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ArribaAbajoCapítulo III

El suelo de la patria y la redención del agricultor


De dos modos puede aumentarse el suelo de la patria: por medio de conquistas guerreras fuera del territorio, y por medio de conquistas agrícolas en el interior. Lo primero no se consigue sin muchas lágrimas y sangre, y supone frecuentemente una injusticia en la historia; lo segundo se logra con el ejercicio de un trabajo legítimo, y es la honra de la humanidad, que domina con su inteligencia las fuerzas más poderosas de la Naturaleza. Lo primero es la barbarie y el despotismo; lo segundo el progreso y la libertad. De la misma manera puede disminuirse de dos modos el suelo patrio: por invasiones extrañas que lo merman, y por los ríos que lo arrastran a los abismos del Océano.

El diplomático que celebra un tratado cediendo parte de una provincia, y el alcalde que arrasa un monte obligando a emigrar a la población de un valle, son una misma cosa para la patria; para la humanidad es mil veces peor el último. Algunas de nuestras provincias de Levante han talado las nueve décimas partes de sus bosques: cien mil hijos de esas provincias riegan con su sudor las abrasadas arenas de la Argelia, y con su sangre los surcos profanados por las kábilas que pugnan por sacudir el yugo de Francia.

La extensión de un país no debe medirse en el mapa geográfico, sino en el agronómico. La geografía engaña. La vega de Zaragoza es más grande que la Mancha. Bélgica es mayor que España. Europa es más extensa que África.

España no está conquistada todavía. La costa está rodeada de marismas alternativamente cubiertas y abandonadas por la marea, como si convidaran al capitalista y al agricultor. Y dentro hay deltas y pantanos que esparcen en derredor la muerte, lagunas que piden desagüe, torrentes y ramblas que sólo exigen, en cambio de sus dilatados cauces, dos diques a lo largo y algunos millones de árboles en las montañas. Estas marismas, deltas, islas, lagunas y ramblas representan una extensión superior a la mayor de nuestras provincias. Y no hablo de las estepas, cuya conquista por medio de pantanos y canales representa dos y más provincias. Cada inundación de nuestros ríos arrastra un distrito; cada cien inundaciones se llevan a la mar una provincia: por el contrario, cada río sangrado por canales y desviado por diques duplica todos los años la extensión de cada distrito y de cada provincia.

El cimiento lo prepara la Naturaleza, el suelo se engendra del trabajo. Mientras haya rocas y playas, hay campo que conquistar para la familia y fronteras que ensanchar para la patria. El suelo de Holanda es muy rico, y el de Egipto más rico todavía, pero no les ha sido regalado gratis et amore: los egipcios deben a su laboriosidad la patria, y los holandeses la deben a su genio. El día que los primeros abandonaran sus diques y compuertas, el Egipto se deslizaría átomo por átomo hasta el fondo del Mediterráneo, y el Nilo correría sobre una inmensa roca de granito. El día que los segundos descuidaran sus diques y molinos de viento, la Holanda sería invadida por las olas, y el mar del Norte recobraría sus antiguos dominios. En un año egipcios y holandeses quedarían sin patria. Más de 700.000 hectáreas miden los terrenos conquistados al mar en los Países Bajos, y más de 100 millones las tierras creadas por el Nilo en Egipto. Estas son las verdaderas conquistas: el campesino vascongado arrebatando al golfo cantábrico 10 peonadas de tierra de marisma, realiza una empresa más permanente y gloriosa que el soldado alemán arrebatando a la Francia un pedazo de la Alsacia; y el ministro que fundó la Carolina en Sierra morena, ensanchó más los horizontes de su patria que el desdichado emperador que agregó a la suya las provincias de Niza y de Saboya.

No, la patria no la regala la Naturaleza sin que el sudor de la inteligencia y el esfuerzo del brazo fecunden hasta las hendiduras de la roca. Cuando los judíos conquistaron la Palestina, era ésta un país montañoso y estéril; mas ellos, laboriosos como eran, supieron transformarlo y cultivar las laderas hasta las mismas cumbres por medio de muros de sostenimiento, planicies escalonadas y grandes plantaciones de frutales: con motivo de las cautividades que padeció este pueblo, volvieron a descarnarse las montañas, y los aguaceros destruyeron esa patria hija del arte y del trabajo, a punto de tener que restablecerla en tiempo de Herodes por los mismos procedimientos que en tiempo de Josué. Si los suizos redujeran a carbón sus bosques, en pocos años se quedarían sin patria y sin libertad: sus montañas y lagos, nidos de amor y poesía, serían espantables abismos, pantanos infectos y descarnadas cordilleras, tan sólo de buitres y lobos visitadas. Los árboles crean, sujetan y ayudan a utilizar el suelo vegetal: son obreros que no descansan nunca; reemplazan a los antiguos esclavos; lo cual explica el bárbaro consejo de aquel precepto francés que, para someter a la indomable Córcega, no hallaba medio más eficaz que cortar de pie los castaños de toda la isla. La receta, en verdad, tiene la sanción de la experiencia y trae muy lejano abolengo: recuérdese que los albigenses se rindieron a Humberto cuando vieron que se daba orden de arrasar las viñas de la Provenza; en el mismo siglo, los musulmanes de Jerez abrieron sus puertas a Alfonso el Sabio ante la amenaza de que iban a ser devastadas sus huertas y olivares; y Tougourt abrió sus puertas al sitiador Saláh-bey de Constantina en 1788, cuando los soldados principiaron a talar las palmeras de los alrededores. Perder las vides, los olivos, las palmeras, era perder la patria, y abandonaron la libertad política por miedo de caer en una más dolorosa servidumbre.

