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   Confusione e paura insieme miste
Mi pinsero un tal si fuor della bocca,
Al quale intender fur'mestir le viste.


DANTE ALIGHIERI.                


Decidido el padre Asberto a favor de la familia de Monsonís, había trabajado no poco en obsequio de Gualterio, empeñando a algunos de los señores que rodeaban al conde; y verdaderamente no perdió los pasos. En medio de sus detestables cualidades, descubríase en él cierto fondo de talento y perspicacia, estimado en mucho por todos aquellos que no habían sufrido de sus infames intrigas. Sus muchas relaciones, su destreza en insinuarse, y aun el recelo que inspiraba su carácter fueron bastantes para que dos de los cortesanos protegieran a su recomendado, y lograron aplacar el enojo del conde hasta el punto de moverle a tratar con benignidad al delincuente caballero. Contento con los resultados de su trabajo, corriera el monje a anunciar tan faustas nuevas a Monsonís cuando éste debía presentarse al soberano; mas el recibimiento del joven, irritado por haber sido emisario de Arnaldo para con Matilde, exasperole de manera que a ser posible tomara muy más ardiente empeño para que Berenguer castigase ejemplarmente al hermano de Casilda; no era ya tiempo de esto, y no más lo fue de jurar en medio de su enojo vengarse de la ingratitud del mancebo haciendo causa común con el caballero Verde. No bien esté salió de la estancia dejando a Matilde en el lastimoso estado que vimos no ha mucho, presentósele el monje a ofrecerle sus servicios, y a plañirse con él de la benignidad del conde de Barcelona.

Acogiole Sangumí con la afabilidad de costumbre, y esta vez estuvo aún más expresivo por conocer cuánto podría auxiliarle en sus intentos.

-Bien lo veis, padre -le dijo el caballero-: los delitos contra la religión no son castigados con severidad, ni inspiran el horror que hasta ahora despertaban.

-Es cierto -contestó el padre Asberto-: Dios está cansado de nuestras impiedades, y yo me quejaría con vos a no recordar que los príncipes son su imagen en la tierra, y que de hemos respetar y obedecer sus mandatos sin inquirir sus causas. La indulgencia del conde tendrá sus justas razones, y yo quiero creerlo así, ya porque éste es mi deber, ya también porque es bastante conocida la justiciera rigidez de Berenguer III. De todos modos, Gualterio no puede por ahora servir de estorbo a vuestros planes; y os ha de sobrar tiempo de llevarlos a cabo antes que lo tenga Monsonís de poner fin a la empresa a do concurre.

-Ésta es mi confianza -continuó Arnaldo-; y para cumplirla siempre he contado con vuestros auxilios.

Enseguida le explicó lo acaecido con Matilde, su resolución de enlazarla con Gerardo de Roger, y los medios discurridos para lograrlo. Con espacio y madurez estuvo reflexionando el monje todo cuanto le dijera el Verde, y después de varias preguntas que hizo, y de no pocas dudas que propuso, acabó por aprobar los intentos del caballero.

-Sí, sí -continuó en tono de seguridad-, es indispensable llevarlo todo a cabo; cásese Matilde con ese señor Roger, y Gualterio pierda absolutamente la esperanza de burlar nuestras bien combinadas intrigas, si como decís Gerardo es capaz de plegarse a las circunstancias, admitiendo por esposa a vuestra hermana, aun cuando ella le aborrezca.

-Su amor le es indiferente -satisfizo Sangumí-: Roger sólo tiene ambición de riquezas, y yo le he prometido satisfacérsela y cumpliré mi palabra en el momento en que pueda llamarse hermano mío.

-De este modo la cosa es hecha -repuso el monje-: Matilde se ha mostrado inflexible en vuestro primer ataque, titubeará en el segundo, y no sabrá resistir al tercero, como os conduzcáis con ella más dulcemente. Su carácter es firme, orgulloso, y está, además, muy prevenida contra vos; las persuasiones conseguirán reducirla, no las amenazas y los tratamientos duros. Es indispensable no que la arredréis, sino que la convenzáis; hacedla creer la infidelidad de su querido, persuadidla de que el objeto de su enlace con Roger es vengarla de su desleal amante; y entonces, no lo dudéis, se vendrá a nuestro partido.

-De ningún modo -replicó Sangumí-: lo que puedo obtener a la fuerza no quiero deberlo a los ruegos: se doblará a mi voluntad, lograré amedrentarla de modo que sólo pueda escoger entre la muerte o el obedecimiento a mis mandatos.

Postrada yacía la heredera del castillo habiendo logrado volver en sí después de muchas horas de convulsión y de enajenamiento, para recordar la fatal escena con su hermano. Rendida al dolor y al cansancio, creyérasela exánime en el lecho si los interrumpidos suspiros, único desahogo de su corazón, no revelaran que aún no había perecido. Arnaldo se presentó en su morada: a pesar de no conocerle la joven, merced a la debilidad de su vista, la firmeza y ruido de sus pasos no la dejaron dudar que no más el infame hermano era capaz de respetar tan poco sus dolencias.

-Si vienes -le dijo cuando estuvo ya inmediato al lecho- a presenciar los últimos padecimientos de mi alma, siéntate, calla y déjame al menos expirar tranquilamente.

-Tú has querido -contestó el caballero- que yo fuese cruel contigo, no me crees, esperas todavía a Gualterio; detestas el esposo elegido por mí, por ser yo quien te lo presenta, y sólo muriendo puedes librarte de hacer mi voluntad. Elige entre estos dos extremos; pero sábete que aun en el lecho do estás postrada puedo vengar el enojo de mi alma; mientras existes eres todavía una víctima que me es dado sacrificar para calmarme.

-Déjame, pues, morir -dijo Matilde, llorando-. ¿No ves mis lágrimas, mis dolores, el infeliz estado en que me has puesto? ¿Y qué más quieres ya de tu hermana?

-Yo no deseo tu muerte -le interrumpió Sangumí-; no, no la deseo. Al contrario, con el oro comprara tu vida, si posible fuera; mas quiero, y lo quiero absolutamente, que me jures renunciar a Monsonís, y unirte al esposo a quien prometí tu mano: esto sólo exijo, y si pronuncias una palabra para manifestarte obstinada, tiembla, Matilde; aún vives, aún puedo atormentar tu existencia.

-¡Dios mío! -exclamó la virgen- Aceptad este doloroso sacrificio: te lo juro -continuó, dirigiéndose a su hermano y como murmurando confusamente las palabras que profería-. Si no muero en este lecho, seré la esposa del hombre a quien has resuelto entregarme.

Y el interior combate de aquel instante la redujo otra vez a un absoluto estado de insensibilidad, que se cambió bien presto en un acceso de delirio, y en convulsión tan terrible cual la primera.

Logrose calmar sus dolores, y volverle la sensibilidad; mas los remedios y los consuelos de la anciana Elena, y sobre todo la esperanza siempre alimentada en su pecho de poder quizá un día conjurar la horrible tempestad que le amenazaba, mejoraron en parte su salud y sosegaron no poco sus quebrantos.

Arnaldo, contento con haberle arrancado su promesa, y cierto de que, según las medidas tomadas, no podría recibir Matilde noticia alguna de Gualterio, lejos de ser exigente y precipitado, esperaba con extraña tranquilidad el restablecimiento de su hermana.

Discurría esta desdichada por el castillo cual sombra errante y de siniestro agüero, sin hablar palabra, sin proferir una queja, y con indiferencia tal que al parecer rayaba en demencia; pero nada de esto había. Sus potencias estaban fatigadas; participaron de la suma languidez de su cuerpo, y Matilde sólo gozaba la mitad de la existencia correspondiente a su edad y a su temperamento.

Sin exigir Arnaldo, ni verificarse la esperanza de su hermana, pasáronse algunos días, hasta amanecer aquél en que la infeliz se creyera renacida para la dicha. El pajecillo Rogerio la advirtió que un mendigo se obstinaba de todos modos en hablarla; y Matilde, a cuya generosidad acudían incesantemente los desgraciados; no puso reparo en escuchar la solicitud del pordiosero. Elena estaba en su compañía cuando presentándose el pobre diose a conocer por Ernesto de Otranto. Habíalo visto Matilde cuando estuvo en el castillo de Monsonís, y al mirarle ahora tembló todo su cuerpo, y se agitó vivamente su alma temiendo lo que podría ser aquel mensaje. Pocas palabras del escudero diéronle a conocer todas las falsedades e infamias de su hermano, y le hicieron columbrar la luz de una aurora venturosa para ella.

Enterola Ernesto de la actual situación del caballero, de cómo le había dejado dos días antes en Acrimons, en donde se hallaba el cuartel general del conde de Barcelona y del conde Pedro Ansúrez; para desde allí dirigirse a Balaguer con las tropas que en Camarasa, Collfret, Corbins y Linyola esperaban el instante de acudir a sujetar a los rebeldes moros de la comarca; ponderó la ejemplar conducta de Gualterio en Asia, las amistosas promesas hechas por Berenguer III de intervenir en sus negocios con la heredera y la firme resolución de Monsonís de valerse de su poderosa influencia cuando, restaurada Balaguer, pudiera con justo título reclamar la protección del venerable magnate.

Íbase reanimando el desfallecido rostro de Matilde mientras oía tales nuevas; su atosigado pecho respiraba con vigor nuevo; brillaba en su alma la esperanza, y su existencia toda sentía el fuerte influjo de tan consoladoras palabras.

-Vuelvo finalmente a existir -exclamó con entusiasmo-. Gualterio me ama, el conde de Barcelona me protege, y no será en vano que me haya tendido su mano amiga para librarme de la crueldad de quien debiera ser mi protector primero. Pero, ¡ah! -siguió después de un instante de silencio-, la resolución de Gualterio y la bienhechora justicia de Berenguer podrían llegar harto tarde. En mi situación actual no me es posible predecir cuál será mi suerte; tu embajada, oh buen escudero, conmueve demasiado mi alma para no traslucírseme en el rostro el contento de que está llena; y Arnaldo, atribuyendo esta propicia mudanza a mejoría de mi salud quebrantada, acelerará el enlace con Roger; y yo, incapaz de resistir a su violencia y de faltar a mi juramento, cederé sin remedio, y los esfuerzos de tu amo no podrán en modo alguno arrancarme a la desdicha.

-Nada temáis, señora -razonó el de Otranto al saber por menor cuanto pasaba-. Nada temáis; yo vuelo al campo de los cristianos, y apenas oiga el conde vuestra situación terrible no le ha de negar al caballero del Ciervo el permiso de correr a salvaros.

-¡Pueda el cielo dirigir tus pasos y los suyos -exclamó la noble heredera-; y quiera, finalmente, alejar de mi cabeza la horrorosa tormenta de que está amagada! Vuela, compasivo joven; cuéntale a tu señor mis desdichas; dile el amor mío; mas si te pregunta de Matilde, no se la pintes cual la estás viendo, desfallecida, exánime, moribunda y como sombra errante y desdichada. Este retrato le desconsolaría; descríbela cual él la desea, no como una joven robusta y alegre; mas sí dispuesta a gozar de las dichas todas, o a morir sin quejarse en caso de tenerla el cielo destinada para sucumbir a los pesares.

Al mirar a Matilde mientras tales palabras profería, juzgárasela una visión celeste descendida acá abajo para ablandar la dureza de los hombres. Su tez mórbida y cubierta del irresistible encanto de una palidez seductora, hiciera temer que en aquel instante iba a abandonar la tierra, si la ardiente expresión de sus divinos ojos, y los agitados movimientos con que al razonar expresaba la fuerza de sus palabras, no demostrasen que dentro de aquel frágil cuerpo latía un corazón lleno de fuego, y moraba un alma enérgica y dispuesta a delirar con la fiebre de las pasiones. El joven escudero Ernesto se sintió como inspirado por un destello de sobrenatural influencia, e irguiendo su graciosa cabeza.

-Si yo no perezco -exclamó con prontitud y fuego- antes de llegar a donde mi señor aguarda, tantos males tendrán remedio, y serán vengados los padeceres que lograron marchitar vuestra hermosura celestial.

Y sin atender a lo que Matilde pudiera decirle, salió apresuradamente del castillo, para volver al sitio do el del Ciervo le esperaba.

La doncella de Sangumí no se había equivocado. Cual después de deshecha borrasca aparece más brillante y sereno el azul de los cielos, así la súbita alegría reanimó sus marchitas facciones; y a la mañana siguiente Arnaldo creyó menguados sus quebrantos y venido el tiempo de verificar el enlace con el guerrero que lo había solicitado. Una oposición abierta bastaba en tales momentos a trastornar el plan de Matilde. Por tanto, a las vivas instancias de su hermano alegó sólo plausibles razones capaces de dilatar algunos días la decisión de su suerte. Tan débiles motivos fueran insuficientes a recabar la condescendencia del inexorable Arnaldo, si, resuelto a no dar un paso sin el beneplácito del monje, no consultara con éste lo hacedero. Harto crítica era de suyo la posición de la joven, y sobrado conocía el religioso cuánto importaba no exasperarla, para dejar de conocer la oportunidad de una razonable diferencia: el rigor, la fuerza y la intempestiva prisa podrían irritar de nuevo a la doncella, dando al través con toda la obra cuando ya sólo le faltaba la última mano. Tales fueron las relaciones con que hizo venir al caballero Verde en conocimiento de sus verdaderos intereses, y logró refrenar su extemporánea impaciencia.

El golpe que iba a darse era decisivo, llamaba sobre cuantos tuvieran intervención en él la misma ira de Gualterio, y aún podía temerse la del conde Berenguer, según la protección que al mozo dispensaba. Las riquezas y el poder de la familia de Monsonís excedían, en gran cuantía, a las de Sangumí; y bien notorio le era al padre Asberto que saliendo con bien el del Ciervo de la conquista de Balaguer, todo el valor y prepotencia del Verde no bastaran a ponerle a cubierto del tremendo enojo de su contrario. Barajado ya en los negocios de entrambas familias; decidido unas veces a proteger exclusivamente a la una, y resuelto poco después a identificarse con los intereses y miras de la otra, bien se le alcanzaba cuantas desazones y quebrantos pudiera temer de su veleidad indiscreta. Nunca, sin embargo, mirara las cosas tan en su verdadera faz como el presente, en que uniendo por su mano a la heredera de Sangumí con Gerardo de Roger, oponía invencible obstáculo a la futura dicha de Gualterio. Incierto de si aún pudiera serle útil separarse otra vez de Arnaldo, lejos de resolver definitivamente, contentose con aconsejar la suspensión del curso de los negocios, por si acaso durante ellos variaba su aspecto algún nuevo acontecimiento.

Roger, aunque fuese el más interesado, se mantenía pasivo espectador de tantas intrigas, sin atizar al hermano, ni exigir para con éste la intervención del padre Asberto. Sin amor, sin ningún afecto tierno que hostigara su pecho, la posesión de Matilde no era el ansia primera de su alma; y viéndola contrastada por tantos inconvenientes, acrecíase su incertidumbre, degenerando en helada indiferencia. Movido sólo por el interés de las riquezas, fiábase en esta parte de las promesas del Verde, y en la palabra arrancada a la virgen, esperando con tranquilidad el curso ordinario de las cosas, sin amoscarse con nadie, ni manifestarse impaciente.

Después de varias conferencias y debates fijó irrevocablemente Sangumí el enlace de la heredera para seis días después del en que habló con la joven el de Otranto. Tal determinación acreció el dolor de aquella desventurada, a quien eran notorias las dificultades con que tropezaría Gualterio para llegar al castillo a tiempo de oponer insuperable resistencia a su sacrificio.

En medio de tantos y tan raros sucesos como habían venido sobre las dos vecinas familias, la prometida esposa del cruzado era sin duda la que más sufría por todos ellos. Aun cuando la buena y tierna Casilda ignorase a punto fijo los padeceres y la crítica situación de su amiga, y no llegaran a su noticia los confusos rumores esparcidos por la vecina aldea, hiciérala concebir siniestras sospechas lo que acababa de sucederle. La solícita y cariñosa joven presentose tres distintos días en el castillo de Sangumí para averiguar la certeza de las fatales hablillas, y otras tantas le fue cerrada la puerta de una casa que en mejores días reputara como suya.

Sus dos primeras tentativas se habían verificado sin previo conocimiento de Romualdo; pero la segunda repulsa hirió su natural orgullo, y quiso desahogarse dando cuenta de las dos a su padre. Sencillo fuera para el anciano caballero traslucir en semejante conducta las órdenes de Sangumí que preveyera la solicitud de Casilda; mas, no obstante, quiso probar si su autoridad y carácter serían en tales circunstancias respetados. Mandó a su hija que, acompañada de brillante séquito, se presentase por tercera vez en la casa de su amiga, anunciándose como enviada de su padre. Este recurso no surtió los efectos que Romualdo esperaba, pues la joven fue despedida esta vez como las anteriores, y si cabe con menos miramiento. Irritole al anciano este proceder descomedido, y pensó fiar la venganza de tal ultraje al valor del paladín ausente. A éste había dado cuenta su hermana de lo que se hablaba en orden a los sucesos de la familia de Sangumí, y de la ofensa por ella y por su padre recibida del caballero Verde indicándole cuánto le convenía alcanzar licencia del conde para venir a deslindar por sí mismo tan enmarañados sucesos.

Tal era el estado de las personas halladas entonces en los castillos de Sangumí y de Monsonís; mientras Gualterio; distante de ellos y lejos de sospechar lo que pasaba; atendía sólo a acreditar con las armas la reputación adquirida en Palestina.




    Vuela en el aire la cortada malla;
y de sangre caliente y espumosa
tantos arroyos en el foso entraban
que los cuerpos en ella ya nadaban.


ERCILLA.                


