:

-¡Padre! ¡me, han perdonado!

-Así debía ser, contestó el sacerdote.

-¡Bendecid, pues, a la reconciliada con Dios y con los hombres, padre!

-¡Con toda mi alma, hija mía!

Y el padre la bendijo. Entonces levantando los ojos al cielo y alzando la voz, exclamó la moribunda:-¡Bendita sea la clemencia divina, y la clemencia humana hija de aquella! ¡bendita sea la religión!

Sus ojos se cerraron, su cabeza se inclinó sobre su pecho.

-Recemos el Credo, dijo el sacerdote postrándose de rodillas al par de Gracia y Alfonso.

En la cama yacía un cadáver.




ArribaAbajoCapítulo XIX

El hombre mientras está en el mundo, aun no siendo más que un cadáver, necesita del cuidado y ayuda de los que le sobreviven, así como después de muerto ha menester de sus sufragios y oraciones. ¿No debería este solo pensamiento extinguir en su corazón toda hostilidad contra sus semejantes? Alarguémonos todos la mano de amigos y de hermanos ante la horrible fantasma de penas, de males, de muerte aislada y desamparada, que no hay valor, por brutal que sea, al cual no arredre.

El confesor se alejó para ir a disponer el féretro, los blandones y paños mortuorios, todas esas necesidades y honras debidas y usadas con los cadáveres.

Gracia se acercó trayendo un pañuelo de holanda para cubrir el rostro de la difunta, el que libre de la acción del padecer y de la inquietud, se iba serenando y tomando esa belleza austera y majestuosa que hace a los muertos tan respetables. En seguida salió para mandar avisar a su hermano y a una de sus compañeras, con objeto de que esta la ayudase a amortajar a la que había fallecido.

-Gracia, exclamó Alfonso que la había seguido al cuarto inmediato, postrándose ante ella cuando se hallaron solos; ¿y tú acaso podrás perdonarme?

-Para perdonar es preciso haber tenido resentimiento, respondió Gracia, y puedo asegurar a V. que nunca lo he tenido. El amor sin mezcla de sentimientos bastardos y personales, causa dolores, pero no resentimientos. Que sea V. feliz ha sido mi cotidiana oración al cielo, y lo será siempre. Le amé a V., y el recuerdo que ha quedado en mi corazón le hará siempre para mí un objeto de benévolo interés.

-¡El recuerdo! ¿pues qué, Gracia, ya no me amas? ¿no consentirías acaso en hacerme feliz uniendo tu suerte a la mía?

-Eso ya no puede ser.

-¿Por qué, santo Dios?

-Porque no puedo amar al hombre en cuya preferencia hacia mí no había ni amor, ni fe, ni aprecio; a un hombre a quien bastó para alejarse de mí un miserable anónimo, sin pararse a averiguar su origen o a examinar sus causas, sin desentrañar la verdad que pudiese tener, sin dignarse siquiera participarme el motivo, cerrando así la entrada a toda justificación, y no desatando, sino cortando con el más afilado de todos los puñales, el desprecio, unas relaciones que fueron el único rayo de sol de mi opaca vida. No, no, repito; el hombre que esto hace, ni ha amado ni amará nunca, porque hay en su alma otro sentimiento superior al amor. Si un anónimo pudo extinguir su amor de V...

-¡Extinguirlo! ¡oh! nunca, Gracia.

-Pues aun concediendo que sin extinguirlo pudo enterrarlo vivo, la conducta que usted siguió, sin paliarla siquiera, me ha probado cuán fácilmente, fuese cual fuese la causa, podía V. pasar del cariño al desvío, del aprecio al desdén: lo cual le hizo aparecer a mis ojos como un hombre distinto de aquel que yo había amado. Muy bien y con razones muy contundentes anatematizó V. el anónimo; pero mal estaba en sus labios el hacerlo, y mejor hubiera estado en los de otro que lo hubiese despreciado cual ese vil medio de dañar lo merece. ¿Tan oculto pensaba V. que pudiera mantenerse el mal, que solo una persona lo supiese? Tan prudentes o egoístas creía V. a sus amigos, que todos callasen al verle engañado y seducido, y que les sobrepujase en interés hacia V. un extraño? ¿Acaso pensaba V. que el que da un benéfico consejo y lo hace con buen fin oculta cuidadosamente su nombre? Basta pararse un poco para convencerse de que la buena intención, como los rayos del sol, ni puede buscar una marcha torcida u oblicua, ni ocultar su elevado origen. En los males causados por tan infame medio cabe casi tanta parte al que forja la calumnia como al que le presta asenso, concediendo a un extraño que desde luego se presenta como un malvado, esa fe de que despoja a las personas que pretende querer. Dícese que el modo de burlar y desvirtuar los ataques de la malignidad es desatenderlos; con tanta más razón debe este consejo del buen sentido aplicarse al más abominable de los medios de ataque, al más perverso de los ardides. Pero para V. esa voz de los abismos ocultos de la maldad pudo más que el aprecio, más que la buena opinión y que el cariño a que creí ser acreedora y merecerle; así fue que le lloré a V. por muerto, y no me quedó para aquel en quien se había trasformado sino extrañeza e indiferencia.