Hemos dicho antes que mientras haya rocas y playas, hay campo que conquistar para la familia y fronteras que ensanchar para la patria. El hombre que taladra un pozo en medio de la landa o de la estepa, haciendo surgir a su alrededor mi oasis, ha ensanchando el suelo de su patria, conquistando para ella la vena líquida que aprisiona los estratos del subsuelo. El hombre que aplana y escalona la roca y deja que las aguas correntías le lleven la tierra vegetal o la transporta él mismo, ensancha las fronteras de la patria. El hombre que puebla un lago de peces o una bahía de ostras, aumenta el suelo de la patria. El hombre que pone un dique a la marea y deseca una marisma, ese ensancha en dos sentidos la patria, porque conquista además las aguas. El que planta y cultiva un árbol, agranda en muchos sentidos la patria, porque reduce a dominio suyo la atmósfera, inagotable mina de elementos primarios con que las hojas elaboran ricos y substanciosos frutos sin el más leve detrimento del suelo. El hombre que construye una barca extiende el suelo de la patria en todos sentidos, porque conquista los aires y las aguas, y la lleva de mar en mar hasta los países más remotos.

Si se abre una hoya en el granito, a los pocos años la encontramos llena de tierra y cubierta de vegetación. El aire y el agua han descompuesto como agentes químicos la roca, y sus primeros detritus, junto con el polvo llevado por el viento, hacen posible la vida de los musgos. Siguiendo la descomposición de los elementos graníticos y las generaciones de líquenes, musgos y saxífragas, el hoyo se va llenando, el viento deposita en él semillas de zarzas, romeros y gramíneas, un ave entierra por acaso una aceituna, una bellota, una baya de enebro u otro fruto, y al cabo de algunas generaciones de plantas descompuestas, aparece coronada la roca por un apretado ramillete de robles, acebuches, alerces, pinos, hayas, almeces, higueras silvestres, etc., en testimonio de que la Naturaleza ayuda al hombre cuando éste principia por ayudarse.

En las orillas del Rhin no quieren esperar tanto: abren hoyos en la roca, ponen en cada uno dos espuertas de tierra, y plantan una vid. Así, para los que viajan por este río, es un espectáculo curiosísimo ver la cumbre del precipicio, cuyo pie lame, festoneada con una línea de sarmientos pendientes que forman como una greca verde y encarnada de racimos y pámpanos. En la Provenza siguen tan buen ejemplo de tiempo inmemorial: abren un hoyo, y en lugar de vid plantan un olivo. En Cataluña practican ambas cosas: plantan la vid y el olivo en los hoyos abiertos en la roca con pico, o en el subsuelo con barrena. Los chinos han apurado más el ingenio, pues faltándoles hasta la roca, han invadido las aguas y se han dado a sembrar el arroz sobre almadías flotantes cubiertas de estera y tierra: las raíces de las plantas atravesando el espesor de estas islas artificiales y llegando al agua, chupan directamente la humedad necesaria para desarrollarse, y el labrador se ahorra los trabajos del riego.

En un pueblo de Las Garrigas, provincia de Lérida, existió un benedictino que supo crear por aquel medio una maravilla. Principió por nivelar una corta extensión en la falda de una colina descarnada, disponiendo su superficie en regueras de tal modo, que las aguas depositasen la tierra disuelta en su curso, y formase el suelo vegetal. Hecho esto, abrió a fuerza de cincel y martillo una cómoda y espaciosa habitación en la roca viva; perforó pozos y estableció en ellos norias de mano, siendo a los pocos años el jardín más envidiado del contorno por sus ricas y variadas frutas, hortalizas y flores, y el modelo más elocuente con arreglo al cual sus convecinos han aprovechado, por medio de muros de sostenimiento y planicies escalonadas, las pendientes de aquel escabroso país, hoy deliciosa Suiza, abundante en vino, aceite, almendras, avellanas y anís. Esto se llama conquistar un campo para la familia y ensanchar el suelo de la patria.

Mucho más hacen en Bocairente (Valencia) capitalistas y jornaleros. Comienzan por atacar la roca, rebajándola por un costado, y terraplenando con piedras y escombros la parte baja, después de haber construido una pared de mampostería para sostenerlos, y cuando, gracias a este trabajo, aparece un plano suficientemente extenso para formar una parcela, transportan a lomo de caballería la tierra que ha de constituir el suelo vegetal. Pocos meses después, esta parcela aparece transformada en naciente olivar o en jardín perfectísimamente cultivado. Este trabajo, principiado ya de muy antiguo, viene continuándose sin interrupción, porque el pueblo, levantado sobre peña, tiene pocas tierras laborables y bastantes aguas de manantial. Así los Jornaleros utilizan sus ratos de ocio en crearse un pequeño huerto que los hace más independientes, y los capitalistas no desatienden esta productiva especulación; hace poco se creó de esta manera una huerta que produce hoy 10.000 reales de renta.

Admirable modelo de esta clase de conquistas nos ofrecen también los berberiscos del Suda, en la antigua provincia de Numidia, fertilísimo granero que fue del imperio romano, y hoy playa infecunda del Sahara oriental. En medio de la abrasada arena abren un hoyo en forma de embudo de 10 ó 12 metros de profundidad, y con los escombros forman alrededor un terraplén que proporciona sombra. En el fondo de este hoyo plantan una palmera, cuyas raíces van a buscar el agua que corre a pocos pies, y en las pendientes y a la sombra de la palmera siembran legumbres. Cuando el viento del desierto pasa por encima y las arenas entierran este cultivo singular, el pacífico numida toma la pala y comienza de nuevo sus trabajos de excavación. Así produce una gran parte de los dátiles que expenden nuestros comerciantes de ultramarinos, y así se enriquece el berberisco del Suda, en cuyo aspecto se revela una vida más sosegada y un bienestar más cierto que en sus vecinos los de Túnez y Argelia.