En las llanuras cercanas a la villa de Acrimons, hoy Agramunt, a orillas del riachuelo conocido con el nombre de Ribera de Sió, camparon a los tres días de su salida de Barcelona todos los guerreros que, en compañía del conde y ya de antes, partieron a la expedición de Balaguer. El ejército de Pedro Ansúrez, compuesto en la mayor parte de fieles vasallos de su nieto, aguardaba en aquel punto desde la anterior noche la llegada del prometido refuerzo, con harto temor de ser atacado por los moros antes que con él lograra reunirse Berenguer III. La poca actividad había ciertamente dado a la rebelión formidable e imponente aspecto: considerables socorros venidos de la otra parte del Ebro aumentaron en gran manera el poder de los sublevados moros; quienes no ya metidos en la ciudad, sino derramados por los pueblos y territorios comarcanos, amenazaban a los catalanes con una guerra más cruenta de lo que al principio se temiera. Acrecía su arrogancia, y hacíales esperar propicios resultados de un alzamiento el carácter intrépido y guerrero de Abil-Zara.

La caprichosa suerte hizo nacer a este joven de padres mercaderes, cuyas riquezas permitían al hijo representar el papel de caballero, en vez del de hombre humilde, según era propio de la extracción a que pertenecía. Merced a la holganza y a la libertad absoluta en que creciera, desplegáronse sin restricción alguna las belicosas inclinaciones de su ánimo; y a la edad de dieciocho años reputábasele ya por un guerrero. Acreditó en parte este dictado en la conquista de Balaguer por el conde Armengol de Urgel, a fines del siglo XI, pues si bien hubo de sucumbir su partido a las fuerzas del magnate cristiano, no fue sin adquirir Abil-Zara brillante gloria, y dejar indeleble recuerdo entre los de su secta. Perdonole el conquistador la vida, y le cediera generoso sus riquezas; mas este proceder magnánimo, lejos de atraer a su bando al indómito mozo, le hizo creerse humillado y jurar que tornaría a su vez satisfactoria venganza. La autoridad del padre pudo enfrenar los deseos de su corazón irascible; mas acaecida apenas su muerte, juzgó Abil que era llegado el día de arrancar la cadena al sujeto pueblo, y cumplir su juramento. Sólo una cabeza necesitaban los inquietos musulmanes, en cuyo pecho ardía el deseo de la libertad; y reputaron a Zara digno de aquel puesto. Seguro el joven de que nadie era capaz de contrastarle la primacía, sin conectar de antemano plan alguno ni procurarse secuaces, se presentó en la plaza de Balaguer el día 2 de enero de 1106, cubierto con las mismas armas con que defendiera la ciudad algunos años antes; y dio el grito de rebelión contra su señor natural, el joven conde de Urgel. Numeroso tropel de infieles circuyó al instante al osado caudillo, retumbó por la ciudad el grito sedicioso, empuñáronse las armas con sagaz diligencia escondidas, y aquel acto fue la señal de una guerra abierta que hiciera derramar abundosa sangre.

Por un proceder bien ajeno de su verdadero carácter, Abil permitió salir ileso de la ciudad y de su comarca al gobernador cristiano que en nombre del conde y con misión de Pedro Ansúrez regía sus estados; pues el moro, a quien no faltaba sagacidad y previsión, quería dar a su alzamiento el carácter de una guerra justa, y hecha con cuanta nobleza pudiera un soberano. Cundiera el grito de alarma por los ángulos del condado; y si bien no respondieron a él todos los pueblos, bastó no obstante para amilanar a los cristianos, y disponer a sus contrarios a tomar las armas en la primera ocasión favorable:

El puñal de la venganza brillaba día y noche en las inquietas manos de Zara y de los suyos; y de él fueron víctimas todos los catalanes que en la ciudad habían favorecido los intereses del conde; así estaba aún distante el fin de enero, cuando apenas le quedaba enemigo alguno dentro de las murallas. La infatigable constancia del joven Abil y su acreditada actividad superaban todos los obstáculos, y vencían la natural indolencia de sus prosélitos. Fortificada Balaguer y esparcidas fuera de ella tropas bastantes a resistir el violento ataque que de los cristianos esperaba, discurría en su mente los demás recursos necesarios a su arriesgada empresa. Mientras los soldados de Berenguer iban entrando por el condado de Urgel, les traía la voz pública nuevas cada vez más alarmantes; y al llegar al campamento de Acrimons la prevención y el miedo habían dado tal bulto a la facción moruna, que el mismo conde temió no quedar sobrado airoso en el empeño.

El jefe de la morisma, a cuyos manejos se debían en gran parte los fatales rumores que a los cristianos les llegaban, quiso acreditar su certeza en cuanto se presentara el ejército de los condes. Bien convencido de cuán principal circunstancia es para un guerrero ser activo, y de que el tomar la ofensiva da claro indicio de valor y prepotencia, salió de Balaguer a la cabeza de dos mil moros, con ánimo de atacar el campamento de los contrarios. Aún no se habían distribuido éstos por las tierras de la Ribera de Sió, en donde pensaron aguardar la siguiente mañana para introducirse en Acrimons, cuando el intrépido Abil aguardaba en la villa que la luz se disipara, a fin de ensayar su tentativa primera. La serenidad de la próxima noche no satisfizo los deseos del caudillo a quien infundió grave recelo la llegada de Berenguer, enemigo por entonces no esperado; mas resuelto ya a pugnar con los cristianos, él solo hubiera penetrado en el campamento, ufano de vender su vida a costa de la muerte de algunos contrarios. Declinara el sol hacia el ocaso enrojeciendo las blanquecinas nubes del horizonte, cuyo equívoco color se reflejaba en l as azoteas de las casas y en la cumbre de la loma, cuando el adalid de la libertad se presentó en la plaza, y exhortó a los suyos con breves razones.

-Amigos -les dijo-: la esclavitud ató los pies, las manos y los cuellos de nuestros padres: la maldita raza de los cristianos creyó atar así bien los nuestros; pero mal me conocía, y mal os conocía a vosotros. Hartas revoluciones dio la luna sobre nuestras cabezas viéndonos llevar el nombre de esclavos. Alá ha tocado los pechos de los verdaderos creyentes, ha encendido en ellos el fuego de la libertad, y no brillarán en vano los puñales en las diestras de los fieles. Yo el primero alcé el grito en pro de nuestras libertades; yo el primero empuñé las armas; y también seré yo el primero que penetre entre las filas de los opresores: o moriré en ellas, o viviré libre cual había nacido. Quien quiera pisar otra vez con seguridad la tierra dominada por nuestros padres y desde donde vimos nosotros la estrella primera, sígame cuando se haya anunciado la última oración de este día en la puerta que conduce a las cristianas tiendas, allí encontrará a Zara resuelto a conducirle a la gloria o a la muerte.

La rápida mirada del entusiasta moro recorrió en un punto todos los ángulos de la plaza, indicando el fuego de su alma y la destreza con que trataba de escudriñar la disposición de los suyos. Un grito universal hubiera sido la respuesta a su discurso, si previéndolo el sagaz joven no lo contuviera con llamar al silencio en imperioso tono.

-No es éste -dijo- el tiempo de las aclamaciones; podréis vitorearme cuando, a la madrugada, me veáis entrar montado en el caballo de Pedro Ansúrez, y llevando en la mano la sangrienta y lívida cabeza del conde de Barcelona.

A la hora concertada, armados los moros y encendidos en coraje, volaron al punto en que los esperaba Abil en la disposición misma con que se presentó en la plaza. Abriose la puerta, y todos a una se precipitaron hacia las márgenes del Sió, con la furia con que desciende al valle desde la cumbre el desprendido peñasco. Si las tropas del conde de Barcelona no llegaran por suerte aquel mismo día, era poco el ejército de Ansúrez a resistir el ímpetu de la arrebatada morisca; mas harto oportunamente juzgó su capitán que el refuerzo de Berenguer podía inutilizar el proyecto. Cien catalanes fueron víctimas de los infieles antes de llegar el grito de alarma al campamento de Vilamala; pero doscientos moros pagaron a manos del escuadrón de éste la intempestiva osadía que allí los condujera. Acostumbrados algunos de los aventureros a pelear en Asia contra las numerosas tropas del soldán de Rum, del bárbaro Kergobá y del emir de Jerusalén, por liviana empresa reputaron desbaratar al inexperto Abil. No conocía éste a sus enemigos; y malogrado su valor y coraje, avergonzado y vencido, se refugió otra vez en Agramunt, cuando apenas hacía dos horas que amenazaba desde su plaza a la cristiandad entera.

Hasta la puerta le siguieron cincuenta aventureros, y, por consejo de Monsonís, la derribaron entonces mismo, y hubieran penetrado en la ciudad si las órdenes del prudente conde no les hiciera desistir de su temeraria empresa; y no bastó la orden primera (pues bien se le alcanzaba a Gualterio, que tanto menos tiempo esperaría separado de su amada, cuanto más breve fuera la guerra), sino que hubo necesidad de repetirla en término de no ser posible la resistencia.

Las murallas de la ciudad de Balaguer eran, en concepto de Abil, su único seguro: así dando nuevo aliento a los moros, abandonó en la misma noche a Agramunt, para recorrer todos los pueblos sublevados, atizando el fuego de la rebelión y prometiendo en todas partes éxito venturoso. Dos días enteros anduvo de uno a otro extremo de sus precarios dominios, y reuniendo gran copia de hombres, armas y provisiones, encerrose con todo en la capital, desde cuyas torres esperaba triunfar de los cristianos guerreros. Prodigó sus riquezas, hizo comunes depósitos de comestibles, nivelando a los ricos con los indigentes; y él mismo daba el más severo ejemplo de una perfecta igualdad en los trabajos y dispendios. Puesto a la cabeza de la revolución, y calculando por lo mismo proscrita su cabeza, era el primer interesado en sostener las pretensiones de los moros; y bien conocía que sólo con el valor era dable mantener en el pecho de los suyos el inspirado entusiasmo. Recorría su memoria; estudiaba con atención los rostros de todos los partidarios; escudriñaba diestramente sus ánimos, e inquiría noticias de sus hechos para hallar entre tantos, dos solos, dignos de disputarle con las armas en la mano la estimada primacía.

El objeto de semejante diligencia no era otro que ofrecer a los cristianos un combate singular entre tres caballeros de cada bando, fiando a su resultado la futura suerte de los moros. Contábase él como uno de los lidiadores; y finalmente, después de investigaciones exquisitas, pudo escoger dos compañeros, a quienes creyó capaces de salir al palenque sin mengua de la media luna. Y no se atuvo a este partido porque se amoldase a su carácter ni a sus deseos, sino porque, sabido la llegada del conde de Barcelona, pareciole tan desesperada su empresa, como segura la reputara al tomarla a su cargo, en la creencia de tener a Ansúrez por su único enemigo.

Sabedor, por otra parte, de cuanto la generosidad y la nobleza podían alcanzar de Berenguer, mientras era inexorable con la infamia y la perfidia, quiso, a su vez, afectar aquellas virtudes, con el fin de conseguir honrosa composición, o perecer dejando en pos de sí fama más ilustre.

Abil-Abuk y Selí-Aken fueron los dos guerreros elegidos para combatir a su lado contra los tres cristianos que Berenguer escogiera. A la verdad, la nombradía de valor con que se señalaba a los mozos reconocía un origen poco satisfactorio. Algunas muertes perpetradas en el calor de disputas, entre las rabias de los celos o en traidoras venganzas, habían inspirado hacia ellos aquel temeroso respeto, común en el vulgo hacia los malvados que afectando desprecio por las leyes y por los hombres, tiemblan la infatigable persecución de aquéllas, y el bien entendido valor de éstos.

Pesábale no poco verse precisado a echar mano de tales compañeros; pero no era dable trocarlos con otros más dignos, porque no los había. Enteroles del proyecto; y satisfecho en parte de su decisión y ofrecimientos, sólo esperaba la llegada del enemigo para ponerles en estado de acreditar con las obras la empeñada palabra. El carácter activo del conde y de los suyos no dio lugar de impacientarse al revoltoso caudillo, pues a los dos días de haber acampado los cristianos en las llanuras de Agramunt, partieron hacia Balaguer, sin que los enemigos turbaran su rápida marcha.

A la mitad de ella, cerca del pueblo de Mongay, do creían pasar la noche, presentose a Gualterio uno de los hombres armados que para su defensa tenía Romualdo en Monsonís, entregándole la carta en la cual Casilda le refería lo sucedido en el castillo de Sangumí desde su salida para Barcelona. La relación de la doncella no era bastante para dar al caballero una verdadera idea del peligro que rodeaba a su amada; mas sí para que auguras e desagradables contratiempos. Privado entonces de separarse del ejército para volar al auxilio de Matilde, nada le pareció tan oportuno como enviar a Sangumí al joven Ernesto de Otranto, por cuyo medio adquirirla circunstanciadas nuevas de lo que allí pasaba. Ya hemos visto el sagaz proceder del escudero, y sabemos los acontecimientos que iba a referirle a su amo cuando se apartó de Matilde.

Mientras el joven emisario se dirigía a desempeñar la comisión de Gualterio, siguió éste con los catalanes su comenzada marcha para Balaguer, a cuyas inmediaciones se iban reconcentrando las tropas de ambos condes para abatir de un solo golpe el orgullo de las facciones.

Temeroso Zara de que la actividad de los coligados cristianos no le dejaría poner en ejecución su proyecto, a los tres días de haberse acampado aquellos bajo los muros de la ciudad, envió a Selí-Akem, proponiendo el desafío con tres guerreros cristianos, bajo las condiciones de antemano calculadas. La absoluta libertad de los moros y la franca posesión del territorio que en el condado ocupaban, debían ser el premio de la victoria; y la vuelta al vasallaje anterior a la revolución, el castigo del vencimiento.

La sorpresa causada por semejante propuesta en Berenguer y en los suyos, mientras les hizo concebir del mozo Abil más ventajosa idea de la que hasta entonces tenían, exasperó el ánimo de los soldados, poco dispuestos a perdonar a un revoltoso tan desusado alarde. Hemos de confesar, sin embargo, que Monsonís de buena gana diera por ello gracias al moro, pues no podía presentarse medio de acabar la guerra con más presteza. Esperó, desde luego, ser uno de los combatientes; y aun pensaba elegir a los dos camaradas, que ya se dejaba entender los buscaría entre los cruzados vueltos con él de Palestina.

Más prudentes y previsores los dos condes, no estaban tan preparados a acceder a los deseos de los mozos sus guerreros, porque bien calculaban cuán arriesgado era fiar a la suerte de un momento la decisión de cosa tan importante. Los pareceres expuestos en el consejo celebrado con este motivo, discreparon más de lo que convenía al feliz éxito de la empresa; y trajeron acaso animosidades funestas, a no saber el anciano Vilamala calmar con madura destreza a los exasperados mancebos, exponiendo así bien a la vista de los capitanes cuán absoluta confianza podía tenerse en el valor de los cristianos, y cuán eterna mengua resultaría a su partido de no admitir el ofrecimiento de Zara.

Gualterio, avergonzado de su actual posición, no osaba levantar la voz por respeto al conde; y sentía abrasársele la sangre y arder su pecho en vivas ansias de presentarse en mitad de la tienda del consejo a echar en cara al príncipe de los catalanes la poca importancia que a su valor le daba. Este cargo, no obstante, fuera bien injusto, pues Berenguer conocía todo el mérito de sus guerreros; constábale que se hallaban en el ejército algunas lanzas cuyo ímpetu era irresistible; mas no era imposible encontrar entre los moros tres hombres capaces de habérselas con sus tres mejores paladines. Los cruzados podían, sin duda, disputar la primicia a cuantos campaban en las llanuras de Balaguer, y a cuantos moros en esta ciudad había; mas su valor no se desplegó en Barcelona, y el poder de sus armas sólo por relaciones se estimaba.

Creíanse ellos injuriados con que el soberano no prometiera más de su pujanza, de modo que el venerable conde vacilaba con motivo, mientras ellos lo tenían para quejarse de su desconfianza. El prudente Vilamala expuso las razones en pro de una y otra parte; y convencido el magnate, asintió finalmente a la propuesta.

Mucho más se enardecieron los ánimos al tratarse de elegir a los tres campeones. Atropelladamente, alegaron los cruzados los títulos con que aspiraban a la primacía; y con no menos calor expusieron las suyas los guerreros, cuyas armas; arrojando a los moros del campo de Tarragona, libraron gran parte de la alta Cataluña. Esta segunda e intempestiva riza irritó al soberano, quien alzose del asiento para imponer silencio, demostrando en la voz y en el ceño el desagrado que tales demasías le causaban. Manifestó que era suyo exclusivamente el derecho de escoger a los tres sostenedores de la catalana honra; y pronunció enseguida los nombres de Vilamala el joven, de Ambrosio de Canet, y de Bernardo de Ribelles, entre los cuales los dos primeros llegaron pocos días antes de Asia. Al verse Gualterio postergado hizo un ademán tan violento, y dieron tan recio crujido sus armas, que hubo de llamar la atención del conde hasta el punto de volver hacia él los ojos, y decirle:

-Las empresas de la importancia de ésta deben confiarse a hombres que empuñan las armas espontáneamente, no por castigo.

-Tenéis razón -contestó el del Ciervo-; sólo debo lidiar como simple soldado.

Y al proferir estas palabras, el recuerdo de su actual situación y la idea de no serle posible volar al socorro de Matilde, arrancaron de sus ojos una lágrima de ira que ocultó bajo la visera, saliéndose de la tienda lleno de coraje y de vergüenza.

Ni lugar tuvo de hacer discursos, pues llegado apenas al campamento recibió orden de presentarse al conde, a la cual fue preciso obedecer a pesar de su corazón.

Procuraba calmarse durante el camino, pues harto dispuesto se conocía a contestar al magnate en términos poco respetuosos.

-¿Qué me querrá, discurría, después de haberme llenado de oprobio delante de mis compañeros? Si juzga tranquilizar mi espíritu con ofrecimientos y promesas, mal conoce mi carácter y peor todavía cuán poco estimo la indulgencia que conmigo ha usado no encerrándome en un castillo en vez de hacerme venir acá para ser objeto de irrisión en el ejército. En su mismo palacio le desafié por una descortesía, y si hoy vuelve a insultarme no será extraño que a uno de los dos o quizá a entrambos nos cueste la vida este razonamiento.

