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La Hermana de la Caridad


Emilio Castelar



A Mamiani, ilustre poeta y filósofo italiano, dedica esta débil muestra de admiración y cariño,
El autor.






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- I -

Amanecía, en hermoso campo meridional, bellísimo y poético día de Abril. Una ligera niebla, que doraban los rayos de la naciente aurora, se desvanecía en la cima de las montañas, semejándose a blanca nube de incienso perdida en el templo de la Naturaleza. El cielo, que a través de esta ligera gasa se descubría, estaba azul, sereno, transparente, ocultando entre sus arreboles las estrellas, que parecen volar, al nacer el día, a Dios, para beber nueva luz. Los campos, cubiertos de flores que ostentaban ufanas las gotas de rocío, sembrados de varios árboles, que parecían exhalar savia de sus tiernas recién nacidas hojas; las aves, abriendo a los rayos de la primera luz sus alas, y dando sus tiernos gorjeos a las auras, que suenan blandamente, al deslizarse en la enramada, acompañando en sus murmullos a los arroyos, que por mil pintados cauces reparten en desorden los caudales de las fuentes; la vida latiendo en todos los seres, como la sangre en el corazón apasionado de un joven, dan a la creación en primavera semejanzas con la mariposa que se despierta de un sueño, y al romper su larva despliega las blancas alas, matizadas de mil cambiantes colores. Y si esa tímida luz; ese aroma embriagador que despiden el azahar, la rosa, el jazmín; esas camas de flores que forman en sus ramas los árboles; esa música que conciertan todos los seres; esa vida que palpita en el naciente capullo, en la hoja al brotar; esa alma ignorada que como cautiva se esconde en todos los círculos de la escala de la vida, alma sin conciencia de sí misma, que gime en el ruido que hace la lluvia al caer en el celeste lago, en el rumor de las ondas al estrellarse en la arena; esa alma, que parece aspirar a la libertad, al amor, y pedir redención al hombre, es nuestra compañera en la soledad de los campos. Y cuando un corazón que ama, que sueña con la felicidad, que alimenta ilusiones, que desea, no lo pasajero y fugaz, sino un amor inmenso, infinito, divino, en una de esas mañanas se entrega a convertir en pensamientos las varias sensaciones que Naturaleza le ofrece, liba en ella la miel de su pasión.

En esta mañana de que venimos hablando, en el hermoso campo no se veía más ser humano que una joven. Vestía el traje de las aldeanas de Sorrento, traje que parece haber tomado su color a las gayas flores, sus bellos matices al Mediterráneo. La joven era morena, de ojos rasgados y negros, que tenían indefinible dulzura, de ovalado rostro, cuyas gracias aumentaban dos trenzas que, negras y lustrosas como el azabache, bajaban en desorden de su cabeza, parecida a esas griegas cabezas de las vírgenes de Rafael, sobre los lánguidos hombros, caídos como sus brazos, sin duda por uno de esos arrobamientos que suspenden hasta los latidos del corazón.

La joven, en una colina, bajo un tilo que se inclinaba sobre su cabeza al lado de una fuente, hollando con sus breves pies la menuda hierba, donde se escondían algunas violetas, embebecíase en mirar, ora las palomas que comenzaban a cortar los aires, ora los lirios que en torno crecían, ora la trémula luz que penetraba entre el follaje deshaciendo los blanquecinos vapores, ora el mar, que entre los árboles se columbraba mansamente agitado, reflejando en sus ligeras y argentadas olas el dulce alborear de la mañana.

¿Podríamos penetrar nosotros en el seno de sus pensamientos? ¿Qué se puede pensar cuando el corazón rebosa vida, ilusiones, fantasía? ¿Qué se puede imaginar en presencia de la Naturaleza florida, en una hermosa y tibia mañana de Abril? El canto de los pajarillos parece un cántico de amor. El arrullo de la paloma o de la tórtola derrama dulce melancolía en el corazón, esa grata melancolía que es más hermosa y placentera que la exaltada alegría. La leve niebla se asemeja al blanco velo de la virgen Naturaleza, que se engalana para recibir los primeros besos del amante sol. Las blancas flores de los limoneros, de los mirtos, son como las coronas de la desposada. Las gotas de rocío que tiemblan suspendidas de las hojas, parecen lágrimas de amor, y las embalsamadas auras, el aliento que exhalan unos labios queridos, pronunciando palabras de fe, de entusiasmo; esas palabras que nos llevan en sus alas a un mundo mejor y nos embriagan de felicidad. ¡Oh Naturaleza! El espíritu, que se derrama por todos los espacios, es un espíritu de amor que produce tus místicas y divinas armonías, y que tiñe con su luz misteriosa tus deslumbradores cuadros.

Estos pensamientos de amor, que cruzaban por la mente de Ángela (tal era el nombre de la joven), huyeron al sonar la campana de una próxima ermita, como huyen los jilgueros al oír una voz humana. La campana anunciaba que los pescadores volvían a las playas desde las próximas pequeñas islas. Inmensa muchedumbre de niños y mujeres salían de las cabañas, de las casas esparcidas en el campo. Todas rebosaban alegría. Era la hora en que veían reunidos los frutos de sus trabajos de la semana. Así es que el natural contento iluminaba aquel cuadro. ¡Qué encantos tiene el mar! Cuando la vista se sumerge en sus horizontes infinitos, parece que nuestro espíritu, desceñido del cuerpo, mora en las ondas, y se corona de algas, y riza con su mismo soplo la celeste superficie, y se rejuvenece y hermosea, como recordando que el agua, desde los primeros días de la creación, es uno de los principios de la vida, y lo era más cuando la tierra recién nacida recibía el Océano sobre su candente y solitario seno, como un gigantesco bautismo. ¡Oh mar delicioso para todos, y más aún para los que han nacido jugueteando en tus orillas, y tienen algo de tu acento en su voz, y de tus matices en su fantasía, y de tu inmensidad en su pensamiento! El cielo que se mira en tus aguas, lo infinito que reproduces en tus espacios, la luz que devuelves hermoseada en tus cristales al sol, la armonía que formas con el monótono ruido de tus vientos y el coro alterado de tus ondas, la blanquecina y plateada estela que dibujas en tu seno como una ilusión de amor, los astros que retratas, los bosques obscuros que guardas en tus profundidades, el sonoro eco de tus cavernas azotadas por tus continuas palpitaciones, el húmedo beso que tus regaladas brisas depositan en la frente, son en la vida de la Naturaleza lo que más se acerca a la vida del espíritu, a los matices del sentimiento, a los sueños de la imaginación, a la profundidad de las ideas, a nuestro infinito amor y a nuestras infinitas esperanzas. No es posible acercarse a tus orillas, contemplar tu continuo oleaje, oír la voz que se levanta como unísono acento de tus varios y diversísimos rumores, sin que se estremezca todo nuestro ser, abismado en lo infinito. Cuando la lona cruje, cuando las olas azotan los costados del barco, cuando la brisa murmura y cubre de espumas el mar, cuando la estela brilla, cuando el fósforo encerrado en las aguas finge el nacimiento de pálidos astros, en la callada noche, suspendido el hombre sobre los abismos de que tan sólo débil leño le aparta, no puede menos de creerse un sacerdote en el templo más grande y más digno de Dios que existe en todo el planeta. Pero si es hermoso siempre, lo es mucho más cuando la alborada lo tiñe, y el disco del sol se levanta sobre las ondas, suspendido entre dos abismos infinitos. Esta es la hora en que pasa la primera escena de nuestra historia.

El sol comenzaba a inflamar con su color de carmín y con su rojo fuego los infinitos horizontes. Ángela bajaba a la playa también contenta, y uno de los más gentiles jóvenes, vestido con el limpio traje de los marineros del Mediterráneo, se acercó y le dijo:

-¿Cómo tú aquí, tú que rara vez bajas a las playas?

-He venido porque gusto de oír el ruido de las olas, y la algazara de la gente, y los gritos de alegría.

-Es verdad. Sólo por eso puedes tú venir aquí; todos saben que nadie, absolutamente nadie, puede llamar tu atención ni mover tus sentimientos.

Ángela contestó a estas palabras con una dulce sonrisa.

-Yo he recogido muchas veces las flores más bellas del campo, las más pintadas conchas del mar que en mis redes se prenden, para ofrecértelas, y no te han complacido estos recuerdos... Así todos dicen que tienes pensamientos más altos, que eres ambiciosa.

-¡Ay, querido Jenaro! ¡Qué mal me juzgas! No es culpa mía no poder mandar en mi corazón. A veces envidio la cabaña de donde sale bendecida por sus hijos la madre de familia a esperar la barca del pescador, su inquietud por vislumbrarla en el horizonte, sus gritos de alegría cuando la ve, sus transportes cuando salta su esperado compañero a tierra, su gozo en mirar los pescados de mil colores, vivos aún, en la arena, el afán con que recoge las conchas que trae el padre para sus hijuelos, la santa alegría que reina en la cabaña, aderezada para recibir al dueño, y... yo no puedo gozar de esos placeres.

-Mira, Ángela; mejor dijeras no quiero.

-Es verdad, es verdad; no quiero: tienes razón; no quiero.

Y dos lágrimas muy gruesas rodaron por las mejillas de la joven.

Esas lágrimas que, a despecho de la voluntad, rodaban por las mejillas de Ángela, eran un mar de dolores tal vez, cuya profundidad no es dado sondear al pensamiento. Jenaro lo comprendió así, y calló. Después de algunos instantes levantó Ángela su cabeza, sacudióla con orgullo, y desahogó con un prolongado suspiro su pecho; derramó en torno de sí una mirada, como si quisiera recoger todo cuanto de grato y hermoso la cercaba, y llamando con ademán de benevolencia a las jóvenes que por aquellas orillas vagaban, se dio a correr con ellas, jugando descuidada, a ver cómo desafiaban con su celeridad el manso movimiento de las ondas, que parecían querer besar sus blancos pies. En estos instantes, nadie hubiera dicho que aquel corazón encerraba ni asomo de tristeza. Ver correr a la joven, buscar el instante en que las olas se retiraban, pisar con ligero pie las mojadas arenas, y huir al mirarlas volver coronadas de blanca espuma a la dorada orilla, era un gozoso espectáculo; pues en las riberas del Mediterráneo la hermosura de los campos, la plácida tranquilidad de los cielos y la sin par belleza de sus divinas moradoras, hace que no hayan muerto aún los recuerdos del antiguo paganismo, de esa fiesta continua, y que el corazón crea ver revivir las náyades y las nereidas vestidas de ligeras gasas, ornadas de perlas recién cuajadas en sus sedosos cabellos. Las jóvenes, cansadas pronto del juego, que es el alma, como la mariposa, varias sentáronse en la mullida alfombra de un verde prado; y como el silencio de la mañana, la cual comenzaba a tornarse calurosa, pidiera uno de esos cánticos meridionales de indefinible melancolía que parecen consagrados a arrullar el sueño de la Naturaleza.

-Canta, canta, Ángela -dijo una voz; y todas las jóvenes la repitieron.

Ángela se levantó como inspirada; pasóse las manos por la frente, cual si quisiera alejar negra nube de tristeza, y dio su voz al viento. La canción era melancólica, como el ruido de las ondas al quebrarse en la arena, pero llena de amor, como los arpados gorjeos del ruiseñor en el follaje. Su voz trémula, pero límpida y clara, despedía notas que caían en los corazones como lágrimas. Aquel canto tan tierno, aquella voz tan argentina, pero tan triste, el dolor infinito que la acentuaba, las lágrimas que volvían a querer asomarse a los ojos de Ángela, todo indicaba que aquel canto era el quejido de un corazón enamorado y enfermo, de un corazón que no conocía el arte, pero poseía el sentimiento, esa fuente infinita de inspiración y de vida. Mas un observador inteligente hubiera descubierto algo más en aquellos cantares; sí, hubiera descubierto en sus notas vagas la chispa del alma de una gran artista.

Ángela cantaba como las aves del cielo, sin conciencia; pero Dios había puesto en su corazón esa arpa celeste que se llama inspiración, y que comenzaba a dar sus primeros sonidos. Oírla acompañada del murmullo de las ondas, del susurro de las hojas, era como oír la voz de la soledad. Sus cantares tenían secretos encantos, inexplicables armonías; eran dulces gorjeos, acentos llenos de tristeza, emanaciones de un alma encendida de amor. Ángela era, en efecto, artista. Bajo las nacaradas alas de su alma se ocultaba el genio. Cantaba sin conocer que tenía en sí una fuente misteriosa de inspiración y de vida. El genio suele no tener conciencia de su fuerza. Por eso los griegos, que sabían revestir tan admirablemente de formas humanas a las ideas, pintaron a Homero, el genio de su patria, desvalido y ciego.




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- II -

Aún resonaban los acentos de aquella apasionada voz en los aires, cuando la corta reunión de jóvenes se fue poco a poco dispersando, y al irse, todas repetían el cantar dulcísimo de Ángela. Ésta se volvió a la fuente, y bajo los frondosos árboles que la cercaban se asentó, resguardándose a su grata sombra de los calores del día. Conforme el silencio de la Naturaleza se aumentaba; conforme los rayos del sol hacían callar las ondas de los mares y el rumor de las brisas, Ángela sentía deseos de cantar, y entonaba una melancólica endecha. Bien pronto extraño ruido interrumpió sus cánticos. Eran los pasos de un hombre, que corría como sin aliento.

-¡Ah! ¡Eduardo!!! -gritó Ángela.

-Yo, yo soy, que vengo a verte -contestó el joven, cuyo traje y modales acusaban alta alcurnia.

-¡Oh! No te esperaba.

-¿Dudabas de mí?

-¡Yo, yo dudar de ti! ¡Ves que vivo, y me lo preguntas!

-¡Ángela!...

-Calla, calla; me matarías. Yo me contento con que te acuerdes de mí, con que vengas de ocho en ocho días a verme. Soy feliz cuando te veo, porque el inmenso dolor que siento me dice cuánto te amo.

-Ángela, te adoro.

-Mira, Eduardo. Por ti vivo, por ti canto. Tu recuerdo me alumbra más que el sol. Cuando viene la noche hay luz en mis ojos, luz en mi alma, porque habita en ella tu recuerdo; y si me faltaras, tornaríase noche el día.

-¡Amor mío!...

-Mira. De este rosal he hecho una gruta. He enseñado a las palomas a que bajen a coger en su pico estos granos de trigo. Me contento con rociar, llevando el agua de la fuente en el hueco de la mano, estas albahacas. Y eso que dicen que la albahaca significa odio. ¡Oh! No, no. Aquí todo está bendecido por el amor.

-¡Ángela!

-Sí, por el amor, por esa pasión infinita, inmensa, que me posee. Yo creo firmemente que es mi alma. Yo veo el mundo a través de esa pasión, llena de ilusiones, como esas flores en cuyo aroma se bañan las mariposas.

-Sí, sí -decía Eduardo.

-Sí, Eduardo mío. ¿No es verdad que te ha llamado mi voz? ¿No es cierto que has oído mis cánticos?

-Lo he oído cuando venía.

-Era mi alma, que exhalaba sus quejidos de amor; era yo misma, que, no cabiendo dentro de mí, necesito salir, volar por los espacios infinitos, cantar como la alondra, subir por la inspiración al cielo.

-¡Amor mío!...

-Tu amor. Repítelo, repítelo. Ya sé que soy tu amor; pero necesito volver a oírlo de tus labios. A veces, cuando me acerco a la fuente y oigo cómo sus gotas producen una grata armonía, me parece que repiten esa dulce y celestial palabra. Ámame, ámame mucho.

-Siempre, siempre...

-Si no me amaras..., me moriría. No me lo digas. Engáñame... Perdona, perdona; no me engañes.

-Por Dios, Ángela -dijo conmovido Eduardo.

-Tienes razón. ¡Desaprovechar así la felicidad! No me lo perdono a mí misma. ¿Qué duda puede hoy atormentarme? ¿Qué razón hay para que yo padezca? Soy feliz, completamente feliz. Eduardo, no veo una nube en el horizonte.

Eduardo suspiró, e hizo un ademán como de partirse.

-¡Te vas..., te vas... tan pronto!... Conozco mis exigencias. Las siento; pero ¡te amo tanto!...

Y la joven cayó de rodillas, anegada en llanto, a los pies de su amante. Ángela amaba con todo su corazón. Sentía en su alma esa pasión que parece como el amanecer de la vida. Cuando amamos y volvemos los ojos al tiempo que fue, nos parece imposible que hayamos podido vivir sin amar. Padecemos mucho en estas tormentosas pasiones, y preferimos el padecimiento al hielo de la indiferencia. Así, el amor llena, como la atmósfera, el espíritu, y sonríe como el sol en la inteligencia. Al través de sus rayos, el alma ve el mundo y adivina el cielo. Es el amor puro origen de grandes virtudes. La vida corre como una fuente murmuradora, límpida, que hace brotar flores y retrata en sus cristales el azul del cielo. ¿Cómo es posible enturbiar ni empañar el claro espejo donde se mira el ser que amamos? El alma enamorada se hermosea para recibir en su seno, como en un templo, el ser misterioso que ama, ese idolatrado ser en quien ponemos todas las perfecciones.

Hasta por egoísmo, el alma enamorada ama la virtud; tiene en sí la virtud fuerza santificante. No sólo hermosea el espíritu, sino también se transparenta en el cuerpo. Es como una luz que anima los ojos, que tiñe de eterna serenidad la frente. Y el alma enamorada ama la virtud como la vida. Después, el amor infinito imprime una tristeza inmensa en el alma. Parece imposible que sea dado encerrar tanto amor en la tierra, y el espíritu abre sus alas y vuela, surcando los espacios infinitos, al cielo. Desgraciados son, en verdad, los que no han amado nunca. Ellos no pueden comprender ni sentir la dulce poesía del dolor. Ellos no han nacido para ser felices. Lágrimas ardientes, suspiros ahogados, horas de tristeza, infinitas dudas, temores, todo cuanto de triste y lastimoso da de sí el amor, todo es santo y todo es bueno; porque el sentimiento, como la idea, nos testifican que vivimos. ¿Puede haber nada más doloroso que vivir en la insensibilidad? ¡Oh! Es el más grande y más temible de todos los castigos.




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- III -

Ángela pasaba sus días entregada a sus pensamientos de amor. Mirar el sereno Mediterráneo, el cielo, las estrellas, ir de día a la fuente y la gruta, cantar en hermosas endechas sus sentimientos: he aquí su vida. Cuando Eduardo iba a verla, todo para ella era contento. Entre el recuerdo de la pasada visita y el presentimiento de la próxima, compartía dulcemente el tiempo. Ningún dolor embargaba entonces su alma. Le veía en todas partes, su voz le acompañaba, y su mirar le parecía como estrella de su vida. Pero aquella única dicha se desvaneció bien pronto. Eduardo, después de una tarde en que había mostrado por Ángela más interés que nunca, dejó de volver a las citas. La pobre joven no hacía más que mirar el horizonte. Todas las mañanas, al levantarse, abría la ventana para ver si asomaba por el mar la esperada barca de su amado. Pasaba todas las noches en perpetuo insomnio. El rumor de las hojas, el ruido de las olas, el paso del campesino o del marinero, el chirrido del insecto o el grito del ave nocturna, todos los rumores de la creación parecíanle funestos nuncios de tristes nuevas de su amado. Iba al amanecer a la fuente. Sus ojos secos interrogaban a todos los objetos la causa de la ausencia de su amor. Creía que aquellos seres inanimados, que habían visto a Eduardo a su lado, tomaban entonces parte en sus penas. Para Ángela, el arroyo no cantaba como antes, no; gemía. Las gotas de rocío parecíanle lágrimas de amargura. Y en toda la Naturaleza encontraba almas compañeras de su dolor. Pero a medida que discurría el tiempo, su pena era más profunda y estaba más solitaria. En todos nuestros primeros padecimientos creemos que nos acompañan el hombre y la creación. Mas cuando pasa un día y otro día, cuando se suceden tantas penas, y vemos al hombre pasar indiferente a nuestro lado, a la Naturaleza continuar en su renovación perpetua, en su continua alegría, el dolor se ahonda, se amarga, y cae en la triste soledad de la desesperación. Ángela vagaba por las orillas del mar como loca. Las campesinas contaban mil consejas sobre el origen de su dolor. Su frente y sus mejillas se marchitaban. Sin embargo, por extraña y singular virtud, la desgracia había dado más encantos a su voz. Cuando en uno de esos instantes en que el corazón se deshace en lágrimas y el dolor toma cierto tinte melancólico, Ángela cantaba, su voz tenía una dulzura infinita, como su tristeza parecía la tristeza de un ángel desterrado del cielo. Los padres de Ángela quisieron averiguar la causa de su dolor, que les traía desasosegados, inquietos y profundamente amargados. La madre, sí, la madre, que es siempre más idónea para llegar hasta el corazón de los hijos, la sorprendió un día en la ventana llorando, y exclamó:

-Ángela, ¿crees que no te quiere tu madre?

-¡Oh! No, madre mía, no. ¡Creer que no me queréis sería horrible!

-Pues, mira, yo creo que tú no me quieres. ¿Eso no es horrible? Yo creo que no me quieres; sí, yo, que soy tu madre.

-¡Este nuevo tormento me preparaba el cielo, madre!

-¿Este nuevo tormento has dicho? Luego lo que siempre me has negado lo confiesas ahora. Padeces tormentos... ¡Y no se los confías a tu madre!

-Soy muy culpada; castigadme, pero no me preguntéis por mis culpas.

-¡Ángela! ¡Ángela! ¿Qué has dicho?

-No, madre; no penséis mal de mí. He seguido siempre vuestro consejo y vuestro ejemplo. Pero soy muy desgraciada.

-Cuéntame tus desgracias, hija mía; cuéntame tus desgracias. Las madres son amigas siempre de sus hijas.

-No puedo. Me faltan palabras.

-Te falta amor a tu madre.

-Por Dios, comprended cuánto padezco -dijo la joven, dejándose caer en brazos de su madre.

Ésta cubría de besos la pálida frente de Ángela.

-Mira, yo sé lo que es el corazón, Ángela. Sé todo lo que a cierta edad se puede padecer. Pero no puedo sufrir tu falta de confianza. ¿No soy buena para ti? ¿No soy tu madre?

-Es verdad: oídme.

Y Ángela comenzó la siguiente narración:

-Sabéis, madre mía, las causas que nos trajeron de nuestra antigua opulencia al triste abatimiento en que hoy vivimos. Porque apenas recuerdo alguno de esos días venturosos, he pasado aquí mis días en dulce paz y santa calma. Pero ¡ay! un día vi a un joven; sí, a un joven que venía de Nápoles. Me miró, le miré y no volví a verle. Pero su mirada me penetró en el corazón. Poco a poco le fui olvidando, pero su imagen flotaba siempre a mis ojos como una esperanza. Poco tiempo después volví a ver a este hombre.

Desde entonces sentí... ¡oh madre! sentí esa pasión sin la cual la vida es como un estéril desierto. Me habló; me dijo que me amaba. Yo desde entonces le he amado. Mi pasión ha sido pura, pero inmensa. Mas el último día que le vi me pareció muy triste: me habló con entrecortado acento algunas palabras. Yo quise penetrar la causa de su tristeza; pero callaba, nada me decía. Le pregunté si acaso ya no me amaba, y me miró enternecido y miró al cielo. Mi vista se perdió en la inmensidad, donde se perdía también su vista. «Mira, me dijo: el cielo está azul, y brilla el sol; sin embargo, muchas veces el cielo se obscurece, negras nubes lo empañan, y el sol brilla también tan puro, tan luciente como cuando no hay nubes en el horizonte.» Y se levantó para partirse. «¿Volverás?», le dije. «Volveré», me contestó. Pero al decirme «adiós», un agudo sollozo, profundamente triste y amargo, ahogó la voz en su garganta.