En España pueden repetirse y multiplicarse estos ejemplos. Hay regiones inmensas caldeadas por el sol, sin rastro de vegetación, sin columna de humo ni veleta de campanario que anuncie la morada humana; estas regiones no forman parte de la patria, son manchones intrusos que la encubren y la obscurecen; a pocos pies debajo del suelo palpita la vena líquida que aguarda la presencia del hombre de buena voluntad que quiera crear un campo para su familia y extender los dominios de su nación. En el Sahara se han abierto algunos pozos artesianos; la palmera ha crecido alrededor; el árabe ha plantado su tienda debajo, y el viento del desierto ha pasado de largo, murmurando palabras de respeto: la fuente y el pozo son la semilla del oasis, y el oasis es una conquista para la patria. Bien lo sabe la provincia de Murcia, que purga tan frecuentemente con terribles sequías el error de haber pelado las cierras, en cuyas descarnadas vertientes reverberan los rayos del sol, con que se volatilizan las nubes formadas por los vapores del Mediterráneo; con pozos artesianos va reparando en parte y provisionalmente los efectos de su imprevisión. Cuando se atraviesa Castilla por el ferrocarril del Norte, en el largo trayecto que corre desde Ávila a Valladolid y Burgos, la vista se fatiga en vano buscando un árbol, un prado o una choza: sólo se ve la tierra agrietada despidiendo vapores de fuego, mieses blanquecinas pidiendo al inclemente cielo una gota de agua, y alguna yunta de mulas inclinadas sobre el charco, bebiendo el hirviente caldo que aún queda encima del fango. Pues bien, nada más fácil que multiplicar los oasis en medio de este desierto. El agua se encuentra a poca profundidad, y las norias a poca distancia. El espectáculo agradable y consolador que ofrece al viajero la región del Vallés (Barcelona y Gerona), sembrada a derecha e izquierda de pozos y cigoñales, ese mismo puede adquirir en pocos años esta comarca, tan fértil cuando la socorren las lluvias. En todo el trayecto de Ávila a Burgos (250 kilómetros) hay 120 casas de guardas de pasos a nivel, de las cuales 116 tienen un pozo de 10 a 15 pies de profundidad, con agua bastante en muchos de ellos para surtir a los pueblos próximos y a los labradores y segadores de los campos todo el verano. Y esto mismo sucede en casi toda la Mancha, pero no se saben aprovechar de tal ventaja, y las sequías siguen siendo el azote de Castilla; en Daimiel, que lo entienden, hay más de 10.000 pozos y norias, y todo su término es huerta. La agricultura castellana viene a dar una cosecha cada cinco años: si proporcionase riego a sus campos y alternase sus cultivos, daría una cosecha o dos cada año, y habría ensanchado en millones de hectáreas el suelo de la patria.

Todavía no es inconveniente insuperable por todo extremo el que el agua no esté tan superficial o no se ofrezca de ningún modo. No hay obstáculo tan poderoso que no lo venza la diligencia; aun después de adquirido el convencimiento de que por ningún medio cabe alumbrar aguas de riego, no ceja ni se cruza de brazos el hombre verdaderamente laborioso. Cuando Bowles viajaba por España, tuvo ocasión de ver en Reinosa a un particular que cultivaba en secano y sin riego plantas de regadío, cubriendo el suelo con losas agujereadas, unidas unas a otras, y plantando coles u otras legumbres al través de ellas; merced a lo cual, privado el suelo de evaporación, se mantenía continuamente fresco como si se regara. Rozier practicó después este sistema de cultivo con baldosas construidas ad hoc o taladradas. Cuando Badía viajaba por África, vio cultivar melones, higueras y vides cerca de Alejandría, en un desierto de arena tan movediza, que se hundían los caballos hasta el estribo; al efecto, abrían zanjas de ocho a diez pies de profundidad y talud muy pendiente, y en el fondo crecían las plantas cultivadas, merced a la humedad que no lejos encontraban las raíces en aquella profundidad. También era un sistema de zanjas lo que proponía a principios de siglo una Revista catalana para cultivar en secano patatas, legumbres y hortalizas, después de haber sido comprobado por la experiencia en el Jardín Botánico de Barcelona.

No podemos pasar en silencio, aun cuando ya lo hemos indicado, uno de los medios más eficaces de extender considerablemente, acaso de doblar, el suelo de la patria por medio de las conquistas de la paz, y mejorar rápidamente la situación económica de nuestros campesinos y menestrales, proporcionándoles subsistencias sanas, abundantes y a bajo precio. Se trata de esa antiquísima industria propia del Oriente, en cierto modo renacida ahora, después de muchos siglos de eclipse, en esta parte occidental de nuestro planeta, que facilita a la producción terrestre el auxilio y cooperación de las aguas, tan menospreciadas hasta hoy bajo este respecto, y convierte en superficies más productivas que los campos consagrados al beneficio de granos o de caldos, las corrientes fluviátiles y los depósitos de agua, sean naturales: lagunas y charcos, albuferas, cetarias o corrales, etc.; -sean artificiales: pantanos, estanques, pilas y piscinas, etc.; -se trata, en fin, de transformar la pesca en piscicultura, como se convirtió la caza en ganadería. Así como la extensión económica de un país no puede medirse en el mapa geográfico, sino en el agronómico, el volumen útil de los animales domesticables no se calcula por las fórmulas ordinarias de la estereometría, sino por los balances del ganadero o del agricultor. Se ha dicho, exagerando, que una gallina deja más utilidad que una oveja (A. de Herrera, Dieste), y nosotros debemos añadir, sin exagerar, que una anguila rinde mayor beneficio que una gallina; los cuidados están en razón inversa. La aquicultura, verdadera ganadería de las aguas, puede ser en España una segunda Agricultura, o bien fusionarse con ella como la ganadería terrestre: en Egipto, mientras dura la crecida del Nilo, los labradores extienden sus redes para pescar en los mismos lugares donde meses después cultivarán cereales y legumbres: en la Lorena hay terrenos que se inundan artificialmente, y en los cuales se practica esta curiosa rotación trienal: dos años carpas, que se siembran y cuidan hasta el día de la cosecha (230 kilogramos por hectárea), y el tercer año cereales, que no hace falta abonar. Semejante alternativa fito-zootécnica no la consentirían nuestros campos, a no ser los arrozales, pero tampoco nos es necesaria; basta poblar las aguas existentes o las que pueden almacenarse en tierras de fácil cierre y que no tienen otro destino por medio del transplante de pececillos, salmones, truchas, sábalos, anguilas, etcétera, ajustándose a las reglas que la ciencia tiene acreditadas y sancionadas la experiencia de muy antiguo, por haber sido práctica común a chinos y romanos, en parte conservada hasta nuestros días en el Imperio Celeste y en Italia, y haberse desarrollado en gran escala en algunos pueblos modernos, señaladamente en los Estados Unidos. En España no han faltado ensayos de cultivo o cría piscícola, tanto por ovación artificial, como por transplante directo de angulas cogidas en el mar, que justifican las previsiones de la ciencia, llevados a cabo por Graells, en San Ildefonso; Muntadas, en Piedra (Zaragoza); Revilla Oyuela, en Viérnoles (Santander), y otros; y respecto del pasado, no carece de historia la piscicultura marítima española, habiendo adquirido fama en este sentido la Albufera de Valencia. Queda probado cómo el trabajo y la constancia ensanchan el suelo Datal y doran el porvenir de los desheredados diligentes y laboriosos, creándoles un coto y un hogar. Mirando el cuadro por su faz opuesta, vamos a demostrar cómo ese mismo suelo se pierde por inversos procedimientos, y cómo la emigración y pérdida consiguiente de la patria es corolario forzoso de la incuria en la conservación de la capa laborable, y más especialmente del trabajo destructor que se pone al servicio de una ambición desatentada.