Y con tales relaciones iba acercándose a la presencia del soberano.

-Siéntate -le dijo don Ramón, que le aguardaba solo en la tienda-: en el consejo te hablé como príncipe, y acá te llamo para consultarte como amigo. Si la reconvención que ha poco te dirigió el conde de Barcelona delante de los magnates y caballeros pudo irritarte contra él, allá lo ventilaréis los dos en un tiempo más oportuno; ahora te habla Ramón Berenguer, y no es ésta, bien lo sabes, la vez primera que nos dirigimos mutuamente la palabra a guisa de simples caballeros.

A la verdad, no atinaba el mozo adónde podía encaminarse este agradable exordio; por lo mismo, sosegando algún tanto su espíritu, se mantuvo silencioso.

-Por ahora -le dijo el conde- no hay tragedia alguna entre los moros y nosotros, y hasta la vuelta a Balaguer del emisario Selí-Akem, con nuestra respuesta, no veo razón alguna para suspender las hostilidades. Estoy casi seguro de que nuestros enemigos han olvidado algunas de las precauciones indispensables para su seguridad, pues creyéndonos exclusivamente ocupados en su desafío, poco recelarán en este instante de nuestras armas. Selí-Akem debe permanecer en el campamento hasta mañana, y quisiera yo tener esta noche la suerte de un asalto, a estar cierto de que en nuestro campo hubiera un soldado capaz de comprometerse a clavar nuestra bandera en los muros de Balaguer.

-Ése soy yo -exclamó Gualterio.

-Si tal hicieres -atajole repentinamente el conde-, tú serás libre, desde mañana, de ir con un escuadrón de mis guerreros al castillo de Sangumí, de arrancar a Matilde del poder de su hermano, de traerla a mi lado, y de unirte con ella bajo el amparo de mi autoridad suprema.

-Pues yo os juro, venerable conde, si como tal me habéis hablado -contestó el mancebo- que el pendón de los catalanes tremolará esta noche en la muralla, y que antes de cumplirse el quinto día será Matilde mi esposa, si no muero en el lance, o alguna herida no me deja inútil para llenar mi empeño.

-Recibo tu juramento -repuso el magnate-: tú tienes ya mi palabra, y doite, además, mi mano en señal de amistad y benevolencia.

Besósela con respeto el caballero, y aun pidiole perdón del enojo manifestado cuando no oyó su nombre entre los combatientes.

-Para cosa más arriesgada te guardaba -dijo el soberano-; y si tú consigues llevarla a efecto, no tendrá ya lugar el desafío de los moros, ni tus compañeros reportarán la gloria de que te creíste defraudado; cercana está la noche y es tiempo de prepararte a la empresa.

Diole enseguida las instrucciones necesarias; y salió Monsonís, rebosando de alegría y con pensamientos bien distintos de los que poco antes le atormentaban.

Tratábase de un negocio de grave riesgo; Ismael debía acompañar a su amo, y aunque Gerardo no se quedase en el campamento, al mahometano tocaba seguir de más cerca las pisadas del cruzado. A otro de su secta no hubiera sido fácil llevarle a hacer la guerra a los moros; mas el paje no conocía otros amigos ni hermanos que a Gualterio de Monsonís. Vendido absolutamente a éste, sentíase siempre dispuesto a abrazar su partido, y a quitar la vida a quien sostuviera el contrario.

-¡Ismael! -le dijo al entrar en la tienda- Corro, con un corto número de los nuestros, a escalar los muros de Balaguer; y tú has de venir el primero tras de mí, así quienquiera que se oponga a mi objeto, ha de ser nuestra víctima. Si te conoces con valor para seguirme y cortar la cabeza, si es preciso, a cuantos moros se presenten, empuña una espada, y prepara mis armas.

-Los enemigos de mi señor lo son míos -contestó el agareno-, y sólo quisiera rogarle me dispensara llevar otra arma que el puñal; cuanto más de cerca se da el golpe, tanto más seguro es el acierto. La armadura de mi señor está dispuesta, y en cuanto a caballo, no lo juzgo necesario.

-Discurres bien -observó el del Ciervo-; el feliz éxito de esta expedición depende en gran parte del silencio, y el relinchar de un potro bastara a malograrlo. Calla, pues, y vendrás cuando te lo mande.

Dobló el joven su cuerpo, y sentado a la puerta de la tienda, esperaba con admirable tranquilidad el momento del peligro. Concebía cuán osado era el objeto de su amo, y cuán fácilmente podía costar la vida a todos sus compañeros; mas, por su lado, esperaba tener las manos muy listas, y dar cuenta de algunos moros como llegara sólo a asomarse a la muralla. Reconoció con calma el puñal pendiente de su cinto; y satisfecho del estado en que lo tenía, envainolo sin apretarlo mucho, y gozando ya con la esperanza de verlo chorreando humeante sangre.

Todo el ejército estaba sobre las armas sin atinar nadie la causa de semejante medida. Los principales jefes, reunidos en la tienda de Berenguer por orden de éste nada sabían por donde pudiera traslucirse el golpe decidido. Con conversaciones indiferentes entretúvolos el conde muy largo espacio, hasta presentarse Gualterio, cubierto con todas sus armas; a recibir de sus manos el estandarte de los catalanes. Pocas palabras bastaron para enterar a todos del asalto que iba a emprenderse, y conociendo la importancia de aquella tentativa, cada uno pensaba contribuir gustoso a su éxito favorable.

La noche no era clara, ni podía dársele tampoco el nombre de oscura. La luna estaba muy lejos de parecer en el horizonte; pero las estrellas despedían aquella inquieta y equívoca vislumbre que, lejos de ser bastante a distinguir con claridad los objetos, sirve muchas veces para confundirlos, y aun para presentar, como si dijéramos, sombras de los que realmente no existen. El viento que reinaba ya desde tres días a aquella parte, era muy propicio para los catalanes; su frialdad debía persuadir a los moros el retiro, y aun convidar a los centinelas a guarecerse en la parte interior de la muralla; su terrible violencia producía mil ruidos fáciles de equivocarse con el de hombres y animales que en realidad no le causaran; sólo, pues, un rumor bien claro y distinto era capaz de alarmar a los infieles, y Gualterio pensaba hacer tan poco que quedara confundido con el de los árboles, aun cuando soplase no más un muelle cefirillo. El joven Vilamala, Canet, Ribelles y el portador del desafío de Zara, estaban estrechamente custodiados por orden del conde, pues de otro modo difícil fuera retener a los primeros en el campamento, e impedir que el cuarto trasluciera los intentos de los catalanes.

Veinticuatro aventureros escogió Monsonís para que le acompañaran, once de los cuales se hallaron en el asalto de Cesárea, y diecisiete en el de Jerusalén; tales gentes tomaban el escalamiento de las murallas de Balaguer como escaramuza liviana y pasajera en parangón con los ejecutados en Asia. A la hora designada, el del Ciervo se puso en marcha con los suyos, mientras a poca distancia iban acercándose a Balaguer las dos terceras partes del ejército.

La muralla debía escalarse por el lado de la torre que descansaba sobre una de las puertas de la ciudad, y el primer objeto de los guerreros después de conseguirlo, era, abriendo dicha puerta, proporcionar entrada a las tropas reunidas a la parte de fuera. Armados de segures y provistos con cuatro escalas, seguían a su jefe los camaradas escogidos por el hijo de Romualdo; a su lado y por orden, iba Ismael llevando el estandarte, y teniendo empuñado en la diestra el mango de su daga.

Sin que los moros diesen indicio de alarma, llegaron al pie del muro, pues aun cuando crujieran las armas de tal cual soldado, el recio soplar del aire no permitía que semejante ruido se sintiera.

-Dame acá el estandarte -dijo Gualterio al sarraceno, viendo arrimadas a la pared las cuatro escalas-. Síganme seis hombres por ésta, y vosotros, Caselles, Borrell y Requeséns, podéis trepar por las otras; importa mucho que nos presentemos arriba todos juntos; no olvidéis mis instrucciones, pues si en un ápice nos separamos de ellas, nuestra perdición es cierta.

Todo esto fue dicho precipitadamente y voz apenas oída de los que debían ejecutarlo. Colocados cada uno en su lugar, comenzaron a subir muy despacio y mirando hacia arriba, pues bien pudiera acontecer que habiendo los moros sentido alguna cosa, aguardaran el momento de llegar los cristianos al alcance de sus armas. A todos precedía Gualterio, con la espada en la boca, y el estandarte vuelto hacia abajo y cogido con la izquierda por el regatón del asta, a fin de no hacerle asomar antes que por encima de la muralla. Sin otro tropiezo alguno se verificó el escalamiento, y como al estar ya sobre el espesor del muro no se veía absolutamente a nadie, arrancando Monsonís con silencio y calma la bandera de los moros, clavó en el mismo sitio la del conde.

La facilidad con que consiguieron su objeto agradoles tan poco a los mozalbetes, que se miraban unos a otros, corridos casi por haber andado con tantas precauciones. Desearan ellos tropezar al instante con los contrarios, tener sobre el grosor del muro cruda reyerta, arrojar a algunos de ellos al foso, y sustituir a viva fuerza su pendón al de Mahoma; pero no habiendo acaecido nada de todo esto; dirigiéronse con entera confianza hacia la puerta, principal objeto de aquella empresa; esto, sin embargo, era ya cosa muy distinta. El vacío del arco que la formaba fuera convertido en lo que en nuestros días llamaríamos cuerpo de guardia; y apiñados allí debajo dormían a la sazón más de cincuenta moros, y entre ellos Abil-Zara. Gualterio, pues, dirigía sus pasos hacia aquel punto, cuando el centinela, creyendo percibir entre los silbidos del viento un equívoco ruido, salió de la torrecita do se guareciera; y vistos por él los cristianos, dio el grito de alarma bastante a malograr el golpe, si Ismael, que ligero como una gacela se escurrió por debajo del brazo de su amo a tiempo de alzar éste la espada, no hubiera clavado el puñal en la garganta del moro, ahogando su voz cuando sólo había pronunciado medía palabra. Prudente creyeron los catalanes aguardar en silencio el resultado del mal proferido grito del vigilante; mas notando que todo permanecía tranquilo, se metieron de repente bajo el arco con las segures levantadas y con ánimo de derribar la puerta.

Interrumpiera Abil-Zara su leve sueño poco antes del arribo de los cristianos; por lo mismo tuvo lugar de oír la sofocada voz del centinela, y su perspicacia sospechó cuanto pasaba. Con el mayor silencio desveló a los suyos, y retirados todos a lo más interior del arco, dejaron que los aventureros anduvieran la mitad de él sin tropezar con cosa alguna.

Llegaban ya tan cerca unos de otros, que por fuerza sintieran mutuamente su respiración a no producir las ráfagas del aire tan recio estruendo. Las segures de los cristianos estaban en alto para descargar el primer golpe, cuando los más delanteros dieron con las armas de los contrarios. Horroroso grito se levantó de las dos partes, y retumbando por la estrecha bóveda, llegó a oídos de los campeones apiñados a la parte de afuera, y derramó la alarma por la ciudad toda.

Combatíase ya con encarnizamiento, y se daban los golpes absolutamente a tientas, sin que por esto dejasen de caer maltrechos los soldados de ambos lados. La posición de los catalanes era crítica, pues iban ya llegando moros de la ciudad, y metidos entre dos contrarios su muerte fuera inevitable.

-¡A la puerta! -gritó Gualterio-. ¡Es fuerza abrirla si queremos salvarnos!

Y sus palabras fueron la señal de un crudo ataque do quedaron arrollados los infieles.

Saltaban las astillas de la puerta con terrible furia, mientras algunos soldados aflojaban ya las cadenas que por la parte inferior sostenían el puente levadizo. Cayó éste con horrendo estrépito, oyéndose al punto el precipitado golpeteo de los de afuera, que con el auxilio de los aventureros lograron en breve abrir la puerta.

Protegidos los camaradas de Gualterio, presentaron el rostro al enemigo; y las mismas segures que destrozaron la madera, abrían los cráneos de los audaces moros, a quienes ni arredraba la muchedumbre, ni hacía perder un palmo de terreno el obstinado empeño de los adversarios. Cruel y sangrienta pugna se trabó bajo el arco, y aunque se dieran en vago algunos golpes, la mayor parte ponía término a la vida del desdichado sobre el que se descargaba. Aturdíanse mutuamente con denuestos y amenazas; y la estrepitosa voz de Abil-Zara, sobresaliendo en medio del alboroto, del crujir de los aceros y del recio soplar del viento, indicaba que no les sería fácil a los cristianos lograr su objeto.

El primer intento del caudillo era cerrar la puerta; mas esto se presentaba inasequible, pues el tropel de guerreros tenía como clavadas sus dos mitades a las dos paredes laterales. Con vencido de la imposibilidad de ejecutarlo, y temiendo que algún furioso vaivén del ejército de los condes arrollase finalmente a los suyos, e inutilizara todos los refuerzos, creyó conseguir mejor partido alzando el puente levadizo. La empresa era ardua en extremo, pues el peso de más de cuarenta cristianos sobre él colocados, oponía grande resistencia al empeño de los moros, quienes sufriendo el choque de los combatientes no podían tirar con seguridad las férreas cadenas con que era preciso levantarlo. Ya más de dos veces lo arrancaron de su asiento, pero los catalanes colgándose de él por la parte exterior hacíanlo caer nuevamente, y fatigaban la constancia de los Zaras.

Berenguer, abierto paso entre los suyos, hizo marchar con dirección a la puerta alguna caballería cuyo ímpetu les era imposible resistir a los sitiados; pero de este ardid provino cabalmente el malogro de la empresa. A fin de ceder camino a los potros hubieron los infantes de retirarse del puente, y no bien lo ejecutaron cuando notada la falta de peso por los infieles, alzaron el puente hasta tal elevación, que cuantos sobre él estaban vinieron a la parte interior del arco sobre los cadáveres de ambos partidos allí yacentes. Observándolo algunos de los cristianos de afuera, tuvieron tiempo de cogerse a él para detener la ascensión repentina; más los infelices fueron también arrebatados, y rotas sus muñecas entre el borde del puente y la pared del muro do quedó encajado, cayeron unos al foso dejando arriba los magullados dedos, y los otros colgados de las dos o de una mano traspasaban con horrorosos alaridos el corazón de sus compañeros. Monsonís, por fortuna, reparó el ascenso del puente, y tuvo lugar a echarse con precipitación al foso, único medio para salvar su vida: el leal Gerardo pereció con los de adentro; mas no así el asiático, que cosido a su amo se había tirado tras él, y llegó aún antes a la parte opuesta, contento con la certeza de haber acabado la vida de más de uno de los infieles.

En vano desde abajo insultaban a los moros asomados a la muralla, los atrevidos catalanes ansiosos de ver nuevamente libre la entrada; pues aquéllos, satisfechos con haberlos arrojado de su ciudad, les respondían tirando al foso los cadáveres de los muertos camaradas, y de otros no todavía fenecidos. Desde el torreón, cortaron los brazos de los infelices que colgaban del puente, cosa digna de agradecérseles, si lo hicieron movidos de piedad, pues la caída acabó la existencia de aquellos desdichados y su intolerable martirio.

Forzoso hubo de serles a los cristianos retirarse, aunque Gualterio no quiso verificarlo sin llevar consigo el estandarte de los revoltosos dejado por sus compañeros al pie del muro. Despreciando el riesgo, y gracias a la oscuridad y al bullicio de unos y otros, pudo entregarlo allí mismo al conde, y logró hacerle distinguir con el débil resplandor de las estrellas el recibido de sus manos, que reemplazaba todavía al de Mahoma.

-Cumpliste tu palabra -le dijo Berenguer-, y hoy mismo cumpliré yo la mía. Volvamos al campamento, y apenas amanezca partirás al castillo de Sangumí con el prometido auxilio.

Enderezaron los cristianos su camino hacia las tiendas poco satisfechos, en verdad, de la jornada, y convencidos de cuánto se equivocaban en orden a la facilidad de aquella conquista. Disponíase el del Ciervo a reposar las restantes horas de la noche, cuando la llegada de Ernesto, que le contó minuciosamente la peligrosa situación de Matilde, trastornó todos sus planes, obligándole a correr entonces mismo al soberano para tomar su beneplácito, y partir al castillo de su amada. Otorgóselo don Ramón; y escogidos diez aventureros amigos, se dirigió hacia los montes del Vallés con ellos, con el de Otranto y con el asiático paje.






ArribaTomo II


Insonuere cavae gemitumque dedere cavernae.


VIRGILIO.                


El viento reinante en Balaguer y en su contorno era un ligero soplo respecto del huracán verdaderamente espantoso que, arrebatando los árboles, las chozas y las casas aisladas en los campos, parecía dispuesto a arrancar de sus quicios las montañas mismas en las inmediaciones de Barcelona, en el Vallés, y sobre todo hacia las alturas de Olot y su comarca. Retemblaba la humilde morada del pobre, colono, y los castillos de los señores no podían reputarse seguros sobre sus profundos y robustos cimientos. La naturaleza entera gemía en revolución completa; la ira de los cielos amagaba muy de cerca a las criaturas; y todo hacía temer el próximo fin de las obras del que todo lo hizo. Los hombres, no esperando ya nada de sus semejantes ni de sí mismos, acudían a Dios y clamaban por la intercesión de los santos; cada casa era un templo desde donde noche y día se dirigían al Padre omnipotente fervorosas plegarias. Bastábale apenas al justo la rectitud de su conciencia y la esperanza en el Señor; y aun el malvado, despreciador de la justicia humana, y de la eterna, abjuraba en su corazón los pasados extravíos, reclamando, contrito, un destello de aquella misericordia nunca agotada por los delitos del hombre. Las personas guarecidas en la morada de la divinidad, si no más seguras, considerábanse, al menos, mejor dispuestas a plegarse a la voluntad suprema.