-Pero el primero ha resucitado, Gracia.

-No, Alfonso; yo soy la que mediante la confesión de la pobre difunta, que esté en la gloria, he resucitado para V.; me vuelve V. a ver libre de culpa, pero también decidida a no unir mi suerte a quien no puedo amar, y resuelta a seguir, sin dejarla, la senda en que hallé el consuelo, la tranquilidad y una dicha moderada, pero independiente y segura.

-Esto y más hallarás a mi lado, Gracia; soy caballero, te debo una reparación, y te la daré cumplida.

-La agradezco sin admitirla, repuso Gracia con una imperceptible sonrisa; tardo en decidirme, pero decidida no vacilo. La barquilla que halló puerto tranquilo y seguro, no vuelve a salir al mar por más sosegado y espléndido que se le presente. Cuando me faltaron aquellos más dulces y profundos amores de la vida, el que presta y el que recibe amparo, esto es, mi madre y mi pobre hermano; cuando me vi sola y aislada, desatendida de mi hermano mayor, rechazada por quien debió ser mi hermana, abandonada por el hombre que me había inspirado y demostrado tanto amor, acudí al amparo de un Padre que no muere, y cuyo amor no desatiende, no rechaza, no abandona. Me abrió sus brazos, me consoló y confortó, me dio fuerzas, resignación y esperanza. Entonces mi corazón le preguntó: ¿Con qué pagarte, Señor, tantos beneficios? ¿Cómo demostrarte mi gratitud?-Y él contestó a mi corazón: Amándome y demostrándome tu amor, amando y sirviendo a tus hermanos desvalidos, y a mí en ellos.- Obedecí, y hallé cuanto en el mundo no había encontrado: paz, satisfacción, dulzuras y esperanzas; ¿y cree V. posible que ahora le dijese desertando del puesto que me señaló: ¿no necesito ya de este tu amparo, al que me acogí transitoriamente, pues he hallado otro preferible?

-¿Conque, exclamó Alfonso, rechazarás mi cariño? ¿me dejarás por tus groseros, repugnantes e ingratos enfermos?

-Sí, porque su grosería, sus males y sus ingratitudes, no llegan a lastimar mi corazón.

-Eso, dijo herido en su cariño y en su amor propio Alfonso, con alguna altivez, eso es extravagante y hasta ridículo.

-La débil arma de la malignidad que se llama el ridículo, respondió Gracia, solo hiere al amor propio.

-¡Qué corazón tan frío! exclamó Alfonso en tono de reconvención y de dolor.

-No lo han creído así mi madre, mi hermano y la que acaba de morir.

-Lo que te han inspirado no ha sido amor, ha sido compasión.

-Y aunque así fuese, repuso Gracia, ello no probaría un corazón frío, puesto que la compasión es amor, el más puro, el más tierno y consagrado de los amores. Pero añadió encaminándose hacia el cuarto mortuorio, me llaman al lado de mi pobre cuñada el deseo y el deber de prestarle el último servicio, el de amortajarla. Adiós, Alfonso, dentro de ocho días agradecerá V. a la pobre hermana de caridad la determinación que en este instante merece su censura.

-¡Qué cruel despropósito! ¡Gracia! ¡Gracia! ¿qué ha podido infundírtelo? dijo asombrado Alfonso.

-Las que en el mundo nos dedicamos al servicio de Dios en la asistencia de los enfermos, aprendemos a conocer así los males físicos como los morales que aquejan a la humanidad.

Diciendo esto Gracia, entró en el cuarto mortuorio, impidiendo con un gesto de grave y severa dignidad que Alfonso la detuviese.

FIN




ArribaEpílogo

Gracia había acertado; ocho días después Alfonso se decía a sí mismo mientras vestía su uniforme de diplomático adornado con la llave de gentil hombre, que acababa de recibir, para ir a palacio a dar gracias a la reina por tan distinguido favor:

-No hay duda que las mujeres son atinadas y tienen mas tacto que los hombres. De los salones se puede dignamente bajar a los hospitales; pero subir de los hospitales a los salones, se ve poco, y si se viese daría pábulo a la burlesca mordacidad de las gentes. Por cierto que el desenlace de nuestros amores no ha sido ni novelesco ni sentimental, y lo rechazaría por prosaico la novela cuya atribución es crear; pero lo admitiría desde luego el cuadro o novela de costumbres, cuyo objeto es pintar las cosas como realmente son.