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ArribaAbajo- XXVIII -

La noche de aquel mismo día fue apacible y serena. Acababan de dar las nueve. Por bajo de los balcones de la casa sonaban juntamente el crujir de la arena pisada en los paseos de la Castellana, el restallar de látigos, los pitos de los tranvías y el vocear de algún vendedor de periódicos.

El niño dormía tranquilo en una camita colocada junto a la grande de su madre, hasta que ella al acostarse le cogiese consigo.

Plácida estaba tumbada en una butaca, ladeado el cuerpo y puesta la cara sobre el respaldo humedecido con sus lágrimas. De cuando en cuando sollozaba y gemía, esforzándose en contener el aliento para no despertar al pequeñuelo.

Sobre el velador, que cubierto de un soberbio tapete ocupaba el centro del cuarto, ardía una gran lámpara, cuya bomba esmerilada tamizaba la luz dejando casi en sombra los rincones. Sólo brillaban los cristales de los cuadros, la luna del espejo, los relieves de las molduras y las irisadas flores de nácar del mueblecillo japonés. Hacia el fondo de la casa no se oía ningún ruido. Con frecuencia Plácida se movía desasosegada en la butaca para enjugarse el llanto que por momentos iba disminuyendo, haciéndosele más ardiente según era más raro. Las mejillas se le escaldaban con aquellas lágrimas premiosas y acres que parecían zumo de una fruta muy estrujada. A veces, de improviso, le lucían los ojos encendidos en ira, y luego se le anublaba el brillo de las pupilas veladas por una nueva gota de llanto tan tarda, lenta y menuda que, o quedaba absorbida por poros abiertos o evaporada al calor de la abrasada piel.

Había momentos en que le era imposible reflexionar ni contraer a un solo punto las ideas. Sufría y nada más. Juventud marchita, anhelos sofocados, marido infame, hijo desgraciado, amor imposible, todo se sumía y ahogaba en el dolor, como heterogéneo conjunto de alegrías y decepciones, escorias y riquezas que espantablemente se sorbe el mar en un naufragio. Su alma estaba sitiada de penas y la esperanza expatriada de su corazón.

Al cabo de un rato se levantó; y viéndose en el espejo, enflaquecida, pálida, ojerosa, huérfana de encantos, pensó: «¡No, no estoy para enamorar a nadie... y esto mismo demuestra que Perico me quiere!» Y a par de esta idea concebía otra íntimamente hermanada con ella que henchía de pavor su ánimo. Entonces, con la imaginación poetizaba aquello mismo que le era tan amargo. Su pasión sería planta ignorada que arraigase en lo más recóndito de su pensamiento: amaría de ojos y labios para adentro. Sus vidas serían como las orillas de un río, que aunque cercanas, cuanto más el raudal se engrosa y arrebata, más se apartan y viven eternamente separadas. «Sí -se decía Plácida;- en cambio para la traición y el engaño ¡cuánta facilidad! Repartirse entre el marido y el amante. Hoy de uno, mañana de otro, acaso un mismo día de ambos. Pretextos para salir nunca faltan; la misa, la parienta enferma, las compras. ¿Ocasiones?... La complacencia de la amiga, la escapada entre dos visitas cortas que justifican la tardanza. ¡Estar en brazos de un hombre y temblar y no saber si aquello es estremecimiento de miedo o palpitación de placer!... ¡No, yo no soy de ésas!... Si fuese capaz, me daría entera, alma y cuerpo, pensamiento y labios, de una vez, para siempre, con todo el impudor de la desesperación!»

Quiso andar, pero se apoderó de ella una laxitud dolorosa. Mudó varias veces de asiento, y no hallándose bien en ninguno volvió a la butaca; al revolverse en ella para cambiar de postura, vio un corsé encima de una silla y al pie de la cama unas botas. Después miró involuntariamente el reloj, cuyas manecillas automáticas e indiferentes, iguales al tiempo que simbolizan y miden, iban avanzando por la esfera. Volvió a mirar; faltaba más de una hora. ¡Aún era tiempo! ¡Calzarse, ponerse de cualquier modo un vestido, liar al niño en un mantón, y luego la libertad... el amor... y la deshonra! El corazón se le iba; la voluntad la sujetaba. No se movió.

Volviendo el rostro contra el respaldo del sillón, lo mordía saboreando el salado amargor de las lágrimas en que lo había humedecido... De pronto, comenzó a sonar pausado y lento el timbre del reloj. -«¡Una, dos..., ocho, nueve, diez!»

La bomba de la lámpara reflejada en el espejo parecía avivarse para esparcir más luz. Plácida creyó verla aumentar en intensidad y fulgor hasta convertirse en un foco poderoso, como si ella sola se esforzase en servirle de faro a su ventura.