La mujer de la fábula tenía una gallina que ponía todos los días un huevo de oro, pero cierto día la incauta abrió el vientre del ave generosa para obtener en un día el oro que debía ser fruto de los años, y fue merecido castigo de su codicia quedarse sin el diario filón y sin la mina. Cuando de niños celebrábamos en la escuela el ingenioso cuento de Samaniego, no sabíamos que eso mismo se estaba representando con proporciones colosales en casi todas las montañas y valles de la Península, preparando largos días de luto y desventura para la patria. ¡Pluguiera al cielo que ignorásemos hoy también que la escena viene repitiéndose sin cesar y cada día con mayor saña contra las últimas reliquias de nuestros bosques!

Cuando el labrador del llano siente el contacto de la roca en la reja de su arado, o ve sustituido el mantillo de sus huertas, por las piedras del torrente, resuelto a entretener algunos años más el hambre de su familia, acomete la falda de la colina, prende fuego a la maleza en las vertientes de la montaña, remueve la tierra de los declives y de las mesetas y, por fin, descarga los golpes de su hacha patricida en los últimos restos de la selva centenaria que alimentaba la fuente de su cocina y empapaba de clara lluvia los abrasados surcos de su campo, que refrescaba el aire del estío y templaba los rigores del invierno. En mal hora descuajó: su ganado encuentra agostado el césped que crecía en la pradera a la sombra de los robles; la fuente exprime las últimas gotas de su urna cuando la ceniza del matorral seca sus conductos; la lluvia, convertida en deshecho temporal, arrastra la tierra movida por el arado, dejando al descubierto la dura roca; y el imprudente labrador, después de ver diezmada su familia por algunos años de hambre, y de epidemias, se ve obligado a levantar su tienda y bajar por la corriente del río en busca de la tierra que su arado abandonó a la voracidad de los aguaceros. Así es cómo se convierte Babilonia en estepa y Cartago en desierto, así es cómo los valles que debieron reproducir la Suiza son abandonados por sus moradores, hasta que el trabajo de los siglos reconstruya sobre el imperecedero cimiento la habitación de las plantas amigas del hombre. Luego, el turbio torrente, con las riquezas mismas que roba al cultivador de la montaña, empobrece al cultivador del llano, y quizá ¡ay! invade las puertas de su morada y le arrebata los hijos de la cuna, como le arrebató los árboles y el campo. Los delitos de lesa Naturaleza se pagan tarde, pero son terribles. Müller decía que un árbol representa la salud de un individuo, y puede añadirse que un árbol es la garantía de nuestra vida y el escudo de la patria. Tal vez al descargar la segur en el fondo del bosque, habéis asestado un golpe de muerte en la garganta de vuestro hijo.

Talados los bosques, la capa arable desaparece, las sequías menudean, con ellas alterna la piedra, y luego las provincias acuden a las Cámaras pidiendo condonación de impuestos que el Gobierno recibió de más con la venta de montes públicos, después lo recibe de menos con las exenciones de pago. El Gobierno no ha ganado nada, y las provincias han perdido mucho. La tierra de las montañas ha bajado a los valles, pero con ella han descendido también las inundaciones y los pedriscos. Existe en el partido judicial de Barbastro (Huesca) una sierra llamada de Sevil, en la cual solían descargar las tormentas que durante el verano se levantan con gran frecuencia en el Pirineo, dejando libres de granizo los términos inmediatos, que son los más fértiles y ricos de la provincia. Pero la sierra ha quedado desnuda, se cortaron aquellos paragranizos, que Dios plantó para escudo de la comarca, y las nubes, sin más respeto, arrojan sobre el llano la helada metralla de que van cargadas, haciendo purgar con hambre y llanto a los pueblos sus delitos de lesa Naturaleza y de lesa patria. Es un dolor presenciar esas avenidas turbias que arrastran con las raíces de los árboles la tierra vegetal de las montañas, y con las mieses del valle los campos donde vivían esas familias de mendigos que acosan a los felices de las ciudades. Es un dolor contemplar la insistencia con que son invadidas nuestras moradas y jardines por esas mismas olas que debieran ser las nodrizas de nuestra agricultura. Es un dolor presenciar la indiferencia con que la Administración ve sepultarse la patria, pedazo tras pedazo, en esos mares que debieran ser para ella inagotables veneros de riqueza. Presentemos ahora otro aspecto de la cuestión.