Yo, desde aquel instante, quedé como fuera de mí, entregada a dolorosos pensamientos. Pasó algún tiempo, y no venía. El corazón me saltaba en pedazos del pecho. Pasó algún tiempo más, y siempre lo mismo, siempre la ausencia. ¡Oh! Yo interrogo a todos los seres que han presenciado mi dicha, por la causa que ocasiona su ausencia. Yo no tengo ojos sino para llorar y para mirar al horizonte. Paso mis noches en horribles insomnios. Todo cuanto me rodea me entristece. La fuente, que era mi delicia, me parece que está seca. Las flores no tienen para mí aromas, ni colores el cielo, ni frescura el aire. Un dolor inmenso, infinito, desesperante, se anida en mi alma, donde antes no había espacio sino para la felicidad y el alegre contento. Hay momentos en que deseo morir. Ayer bajé al valle, y entré en el cementerio. Vi el suelo removido aún en el lugar donde habían enterrado a mi amiga María. Estaba la tierra mojada de rocío, y algunas violetas crecían sobre ella, y los jilguerillos bajaban de los cipreses y los sauces a libar la gota de agua que trémula pendía de las hojas de las flores. «¡Oh! dije para mí: esas cenizas son más fecundas que mi vida. Producen una flor, reciben una lágrima del cielo, y mi corazón está seco, y mi imaginación árida y fría.»

-Ángela, me matas -decía la pobre madre, amargamente llorando.

-Soy muy cruel -añadía Ángela-, soy muy cruel. Lo conozco; pero en mis sentimientos no mando yo.

-Te habrá olvidado. Créelo así, y resígnate.

-¡Olvidarme! ¡No me ha olvidado, no! Si me hubiera olvidado, yo no viviría.

-¡Pobre niña! No conoces la fuerza de la vida ni la impotencia del dolor. Crees que el primer sorbo del cáliz de la amargura va a concluir con tu existencia. ¡Oh! Habrás apurado hasta las heces, y aún vivirás.

-¿Es posible, madre mía? ¿Es posible? Con este dolor cruel, inmenso, infinito, ¿se puede vivir?

-El dolor fortifica la naturaleza, o, mejor dicho, mientras la alegría, el placer, son idóneos para enflaquecernos, el dolor, la pena, nos alientan en la vida. Pero mira, Ángela: yo he seguido tus pasos, he conocido tus sentimientos. Yo he velado por tu virtud y por tu pureza. La madre es como la Providencia, y vela siempre por las prendas de su corazón. Quizás ese hombre a quien amas te haya olvidado. Quizás creyendo...

-¡No me asesinéis, madre, madre mía! ¡Por piedad, por piedad! Sois muy cruel. Antes le quisiera muerto. Pero ¡oh! no, que viva, que viva. Si me ha olvidado; si ha huido de mí voluntariamente; si ha arrojado la cruz que le di, las flores que le guardaba; si le dice a otra mujer lo que antes me decía a mí, sólo le deseo el castigo de que sea feliz, muy feliz. ¡Oh! Pero no, no; pensarlo, no más pensarlo, me parte el alma, me quiebra el corazón. Soy muy desgraciada, sí, muy desgraciada. Pero más desgraciado sería él si me hubiese olvidado. Y más aún si, olvidándome, fuera feliz. No; Eduardo ha muerto. ¡Y yo le decía que le amaba! ¡Y yo le juraba eterno amor! Soy perjura, soy infiel: Eduardo ha muerto, ¡y yo vivo! ¡Qué horror!

Y la pobre Ángela se deshacía en lágrimas.

-Dime, Ángela: ¿y si fuera ese hombre indigno de tu cariño? ¿Y si no hubiese muerto? ¿Y si en vez de ser el conjunto de perfecciones que tú admirabas fuese un miserable?

-Le amaría lo mismo. ¿Qué me importa? ¿Aparta Dios su aliento del hombre que a Dios falta? Y el amor, ¿había de ser interesado? Haría por darle la dignidad, por volverle a la virtud, por levantarle de su postración; pero le amaría, sí, le amaría eternamente. Acaso en el fondo de mi corazón guardara mi amor; pero dejar de sentirlo, nunca. Vivo o muerto, digno o indigno, amante o de su amor olvidado, a mis ojos aparecería siempre como el único ser que me ha dado a conocer las penas y las alegrías de la vida.

-¡Ay, Ángela! Amar de esa suerte es desvarío, es locura. Hija mía, ningún dolor de los que asaltan el corazón merece ese tributo de lágrimas que tú le ofreces. Todos son igualmente despreciables. Cuando el cielo te haya hecho saber el origen de los males que padeces, acaso te avergonzarás a tus mismos ojos. Resígnate. Ese aviso te da la Providencia para que no pongas los ojos en seres que están a mayor altura que tú.

-¡A mayor altura que yo, decís, madre! ¿Por ventura no es hombre? ¿Y se degrada el hombre amando a una mujer? ¿Por ventura el amor puede conocer ni otra causa que la inspiración del sentimiento, ni otro fin que la felicidad de ser amado?

-Ignoras lo que es mundo, Ángela. El velo de tu inocencia te oculta sus males. Yo debo revelártelos; yo, que he gustado todas las grandezas y todas las desgracias de la tierra. En el mundo, el amor admite categorías. No se ama por inspiración; se ama por conveniencia social. Esos grandes señores a que tu amado pertenece, creen que una pobre campesina se debe tener por muy honrada en ser, no su esposa, su querida. Creen que aun después de haberles robado la virtud y el honor, deben estimarles que hayan descendido hasta confundirse en sus brazos.

-¡Callad, por Dios, madre mía!

-Tu madre conoce los peligros que te rodean. Sabe que es muy triste rasgar ciertos velos de oro que ocultan los dolores del mundo. Pero un deber me obliga a ello, un deber sagrado. Dios ha puesto la vejez al lado de la juventud como el libro de la experiencia abierto siempre a sus ojos.

-Y ¿es posible que el mundo sea así?

-¡Ah, hija mía! Por haber querido reformarlo vives en esta choza; por eso hoy somos pobres.

-Pero tenemos, madre mía, buenos sentimientos en el corazón, que valen más que la riqueza.

-Es cierto. Cuando oigo al amanecer el canto de los pajarillos que se une a mi primer oración, me regocijo de ofrecer a Dios mi alma pura como las armonías de la Naturaleza. Cuando comienzo mi pobre trabajo, me regocijo también de haberme resignado a la virtud y a las privaciones, porque, ¡cuántos peligros no nos han cercado, y cuán dulce es llegar a la edad madura habiendo vencido todas sus asechanzas! El brillo del cielo, los astros, las luciérnagas, las ondas quebrándose en la arena, la fuente que murmura, el aroma que embalsama las auras, todos estos varios espectáculos que ofrece la Naturaleza, dejan en el alma luz bastante para no recordar ningún placer.

-Pero, madre, vos comprenderéis que a mi edad es muy triste ver el mundo solo, la Naturaleza sin voz y sin alma. Yo le veía en la primer estrella de la tarde. Yo le escuchaba en el rumor de las hojas mecidas por las auras. Yo respiraba su aliento en las brisas del mar. Yo, en todos los ecos de la Naturaleza escuchaba su voz. Y hoy, solitaria, abandonada a mi dolor, no tengo ni más deseo, ni más esperanza, ni otra aspiración, que la muerte.




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- IV -

En efecto: el dolor de la joven crecía de punto, a medida que se prolongaba la ausencia de Eduardo. Su tez morena palidecía; sus brillantes y negros ojos se tornaban mustios y opacos. Aquella imaginación tan brillante, que parecía tener más luz y más colores que la Naturaleza, se deshojaba como flor roída por los gusanos. Con un ramo de violetas secas en la mano, los ojos puestos en el horizonte, sentada bajo un árbol, y sobre una roca que daba al mar, se la veía todas las tardes mustia, llorosa, como agonizante, aterida por el frío dolor que producía la ausencia del ser que amaba. De todas sus brillantes facultades sólo le había quedado la voz, donde aún resonaban los acentos de su alma virginal y purisíma. Su voz tenía dulces encantos aún. El dolor le daba una vibración sublime. Parecían sus acentos los últimos ecos de una lira que se rompe y exhala un gemido triste y dolorosísimo. Así, cuando en una de estas tardes de estío, en que las ondas apenas producen un pequeño rumor, levantaba su melancólico acento, el ruido de la Naturaleza era el cadencioso acompañamiento de su dolor. Pero poco a poco su salud se iba quebrantando; poco a poco su antes poderosa vida se iba extinguiendo como una lámpara moribunda.

Un día, por fin, comprendieron sus padres que Ángela podría malograrse por el exceso de su dolor, y decidieron ocurrir a este mal. Sabían que deseaba ardientemente ir a Nápoles, donde ciertamente debía tener noticias de Eduardo. No había más remedio que emprender el viaje. Para subsistir en aquella capital no poseían otros recursos que las limosnas de las buenas almas y la voz de Ángela; esa voz que parecía descendida del cielo. Decidiéronse por fin al sacrificio, aunque con grave dolor de la pobre madre, que presentía grandes males para su hija.

Era una mañana de Septiembre. El crepúsculo doraba la cima de las montañas, las orlas lejanas del horizonte y las últimas líneas del mar. Los pescadores bajaban a la playa rezando el Avemaría, que tocaba la campana de la iglesia. La puerta de la pequeña casa de Ángela se abría, y aparecía un interesante grupo. Ángela, vestida con un traje de color de tierra, recogidos sus sedosos cabellos en una especie de blanca cofia, con un pequeño bastón en una mano, y un lío de ropa en la otra, estaba de rodillas, recibiendo la bendición de su madre, que, llenos los ojos de lágrimas y rebosando el corazón dolores, la bendecía, mientras un anciano de noble apostura, gentil continente y venerable cabeza, cogía todos los enseres del viaje y abrazaba también con gran dolor a su esposa. Ángela bajó por las rocas a la orilla del mar. Allí les aguardaba una barca con un solo marinero. Era Jenaro, el pobre pescador que amaba más que a sus ojos a la joven. Arrodillóse ésta, y juntas las manos rezó la Salve, repitiéndola hasta que perdió de vista a su madre. Al llegar a este trance, dio un grito y se quedó sin sentido.




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- V -

¡Nápoles! ¿Quién no conoce las riberas del mar Tirreno? Ese mar, en cuyas brisas Grecia arrojaba sus ideas para que cayeran sobre el suelo de Italia; ese mar, en cuyas ondas se bañaban los antiguos dioses italianos; ese mar, que traía a las rientes playas los ecos de la voz de los maestros y de los poetas de Alejandría; ese mar tan hermoso conserva aún su inalterable serenidad, su perpetua alegría; y aún sus costas, sembradas de laureles y de sepulcros de grandes poetas, como Virgilio, el Tasso, Petrarca, celebran las fiestas continuas del antiguo paganismo.

Abierto el golfo de Nápoles en anfiteatro, parece un templo antiguo, un gran coliseo, donde el arte y la Naturaleza celebran a porfía sus fiestas. El mar azul, sereno, meciéndose ligero entre los cabos, que parecen extenderse para formarle blando lecho, refleja en sus mansas tranquilas olas el riente cielo, inundado de perpetua alegría. Extiéndense, descendiendo de la falda del Vesubio, a coronar las playas, todos los más hermosos esfuerzos del reino vegetal: las viñas cargadas de sus dorados racimos, los naranjos y limoneros perfumando de balsámicos aromas las ligeras blandas auras, como orientales pebeteros; el sauce, el ciprés, el mirto, el olivo, todos esos árboles que recuerdan en su poética tristeza el cielo, los dolores del genio; y en medio de todas estas maravillas, rodeado de estos tesoros de la vida, como un sultán en su serrallo, el napolitano, muelle, débil, con la huella del placer en la frente y la indiferencia en los ojos, especie de inalterable dios, que, sintiéndose con fuerza creadora, se goza en su perdurable indolencia y en desperdiciar la fuente de vida que corre limpia y abundosa a sus plantas. Y en esta hermosa ciudad, en esos campos cubiertos de lavas y ruinas, regados con la sangre de tantas generaciones, campos que han oído los cánticos de los Tibulos y Propercios, que han dado flores para que todos los poetas coronasen a sus amadas; en esos felices bienaventurados campos, a la sombra de un ciprés o de un mirto, oír una canción de amor, es una dicha pura, indefinible; es como gustar la copa de la vida en que bebe su ser naturaleza. Y si esta voz es dulce como la voz de un ángel, enamorada, tierna; si sale de los labios de una mujer sobrehumana; si se levanta al cielo rociada de lágrimas, con el eco de una profunda, de una inmensa tristeza, esa voz parecerá el quejido del alma de aquella naturaleza, o el recuerdo de los tiempos en que las diosas descendían del Olimpo al mundo, enamoradas de algún dichoso mortal, como Diana besaba con sus arroyos la hermosa fuente de Endimión dormido, y anhelante, al través de los bosques, le seguía para gozarse en ver sus huellas y en protegerle en su carrera.

Pues bien: a las orillas del mar, bajo frondosos árboles, Ángela entonaba, llevando de la mano a su padre medio ciego, una canción. Los lazzaroni se agrupaban para oírla, y extasiados dejaban, al concluir la canción, caer algunas monedas en la mano del pobre ciego.

Después de haber recogido unas cuantas monedas, cayó la joven en profundísimo silencio.

-Hija mía -le dijo su anciano padre-, debemos volvernos. Nada hemos sabido. Debe haber muerto.

-No, no debemos volver. Un presentimiento ciego me dice que debe estar en Nápoles.

-¡Tan pronto olvidas nuestro pequeño y dichoso campo!

-Oídme, padre mío. Trabajáis allí mucho, y es hora de que ceséis en vuestros penosos trabajos. Así como mi madre y vos habéis buscado todos los medios de sustentar a vuestra hija, así yo debo ahora retribuiros con largueza. Mi corazón me dice que me quede en Nápoles.

-¿Crees que le vamos a encontrar aquí? Si estuviera, ¿no hubiésemos ya dado con él? Nosotros hemos estado a la puerta de todos los teatros, en todos los paseos; hemos dado sus señas a todos los lazzaroni conocidos: nadie, absolutamente nadie ha sabido darnos de él noticia. Volvamos. ¿A qué exponernos a mayores sufrimientos?

-Es verdad, es verdad. No sabemos su apellido. Es imposible saber de él nueva cierta. Si al menos perteneciese a nuestra clase, le buscaríamos en las cabañas, en las barcas de los pescadores, en la playa, y le encontraríamos; pero siendo de alta alcurnia, encerrado tal vez por algún padecimiento en un palacio, ¿cómo es posible que de él sepamos? ¡Dios mío! ¡Dios mío!

-Mira, hija mía, olvida todas esas penas; convéncete de que no vale un hombre las muchas lágrimas que derramas. Acaso es un ingrato...

-Yo no puedo pensar así. Le ofendería, y ofendiéndole me faltaría a mí misma. Yo he levantado a ese hombre un templo en mi corazón. ¿Queréis que me persuada a creer tan fácilmente que es indigno de mi amor? ¡Oh! Eso no, nunca, nunca.

Apenas había pronunciado Ángela estas palabras, que aún repetía el viento, cuando cruzó ante sus ojos como una exhalación un coche guiado por un apuesto joven, que indudablemente era Eduardo.

Ángela dio un grito; lanzóse a la carretela con los brazos abiertos; pero el joven no la echó de ver, y como si fuera conducido en las alas del viento, perdióse en una nube de polvo y desapareció.

-Era él -dijo Ángela para sí-. Y ¿me ha olvidado? ¿Cómo no va a verme? ¡Santo cielo, santo cielo! ¿Qué es de mí? Iba solo; creo que iba solo. No, iba con una mujer. No; solo, solo. ¿Por qué le habré visto? Era él. No me ha engañado el deseo. Era él; ha desaparecido. Y vive, y vive contento. No se acuerda de mí: ¡oh! no, no; me ama aún. Sí, me ama. Si no me amara, yo no viviría. Pero ¿por qué no ha ido a verme? ¡Ah! Soy egoísta, muy egoísta. Vive, vive... ¡Qué gozo! Vive. ¡Gracias, Dios mío, gracias!

Y Ángela, prorrumpiendo en un amarguísimo sollozo, dejó caer la cabeza sobre el pecho de su padre, el cual, anegado en llanto, la estrechaba fuertemente contra su pecho.

¡Alma para el amor nacida, pura como el soplo creador, esplendente como la luz increada; alma que recuerda el cielo, su patria, y viene a vivir a la tierra con su prístina pureza y con sus divinos afectos; a la tierra, a la sociedad, en cuyo lodo se apagaría la más pura estrella! Amar idealmente, sin el delirio del sentido; amar con toda la intensidad de que es capaz un alma donde se alberga lo infinito; consagrar al amor todo el fuego de una vida joven, todas las ideas, todos los sentimientos que forman el ser; tomar el corazón amado por el único nido donde puede reposar el alma en este su solitario destierro; no ver la Naturaleza sino iluminada por un pensamiento; no concebir que la pasión se apague sino al soplo de la muerte; no imaginar felicidad posible fuera del amor, es sin duda una gran dicha, porque demuestra que el alma que así sabe sentir es elegida de Dios. Pero llevar esta pasión tan grande por la tierra tan pequeña; encerrar en este frío mundo ese fuego más ardiente que el rayo del sol; sujetar bajo la cadena del tiempo, afecto que es eterno, desgracia es inmensa, y esa desgracia padecía Ángela. En su corazón había algo del cielo. Sólo un alma superior podía sentir una pasión tan pura, tan tierna, tan hermosa.

Mas ¡ay! arrastraba esa gran pasión por la tierra. Su misma grandeza debía ser su martirio. Su misma idealidad la hacía imposible. No de otra suerte el poeta sueña, finge sus ideas, y al darles vida y cuerpo, las ve descoloridas, pálidas, perder el alma que les había infundido. Somos desterrados, y el recuerdo de nuestra patria es el mayor de nuestros martirios. Pero perfeccionemos la vida, hermoseemos el alma, y así nos será fácil volver a encontrar las hermosas riberas de lo infinito, que lloramos perdidas y alejadas.




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- VI -

¡Eduardo! Sigámosle, para ver qué era de él. Perdióse el coche en largo laberinto de árboles, torció hacia Nápoles, volvió a entrar en las calles de la ciudad, y después de breve espacio de tiempo, detúvose a la puerta de un extraviado pero hermosísimo palacio. Eduardo bajó, entre confuso y triste, del coche, atravesó el jardín, y era de ver que todas las puertas se abrían a su paso, ofreciéndole franca entrada, no de otra suerte que si admitieran a un antiguo dueño.

Por fin detúvose en una hermosa estancia, que respiraba lujo oriental. Sus paredes cubiertas de riquísimas telas, su marmóreo suelo, sus afiligranados techos, las varias lunas que vistosa e indefinidamente la prolongaban, las mil gayas flores contenidas en riquísimos vasos de porcelana, dan claros indicios de ser aquella mansión de opulenta dama. Y, en efecto, abrióse la puerta, y apareció una mujer rubia, lánguida, envuelta en un riquísimo peinador blanco, que tendió la mano con desdeñosa elegancia al joven, clavando al mismo tiempo penetrante y altiva mirada en sus ojos. A esta escena muda se siguió un largo y prolongado y tempestuoso silencio. Y decimos tempestuoso, porque en la actitud de Eduardo, en la respiración de la joven, se echaba de ver que aquella entrevista tenía algo de grave, de solemne, de grande; pero al mismo tiempo algo de dolorosa. La joven, después de este silencio, se dejó caer en un diván, e hizo seña a Eduardo para que se sentara a su lado. El joven fingió no observar la seña, y, volviéndose, acercó un sillón, y se sentó a una respetuosa distancia.

-Vos lo habéis dicho, Eduardo -dijo la joven.

Éste inclinó la cabeza en señal de asentimiento, como si una gran idea le privase del habla.

-Vos lo habéis dicho -volvió a repetir la joven.

-Lo he dicho, sí. La mujer es más buena que el hombre cuando es buena; la mujer es más perversa cuando es perversa. Cuando cayó el hombre, cayó en males reparables; cuando cayó el ángel, cayó en males irreparables; si Dios pudiera caer, sería el mal supremo.

-Me placen vuestros argumentos teológicos. Me gusta a mí, no puedo remediarlo, toda esa jerga escolástica.

-Siento mucho, Margarita, que no me hayáis comprendido, a pesar de que han pasado quince días desde la vez postrera que pronuncié esta amarga frase.

-Si no decíais eso..., ¿por qué...

-Os lo decía porque me habéis hecho muy desgraciado.

-Acaso a la única persona a quien yo... No quiero pronunciar la palabra.

-Es verdad...; la única persona que habéis despreciado -dijo Eduardo acentuando la palabra con profunda amargura.

-¡Caballero! -exclamó Margarita levantándose-. Caballero, conozco toda la trascendencia de esa frase. Yo sé lo que encierra. Sois un malvado; sí, un malvado. Idos..., idos... ¡Oh! ¡Si yo no fuese mujer...

Y se cubrió el rostro con las manos.

-¡Margarita! -exclamó Eduardo lanzando un ay desgarrador y profundo-. ¿Me creéis tan vil? ¡Oh! Si esa idea que me atribuís hubiera cruzado por mi mente, ahora mismo me rasgaría con mis propias manos las entrañas, y sacaría el corazón, y os lo arrojaría para que lo pisoteaseis.

Margarita, después de haber recobrado la calma, exclamó:

-Tenéis razón. Yo tomaba vuestras palabras por mis remordimientos.

-¡Oh! Sí, Margarita; permitid que me queje, que me duela; dejad al menos a mi dolor ese único desahogo.

-¿A vuestro dolor? En verdad que no os comprendo.

-¿No comprendéis que os amo?

-Sí, sí. Estoy... En fin, Eduardo, adiós, adiós; sí, adiós.

Y Margarita se levantó, abrió la puerta con rapidez, la volvió a cerrar con estrépito, mientras Eduardo se levantaba vacilante y caía de rodillas ante la puerta cerrada.




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- VII -

Eduardo padecía el delirio de los sentidos. Andaba ciego y perdido su corazón por un despeñadero, que pronto había de dar con él en obscuro y profundo abismo. Era enemigo de las empresas fáciles, y se empeñaba por lo mismo en atraerse los favores de aquella mujer, que, pronunciando la palabra amor, buscaba, sin embargo, cuantas ocasiones podía de humillarle a sus propios ojos. Margarita, dama de corte, muy dada a todo linaje de devaneos, sentía por Eduardo una especie de afecto que no había podido nunca satisfactoriamente explicarse. Ella, que gustaba ver pasar como sombras fugaces sus amantes, tan fugaces como los rápidos placeres del sentido, había posado su pensamiento en aquella frente pura y joven. Ella, que, anhelante siempre de goces, no sentía nada que fuera grande, imperecedero, ninguna de esas pasiones que se alimentan de las ideas, del espíritu, de la vida interior; ella, que se reía de cuantos pronunciaban la palabra amor, llegó a querer a Eduardo con pureza; como si la palabra del joven le hubiera abierto un mundo desconocido y maravilloso.

Sin embargo, alma corrompida, Margarita quería poner hasta las buenas pasiones al servicio de sus caprichos o de sus cábalas. Había caído en la abyección más profunda, y no podía levantarse de aquel cenagal sino impulsada por algún aura celeste, que no corría en aquella ocasión a su lado; por algún ejemplo de virtud, que en aquella ocasión no se presentaba a sus ojos. Además, la desgraciada Margarita se había visto menospreciada de un hombre; dolor que no podía cicatrizarse en su pecho, y gustaba de tomar venganza en ajeno corazón de la herida recibida en su pecho.

Así es que devoraba en silencio su amarguísima amargura, y preparaba el camino para tomar, del hombre que así la había burlado, honda y profundísima venganza.

Entretanto le acontecía al joven Eduardo que se iban borrando poco a poco de su mente y de su corazón los destellos luminosos del primer amor. El primer amor es como la inocencia, estado feliz del alma, que, perdido, no se recobra, y que lo lloramos y aun queremos volver a él; pero si viéramos abierto el camino, retrocederíamos espantados. Eduardo sentía el dolor de haber perdido su primera pasión por Ángela, más que por el mismo amor, por la desgracia que veía caer sobre la joven, objeto antes de sus aspiraciones y ensueños. Mas como padecía de enfermedad semejante; como no encontraba correspondencia en la mujer nuevamente amada; como al pasar el lodazal del vicio no había visto oculta ni una flor, antes muchas espinas, su propia desventura no le dejaba espacio para sentir y llorar las desventuras de Ángela.

¡Qué lucha tan larga, tan animada, sostenía consigo mismo! Así, al caer a la puerta de la habitación en que se encerró Margarita, de tal suerte se había transportado a otras regiones y tan profundamente dormido estaba, digámoslo así, en el seno de su pensamiento, que no echó de ver que había transcurrido largo espacio de tiempo, ni mucho menos que Margarita acababa de entrar por otra puerta, y le miraba entre compasiva y burlona. Mas era tal la admiración de aquella trágica actitud, que Margarita no pudo contener la risa, y soltó una prolongada y ruidosa carcajada.