En medio de tan horroroso trastorno y del pasmo universal de los mortales, sólo tres hombres parecían olvidar la vida eterna para entretenerse todavía en los intereses de acá abajo. El padre Asberto, Arnaldo de Sangumí y Gerardo de Roger afectaban menospreciar todo aquel aparato de la cólera celeste; pero su interior no estaba más tranquilo que el de los restantes moradores de la casa: sin embargo, resueltos a disimular el espanto, y con el solo objeto de manifestarse de temple superior al común de los vivientes, discrepaban tanto en orden a la causa de su sosiego aparente, cuanto eran diversos el carácter de los tres, su posición y sus ideas. El monje, cuya exterior virtud y pureza eran iguales a la desmoralización y perversidad de su alma, mostrábase gustosamente sumiso al querer del cielo y confiado en la rectitud de su corazón; Arnaldo, tan impío en la realidad como en la apariencia, afectaba dar poco valor al casual trastorno de la naturaleza; y Roger, menos sensible que los otros, fingíase incomodado de aquella horrorosa borrasca, por interrumpirle el sueño y las diversiones. Cuando la naturaleza parece moribunda; las criaturas sienten casi la última agonía; el color negro de imponente nube entristece al alma, y el estrépito de los vientos y de la tormenta empavorece el espíritu y le conduele a pesar suyo. Así, los tres malvados temblaban y mutuamente se lo conocían; mas, vencidos por su infame orgullo, ocupábanse del matrimonio de Matilde, tratando de acelerarlo, ya que ninguna otra cosa les distraía del principal objeto de su liga.

Otras personas, expuestas a todo el furor de la revuelta naturaleza, reclaman nuestros cuidados. En efecto, Monsonís, Ernesto e Ismael, en compañía de los otros guerreros, iban encontrando de paso en paso mayores dificultades y más recios peligros; en cada población les conjuraban los habitantes para que se detuvieran; hacíanles ver las tremendas señales de la duradera tormenta; y a pesar de la serenidad y del valor de todos, el salir de las aldeas no era sin visible disgusto. A no conocer el del Ciervo tan a fondo el corazón de Arnaldo, hubiérase detenido, apenas marchó del campamento de Balaguer; pero sabía su terquedad; y, por lo mismo, no dudaba que aun viniéndose abajo el firmamento, casara él a Matilde en el instante aplazado. Sus camaradas no eran indiferentes a la ira del cielo; mas, incapaces de abandonar a su amigo, corrieron con él a una muerte cierta; y las reflexiones del joven aprovechaban tan sólo a reiterar el juramento de correr todos la fortuna misma. Desde su infancia sintiera Ismael en el desierto los terribles efectos del huracán; más de una vez se vio en riesgo próximo de quedar para siempre bajo los montes de arena trasladados a considerable distancia por una ráfaga tempestuosa; pero nunca pudo su imaginación concebir una aproximada idea del presente trastorno. Oraba en silencio y pedía la intercesión de Mahoma, mientras Gualterio y los suyos imploraban el auxilio del Padre todopoderoso. Si se mezclaba tal vez el recuerdo de Matilde entre las preces del amante, el laudable objeto de su viaje esperaba que inclinaría a Dios a perdonar aquella distracción, hija de la humana flaqueza.

Era pasada la media noche, y el del Ciervo con los suyos se hallaba a ocho leguas del castillo de Sangumí, a cubierto de la tormenta dentro de una ermita que, edificada en la pendiente de alta loma, tenía en esta un seguro resguardo contra la furia de los vendavales. Arreciaran éstos más y más hacia la caída de la tarde, y a pesar de querer el joven seguir su ruta, no fue posible que obedecieran los caballos, horrorizados, dijérase, casi por incógnita causa. Hubo, pues, de cederse a la necesidad, aguardando que la luz del día les guiara para emprender de nuevo la marcha. Entre los bramidos del viento apenas podía oírse las voces del ermitaño y de un monje allí hospedado, que salmodiaban para implorar la misericordia del Señor.

Los caballeros repetían las últimas palabras, y las preces de todos llegaban a Dios a cuya mansión iban dirigidas. Sintiose, de repente, un subterráneo estrépito sin ser posible atinar la causa; mas el súbito temblar de la ermita no dejó duda de que la existencia de sus moradores estaba amenazada por un terremoto. Mas aquel esfuerzo pareció desahogar a la naturaleza; y si bien la tempestad que lo siguiera podía llamarse imponente, reputárala por calma quien hubiera visto la de los días anteriores.

-Es fuerza continuar el viaje -dijo Gualterio-. El terror de los caballos presagiaba el temblor de tierra ya desvanecido; y ahora de poco en poco se restablecerá la calma.

-No lo creas, hijo mío -contestó el monje refugiado en la ermita-. No se reunieron tantas causas para producir mezquina efecto; este sosiego aparente es sólo el presagio de una reacción más espantosa, e ¡infeliz quien dentro de pocas horas se encuentre en descampado! Tengo por más prudente bajarnos a la bóveda que hay bajo esta ermita, y desde ella podremos salir al campo aun cuándo esta morada se convierta en ruinas.

-Y lo mismo opino yo -dijo el ermitaño-, pues sin duda otro riesgo más terrible nos amaga.

-Y yo seguiría vuestros consejos -contestó el caballero- a no llamarme a otra parte un asunto de que depende la felicidad de toda mi vida y la de otra persona a quien amo con cuanto amor cabe en mi pecho.

-¿Pudiera yo preguntaros sin incurrir en la nota de curioso -habló el monje- cuál es, no el objeto, sino el término de vuestro viaje?

-Mis acciones -contestó el mancebo- llevan la aprobación del conde de Barcelona; y más todavía, la de mi propia conciencia; por esto no tengo reparo en complaceros: voy al castillo de Sangumí, con el objeto de impedir que Arnaldo obligue a su hermana Matilde a dar a Gerardo de Roger la mano de esposa que juró entregarme a mí solo: quiere verificar el matrimonio aceleradamente, temiendo mi presencia; y si bien dentro del pecho alimento halagüeñas esperanzas, no os ocultaré, sin embargo, cuánto tiemblo al considerar que puedo llegar tarde.

-¿Al castillo de Sangumí? -exclamó el monje, apenas hubo dicho Gualterio.

-Al castillo de Sangumí, padre -insistió éste-; y no creo haber errado el camino, viniendo como vengo de las inmediaciones de Balaguer.

-Al contrario -siguió el religioso-: lleváis el más recto; mas, ¿sabéis vos el nombre del sacerdote cuya mano va a unir para siempre a esas dos personas, y podéis decirme si le consta la violencia hecha a una de ellas?

-¡Ojalá no lo supiera! El sacerdote ha contribuido a esa misma violencia; es el principal móvil de la intriga, y los unirá con un placer malvado, sin sentir su conciencia remordimientos.

-¿Su nombre? -le preguntó el monje, con precipitación y alzándose del asiento.

-El padre Asberto de...

-Basta -gritó el huésped-: corramos, oh joven, corramos al castillo; vos queréis la felicidad vuestra y la de Matilde; y yo vuelo a impedir que ese mal sacerdote aumente el número de sus crímenes.

-¿De aquí saldréis vos, padre mío, a tales horas y en medio de esa borrasca?

-Y te llevaré por caminos que no conoces, y antes de media mañana estaremos en el castillo, si no es la voluntad de Dios acabar antes nuestra vida.

-¡A caballo, amigos míos! -exclamó Gualterio.

-No -le opuso el monje-, hemos de ir los dos solos; para acompañarme, tú bastas, y para impedir el enlace basto yo solo. Nada receles; temblará el padre Asberto a mi presencia, y le darán la muerte antes que resista a mis mandatos. Tus camaradas pueden seguir el camino regular, pues nada importa que lleguen unas horas después de nosotros.

-Pero, padre -insistió Monsonís-, vos no conocéis quién es Arnaldo y de cuánto es capaz su corazón malvado: moriremos a manos de su gente aun cuando consigamos la entrada en el castillo.

-¡Joven! -exclamó el religioso-: quédate si temes, yo parto; y te repito que basto yo solo para trastornar esa unión violenta; las puertas de Sangumí se abrirán a mi vista; temblará Arnaldo; respirará Matilde, y será feliz Gualterio mientras su irresolución no cause una fatal demora.

- Os sigo -dijo Monsonís-: no sé quién sois, ni lo que podéis; pero vos estáis enterado de mis secretos, conocéis a mi amada; y me arrojo lleno de confianza en vuestros brazos. Ernesto os guiará al castillo -dijo, volviéndose a los guerreros-; y tú, también, Ismael, ven conmigo si estás resuelto a morir.

-El servidor no quiere saber el peligro que corre cuando va en compañía de su señor -dijo el ismaelita.

Y cogió las riendas del bridón de su amo para sacarlo fuera.

El monje cabalgó uno de los corceles de la comitiva, y puestos en los suyos el cruzado y su paje, siguieron al incógnito que debía servirles de guía. A poco rato marcharon los demás soldados, si bien por camino muy diverso del que llevaban los delanteros.

El respetable padre Armando era el personaje a quien Monsonís encontró en la ermita. Austero y rígido observador de las reglas monásticas de su orden, lleno de madurez, de sabiduría y de prudencia, lloraba en silencio los extravíos de algunos de sus hermanos, y singularmente los del padre Asberto. La refinada hipocresía de éste consiguiera hasta entonces alucinar a sus prelados, cuyo poco celo fue gran parte para que el monje, abandonando el camino de la virtud, se mezclara en los asuntos mundanos de un modo poco honroso y muy ajeno de su clase. Atribuíansele crímenes horrendos, era considerado cual tea de la discordia entre algunos magnates, y como el móvil principal de varios delitos que manchaban la honra de más de un caballero.

Cuando don Ramón Berenguer quiso enterarse de las disensiones de Arnaldo con Gualterio, mientras éste se hallaba en la torre del vizconde, hubo de tropezar sin remedio con las intrigas del religioso, y saber por menor su conducta y calidades; y a fuer de hombre en extremo celoso del decoro religioso y del buen ejemplo que deben dar sus ministros, se apresuró a poner en conocimiento del abad cuantas noticias acababa de adquirir del padre Asberto. Por su orden debía dicho superior meter mano en el negocio, y presentarse con el culpable para castigar sus demasías, y hacer escrupulosa indagación de sus pasados excesos. La conocida virtud de Armando lo había elevado poco tiempo antes a la dignidad de abad; y se sentía muy dispuesto a reformar a los monjes relajados, reprimiendo con mano fuerte al que era el oprobio de su monasterio. Las noticias y el precepto del conde acrecentaron su celo; y en combinación con el soberano habían preparado las cosas de manera que el abad llegase al castillo de Sangumí a poca diferencia cuando lo verificara Monsonís con los suyos.

Llevaba Armando órdenes del príncipe para que Gualterio le auxiliase con la fuerza a sujetar al monje en caso de resistirse Arnaldo a soltarlo; y así no fue extraño presentarse en un punto mismo los que de tan distinto modo iban a ejecutar las órdenes del Soberano de Barcelona.

Aturdíale a Gualterio el ardimiento del padre Armando, cuya edad, que pasaba de los cincuenta, prometía menos valor y seguridad en aquella situación llena de riesgos. Salidos apenas de la ermita; el hermano de Casilda quiso saber quién era su compañero, y qué objeto le llevaba al castillo de Arnoldo con tanta prisa; y además le hizo otras mil preguntas conducentes a la aclaración de aquel misterio. Contentose el monje con asegurarle que la felicidad de Matilde era una de las principales causas de su viaje; diole a conocer su vieja amistad con Romualdo y con la madre de la heredera, y finalmente, para más tranquilizar al mozo, asegurole que de siete años a aquella parte era el director espiritual de esta última. Semejante carácter bastábale a Gualterio para profesarle amor y respeto; y así, no molestándole ya con otras demandas, siguiole en los escabrosos atajos por donde le guiaba con la seguridad de que el confesor de su amada podía querer sólo su ventura.

Sentíase inclinado hacia aquel anciano; y esta especie de paternidad espiritual, adquirida sobre la virgen, asegurábale al monje la absoluta deferencia y protección del caballero.

Ismael, sin comprender una palabra de la plática, seguía pegado a su amo, viendo de cada vez con horror nuevo la espantosa tempestad que lejos de ceder iba progresivamente en aumento. Ernesto de Otranto guiaba a la otra comitiva hacia el castillo de Sangumí por más trillada ruta, y con ansia casi igual a la del caballero del Ciervo.

Los recios pesares que atosigaban el corazón de Matilde, y el horror con que veía acercarse el momento fijado para sacrificar la felicidad de su vida toda, teníanla en un estado inexplicable aun para ella misma. El peligro era inminente, y desvanecíase la esperanza concebida con las promesas de Ernesto; no llegaba a sus umbrales el respetable padre Armando, sin embargo, de las repetidas veces que reclamó sus cosuelos, y, entre tanto, iban creciendo las prisas del hermano y la grosería característica de su futuro esposo. El monje sólo tardaba, en su concepto, por ignorar la situación desesperada, y en su ausencia volvía la triste doncella el afligido rostro al cielo, pidiéndole los mismos consejos, las mismas consolaciones que esperó del director de su espíritu. El castillo de Sangumí presentaba entonces el aspecto de un pueblo: todas las personas que por cualquier motivo se consideraban sus dependientes, acudieron con sus familiares y amigos a buscar un refugio que no les ofrecían sus menguadas y endebles habitaciones; la inagotable generosidad y compasión de la heredera animaban su acogimiento; y a ella pedían hospedaje, aun cuando morase allí mismo el orgulloso Arnaldo.

Como tierna madre acogíalos la ilustre virgen, y la reunión de tantas gentes a quienes protegió toda la vida, traía algún lenitivo a su desconsuelo. En otras circunstancias habíala llenado de horror un huracán o un terremoto; mas ahora veía tantas calamidades con más serenidad que otro alguno. Augurábanle, al parecer, su fin cercano, y en las circunstancias actuales, ¿qué cosa pudiera apetecer como la muerte? La falta del confesor la puso reciamente acongojada; pero su conciencia no mancillada con culpa grave, su corazón libre de remordimientos, y la dulce idea de la misericordia divina, reanimaban su esperanza y la sostenían en su abatimiento.

El primer rayo de luz del día señalado para el matrimonio sorprendió a Matilde en la capilla del castillo puesta de rodillas en el mismo lugar do en horas más felices abriera su corazón a los ojos del padre Armando. Sus brazos teníalos extendidos hacia el altar, y su imaginación, atravesando la azulada bóveda del firmamento, descubría en las regiones celestiales el brillante trono del Hacedor supremo: su pecho ardiendo en amor divino, no moraba acá abajo; la rosa del candor y de la inocencia ocultó la habitual palidez de sus mejillas; y en sus oídos cerrados a la tempestad, resonaba dulcemente la armonía de ignorado concierto. Matilde era una criatura de la tierra; mas separada de ella por el espíritu, ofrecía la imagen de la contemplación más fervorosa.

Inmóvil habría permanecido de tal suerte en el celestial arrobamiento que la tenía embargada, si el batir de una cercana puerta conmovida por el ímpetu del huracán no la hiciera tornar en sí recordándole su situación verdadera.

Volvió los ojos oscurecidos con el celaje del llanto hacia la entrada de la capilla; mas no viendo penetrar a nadie en aquella estancia solitaria, recobró su posición primera; y agitada por sobrenatural entusiasmo, exclamó, con lastimoso y penetrante acento:

-¡Oh Dios eterno! Ve aquí a tus plantas a una infeliz mujer que reclama tu piedad y la omnipotente protección de tu brazo: ningún recurso le queda ya en el mundo fuera de tus inmensas bondades: úsalas conmigo, sé mi amparo y mi guía, y mi salvador y mi seguro refugio; entra en mi corazón, consuela sus quebrantos, endulza sus amarguras; Tú que criaste la felicidad, aparta de mi cabeza la desdicha; ve los desastres que me amenazan, mírame abandonada de todos, sola en el universo, sin consuelo, sin defensa ni asilo. Ni una mirada de compasión se convierte hacia mí, ni una mano se alarga para alzarme de estas angustias tiéndeme, oh Dios mío, la tuya que todo lo puede; arrebátame a tantos tormentos; líbrame de la persecución de los malvados, Dios de bondad y de misericordia; extiende, extiende, tu divina mano, llévame contigo, llévame a donde no me haga temblar la iniquidad de los hombres; tú que eres el Dios justo, sálvame de tantos martirios -y diciendo estas palabras caminaba de rodillas hacia el altar, y abría sus dedos como para asir la mano que deseaba se le tendiera-. Socórreme -proseguía-: calma mi dolor, y ten compasión de mi desventura; la inocencia implora tu auxilio, no vuelvas de mí tus ojos de piedad y de consuelo. Yo he obedecido tus mandatos, yo procuré seguir el camino de la virtud, y tu ministro ha perdonado en nombre tuyo los extravíos de mi corazón: ábreme; pues, tu seno, recíbeme en él, acoge mi espíritu: hoy, ahora mismo, deseo acabar mi existencia; termínala, pues, antes que llegue el día en que mi corazón te ofenda, úneme a Ti, arrebátame a tu morada; y más y más iba juntándose al ara, y enajenada, llena de entusiasmo, abrasándose en amor celeste, poseída de mental deliquio, tendía su mano para coger la diestra de la imagen del Redentor que sobre el altar había.