En el Diccionario geográfico de Madoz regístrase el término de Chapinería como cubierto totalmente de encinares; hoy ha desaparecido todo, menos la saña de sus vecinos contra los árboles. Hace muy pocos años el labrador vivía desahogadamente con muy poco trabajo, y hoy, con un trabajo constante, apenas puede satisfacer sus más perentorias necesidades. Y esto, ¿por qué? Porque un país en que sólo cabe el régimen pastoril y selvícola, ha sido convertido en malos campos de centeno. Los beneficios de la montanera y cría de ganado de cerda eran más que suficientes para cubrir con creces la cifra de gastos al fin de año, agregándose como suplemento de consideración el carboneo y la arriería. Y a la vez que las encinas suministraban rico y abundante pasto para el ganado, detenían el curso de las nubes y determinaban la caída de lluvias normales, haciendo que jamás se perdieran las cosechas por falta de humedad, ni se desnudaran los relieves del suelo por exceso de lluvia. «Era una pequeña Arcadia», nos decía con dolor no ha mucho tiempo una persona ilustrada de aquella localidad, comparando la desolación de ahora con el floreciente estado de entonces. El pueblo vivía feliz, no había un solo proletario; hoy puede decirse que lo son todos. El demonio de la ambición ha esterilizado la bella obra de la Naturaleza. La fábula de los huevos de oro ha alcanzado aquí perfecta realidad. En 1865 fueron vendidos y talados los montes de este pueblo: el último propietario que conservó íntegra su parcela de bosque, hubo de venderla precipitadamente, porque vino a convertirse en blanco del hacha de todos sus vecinos. Los primeros años se cogió trigo y patatas, ahora se coge centeno y retama; bien pronto no se cogerá nada, y la población tendrá que dejar el antiguo hogar y pedir a extrañas gentes una nueva patria. La triste cosecha de centena perdida por la sequía, perdida por los aguaceros la delgada costra vegetal que las raíces de los árboles detenían y fecundaban sobre el granito, falta de abonos, falta de leña, falta de capital, falta de pureza en las costumbres y de sencillez en el trato: tales han sido los amargos frutos de la imprudente devastación. El cultivo de los cereales requiere más trabajo y mayores gastos, sufre más crecidos tributos, está expuesto a más contingencias, y estas tierras remuneran menos que los encinares o robledales. Este desconocimiento de las más elementales reglas de buen sentido acarrea consecuencias desastrosas en el orden social, como en el físico. Así, las calenturas intermitentes, que no eran conocidas en ese pueblo, se presentan ahora con una regularidad pasmosa apenas llega la primavera; el cólera, que en 1831 y 1855 respetó a su vecindario, ensañóse con él en 1865, cuando caían los últimos bosques bajo el hacha desamortizadora. De día en día el castigo será más tremendo. Hoy ya, esta población, que no cuenta más de 270 familias, sirve a Madrid con un contingente de 60 a 70 criadas; en cambio sostiene seis tabernas, donde se pierden las fortunas y las almas, y en un solo día hemos visto en su plaza 92 embargos fiscales de otros tantos patrimonios que no podían cubrir la cuota proporcional de los impuestos. He aquí el azote providencial: la miseria y las epidemias desde el primer momento, la disolución de la familia más tarde, y la amenaza de una total emigración para el porvenir. Hemos citado este ejemplo, no como retrato de un caso particular, sino como espejo que reproduce la faz de casi todos los pueblos de la Península. La intemperancia del arado los ha perdido: se olvidaron del olivo, de la vid, de la morera, del naranjo, de la palma, del algarrobo, del castaño, de la encina, del pino, del almendro, que dan sus frutos sin cultivo, o con un cultivo ligero, y prefirieron el trigo, que requiere tierras substanciosas y trabajos pesados; así es como el trigo los ha arruinado y ha mermado centenares de leguas al suelo de la patria.

Los indígenas americanos llamaban a los blancos sembradores de semillas pequeñas, hermoso apelativo que corresponde al que daba Homero a la tierra ceidora, productora de trigo. Pero no debe perderse de vista que la tierra no sustenta tan sólo plantas de semillas pequeñas, como el trigo, sino también plantas de tallo pequeño, como la alfalfa, y ya ha podido observarse que el cultivo extremado de aquél es entre nosotros generador de miseria y retroceso; corruptio optimi pessima. Ceres es madre de Pluto, convenido; pero en el supuesto de que se la trate con miramiento, y no como a pública cortesana, cuyo seno permanezca constantemente abierto y removido por el incontinente arado. Bueno es arar, pero es malo arar con exceso; no se desgarran impunemente a la continua las entrañas de la madre tierra. El arado tiene limitada su área, y dentro de ella es instrumento de progreso; fuera de allí, sus frutos son de maldición, porque, lo repito: corruptio optimi pessima.