El joven se sobrecogió, y levantándose precipitadamente, la dijo:

-¿Estáis ahí gozándoos en mi humillación?

-¡Sois buen actor!

-¡Es verdad; me habéis acostumbrado a fingir tanto!

-¿No habéis amado nunca?

-No me lo recordéis. Soy un infame. Amaba a un ángel, a una mujer divina, hermosísima, pura como el cielo, mujer que vivía retirada en el campo, sin más pensamiento que yo; sí, yo, que la he olvidado, y la he olvidado por vos.

-Nada me gusta en vos tanto como ese éxtasis bucólico, esa exaltación febril, ese recuerdo de un amor que, más que cierto, parece soñado.

-Sueño era, sí, de felicidad, que vos me habéis arrebatado; sueño deliciosísimo, del cual nunca debí haber despertado; sueño que me hubiera hecho pasar la vida entre flores y me hubiera conducido a despertar en el cielo.

-Per omnia saecula saeculorum -añadió Margarita-. Me agrada veros tan místico.

-Margarita -dijo Eduardo, cogiéndola con frenética fuerza del brazo-, estáis torpemente abusando de la primacía de mujer. Os gozáis en bañaros en la sangre que destila mi corazón. No me aborrezcáis, no me despreciéis, Margarita. Yo no puedo vivir sino en vuestro cariño; yo no puedo respirar sino a vuestro lado; yo no estoy en mí, estoy en vos. Me habéis robado el alma; doquier vuelvo los ojos, allí os encuentro; rodeáis todo mi ser como de una atmósfera. ¡Amadme, amadme por piedad, Margarita!

-Hay momentos en que, no podré negarlo, os creo.

-Me creéis, ¡oh! ¡me creéis!... Entonces adivináis cuánto padezco. ¿No es cierto que lo adivináis? ¿No es verdad que sentís palpitar mi corazón? ¿No se revela en esta mirada todo el fuego en que arde mi alma? ¡Oh! Margarita, si supierais cuánto os amo, no seríais tan cruel.

-¡Me amáis! Sentaos a mi lado; venid.

Eduardo se sentó, dejando caer la cabeza sobre el pecho, como cansado de luchar. El aliento de la joven, que subía hasta su frente, le volvía el ánimo y las fuerzas.

-Me amáis: yo quiero creerlo; necesito creerlo.

-¡Ah! ¿No os bastan mis palabras?

-No. ¡Palabras! ¡Cuántas y cuán hermosas he visto nacer, brillar; las he creído fijas, invariables, y al tocarlas se han convertido en humo, en nada!

-¿Obras queréis?

-Eso, eso.

-Pedidme los mayores sacrificios: que me desposea de mi fortuna para repartirla entre los necesitados; que me enganche en los ejércitos de África para conquistar nuevos países al nombre cristiano; que me vaya a vivir a un retiro; que renuncie al mundo, con tal de que me prometáis un día abrirme vuestros brazos y merecer...

Margarita, a medida que Eduardo se entusiasmaba de esta suerte, reía a todo reír de sus palabras.

-Ya lo veis -le decía-, ya lo veis. Ingenuamente os digo que os engañáis. Tratad, tratad de ahuyentar y desvanecer vuestras preocupaciones. Habéis leído muchas novelas, muchísimas, y os enamoráis de un imposible, y habláis de una manera tan ridícula...

-No puedo soportar el peso de vuestro sarcasmo, Margarita.

-¡Y decía que me amaba! -exclamó la joven con acento dulce y tierno.

-No os amo, es verdad; no os amo cuando ya no he muerto -contestó Eduardo acentuando estas palabras con un sollozo profundo y muy amargo.

-Convenceos, Eduardo, de que, si me queréis como decís, me queréis de una manera sobrado vulgar.

-No es vulgar sentir lo que yo siento; no puede serlo.

-Pero es vulgar, muy vulgar, decir lo que decís.

-No sé lo que digo; pero sé lo que siento.

-Para probarme que me amáis, me habéis prometido el ejercicio de no sé cuántas virtudes: la caridad, el patriotismo, la abnegación, el sacrificio; palabras todas de novela. Yo quiero otras pruebas.

-Si las queréis, hablad.

-¿Qué es en vos seguir la virtud? Es un instinto. Seréis bueno, muy bueno. Ser mejor, nada prueba. Es necesario que el amor verdadero trastorne todas las condiciones de nuestro ser, que nos levante a otra esfera que no habíamos imaginado tocar. El sacrificio de todos los placeres de la tierra nada importa. ¿Qué valen los placeres para el que sólo tiene uno, el de abismarse en el amor de la mujer que adora? El ejercicio de la virtud nada dice. La virtud, cuando se posee un alma pura y hermosa, es una ley de la vida, una condición de ser. Lo que se debe hacer para mostrar ánimo, es más, muchísimo más, Eduardo. Es romper todas las condiciones, todas las leyes de la vida, y así, sólo así se puede manifestar que el amor ha echado raíces profundas en nuestras entrañas.

-No os comprendo, Margarita.

-Ciertamente no me comprendéis; por eso no me amáis. Lo conocido, solamente lo conocido, puede ser amado. Y he ahí cómo venís a confirmar mis dudas, a probar la verdad de mis palabras. Vos amáis en mí acaso esta vestidura mortal, esta belleza mayor o menor, que en bien poco estimo; pero no amáis en mí lo que hay en mí de verdadero, de inmutable, el espíritu; y no amáis en mi espíritu, no ya sus virtudes, que ésas siempre son amables, sino lo que yo más deseo que sea amado, mis faltas y mis vicios.

-¡Vuestras faltas, señora, vuestros vicios! Yo no he visto sombra alguna en vuestra frente.

-¿No os lo digo? Os habéis propuesto hacerme reír a cada paso, y lo conseguís a las mil maravillas. Os estaba dando una prueba inapreciable de mi afecto, y la desestimáis torpemente. Yo no confieso mis faltas nunca sino a personas que comprendo que me han de querer a pesar de mis faltas; pero yo aspiro, no ya a que me queráis a pesar de mis faltas, sino con ellas y hasta por ellas; he aquí mi anhelo.

-Os querré como queráis.

-Os decía antes que debíais darme una prueba de ese amor que diariamente andáis encomiando, no siguiendo los buenos instintos del corazón, sino violentándolos.

-Pero ¿qué prueba es ésa?

-Un crimen.

Eduardo, espantado, se cubrió el rostro con las manos. La pasión era infinita, violenta, tempestuosa; pero aquella palabra le heló por un instante, como si le faltara sangre en el corazón. Margarita le miró por algunos instantes con su mirar burlón, sardónico, y comenzó a decirle:

-Ya veo, Eduardo, que amáis esas hermosuras pacíficas, tranquilas, dulces, buenas esposas, buenas madres de familia, que son la delicia de amor de un bourgeois o de un jornalero. Ya veo que no habéis nacido para el amor grande, tempestuoso, que debe reinar aquí en la atmósfera superior de la vida. ¿Lo veis? No podemos comprendernos: idos.

Y levantándose del diván, le señaló con ademán imperioso la puerta.

-¡Que me vaya, que me vaya! ¡Oh, no! Soy vuestro esclavo; mandad. Me he enajenado. Yo no soy yo. Soy vos, soy vos, por quien deliro.

La amenaza de aquella súbita separación había vuelto a derramar en el corazón del joven Eduardo todo el calor de su pasión. Margarita le tomó una mano, y un sacudimiento como eléctrico se dejó ver en todo su cuerpo. ¡Oh! Había huido del camino de la virtud, de la cual sólo conservaba algún pequeño destello, y a cada paso se hundía más y más en el hondo pantano del vicio.

-La hermosura resplandece más cuando las pasiones, los combates, las dudas, la iluminan con los resplandores rojizos del infierno. Creedme, Eduardo: sólo cuando hayáis adquirido un temple de alma bastante para consumar los mayores sacrificios por el ser que amáis, sólo entonces mis labios se confundirán con vuestros labios y nos perderemos en un amor infinito.

Eduardo temblaba como fascinado, seguía las miradas de Margarita, escuchaba los latidos de su corazón y se perdía en la luz de sus ojos.

-Ya sabéis ¡deshonroso es decirlo! que no me pertenezco; sabéis que soy vuestro, sí, vuestro. Imponedme condiciones, mandad, mandad, que yo obedeceré; mandad, sí, que yo soy un autómata; mandad..., pero no me mandéis un crimen.

-Sois un niño. Yo sé que por mí perderíais con gran contento la vida...

-¿Lo sabéis, y no os apiadáis de mí?...

-Sé que seríais capaz de las más grandes empresas.

-¿Y me atormentáis aún?

-Pero ignoro si sois capaz de un crimen. Ignoro si un día en que viera yo a un hombre que me ha despreciado, que me ha herido, que me ha maltratado, podré deciros: «Mirad ese hombre: debe morir; clavadle este puñal en el pecho.»

Y Margarita, volviéndose a un velador, abrió un estuche y mostró un puñal, cuyo mango, de varias piedras adornado, brillaba como las escamas de la serpiente heridas por los rayos del sol.

-Mirad, Margarita. A ese hombre de que me habláis le escupiría en la frente, y después me batiría con él a muerte, importándome poco el desenlace; porque si vencedor, os vengaba, y si vencido, moría por vos, dichas ambas muy gratas a mi alma.

-He ahí lo que yo no puedo, lo que yo no debo, lo que no quiero consentir. En primer lugar, os doy por razón suprema mi capricho. En segundo lugar, no me agradaría que ese hombre se gozase en la muerte de un caballero. En último lugar, ¿y si os mataba? Me quedaría sola, Eduardo.

Dijo estas palabras con un acento tal, clavó sus ojos con tan profunda intención en los ojos de Eduardo, que el joven creyó que Margarita le amaba de veras, y un placer inmenso, indefinible, le transportó a otras regiones, como si una demencia inexplicable poseyese su espíritu.

-Margarita, por vos soy yo capaz de todo. Para mí no hay más bien que vuestro amor, ni más mal que vuestro desdén. Amadme, sí, sí, amadme.

-Os amaré si hacéis lo siguiente: mañana doy un baile, y baile suntuosísimo. Aquí debe venir un hombre vestido de negro, y que a la una debe entrar en este gabinete. Cuando yo cante el aria de la Lucrecia al piano, entráis y le traspasáis con este puñal el corazón.

-¡Margarita! ¡Oh, no, eso no puede ser!

Margarita le miró con desdén, volvió la cabeza con ademán altivo, y le dijo:

-He dado mis órdenes. Las habéis oído. Ahí tenéis ese puñal. O hacéis lo que os digo, o al día siguiente, cuando vengáis a mi casa, os echarán como a un perro los lacayos.

Y se fue sin añadir palabra.




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- VIII -

En la noche que había señalado Margarita, presentaba mágico aspecto su hermosa casa. El baile anunciado se celebraba en los espaciosísimos jardines de aquella magnífica vivienda. Estaba el cielo puro, la luna derramaba su argentina y melancólica luz en los celajes. Los árboles, cargados de lozanas flores, ostentaban luces de mil colores, en su vario follaje escondidas, luces que derramaban reflejos misteriosos e indefinibles. Las fuentes se levantaban a los cielos en argentadas columnas, descomponiendo al caer los varios rayos de luz que herían sus líquidas perlas. Hermosas macetas, conteniendo las más variadas flores; aves presas en doradas redes, que tomaban por día la hermosura y claridad de aquella noche, y despedían dulces notas acompañando a la música, que derramaba ondas de armonía en los aires, eran nuevos encantos de aquel edén.

Entre tantas flores y fuentes, alrededor de aquellas luces, faltaban las mariposas, y bien pronto se pobló de beldades el jardín, de beldades que en esa tierra pagana recordarán siempre con sus encantos la hermosura de las olímpicas diosas.

Apenas se comenzó a poblar el salón, vióse aparecer a Margarita. Estaba hermosísima. Vestía un rico traje blanco; prendía su cabeza con algunas rosas naturales entrelazadas con pequeños diamantes, que parecían gotas de rocío cuajadas en sus sedosos cabellos; mostraba desnudos sus brazos y su torneada garganta, y reunía con admirable gusto el lujo a la severa elegancia. Apenas había saludado a todos, cuando se acercó a ella un joven rubio, de ojos azules, de buen continente, y tomándola una mano, le dijo:

-Siempre injusta.

Margarita se quedó pálida, mortal; apretó las manos del joven con gran efusión, y dijo:

-Siempre cruel. ¿Venís a recordarme mis debilidades y vuestro triunfo? ¡Oh! Me avergonzáis.

-Margarita, os he querido hacer buena. Pretendí enseñaros el verdadero amor. Veo que ya es tarde.

Margarita se estremeció al oír estas palabras, y dijo con acento muy tierno, entrecortado por la profunda emoción que sentía:

-Sí, ya es muy tarde. Acaso la eternidad levante pronto un abismo entre ambos.

-¿Pensáis moriros pronto?

Un grupo de convidados vino a cortar muy pronto el hilo de esta conversación. Entre ellos se encontraba Eduardo. Pocas veces había sentido nuestro joven un dolor más verdadero y más profundo. Margarita, su amor, su ensueño, su vida, andaba de círculo en círculo, recogiendo larga cosecha de adulaciones, escuchando palabras de afecto más o menos apasionadas, reinando sobre todos los corazones; y en aquel vértigo de placer, en aquel desvanecimiento, no se acordaba de su amado, de Eduardo, que la seguía con el corazón lleno de pena y con los ojos arrasados de amarguísimas lágrimas.

Después de largo espacio de tiempo, después que ya se encontraba el baile en ese período en que nadie se acuerda de nadie, en que todos consagran su atención, o bien a la fiesta, o bien a un ser que ocupa el pensamiento, o bien a la pareja con quien hablan o danzan, Eduardo, en extremo dolorido, se asentó en un rincón del jardín, bajo una especie de dosel que formaban varias acacias entrelazadas, cuyas flores de vez en cuando caían sobre su frente arrancadas por el soplo de la brisa del mar, que se veía a lo lejos iluminado por los rayos de la luna. Eduardo pensaba con tristeza en la felicidad de los seres inanimados. «¡Cuánto más feliz que yo, decía, es la vida que se mueve a impulso de una ley que no conoce, y esa flor que, al caer del ramo en que estaba, nada siente, y esa luciérnaga que vive sin conocimiento de sí bajo una hoja, y todo cuanto en el mundo carece de libertad y se ignora a sí mismo; cuánto más feliz es que el hombre, cuya conciencia le sirve sólo para mostrarle su pequeñez, cuya libertad es un perpetuo y horrible combate!»

Apenas acababa de hacer estas reflexiones, cuando sintió una mano que caía ligeramente sobre su hombro. Volvióse de repente, y se quedó extático y embebido ante Margarita. El aroma de las flores, la brisa, los suspiros que por doquier resonaban, las palabras que llenaban la atmósfera, el vapor del baile, las armonías de la música, la pasión que henchía todos los corazones, las infinitas ilusiones que cual nube de mariposas volaban en su mente, todo, todo cuanto veía y pensaba, convidaba al amor.

-Eduardo, ¿me habéis ya olvidado? -dijo Margarita con acento dulce y de una delicada ternura.

-¿Vos me lo preguntáis? He estado aquí, siguiéndoos por todas partes, mirando cuánto os divertíais, contando los brazos que os recibían y estrechaban en el calor del baile, y sintiendo las palabras que os decían y contestabais, palabras horribles, que caían como gotas de plomo derretido sobre mi corazón.

-Es necesario decirlo todo. Eduardo, conozco que padecéis.

-Decidme, Margarita: ¿os habéis empeñado en que os aborrezca?

-No, me he empeñado en que seáis feliz, completamente feliz conmigo, que os amaré con todo el fuego de mi alma, lejos del bullicio del mundo, en el retiro, en la soledad, allí donde podamos formarnos un espacio para nosotros solos, en que todo sea placer y amor y contento, en que veamos, unido uno en brazos de otro, huir el tiempo mansamente, sin acordarnos ni de ayer ni de mañana, sino de aquel instante de felicidad, que se puede prolongar por toda la eternidad.

Y al decir estas palabras, sus ojos lanzaban como rayos de amoroso fuego sobre Eduardo, y sus pequeñas manos, trémulas, se perdían entre las manos del joven, y su aliento, como el perfume embriagador de hermosísima y fresca rosa, ascendía hasta los labios del cuitado, que, fuera de sí, anhelante, se pasaba la mano por la frente para convencerse de que no era presa de un sueño, pues nunca había oído palabras semejantes de Margarita, de aquella mujer por cuyas miradas hubiera dado su vida.

-¿No me decís nada? -exclamó después de algunos instantes Margarita, dejando caer la mano del joven como muestra de dolor y duda.

-¡Que no os digo nada! ¿No os dice nada este corazón que quiere saltar de mi pecho a impulso de mi trastornadora alegría?

Y Eduardo, cogiendo con efusión la mano de la joven, se llevaba al corazón como fuera de sí, y delirante por la felicidad en que le había sumergido, felicidad tan nueva que le parecía mentira o soñada.

-Pero, como muchas veces, Eduardo, os he dicho, no puedo creer en vuestro amor, en esa pasión que me pintáis tan exaltada y tierna, si una prueba de amor decisiva, inmensa, no viene en abono de mi fe.

-¿Qué prueba queréis?

-Mirad: ¿veis aquella puerta que se abre? ¿Veis aquel joven apuesto que entra en aquel gabinete y que se dirige al mismo? Pues bien: ¡ese hombre ha de morir esta noche asesinado a vuestras manos!

-¡Margarita! -dijo Eduardo con acento desgarrador-. ¿Queréis introducir el demonio del crimen y de la deshonra en el cielo de nuestro amor?

-Os he conocido -contestó Margarita con despecho-. Dejadme. No quiero saber nada de vos; dejadme; idos. Ese hombre me ha deshonrado. Ese hombre ha arrancado indignamente de mí la virtud y la pureza. Ese hombre, después, me ha despreciado. Ese hombre ha libado a la fuerza el amor que yo sólo guardaba para vos. Ese hombre me ha escupido a la cara. Y ahora, cuando os pido venganza, sí, venganza; cuando deseo que este puñal, sí, este puñal, regalo suyo, se lo clavéis en el corazón..., huís de mí y me dejáis sin venganza!

-Margarita, ¡por piedad! -exclamó Eduardo.

-¡Y yo que lo tenía preparado todo para la fuga; yo que no me he ido con vos lejos, muy lejos de Nápoles, porque esperaba ver lucir esta noche la rojiza luz de venganza; yo, que después, en el golfo, a la luz de la luna, sólo en nuestro amor pensaba, mientras las brisas me encaminaran a las playas de Sicilia, para de allí huir a más lejanos países; yo, que pensaba deciros todo lo que por mí pasaba, entregaros mi corazón, juraros un amor eterno, inmenso, fuente de nunca gustados deleites!...

Eduardo se acercó a Margarita, la estrechó contra su corazón, imprimió un ardoroso beso en sus labios, tomó el puñal que brillaba en su mano, y a todo correr se dirigió a la escalera de mármol que abría paso del jardín a las habitaciones superiores del palacio. La joven pronunció, lanzando una prolongadísima y amarga carcajada, estas palabras:

-¡Ah! Ya estoy vengada.

Y con paso lento y con singular frialdad fue a buscar a sus convidados, hablando a todos con tal indiferencia y calma como si nada sintiera.

Después de haber conversado con varios de sus convidados, se dirigió a un asiento donde había dos jóvenes solas, y comenzó a hablarles de esta suerte:

-No puedo guardar un secreto. Me pesa en el corazón, y aunque destruya el efecto que yo apetecía, voy a deciros lo que os preparo, con la condición de no imitarme, de no decir a nadie, absolutamente a nadie, lo que yo os voy a confiar. ¿No habéis oído hablar de una joven cuya voz es prodigiosa y cuyo canto tiene una melodía celestial?

-Sí -dijo una de las jóvenes-; me han dicho que es un portento, y excita el entusiasmo de cuantos la escuchan; que anda por las calles con un pobre anciano, y que sólo canta una vez al día para adquirirse el sustento necesario. ¡Oh! Tendremos mucho gusto en oírla.

-Es ésa -dijo Margarita-; esas son las señas, esas son. Es hermosísima. Pero me ha exigido que la deje sola en uno de los kioscos, en compañía de su padre, y que desde allí cantará, porque no quiere presentarse ante la sociedad; y como todo esto aumenta los encantos de la sorpresa, no he dudado un punto en acceder a su deseo.

-Has hecho muy bien -dijeron a una ambas jóvenes.

-Después que yo haya concluido el aria de Lucrecia Borgia debe dejarse oír su voz, según tenemos precisamente convenido.

Mientras esto acontecía en el jardín, veamos lo que pasaba a Eduardo. El amor, cuando sin pararse en lo justo llega a enardecer la sangre, suele embriagar como el vino. Eduardo había sentido en su vida dos pasiones por dos objetos distintos. Al salir de la inocencia, cuando el alma se abre a las auras del cielo, había sentido un amor puro, infinito, por Ángela. Este amor era el amor del alma, sin mezcla alguna de mal; era hermoso e inocente como la mariposa, como la flor, como la gota de rocío, pues la inocencia es la primavera de la vida, y como la primavera, presenta la vida en flor, con toda la prístina pureza que le infundió el Creador. Esta pasión era el ángel de la guarda, que bajo sus nacaradas alas protegía sus ensueños y sus virtudes y sus ilusiones, y todo cuanto hay de divino en el espíritu. Así, mientras esta pasión habitó en el pecho de Eduardo, su vida corrió entre flores, retratando el cielo.

Pero un día el sentido se despertó, y perdiendo la vida su natural equilibrio, el sentido se llevó tras sí el alma. Eduardo vio a Margarita, y la amó; pero con un amor tormentoso, desasosegado, febril, con el amor de los sentidos. Encontró resistencia, y resistencia porfiada y tenaz; encontró también dudas, temores en el corazón de Margarita, donde todos sólo habían encontrado un instante de placer, y el delirio de su deseo le enajenó, haciéndole olvidar hasta la existencia de su alma y el recuerdo de su amor.

En esta pasión, su corazón ardía como el fuego, pero próximo siempre, por lo mismo, a convertirse en cenizas, a evaporarse en humo. La pasión que había tenido por Ángela, a pesar de aquel prolongado olvido, lucía como luce siempre el sol aun cuando venga la noche.

Pero aquella luz purísima le había retirado sus rayos. Así, en su alma no había más que negra noche y tristísima tempestad. El amor frenético, delirante, le llevaba como de la mano a la perdición. Las buenas pasiones impelen blandamente al hombre en su carrera por la vida. Un alma sin pasiones sería como una estrella sin luz. Pero las perversas pasiones desquician la vida, burlan y encenagan sus claros y puros manantiales.

Eduardo, oyendo sonar las febriles palabras de Margarita; entusiasmado con sus pinturas de un porvenir delicioso, que él anhelaba con esa fiebre delirante de los sentidos; enardecido por el beso que acababa de recibir, tras el cual había por tanto tiempo desaladamente corrido; aguijoneado y espoleado por el deseo, en aquellos instantes oía sólo el zumbido del viento de sus pasiones, y sólo sentía el ardiente hervir de su encendida sangre.

Así se lanzó al salón donde estaba el joven que le había señalado Margarita. Éste se dejó caer sobre un diván, diciendo: «Me flaquean las piernas. Estoy cansado.» Y a los pocos instantes, aunque luchaba tenaz y porfiadamente con el sueño, procurando levantarse y frotarse los ojos, se quedó profundamente dormido. Entonces entró Eduardo, y se quedó contemplando silenciosamente, en actitud de meditar, las consecuencias de la escena infame a que le arrastraban sus desbordadas y tormentosas pasiones.