Y llegaba ya muy cerca de verificarlo, y el absoluto trastorno de su espíritu iba, sin duda, a poner término a sus días, cuando la caída de una almena de las que descollaban en una torre del castillo causó formidable estruendo, hizo bambolear la próxima capilla, y llamó otra vez a su fría razón a la delirante virgen. Retirose del altar con mal seguro paso, e hincada otra vez en el sitio que ocupara al principio, con la resignación de un alma cristiana, sólo pidió fortaleza a Dios para el tremendo lance ya cercano. La dolorosa memoria de su difunta madre vino a mezclarse con su interior plegaria; y le hizo exclamar nuevamente, entre llorosos gemidos:

-¡Oh tierna madre mía! Vos, que desde el cielo veis el desastroso estado de vuestra hija querida, sed mi intercesora para con el Dios que os recibió en su seno: rogadle que me dé valor para cumplir mi juramento: sí, yo he prometido renunciar al esposo que vos me habíais destinado; lo juré cuando me vi próxima al sepulcro. Yo lo cumpliré, madre mía; puse a Dios por testigo de mi promesa, y no puedo faltar a ella. Sólo pido resignación; rogadle a Dios, oh madre, que sostenga mi vacilante espíritu, me ayude a consumar mi sacrificio, ponga su mano sobre mi corazón en el momento terrible, y me deje morir antes que los malvados logren consumar su triunfo.

El espantoso estruendo del huracán embravecido aterrorizó de pronto a la devota virgen, y suspendió sus preces. Cercana estaba la hora que debía decidir su suerte, y recordándolo horrorizada, después de dirigir sus ojos a la imagen del Redentor pidiendo en silencio su socorro, marchó de allí para aguardar en su estancia el momento de ser conducida al ara donde había de inmolarse. Elena, trastornada con la tempestad, no estaba dispuesta a consolar a su señora, y el corazón de ésta sentíase demasiado lleno de ideas celestiales para que la conmovieran las palabras de los hombres. Sentada en un ángulo de la sala, y ajena de cuanto tuviera relación con el mundo, esperaba con calma aparente la venida de su hermano.

El recuerdo de Gualterio mezclábase de tanto en tanto a sus pías meditaciones; y entonces movíase en el asiento como si la agitación del cuerpo pudiera ayudarla a sacudir las involuntarias distracciones del alma. Todo era silencio alrededor de la virgen, todo era soledad, y sólo el estruendo de la naturaleza sostenía la idea de la existencia. Ni ella misma se habría dicho que la disfrutase después de breve rato de permanecer en aquel sitio: fija la vista en el suelo, quieta, inmóvil, pálida como una visión de infausto agüero, ni sus sentidos, ni las facultades de su alma estaban ocupadas en cosa alguna.

A la terrible agitación pasada sucedió el pasmo, la estupidez y una insensibilidad absoluta; ya nada, al parecer, era capaz de restituirla a la movilidad ni al sentimiento. Sin embargo, el leve rumor de la primera pisada de su hermano, cual herida de chispa eléctrica, volvió instantáneamente a ser la infeliz Matilde, oprimida bajo el peso de indecibles quebrantos. Reconoció su situación sin perder la conformidad; corrió un súbito temblor por todos sus miembros, sin sentirse aterrada; y como por un acto espontáneo de la naturaleza, púsose en pie mirando cara a cara a su tirano. Tomárase al verlos a entrambos, a Arnaldo por la víctima, y a su hermana por la orgullosa mujer próxima a triunfar de su espanto.

Pálido y tembloroso el caballero, admiraba su irresolución tanto como la serenidad de Matilde. Ésta era entonces la vencedora; y a conocer, menos inocente y sencilla; toda la ventaja de su momentánea prepotencia, quizá lograra contener a Sangumí algunos momentos y salvarse para siempre; fiel, empero, a su palabra, sentíase resuelta a inclinar el cuello bajo la cuchilla del sacrificio. Su silencio reanimó al incierto mozo, y le hizo recordar sus intereses, su orgullo y el objeto de su venida.

-Ha llegado la hora de cumplir tu juramento -le dijo-; y advierte que no quiero excusas ni dilaciones; antes de un cuarto de hora serás esposa de Roger, o tu existencia habrá acabado.

-Acaso sucederán ambas cosas -contestó la virgen-; y para entrambas estoy preparada. Partamos.

Y precediendo a Arnaldo, con paso firme se dirigió a la capilla.

Otro aparato, otra pompa y otros festejos debían ostentarse en las bodas de la heredera de la antigua y opulenta casa de Sangumí. El casamiento de su madre, el de su abuela y aun de otros más antiguos, pasaron como un fausto día de eterno recuerdo de los padres a los hijos. Reunión de caballeros, músicas y bailes, danzas para el pueblo, opíparos banquetes y magníficos regalos solemnizaron siempre el acto en que los predecesores habían fijado su futura suerte. La virgen, cubierta de ricas galas, brillante, alegre a la par que modesta, aplaudida, aclamada por un numeroso concurso, arrebatando las miradas de los señores, y deslumbrando a los vasallos; tal se presentara hasta entonces la que aspiró a llamarse señora del castillo y de sus riquezas.

El enlace de Matilde con Gualterio de Monsonís, sabido de todos desde muchos años, hizo esperar un día memorable. La esplendidez que distinguiera a la casa del caballero, la opulencia de ambas familias, su parentesco y relaciones con todos los magnates de la corte, eran poderosos motivos para concebir aquella esperanza. Creyose más de una vez que honraría la boda con su presencia el mismo conde de Barcelona; y entonces ya se deja entender el lujo y la ostentación que con tal motivo se desplegarían. La largueza y la conocida bondad del corazón de Matilde debían mostrarse en tal tiempo con publicidad desusada no eran pocos los caballeros que lo aguardaban para oír las angélicas y ponderadas dulzuras de su garganta, y contemplar con embeleso la gracia y ligereza de su leve planta en la danza. Ninguna diversión, ningún placer debía echarse de menos con tal motivo; y la misma virgen, en medio de las ilusiones de felicidad concebida en otros días, creyérase rodeada de todo aquel aparato solemne; oía los aplausos a su voz y a sus cantares, y repetía su corazón los vítores, las galantes enhorabuenas de los corteses paladines; y la imagen de Gualterio, vestido con rico traje, sobrepujando en estatura a todos los amigos y concurrentes, ensalzado y aplaudido y lleno de gozo y de placeres, venía a contemplar el lisonjero cuadro de tan celestial ventura.

Y ahora, Matilde, en medio de la tempestad, disipadas las ilusiones todas, en el momento en que la naturaleza estaba próxima a dar el último suspiro, era conducida por un hermano cruel al altar de la tétrica capilla, do le aguardaba un hombre aborrecible y odiado con toda el alma, un malvado religioso dispuesto a unirlos para siempre, y dos aldeanos a quienes nunca hasta entonces viera. Al llegar la virgen a la capilla pasó como un relámpago por su entendimiento la idea de la felicidad y regocijo con que un tiempo creyó ser guiada a aquel sitio mismo; y al reconocer con rápida vista la escena presente, hubo de derramar una lágrima, acaso la más acerba que ha bañado jamás el rostro de mortal alguno. Se detuvo repentinamente en el centro de la iglesia; y por última vez volvió los ojos hacia su hermano con una celestial sonrisa, que bastara a conmover a los cielos y a la tierra, si la tierra y los cielos tuvieran sentimiento; mas Arnaldo a quien le sobraba tiempo para recobrar toda bárbara entereza, le apretó la mano y la condujo hasta el altar, a viva fuerza.

-Suéltame -le dijo Matilde-; juré ser esposa de ese caballero, y Dios me da valor para llevar a cabo mi juramento.

Y adelantó tres pasos, hasta colocarse al pie del ara.

Un instante decide de la suerte de los mortales, y sólo un instante fue necesario para fijar la de Matilde. Pronunció el sí fatal, con clara voz y faz serena; mas apenas lo hubo proferido, cuando súbitamente, cual si fuera un cadáver, quedó tendida a los pies del indigno ministro cuyas palabras echaron el sello a su desventura. En el momento de consumarse aquel acceso de barbarie, dijérase que un espíritu vengador de la inocencia había herido de muerte a cuantos estaban en la capilla. Ninguno hizo el menor movimiento por sostener a la desdichada; ninguno alzó los ojos; ninguno dijo una palabra. Arnaldo fue el primero que salió de aquel pasmo, pues a breve rato hubo de mirar a su hermana, y un destello de piedad y de lástima le forzó a interesarse por sus males. Penetrado de la cruel tiranía con ella usada, quiso, si no remediar el mal, pues no era tiempo, socorrer al menos a la infeliz, reducida a un estupor casi absoluto. Confuso, arrepentido y sin atinar a cosa alguna, se dirigió a la puerta de la capilla, para pedir auxilios y trasladar a su víctima a otra parte; mas en el instante de hallarse bajo el arco, y cuando tenía ya el pie sobre el umbral de la puerta, oyose un horrísono trueno, batieron con estrépito todas las puertas y ventanas del castillo, retumbaron las concavidades de la tierra; las cavernas dieron un profundo gemido; dieciséis leguas de distancia, abriose un anchuroso cráter en el Mont-Sacopa, alzáronse a enorme elevación las ardientes materias que mugían en su insondable seno; derruyose todo un costado del castillo de Sangumí; se desplomó la mitad de la capilla, sepultando al orgulloso caballero, y aparecieron a la otra parte de las ruinas, envueltos en polvo y mostrando sus rostros la palidez de la muerte, Gualterio de Monsonís y el padre Armando. Alzose de repente la horrorizada Matilde, se volvió hacia la puerta, vieron sus ojos al director de su conciencia y al desdichado amante; y cubriendo la faz con ambas manos, vino a caerse sobre las ruinas que servían de tumba al cadáver de su hermano. Los dos colonos testigos del matrimonio, el padre Asberto y Gerardo de Roger quedaron pasmados en el mismo sitio que antes ocupaban; las arrugas de su frente, sus enarcadas cejas y sus bocas entreabiertas bastaron para indicar el terror de sus almas y la pérdida total de sus sentidos. Gualterio y el monje permanecían clavados sus pies en el suelo, esperando el momento de hundirse sobre ellos la bóveda del corredor que bamboleaba todavía al impulso del duradero terremoto. Desde lo más alto de los cielos volvió Dios los ojos hacia aquel punto del universo, y quiso conservar la vida de los hombres, para que oyeran la voz del arrepentimiento los unos, y los otros fueran quizá un día más felices.




   Lléname de dolor; corta piadoso
mi vida de una vez, y no cien muertes
me des en congojosa incertidumbre.


CIENFUEGOS.                


Desde los encumbrados picachos donde reposan las combatidas nubes, lánzase deshecha en torrentes la cándida nieve, engrosándose en cada salto; y revolviendo la tierra que sirve de base a las montañas, desciende con estrépito hasta la llanura, juntándose en estrecho cauce, vuela, se precipita lleno de furioso coraje, y brama y aturde, y arranca todo entero el dique en que encerrársela, quiso; arrebatándolo consigo, confundiéndolo entre sus oleadas, tala y anega el país por do atraviesa, hasta tomar la extensión que su orgullo necesita; calla entonces, deslízase majestuosamente, y sigue en silencio su dilatado y pomposo curso. No de otro modo se restableció la calma de la naturaleza una vez diera su espantoso bramido estremeciendo la tierra, arruinando la morada de los hombres, y abriendo el anchuroso cráter10 por donde intentara, al parecer, vomitar su infernal saña. Sosegose el viento, y transcurridas apenas dos horas desde los últimos sucesos, los habitantes de Cataluña gozaban la vista de un sol, pálido, sí y amortecido, mas despejado y brillante en contraposición de la horrenda oscuridad que lo tuvo oculto en los días anteriores; salieron de los lugares de refugio los amedrentados mortales para respirar de nuevo el aire muelle y aromoso de una atmósfera descargada. No había quien no deplorara alguna desgracia irreparable, ora la ruina de su humilde albergue, ora la destrucción de sus propiedades, ora la pérdida de la esperanza de más de un año. Entonábase el Te Deum en las iglesias, y el padre Armando rendía gracias a Dios, salmodiando en la capilla del castillo el hermoso cántico de Débora.

Mientras la virgen de Sangumí, recogida en el lecho, iba tranquilizando la pasada agitación de su espíritu; veíanse, cual dos seres sin alma, cerca de la cabecera, las jóvenes Monsonís y Roger. El padre Asbesto; en pie a las indicaciones de su abad, en un rincón de la estancia, esperaba temblando el momento en que se hiciera averiguación de su conducta; mas por entonces el ánimo del padre Armando, dedicado todo entero a Dios, lejos de dirigir la más leve pregunta a su súbdito, ni sabía siquiera que tan próximo lo tuviese.

Roger vio con horror el aciago fin del caballero Verde: y aquel castigo del cielo fue bastante a despertar en él más humanos sentimientos, haciéndole compadecer a Matilde, y arrepentirse de lo que con dificultad pudiera tener remedio. Temiera el instante de una explicación con Gualterio a conservar en el alma su natural dureza; mas ahora sentíase dispuesto a hacer cuanto de él se exigiera, y a contribuir con todas sus fuerzas y valimiento a anular un matrimonio celebrado bajo tan fatales auspicios. Los dos aldeanos desaparecieron con ánimo de ocultarse a los ojos del amante, venido tan a deshora a la capilla. Vuelta en sí la heredera, miró con disimulo a las personas de su alrededor; y conociendo el trastorno y las desgracias que podía ocasionar una palabra suya dirigida a cualquiera de los dos mozos, esperaba, como sumida en profundo sueño, el instante de quedarse sola con uno de ellos para conducirse según dictaran las circunstancias y los consejos del confesor, quien por entonces era su principal sostenimiento.

Gualterio, entrando en la capilla un instante después de efectuarse el enlace, creyó venir a tiempo de estorbarlo, y malogrado sus deseos, conteníase de atravesar a Gerardo, o de sacarlo al menos del lado de su querida, por deferencia a los males de ésta y a la devoción del padre Armando. Quería el del Ciervo que el monje rompiera aquel general silencio. El pajecillo Rogerio, sentado a los pies de la cama de su señora, inocente, sencillo, incapaz de calcular el efecto de los recientes sucesos, y contento por haberse desvanecido la ira del cielo, callaba también, ya por contemplación a los quebrantos de la heredera ya por respeto a las personas que ley rodeaban. Ismael, clavado en la puerta de la estancia, y con los brazos sobre el pecho; tenía los ojos fijos en el rostro de su amo, esperando una señal para interpretar sus mandatos.

Tuvo fin el cántico del padre Armando, y lo tuvieron otras oraciones cuyo objeto era pedir a Dios el acierto para componer tan graves negocios; el himeneo podía estar ya verificado; y calculando los desastres, que habían de ser funesto e inmediato resultado de una aceleración afirmativa en presencia de los dos rivales, hizo retirarse a Monsonís mientras él inquiría hasta qué punto se llevaron a efecto los planes del difunto caballero. A pesar de la repugnancia del mozo a separarse de su amada, convino con la voluntad del monje, como quien había suscrito ciegamente a sus disposiciones. Ismael salió con su amo, y bajaron al patio a dar el uno y recibir el otro las órdenes necesarias para remediar las desgracias del castillo.

Libre Matilde de la presencia de Gualterio, por cuya tranquilidad se traslucía cuán lejos estaba de conocer su situación verdadera, dio libre suelta a las lágrimas, y estrechó la mano de su director, clavando en él los ojos para pedir algún consuelo, y alejar la vista de Gerardo y del padre Asberto.

-Y bien, hija mía, ¿por qué lloras? -le preguntó el padre Armando-. Desvaneciose la tempestad, y si bien la situación de tu hermano es peligrosa, los remedios, no obstante...

-No queráis alucinarme, padre mío -interrumpió la doliente-; murió Arnaldo, lo sé; pero es esto lo que más intensamente aflige mi corazón. Fue un tirano para conmigo, vos lo sabéis; mas sin embargo, lloraré su muerte, acaecida por desgracia en tal instante, que bien parece le castigó el cielo por haber sido autor de la infelicidad de su hermana.

-¿Qué pronuncias, hija mía? -interrogó el abad con precipitación.

-¿Lo ignoráis? -repuso la virgen- Yo os creía enterado ya de este horroroso secreto. Ved ahí a mi esposo -continuó señalando a Gerardo-; y allá -dijo mirando al padre Asberto-, quien, a pesar de mi llanto y resistencia, nos ha unido pocos momentos antes de entrar vos en el castillo.

Al oír tales palabras cubrió el religioso su rostro con ambas manos, y su espíritu hubo de horrorizarse al considerar las desastrosas consecuencias de que semejante enlace iba a ser fecundo origen. El padre Asberto estremeciose de pies a cabeza con aquel temblor propio del malvado cuyo crimen se ha descubierto; y Gerardo de Roger, fijo en el mismo sitio, no hizo el menor movimiento, porque con fría indiferencia y estupidez estaba pronto a escuchar las reconvenciones del monje, y las amargas quejas de la víctima sacrificada en sus altares.

El religioso rompió el silencio; después de largo rato de serias reflexiones. Quisiera componerlo todo; deseaba alejar a Gualterio; no creía conseguirlo sin que le acompañara Matilde; y hacíase difícil arrancar a Gerardo el consentimiento para la marcha de su esposa. Lo más urgente era entonces explorar el ánimo de Roger; y a ello volvió su atención el venerable sacerdote.

-¿Es posible -le dijo- que un caballero de vuestra edad y de vuestra nobleza haya usado de la violencia para hacerse dueño de una doncella, y más siendo esta doncella la ilustre heredera de Sangumí?

El culpado nada respondía; y un inteligente fisonomista hubiera columbrado en su rostro la vergüenza unida con la confusión y el arrepentimiento.

-Por lo mismo -continuó el anciano, dirigiéndole la palabra-, ¿y no sabías que un matrimonio contraído de esta manera carece de la circunstancia indispensable del mutuo consentimiento? ¿No calculasteis que elevando Matilde de Sangumí sus quejas al soberano de los catalanes sería escuchada y socorrida con la inalterable justicia fija siempre en el corazón del conde? ¿No os constaban sus promesas hechas a Gualterio, la voluntad de los padres de ambos, su antigua correspondencia? ¿Y no temisteis la justa venganza de un rival indignamente ultrajado? ¿No fue bastante a conmoveros el aspecto candoroso de esa virgen, sus ruegos, sus virtudes y su lloro?...

Y el paladín continuaba en silencio, y dando algunos indicios del combate que se trababa en su alma.