Y la razón es obvia. En agricultura obran dos fuerzas, dos actividades: la de la Naturaleza, que procede a ciegas, y la del Espíritu, que encauza y dirige con arte esa acción; si el espíritu se ciñe a este noble ministerio, la naturaleza retribuye con el máximum de producción posible al agricultor; pero si, por el contrario, se entretiene en entorpecer e interrumpir a cada paso el trabajo de la Naturaleza, pretendiendo sustituirse a ella en lo que no lo admite, o dirigiendo unas fuerzas contra otras, hay neutralización de potencia y acaso resultado nulo. Algunos economistas han sostenido que en el mundo de la industria, cuando dos fuerzas se adicionan, el resultado no es igual a su suma, sino a su producto; otros han opinado por el extremo opuesto e intentado demostrar que los resultados no son proporcionales a los medios, y que acaso decrecen aquéllos a medida que aumentan éstos. Yo creo que tienen razón unos y otros, y que ambas a dos verdades dimanan de un mismo principio: los productos son proporcionales a los medios, cuando los medios se proporcionan a la potencialidad del fin. Ha de tomarse como base del cálculo la relación de medio a fin: tomar en cuenta solamente uno de esos dos términos, conduce irremisiblemente al error, o mejor, a una verdad a medias. Si el medio es mayor de lo que el fin admite o menor de lo que el fin requiere, el resultado queda muy por debajo de lo que parecían prometer el fin y el medio, tomados separadamente; y por esto no debe maravillar a nadie que el aumento de medios lleve consigo unas veces aumento de productos, otras veces disminución, y otras ni uno ni otro: corolarios son de un mismo teorema, en ningún modo contradictorios. Si se aplica esto a nuestra agricultura, se comprenderá la causa de tanta miseria al lado de tan duro y continuo trabajar, y quedará justificada ante la razón tan gran esclavitud moral al lado de tanta libertad física. Pecamos por los dos extremos, por defecto y por exceso de medios; sobran medios artificiales, hierro, arado, surcos; y faltan elementos naturales, agua, árboles, animales herbívoros: confiamos demasiado y demasiado poco en la Naturaleza, y si por lo primero dejamos de dirigirla, por lo segundo le suscitamos obstáculos a cada paso: en vez de combinar los opuestos principios de la agricultura expectante, paradisíaca, de los pueblos primitivos, que todo lo fía a la Naturaleza, con los de la agricultura incontinente y activa, que todo quiere lograrlo a fuerza de puño y reja, y que es signo de decadencia, tomamos lo malo y negativo de la una y de la otra; ignorando que entre ambas existe un medio prudencial que no es lícito traspasar, y que no carece de base cierta en la razón. Se trabaja como ciento en el campo para lograr fruto como diez, arañando sin cesar la tierra y sembrando plantas agotadoras, en vez de trabajar como diez fuera del campo para cosechar fruto como ciento, encauzando hacia él, desde sus manantiales, las fuerzas vivas de la Naturaleza, el agua, los abonos, los animales útiles. Nunca se repetirá bastante a los labradores el precepto del Génesis: «Produzca la tierra hierba verde y árboles frutales.» El árbol que se encorva hacia la tierra, no pudiendo sustentar apenas la carga de los frutos, es un bello espectáculo; pero cuán lastimoso es, y cómo aflige, el cuadro del labrador encorvado como una bestia sobre la tierra, sin tener apenas un minuto para alzar la vista al cielo o convertirla hacia las misteriosas profundidades de su conciencia! El arado consume en esfuerzos estériles el sudor que debiera consagrarse al cultivo de la inteligencia, y el surco que abre es el sepulcro donde entierra a todas horas, sepulturero impío, la llama inmortal de su dormido espíritu, y el cauce por donde se desliza en procesión continua a los abismos de los mares el suelo de la patria, amasado con las lágrimas y la sangre de cien generaciones. Se dice a todas horas a los labradores españoles que son muy holgazanes y que duermen mucho; pero yo, que creo lo contrario, quisiera convencerles de que trabajan demasiado, dándolo casi todo a la fuerza muscular y punto menos que nada a la vida de la inteligencia, y que esto es una de las causas principales de su atraso y de nuestra desventura.

Esta cuestión, por otra parte, entraña el gran problema del progreso individual y de la independencia personal en relación con el trabajo espontáneo de la Naturaleza. Una de las primeras condiciones para ser libre de hecho, verdaderamente libre, es dejar hacer a ésta, no abandonándola en absoluto a sí propia, sino limitándose a encauzarla según sus propias leyes. El hombre es cooperador de Dios en el plan de la creación: por su arte se embellece y mejora la Naturaleza; truécanse las praderas en prados, y en vergeles las selvas; el agracejo, el acebuche, el cabrahígo y el peruétano se convierten en vid, olivo, higuera y peral; los animales fieros se tornan en animales domésticos; y la embravecida corriente de los ríos se transforma en el manso y apacible curso de los canales. Pero no debe pasar de aquí, so pena de abdicar su soberanía y hacerse el último instrumento y servidor de la creación. Un cayado puede ser un cetro; una azada apenas puede ser otra cosa que una cadena. La historia no registraría las grandezas que cuenta de Atenas, ni nosotros seríamos herederos del gran patrimonio espiritual que nos ha legado, si al lado de sus 110.000 ciudadanos no hubieran existido 110.000 esclavos, encargados de procurar a aquellos el corporal sustento. Hoy no queremos que la mitad de los hombres sean esclavos; ¿pero por esto hemos de cruzarnos de brazos y condenar a todos a que lo sean? Aristóteles profetizó que habría esclavos en el mundo mientras no se discurriesen telares que fabricaran solos nuestros vestidos, y Cervantes nos dejó escrito que en la Edad de oro no se atrevía la pesada reja del arado a abrir las entrañas piadosas de nuestra primera madre, bastándole a cada cual para alcanzar el ordinario sustento alzar la mano y tomarlo de las robustas encinas que liberalmente le estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Aristóteles está ya satisfecho: en lugar de esclavos hay telares mecánicos en los talleres; pero Cervantes, resucitado, no encontraría desterrada de los campos la Edad de Hierro. El labrador español es esclavo del arado: no es él quien lo dirige, es el arado quien lo arrastra a él; no le deja un minuto para leer, ni para discurrir, ni para mejorarse y educar a su familia; los esclavos que le servirían con amor y trabajarían por él, o los despide, o los desatiende, o no se cura de buscarlos. Y la cuestión no es ya de simple economía doméstica, sino que afecta a todo el régimen social. No se sabía leer, y se erigieron escuelas; no bastaba saber leer, faltaban libros, y se fundan ahora bibliotecas populares; pero tampoco es esto suficiente, porque ¿y tiempo para leer? En vano pugnarán los labradores por desasirse de la esteva para tomar el libro; mientras no dejen en el campo quien trabaje por ellos, ellos no pueden abandonar el campo. ¿Y quiénes van a ser esos esclavos del agricultor?