-Voy a matar, decía, a un hombre. Voy a matarle a sangre fría. ¿Qué habrá en estas pasiones que así me ciegan? ¿Qué habrá en mi corazón que así se conturba y estremece? Horas dulcísimas del amor dulce y tranquilo, ¿qué os habéis hecho? Pero esa mujer, esa mujer me ha trastornado el alma. Mi sangre no se renueva sino al contacto de su aliento; mi corazón no late sino en su presencia; mis ojos no tienen luz si no la toman de sus ojos. Por un beso daría cuanto soy; ¿por qué al recibirlo no he de dar mi alma? Y voy a cometer un crimen, sí, ¡un crimen! ¿Se habrán borrado de mi conciencia las nociones de lo justo y de lo honesto? ¡Ay! En mi alma no hay más que un pensamiento, no hay más que un anhelo: triunfar de esa mujer. Verla en mis brazos amante, esa es mi aspiración única, el deseo encerrado en el fondo de mi alma. Parece que esta pasión me arranca el corazón, y me muerde en mis entrañas, abrasándolas como las tenazas del infierno. Todas estas angustias, todos estos dolores podrán aplacarse el día en que esa mujer me pertenezca, el día en que esa mujer me siga y me pida una mirada, como yo ahora la sigo anhelante, y padezca todo el martirio inmenso que yo padezco. Y ¿no es dable, para conseguir este fin, pasar por encima de las entrañas de un hombre? El menor de nuestros deseos cuesta la vida a infinitos seres. Nos alimentamos de la muerte. Cubrimos nuestras carnes con los despojos de todos los seres. En la gota de agua que bebemos para aplacar la sed, destruimos el mundo de infinitos insectos. Y si por todas partes dejamos grabadas huellas de destrucción, de ruinas, de muerte, ¿no ha de sernos posible acabar con un hombre que se levanta en nuestro camino? ¡Ay! Pero no conozco a ese hombre. No me ha hecho ningún mal.

Y cuando estas reflexiones cruzaban por la mente de Eduardo, se oyeron las apasionadas notas de la Lucrecia, que lanzaba al aire la voz de Margarita.

-¡La señal! Sí, la señal del crimen. Ese hombre ha devorado el amor de esa mujer que me trastorna el sentido; ha alcanzado una felicidad indecible, inexplicable, y acaso en sus ensueños se esté burlando de mí. Muera, sí, muera, ya que es necesario para que yo sea feliz.

Y al pronunciar estas palabras, levantando el puñal, se dirigió al diván donde estaba durmiendo la víctima.

Pero en aquel mismo instante se oyó una voz dulce, ternísima, un canto celestial, que parecía descendido de las esferas celestes, una armonía desconocida de oídos mortales, que embargaba los corazones y se llevaba tras sí el pensamiento: era una voz que caía sobre el corazón como el rocío sobre la flor; que derramaba una melancolía dulcísima, esa melancolía que sólo es dado sentir a la virtud, y que un poeta, en su divina habla, ha llamado la nostalgia del cielo.

Eduardo se detuvo un instante a la primer nota, y retrocedió apenas el canto se levantaba al cielo. Arrojó el puñal en seguida, y abriendo una ventana maquinalmente, se avanzó con delirio a respirar auras que venían bendecidas por tan divina voz. Su vida, turbada momentos antes, como el mar tempestuoso y agitado, se fue calmando, y poco a poco parecía como el mar sereno, que retrataba las estrellas del cielo. No se atrevía a respirar: tan extasiado y fuera de sí estaba. Y, en efecto, el alma tiene alas, y las tiene para volar a Dios. Cuando el lodo del mundo cae sobre las alas, pesan tanto que no pueden levantarse ni cernerse en los aires. Pero cuando un soplo celeste las impulsa, vuelven a tomar su rumbo, y nos llevan a lo infinito, que es nuestra patria, que es el centro de nuestras almas. Así, en aquel supremo instante, el alma de Eduardo se levantaba, sacudía el polvo del mundo y volaba en pos del eterno e inmoble norte de la vida. ¿Quién no ha sentido alguna vez ese misterioso y extraño éxtasis? Así es que ya se había apagado aquella melodiosa voz, y aún estaba Eduardo en la ventana embebido en sus pensamientos. Pero de pronto se le ocurrió una idea: «Yo he oído esa voz, sí; yo la he oído alguna vez.» Y entonces vino a su imaginación el recuerdo de los días felices de su puro amor y la imagen de Ángela. Entonces vio el mar tranquilo, el cielo sereno, las orillas sembradas de flores, y las flores de mariposas; la aguja del campanario de la aldea dibujándose en el firmamento; las blancas velas henchidas por las brisas, como su corazón de alegría; los amorosos sauces, que, movidos dulcemente, gemían como si aprisionaran un alma; la fuente misteriosa, y al lado de la fuente y bajo los sauces, alimentando en el hueco de la mano con dorados granos de trigo a las blancas palomas, el puro ángel de su primer amor.

Entonces ardió en ansia, en anhelo de ver a Ángela, de preguntar de dónde salía aquella voz y postrarse de hinojos ante el ser que le había apartado del crimen, que le había vuelto a mostrar el cielo de la inocencia. Y al bajar, vio que todos los convidados iban ya desapareciendo, que se apagaban las luces del jardín, y que Margarita, cogiéndole de la mano, decía:

-¡Huyamos, huyamos!

-¿Adónde hemos de huir? -contestó Eduardo.

-A ser felices -dijo con entusiasmo Margarita.

-¡Oh! Yo no puedo ser feliz sino viendo el ser bendito que ha derramado esos cánticos en el aire, esos cánticos que me acaban de apartar del crimen, pues son el santo recuerdo de mi primer amor.

Apenas pronunciaba estas palabras Eduardo, aparecía el joven convidado en la escalera, y traía en la mano el puñal; y dirigiéndose a Margarita, exclamaba:

-Os entrego este puñal. Guardadlo. Lo he encontrado al despertar, a mis plantas, y os lo entregué un día como símbolo perfecto de lo que es vuestro brillante amor.

Y saludando después a Eduardo, salió del jardín, que estaba ya solitario, alumbrado por los opacos rayos de la luna, que se iban apagando en la primera luz del naciente crespúsculo.

-Eduardo, ¿me habéis despreciado? ¿Habéis preferido vuestra virtud a mi amor? ¡Qué desgraciada soy!

-Esa mujer que ha cantado, o, mejor dicho, ese ángel, ¿dónde está, dónde? -preguntó el joven.

-Se ha ido.

-¿Dónde, dónde?

-No sé.

-Es mi primer amor.

-Vos soñáis.

-Ella me inspiró mis primeros sentimientos.

-¡Eduardo!

-¿Qué habéis hecho de ella?

-Ya os lo he dicho; se ha ido.

-¿Hace pocos instantes?

-Muy pocos.

-¿Hacia dónde va?

-Hacia la playa.

El joven, sin despedirse de Margarita, afectado por aquella revelación, combatido por mil distintos pensamientos, salió a la calle, y se dio a correr por las encrucijadas de Nápoles, sin curarse de lo vago de las señales dadas por Margarita, ni de la imposibilidad en que estaba de encontrar a la joven a tales horas y en tan intempestiva sazón.




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- IX -

El ver la impresión producida por la palabra de la joven cantora en el alma de Eduardo, fue una de las revelaciones que Margarita sintió de lo que pasaba en su corazón. Caprichosa, sin educación de ningún linaje, con gran talento, acostumbrada a la lucha de las pasiones, corroída por una profunda inmoralidad, sagaz, vengativa, acostumbrada a triunfar de todos sus enemigos, quería vengarse, por mano del más rendido de sus esclavos, de los desdenes que a su amor hiciera el más altivo de sus adoradores.

Pero al ver que no había tenido poder bastante sobre aquel corazón para inclinarlo al crimen; al ver que en un instante, desvanecido por el eco de una voz, aquel amor tan ardiente, pertinaz y rendido se había eclipsado, Margarita sintió que la víbora de una gran pasión le mordía las entrañas; sintió que amaba a Eduardo. No le cabía duda: tenía allí el primer amor del joven. Dirigióse al kiosco, que estaba en lo más apartado del jardín, e hizo salir a la joven.

-Permitidme, anciano -dijo al padre de Ángela-, que hable algunos instantes en secreto con vuestra hija.

Y la llevó a un lado del jardín. La luna, hiriendo la pálida faz de Ángela, aumentaba su palidez y su hermosura. Margarita, al mirarla, ardió en horribles celos; celos, sí; en celos por un hombre a quien momentos antes despreciaba, y de cuyo amor se reía.

Bajo una especie de dosel que formaban algunas hermosas enredaderas, al lado de una bullidora fuente, en la cual lucían algunos faroles a medio apagar, se asentaron las dos jóvenes, y Margarita comenzó a hablar de esta suerte:

-Cantas muy bien, hija mía, muy bien. ¿Por qué no piensas en ir a un teatro?

-Porque mi madre me ha enseñado el camino de la virtud, diciéndome que está muy sembrado de escollos. Y si en esta desconocida senda por donde yo ando encuentro a cada paso espinas, ¿qué no me sucedería si hollase más anchurosos espacios?

-No me parecen mal las máximas de tu madre; pero voy a hacerte alguna reflexión. Si a los escollos naturales de tu pobreza añades con esos escrúpulos otros escollos, ¿de qué te servirán los dones recibidos del cielo? Pasarás tu vida ignorada y pobre.

-No me importa gran cosa, señora. Yo en el campo canto para mí, para Dios. En al teatro cantaría para los hombres. Preguntadle al jilguero si prefiere la jaula de oro al pobre arbusto, y que su canto regale los oídos del príncipe, o se pierda en la inmensidad del espacio.

-Tienes mucho talento, joven. Y ¿puedo saber de dónde has venido y por qué has venido a Nápoles?

-Os lo diré, señora. No lo oculto. Creo que no debo ni pensar ni hacer cosa que no pueda decirla delante de todo el mundo. Yo he amado mucho. Mas el joven a quien amaba ha desaparecido a mis ojos. Y he venido a Nápoles a saber si es vivo o muerto. Y nada he podido saber aún. Y por eso entro en los palacios, y por eso canto, y mi voz es el reclamo de mi amor.

-Y ¿quién te ha dicho que ese joven te es fiel?

-Me dice el corazón que no ha podido olvidarme.

-Y ¿cómo se llama?

-Sólo sé su nombre. Se llama Eduardo.

Margarita, al oír pronunciar el nombre de Eduardo, sintió tal emoción y tan profunda, que se levantó instantáneamente del asiento; pero reflexionando también de una manera súbita, en unos de esos instantes en que la reflexión se confunde con el instinto, se volvió a sentar pálida, demudada, y cogió con fingida efusión las manos de Ángela.

-Eres muy desgraciada.

-Sin duda, muy desgraciada. Pero lo soy porque tengo el íntimo convencimiento de que es desgraciado Eduardo.

Margarita lanzó una de esas carcajadas amargas y sardónicas.

-¡Desgraciado! Sí, tienes razón, mucho.

-¿Le conocéis, señora, le conocéis? ¡Oh! Sois muy buena. Sois mi salvación. Seréis mi guía. ¿Vive, vive?

-Vive.

Un alborozo infinito se pintó en el rostro de Ángela. Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas, y un suspiro profundo mostró que había desahogado de inmensa pesadumbre su corazón oprimido.

-Veo que le amáis mucho.

-¡Oh! No sé decirlo.

-Pero él ama.

-¿A quién, a quién ama?

-A mí -dijo Margarita dándose un fuerte golpe en el pecho, y mirando con altivez a Ángela, que contemplaba estupefacta a su rival-. Sí. Me ama a mí, a mí sola -decía Margarita-. Pero no con ese amor que se contenta con un suspiro, con una mirada, con un recuerdo; que habla del cielo, de los ángeles, de Dios; sino con el gran amor, con el amor de los sentidos, que exhala fuego y ardiente lava; con ese placer inmenso que goza hasta en el crimen, hasta en la deshonra, y que se burla de esa falsa moneda que ha dado el mundo en llamar virtud, que no es sino insensibilidad, frío, nada.

Al oír estas palabras que ciego despecho dictaba a Margarita, lejos de perturbarse, levantó Ángela con serenidad la frente, miróla de hito en hito, y dijo:

-Señora, no os entusiasméis así. No encarezcáis el mal de esa manera. Os compadezco. Estáis enferma. La úlcera de un mal horrible os lacera el corazón. Curaos pronto, señora; curaos muy pronto, porque corréis grave peligro de perder en flor un alma que acaso Dios haya formado para el cielo.

-No te entiendo, joven. Amas al mismo hombre que yo amo; dudabas de su felicidad, de su amor; acabas de saber que te ha olvidado, y, lejos de mostrar dolor o pena, vienes predicándome, a guisa de misionero. Y ¿a eso llamas tú amor, a eso pasión? ¡Ja, ja! -añadió dándose a todo reír con la risa convulsiva que le era tan peculiar-. Eso es fría insensibilidad.

-Señora, veo que afortunadamente no alcanzáis los misterios del dolor. En este mundo tan hermoso a los sentidos, todo es violento y todo fugaz. El placer es intenso, pero breve; el dolor es grande, pero rápido. Las pasiones crecen hasta parecer una gran tormenta moral; pero, como la tormenta, son breves, y pasan como las ráfagas del huracán por el alma. He aquí por qué mi dolor, sereno, tranquilo, vivirá mientras yo viva, al paso que ese vuestro engañoso amor pasará como una exhalación, como una tromba, sin dejar nada en pos de sí más que tristes ruinas.

-¡Qué lenguaje! Me mueve a maravilla. Confieso que me atrae por lo nuevo, y por lo desusado me cautiva. Dime: ¿y tú no envidias el lujo de estos jardines y de estos salones? ¿No desearías los aplausos de las gentes? ¿No vivirías contenta en este mundo?

Como se ve, el alma de Margarita era muy impresionable también. Al ver aquel dolor tranquilo que no lloraba, que no se retorcía, que se ocultaba cuidadosamente en el fondo del alma, sentía una especie de admiración, como si estuviera en presencia de algún grandioso espectáculo de la Naturaleza.

-Siento tener que decir todo lo que de este mundo se me alcanza -dijo Ángela-. Yo he visto en las playas de mi patria, bajo la cabaña del pescador, a la madre, rodeada de sus hijos, contenta y feliz al repartirles un pedazo de pan moreno y una taza de leche, gozosa en verles levantar sus bracitos, como los pajarillos pían y aletean en su nido cuando les manda la Providencia el pequeño grano de dorado trigo. Pero he entrado en estos salones, en estos palacios, y he visto el esposo casi separado, por el respeto y la etiqueta, de su esposa; los hijos separados de la madre, y puestos a disposición o de un aya o de un frío preceptor, capaz sólo de endurecer los corazones; la naturaleza que humedece y refrigera el espíritu, alejada de aquí, o, cuando menos, violentada y contrahecha en estos jardines, cuyos árboles me parecen de trapos; y en vez del santo amor, he visto desconsoladora desconfianza.

-Y, sin embargo, al fondo de tu cabaña ha ido la desgracia, y te ha maltratado y te ha herido.

-Pero oídme, oídme. Al fin no soy tan desgraciada como vos. Yo, en el fondo de mi cabaña, he conservado la pureza del alma, que vos habéis desgraciadamente perdido en el fuego de estas bujías, en el esplendor de estos salones. Yo no he hecho mal a nadie, y vos habéis penetrado como una sombra maldita en el cielo de mi amor. Yo sabré padecer, sabré llorar, y vos no os veréis habitada ni por el dolor. Y puedo aún levantar el corazón a Dios, y pedirle para vos felicidad; y vos sólo podéis pedir al infierno venganza.

-¡Ángela! -gritó Margarita, horrorizada de la verdad de aquella pintura, y de la crueldad de aquel paralelo.

-Mi recuerdo será siempre en vos un remordimiento; vuestra memoria, en mí una fuente de compasión. Yo, en la soledad del campo, tendré a Dios presente siempre en mi espíritu; vos, en el ruido de las orgías, tendréis presentes siempre vuestras acciones y vuestras obras. Yo puedo amar no correspondida; puedo, a despecho de la ingratitud y del olvido, guardar en el corazón y en la memoria el nombre del que una vez amé; vos, en sus brazos, no seréis nunca feliz, ni podréis darle la felicidad, que sólo consiste en la virtud de vivir vida tranquila y en la esperanza de aguardar serena muerte.

-¡Ah! ¿No se habían de amar? -exclamó Margarita, levantándose del banco donde estaba sentada, y dando paseos de un lado a otro, como si quisiera desasirse de una pesadilla-. ¿No se habían de amar con delirio? Eran dos almas puras que se encontraban en el mundo, eran dos corazones que vibraban como las cuerdas de una lira. Ese amor debía ser un canto, la luz de la luna, el rocío, como todo lo que hay puro y divino en la Naturaleza. Amaban por la vez primera; amor dulce, tierno, que no se ha propasado a desflorar la virginidad de los labios ni con un beso.

-¡Y vos, como la serpiente, habéis entrado en ese paraíso, y habéis desvanecido ese dulce sueño de la inocencia! -exclamó Ángela.

Al oír estas palabras, se rehízo Margarita. Toda la sensibilidad que empezaba a posesionarse de su corazón se desvaneció, se deshizo como un ataque de nervios pasajero. Asió por el brazo fuertemente a Ángela, y dejándolo después caer con violencia, la dijo:

-¿No os bastaba mi confesión? ¿Venís a gozaros en verme humillada? ¿Creéis, por ventura, que yo he cedido el amor de Eduardo? Cederé, sí, cederé, sólo por tomar de vuestro orgullo venganza.

-¡Ah! Señora, tenéis razón. Un instante de vértigo y de dolor me ha hecho orgullosa. Perdonadme, perdonadme. A veces en la amarga espina está la salud, y en la rosa el veneno de la víbora. Todos, todos somos iguales. Todas las mariposas, aun las de más bellas y cambiantes alas, son míseros gusanos. Pero confesad que es muy triste verme así abandonada y solitaria, cuando él, sí, él llenaba con su amor el mundo; verme abandonada cuando yo más le amaba; verme abandonada cuando sólo pedía a su pasión algún recuerdo o algún suspiro, o que alguna vez, de tarde en tarde, viniese a escuchar una canción de amor, que acompañaba el rumor de aquella fuente, único testigo de nuestra felicidad y de nuestra pasión.

-¡Pobre Ángela! -exclamó Margarita-, pero no, no; yo no debo compadecerte. No, no te quedes aquí. Vete, vete. Tienes razón. Eres mi tormento. Lloras, amas. Así que conoces en ti alguna falta, la confiesas. Vete; aborrezco tu virtud por no aborrecerme a mí misma.

-No me iré. Pienso quedarme.

Al oír estas palabras, ardió en celos, en horribles celos, Margarita. Todos sus instintos perversos, dormidos antes, se despertaron en tropel de repente. Un temblor convulsivo se apoderó en todo su cuerpo. Sus ojos parecían próximos a salirse de sus órbitas. Miraba a Ángela con fascinadora mirada, como la serpiente al pajarillo.

Ángela, que nunca había conocido tales luchas, que jamás había pasado por aquellas tristes circunstancias, sentíase como bajo la fuerza de un gran influjo magnético y padecía horriblemente.

-¿Te quieres quedar? -dijo Margarita con acento entrecortado por la rabia-. ¿No quieres abandonarme tu amante? Yo lo he arrancado ya de tu corazón. Verás, si te quedas, nuestros abrazos; oirás nuestros besos de amor. Yo me gozaré en verte pálida, trémula, eclipsada esa hermosura por el dolor y por los celos. Me gozaré también en ver mi triunfo sobre ti, la fecundidad de mis placeres y la fría infecundidad de tu virtud. Me gozaré, sobre todo, en verle a él, avergonzado, humillado, triste, dolorido, delante de ti, con los restos de su amor en la memoria y la marca del vicio en la frente, padeciendo los más horribles dolores. Yo...

-¡Callad, callad, por Dios! -dijo Ángela, cayendo de rodillas a los pies de Margarita-. ¡Callad! No debo volver a verle. No le haré apurar el cáliz de la amargura hasta las heces. No quiero que al verme fiel, con las palabras de amor en los labios, se muera de vergüenza. Decidle que yo le he sido infiel también; que me he casado por vengarme, para que no padezca. Yo, muerta de amor, abandonando por él a mi madre, cantando por esas calles de Nápoles sólo por recoger un rayo de su mirada, yo debía ser un espectáculo triste a sus ojos. Yo debía derramar un dolor muy vivo en su corazón.

Y Ángela lloraba amarguísimamente; lloraba como si se le partiese el corazón, y añadía las siguientes sublimes palabras:

-Me iré, sí; me iré. No quiero causarle nuevo daño; haré este sacrificio por mi amor. ¡Ah! Señora: cuando vos le veáis; cuando se unan vuestras miradas en un éxtasis infinito; cuando dulces palabras caigan en vuestros oídos; cuando, confundidos en un suspiro vuestros corazones, os juréis con voz entrecortada por el delirio de la pasión, eterno amor, ¡ah, Dios mío! que en aquellos momentos de felicidad la sombra de esta desgraciada no se aparezca nunca a los ojos de Eduardo.

Y diciendo estas palabras, se levantó, se enjugó las lágrimas, y se fue donde estaba esperándola su padre; le dio un beso en la frente, y salieron ambos del jardín. La aurora lucía ya con todo su esplendor en el horizonte.




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- X -

Margarita se quedó extática. No comprendía lo que por ella pasaba; acostumbrada a ver siempre el vicio, la mentira, las pasiones engañosas, aquella virtud, aquella palabra inspirada, aquella abnegación sublime, que para ella era completamente desconocida, le robaron la luz de los ojos con sus desconocidos y maravillosos resplandores.

Cuando más agitada estaba, vino una de sus doncellas.

-Señora, ¿no os acostáis?

-Déjame, María.

-¿Qué tenéis?

-Un dolor profundo.

-¿Os ponéis mala?

-¡Oh! Sí, sí. Me siento muy mal.

-¿Queréis que llamemos a un médico?

-No, ya se pasó esta especie de desvarío.

-El cansancio de trasnochar...

-No; las profundas emociones..., di.

-¿Qué os ha sucedido?

-Tú fuiste la que me hablaste de esa hermosa cantora.

-Es verdad, yo fui.

-Pero ¡en qué mal hora, María!

-¿Por qué?

-Me ha robado la paz del corazón.

-¿Con su canto? Pues no parece sino que sea un galán.

-No, con su canto no.

-Pues entonces, no adivino...

-Con sus palabras.

-¿Por qué la habéis escuchado?

-¡Tiene un espíritu tan superior!...

-Y es una pobre.

-¡Conoce tan bien el corazón humano!

-Parece una fábula.

-¡Ah! Es, por desgracia, verdad.

-¿Si será una bruja?

-Tiene el sortilegio de la virtud.

-En poco tiempo la habéis conocido.

-En muy poco, y en ése, bien a mi despecho.

-Pues no os curéis tanto de ella.

-No puedo apartarla de mi memoria.

-¿De esa memoria, por donde todo pasa fugazmente?

-Eso mismo te hará ver cuán extraña magia ha usado conmigo esa joven.

-Pero ¿qué os ha dicho?

-Me ha mostrado cuán superior es a mí.

-¿A vos, que sois tan noble y rica?

-Ella ostenta en su frente una corona que yo no podría comprar con todos mis diamantes.

-No os preocupéis tanto.

-Es verdad; pero no puedo desasirme de esa fascinación.

-Estáis por extremo pálida. Vámonos, sí; vámonos y os acostaré.

-Sí, vámonos.

Y Margarita se iba, murmurando estas palabras:

-La virtud..., la virtud..., el amor... ¡Ah! El amor...

En vano pretendió Margarita conciliar el sueño. En su acalorada fantasía se dibujaba con todos sus colores la imagen de Ángela, su amor, su ternura, su desgracia. Y, sin embargo, estos recuerdos encendían en su ánimo una gran pasión por Eduardo. Desde el instante en que le vio amado por un ser superior, inclinóse a estimar en mucho la posesión de su cariño. Así es que, viendo que era punto menos que imposible atraer el sueño a sus párpados, levantóse, y su primer cuidado fue consultar con el espejo las gracias de su rostro. A pesar de que el amor propio suele teñir con resplandores de hermosura el espejo, y que la enfermedad mitológica de Narciso acostumbra a ser muy frecuente y vulgar en el mundo, Margarita, al verse pálida, circundados los ojos de una aureola morada, secos y descoloridos los labios, desencajado el rostro, sintió una amargura indefinible y lanzó un prolongado suspiro de sorda desconfianza.

Había olvidado que Eduardo no satisfizo su deseo de venganza; había olvidado también su antes rendido y por lo mismo despreciado amor; desde el punto en que vio cruzar pequeña nube por el horizonte, la llama de una pasión, antes calculadora, había prendido con intensidad en su alma. Atavióse cuidadosamente, ensayó todos los modales, todos los gestos de su rostro, pues no parecía sino que toda la dura fiereza de su alma se había tornado vulgar coquetería.