-¡Joven imprudente! -prosiguió el abad, con ardor nuevo-: no quiero reputaros por un malvado; complázcome todavía en esperar algo de vuestra reflexión, y aun pudiera no consideraros como el principal delincuente.

-¡No!; no lo fui -exclamó Roger; herido en la cuerda que deseaba hiciesen vibrar dentro de su pecho-: no padre; hacedme al menos esta justicia; no estoy libre de culpa, pero al menos, si, al menos, no me creáis vos ni Matilde el autor de sus desgracias. A pesar de mi amor hacia la heredera de Sangumí, nunca atentara a los derechos de Gualterio de Monsonís a no presentármelos Arnaldo como irreflexiva determinación de la infancia; a no haber allanado él mismo el escabroso camino que debíamos de correr para venir a este punto, si no creyera yo que Gualterio, condenado a sufrir seis años de cárcel, infamado, proscrito, envilecido, era el objeto despreciable para todo el mundo, indigno de aspirar a la mano de tan ilustre virgen, y próximo a ser para ella un hombre aborrecible.

-Vos tratáis de engañaros a vos mismo, caballero -le interrumpió la doncella-, y de alucinar a ese respetable sacerdote: lejos de mí daros el nombre de primer culpado, no; este título le cuadraba a mi hermano, pero vos os hicisteis su cómplice; vos tomasteis una parte muy activa en sus planes; fuisteis testigo de la primera violencia usada conmigo, y la mirasteis pacíficamente; me visteis jurar amor eterno a Gualterio y callasteis; mantuvisteis vuestro empeño después de haberos declarado mi eterno aborrecimiento; presenciasteis el terrible instante en que mi hermano resolvió triunfar de mi entereza; a vuestra vista se hicieron en mi brazo las crueles señales del furor de Arnaldo, y no tomasteis mi defensa, como debierais, por sólo el carácter de caballero; hirió vuestra vista la sangre que brotaba de mis heridas, mis lamentos fueron a vuestro oído; vuestros ojos se fijaron en las lágrimas de los míos, y, sin embargo, vuestro corazón no tomó parte en los tormentos del desvalido. Parecía una doncella frágil, temblorosa, impíamente maltratada; y vuestro corazón no sintió hacia mí interés alguno; ni amor, ni la nobleza de que habláis ahora, fueron bastantes a haberos mostrar amante y caballero. Detuvisteis la espada de mi opresor próxima a cortar mi vida; pero vuestro objeto fue impedir que yo muriera antes de acceder a vuestros deseos, y aún, recordadlo, os ruego, aún tuvisteis valor para manifestarlo en mi presencia. ¿Qué más puedo esperar de vos sino la consumación de mi desdicha? No seré causa de nuevos males: la vida de Gualterio o la vuestra tendrá un fin aciago en el instante de conoceros aquel por esposo mío; pero estad tranquilo: mi labio no lo proferirá nunca. Si os arrepentís de vuestra conducta, si todavía es susceptible vuestro corazón de algún afecto tierno, volved los ojos hacia esta desdichada, miradme, contemplad a vuestra esposa, y ved si os queda valor aún para atormentarla. Penetrad en mi pecho, conoced todos sus pesares, sus angustias; despedazado, oprimido, palpitante, sólo necesita un leve golpe para dar un postrer latido; sea vuestra mano quien lo vibre, libradle al menos de los otros sufrimientos inseparables de la breve existencia que le resta.

-No será -contestó Gerardo-; ni mi boca ni mis acciones os afligirán en adelante. Vedme aquí pidiéndoos perdón de mis errores, de mi conducta pasada; vedme aquí jurando contribuir a vuestra dicha por cuantos medios estén en mi mano; yo no os amaba, lo confieso; mas al saber vuestros padeceres, al mirar vuestro llanto, ¿quién podrá no adoraros? Pues bien convertiré este cariño en favor vuestro: mandadme, disponed de mí; lejos de considerarme vuestro esposo, permitidme ser al menos vuestro caballero, y mis obras estarán sujetas a los mandatos de Matilde. Pueda borrar con mis afanes la cruel impresión que os he causado, y sea al fin un instrumento de vuestras dichas como lo fui de vuestra desventura.

Y el caballero, de rodillas al pie del lecho, inspiraba el interés más vivo; y la joven al mirarlo, hubo de llorar; y el padre Armando de enternecerse.

-Dios premiará vuestras laudables intenciones, noble joven -le dijo, abrazándole-; trabajemos juntos en la felicidad de esta inocente; vos no pudierais esperar amor de su corazón ni tranquilidad en el vuestro. Cededla, pues, a su legítimo esposo; marchemos a Barcelona; hablaré con el soberano, dirigiré los pasos de todos, y quizá se olviden vuestros desaciertos, y os considere como un amigo esta misma mujer a quien habéis sacrificado. Idos solo; Matilde bajo mi custodia y la de Gualterio irá a la corte; destinarala el conde al lugar que le plazca; y si un día, por la intercesión del príncipe, deja de ser vuestra esposa, entonces podrá amaros, y aun concederos un lugar en el pecho do reina su primer amigo.

-Sí, sí, señor caballero -exclamó la virgen, expresando una celestial sonrisa, con los ojos todavía humedecidos-; después de mi esposo a vos amaré como a mi protector, pues será obra vuestra mi ventura. El cielo os ha inspirado lástima, vedme aquí próxima a expirar de dolor; pero vuestras palabras me alientan, mi existencia renace, y aun todavía me atrevo a concebir la esperanza de momentos más felices. Sed vos mi amparo; socorred a la inocencia oprimida; Dios perdonará vuestros errores, y Matilde os amará con la ternura de una hermana.

La joven se había ido incorporando en el lecho, mientras se esforzaba para decir sus sentimientos; pero al fin, vencida por la debilidad, tendiose de nuevo, mirando con aire suplicante a Gerardo y al religioso.

-Tranquilízate -le dijo éste-; Dios ha movido el corazón de este caballero, y no en vano habrá jurado contribuir a tu dicha: cálmate pues, reposa mientras nosotros disponemos cuanto debe conduciros al fin apetecido.

-Sí, sí; padre; yo me sosegaré -exclamó la virgen-; yo reposaré tranquila; mi felicidad está en las manos de ambos, y no pesa el verla colocada en ellas.

-Ante todo, importa -dijo el abad a Roger- que Gualterio ignore vuestro matrimonio, pues de otra manera inútiles serían nuestras promesas y trabajos; la muerte de uno de vosotros fuera el resultado de un inevitable combate. Partid a Barcelona; yo, lejos de abandonar a la heredera, me trasladaré con Gualterio y ella a la capital cuando su salud lo permita. Iremos hacia Balaguer en busca del conde, quien aprobará vuestras rectas intenciones, ayudándonos su protección y auxilio a llevarlas a cabo. Apenas esté Monsonís conmigo, tomad el caballo y salid; éste es el medio más prudente en tales circunstancias, y tal vez el único capaz de salvarnos.

El caballero estaba corrido, pesaroso, verdaderamente lleno de angustia, roíale el corazón la memoria de lo pasado; mas no le agradaba tampoco dejar a Matilde con su amante: juró hacer quebrantar el nudo que los unía, y su alma no se hallaba enteramente satisfecha de generosidad tan grande. Sin embargo, no hubiera medido las armas con Gualterio sino en estrecho lance; y escudado con las disposiciones del padre Armando, no era en su concepto una cobardía huir del riesgo. Prometiendo, pues, ceñirse a cuanto se le mandaba, se separó del abad para aguardar el instante favorable a su partido.

Ernesto de Otranto y los guerreros salidos de Balaguer con el hermano de Casilda habían llegado a las inmediaciones del castillo de Sangumí; mas las ruinas que desde lejos veían no convidaban a introducirse en un edificio, próximo, según las apariencias, a desplomarse totalmente. La orden llevada por Ismael de parte de su amo les decidió a presentarse en el patio, en donde se enteraron de las desgracias sucedidas.

A breve rato, el abad razonaba con Gualterio; y Roger; poniendo en ejecución los preceptos recibidos, emprendió su marcha a Barcelona. El estado de este joven era verdaderamente extraordinario; y en pocos momentos había sufrido una mudanza superior a la previsión humana. Esta mudanza era todavía más terrible en cuanto se comunicó a su alma contra todo lo que él pudiera nunca haber imaginado: la ambición y el interés le movieron a pedir la mano de Matilde; la ambición y el interés sofocaron los débiles destellos de lástima que inspiraban los quebrantos de la virgen; aquellas dos pasiones le hicieron enlazarse con la joven, a despecho de todos los sentimientos humanos; y cuando estaba próximo a gozar de su triunfo, las lágrimas de la doncella, causando viva conmoción en su pecho, trastornaron sus propósitos. Por un cambio extravagante, y que prueba las anomalías del corazón del hombre, no pudo interesarle la virgen al implorar su socorro contra las tiránicas violencias del hermano; y ahora, cuando ya nada podía contrastar sus deseos, amó repentinamente a la heredera; y en el mismo instante sus lágrimas, sus ruegos le forzaron a renunciar a su posesión, con tanto ardor anhelada. Hostigado por aquel fuego, renunció a todo; y quisiera no haber renunciado y deseaba sacrificarse por su esposa, y no podía concebir con tranquilidad la idea de que otro la poseyera, sin hallar tampoco medio de transigir tantos intereses, tantas contrariedades, tantos sentimientos.

Mil veces quiso volver las riendas del corcel para disputar con las armas la mano de Matilde; mil veces siguió su camino con una conformidad para él mismo incomprensible; y otras tantas estuvo tentado de restituirse a su casa sin tomar parte en pro ni en contra en los negocios de la virgen. Complacíase estimando insuperables las dificultades que se opondrían a los deseos de la hermana de Arnaldo; y a lo mejor se le presentaba con los colores más halagüeños la felicidad de aquella inocente criatura, y repetía en su corazón las bendiciones con que su linda boca agradecería los beneficios nacidos de su proceder generoso. No podrían decirse los sufrimientos del desconsolado mancebo en el corto trecho de su ruta, y lejos de recobrar la tranquilidad pisando los umbrales de su casa, allí más y más le agitaron los mismos pensamientos. Entregado a ellos, esperó en Barcelona la llegada de su rival, de su esposa y del abad Armando.

-Vuestra misión está cumplida -decía éste-. Sólo hemos de aguardar que la salud de Matilde permita hacer el viaje, y entonces es fuerza partir a Barcelona.

-Mas, ¿por qué no he de casarme aquí mismo? -interrumpió Gualterio-. Vos podéis unirnos, y yo vuelvo a Balaguer a dar cuenta al príncipe de cuanto ha sucedido.

-Es imposible -insistió el padre Armando-. Don Ramón os prestó su auxilio para que arrancaseis, a la heredera de este castillo, la llevaréis a donde él se encuentra; y os prometió uniros allí, bajo el amparo de su autoridad suprema.

-Es positivo -contestaba el caballero-; pero el conde habló en la suposición de oponerse Arnaldo a nuestro enlace, y no ser factible verificarlo sino a su vista; mas ahora aquel no existe, y no debe esperarse más tiempo, pues cesa la razón porque Berenguer dispuso las cosas de esta manera.

-Las órdenes de los soberanos -repuso el abad- no admiten interpretaciones; y vos debéis ceñiros estrechamente a ellas. Además, cuando todavía suenan en este castillo las últimas palabras del difunto caballero, ¿estimáis cosa razonable celebrar una boda entre vos y su hermana? ¿Qué necesidad hay de manifestar a todo el mundo que la muerte de Arnaldo no es llorada por nadie? ¿Por qué se han de hacer notorios los desagradables secretos de esta familia? ¿Y por qué vuestra boda no ha de ser pública, magnífica, solemne, y cual corresponde a las dos casas? ¿Seríais capaz de alejaros de esta tierra sin dar noticias de voz a vuestro padre, sin recibir su santa bendición, sin abrazar a Casilda, sin rogarle que venga a sostener a su amiga, a consolar sus padeceres, a contribuir a su salud?

-Tenéis razón, padre mío -contestó Monsonís-: he de visitar a mi padre; he de oír de nuevo su consentimiento y traer a mi hermana; mas antes he de ver a Matilde, y castigar en ese mal caballero Roger los tormentos padecidos por mi esposa.

-No queráis aumentar el número de las desgracias -opuso el padre Armando-; Dios ha castigado a Arnaldo, y sólo el conde de Barcelona tiene derecho de imponer una pena al joven cuyas demasías contribuyeron a los males de Matilde. Vos debéis cumplir vuestro destino; y no os es lícito emprender cosa alguna hasta expiar el tiempo o verificarse la condición con que os es fuerza comprar la gracia del soberano. Ni vos querréis matar a Roger como lo hiciera un asesino, ni él venderá su vida tan barata que estéis seguro de salir ileso del combate; y yo no puedo calcular los resultados del enojo de Berenguer si traspasarais los límites de su licencia. En orden a ver a Matilde, ya sabéis que vive; que yo me quedo a su lado; y bien os consta cuanto pudiera agravar su situación un coloquio con su amante. Moderaos, Gualterio amigo; id a recibir la bendición de vuestro padre; haced que venga Casilda, y en breve partiremos para Barcelona, y dejada en ella y en donde os plazca la heredera, es preciso correr a dar noticia al conde de cuanto hemos obrado. Dejad a mi cargo todo este negocio; yo sé cuáles son las intenciones del príncipe, y mi sola guía es el tierno cariño que profeso a esta joven, y el interés vuestro.

Harto sensatos eran los discursos del monje para oponerse el del Ciervo; y aunque le fuera muy doloroso separarse de su querida sin hablarle, hubo de suscribir a esta condición amarga, y tomar el camino de la casa de su padre, con tanto más motivo cuando no sabía si los desastres de todo aquel territorio pudieron haber alcanzado el castillo de Monsonís; partió, pues, con Ernesto, dejando a Ismael con encargo de avisarle cualquiera novedad que allí ocurriera.

El padre Asberto al ver ejecutarse todas estas operaciones, cuyo resultado había de ser dejarlo sólo con su superior, temía más y más el instante de ser requerido para darle e trecha cuenta de su conducta. No le hizo esperar mucho el abad, pues el mismo día en que emprendieron los dos caballeros las distintas rutas que hemos visto, le llamó a uno de los aposentos de la casa de Matilde. No se traslucían en su semblante el ceño ni el enojo; al contrario, indicaba serle muy molesta la conferencia, y más bien se le creyera dispuesto a compadecer y a perdonar los extravíos del súbdito, que a ordenarle severo castigo.

En disposición bien diversa se presentó el hipócrita monje. Cubierto de mortal palidez, girando con espanto sus torcidos ojos y con la cabeza inclinada al suelo, bastaba verle para considerarlo coma un delincuente, cuyo descubierto crimen iba a ser castigado por un prelado severo. Detúvose en la puerta de la estancia sin alzar la vista hacia su juez, ni hacer el menor movimiento capaz de indicar que existía.

-Sentaos, padre -le dijo el abad-, y responded sincera y brevemente a mis preguntas. ¿Qué objeto os trajo a este castillo?

-El deseo de salvar el alma de Matilde de Sangumí.

-¿Y quién os encargó misión semejante?

-Rogome que lo hiciera el caballero Arnaldo.

-Vos solicitasteis mi beneplácito para visitar a vuestros parientes, ¿cómo os encuentro, pues, en este lugar tan distinto del otro a que debíais encaminaros?

-En Barcelona hallé a Arnaldo; me pidió que viniese a su castillo; y tratándose de la salvación de un alma, no vacilé un punto en cambiar mi ruta.

-Me son conocidas todas vuestras intrigas; sé, uno por uno, todos vuestros pasos; las conversaciones que habéis tenido, las personas con quienes os rozasteis, los planes que concebisteis, los consejos que de vos se recibieron, y hasta vuestras ideas que son notorias, porque las obras las ponen de manifiesto. Mi espíritu se estremece al reflexionar lo que habéis hecho en este día; y mi entendimiento puede apenas concebir la enormidad de vuestro delito. ¿Conocéis, padre Asberto, toda la importancia de los sucesos que deben ser su necesario resultado? ¿Podéis reflexionarlos un momento sin horrorizaros, sin quedar confundido, y abominar vuestro crimen; confesarlo, volver a Dios vuestro corazón, y derramar lágrimas de sangre implorando su misericordia? Vos abusasteis indignamente del augusto carácter del sacerdocio; habéis entrado en el templo del Señor con la conciencia cargada de un enorme crimen; habéis visto las lágrimas, el dolor, los esfuerzos de Matilde; conocíais su inocencia, sí, la conocíais cual su mismo hermano; erais testigo de la crueldad con que era arrebatada al lugar del sacrificio; y no habéis alzado vuestro brazo amenazando con la venganza divina al injusto y tirano caballero que abusaba de la debilidad y del estado de su hermana. En lugar de tender la mano al caído para que se levantara; en vez de ensalzar al humilde, os habéis conjurado contra él; armasteis un lazo en que diera el último tropiezo; y despreciando la cólera del cielo, en medio del horroroso estruendo con que el Señor amenazaba a los malvados, vos mismo no dudasteis en bendecir, en nombre de ese mismo Dios, a quien estabais ultrajando, una unión forzada, un lazo violento y cruel que debía traer desventuras sin término sobre la víctima inocente.