A medida que el sol va pasando por su meridiano, el taitiano corta un eurus del artocarpo que da sombra a su cabaña, y lo asa para comerlo; el indio derriba de un machetazo un platanero, y distribuye el racimo de bananas entre los miembros de la familia; el berberisco pide a la palmera un puñado de dátiles, y enteros o reducidos a harina le sirven de casi exclusivo alimento; el corso llena en el bosque común su alforja de castañas y las macera con la leche de sus cabras; y pocas horas después, el brasileño indígena arranca las raíces del manioc y las tuesta bajo la ceniza. En un minuto han logrado lo que a nosotros, pobres habitantes del continente europeo, nos cuesta muchas horas: el pan nuestro de cada día. Los árboles dan pan elaborado, y apenas necesitan el concurso del hombre; he aquí, pues, un grupo de obreros gratuitos para la emancipación del agricultor: diez artocarpos alimentan una familia en la Oceanía, y no necesita muchos más castaños para pasar ocho meses del año en Córcega, en los Cevennes y otros lugares de Europa: al cultivador mejicano le bastan dos días de trabajo por semana, invertidos en sus plantaciones de bananeros, para obtener el necesario sustento durante todo el año. La lección no es para desaprovecharla, por más que no hayamos de volver a una edad ovidiana, donde per se del omnia tellus, y los hombres se contenten con frutos del árbol del pan o con castañas: ¿imitaríamos a los patricios romanos del Imperio, que en sus locuras orgiásticas rechazaban la luz del sol porque era gratuita?

En la provincia de Santander una hectárea de prado natural produce tanto como una de trigo y paga la misma renta, y, sin embargo, la primera no requiere más allá de ocho jornales por año, al paso que la segunda absorbe seis meses de trabajo del agricultor: el agua y el sol hacen crecer las plantas forrajeras; éstas toman sus elementos del suelo y del aire y los reducen a heno; y las vacas y ovejas transforman el heno en leche y carne; 4.000 kilogramos de heno seco por hectárea representan 4.000 litros de leche o 200 kilogramos de carne. He aquí, pues, otro grupo de dóciles esclavos para la redención del agricultor. Esto me trae involuntariamente a la memoria el triste relato del sacrificio de Isaac. Todavía sigue repitiendo el hombre, como Abraham, aquel grito horrible: ¡Hijo mío, tú eres la víctima! ¿Cuándo escuchará nuestra agricultura la voz del cielo que le ordena inmolar carneros y no hombres en el altar de la Naturaleza? Prados caben en todas partes: desde el liquen, que crece para el reno bajo las nieves de la Escandinavia, hasta el alhají, que vegeta para el camello sobre las arenas del Sahara, se extiende una escala gradual de vegetales pratenses propios para todos los climas y para todas las circunstancias; la sulla, la esparceta, la pimpinella, la yerba de Guinea, la mielga, la poa, la veza, la alfalfa, el trébol, etc.; por esto recomendaba muy cuerdamente Catón: «Si tenéis agua en abundancia, dedicaos principalmente a establecer prados de regadío; si carecéis de ella, procuraos en lo posible prados de secano.» Cuando Linneo recibió herbarios de las Baleares, exclamó atónito: «¡Buen Dios! aquellos felices insulares tienen en sus prados estas plantas que apenas se ven en nuestros jardines académicos.» Y yo digo ahora: ¿vale la pena que un hombre esté toda su vida encorvado como una bestia sobre el ingrato surco, para arrancar a la atmósfera y al suelo unas cuantas libras de ázoe y de fósforo, en un clima donde prospera espontáneamente esa flora riquísima que movía al gran botánico a bendecir a Dios; aquí donde se crían como selvas esos árboles mitológicos entre cuyo follaje de esmeralda alternan en todo tiempo flores de diamante con frutos de oro, cuya deliciosa visualidad y exquisita fragancia justifican la creación de las Hespérides; en un país por entre cuyas hendidas rocas brota frondoso ese otro arbusto que de olivo en olivo y de higuera en higuera tiende sus soberbios festones de pámpanos y olorosos racimos donde se elabora el licor celestial que alegra a los dioses y cuyas animadas moléculas enseñaron la sonrisa a la humanidad? ¿Ha venido el hombre a esta tierra con tan triste sino que no haya de conocer la vida del espíritu sino para ser un instrumento inteligente de la Naturaleza?

Por último, ya hemos hablado de los peces, que son el tercer grupo en esta relación de medios propios para extender por vía intensiva, mejorando sus condiciones de productividad, el suelo de la patria, y posibilitar la emancipación del agricultor. Y de igual suerte que la ciencia recomienda hermanar el cultivo con la ganadería, establecer al lado de las yuntas de labor ganado de pasto, así debe situarse entre ambos, y al lado del conejar y gallinero, una alberca o estanque para el ejercicio de esta industria zootécnica que puede hacerse doméstica con más facilidad que la mayor parte de las otras. La piscicultura debe entrar resueltamente, en clase de auxiliar, en el dominio de la agricultura, sin perjuicio de constituirse como industria aparte; un pequeño depósito de agua, siquiera sea estante, producirá más fruto que una extensión de huerta mucho mayor; si el agua es escasa y sucia, las anguilas destruirán los infusorios y materias orgánicas que la vicien, y las transformarán en substanciosa carne; si es agua pura y de pie, el salmón común y la trucha podrán ser la base de una cría tan fácil como la de conejos o gallinas y mucho más lucrativa; si son albuferas o cetarias o piscinas de agua salada o balsas artificiales a orillas del mar y en comunicación con él, los lenguados, congrios, lampreas, murenas, etc., alimentadas con hierbas acuáticas que crezcan espontáneamente y con las larvas y moluscos adheridas a ellas, podrán rendir un producto tan considerable como el que representan 300 kilogramos de carne de pescado por hectárea al año. Seis mil anguilillas recién nacidas, que no abultan más de un litro, al cabo de un año pesan 800 kilogramos, y a los seis años 180 quintales: calculen los políticos si cabe carne más económica para acallar la malesuada fames del pueblo.