Eduardo tardaba de una manera desusada. Margarita no hacía más que levantarse, ir y venir a la ventana, pasearse impacientemente por sus magníficas estancias, golpear con fuerza las puertas, arrugar con rabia el pañuelo que llevaba en la mano, y a veces hasta arrojar algún adorno de china contra el suelo, con el fin de que el ruido y los fragmentos por el suelo diseminados la distrajesen un tanto de las agudas punzadas que recibía del aguijón de su deseo.

Por fin se sintió a lo lejos el ruido de un coche. Margarita abrió de par en par las ventanas para ver si era el coche de su amado, aunque se ocultó detrás de una cortina para que Eduardo no conociera su ciega impaciencia. Era, en efecto, su coche. El joven se apeo, atravesó con tardo paso el peristilo del palacio, subió la escalera, y entrando en la habitación donde comúnmente se encontraba Margarita, le tendió la mano, pero no con aquella su antigua efusión, sino con señalada indiferencia.

-¿Qué tenéis? -le preguntó Margarita-. ¿Estáis enfermo?

-No tengo nada.

-Me engañáis seguramente.

-¡Margarita!...

-Nunca os he visto tan triste.

-Es verdad.

-Y ¿no me es dado preguntaros el motivo?

-Es un sueño.

-Honda impresión ha causado en vos ese sueño.

-¡Hondísima! He visto levantarse mi vida pasada...

-Debe seros muy grato su recuerdo, según lo encarecéis y lloráis.

-Muy grato.

-Y, sin embargo, en esa vida yo no represento ningún papel; yo, a quien tantas veces habéis jurado amor.

-No pronunciéis esa palabra.

-¿Por qué?

-Porque me desgarra el corazón.

-¿Esa palabra que en vuestro lenguaje poético habéis llamado muchas veces el néctar de la vida?

-Es verdad, néctar; no, mejor dijera veneno corrosivo que se come las entrañas.

-¿Tan mal os va con vuestro amor?

-Por Dios, no abráis mi corazón más de lo que está a tristes y pavorosos remordimientos.

-Sí, debéis temerlo, porque la primer súplica de la mujer que amáis la habéis desatendido.

-Sí, infamemente.

-La primer prueba de amor que os exigía...

-La he olvidado.

-Y debéis padecer.

-En justo castigo del cielo.

-Yo, que anoche...

-No pude... -decía temblando Eduardo.

-¿Sacrificar la víctima que os había pedido?

-No; sacrificar a su amor todos mis devaneos, todos mis placeres, y seguir el eco amoroso de su voz.

-¡Qué revelación! -exclamó Margarita-. ¡Qué revelación! ¿Conque no soy yo, no es Margarita la mujer que amáis?

-¡Oh! Hay instantes en que ignoro lo que digo. Ya sabéis que os amo -dijo Eduardo con frialdad.

-Sí, no es posible que me asalte la menor duda.

-Si lo supierais...

-¿Qué voz es esa de que habláis? ¿Por qué huisteis anoche de mi presencia? Hablad, hablad. Os lo exijo.

-No puedo ser nunca franco con vos.

-¿Por qué?

-Porque no me hacéis caso.

Margarita comprendió que, si mostraba demasiado interés por Eduardo, acaso se enfriaría su pasión. Y, mujer calculadora, aun en sus más ardientes deseos, comenzó a encubrir bajo un velo de indiferencia su interés.

-Pues si no os curáis gran cosa de que yo sepa vuestros secretos, poco me importa. Ya sabéis que nada de cuanto ocultáis puede hacer gran mella en mi ánimo.

-Lo sé -dijo Eduardo animándose-. Lo sé por dolorosa experiencia.

Margarita vio los buenos efectos de sus cábalas, y continuó, fingiendo bostezar:

-Ya veis: vuestras historias me fastidian mucho antes de saberlas. Hablemos de otra cualquier cosa. Mirad: aquí tengo un ramo del baile de ayer. Ya está casi seco.

Y dirigiéndose a un velador, donde había un riquísimo jarro de porcelana, tomó un ramo, y volvió a su confidente.

-Mirad. Esta rosa es regalo del príncipe de Mantua, que al ponerla en mi mano dijo: «A vos, la rosa de mi amor.» Este jazmín es del joven poeta alemán Ludof, que al ponerlo en mis cabellos exclamó: «Así os embriague su aroma, como a mí me ha embriagado vuestro aliento.» Esta rama de albahaca es del ya machucho consejero del rey, que a vos tanto os importuna. «Ya que no me queréis amar, os regalo todo mi odio; disponed de él como queráis.» Esta violeta es de un pintor distinguido que se ha enamorado de mí platónicamente. En cambio, este clavel es la prenda de un beso.

-¡Margarita! -exclamó Eduardo, cuyo semblante se había animado al compás de aquellas malintencionadas palabras-. ¡Margarita, me estáis clavando un puñal en el pecho!

-Sois muy aficionado a huecas, vanas y pomposas frases. Me habíais prometido contar vuestra vida, y os escuchaba. Yo, como no puedo guardar memoria de tiempos muy lejanos, compenso vuestra falta contándoos la vida de esta última noche, de la cual es cada flor un símbolo.

-Es verdad. Y cada una de esas flores tiene millones de espinas que se clavan agudas en mi corazón y lo taladran.

Tal era el carácter de Eduardo. Movible y cambiante por costumbre, su alma se dejaba arrastrar del bien y del mal, como la paja del viento. La voz de Ángela le arrobó el alma. Las palabras de Margarita volvían a despertar fibras de su corazón antes dormidas. Indeciso siempre, incierto en ideas y pasiones, no merecía el gran amor que inspiraba. Un beso de Margarita le arrastró al crimen; un eco de la voz de Ángela le apartó del crimen. Un recuerdo de Ángela le extasiaba, y algunas palabras de Margarita le sacaban de su éxtasis. En el fondo de aquel corazón no había más que una pasión verdadera, de la cual le veremos más adelante dar claras muestras: la ambición, el deseo de popularidad, el afán de cosechar aplausos. Y el despreciar a Ángela se explica por la obscuridad en que yacía la joven; y el amar a Margarita se explica también por el gran nombre que la hermosa dama tenía en la alta sociedad de Nápoles.

Esto no obstaba para que la índole de estas pasiones fuera distinta, y en ellas hubiera algo de verdad, algo de entusiasmo.

-Ya os he contado mi historia. Contadme ahora la vuestra, os lo ruego.

-Ya sabéis que es imposible que a mi edad hayáis sido vos mi único amor.

-Lo sé, lo comprendo.

-Yo he amado.

-¿Ya no amáis?

-Ahora os amo a vos.

Margarita contestó a estas palabras con una sonora carcajada; pero si Eduardo la hubiera atendido, habría notado en ella una amarguísima amargura.

-Volvía yo de mis viajes a Francia; volvía deseoso de pisar el suelo de la madre

Italia. Para mí no había descanso posible. Mi alma volaba por las costas como la gaviota. Llegué, besé el suelo sagrado de la patria, y me creí feliz. Sin embargo, perdí mis aficiones marinas. Vivía en una barca en el mar, contento con verme en sus ondas dulcemente mecido. Andaba tras esas hermosas campesinas, inocentes, lindas, que resucitaban a mis ojos las pastoras de Sannázaro. En una de mis continuas excursiones encontré a una joven. ¡Oh! ¡Nunca la viera, nunca! Quedó mi alma prendida a su alma. Aquel amor era puro, dulce, tierno. Era el primer amor de dos corazones que se abrían dulcemente a la vida. Pero yo no podía persistir en aquella pasión sin grave riesgo de mi porvenir y sin grave daño de mi amada. ¿Podría yo unirme a ella? No. Ni lo consentía mi alcurnia, ni mis intereses. ¿Debía yo seducirla? Confieso que jamás tan negra idea cruzó por mi mente. Yo deseaba conservar siempre puro y transparente aquel vaso de bendición que había encerrado las primeras ilusiones de mi alma. ¿Debía continuar engañándola? De ninguna suerte. Eso era indigno de mi carácter, impropio de mi naturaleza. En tal estado, ¿qué hacer? ¿Abandonarla? Lo pensé mil veces. Pero no podía, no podía. He aquí que una tarde os aparecisteis vos a mis ojos. Entonces comprendí que había en el mundo pasiones superiores a la que yo había sentido por Ángela. Comprendí que había pasiones que enardecían la sangre, que trastornaban el seso, que enloquecían, que mataban. Desde aquel punto, el sacrificio, antes tan costoso, fue fácil, fue hacedero. Yo no volví a verla. Alguna vez el recuerdo de su amor viene a mi memoria. Pero huye, sí, huye rápidamente, dejando en mi alma ligera y vana huella. Y, sobre todo, cuando os oigo, cuando os veo, curada la herida, aquel amor se borra de mi corazón y de mi memoria.

-Pues bien, Eduardo; debo hablaros con entera confianza: no creo en vuestro amor hacia mí.

-¿El olvido de Ángela no es bastante?

-¿Quién me asegura que mañana no me olvidaréis así?

-¡Justo castigo de mi crimen!

-Y sin embargo, Eduardo..., yo no... no...

-¿Qué vais a decir?

-Tenéis razón. Lo ocultaré dentro del pecho.

-Margarita, hacedme feliz -dijo con acento febril Eduardo.

-Mi felicidad consiste...

-¿En qué? ¡Hablad, hablad! ¿En qué?

-Mi felicidad está en amarte, Eduardo.

El joven abrió los brazos, y estrechó delirante contra su corazón a Margarita. Ésta, como si un súbito arrepentimiento la sobrecogiera, se apartó de los brazos de Eduardo, y con ademán imperioso le dijo:

-No me sigáis, no me sigáis.

El joven se quedó como petrificado ante aquel imperioso ademán y aquel decidido mandato.

Y Margarita, levantando los brazos al cielo, exclamó con acento desesperante y acongojado:

-¿Por qué se lo habré dicho?

Y se perdió en las habitaciones interiores del palacio.




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- XI -

Mientras pasaban estos sentimientos por el corazón y estas ideas por la mente de Eduardo y Margarita, Ángela rogaba a su padre que se apercibiese a partir de Nápoles, porque ya era imposible que por más tiempo permaneciesen allí.

-Has llorado mucho -la dijo el padre-. Veo en tus mejillas las huellas de las lágrimas.

-¿Por qué negarlo? He llorado mucho.

-Hija mía, deposita tus penas en el corazón de tu padre.

-¡Ay! Son tan grandes...

-Habla, habla. ¿Dudas de mí?

-Vámonos, vámonos de Nápoles. Yo no puedo respirar aquí.

-Ángela, sí, nos iremos.

-Vámonos a nuestro campo, a nuestra casita; a ver a mi madre.

-¿No te decía yo que no debíamos haber salido de allí? No queréis nunca creer a vuestros padres...

-Tenéis razón. He faltado mucho a vuestro amor, el único que hay permanente en la tierra; por eso Dios me castiga.

-Hija mía, nosotros miramos la vida de una manera limitada. No podemos abarcarla toda. Creemos que la satisfacción de un deseo justo es nuestra felicidad, nuestra ventura. Dios, que abarca la vida en su conjunto; Dios, que conoce el fin último de todas nuestras acciones, el resultado de todas nuestras obras, saca del mal de hoy la felicidad de mañana.

-¡Feliz yo sin él! ¿Lo creéis posible? Esa pasión es la sangre de mi corazón. Yo no tengo la culpa de haberla sentido tan extraordinaria, tan profunda; conozco que se lleva tras sí mi vida.

-Haz frente a tu corazón. La vida es una perpetua lucha. Tú sabes que he caído desde la más alta grandeza a este mi hoy triste abatimiento. Y, sin embargo, cuando recuerdo que a veces ha sonreído en mi humilde cabaña de hoy una ventura no conocida en mi gran palacio de ayer, me postro y bendigo la bondad de Dios.

-Yo no puedo ser feliz. Este gran amor que brotaba como pura fuente de mi alma, va a perderse en el estéril olvido. Este corazón que latía con tanta fuerza, se esteriliza y queda como seco. Vivir así es vivir de la muerte.

-Te comprendo, hija mía. Crees que tu vida no podía tener más objeto que hermosear la vida de un hombre. Crees que tu hermosura, tu voz, tu imaginación, tus virtudes, son un depósito que Dios te confía para que las entregues mañana a un hombre.

-Sí, sí. ¿De qué sirve la vida si no va dar savia a otra vida? ¿De qué sirve el corazón si no tiene objeto?¿Qué son todas las virtudes en la soledad, sino flores nacidas en desierto?

-Y ¿crees que la flor del desierto no es más provechosa a la gran obra de Dios, que la flor nacida en el jardín? Ésta suele servir para secarse en un baile, para regalar con sus aromas la vanidad o el lujo. Aquélla, desconocida, ignorada, purifica con sus aromas el aire y da tranquila a la tierra su semilla, de que después brotan nuevos frutos que alimentan al peregrino extraviado, a las aves del cielo.

-Por más que vuelvo la vista a todas partes, nada veo, nada más que el abandono. Yo, en su pensamiento, volaba al cielo. Su alma era como el ángel que en sus alas lleva la oración a Dios.

-Ángela, cúrate de esa debilidad. Algún día te avergonzarás de ti misma. No busques nunca la felicidad fuera de ti.

-¡Oh, padre mío! Yo creía que Eduardo había sido creado para mí. Cuando le vi por vez primera, me quedé suspensa. Habló, y el eco de su voz resonó siempre en mis oídos; eco más dulce que el gorjeo de las aves. Volví a verle, y alcancé a comprender que había nacido para amar. Nunca la Naturaleza me pareció más bella. Nunca he respirado con más desahogo. Nunca he plegado mis manos ni me he dirigido a Dios con más fe. Me parecía que mi vista traspasaba el cielo y traslucía ya la gloria. Me parecía que mi ser se transformaba, que a mi alma se prendían nuevas alas. Por la noche, ¡con qué placer recibía en mi frente el amoroso rayo de la luna! Por la mañana, ¡con qué alborozo saludaba el naciente sol! Y ahora, ¿de qué me sirven las galas de la Naturaleza? No quiero ya ni el pensamiento, ni la memoria, ni el corazón, ni la vida; no la quiero sin él. ¡Oh! ¡La muerte, la muerte!

-Ángela, no insultes a Dios; no te presentes a sus ojos como no eres, como no puedes ser. Sal de ese estrecho círculo que te oprime. Vuela, vuela por más altas esferas. Recuerda que existe, no sólo el hombre, sino también la humanidad, y que todos a la humanidad nos debemos.

-Padre, no saquéis al insecto de la pequeña hoja a que vive apegado para lanzarlo en un mar de verdura, porque allí se morirá de hambre. No saquéis a la alondra de su nido para arrojarla a las nubes, porque en tan alto espacio se morirá de frío. No me digáis nada de humanidad a mí, porque creo que me faltaba amor para un solo hombre.

-¡Infeliz! ¡Y ese hombre te ha faltado!

Ángela se cubrió el rostro con las manos.

-¡Te ha faltado, hija mía! Le amabas demasiado; su amor absorbió tu alma. Da gracias a Dios porque ahora vuelves a recobrarla, porque ahora ya te perteneces, porque perteneces a tus padres; da gracias a Dios, Ángela.

-Y ¿no puedo libertarle del mal en que va a caer? Y ¿nada puedo hacer por él? ¡Oh! ¡Nada, nada!

-Volvámonos, hija mía, a nuestra cabaña. Allí recobrarás la salud del alma.

-Es verdad, es verdad. Veré la fuente, y le contaré que ya no me ama. Diréle su ingratitud a las palomas que bajaban a comer el trigo en mis manos. ¡Oh! ¡Y por todas partes he de encontrar huellas de mi amor! Imaginad que el mundo se desplomara bajo de nuestras plantas. Eso, eso me ha sucedido. El mundo se ha desplomado bajo mis pies. Yo no encuentro en él espacio.

Por más reflexiones que el pobre anciano hacía, le era imposible mitigar el dolor inmenso de Ángela. Por fin, se partieron de Nápoles. Yendo siempre a la orilla del mar, emprendieron, sin más compañía que sus lágrimas, el camino de la aldea. Ángela iba cantando siempre, a veces entre dientes, una canción a Eduardo. Cuando llegaban a algún caserío, a algún pequeño pueblo, se detenían, y Ángela cantaba, con gran admiración de todos cuantos la oían. La pequeña retribución de este divino canto les servía para comprar un poco de pan. Así iba aquel interesante grupo. Si un poeta les hubiera encontrado a la orilla del mar, bajo uno de esos antiguos árboles que levantan su copa sobre la inundación de los siglos, y hubiera visto el dolor del pobre anciano, la tristeza que se pintaba en la frente y en los ojos de la hermosa joven, hubiera creído ver a Antígona cuando iba por los caminos y los campos conduciendo a su padre, el desgraciado Edipo, y hubiera adorado en aquellos dos seres la resurrección del ensueño de Sófocles.

El dolor de Ángela iba tomando un tinte de resignación y de melancolía indefinible, que, sin quitarle su intensidad, le daban más reposo y más calma. Su primer impulso fue arrebatado. Después, el deber formó en su alma como una segunda naturaleza y entró en las leyes normales de su existencia. Pero todos estos cambios, todas estas grandes transformaciones, aumentaban la dulzura, la pureza, el encanto de su voz.

En la aldea fue celebrada con gran regocijo su venida. Su anciana madre salió a recibirla, no lejos del sitio donde se habían despedido anteriormente. Ángela se arrodilló al verla para recibir su bendición; después, acercándose trémula, cayó en sus brazos deshecha en lágrimas. Las jóvenes saltaban regocijadas en su alrededor, y Ángela, secando sus lágrimas, las recibía a todas en sus brazos con efusión. Los jóvenes dieron al vuelo las campanas de la iglesia en celebridad de su venida, y cubrieron de flores las calles por donde había de pasar. Aquella noche, cuando Ángela dormía, se oían en la calle las panderetas, y a la luz de la luna bailaban en celebridad de su venida la tarantela todas las más apuestas y hermosas jóvenes del pueblo. Rayó el alba en el horizonte, y con el alba el recuerdo de su amor en el alma de Ángela. Estaba hermosa y serena la mañana. Parecía que la Naturaleza se asociaba a la alegría del pueblo. Ángela abrió la ventana, y al primer rayo de luz vio la campiña más hermosa, aun cuando, iluminada por el crepúsculo, presenta la indecisión misteriosa de un templo. Las barcas del pescador comenzaban a mecerse en las ondas. Las puertas de todas las pequeñas casas se abrían. Las campanas saludaban a la Virgen, que parecían sonreír en las sonrosadas nubes que se descubrían en los límites del horizonte.

Era una mañana serena, como aquella en que abandonó su aldea. Entonces batallaba en la duda: la fría realidad dominaba ahora en su alma. «¿Será posible el olvido de Eduardo? pensaba Ángela. Y ¿cómo vivo yo? decía. ¡Oh! Yo no debo amarle, no, cuando vivo, o el dolor no mata.» Y pensando así bajó a la playa, y miró al sitio donde atracaba su barca. Las ondas dormidas reflejaban el cielo como el alma inocente del niño en su cuna. «¡Por qué venías, exclamaba Ángela, si habías de abandonarme!»

Subió a la pequeña colina donde aguardaba siempre la aparición de su barca. Al ver el mar tan sereno, olvidó por un instante Ángela su infortunio. Estaba tan alegre el mar, tan tranquilas sus aguas, las brisas apenas las rizaban, y el sol, pronto a subir centellante de gloria, les daba tan encantadores y vistosos reflejos, que Ángela creyó un instante que el mar se alegraba así por la presencia de Eduardo. Bien pronto huyó aquella ilusión, y prosiguió su camino. Acercóse a un árbol como atraída por un ciego instinto. ¡Oh dolor! En su tronco estaban los nombres de Eduardo y Ángela enlazados, y a su pie una cruz donde el joven había jurado eterno amor. Ángela se quedó un instante contemplando aquel juramento. «Más han vivido, decía, las flores de ese árbol que mi felicidad.» Y continuaba en aquella dolorosa peregrinación, visitando los lugares testigos de sus inocentes amores. ¡Ah! El hombre, como el árbol, suele ligarse al suelo, y cree que ciertas pasiones resucitan cuando pisa el lugar donde brotaron.

Ángela llegó a la fuente. Sus aguas corrían puras, deslizándose en grata y cadenciosa armonía. «Aún corren, decía, esas aguas en que tantas veces, cuando yo dudaba de sus palabras, me decía que mirara, para que notase que la paz de mi rostro hacía traición al recelo de mis labios.» La fuente corría, y su amor se había secado. ¡Quién podía creer que una peña había de ser más blanda que el corazón humano!

Cruzaban por todas partes y en todas direcciones las palomas, blancas como las ilusiones. ¡Oh! En la Naturaleza todo sobrevive, permanece. En el espíritu del hombre todo muere, todo cambia. Los árboles levantaban sus copas al cielo; el mar no había retrocedido ni una línea; el cielo conservaba sus arreboles, sus varios giros el aire, su grato murmullo la fuente, su canto los jilgueros, su vuelo las palomas, y el alma de Ángela había perdido su amor. Al hacer estas y otras reflexiones, la pobre joven se dio a llorar. Sintió un ligero ruido, volvió la cabeza, y vio al pescador a quien llamaban en el pueblo Jenaro.

-¿Lloras?

-Sí, sí -dijo Ángela.

-Yo también he llorado.

-Lo siento.

-Y he llorado por ti.

-¡No me lo digas! -exclamó Ángela juntando en actitud suplicante las manos.

-Yo seguía las huellas de tus pasos, besando donde recordaba que tú habías puesto el pie.

-No me martirices.

-Yo iba a la ermita sólo para ver el ramo que habías puesto al pie de la peana de la Virgen.

-¡Oh!

-Y eso que sabía que no habías puesto tal ofrenda por mí.

-¡Jenaro!...

-Yo también bajaba a la playa a mirar el sitio de donde tú mirabas el mar mientras yo miraba tus ojos. Y eso que sabía que no me mirabas a mí.

-¡Infeliz!

-Yo he suspirado al pie de esa fuente, donde tú suspirabas por tu amor. Y ahora, mientras tú lloras por él, yo estoy llorando por ti...

Y los sollozos ahogaron la voz del pobre pescador.

Ángela, demudada, pálida, delante de aquel hombre que tan sublimemente expresaba su pasión, levantó los brazos al cielo, exclamando:

-¡Señor, Señor! ¿Por qué hemos de ser todos tan desgraciados?

A los pocos momentos descendió silenciosamente de la colina con los ojos llenos de lágrimas y el corazón desgarrado por horribles e intensísimos dolores. Pero el dolor iba siendo ya en su alma como una segunda naturaleza. Así, aquella desesperación se fue transformando hasta convertirse en una melancolía, dulce sí, pero dolorosa. Poco a poco se fue connaturalizando con todo cuanto la rodeaba; poco a poco también el dolor fue siendo como el alma de su alma, como la ley y norma de su vida.




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- XII -

Una grande, una inmensa e indefinible desgracia vino a colmar el dolor de Ángela. Murió su padre. La edad, más bien que el dolor, cortó el hilo de los días del anciano. ¡Terrible desgracia que vino a oprimir con amarga opresión a la desgraciada Ángela! Sus lágrimas, que parecían manar de fuentes inagotables, se secaron. El dolor tomó esa tristísima aridez que lo hace más horrible, más desastroso, más triste aún de lo que es por naturaleza.

La pobre madre de Ángela se moría de pena en aquel campo donde estaban las cenizas de su esposo, en aquella vivienda testigo de sus desgracias. Ángela no quería, sin embargo, abandonar aquel pueblo. Era el cuadro de su antigua dicha, el espacio donde lució un día su felicidad. En aquel recinto le era más grata la vida. Muchas veces había pensado que acaso la Naturaleza le destinara morir, y había deseado ser enterrada bajo el sauce que oyó su primer juramento de amor. Pero ¿le era dable el estar allí? No. El destino la empujaba a Nápoles. Su pobre madre no podía ya trabajar. Su padre había muerto. Era necesario, indispensable, que fuese ella el sostén de la autora de sus días. Cuando estuvo en Nápoles, su voz y su canto se llevaban tras sí todas las gentes. Las puertas de todos los teatros de Nápoles se hubieran abierto para ella. Ángela se acordó de esto.