Detúvose al llegar aquí el abad; recorrió en un punto todos los horribles sucesos que podían ser efecto de aquel matrimonio; y se apoderó de su alma un terror espantoso, que bien se traslucía en las arrugas de su frente, en la contracción del rostro, y en su extraviada vista. El padre Asberto nada contestaba; desde que el abad empezó a reconvenirle, había fijado sus ojos en el suelo; y aguardaba todavía la misma postura, efecto, no de humildad ni de remordimiento, sino de desazón con que oía las reprensiones del prelado. Maldecía el momento de su entrada en el castillo, no porque se arrepintiera de lo hecho, sino porque la venida del abad le auguraba desagradables castigos y la subitánea muerte de su protector grandes quebrantos en premio del trabajo empleado en su obsequio. Gualterio había desaparecido, y por entonces podía contar con un enemigo menos; así, resuelto a sufrir cuanto al abad le pluguiera decirle, callaba, ya porque nada era capaz de contestarle, ya porque, guardando un constante silencio, se acabaría más pronto el interrogatorio comenzado:

-No sé -dijo el padre Armando- si os causan sensación mis reconvenciones; debieran causárosla; pero no me es dado penetrar en vuestra alma, ni comprender sus afectos. Si al presente no calculáis cuántos daños habéis acarreado, lo haréis dentro de pocos días; y confío también que Dios tocará vuestro corazón, concediéndoos su gracia para que reconozcáis vuestras faltas, las confeséis y os sintáis arrepentido. Si tal hicierais, la infinita misericordia del Señor podrá alcanzaros; y si vuestra vida ha sido poco ejemplar hasta ahora, compensen al menos sus últimos años lo perdido en los ya pasados. Los graves sucesos de este castillo, y la mucha prudencia y meditación que exige el buscarles remedio, ocupan sobradamente mi espíritu para poder dedicarme, según debo, a convenceros, y a lograr la abjuración de vuestros errores; mas será mi primer cuidado cuando el soberano me conceda volver al monasterio. Id vos allí al momento; y, encerrado en vuestra estancia, preparaos a la oración y a la penitencia con que debéis implorar la misericordia del cielo. Marchad, padre, marchad luego a nuestra santa casa; en ella se os recibirá sin prevención alguna. Nada refiráis de lo acontecido; y a mi vuelta procuraré conduciros, con la ayuda de Dios y de nuestro santo fundador, por la única senda que a vuestra salvación le queda.

Bendíjole el prelado, y le acompañó hasta la puerta del castillo, desde donde mandole nuevamente dirigir sus pasos al monasterio. Allá se encaminó el malvado lleno de confusión y de temores, aguardando con no pequeña zozobra la llegada del austero Armando.

Ileso salió de la tempestad el castillo de Monsonís. Romualdo la contempló con aquel temor natural en el hombre, reas con la resignación y la conformidad del justo. Casilda, pusilánime de suyo, y a quien afectaban en gran manera los pequeños accidentes, cual sucede a todas las personas de su temperamento, había pasado los tres días más fatales de su vida. Al arribo de Gualterio todavía estaba el castillo lleno de gentes, pues acudieron a aquel robusto edificio a buscar un asilo que no ofrecían las casas de la aldea. Casi todos los vecinos rodeaban al caritativo Romualdo y a su hija; todos juntos habían alzado las manos al cielo, y la tormenta perdonó al territorio entero. No dejaron de acaecer desgracias; mas eran de poco momento comparadas con las de otras partes. La presencia del hijo alarmó al cuidadoso anciano; mas sabido el motivo de la visita, abrazole tiernamente, y sus lágrimas bañaron el rostro del amoroso mancebo. Contó los trastornos del castillo de su amada, la muerte de Arnaldo, los planes del abad y las disposiciones tomadas para mostrar al conde con cuánta escrupulosidad se obedecieron sus mandatos.

Todo la aprobó Romualdo; y hubo de abrazar nuevamente a su hijo elogiando la bizarría de que dio clara muestra en la empresa de Balaguer. No fue Casilda del mismo dictamen; pues reputó la cosa por sobrado arriesgada, y a don Ramón por muy exigente. Tampoco convino en que Matilde y Gualterio se dirigieran al instante a Barcelona, pues, a su entender, lo primero era casarse; y en todo caso, para no irritar al soberano, ocultar el matrimonio hasta conseguir su permiso. Temía la doncella que se cruzara algún inconveniente capaz de trastornar otra vez la ventura de los jóvenes, y parecíale más acertado asegurar el partido. De su dictamen fuéramos nosotros a ignorar los sucesos de Sangumí; mas ella que nada sabía, lisonjeábase de convencer al padre Armando para que uniera a los jóvenes antes de marchar a la capital. Reíase Romualdo del atolondramiento de su hija; y al fin le impuso silencio, haciéndole entender con cariñosas palabras el desacierto de sus planes.

No hubo dificultad por parte del anciano en que Casilda se trasladase al lado de Matilde, para consolarla y prestarle oportuno auxilio; mas exigió, como condición indispensable, la presencia de Gualterio para compensar la falta de la doncella. En efecto, fue a Sangumí, y como no había secreto alguno entre las dos señoritas, no transcurriera una hora de su llegada cuando estaba ya en todos los pormenores de lo sucedido, y confundía sus lágrimas con las de la heredera. Consolábanse con el abad, cuya prudencia y recto juicio las infundía una confianza que no desvaneció el monje, pues bien se le alcanzaba cuanto podía contribuir al restablecimiento de la hermana de Arnaldo.

Ismael, taciturno y sagaz observador de cuanto pasaba en el castillo, no podía adivinar la causa de tantas lágrimas, de tantas reservas; y, sobre todo, traíale inquieto la ausencia de su amo, obra, en su concepto, del padre Armando. Varias veces oyeron al del Ciervo hablar en mal sentido del padre Asberto; y su precipitada huida le indicó que no deseaba encontrarse mano a mano con Gualterio. Roger se había marchado solo, camino de Barcelona; Monsonís no parecía, y la hermana se presentó sin ir acompañada del mismo. Todos estos accidentes, para él inconciliables, no le hacían concebir lo que allí estaba pasando; mas eran bastantes para indicarle que se trataba de alejar a su señor, amén de ocultarle algún asunto importante. Su religión y su traje eran poderosos obstáculos para sacar fruto de sus pesquisas: todos los criados del castillo le miraban con prevención; y sólo el favor de su amo era capaz de ponerle a cubierto de las burlas y picantes sarcasmos de los servidores de Sangumí. No obstante, resolvió no perder un ápice de los sucesos; y tomar el caballo hacia Monsonís en el instante de ver alguna cosa contraria a la voluntad del cruzado.

Desvaneciéronse sus recelos a los seis días viéndole parecer de nuevo. En efecto; Matilde ansiaba salir de aquel angustioso estado; y el mejor medio era, sin duda, partir para Barcelona, y separarse de su amante, dejando a la prudencia y dirección del confesor las operaciones sucesivas. No ya restablecida de sus padeceres, cuyas señales impresas en su delicadísima constitución nunca jamás se borraron, pero sí en estado de hacer el corto viaje hasta la capital, quiso verificarlo con Gualterio. Casilda volvió al lado de su padre; Ernesto y los caballeros salidos de Balaguer con Monsonís, volvieron al ejército del conde; y la heredera, acompañada de su amante, del abad y de Ismael, dirigiose a la ciudad, a buscar grato refugio contra tantos y tan terribles azares.




Fora della corazza il lato praneo
E di venire al cor trova la strada


ARIOSTO.                


Al contemplar a Ismael en la puerta del monasterio de San Pedro de las Puellas, dijérase que le habían clavado en aquel sitio. Sus brazos estaban en cruz sobre el pecho, sus ojos clavados en el suelo, y la mano derecha se le escurría bajo el mango de la daga colocada en el cinto. Sin mover absolutamente la cabeza, dirigía sus miradas de reojo hacia el patio del monasterio, por donde esperaba ver salir a su amo. El último soplo de la brisa de aquel día agitaba de tanto en tanto el chal, arrollado en su cuello; y aunque tal vez la punta le azotara el rostro, a semejante incomodidad no quería darle importancia. Seguro de que los dos caballos arrendados a una reja no podían soltarse, oíales patear y rebullirse con la mayor indiferencia. Los habitantes de la ciudad que, concluido el trabajo, íbanse a sus casas, dirigían una mirada al sarraceno, registrando su traje, y exclamando acaso: «¡Un moro!»; y diciendo cuánto les chocaba verle cabalmente en la puerta de un convento de monjas.

De sobrado interés era el negocio que Ismael revolvía en su cabeza para observar entonces cosa alguna. Al partir Gualterio de casa a fin de visitar a Matilde, colocada por de pronto en el monasterio de San Pedro, le dio orden de estar allí con los caballos cuando anocheciera; mas el paje, resuelto a comunicarle las noticias adquiridas el día mismo, no supo aguardar el momento de la cita, y marchó tras del cruzado. A la sazón había hora y media que esperaba, conservando la misma postura, y consumido de impaciencia. Al indicar el toque de la campana el instante de cerrarse las puertas del virginal retiro, separose el del Ciervo de su querida el ruido de la armadura, restallando en el patio, hizo salir de su inmovilidad a Ismael; y corrió ligero hacia los caballos, a fin de presentar las riendas a su señor.

-Salgamos de Barcelona -exclamó éste-: necesito respirar el aire libre antes de meterme en mi habitación a discurrir con el padre Armando.

-Si al servidor -observó el paje- le fuera lícito platicar ingenuamente con su amo, le diría que a otra cosa mejor pudiera dedicarse esta noche.

-Habla cuanto quieras -repuso el cruzado-, pues quizá alguna de tus ocurrencias me aproveche. ¿Cómo juzgas que pudiera emplear mejor la noche?

-Haciendo todas las diligencias necesarias para encontrarnos con el caballero Gerardo de Roger, y matándole en el mismo instante del encuentro.

-Ése es el modo con que a ti te place deslindar todos los negocios; espero dar ese golpe; mas todavía no es tiempo.

-Si lo matarais allá en Asia, no hubiera estorbado ahora vuestros proyectos.

-No alcanzo qué razón te hostiga para hablar en tales términos contra aquel caballero. ¿Recibiste acaso algún agravio de su parte?

-Si así fuera, lejos de mí encargaros a vos la venganza; pues si bien las costumbres de esta tierra me vedan poner las manos en hombre de su clase, allá en la mía no se conocen diferencias; y en la ciudad, en el desierto y doquiera puede un discípulo de Mahoma tomar satisfacción de un ultraje, sin atender a la calidad de la persona de quien lo recibe; mas vos sois un igual suyo, y por lo mismo os es dado vengaros.

-Tú me encubres algo; y ya sabes cuánto me disgustan los enigmas y vuestro embrollado lenguaje, entre cuyas frases es imposible columbrar el sentido de vuestros discursos.

-El servidor lo echará a un lado acomodándose al de su señor, para decirle que, cuando el terremoto arruinó la mitad del castillo de Sangumí, el padre Asberto acababa de casar a Gerardo de Roger con la señora, en la misma capilla donde todavía los hallasteis.

Gualterio paró de repente el caballo, al oír tales palabras; retuvo el aliento, abrió los ojos para mirar de hito en hito a Ismael; y en aquella actitud dijérase que los movimientos de su cuerpo y las sensaciones de su espíritu habían quedado absolutamente suspendidas. El agareno, sospechando que su amo dudaba, exclamó en tono firme y desusado:

-La verdad sale de mis labios, señor. El padre Asberto los ha unido para siempre: quitad la vida a vuestro rival, y la de ese viejo será víctima de mi mano; y mientras decía arrancó el puñal de la vaina, agitábalo en la diestra, y con la izquierda volvía las riendas del caballo, indicando al del Ciervo con la cabeza y los ojos que al punto se encaminaran a la ciudad para ejecutar su amenaza.

El ardor del paje tornó en su acuerdo al caballero; quien, derecho sobre los estribos, y empuñando la cruz de la espada, gritó, lleno de coraje:

-Sí; de mi mano morirá.

Y sin hablar más palabra, con la rapidez de su furor volaron a la casa de Vilamala.

El espíritu de espionaje, innato en el hijo del desierto, y su ardiente deseo de ser útil al paladín, excitáronle a no perder la menor coyuntura a fin de penetrar los misterios que entreviera en el castillo. El pajecillo de Matilde, si bien no asistió al matrimonio de su señora, estuvo perennemente en su estancia mientras con su acuerdo trazó el padre Armando los planes ya referidos. El traje de Ismael era suficiente para llamar la atención del niño y aproximarle al sarraceno: no se le ocultó a éste la poca reserva que con Rogerio se tenía, ni cuán fácil era obtener alguna explicación de su poca edad e inexperiencia. Su deseo fue satisfecho, pues el pajecillo a trueque de manosear al forastero, de reconocer su vestidura y de ir con él a caballo, revelárale el más importante secreto.

El interés por las cosas de Monsonís supo diestramente el mahometano hacerlo entender a la buena Elena, en términos que, no ya inquiriendo, sino afectando estar en todos los pormenores, confirmole la anciana servidora de Matilde cuanto le sonsacó al paje. Calculaba por lo mismo que al llegar a Barcelona ventilarían el negocio Gualterio y Roger con las armas en la mano, creyendo a su amo sabedor de todo; mas como luego de entrados en la ciudad observó la conducción de Matilde al monasterio de San Pedro, la falta de Roger, y en especial las disposiciones de Monsonís para dirigirse a Balaguer, su índole furiosa y vengativa no podía transigir con la calma del hijo de Romualdo.

Por de pronto, si el padre Asberto se hubiera presentado a su vista, tomárase él la libertad de darle el pago de sus maldades, y no sé decir si, en caso de encontrarse con Roger, se habría contenido. Su carácter indómito y feroz le presentaba la muerte de un hombre como materia muy liviana, mientras era para él inconcebible el verse ultrajado impunemente. Con el objeto de entender por qué el guerrero observaba tan diversa conducta, le dirigió la palabra al salir del monasterio; y como de sus contestaciones dedujo que nada sabía, no vaciló un instante en referírselo todo, tanto más gustoso cuanto comprendió ser la tranquila paz de su mano efecto solamente de ignorar el verdadero estado de sus negocios. Lleno de contento por ver al cruzado dispuesto a ejecutar la venganza que él reputaba por el más lisonjero placer del alma, llegó a la casa de Vilamala harto más satisfecho que de ella saliera dos horas antes.

Desde el campamento de Balaguer envió el conde don Ramón al joven Ernesto de Vilamala a Barcelona, con orden de que al llegar a ella Gualterio lo condujera al ejército. Ignoraba Berenguer si se había efectuado el enlace de Matilde con Gerardo; mas sabiendo de antemano los proyectos de Arnaldo, la permanencia de Roger y del padre Asberto en el castillo de Sangumí, y como quien conociera todos los contratiempos capaces de retardar el viaje de Monsonís, recelaba con fundamento que pudiera llegar tarde. Estimaba la prudencia y el talento del abad bastantes a contener los primeros arrebatos del amante, a lograr separarlo de Roger, y a conducir a Matilde a Barcelona; pero bien se de traslucían los riesgos de la concurrencia de ambos mozos a la capital, y la actividad con que era preciso volver a Gualterio al ejército, antes de darle tiempo para vengarse del esposo de su amada; si ya Roger había adquirido este título. La amistad de Vilamala con Monsonís le indujo a encargarle esta misión, cuyo desempeño prometió el joven con la exactitud y presteza que los deseos del soberano reclamaban.

Desde el día anterior esperaba en Barcelona cuando llegó Gualterio, y como al otro fue acompañada Matilde, y a su amigo ningún negocio le detenía, fijó él la partida para la mañana siguiente a la tarde en que Ismael descubriera a su señor el funesto matrimonio de la heredera.

De ella se había despedido el amante, y en su plática permitiose Matilde un lenguaje imperdonable en su estado a no tener por objeto ocultárselo al mancebo. Apenas se presentó en la casa de Vilamala, dedujo éste por su rostro que algún grave pesar le tenía agitado.

-Tú no estás tranquilo, Gualterio -le dijo-, no puedo creer sea causa de tu desazón el deberte separar de Matilde, mucho menos cuando el conde aprobará tus acciones, acortándote su licencia para volver a unirte con ella; otra cosa es, pues, la que te trae apesadumbrado: ábrele el pecho a tu compañero de armas.

Pocas palabras le bastaron para dar cuenta a su amigo de cuanto por Ismael supo, y menos todavía fueron suficientes para comunicarle el furor encendido en el corazón del burlado amante.

-Sí; debes vengarte esta noche misma; pues no hay medio de retardar nuestra marcha a Balaguer sin incurrir entrambos en la indignación del príncipe. Sabemos la casa de Gerardo; antes de las nueve, sale de ella todas las noches para visitar a Eustaquio de Vilaplana, enfermo en el palacio de los condes. El trecho es corto, y hemos de reconocerlo para elegir en él el punto más solitario. La hora está cercana, y la menor dilación pudiera inutilizar nuestros Planes: no nos queda el recurso de esperar la salida, pues muchas veces no la verifica hasta la siguiente mañana. Vamos, Gualterio, combate cuerpo a cuerpo y fe de caballero con ese indigno amigo de Arnaldo de Sangumí, y si la desgracia ordena tu vencimiento, muere con la certidumbre de que te vengará la espada de tu hermano de armas. Si esta noche se frustrare nuestro proyecto, a la madrugada vendrás conmigo hacia Balaguer, difiriendo para mejor ocasión el cumplimiento de tus deseos; esta promesa te exijo.

-La tienes; partamos -exclamó Gualterio.

Y armados con el puñal y la espada, salieron de casa entrambos mozos, dirigiéndose con estruendoso paso hacia el camino que debía llevar el odiado caballero. Cruzaron aprisa la plaza del palacio, vinieron por delante de la torre del vizconde, dejaron atrás la bajada de la cárcel; y acababan de atravesar la cercana plazuela de las Coles, para encaminarse a la iglesia de San Justo, a cuyas inmediaciones estaba la casa de Roger, cuando Vilamala detuvo a su compañero.

-Éste es el sitio -le dijo- en que debes derramar su impura sangre; ya se ha ejecutado aquí más de una venganza; detengámonos también nosotros en este lugar, propicio a los ofendidos, y funesto para los malvados.

Cogiéndole del brazo, trajo a Monsonís hacia el ángulo de la plaza que deja a la derecha quien viene del palacio; y señalándole con el índice una piedra metida en la tierra, y asomada como cosa de un palmo sobre el nivel de la misma.

-Mira esta piedra -le dijo en tono grave-: contémplala, Gualterio, y contémplala con satisfacción y con deleite. Fue testigo de una venganza terrible, y no en vano la habremos escogido para que lo sea de la tuya. Acércate, inclina tu cuerpo, baja la cabeza, reconócela minuciosamente; y repara si el último vislumbre del crepúsculo te deja entrever aún las señales que acreditan cuanto acabo de decirte.