Entonces, fuera de sí, alocada, hizo un esfuerzo, corrió al balcón y con violento empuje cerró vidrieras y maderos. En seguida, temerosa de que la claridad se escapase por entre resquicios y rendijas, se acercó al velador, alzó el brazo y dando rápidamente vuelta a la llave de la lámpara, la apagó. Quedó el cuarto en tinieblas; durole a ella un instante en la retina la impresión de la luz, y luego todo fue negrura en torno suyo. Cruzó el gabinete, llevando las manos por delante para no tropezar, apartó las cortinas de la alcoba, ¡aquellas mismas que traspuso la noche de su boda!, y buscando a tientas la camita del niño, sin miedo a despertarle, antes deseosa de oír su vocecilla, se dejó caer suavemente sobre su tierno corpezuelo, murmurando: «¡Nunca..., nunca!» Mas al mismo tiempo le pareció que en su oído resonaban y en su alma hallaban eco las últimas frases de Perico:... «Tengo la seguridad absoluta de que te decidirás... Llora, resígnate hoy... Ya te rebelarás otro día... Yo no te arrastro, él te empuja. ¡Estoy seguro de que eres mía!»

En lo más intimo de su ser iba lentamente surgiendo una idea, al par acariciada y temida, débil pero constante, que tendía a abrirse paso, como la yerbecilla que para brotar va poco a poco rompiendo el seno de la tierra. Su espíritu instintivamente comenzaba a encariñarse con aquellas palabras tentadoras y proféticas. Mas todavía ella, abrazando al niño, manojuelo de sus entrañas, seguía murmurando entre sollozos y besos:

-«¡Nunca..., nunca!»




ArribaConclusión

Han pasado cinco años.

Al caer la tarde, tras un hermoso día de invierno, comienza a soplar el viento helado y sutil del Guadarrama; el aire de Madrid, que mata a un hombre y no apaga un candil. No se arremolinan los papeles esparcidos por el suelo, no se alza un átomo de polvo; pero las bestias que arrastran carros y carruajes lanzan por el hocico resoplidos tibios que empañan la diafanidad del ambiente con fugaces nubecillas de vaho. Las gentes andan tan presurosas que parecen perseguidas de cerca; los hombres, embozados en sus capas o cruzando los brazos para oprimir la chaqueta contra el cuerpo; las mujeres, según su clase y condición, envueltas en soberbios abrigos o arrebujadas en peludos mantones. Entre la incierta luz crepuscular, principian a lucir las temblorosas llamas del gas de los faroles. Las vidrieras de los cafés y los escaparates de las tiendas despiden a trechos grandes bocanadas de claridad que iluminan hasta el centro de la calle. Arrecia el frío, y algún mendigo sin techo a que acogerse se refugia en el hueco de una puerta, tendiendo la aterida mano a los que, más dichosos, alargan el paso estimulados con la esperanza de la comida y la familia que les aguarda en el hogar.

*  *  *

En un comedor, donde todo revela bien estar y buen gusto, una gran lámpara colgada del techo esparce alegre resplandor, que la pantalla de porcelana blanca recoge primero y desparrama luego sobre la mesa recién puesta y bien provista. El aparador está cargado de loza fina, cristalería primorosa y no poca plata labrada. Los demás muebles son cómodos y artísticos. En el adorno de los muros alternan los grabados antiguos con algunos ejemplares de costosa y rebuscada cerámica; platos, fuentes, cuencos y escudillas hispano-árabes, de Sajonia, de Persia, de Capo-di-Monte, Talavera, Alcora y el Retiro. Cuanto alcanza la vista, demuestra que la diosa Fortuna se ha detenido en aquella casa; y entre detalles de lujo y señales de holgura se adivina algo más valioso: las manos de una mujer amante y hacendosa.

En torno de la mesa, donde descuella un manojo de flores puesto en un jarroncillo, hay colocadas cuatro sillas. Dos para personas mayores, y dos que por su forma indican estar reservadas a niños; sobre una de éstas hay un almohadón; la otra es algo más alta, como escogida para una criatura mas pequeña.

A poco de dar las siete se abre una puerta y entra una señora sencilla y elegantemente vestida. Es Plácida, todavía joven, esbelta y airosa. El pelo se le ha oscurecido mucho, y entre los rizos cercanos a la frente le brillan algunas canas; el rostro no ha perdido encanto, antes parece acrecentada aquella dulce y apacible expresión de bondad que parecía reflejo de su alma; únicamente en el mirar se le nota cierta indefinible y triste vaguedad. Hacia la parte posterior del cuello tiene una cicatriz que llega hasta la oreja izquierda, la cual aparece partida por el lóbulo.

Asidos a su falda vienen dos niños vestidos con igual esmero y primor, uno de siete y otro de cuatro años. Ambos se acogen a ella como polluelos medrosos que no se apartan de la madre. Cada uno toma de sobre la mesa una servilleta presentándosela a Plácida, quien en tanto que se las anuda al cuello les dice:

-Paciencia, nenes; pronto vendrá.

Entonces uno de ellos se dirige a un rincón, y debajo de una mesa trinchera saca, a la rastra, una gran caja llena de soldados de todas las armas, de madera y de plomo, unos en servicio activo, otros inválidos, todos de colores brillantes y muy pocos enteros. El otro niño se dispone a formarlos en batalla, cuando de pronto suena un campanillazo. Plácida y los dos niños se dirigen hacia la puerta, y antes de que lleguen a trasponerla entra un hombre: Perico.