Su corazón temblaba. Consideraba una gran desgracia aquella necesidad de dar en un teatro su voz al viento; pero se decidió a ello por la más santa de las causas, por el más noble de los propósitos: por el bien de su madre. Así, un día, cuando la vio más apurada y entristecida, dobló ante ella la rodilla, y acariciándola con indefinible ternura, la dijo:

-¿Qué tenéis, madre mía?

-El dolor de males presentes, y el triste presentimiento de mayores males.

-¡Oh, madre mía!

-Lo que más siento es tu miseria.

-De poco os apuráis.

-Es muy triste ver venir el día sin tener un pedazo de pan que llevar a la boca.

-Eso no puede sucedernos.

-Acaso, hija mía, nos suceda mañana.

-Mañana salimos para Nápoles.

-¿Y en Nápoles?

-Se mejorará nuestra suerte; nadaréis, madre mía, en la abundancia. Yo pienso entrar en un teatro.

-¡Oh! No, no, Ángela: ¡antes la muerte!

-¡Madre!

-¡Hay tantos abismos en esa vida!...

-No para vuestra hija, que por desgracia conoce ya esa misma sociedad en que apenas ha vivido.

-Pero, hija mía, para ti es un inmenso sacrificio.

-Y ¿qué no debo yo hacer por mi madre? Sí, sí, nos iremos.

Ángela cautivaba el corazón de su madre; así es que no se atrevía a replicar a su demanda.

A los pocos días abandonaba Ángela su pequeña aldea. La tarde anterior recorrió uno por uno todos los sitios donde había pasado alguna hora de felicidad, algún instante de dulce y puro amor. Le parecía aquella una segunda separación de Eduardo; le parecía que iba a dejarse en aquellos sitios el alma: tan grande era su dolor.

Jenaro acompañó a Ángela de nuevo en su regreso a Nápoles. El día era hermosísimo. El cielo resplandecía iluminado por los ardorosos rayos del sol. El mar se rizaba muelle y blandamente bajo el soplo vivificador de las dulces y suaves brisas. Todo era allí hermoso. Sentada Ángela, miraba las riberas que huían, y a sus pies, tendido Jenaro, miraba embebecido a Ángela. Ni una esperanza nacía en el corazón de aquellos jóvenes; ni una ilusión surcaba ya por sus almas. Los dos padecían; los dos lloraban sumidos en la desesperación. Por fin llegaron a Nápoles. Ángela, al despedirse de Jenaro, sintió un dolor vivísimo, hijo de la profunda compasión que le inspiraba su irremediable desgracia. Jenaro se volvió a su solitaria aldea. Ángela y su madre se perdieron en los laberintos inmensos que forman las calles de Nápoles.




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- XIII -

Volvamos al otro grupo de esta nuestra narración, a Margarita y Eduardo. Pasados ya algunos meses después de la llegada de Ángela a Nápoles, conversaban al anochecer de esta suerte Eduardo y Margarita:

-No vi jamás pretensión más ridícula -decía Eduardo.

-He ahí, Eduardo, lo que es tu amor...

-¡Que me case!

-Sí, que te cases.

-¿Contigo?

-Ya que conmigo no quieras... cásate con otra.

-¿Te es indiferente?

-Casi, casi.

-¡Margarita!

-¡Eduardo!

-¿Indiferente?

-Pues yo he decidido casarme.

-¡Tú!... ¿Con quién, Margarita, con quién? ¡Oh!

-No te asustes, Eduardo. Contigo.

-¡Conmigo! ¡Conmigo! ¡Oh! Lo que es conmigo... Ya, lo que es...

Eduardo no sabía qué decir: tanto le aterró aquella amenaza.

-Veo que te has demudado.

-No lo creas.

-No me lo ocultes. Sé leer en tus ojos.

-Eres muy malintencionada.

-Mira. Se me ha ocurrido de pronto esa idea; pero guárdate de que la acaricie mucho.

-Sería el complemento de mi felicidad... -dijo más que forzado Eduardo.

-Gracias, caballero. Dad más apariencia de verdad a vuestros cumplimientos.

-Pero vamos a cuentas. No atino con la razón de esa extraña manía.

-Vamos a cuentas. Ya atino la razón de tu miedo.

-¡Yo miedo!... Pero como tantas veces has declamado, leyendo a Jorge Sand, contra el matrimonio...

-Pues ¿no puedo yo cambiar de opinión? Me disgusta ya el melodrama de la vida, y me voy acostumbrando a la prosa.

-En otro tiempo hubieras dicho a la tragedia.

-Es igual. Me gusta variar, variar mucho.

-Ya sabes que sólo en una cosa te pido la constancia: en la pasión que me profesas.

-En ésa quedará el fondo; no variará nada, absolutamente nada más que la forma.

-Pero ¿lo vas pensando, Margarita, seriamente?

-Muy seriamente.

Eduardo se dio a reír con estrépito.

-No me provoques con tu risa.

-Casi, casi te desafío...

-Haces mal, Eduardo, muy mal. Sabes que siempre he triunfado.

-¿Cuándo? Al fin la victoria ha sido siempre mía.

-Acuérdate de tus paseos por el mar.

-Sí, me acuerdo.

-Acuérdate de tus amores románticos.

Una nube de sombría tristeza pasó por la frente de Eduardo.

-Pues bien: dos grandes batallas eran de tu vida, dos grandes fines de tus deseos, y yo te arranqué a uno y otro.

Eduardo se cubrió el rostro con las manos, exclamando:

-¡Es verdad, verdad!

-¿Te avergüenzas de ti mismo?

-A veces sí.

-Pues más te avergonzarás cuando veas cumplido este último capricho mío.

-¿Y lo dices con esa sangre fría?

-Y, sin embargo de avergonzarte, lo harás.

-No lo haré.

-Ya sabes que recurro siempre a un fácil expediente.

-¿A cuál?

-Al de arrojarte de mi casa como se arroja a un perro.

-¡Es un recurso tan gastado!

-¡Ah! Te conozco mucho, muchísimo. Y esos y otros recursos producen siempre en ti sus resultados.

-Mudemos de conversación.

-Es verdad. Esta se va agotando. ¡Ah! Voy a hablarte de lo que acaso ignoras.

-¿De qué?

-De la gran novedad que nos prepara nuestro teatro.

-¿Sí?

-Una joven, Eduardo, que dicen es la maravilla del mundo, se presenta en la escena.

-¿Conque tenemos, decías, gran función en el teatro de la Ópera?

-Dicen que es verdaderamente extraordinaria.

-No he oído hablar de tal cosa.

-Se trata, querido Eduardo, de una joven que canta como un ángel.

-Y ¿cómo se llama?

-Se llama Ángela.

Y Margarita clavó con profunda intención los ojos en el rostro de Eduardo, que manifestaba una impresión profundísima.

-¡Ángela! Sí, ¡Ángela! -decía Margarita-. Parece que te impresiona mucho ese nombre. ¡Eduardo, Eduardo, tú me ocultas algo!

-No, nada, nada.

-¿Iremos a la Ópera?

-Iremos.

Y Eduardo se levantó en ademán de despedirse. Margarita le saludó ceremoniosamente, y acabóse así aquella entrevista. Sin embargo, la idea del casamiento no se apartaba ni un instante de la mente de Margarita, al paso que la idea de Ángela atormentaba la mente de Eduardo. La joven quería a toda costa dominar hasta ese punto el corazón de Eduardo, por lo mismo que se había mostrado indeciso, incierto, al oír esta idea. Además, después de los grandes devaneos de su vida, de los cuales no sentía arrepentimiento, miraba el matrimonio como la realización de un capricho. Primero apuntó sin ninguna intención esta idea, y así que la vio rechazada por Eduardo, se enamoró de ella como de un gran imposible. Y pensó gravemente en realizarla. Para esto contaba con la siempre creciente debilidad de Eduardo.

La ley de contradicción, natural en el hombre, era, digámoslo así, la ley constitutiva de Eduardo. Puede decirse que a un tiempo mismo amaba a Margarita y a la desgraciada Ángela. Cuando su alma se despertaba y sentía deseo del amor casto, puro, de ese amor cuya tristeza es más dulce que todas las epilépticas alegrías de la sociedad y del mundo, presentábase a su imaginación, como un ángel descendido del cielo, la imagen purísima de su primer amor. Cuando anhelaba apurar el placer, sentía ese amor que consiste en la embriaguez de los sentidos; aparecíase a sus enardecidos ojos con todos sus encantos la imagen de Margarita. Pero desde el punto en que principió la lucha, el placer había vencido a la felicidad; el beso ardiente, a la mirada casta; el instinto pasajero del sentido, al eterno amor del alma. Eduardo, en quien el amor puro estaba como dormido, a manera de un genio tutelar, que cerraba los ojos por no ver las impurezas de su alma; Eduardo, decía, tornábase a contemplar esta inexplicable felicidad, cuando el tiempo o la casualidad le llevaban algún suspiro, algún recuerdo, algún eco de ese hermosísimo y divino mundo, iluminado por la nacarada luz de lo misterioso y lo infinito.

-¡Ángela en Nápoles! -pensaba-. ¡La primera ilusión de su alma, el primer amor de su corazón, iba a presentarse en el teatro, y a entusiasmar con aquella divina voz, que Eduardo escuchaba extático bajo el sauce, a millares de seres, que irían a tributarle fríos aplausos, pero no el fuego de aquel amor santo que purificaba su alma y la desligaba de todos los lazos de la tierra! ¡Y él, para quien aquella voz se había creado, la había dejado; él, para quien era aquella alma de artista, la había olvidado!

En algunos momentos pensaba buscarla, caer de hinojos a sus plantas, pedirla perdón, declararse su esclavo, unir ante Dios eternamente su corazón al corazón de aquella divina mujer, huir con ella a la soledad, al campo, y pasar una vida tranquila, dichosa, serena, ocupado en el trabajo, en la felicidad de su amada y en la educación de los hijos que le concediera el cielo.

Pero en el mismo instante en que hacía todos estos propósitos, se rebelaba contra ellos el instinto, veía por doquier engañosos fantasmas de placer; se acaloraba su mente en el vapor de los festines, de las orgías, y abandonándole aquel su primer amor, caía en la degradación y el vicio, falto de fuerzas para contrastar su deletéreo influjo. Así es que el nombre de Ángela, más bien que una realidad, era en su alma el recuerdo y la esperanza de otro mundo mejor, el ideal de la virtud, la aspiración a un perfeccionamiento con que soñaba su alma, bien que sin el poder bastante para seguir los avisos y enseñanzas de ese sueño celeste.




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- XIV -

Por fin llegó el día en que daba Ángela principio a su carrera artística. Y ¡cosa singular! a los pocos días se celebraba el casamiento de Eduardo con Margarita. Ésta había puesto en juego todos los medios de que se puede valer el femenil ingenio para inclinar primero y arrastrar después a tal determinación a su amado Eduardo, que en sus lloras de hastío apenas se acordaba de Margarita, y en sus horas de exaltación obedecía a cuanto Margarita mandaba, pues la primer consecuencia del vicio es arrebatar la libertad al espíritu; la libertad, ese soplo divino, que sólo a la virtud le es dado conservar en toda su prístina pureza. Así, Eduardo, que comenzó por resistir, concluyó por ceder: a tal punto había llegado, que bien podía decirse que el sentido moral estaba muerto en su conciencia. En la alta sociedad de Nápoles no se hablaba de otra cosa, y el objeto de todas las burlas y hablillas era la longanimidad y decisión de Eduardo.

Lo singular del caso está en que el amor de Margarita y Eduardo había llegado al período del cansancio y del hastío. El joven había logrado de Margarita cuantos favores podía imaginar el deseo. Pero ésta, que conocía cuán fácil le hubiera sido en los tiempos en que Eduardo estaba a sus plantas alcanzar el matrimonio, no se le ocurrió esta idea sino cuando, calmada por el triunfo aquella primera excitación, podía conseguir el logro de este deseo con sus arterías, y por lo mismo con más gloria para su voluntad, nunca indecisa cuando se trataba de grandes y trascendentales empeños. La vida es una gran batalla, y el mundo un campamento.

Pero volvamos los ojos al gran teatro de Nápoles. Pocas veces se habría visto un espectáculo más grande y más magnífico. Iluminado esplendorosamente, rebosando en gente, adornado por infinidad de hermosuras, en cuyos semblantes se pintaba el anhelo, la curiosidad; cargado de dulces armonías y de embriagadores aromas el aire, el teatro representaba admirablemente la grandeza del acontecimiento artístico que había anunciado la pública fama.

Se ponía en escena la Lucía, esa divina ópera de Donizetti, que ha unido el profundo espíritu del Norte con el brillante espíritu del Mediodía; ese canto de amor que sumerge en sublime tristeza nuestras almas; ese quejido de un corazón desgarrado por el dolor, que vuela con el pensamiento y el deseo al cielo; notas dulcísimas, que parecen lágrimas caídas en el lago de la vida; suspiros de esperanza y dolor, que se difunden por los aires y ascienden a Dios, como la pasión que los inspira, y que no cabe en los estrechos límites de la creación. Cuando oímos esa música divina, y su plañidera tristeza se apodera del corazón, y sus armonías borran toda otra idea de la mente, y nos perdemos en el pensamiento que exhalan todos aquellos cánticos, parécenos oír el lloro de un ángel que, desterrado del cielo, siente la nostalgia, el deseo de volver a su patria. Nunca se comprende mejor que el artista es un ángel desterrado, como cuando se oyen esos sublimes cánticos.

Mas, a pesar de la hermosura de los cánticos, el público asistió frío, indiferente, al primer cuadro de la ópera. Todos esperaban el momento feliz de ver a Lucía; todos anhelaban por oír el primer acento de su voz. Así es que al llegar este instante supremo, se redobló la atención; no se oía respirar siquiera, y el anhelo llegaba a su colmo.

En efecto: comenzaron los hermosos preludios de arpa, que abren y preparan aquel divino cántico de amor. En este instante entraron en el único palco que estaba vacío, Margarita y Eduardo. Al mismo tiempo salía por el bastidor de enfrente la pobre Ángela. El primer rostro que vio en el teatro, fue el rostro de Eduardo. En tan supremo trance, creyó perder la vida; huyó de sus ojos la luz, de su cabeza el sentido, y hubiera dado con su cuerpo en las tablas si no hubiera tenido un apoyo en el mismo bastidor, y si aquel vahído no hubiera cruzado con la celeridad del relámpago.

El público notó la palidez de su rostro, su emoción, el temblor que la agitaba y conmovía; pero atribuyó instintivamente la solemnidad del momento aquellas angustias, y un aplauso unánime, entusiasta, salió de todos los ámbitos del salón, como si la electricidad de un mismo pensamiento se hubiera derramado en los aires. Aquella muestra de afecto, dada en tan supremo instante, alentó a Ángela; dos gruesas lágrimas desahogaron su corazón, y se adelantó al proscenio, dando con sin igual dulzura los primeros compases de su canto.

Eduardo, trémulo, agitado, fuera de sí, inundada de dolor su alma, atenaceado de remordimientos agudísimos el corazón, herido en lo más profundo y más íntimo de su ser por la aparición de aquel ángel que tantas flores había derramado en el camino de su vida, no oía nada, no sentía, fuera de la presencia de Ángela, nada; estaba como perdido en aquella mirada, en aquella voz, en aquellos cantares; como confundido en el alma de su primera amada, confusión semejante a la que sufre la gota de lluvia en el inmenso seno de los mares.

Margarita miraba con espanto, con horror, a Eduardo. Por vez primera leía en sus ojos que había en su corazón algo más que el amor pasajero y fugaz, algo más grande que el afecto liviano y débil que sentía por ella; mas al leer esta verdad, su amor al combate la hizo entrever una nueva victoria sobre la quebradiza voluntad de Eduardo.

Mientras esto acontecía en el alma de aquellos dos jóvenes que iban a ser esposos, Ángela comenzaba el aria. Su voz, un poco velada por el dolor, tenía un timbre mágico, una elocuencia poderosa, irresistible, una dulzura que penetraba en todos los corazones e involuntariamente les deshacía en grandes sentimientos, en placenteras y consoladoras lágrimas. ¡Oh! Esas dulces lágrimas que arranca el orador, el artista, el poeta, vienen a caer en nuestra alma, para darla nueva vida y purificar su fragante esencia. Ángela lloraba también. Las lágrimas con que rociaba sus divinas notas, eran el bautismo de su genio. Así, el público, primero conmovido, entusiasmado después, y por último arrebatado por aquella voz casi divina, la colmó de aplausos entusiastas. La joven Ángela, sin embargo, no cantaba para el público. Sus acentos, su voz, su entusiasmo, se dirigían a Eduardo. Así, nada podía darse más bello, nada más sentido que sus palabras de amor en el dúo del primer acto, cuando oía y prestaba aquel eterno juramento de amor. Parecía reconvenir a Eduardo, diciéndole: «Al pie de una fuente, en una hermosa tarde, cuando el crepúsculo teñía de dulces arreboles los cielos, cuando perdidas en la inmensidad asomaban algunas estrellas, cuando se oían morir en las playas los últimos cantos del marinero, y resonar en los montes los últimos ecos de la campana de la oración, te juré amor eterno, invariable, santo; amor que aún vive con toda su pureza en el seno de mi alma.» Este pensamiento se levantaba del fondo de aquellas armonías, cantadas con toda la inspiración del pensamiento. Aquella voz parecía salir del fondo mismo del alma, sin necesitar para nada de la intermisión de los sonidos materiales; aquellas palabras flotaban en los aires como si fueran, más que el cantar de una mujer, la voz inspirada de un genio. Así, nadie en el teatro se daba cuenta de lo que sentía; aplaudían todos a la conclusión de aquellos cantos, pero nadie los analizaba, nadie entendía el sentido oculto de aquella gran pasión que expresaban los ojos, la voz, la palabra de Ángela. Semejábase en aquel instante a un ser superior, venido de otro mundo más perfecto; ser cuya grandeza más se adivina que se comprende, más se alcanza por presentimiento que por reflexión.

Concluyó el primer acto. En el primer instante, el público se quedó como extático. Callaba como si quisiera recoger hasta los últimos ecos de aquella voz que acababa de oír. Después, el entusiasmo apeló necesariamente a sus medios de manifestación. Todo fue allí grande. El público no tenía más que una voz para aclamar a la joven artista. Todos deseaban volver a verla. Levantóse el telón: salió Ángela; no veía a nadie, a nadie más que a Eduardo. Éste, arrebatando el ramo que tenía en las manos Margarita, lo besó con efusión y lo arrojó a las plantas de Ángela. Entonces ésta dio un grito, y cayó desplomada y como herida de un rayo, sobre las tablas.

En aquel momento, cuantos había entre bastidores salieron a favorecerla. Su pobre anciana madre, que nunca la abandonaba, corrió en su auxilio anegada en llanto. Fue trasladada a su habitación. El entusiasmo del público fue tal, que, a pesar de haber sido el ramo de Eduardo el primero en llegar a sus plantas, de todas partes a un tiempo mismo volaban flores que cubrieron su cuerpo, pues hasta las que adornaban las cabezas de las bellas habían caído en el escenario.

Pocos momentos después se anunció que la inspirada artista estaba mejor y continuaría la función.

Margarita, mientras tanto, miraba con aire de triunfo a Eduardo, y en el transcurso del entreacto le decía:

-¿Qué sientes? ¡Estás pálido! ¿Te ha conmovido mucho esa música?

-¡Mucho, mucho! -contestó Eduardo.

-Ya he adivinado todos tus pensamientos.

-¡Es imposible!

-¿No sabes, Eduardo, que yo tengo un arte mágico para comprenderte?

-No lo dudo.

-Esa mujer es tu primer amor.

-¿Cómo lo sabes, Margarita?

Y Eduardo se quedó helado, como si fuera de piedra.

-Lo adiviné. Ya ves como tengo derecho a llamarme verdaderamente maga.

-No, no hablemos de eso. Ya ha pasado; ya ha muerto ese amor.

-No ha pasado, no ha muerto. Hoy vive más que nunca en tu corazón.

-Aprensiones de tus celos.

-No: profunda convicción del conocimiento que de tu carácter tengo.

-¿Y qué? -la preguntó balbuceando Eduardo.

-¡Y qué! ¿Me temes? ¡Pobre joven! Nada, nada. ¿Crees que eso embaraza en algo a mis proyectos? Nada.

-Eres muy buena, Margarita. Perdóname, perdóname; pero es verdad. Siento, siento ahora mucho.

-Ya se pasará. Tengo en ti mucha confianza; tanta, Eduardo, que yo he de valer poco, o mañana has de presenciar un caso extraordinario.

-¿Qué piensas?

-No quiero decírtelo.

Eduardo, que hablaba maquinalmente, se encogió de hombros.

-Dime, Eduardo: ¿tú no irías a ver a esa mujer?

-¡Oh! Nunca, nunca. Padecería yo mucho.

-Poco valor tienes.

-¿Cómo había de presentarme ante ella? ¡Imposible, imposible! Estoy aquí, y me quema el rayo de sus ojos y me anonada de vergüenza y de temor su inspirada palabra.

-Así sois los hombres. Vuestro valor es la más hermosa de las fábulas.

-¡Valor! Y ¿no lo he necesitado muy grande para no volver a verla? ¿No he atormentado mi corazón?

-¡Cómo te engañas a ti mismo, infeliz! ¡Cómo te engañas! Créelo, Eduardo: si hubieras sentido el más leve dolor, hubieras ido. ¡Buenos sois vosotros los jóvenes de esta sociedad corrompida para arrostrar grandes dolores! Te analizaré, si quieres, lo que has sentido. Primero un leve, levísimo dolor, pero compensado con un gran placer; después alguno que otro recuerdo triste, mas leve como el aura; más tarde un completo olvido.

-¿Nada más que eso he sentido?

-Sí, algo más, algo más. Cuando has leído alguna novela; cuando por casualidad has entrado en algún templo; cuando has oído alguna canción melancólica; cuando, solo, has paseado en alguna noche de estío a orillas del mar plateado por la luna, y han llevado a tu alma dulce melancolía los trinos del ruiseñor, o el ruido del manso oleaje, en esos instantes sublimes has invocado su memoria, y has visto pasar ante tus ojos su imagen.

-¡Es verdad, es verdad!

-Pero desengáñate, Eduardo. Esa mujer no tenía realidad alguna. Era lo que la musa para el poeta. No la buscabas tú. Se aparecía como un sueño. Si para buscarla te hubiera sido necesario dar un paso, hollar una espina, no la hubieras buscado. La acariciabas como se acaricia una ilusión. Era una pasión que formaba en ti, más que tu voluntad, la poesía del arte o de la Naturaleza.

-Y ¿cómo en un tiempo iba yo siempre a buscarla?

-También explico yo eso muy satisfactoriamente. Hay una edad en que la imaginación predomina en nuestro espíritu, la generosidad en nuestro corazón. En esa edad proscribes el cálculo y te dejas guiar por la inspiración. ¿Crees que no? Esa pasión no es hija tanto del sentimiento como de un éxtasis, de un arrobamiento pasajero, transitorio, fugaz. Esa pasión es la ilusión, la esperanza, el delirio, en una palabra, todo lo que hay de vago, de ideal, de engañoso en tu espíritu. La crees real y verdadera, Eduardo, y, sin embargo, es mentira.

-¡Mentira dices! Y ¿por qué en este instante me atormenta y martiriza?

-Te lo diré. Porque la crees eterna, y es resultado de la fascinación, de la música, de los recuerdos de la infancia...

En este instante se levantó el telón, y comenzó el segundo acto. Sucedió lo que había sucedido en el primero. Hasta que apareció Ángela, a pesar de la excelencia de todos los artistas, el público estuvo frío e indiferente. Por fin llegó la escena en que debía salir Ángela. Vestía un traje blanco, que le daba formas aéreas. Parecía, más bien que una artista, un ángel que cruzaba por la escena con un cántico de paz en los labios y una corona de luz en la frente. Su semblante representaba una tristeza dulce, serena, pero profundamente verdadera e intensa. Sus ojos despedían involuntariamente algunas lágrimas. Vacilaba un poco al andar, como si un fuerte sacudimiento nervioso le atormentara. Todo revelaba las señales de su dolor.