Inclinose Gualterio: mirola con atención, registráronla sus ojos y sus manos; mas no pudo distinguir en ella el menor rastro de lo que su amigo le anunciaba.

-No te entiendo -dijo a Vilamala-: no veo cosa alguna capaz de aclarar tus enigmáticas palabras. ¿Qué puede haber acaecido en este sitio, y cuál delito se expió sobre esta piedra?

-Si el sol nos alumbrara -contestole su camarada-, reconocerás aún la última sombra del raudal de sangre que sobre ella se derramó hace doscientos setenta y cinco años. La techumbre de la casa inmediata defiende la piedra de las lluvias; y los siglos no han querido borrar las huellas del trágico fin de un tirano. Wifredo I, conde de Barcelona, fue acusado de infidelidad ante el emperador Carlos el Calvo por Salomón, conde de Cerdaña, Requerida Wifredo, hubo de presentarse en la corte de Carlos a desfacer la injuria con que su lealtad fue mancillada: mas un insulto recibido en el camino le obligó a sacar la espada y a dar muerte a uno de los conductores, cuyos compañeros le vengaron acabando con el conde al estar ya cerca de la residencia del emperador. Wifredo II, llamado el Velloso; había seguido a su padre; y después de pasar los primeros años en la corte de Carlos, le condujeron a la de los condes de Flandes. El año ochocientos setenta, cuando Wifredo tenía dieciocho de edad, enviáronle a Barcelona con el hábito de peregrino, para que consolara a su madre, la desgraciada viuda Almira, gimiente con los demás catalanes bajo el despótico yugo de Salomón, cuya acusación cobarde fue premiada con la gerencia del condado. Algunos varones leales a la familia de Wifredo, engendraron el odio en el corazón del mozo, moviéndole a la venganza. El tirano había venido de Cerdaña hacia el año ochocientos setenta y uno: y sabiendo el joven Wifredo, que a la sazón se paseaba por la ciudad, rigiendo poderoso caballo, en compañía de alguno de los suyos, salió de palacio a rostro descubierto, en unión con sus valedores; y tropezó en breve con el autor de las desdichas de su familia. Desafiole, a fuer de honrado caballero; y apenas habían puesto mano a las espadas, cuando el hijo de Wifredo atravesó con la suya el pérfido corazón de su contrario. El mundo desapareció a la vista del tirano; y cayéndose del caballo se estrelló la cabeza contra esta piedra misma que tientan tus manos.

Gualterio las apartó involuntariamente de ella al oír las últimas palabras de su amigo.

-Aquí, aquí mismo yació insepulto el cadáver, por espacio de tres días, mientras los catalanes pugnaban por las calles, con las armas en la mano, protegiendo unos a su joven príncipe, y procurando otros vengar la muerte de Salomón. Hubo de triunfar el partido de la justicia; y Wifredo el Velloso ocupó el lugar de su malogrado padre hasta el año novecientos doce11, en que le plugo a Dios llamarle a mejor destino. Desde entonces, nadie por aquí pasa sin volver los ojos hacia este rincón de triste agüero; los padres cuentan a sus hijos la horrenda tragedia; y este lugar es mirado como el ara de las venganzas. Hágase, pues, en ella el sacrificio del rival tuyo, y tengan los malvados otro motivo de temblar al solo recuerdo de esta plaza.

-Caiga, pues -exclamó Gualterio, furioso, acercándose otra vez al ángulo que de continua le indicaba Vilamala-: caiga el cuerpo del cobarde atravesado por este acero; estréllese su cabeza contra la piedra fatal a los malvados. Renuévese en este sitio la antigua venganza de Wifedro y recobre yo a mi perdida esposa, como él lo hizo del usurpado cetro de su padre.

Requirió Monsonís la espada y requiriola su amigo; y sin decirse más palabra, quedáronse cual dos estatuas fijos en el mismo sitio, con un pie cada uno sobre la piedra, y clavad a la vista hacia la desembocadura del callejón por donde había de cruzar el desapercibido Gerardo. La noche había ya cerrado, atravesaban la plaza soldados y caballeros; y en medio de la oscuridad no eran vistos por nadie los dos irritados mancebos, que mientras, distinguían desde su puesto a los transeúntes, no cesaba de maldecir en silencio la tardanza del odiado enemigo.

Observado por Ismael el súbito furor de su amo y de Vilamala, y la repentina salida de entrambos sin llevar pajes ni escuderos, sospechó que el objeto de ella no podía ser pacífico. A no preciarse de ciego obediente de las órdenes de Gualterio siguiérale él con mucho gusto, ora por espiar su correría; ora por tomar parte en sus intentos, si eran de sangre, como imaginaba; mas no se atrevió a dar semejante paso; temeroso de su indignación.

El respetable padre Armando, que a la madrugada siguiente debía partir a Balaguer con los dos caballeros, fue a despedirse de Matilde, y a confortarla apenas la dejara su amante. Oída la minuciosa relación de cuanto entre los dos había pasado, aprobó la prudente tolerancia de la heredera, tranquilizó sus temores, hízole esperar un buen resultado de sus planes, bendíjola con ternura; y la dejó bastante consolada. Roger convino en no verla hasta que por la vuelta del abad supiese sí aún le era lícito reputarla como esposa, o si había llegado tiempo de cederla al rival más dichoso. La conversación del monje fue breve; y salidos apenas Gualterio y Vilamala de la casa de éste llegó a ella el abad, satisfecho del aspecto que iba tomando aquel negocio.

Las noticias de Ismael causáronle grave trastorno, pues el agareno no le ocultó la conversación tenida con su amo; y tales antecedentes le hicieron adivinar al religioso el objeto de la nocturna salida. Sin embargo, había mandado a Gerardo que se mantuviera oculto mientras la permanencia de Monsonís en Barcelona; y esto bastara a tranquilizarle a no creer a los dos irritados mozalbetes muy capaces de ir a la casa del mismo Roger, y provocarle en ella a singular combate. Lo más prudente le pareció dirigirse a aquel lugar con el fin de contenerlos, si era tiempo, o buscar remedio, si aún lo tenían los males que ya hubieran sucedido.

Al cruzar la plaza do esperaban los dos guerreros, fue visto y conocido por ellos, y aun llegaron a sospechar el objeto que le guiaba: Gerardo estaba en casa, sin ánimo de marchar de ella, y por lo misma diole a entender el religioso, que el objetivo de su visita ora sólo recordarle sus promesas y afirmarle en ellas. En breve deshizo el camino andado, y entonces ya no les quedó duda a los dos cruzados de que había ido a la casa de su contrario. Dejáronle pasar tranquilamente, y sin embargo de semejante contratiempo, continuaron ocupando el mismo sitio con la confianza siempre de que más o menos tarde se dirigiría Gerardo a palacio. Corrían con lentitud las horas de la noche; y hacia el fin de ella observábanse ya en los dos amigos visibles señales de juvenil impaciencia.

-Ya no vendrá -dijo, al fin, Vilamala-; y la madrugada está cerca y es indispensable marcharnos.

-He aquí -exclamó Gualterio- lo que son los cobardes: el padre Armando sospechó nuestro intento y ha corrido a avisarle; y él, como mal caballero y hombre villano, se encerró en su casa y allí estará todavía cuando nosotros nos hallemos ya en el campamento de Balaguer.

-Es fuerza reunirnos al conde -repitió Vilamala-: van disipándose las tinieblas; y con dolor de mi cerrazón hemos de abandonar este sitio.

-Juzga tú cuál será el del mío -repuso Gualterio-; mas Dios lo permite así; corramos a nuestro deber: un día vendrá en que yo tome venganza de ese malvado, y debe ser en este lugar mismo.

-O en otro, si antes de dar la vuelta se te presenta favorable coyuntura -exclamó el compañero-. Hoy había deparado este la fortuna; pero más adelante puede ofrecer otro cualquiera, y todos son oportunos, y lo son todos los tiempos, cuando se trata de lavar una afrenta.

-Todos -gritó Gualterio-; y no me ha de faltar uno a gusto mío: Partamos.

Y con prisa desatinada atravesaron las mismas calles para restituirse a la casa de Vilamala.

En la esquina de la plaza del palacio volvieron simultáneamente los ojos hacia atrás, por si se hubiere presentada Gerardo; mas viendo que en todo aquel trecho no había persona alguna, echáronse una mirada de inteligencia, unieron sus manos; y antes de una hora abandonaban ya la capital, para presentarse al conde de Barcelona en el campamento, desde donde amenazaba la existencia de Abil-Zara y de los suyos.

El padre Armando no dio muestra alguna de saber lo sucedido en la pasada noche; y los dos jóvenes, por su parte, guardaron profundo silencio, pues bien conocían que su intento no debía merecer la aprobación del monje. Caminaba Ismael detrás de todos, procurando arreglar en su mente tantos y tan raros sucesos. Iba compañero suyo el paje de Vilamala; y a decir verdad, sospechamos que prefiriera ir solo, pues, como cristiano neto y de los de cuño antiguo, no le hacía maldita la gracia el roce de un musulmán. Forzado, no obstante, a estar cerca de él, no daba indicios de displicencia; pero sí tenía resuelto en su interior no hablarle en todo el viaje. Dábasele poco al ismaelita de semejante taciturnidad, análoga a su carácter, mucho más cuando él tenía humos de hombre pensador y dispuesto a todo, mientras reputaba a los pajes y servidores de los caballeros por entes de más baja esfera e incapaces de empresa alguna. Los cinco viajeros iban callados y veloces, pues harto les convenía a los tres de delante estar muy luego al lado del soberano.

La narración de Casilda conmovió de veras a Romualdo, y le hizo convenir con ella en orden a que el negocio debía tener un fin aciago, y capaz de costarle la vida a su hijo. Por de pronto, no le ocurrió al anciano otra persona de quien valerse que Santiago. Gozaba de mucha consideración en el castillo; había frecuentado la corte con su amo, y por otra parte no era menguado en término de no podérsele encomendar un negocio de importancia. Enviole, pues, el señor de Monsonís a Berenguer con las instrucciones y escritos indispensables a su objeto, reducido a suplicar al magnate que contuviese a Gualterio, e interpusiera su poderoso influjo para conseguir la invalidación del matrimonio de Matilde y dársela a su hijo por esposa. Mientras el del Ciervo salía de Barcelona, se encaminaba Santiago al campamento de Balaguer, a desempeñar su comisión minuciosamente explicada, y mil veces repetida.

Quien penetrara en el monasterio de San Pedro de las Puellas, creyera, al primer golpe de vista, que Matilde era una princesa reclusa allí, como en un lugar de refugio, por alto destino. Dos religiosas: estaban destinadas para acompañarla de continuo; la respetable abadesa se desvivía por complacerla; y todas las restantes vírgenes rivalizaban en celo por servirla y consolarla: tanta solicitud y tantos esmeros, lejos de causar algún alivio al afligido pecho de la señora, atormentábanla doblemente, porque carecía de libertad para desahogar sus quebrantos. Aquel corazón con tanta dureza macerado, necesitaba arrancar profundos y dolorosos gemidos; sus ojos tenían precisión de verter abundantes lágrimas, érale indispensable postrarse ante Dios para reclamar su compasión y su socorro; y la presencia de tantos testigos ofrecía para todo esto un obstáculo invencible. Durante el primer día estuvo sujeta a las disposiciones de la abadesa; y cuando esperaba el silencio de la noche para entregarse libremente a sus ideas, al llanto, a la desesperación que la devoraba, vio parecer en su estancia a una joven hermana de obediencia; con orden de guardarle el sueño, y de entretenerla en caso de no poder conciliarlo. Al siguiente día, con repetidas súplicas, consiguió quedarse sola al anunciar la campana la hora del retiro, y no bien saliera la última monja deseándole para la noche un descanso que estaba muy lejos de su conturbado espíritu, dejose caer Matilde en el taburete inmediato a los pies de la cama. Tendió sobre ésta su fatigada cabeza; y después de un largo y profundo gemido, empezaron sus ojos a derramar el copioso llanto, retenido desde el instante en que abandonó la morada do había pasado su dichosa infancia. Su corazón logró algún desahogo; respiraba más libremente; habíase aligerado la enorme fatiga, cuyo peso la tuvo postrada durante tantos días.

La media noche transcurriera cuando los ojos de la desdichada virgen derramaban todavía acerbo lloro; pero su dolor era más recio que en los primeros momentos de quedarse sola. Satisfecha la urgencia de la naturaleza, habíala traído a la memoria el silencio de la hora su situación verdadera; y las lágrimas entonces ya no bastaron a calmarla. Al recuerdo de su enlace y de la precisión a renunciar a Gualterio, desvanecíase como un soplo la aparente tranquilidad de su espíritu. Las esperanzas de padre Armando pudieron lisonjearla un instante, es decir, aquél en que creyó no existir para ella remedio alguno, pues cuando en nosotros mismos no hallamos recurso a los padeceres que nos atosigan, ¡con cuánto placer abrazamos cualquier partido indicado por otro, y con cuál facilidad participamos de la confianza que nos manifiesta, muchas veces sin tenerla! Pero calculando las invencibles dificultades que contrastaban los planes del abad, los riesgos de Gualterio en el desafío a que forzosamente obligaría a Roger cuando supiera su himeneo, el absoluto abandono, resultado infalible de la falta de su amante; al recordar la compasión excitada en su pecho por la tranquilidad de Monsonís, debida a la ignorancia de los hechos, entonces despedazaban su alma tantos martirios, que se sentía próxima a la desesperación.

Sin una amiga, lejos de Casilda, de la anciana Elena, los buenos oficios de las religiosas éranle casi molestos; y por otra parte no sabía hacia dónde volver los ojos para encontrar una imagen consoladora. En vano llamaba al sueno en su auxilio; en vano, asomada a la ventana de la celda, esperaba que el fresco ambiente de la noche desvaneciera el ardor de su frente: todo era inútil; la desesperación iba introduciéndose en su pecho, y no había consuelo alguno capaz de neutralizar sus terribles efectos. Resolvió acudir a Dios en medio de sus angustias, y a pesar de la hora del silencio y de su temor, cogió una linterna y, saliendo de su cuarto, sin dar lugar a reflexiones emprendió con segura planta el camino hacia el coro de la iglesia. Fueron sus primeros pasos firmes y decididos; vacilaron en el segundo corredor, y a mitad del tercero iba cogiéndose a la pared y mirando a todos lados. Olvidada momentáneamente de todas sus desventuras, sólo sentía miedo, y diera todas las esperanzas de felicidad entonces concebibles, por hallarse otra vez en la estancia que abandonó un cuarto de hora antes. Sin embargo, el trecho de la retirada era mucho más largo, y la infeliz no lo andaría sin caerse muerta. Así, después de vacilar un instante, resolvió seguir su primer intento, y meterse en el coro para aguardar allí la luz del día, pues sin ella no se juzgaba con valor para desandar el camino hecho.

Al penetrar en el coro, le pareció sentir un ruido que la hizo estremecerse; mas no obstante, resuelta a correr el nuevo riesgo, volvió hacia dentro el vidrio de la linterna, y conoció clara y distintamente a una monja arrodillada, que de hito en hito la estaba mirando. Difícil sería decir cuál palpitaba con más violencia de los corazones de las dos jóvenes, y cuál de ellas más se arrepintió de haber salido de su celda. Fijas ambas en el lugar mismo, contemplábanse sin hablar, temiendo cada una que pudiera la otra no ser quien se había imaginado. La monja, cuyo corazón se hallaba más tranquilo gracias a tres años de conformidad religiosa, excedió a la de Sangumí en presencia de espíritu, y fue la primera en dirigirle la palabra.

-¿Sois vos, señora? -le dijo; y mientras hacía la pregunta temblaba de oír la respuesta de una voz diversa de la de Matilde.

-Yo soy -contestó ésta, conociendo por la suya a la religiosa-. Yo soy; y creo que debe admiraros tanto verme en este sitio como a mí me sorprende hallaros a vos en el mismo.

-Durante las horas de la oración -expuso la monja- he dado cumplimiento a las órdenes de la madre abadesa; y vine a suplir aquella falta. Y a vos, señora, ¿qué cosa os conduce a este sitio?

-La oración también -dijo la heredera-; y si bien la mía no será tan fervorosa como la vuestra, espero que Dios querrá oírla; y tal vez remediar mis males.

-Sí hará -contestó la otra- si tal conviene, y si vuestra plegaria va acompañada de la confianza.

-La tengo, la tengo -interrumpió la desventurada esposa, llevando la mano al corazón-: sólo en Dios la tengo, pues me ha faltado ya la de casi todos los hombres.

-¿Y a quién no ha faltado? Todo acá abajo se desvanece cual sombra liviana. Todo pasa, señora; sólo las penas nos siguen constantemente: oremos, pues, yo uniré mis ruegos a los vuestros, y Dios nos escuchará, si pedimos con corazón sincero.

Y las dos vírgenes, enternecidas y llorosas, doblaron sus rodillas, y alzadas sus puras manos al cielo, comenzaron a orar. ¿Y podía la bondad divina no prestar oído a sus ruegos? ¿Se han dirigido jamás a ella un pecho inocente y una plegaria justa sin enviar al instante el pedido consuelo? No; jamás. Si alguna vez salimos de la oración tan afligidos como entramos en ella, si desde el principio no se conforta nuestra alma, a nosotros se debe, no a su amor inmenso. Nuestro corazón está manchado; nuestros ruegos son desrazonables; y la falta, hija de nosotros mismos, la atribuimos, impíos, al que nunca faltar puede.

Durante largo rato guardaron las dos jóvenes su posición primera; largo rato duró su fervorosa súplica y llegó hasta el Señor. No rogaron en vano; pues sus corazones experimentaron el consuelo; nada una sintió menguados los males que la afligían, y entraron ambas en una estancia, llenas de aquella ternura religiosa, que es el fruto de la inagotable bondad divina.



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