Viene cansado, algo ceñudo, harto de oír quejas y lamentos; pero al penetrar allí su frente se serena, los labios se le pliegan en sonrisa envidiable, e inclinándose hacia los pequeñuelos los coge y alza en brazos; el menorcillo le quita el sombrero, el mayor echa mano al bastón. Pedro les besa y acaricia, y lo mismo suena, igual dura el mimo y el beso con que a cada cual recibe. El mayor exclama cariñosamente: -«¡Hola, Pedro!»- El chiquitín dice: -«¡Papaíto!»

*  *  *

Terminada la comida, Perico se quedo en el gabinete fumando, mientras en una habitación cercana se oyeron al cabo de un rato rumor de palabras, besos apretados, y risas infantiles.

-¿Qué haces? -preguntó él desde el gabinete.

-Acostarles. ¿Sales esta noche?

-No.

-Me alegro; en cuanto se duerman éstos, iremos al otro cuarto y tocaré algo. Anda, enciende tú las velas y busca el tomo de las sonatas de Beethoven

Cuando los niños se quedaron dormidos, Plácida, con objeto de oírles si se despertaban, fue levantando los cortinajes de las puertas y luego pasó con Pedro a la habitación a que se había referido, que era espaciosa y estaba sencillamente alhajada; allí tenía ella el piano y él los muchos libros que no le cabían en el despacho.

Sobre una mesa había otro libro abierto, con los pliegos recién cortados, encima del cual se veía una canastilla por cuyo enrejado de dorados mimbres asomaba una labor de aguja, interpolándose sus revueltos hilos y sedas entre las páginas del volumen, de suerte que reunidos libro y cestillo parecían símbolo y cifra de dos vidas estrechamente unidas.

Una hora hacía que estaban allí distrayéndose a ratos, con la música, la conversación o la lectura, cuando él se levantó de pronto en busca de un periódico. Ella, que estaba al piano, cesó entonces de tocar, miró en torno, y cerciorada de su soledad, suspiró haciendo un gesto de tristeza. Perico, que volvía con el periódico en la mano, acertó a ver aquella señal de amargura, y aproximándose a Plácida, turbado como quien teme perder el mejor bien de la vida, le preguntó:

-¿Qué tienes? ¿No eres feliz conmigo?

-¡No he de serlo!

-¿Estás arrepentida?

-¡Eso no! ¡Cuánto te debo!... Pero ¡qué situación la nuestra!...

-Sí; han dejado de tratarte algunas personas; de fijo las mismas que te habrían disculpado si hubieses tenido relaciones conmigo, o con otro cualquiera, sin separarte de tu marido y tolerándolo él. ¡No te importe! ¿No eres tan honrada como antes?

-Sigo siéndolo -repuso Plácida; -pero el día en que me vine contigo empecé a no parecerlo.

-Acuérdate de lo que has sufrido; cuando pienses en él, mírate esa cicatriz al espejo.

-¡Creí que me mataba!

-Está tranquila. Nadie nos puede separar.

-¡Nadie! Y él, ¿dónde está?, ¿qué hace?, ¿cómo vive?, tú sabes algo. ¡Dímelo!

Perico la miró fijamente con doble expresión de amor y de desconfianza; ella, adivinándole el pensamiento, le contestó a la mirada como si respondiese a una frase:

-No temas nada. Soy tuya en cuerpo y alma. ¡Tuya y de los niños!

-Pues bien, ¿recuerdas que hace tres años te dije que después de estar enteramente arruinado le dieron un destino?

-Sí.

-¿Recuerdas que, hace año y medio, hubo un robo en no sé qué oficina de Hacienda, que acusaron a dos empleados, uno a quien prendieron y está todavía en la cárcel, y otro que se escapó? Pues el segundo era tu marido. Hoy vive en Francia, y la misma influencia por que logró el destino le sirve ahora para que no se pida su extradición.

-¡Qué vergüenza! ¿Y es justo que mi hijo lleve su nombre?

En esto se oyó la vocecita de uno de los niños que se había desvelado y llamaba:

-«¡Mamaínaaa...!»

Plácida se puso en pie rápidamente y dijo:

-Creo que se ha despertado uno... ¿Cuál será?

-No sé -repuso él, -porque para mi alma es uno solo el timbre de su voz.

Ella echó a correr hacia el dormitorio de los niños, pero en la puerta se detuvo un punto, y mirando a Pedro con inefable mezcla de amor y gratitud, exclamó:

-¡Qué bueno eres! ¡Bien hecho está lo hecho!

Cuando Perico se quedó solo, alzó los ojos, como si al través de muros y techumbres deseara contemplar el cielo, y no con frases rutinariamente aprendidas, sino con voces del alma, murmuró a modo de plegaria estas palabras:

«¡Señor! ¡Sólo Tú sabes quiénes son los limpios de corazón!»

Madrid, 1890.