La escena de la ópera era también altamente significativa, y se prestaba a su numen y a su estado. Era la escena en que su hermano fuerza a Lucía a enlazarse contra su voluntad con el amigo de su familia, diciéndole que Eduardo había faltado a sus juramentos. En el allegro de este dúo, Donizetti ha derramado con gran inspiración el dolor que rebosaba su alma. Así, no puede darse ni una desesperación más sentida, ni un llamamiento al cielo más tierno y elocuente. Y si a esto se agrega la voz de Ángela, el dolor que partía de su corazón, las lágrimas que rodaban por sus mejillas, los sollozos que, sin quitar ni su pureza ni su armonía al canto, le daban una elocuencia inexplicable, se comprenderá lo que debía ser la magia de aquella escena.

Eduardo no podía sufrir aquel canto; le ahogaba. Las notas tan dulces rociadas de lágrimas, que caían como una lluvia del cielo sobre todas las almas sedientas de lo bello y de lo bueno, dejando en ellas inextinguibles impresiones, al caer en el alma de Eduardo eran como una lluvia de fuego que abrasaba y reducía a ceniza su corazón y su conciencia. Fue tanto el poder de aquella voz, de aquel ademán, de aquella mirada, de la acentuación de sus palabras, que Eduardo se levantó maquinalmente, bañado en un sudor frío, como de muerte, asustado de los remordimientos de su conciencia, y se apercibió a salir del palco, fuera de sí, cuando una carcajada epiléptica, burlona, de Margarita, le detuvo, e hizo en su corazón el efecto de un rayo.

Mientras pasaba la segunda parte del segundo acto, la escena del casamiento de Lucía, entreteníase Margarita en atormentar a su amado. Unas veces le hacía observar que aquella situación era completamente diversa de la situación en que respecto a Ángela se encontraba Eduardo. Otras veces, cuando la joven artista daba alguna de esas notas agudas que taladran el corazón de los oyentes, sublime expresión de sublime dolor, Margarita, mirando burlonamente a Eduardo, le decía:

-Se queja, sí, se queja por ti. Y debe agradecerte tu desamor, porque, sin él, acaso no hubiera sido nunca tan gran artista.

-Me horroriza, Margarita, tu sangre fría; me horroriza.

-¡Ah! Sois muy particulares los jóvenes. Si te horroriza así el retrato de lo que eres, ¿por qué no has roto ya el original?

-¡Porque soy un cobarde! -exclamó Eduardo.

-No lo creas. Porque esa pasión que tú crees verdadera es una pasión puramente artística.

En esto se concluyó el segundo acto. Faltaba la parte más difícil y más hermosa del papel que desempeñaba Ángela. Eduardo no podía tolerar por más tiempo aquella ternura. Había instantes en que anhelaba bajar al escenario, pero le contenía un temor inmenso. Era reo si volvía a presentarse delante del juez. Aun en los instantes en que más alarde hacía de su valor, no podía resistir la mirada de la joven, y huía de ella como si le abrasara la frente y le secara el cerebro. Por su voluntad, hubiera ya huido del teatro; pero aún ejercía Margarita una especie de fascinación sobrenatural en su alma. Eduardo no era osado a contrariarla, tanto más cuanto que mostraba Margarita un tenaz empeño en ver los efectos que en el ánimo de Eduardo hacían los cantos de Ángela, y lejos de sentirlos, su penetración los aplaudía y celebraba.

Por fin llegó la escena del delirio, de la locura; escena terrible, que hace sentir, con toda la divina elocuencia de la música, de qué manera el corazón herido por el desengaño llega a partirse; escena en que Donizetti agotó la inspiración de su particular gusto y hasta la savia de su vida.

Aquel canto parece como que decía a Eduardo: «Mira, mira tu obra. Yo era una flor nacida en el campo, destinada acaso a purificar los aires, y tu aliento abrasador me ha arrancado de mi tallo, arrojándome en alas de los huracanes del mundo. Yo por ti sentí el amor, adoré la vida, y tú me abandonaste a la desesperación y al triste y pesaroso olvido. Yo era feliz; te abrí mi corazón; entraste en mi cielo porque te creí un ángel, y has enturbiado para siempre los claros horizontes de mi vida.

»Yo no he pensado en nada, sino en ti, en tu amor, y tú no has pensado sino en deshacerte de mi importuno recuerdo. Mientras yo pedía al aire, al mar, a las estrellas, desalada y llorosa, que me hablasen de ti, olvidado de todo, en brazos de otra mujer, reías y te burlabas acaso de mi dolor o de mi angustia. Y mira tu obra. El dolor de tu desamor me ha trastornado, me ha perdido hoy, y me aniquilará mañana.»

Eduardo creía oír todas estas reconvenciones en las palabras y en los cánticos de Ángela. Parecíale real el delirio. Los recuerdos del primer amor, las dulces palabras de consolación y de ternura, el acento del dolor más vivo, el delirio, la locura, la desesperación, todo, todo desgarraba el corazón de Eduardo; todo le hacía agitarse y retorcerse como en el potro del tormento.

El público, a su vez, que oía aquellos acentos expresados inimitablemente, ardía en indescriptible entusiasmo. Cuando concluyó, todos los espectadores a una se levantaron de sus asientos, extendieron sus brazos al escenario, y aclamaron reina del arte a la joven que, desconocida ayer o escuchada sólo por los aldeanos y las aves, pasaba a ser desde aquel momento una de las glorias de la hermosa Italia.




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- XV -

Eduardo, concluida la función, hubiera deseado caer de hinojos a las plantas de Ángela, pedirle perdón, jurarle amor, eterno amor, aquel amor purísimo que había sido su vida y las delicias de su vida; huir así de aquel mundo estrecho, mezquino, y recibir en su frente el bautismo de la pura virtud que Ángela guardaba bajo las nacaradas alas de su alma.

Pero ¿cómo presentarse? ¿Cómo no caería de espanto ante aquella purísima mirada? ¡Oh! Si al menos Eduardo hubiera tenido seguridad de que Ángela le hablase airada, no hubiera dudado un punto en verla; pero su olvido de lo pasado, su benevolencia, el pensar que pudiera presentarse serena, le partía el corazón. Así es que acompañó a Margarita a su palacio, y se volvió a su casa absorbido en su pensamiento, desgarrado por el dolor de sus sentimientos y de sus recuerdos.

Pero en esto oyó un gran ruido de voces e instrumentos. Mandó detener su coche, y se bajó atraído por aquellas voces. Era, en efecto, un gentío innumerable que saludaba a la nueva artista, acompañándola a su casa. Los vivas, los acentos de la música, los ramos de flores, los infinitos medios de expresar su entusiasmo que tienen los pueblos meridionales, todos se habían agotado en aquella noche.

Ángela, sin embargo, estaba triste; sentía más que nunca su soledad. ¿De qué le servían aquellos loores, si eran vanos y no llegaban a endulzar un tanto su dolor? Al contrario: Ángela deseaba la soledad. Había visto a Eduardo, había absorbido su mirar, y anhelaba pensar a solas en aquellos instantes, que en su mismo dolor le parecían sublimes.

Así es que en el mismo instante en que llegó a su casa se puso a meditar en su desgracia.

-¿De qué me sirve la gloria? -decía-. Esta corona de flores y de laureles que adorna mi frente, es una corona de espinas. ¡Oh! Cuando allá en mi valle el viento de la tarde me traía el eco de su voz, de sus cantares, que salían como del centro del mar, ¡cómo se deleitaban estos oídos, cerrados ahora a esos entusiastas aplausos! Pero ¿de qué me quejo? Yo no he podido hacerle feliz. La culpa no es suya, no; es mía. ¡Y le he visto! Y he podido contemplarle, y me ha parecido que lloraba. ¡Oh, Dios mío! Dadme una lágrima suya, dádmela; esa sería la perla más hermosa de mi corona de artista. ¿Comprenderá mi desgracia? ¿Sabrá que le amo? ¡Quién sabe si recordará mi nombre! ¡Quién sabe si la felicidad habrá borrado mi imagen de su memoria! La vida es un mar que refleja mil rostros, y que, después de algún tiempo, de ninguno guarda imagen. Los recuerdos suelen ser en la mente movibles, como las arenas en el desierto. Viene un nuevo viento y se los lleva, y no deja de ellos ni siquiera leve rastro. ¡Y yo, aquí en mi corazón, rendida siempre, sí, siempre adorándote! A veces me alegraría de que fuera desgraciado, muy desgraciado, de que le persiguieran mil males, sólo por tener una razón para decirle: «Mira, Eduardo, voy a hablarte, voy a decirte...» Pero no: ¿qué piensas, qué piensas, Ángela? -decía para sí la joven-. ¿No es mayor sacrificio pensar en su felicidad, no es más grande martirio para mí su dicha? Pues bien: no le quiero, no le amo; no. ¿Qué amor es el que se funda en la felicidad propia? No; el verdadero amor debe nacer del deseo de la felicidad por el objeto amado. ¡Sea feliz con Margarita, Dios mío! -exclamó Ángela, plegando las manos-: ¡que sea feliz! Y cayó de rodillas.

Estaba vestida de blanco; algunas flores pendían de sus cabellos, que se destrenzaban sobre sus espaldas; llorosos los ojos, plegadas las manos, murmurando los labios una religiosa plegaria, inundada por la luz de la blanca luna que entraba por una ventana, poseída de un éxtasis, parecía un ángel desterrado pidiendo a Dios volver al cielo.

Y, en efecto, esos seres superiores, que pasan por la vida con un ideal en la mente, con un sentimiento purísimo que todo lo sacrifica en aras de ese ideal, capaces de amar hasta el delirio, de llevar su felicidad hasta el sacrificio; esos seres que cruzan por la tierra un momento para derramar bien en los corazones, luz en las inteligencias; que adornan con sus ideas, con sus sentimientos esta tierra, ara de sacrificios empapada con tantos torrentes de sangre; esos seres superiores son angeles purísimos que, juguete favorito de la tempestad, cuyas ráfagas se empeñan en sepultarlos en el lodo, se levantan, sin embargo, transfigurados, al cielo, como en alas de blanca y hermosa nube, que no les deja hollar, ni aun con sus plantas, el polvo de este mundo.

¿Qué sería la tierra si no creyésemos en la existencia de estos seres? ¡Ah! Hay espíritus malavenidos con el mundo, espíritus atrabiliarios y enfermos, que, creyéndolo todo sujeto al fatalismo de eterna desgracia, se empeñan en no ver sino corazones corroídos por el vicio, inteligencias sumidas en el error; pero el que no ha perdido la esperanza, siempre ve brotar alguna flor en el árido desierto de la vida.

Ángela era una de esas flores. Para ella no había más que un pensamiento: su amor. Sin embargo, no se encerraba en el estéril y vacío desierto de su desgracia, no; salía de él; iba a consolar al pobre, al desvalido, a llevar el óbolo del arte a las profundas simas por donde se despeña en esta sociedad la pobreza. Sus manos apenas habían tocado los frutos de su arte, y ya los repartía, como la Naturaleza reparte próvida el sustento entre los hombres. Y en la profunda obscuridad ocultaba los bienes que hacía, encubriéndolos con el santo velo que encubre la caridad y la hace más santa y más hermosa con el misterio.

En aquella noche, después de haber por mucho tiempo combatido con su corazón, acercándose a su lecho, pensó que aún le quedaba un camino abierto: sacrificarse por su antiguo amante, velar por su felicidad, ofrecerle en holocausto su vida.

Y acariciando este pensamiento, se quedó profundamente dormida. Soñó que un ángel bajaba del cielo una corona de oro, y que le infundía con su soplo la inspiración, y un canto celestial, divino, a sus labios. Vio descender después un ángel que traía en sus manos una copa de hiel y una corona de espinas. Éste no le ofrecía inspiración, ni cánticos, pero dejaba caer en su alma el rocío de la virtud. En aquel trance, una voz que resonaba en los espacios, le decía: «Elige, sí, elige.» Ángela cayó de rodillas, derramó un mar de lágrimas, y abrazándose a los pies del ángel del dolor y de la tristeza, le pidió un sorbo de aquella amarga hiel, y apuró el cáliz, y presentándoselo vacío, dijo: «He aquí mi cáliz apurado. Lo beberé, sí, lo beberé. Será mi vida esa hiel, será mi vida.» Y se despertó bañada en lágrimas.

En aquel instante entró una de sus doncellas.

-Señorita, dormís mucho.

-Se conoce que los laureles son un narcótico -dijo Ángela en tono semifestivo.

-Y los ha recogido mi señorita grandemente.

-Pues no me satisfacen, ni me alegran.

-Señorita, venía a deciros que os espera una señora.

-Pues que entre, que entre en seguida que me vista.

En efecto, se vistió. Púsose un traje blanco, ceñido con descuido, pero con elegancia. Estaba tan débil, que apenas podía sostenerse. Dejóse caer en un sillón. Apenas se acordaba de que había mandado entrar a una señora, cuando vio aparecer a Margarita, que llevaba una corona de flores en la mano. Verla y levantarse como herida, fue obra de un momento.

-Tenéis razón para asustaros, Ángela.

-La razón que vos tenéis para venirme a ver desearía saber.

-Si me permitís, me sentaré.

-Sí, sentaos, sentaos. Yo os lo ruego.

-¡Ay, Ángela, qué feliz sois!

-¿Lo decís seriamente?

-Sí, sí. Tenéis a vuestras plantas rendido un público inmenso, y en vuestra frente esplendorosas coronas.

-Os compadezco si creéis que eso es la felicidad.

-No, no. Pero como la felicidad completa no es posible, cabe escoger entre los diferentes géneros de felicidad, y yo escogería ése.

-No lo creáis, Margarita; esa felicidad no llega nunca, nunca, al corazón. Toda esa felicidad no arranca una lágrima, una de esas lágrimas dulcísimas que serenan todos los dolores, no; esa felicidad es infecunda y estéril.

-¡Ángela! ¡Cuántos corazones la anhelarían! Yo vengo también a poner una corona de flores en vuestra frente.

-Gracias. La conservaré, sí; la conservaré como recuerdo de una de las noches más tristes de mi vida.

-Me avergonzáis.

-No creáis, Margarita, que yo aborrezco a todos los que me han hecho llorar en este mundo.

-No. Ya sé que la persona que más amáis en este mundo es la que más os ha hecho llorar.

-Es verdad. Lo confieso. No me avergüenzo. Le amo mucho. Y le deseo que sea feliz. Sí, sí, Margarita -dijo Ángela, tomando la mano de su rival con efusión-; hacedle feliz.

Dijo estas palabras con tanta ternura, que Margarita, a pesar de su insensibilidad, se conmovió profundamente, y las lágrimas asomaron a sus ojos.

Hubo un instante en que aquellas dos mujeres unieron sus almas en un mismo pensamiento, y un silencio sepulcral cayó sobre ellas. Después de algunos instantes, exclamó Ángela:

-Os ama mucho, ¿no es verdad?

El temor a la respuesta que iba a darle Margarita se pintó en su rostro, iluminado por una curiosidad indescriptible.

-Os ama a vos, Ángela -dijo Margarita con acento amarguísimo.

-¡A mí! ¿A mí, decís?... ¡Oh! No, no es verdad -dijo Ángela.

Y una alegría infinita hacía temblar su voz, y en un instante olvidaba los amargos recuerdos de muy amargos días, y a sus ojos se levantaba su primer amor, puro, purísimo, como cuando lo sentía sin dolor, animando toda su vida.

-Y he aquí -dijo Margarita- el secreto de nuestro próximo casamiento.

Un sudor frío cubrió la frente de Ángela. ¡Es tan difícil renunciar a la esperanza!

-Sí -añadió Margarita-; yo no le amaba; pero desde el punto que me persuadí que amaba a otro ser, ya creo que le amo.

-¡Desgraciada! -exclamó Ángela.

-¿Desgraciada me llamáis? Es verdad; lo soy, lo soy mucho. Pero aunque de mí depende el remedio, no tengo fuerza bastante a libertarme de la desgracia.

-¡Oh! Pensad en Dios.

-¡En Dios! Ya sabéis que el ruido del mundo, el aire de los salones, las fiestas, suelen borrar el recuerdo de Dios en la mente. Ahora, ahora que voy a ser compañera inseparable de un hombre a quien debo hacer feliz, quizá piense de otra suerte.

Y fijó Margarita sus ojos con malignidad en Ángela, como para adivinar la impresión que le habían producido sus palabras.

-Perdonadme que os ruegue no le hagáis infeliz.

-Ángela -dijo Margarita-, no sois mujer. Y acentuó con rabia esta palabra.

-¿Por qué lo decís?

-Porque si fueseis Margarita, y yo Ángela, ¡oh! ¡oh! ¡me vengaría!

-Y ¿qué conseguiríais con vengaros?

-El que padecierais.

-Y ¿qué conseguiríais viéndome padecer? Los corazones pervertidos solamente se pueden gozar en la desgracia y en el mal ajeno.

-Pero el amor, ¿no trastorna la mente cuando es verdadero?

-No. Vivirá siempre en el fondo del corazón como la vida misma. Cuando es desgraciado, padece, pero no se venga; llora, pero no se desespera. Yo amo a Eduardo con toda mi alma; y porque le amo, le quiero feliz con vos más bien que desgraciado conmigo.

-¡No le amáis! -exclamó Margarita.

-¡Que no le amo! Mirad. ¿No veis estos ojos secos y áridos rodeados de una aureola morada? Pues ¡ay! están tristes y faltos de luz porque no le ven. ¿No veis esta faz triste y desencajada? ¡Ah! No puede, no, alegrarse, sino al rayo de su mirada. Aplicad, aplicad el oído a este corazón. Oíd, oíd sus latidos; cada uno de ellos es una puñalada mortal que me asesina. Mirad: esta vida tan joven, se apaga; este corazón tan fuerte, se quiebra; estos ojos se cierran, porque yo le idolatro, y el despiadado me olvida y me abandona.

Y un gran sollozo, un sollozo profundo, desgarrador, partió aquel corazón, que a pedazos se salía del pecho por la fuerza inmensa del dolor.

Era tal la expresión de aquel rostro, tan viva y encendida la luz de aquellos ojos, tan amargo aquel acento, que Margarita exclamó:

-Tenéis razón; le amáis.

-Y ¿habéis venido a gozaros en mi desgracia? -le preguntó Ángela.

-No: como sois amiga de Eduardo..., he querido... convidaros... a mi boda.

Ángela miró a Margarita estupefacta, y después le dijo:

-Que seáis feliz.

-Decidme, Ángela: si él os amara, si os volviera a ver...

-Estad tranquila. Yo no le vería nunca.

-¡Oh! ¿Tendréis fuerza bastante, si os volviera a pedir perdón, para perdonarle, para volverle a amar?

-¡Nunca, nunca; de ninguna suerte!

-¡Y decíais que le amabais!

-El Eduardo a quien yo amaba ha muerto.

-Esas son distinciones metafísicas.

-Sí, le he llorado muerto, y arrastro por él toda la amargura de mi corazón; y para mayor tormento, sé que padece en un infierno de males y dolores.

Margarita lanzó una carcajada epiléptica.

-Ya veo que tenéis celos -dijo mirando burlonamente a Ángela.

-¡Celos! ¡Oh! No, no. ¡Celos de vos! ¡Nunca! Ya os he dicho que el Eduardo que yo amaba ha muerto.

-Pero podría resucitar.

-Es verdad; podría volver a la virtud.

-¿Y entonces?

-¡Oh! Entonces le diría que os amara, Margarita.

Había tal convicción en la palabra de la joven, que Margarita no pudo menos de prorrumpir en estas palabras:

-Sois sublime.

-No; cumplo con mi deber. Va a ser vuestro esposo, Margarita. Eduardo debe ser buen esposo. No puede tener mi amor, pero puede ganar mi estimación.

-Vos quizá améis a otro.

-¡Eso nunca, nunca! -dijo Ángela indignada-. Sólo se ama una vez en la vida, sólo una vez. Yo, yo he nacido para el sacrificio; yo oigo una voz celeste que me llama al combate, sí, la oigo.

Y Ángela se levantó como transfigurada.

Una idea infinita se pintó en su rostro. Miraba, como si hubiera sacudido un sueño, la visión que se le había aparecido la noche anterior, y la veía realmente.

-¿Qué tenéis, Ángela? -dijo Margarita conmovida por aquel extraño arrobamiento.

-No tengo nada. Me he decidido a abrazar mi cruz, sí, mi cruz.

Y volviéndose de repente a Margarita, le dijo:

-¿Cuándo os casáis?

-Mañana.

-Iré, iré a vuestra boda y cantaré.

-¡Oh! ¿De veras?

-Sí, de veras. ¿En qué podré yo emplear mejor mi voz?

Margarita, que no había ido con otro fin, se salió, después de un corto rato, de casa de Ángela sumamente satisfecha.




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- XVI -

Pocos días después de esta conversación debía celebrarse el casamiento de Margarita y Eduardo. La lucha de éste con su corazón no tenía tregua. Había instantes en que se entregaba a merced de la suerte; pero otras veces, despertando su inteligencia a ideas más altas, protestaba contra aquella esclavitud en que le tenían sus alteradas pasiones. Por una de esas desgracias frecuentes en la juventud, el hombre interior, el alma, había en él muerto. Corriendo de pasión en pasión, se había ido dejando por todas partes pedazos de su ser, relámpagos de su conciencia. Así, poco a poco, había caído en el más grave mal que imaginarse pueda: en la pérdida absoluta de la voluntad. ¡Ah! La juventud, que es la edad de las grandes pasiones, la edad en que el corazón protesta contra toda tiranía, la edad en que el espíritu toma cierto aspecto caballeresco que lo engrandece, la edad del sacrificio; la juventud, cuando se revuelca en el lodo, cuando pierde su fuerza, sus aspiraciones a otro mundo mejor, a otra vida más hermosa que la triste vida real, es una vejez prematura, más triste, más desoladora, más criminal cien veces que el suicidio, porque es, en verdad, el suicidio del alma.

Así, Eduardo, que se había perdido, que sólo por un milagro, por la intervención de algún genio sobrenatural, podía prometerse salir triunfante del mal que dentro de sí llevaba, después de haber luchado por cortos instantes, falto de una voluntad acerada que le llevara de buen o mal grado a una suprema resolución, inclinó la frente, y cedió al destino, y lo aceptó contento, abrazándolo con indiferencia, como quien ya nada espera de lo por venir.

Margarita, al contrario; Margarita, para quien la vida era un drama, y gustaba de las grandes peripecias trágicas, se gozó anticipadamente en llamar la atención con su nuevo estado. ¡Ella, que tanto se había reído del matrimonio! Mujer ligera, vana, coqueta, dejándose llevar más bien de cambiantes impresiones que de la perversidad de su corazón, si extraviado, no aún corrompido; Margarita arreglaba todos sus preparativos para su nuevo estado, ni más ni menos que si fuera una fiesta. Rica, muy rica, no sabiendo qué hacer de su dinero; caprichosa, muy caprichosa, disgustándose de todo, su imaginación se posaba en aquella idea del casamiento, que un día se le ocurrió, y que al instante pensó en realizar, y no meditaba ninguna de sus consecuencias. No calculaba ella que su antes rendido amante podía, ya su esposo, tiranizarla; fiaba mucho en el poder de su genio, y aun en la debilidad de Eduardo.

Para Margarita, aquella boda era una fiesta que iba a deslumbrar la corte de Nápoles. El Rey debía asistir a su misma casa; las damas de más alta alcurnia iban a envidiarla; todo cuanto de aristocrático encerraba aquella corte, iba a postrarse ante su hermosura; nada faltaba a hermosear aquel espectáculo. Faroles de mil colores debían posarse en los árboles de su jardín, que allá en su orgullo Margarita creería estrellas destinadas a saludar su boda. Todos los artistas de Nápoles se reunirían en torno de aquella tirana de la moda. Las damas de Nápoles habían agotado su imaginación para regalarla; los jóvenes habían despoblado de flores los jardines; hasta el pueblo, sí, el pueblo mismo, que suele seguir y engrosar el torrente de las voluntariedades tornadizas de la moda, se agrupaba alrededor de aquella mujer afortunada, que era el objeto de todas las conversaciones, y objeto de que se aprovechaba, y no poco, la natural maledicencia cortesana.