Y respecto del mal causado, ¿hay medios para repararlos?

Sólo uno: desandar el camino andado, reconstruir la fábrica sobre sus ruinas, lograr del ministro de Hacienda una rebaja de impuesto cada año, o invertirla en repoblar cumbres, perforar pozos y abrir canales. Lo demás es no entender una palabra de Administración y contribuir a que de día en día se achique más el suelo de la patria. Esto, por lo que toca a la iniciativa y a la parte más recia de la ejecución; pero a la acción individual está reservada la mejor parte. En todo caso, conviene no confiar demasiado en la Administración; el no poder obrar lo pequeño a la sombra de lo grande no es razón para dejar de obrar; no aguarda el pólipo la cooperación de la ballena ni el auxilio de las corrientes o de las tempestades para resolverse a emprender y proseguir la edificación de los corales, de las islas, de los archipiélagos, de los continentes.

En montaña escarpada o en arenal ardiente, nunca hay motivo bastante para juzgar difícil la transformación y dejarse vencer del desaliento; no se los abandone al curso ciego de la Naturaleza, antes bien, procúrese trasladar a ellos con exquisito arte los modelos de Suiza o de Valencia, estos dos cuadros de arte viviente, aquel paisaje inmortal, este jardín eterno, tan envidiado siempre, aunque tan desiguales en condiciones naturales y en régimen y cultura social. Detenga el agua de los torrentes en zanjas y pantanos, plante árboles frutales y silvestres en las quebraduras de las rocas y en las gargantas de los valles, en las márgenes de los campos y alrededor de los pozos abiertos doquiera que asome un junco, o afluya una vena, o se incline un estrato. Prepare depósitos de agua de lluvia; taladre las capas de arcilla en busca de venas ocultas, plante de pinos y chopos las arenas y las pizarras de vides, escalone las tierras pendientes para sembrarlas de prados y hortalizas a la sombra de las higueras o de los castaños, de los olivos o de las encinas, de las moreras o de los robles, de las acacias o de los ailantos, de los almendros y nogales; haga triscar los corderillos en el lugar donde ahora va y viene estérilmente el arado; limpie y pueble de peces las charcas y torrentes donde sólo gusanos y ranas se remueven; y aparte del beneficio natural de ciento por uno con que la tierra remunera la aplicación y diligencia de sus hijos, tendrá la satisfacción de haber aumentado sin trastornos la propiedad de la familia y de haber conquistado sin sangre nuevos dominios para la patria.

Procediendo de otra suerte, los más apreciables dones de la Naturaleza se tornan en motivo de maldición y piedra de escándalo. Ya lo hemos dicho: así como el vivificante oxígeno mata si no se contrarresta su acción con la acción contraria del nitrógeno, el sol animador de nuestro clima requiere el contrapeso de riegos abundantes si no ha de trocarse en urente y enemigo mortal de los vegetales; en las regiones boreales se ve forzado el lapón a emplear el calor artificial para acabar la madurez de la cebada que cultiva y con que elabora el pan de su familia: nuestros artificios agronómicos tienen que mirar a un objetivo opuesto, a proporcionar sombra y humedad a las plantas para que no las abrase el sol; ¡si a los hombres del Norte les lloviera en las montañas y les corriera por los ríos el calor que necesitan, como a nosotros el agua que nos hace falta, y pudieran conducirlo por canales a sus campos o extraerlo del subsuelo por pozos artesianos! El mal y el bien no están tanto en la Naturaleza como en nuestra voluntad; con ser uno mismo el sol para los persas y para los atarantes, aquéllos lo veneraban como vivificador de la Naturaleza, y éstos lo injuriaban y maldecían, porque, dice Heródoto, con su ardor quemaba a los hombres y a la tierra: los primeros eran cultos y habían adelantado mucho en el arte de la irrigación; los segundos eran salvajes. También sopla igual el viento y fluye y refluye la marea para los salvajes pastores de las Landas y para los diligentes agricultores del Brandemburgo, y sin embargo, los primeros dejan que las arenas del Atlántico invadan continuamente la Gascuña, mientras los segundos ganan al Báltico todos los días, merced al arbolado, nuevos campos, que vienen a ensanchar, como otras tantas conquistas, el suelo de su patria.


ArribaAbajoCultivo en las arenas sueltas

Dice el viajero Domingo Badía, que el terreno donde está situada Alejandría (Egipto), entre los dos lagos y el mar, no es sino un desierto de arena movediza, sin otro indicio de vegetación que algunas matas de sosa. A pocos pies de profundidad, circula una vena de agua algún tanto salobre, casi potable en ciertos parajes, y esta circunstancia la aprovechan con sumo ingenio para establecer plantaciones de melones, higueras y palmas por el lado de Abukir, donde parece imposible toda vegetación, pues los caballos se hunden en la arena hasta el vientre.

El modo de plantar melones consiste en abrir anchas zanjas de 45 a 60 pies de longitud y ocho o diez de profundidad, lo cual cuesta poco, atendida la movilidad y poca consistencia de la arena; mas para impedir que caiga de nuevo, se ven obligados a dar mucha inclinación a las paredes de las zanjas, que son, por consiguiente, muy anchas en la parte superior, cuando en el fondo apenas miden un pie. En toda la longitud del foso siembran una hilera de pepitas, y las plantas una vez nacidas se van agarrando y subiendo por los lados. Como las raíces dan luego con el agua, las plantas toman vigoroso incremento. Así, cada plantación es un conjunto de fosos uno al lado del otro. En igual forma se cultivan algunas vides.

El sistema de cultivo por navazos, con que se utiliza y hacen fértiles las arenas sueltas de Sanlúcar y otros puntos del Mediodía de la Península, concuerdan en lo substancial con la practicada por los egipcios de Abukir y descrita por el célebre catalán viajero Aly-bey el Abassy, o sea, Badía.