Y, sin embargo, de aquella noche debía brotar el mal de toda su vida, toda su desgracia. La idea que sobre todo la preocupaba era la presencia de Ángela en aquella noche para ella tan feliz, no por el amor, sino por el aparato de que iba a rodearse, y porque iba a ser objeto de la atención de aquella corte. En verdad, a primera vista no se comprende qué atención, que no fuera liviana y pasajerísima, podía prestar la corte a la boda de Margarita. Nosotros hoy no lo comprendemos. Pero imagínese una corte puramente monárquica, donde el rey es todo, donde no puede ser controvertido ningún acto público, donde la actividad no puede consagrarse a ningún objeto elevado, corte ocupada en matar el tiempo en murmuraciones y espectáculos; imagínese una corte de esta naturaleza, aunque cueste mucho esfuerzo, y se verá que el casamiento de una joven que había sido en riqueza, en amores, en elegancia, la fábula de aquel tiempo, la maravilla de aquella sociedad, debía ser objeto preferente de la conversación de todas aquellas descansadas imaginaciones, que no podían, faltas de instrucción y sobradas de tiempo, volar por otros más dilatados y espaciosos horizontes.

Margarita, con el aturdimiento propio de su carácter, se había distraído y separado de toda atención que no fuera las fiestas de su matrimonio. Parece imposible que un paso tan delicado y decisivo de la vida pudiera tomarse de una manera tan liviana. Todo cuanto a este fin supremo atañía, era ceremonia, fiesta, nada. Hasta la presencia reclamada de Ángela en su boda probaba esto: Margarita había dicho que Ángela era su rival desairada, su rival olvidada. Quería dar así a su triunfo más apariencia dramática, a su boda más poesía. Pero la presencia de Ángela en su boda, en realidad, probaba todo lo contrario. Así lo comprendió la pobre artista, y por probar también hasta qué punto su corazón estaba templado para el sufrimiento, se decidió a presentarse en casa de Margarita en aquella terrible noche.

El casamiento se celebraba públicamente en la iglesia. Margarita quería que todo el mundo tomase parte en aquella fiesta. La manera mejor de conseguirlo, consistía en darle toda la publicidad posible. Sus mejores trenes, sus mejores coches, sus lacayos lujosamente vestidos, todo lucía en aquella mañana, atrayéndose la mirada de ese pueblo indolente napolitano, recostado en sus campos y en sus calles como un sultán en el mullido lecho de su perfumado harén.

Pero en un rincón del templo, en un rincón obscuro de aquel lugar sagrado donde iba a celebrarse aquella ceremonia, donde dos seres iban a prometerse ante Dios amor eterno, por capricho uno, y por pura indolencia el otro; en una capilla de aquel templo, envuelta en un largo velo negro, cubierto el rostro, plegadas las manos, de rodillas ante una Virgen, oraba una mujer, y oraba sollozando, y aquella mujer era Ángela, sí, Ángela, que para probar su corazón, sin que nadie lo supiera, iba a oír aquel juramento de eterno amor que ella tantas veces había escuchado de los labios de Eduardo.

El templo, la pureza del alma de Ángela, las oraciones que vagaban perdidas en los aires, el aroma del incienso, el eco del órgano que se apagaba en las bóvedas, el canto que repetían los sacerdotes, lejos de amortiguar el corazón de Ángela, lo elevaban, dándole el sello de lo infinito. La pobre Ángela se veía sola, abandonada de aquel amor que había sido el ángel que la cobijara en su vida. Desde el fondo de la capilla oyó el juramento de aquellos dos seres, y lo recogió bañada en lágrimas. Aquellas palabras se clavaron como espinas en su corazón. Hubo un instante en que la luz huyó de sus ojos y la tierra de sus plantas. Cuando instantáneamente salió de aquel letargo, notó que se había, para no caerse, abrazado a una cruz.

-¡Oh! -exclamó mirándola-. Tú eres el único refugio del corazón afligido; tú eres el único bien de la vida. ¡La cruz, la cruz! ¡Oh! Yo la llevaré con la frente erguida.

Y se secó los ojos, y clavó una mirada serena en la cruz y salió del templo.

Oyó a lo lejos el ruido, la algazara, por todas partes hablar del lujo de los arreos, del esplendor de las damas; oyó hacer votos por la felicidad de aquellos dos seres, y todas aquellas palabras taladraban su corazón desgarrado por la fuerza de tantos y tan agudos y tan penetrantes dolores, que no tenían ya número ni medida.




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- XVII -

En aquella noche ofrecía la casa de Margarita deslumbrador espectáculo. La escalera principal, profusamente iluminada, cubierta de mil gayas flores, que parecían reunir en sus corolas y en sus esencias la naturaleza de mil varios climas, abría a salones mágicos, que más parecían soñados que reales, salones cuyas estatuas, cuyos tapices, parecía como que se animaban al compás de una alegre música, descendida de un lugar invisible, como una mansa cascada, música que arrojaba en los ánimos también cierta alegría, predisponiendo a las emociones que debía guardar aquella hermosa noche.

Las darnas de la corte, riquísimamente ataviadas, descomponiendo y quebrando en sus diamantes los mil rayos de luz que bajaban de las bujías, conversaban en varios corros sobre el suceso favorito de la conversación cortesana, no sin alguna malicia, a pesar de los agasajos que en aquella casa recibían, y se preparaban para el baile, criticando a media voz a todos los individuos de aquella concurrencia. Por los jardines, que parecían los jardines de Armida, iluminados con tibia luz, semejante al dulce crepúsculo de la mañana, animado por el susurrar de las fuentes; por los jardines discurrían también muchos convidados, gozando en respirar las auras húmedas y agradables de la noche. Era objeto de la conversación de dos elegantes jóvenes, que uno parecía francés y el otro hablaba castizamente italiano, la función de aquella noche. Oigámosles un instante:

-Y ¿dices que no vendrá? -preguntaba el francés.

-No vendrá.

-Me extraña.

-No debe extrañarte.

-Sí, porque uno de los grandes timbres de Margarita era que el Rey debía honrar esta noche su casa.

-No la honrará.

-Que me place.

-¿Por qué? -dijo el francés bajando mucho la voz-. Ella ideará alguna venganza.

-¡Calla, calla! -exclamó el italiano, cogiendo fuertemente del brazo a su compañero.

-¿Por qué?

-No olvides que aquí hasta los árboles son espías del Rey; no olvides que mañana puedes, si te oyen algún eco de esas palabras, salir para siempre de Nápoles.

-Dios me socorra... -dijo el francés en tono burlón-. Pero, a decir verdad, no alcanzo el sentido oculto de tamaña resolución.

-Pues tiene un gran sentido.

-¿Cuál es?

-Un buen rey debe moralizar su corte.

-¡Ah! Ya, ya.

-Y como debe moralizar la corte, presentarse aquí era desmoralizarla.

-Entiendo, entiendo.

-Y es darle una lección a esa joven.

-Sí, sí.

-Y es decir que S. M. no aprueba su conducta.

-Pues.

-Y es todo ello digno de un gran rey.

-Ciertamente.

-Y así añadirá una hoja más a su corona de gloria.

-No lo dudo. Mas ¿por qué dijo que iba a venir si estaba resuelto a no hacerlo? ¿Por qué alimentó las esperanzas de Margarita?

-El Rey no contestó decisivamente si vendría o no; lo dejó entrever.

-Mas para Margarita debe ser cuestión, después de todo, de no mucha importancia.

-Al contrario. Es una cuestión capital.

-No alcanzo...

-Poco alcanzáis de cortés...

-¿Por qué Margarita puede tener tanto empeño en la venida del Rey?

-No venir, equivale a un desaire.

-Y un desaire...

-Un desaire equivale a la pérdida de toda su influencia.

-¿De veras?

-No lo dudéis. Margarita es el ídolo de la corte, porque todos creen que goza de gran predicamento en Palacio. El día que se persuadieran de lo contrario, estaba perdida.

-¡Oh!

-¿Veis todas esas frentes que se inclinan hoy ante Margarita? Se erguirían despreciativas en el momento mismo en que la abandonara el favor Real.

-Eso alcanza el que todo lo fía a la triste importancia que se consigue en la corte.

-Entonces, mil corazones que la odian, mil labios que a hurtadillas la maldicen, rasgarían las sombras en que se envuelven y la escupirían hiel a la cara.

-Mas ¿una sola noche puede producir todo ese gran cambio en su posición?...

-Puede producirle, y la razón es obvia. Se trata de una noche importantísima de la vida.

-Es cierto; pero a veces los grandes deberes que trae consigo el regir los Estados no pueden posponerse a las exigencias de la amistad.

-Es indudable. Mas se susurra hace mucho tiempo que Margarita ha perdido su influencia. Muchas estrellas de las que lucían en su horizonte se han apagado. Muchos la han abandonado por eso. Y aun se dice que el casamiento es una decisión suprema que toma al ver las tempestades que ruedan y rugen sobre su cabeza.

-Mas ¿a qué se reducía su influencia en Palacio?

-La maledicencia ha querido darle cierto tinte; mas es el tinte amarillo que los ojos de los que padecen ictericia ponen constantemente en todos los objetos. Margarita gozaba o goza influencia en Palacio por su genio, por su facundia, por su inagotable y rica vena, y hasta por sus grandes relaciones con la aristocracia.

-Y si pierde esa influencia...

-¡Oh! Se vengará.

-Eso mismo creo yo.

-Poco le importa a ella que sea un rey: como la víbora, muerde a todo el que la pisa.

-Mas aunque en lo de la venganza convengo, no advierto los medios.

-Miradla, miradla. ¿No veis en esa frente algo de magia? Habla a todos a un tiempo. Dirige sonrisas y miradas a todas partes. Sigue mil conversaciones a la vez. A cada uno le habla en su lenguaje. Fascina. Es al mismo tiempo la envidia de las jóvenes y el encanto de los caballeros. Es un alma inmensa, donde caben muchos pensamientos, y donde hay mucho, muchísimo veneno.

-Y esa mujer, ¿dejará perder toda su importancia?

-No lo creo. Luchará. Si es vencida, será vencida después de una pasmosa batalla.

-Me encanta esa decisión.

-¿No veis que en esos salones se van formando corrillos?

-Sí, sí.

-¿No veis que todos hablan en voz baja?

-Sí, sí.

-Pues bien; echan ya de ver que el Rey tarda...

-Y ¿qué?

-Venid. Presenciaremos una gran escena.

-¡Pobre Margarita! -decía el francés.

Y ambos jóvenes se internaron por los salones.

Y, en efecto, para Margarita era una desgracia inmensa que el Rey faltase a su boda. Toda la consideración que en Nápoles merecía, era debida a su grande influencia en Palacio. Perdida esa influencia, las mil personas que la rodeaban la abandonarían a su soledad. En esas cortes donde el rey es todo, la moda obedece ciegamente la voluntad del rey. En los gobiernos absolutos llevan los reyes en los pliegues de su manto la suerte, no sólo de las personas, sino también de las ideas. Ana de Austria llevó a París el genio español, inoculó en el árbol de la literatura francesa la exuberante savia de nuestros poetas, y Felipe V trajo consigo a Madrid el genio de la literatura francesa, que por espacio de un siglo dominó en nuestra escena.

Pues si los reyes absolutos, aun en las grandes esferas del pensamiento, pueden tanto, ¿qué no podrán en más pequeñas y más limitadas esferas? El disfavor del Rey era para Margarita lo que para Caín aquella mancha horrible que llevaba en la frente; era una señal de perdición. La reina de los salones, de las grandes tertulias, la depositaria de tantos secretos, la tirana de la moda, iba a ser el ludibrio de todos los que, envidiándola en secreto, rendían la cerviz a su poder.

Las pasiones, cuando no tienen una gran esfera en que agitarse y moverse, descienden a revolcarse en el lodo. Lo que sucede en los individuos, sucede con los pueblos. Los individuos, cuando no tienen pasiones que se alimentan en la vívida llama de una idea, caen siempre en la abyección. Los pueblos, cuando no pueden agitarse en la atmósfera de la libertad, se degradan, se envilecen. La esclavitud es un gran mal social, es verdad, porque es también un mal moral. Así esos pueblos, envenenados por una atmósfera voluptuosa que de nada pueden curarse porque entre ellos de todo se cura el gobierno; pueblos sin iniciativa, sin poder, sin libertad, que tienen, sin embargo, actividad, que necesitan moverse, vivir; pueblos dados a la indolencia y a la esterilidad, evaporan tristemente su vida en el vacío. Y así, aquellos cortesanos amaban ídolos de barro, aborrecían mezquinamente. Y todos los días miraban el ceño de su señor, y seguían las oscilaciones de su voluntad. No hay peor condición que la de autómata; no hay nada más vil bajo el sol.

Pero volvamos los ojos a los personajes que venimos historiando. Margarita se mostraba impaciente; pero, a decir verdad, no por la tardanza del Rey, sino por la tardanza de Ángela. Juzgaba que el Rey debía ir tarde, y no presagiaba que faltara en su casa en aquella solemnísima noche. En las cortes sucede, cuando se realiza una gran caída, que el último que lo sabe es el que va a caer, y que el que va a caer es también el último que oye el gran estrépito de su gran catástrofe. Por consiguiente, Margarita no se había podido libertar de esta que bien podríamos llamar ley general de la vida cortesana.

Mas pronto se oyó un rumor, y todos los ojos se fijaron en la puerta. En efecto: era Ángela. Iba acompañada de su madre. Un sencillo traje celeste hacía resaltar la palidez mate de su cutis; algunas flores naturales ornaban su lustrosa cabellera. En medio de aquella lluvia de brillantes, de aquellas señoras llenas de oro, resaltaba por su naturalidad, por su sencillez, por su gracia. Parecía la Naturaleza animada, personificando, mostrando su prístina gracia y hermosura, y reconviniendo así a todas las que tan impíamente la abandonan por los torpes afeites del arte.

Todos los concurrentes volvieron los ojos a aquella figura casta y hermosa que se dibujaba en la puerta. Ángela estaba turbada: sus ojos, involuntariamente querían buscar a Eduardo, y, sin embargo, se espantaba de pensar no más que estaba en su presencia. Temblaba Ángela y flaqueaban sus rodillas. Tuvo por precisión que coger el brazo de su madre, porque temía caerse. Los dos jóvenes que tenían empeñado el diálogo anterior, comenzaron también a hablar de esta suerte en uno de los ángulos del salón:

-Mirad, mirad -dijo el italiano.

-¿Qué? -preguntó el francés.

-Mirad a la puerta.

-¡Ah! Ya veo, ya veo. ¡Es ella! -dijo el francés en un rapto de alegría.

-Sí; esa mujer, cuya voz encanta a todo el mundo, cuya virtud es la admiración de todas las gentes.

-¡El arte y la virtud! ¡La bondad y la hermosura!

-Sí; tú no sabes todo lo que en ese corazón se encierra.

-Háblame, háblame de esa mujer divina.

-Su corona de artista la deposita a las plantas de los pobres.

-¿Será cierto?

-Su vida es la caridad.

-¡Hija predilecta del cielo!

-Cuando ha recogido el oro que le proporcionan sus triunfos, desciende a la choza del pobre.

-Y ¿se oculta?

-Se oculta de todo el mundo.

-La virtud debe ser modesta, y sólo a ese precio es divina.

-Ayer descendía la joven a una choza.

-¡Oh!

-Iba a llevar la paz y el contento.

-Lo mismo hace con todo el mundo.

-Entró, y se encontró con que no llevaba dinero bastante. Había derramado el oro manos llenas. Vio un nuevo desgraciado. Entonces, arrancándose un diamante que llevaba al pecho, se lo entregó.

-¡Profunda caridad!

-Profundísima. Pero no esa caridad que derrama el oro y huye, no; la caridad que, como un ángel, se cierne sobre el desgraciado; la caridad que alivia los dolores de su cuerpo y consuela su alma.

-Y ¿no ama a nadie?

-Ha amado a Eduardo.

-¡A Eduardo!

-Sí.

-No se concibe.

-Es un secreto.

-¿Y él?

-Él la abandonó por Margarita.

-¡Infame!

-El amor criminal se llevó tras sí el amor puro.

-¡Parece imposible!

-Y Eduardo, ¿no se muere de vergüenza?

-Eduardo vacila; pero esa mujer le fascina.

-Miradla. ¡Qué hermosa!

-Lo es en verdad.

-En medio de todas parece un ángel.

-Sí, sí.

-Y su voz es, como su canto, dulcísima; y su alma es un destello del cielo; ¡y sin embargo, esa mujer es desgraciada!

Pero volvamos los ojos a Ángela. Toda aquella gran sociedad aristocrática bajó la frente ante el poder de su virtud y de su genio. Mucho se habla en el mundo de la nobleza, de las grandes alcurnias heredadas; pero, fuerza es decirlo, ante el genio que luce como las estrellas en la noche, ante la corona de laurel ganada honrosa y gloriosamente en una lucha, todos los timbres humanos se eclipsan y obscurecen. Ángela, con su sencillo traje y sus flores prendidas con descuido en su hermosa cabeza, era la verdadera reina de aquella sociedad, el punto donde se encontraban todas las miradas.

En un ángulo del gran salón, medio oculto entre cortinas, confundido como bajo la inmensa pesadumbre de un pavoroso remordimiento, pálido, demudado, retorciéndose las manos, fijos los ojos en Ángela, se encontraba Eduardo; pero tan profundamente dolorido y apenado, que le parecía que la mirada de Ángela le iba a abrasar el cerebro, iba a caer sobre él como un fuego del cielo para devorarle por su criminal olvido, por su despiadada ingratitud.

Ángela había apurado hasta las heces la copa de la amargura, del martirio. Ya nada le quedaba que sufrir en el mundo. Había perdido el ser en quien puso todas sus ilusiones, toda su fe, toda su esperanza: su dolor tomaba esa calma profunda que sucede a una gran tempestad. Ya no podía ahondar más en sus entrañas; ya no podía desgarrar más de lo que estaba su triste corazón, y en su uniformidad, en su intensidad infinita, el dolor se había convertido en una segunda naturaleza, y había tomado esa calma grave, solemne, que sólo las grandes pasiones pueden inspirar.

Como dice admirablemente el Dante, el gran pintor de todos los dolores humanos, las lágrimas que en aquel instante se asomaban a sus ojos, no pudiendo bañar su rostro y evaporarse en el aire, granizaban sobre su corazón. Entraba, ¡ella, que tanto había amado a aquel ser -¿por qué engañarse?- que tan delirantemente le amaba! entraba en su casa en la noche de su boda, en medio de los aromas de una corte voluptuosa, e iba, sólo por verle acaso, a embellecer con su canto aquella solemnidad, que era su tormento, su martirio. En medio de aquella calurosa atmósfera se acordaba de las tibias tardes de primavera; las mil bujías esparcidas le recordaban la suave luz de las estrellas, cuando aparecían amorosas entre los arreboles de la tarde; el olor embriagador y voluptuoso de aquellas mil esencias, el suave aroma de sus flores; el ruido de aquella música, el gorjeo lejano del ruiseñor, acompañado por el susurro de las hojas y el eco del mar, que se apagaba dulcemente en las sonoras playas. Y la imagen de su felicidad, de su amor, renacía a sus ojos, y el dolor brotaba a torrentes de su corazón herido y desgarrado. ¡Tremenda noche! Dolor insufrible padece en momentos dados el alma; el dolor moral es a veces tan profundo, tan amargo, tan intenso, que no hay dolores físicos que puedan ni remotamente comparársele.

El dolor hervía inmenso en su corazón, y se asomaba en sus mejillas tiñéndolas de un sonrosado indefinible, y relucía en sus ojos, prestándoles mística hermosura. Aquella mujer era en sí hermosa; era hermosa por sus cánticos, era hermosa por su genio de artista, era hermosa por la pureza de su alma, era hermosa también porque llevaba en su frente, luciendo con ideales resplandores, la santa corona del martirio. Mujer ideal, parecía un ángel que pasaba por la tierra sin hollarla con sus plantas.

En cuanto a Margarita, varios afectos trabajaban su corazón. Su ansiedad, su anhelo por la presencia del Rey en su casa, no tenían tregua. Y el Rey tardaba mucho. Su ambición temblaba al pensar sólo si el Rey podía faltar. Sin embargo, estaba tan segura de su triunfo, tan segura de que el Rey no la faltaría, que todos estos temores cruzaban ligeramente por su pensamiento, y se desvanecían como el humo. Así que vio entrar a Ángela, el recuerdo de sus sentimientos, su amor propio, su deseo de martirizar a Eduardo, su triunfo al presentar a sus convidados la mujer que era fábula de la corte, la reina del teatro, todos estos mil afectos despertaron en su ánimo nuevas ideas. Dirigióse donde se encontraba Ángela, y la abrazó con ternura. Al mirar sus ojos, comprendió que Ángela quería llorar, y se conmovió un instante, y una lágrima se asomó también a sus ojos. La mujer, aun la más perversa, cuando ve o presencia algo que toca al corazón, siente más que el hombre, es decir, conserva un recuerdo más vivo y profundo de su primitiva naturaleza, y se acerca más a su Creador. Pero aquella ligera conmoción pasó pronto, y Margarita, en su natural orgullo, quiso ofrecerle y presentarle aquel gran trofeo de su victoria a Eduardo.

Así es que, volviéndose a buscar a Eduardo, le trajo como a remolque delante de Ángela. Ésta se armó de su resignación maravillosa, y con los ojos fijos en el suelo esperó a Eduardo. El joven tampoco se atrevió a mirarla; de suerte que estaban frente a frente, y puede asegurarse que no se habían visto.

-Señora, mi esposo -dijo Margarita, acentuando esta palabra y dirigiéndose a Ángela.

Ángela alzó entonces la frente como quien toma una resolución suprema, y clavó sus ojos en el rostro de Eduardo. Un gemido, que no pudo contener, se escapó de sus labios, entreabiertos por una sonrisa, no de placer, sino de amargura.

Margarita, volviéndose después a Eduardo, exclamó:

-Nuestra gran cantora, nuestra sublime artista.

Eduardo balbuceó algunas palabras, y se quedó pálido y frío como la muerte.

-Sí. Este caballero me conoce -dijo fríamente Ángela.

-Sí -contestó Margarita en tono muy significativo-; os ha visto en el teatro.

-No solamente en el teatro; sin duda se acordará de haberme visto en sus paseos por el mar, en una playa no muy lejana...

-Señorita -dijo Eduardo con amargo acento-, no lo he olvidado.

-Pues no sabía yo eso -dijo Margarita en tono muy irónico-. Y puedo asegurarte, Eduardo, que en verdad, en verdad, yo, aunque mujer, nunca he olvidado a Ángela desde el primer instante en que tuve, aquí mismo, en nuestro jardín, la dicha de verla. Es una fisonomía que no se borra fácilmente de la memoria.

Eduardo comprendió todas las reconvenciones que encerraban las palabras de Ángela, toda la amarga ironía que encerraban las palabras de Margarita. Ángela, como era mujer, y, a pesar de su bondad, altiva, pronunció sus palabras, no ya con desdén, no ya con amargura, sino con una indiferencia tan glacial, tan completa y tan extrema, por mejor decir, que allá en el fondo de su corazón, por una reacción propia del orgullo, y del orgullo noble, parecía que en aquellos instantes supremos se había apagado el fuego devorador de su exaltada pasión. Esta indiferencia alentó a hablar a Eduardo.

-Sí; yo recuerdo la primera vez que os vi -dijo con serenidad-. Recuerdo que estabais en un montecillo, bajo un sauce, en un montecillo que caía al mar. Al pie de una fuente dabais de beber a unas palomas. Recuerdo que una de ellas fue a recoger un grano de trigo en vuestros mismos labios. Recuerdo que cantabais una barcarola, y que al oíros cantar detuve involuntariamente mi barca. Vuestra hermosa voz resonaba...

Ángela se iba poniendo pálida; sus labios perdían el color, se cerraban sus ojos.

-¿Qué tenéis, que tenéis? -dijo Margarita sosteniéndola en sus brazos.

-Nada..., nada..., un vahído. El recuerdo de mi padre, de aquellos campos, todo, todo...

Ángela y Margarita volvieron la cabeza; pero se encontraron sin Eduardo. Con el pretexto de ir a buscar un vaso de agua, había huido. Los concurrentes apenas notaron aquel ligero episodio, que pasó con la rapidez de un relámpago. Ángela, en aquella gran lucha comprendió su debilidad, y por una reacción suprema se posesionó de sí misma, y tomando el brazo de Margarita afectuosamente, exclamó:

-Bajemos, bajemos al jardín.

Y ambas jóvenes, pasando por en medio de los grupos de cortesanos, que las saludaban respetuosamente, bajaron al jardín.



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