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ArribaAbajo- XXVI -

Cuando transcurrido mes y medio, a contar desde la muerte de Susana, se convenció Fernando de que su mujer no le hablaba de intereses, comenzó a dar señales de disgusto. En presencia de visitas y gentes extrañas, repetía cuantas vulgaridades y chistes se han inventado con las suegras, y a solas con Plácida aludía abiertamente a la herencia; todo lo cual sufría ella sin protesta, juzgándolo soportable mientras no pretendiese tomar las riendas de la casa. Su propósito era seguir, como hasta allí, haciendo frente a cuantas necesidades surgiesen, pronta a reconocer humildísimamente la jefatura de su marido si variaba de conducta, pero también resuelta a velar por los intereses de su hijo.

Los arrendadores y colonos de las tierras, acostumbrados a pagar a Susana en presencia de su hija, satisficieron a ésta un plazo vencido de las rentas. Don Manolito cobró y le hizo entrega del importe de un cupón corriente. Ella se entendía con el casero y los dueños de las tiendas donde se proveía, daba a la cocinera para los gastos de la compra diaria y, en suma, pagaba cuanto era preciso. De cuando en cuando venían gentes a presentar cuentas que Fernando tenía pendientes: el sastre, el camisero, el hombre que le vendía los tabacos; hasta fue a buscarle una chula florera que en los teatros surtía de camelias y varas de nardos a Luisa la Rubia. Plácida le pagó también sin ostensible señal de enojo.

Se había resignado a vivir como en castidad de viuda virtuosa. Ciertos, impulsos de la naturaleza parecían en ella sofocados. Ni las largas horas pasadas en el solitario lecho, ni las calurosas horas de la siesta, ni el intenso perfume de un ramo puesto en un búcaro, ni el libro que hablaba de amores, nada era bastante poderoso a mover en ella la sorda palpitación de un deseo o el vago anhelo de una caricia. Su gabinete era a modo de lujosa celda donde vivía voluntariamente recluida, y en vez de imagen sagrada ante la cual prosternarse de continuo, tenía a su hijo. Evitaba, hasta donde le era posible, recibir visitas, y no pagaba ninguna. La conversación de las amigas se le hizo enojosa, pareciéndole que cuanto oía referir estaba plagado de burlas embozadas y alusiones a su situación. La soledad le producía menos tristeza que el choque de sus ideas con las ideas del prójimo, porque en fuerza de verse desdichada llegó a ser pesimista.

La línea de conducta que se trazó para lo porvenir, estribaba en sufrir calladamente el lento suplicio moral de la esposa postergada; y, en cuanto madre, resistir con heroísmo a todo lo que representase despilfarro, despojo y malversación de los bienes que habían de ser de su hijo y de los que se consideraba mera depositaria.

Pasado algún tiempo vinieron días en que el libre vuelo de la imaginación llevó su pensamiento a regiones vedadas para la conciencia; mas fueron impresiones fugaces, ajenas a la voluntad, semejantes a la súbita contracción de un nervio que produce dolor. Luego, a largos intervalos, sintió algo como un exceso de vida que palpitase en su organismo. Había momentos en que, bordando o leyendo, soñaba despierta, fingiéndose ser mujer distinta de sí misma, que amaba y era amada, cuya alma se vertía en otra alma como un perfume delicadísimo en un vaso precioso; entonces su cuerpo, a veces, solía estremecerse y vibraba cual si sobre él se posasen labios invisibles. Cuanto vio frustrado en el matrimonio, la ternura que le estaba negada, el cariño que vanamente apetecía, se transformaban en afanes, deseos y anhelos variados hasta lo infinito, unos castos, otros impuros, al modo de aquellas alucinaciones que sufrían los anacoretas, cuando el aire que les rodeaba y hasta el propio espíritu se les poblaban de formas raras y grotescas, demonios tentadores y pecadoras desnudeces... De pronto oíanse junto a Plácida el llanto o la vocecita del niño, y entonces, sobreponiéndose rápida e instintivamente a la mujer, la madre sonreía tranquila, quedándole el pensamiento limpio, cual si por conjuro o ensalmo le arrancasen de la frente una corona de flores ponzoñosas que le estuviera enervando el ánimo.

*  *  *




ArribaAbajo- XXVII -

Hallábanse una mañana Fernando y Plácida en el gabinete de su casa, él en traje de calle, dispuesto para salir, ella en ligeras y elegantes ropas de levantar, cuando entró la doncella diciéndoles que acababa de llegar el señor Pascual, deseoso de hablar con la señorita.

El señor Pascual era uno de los varios arrendadores de tierras de Susana que, a partir de la muerte de ésta, venían a entregar dinero a Plácida, por lo cual, presumiendo ella que trajese alguna cantidad, y esquivando recibirla en presencia de su marido, contestó a la muchacha:

-Ahora no puedo recibirle; dile que haga el favor de volver esta tarde.

Fernando no desperdició la ocasión, que se le venía rodada, y dio orden distinta.

-No, no; oye, chica, que pase. -Y añadió encarándose con su mujer: -A ver si te atreves a mandar lo contrario.

-Eso sería ofenderte en presencia de los criados, y yo no he hecho nunca semejante cosa.

-Es que ya se me acabó la paciencia; ahora verás lo que es bueno.

Entró el palurdo, que era un viejo alto, robusto, con las manos y la cara curtidas por el aire libre de los campos, todo vestido de pana gris labrada, con gruesos zapatos blancos, y saludó diciendo:

-A la paz de Dios, señoritos.

En seguida sacó del bolsillo del chaquetón una sobadísima cartera de badana, la abrió, tomó de ella dos billetes de a quinientas pesetas y un recibo extendido para que se lo firmasen, y lentamente, como si le costase gran trabajo desprenderse del dinero, lo dejó todo sobre una mesa.

Plácida no se atrevió a echar mano a los billetes; diolos desde luego por perdidos, y con la rapidez del pensamiento creyó verlos sobre el tapete de la mesa de juego o en manos de la Rubia.

Fernando los cogió guardándoselos con la mayor naturalidad, y tomando también el recibo se encaminó al despacho para firmarlo. Durante los pocos minutos que tardó en volver de llenar aquella formalidad, Plácida no desplegó los labios; mas el palurdo, haciéndose cargo de la situación, dijo con esa maliciosa franqueza, propia de gente lugareña:

-Ahora paece que cobra el señor. Velay; donde hay patrón no manda marinero.- Palabras que sonaron en los oídos de Plácida como la síntesis de su terrible situación.

Apareció Fernando en la puerta, entregó el documento al señor Pascual, despidiose éste, y al quedar nuevamente solos marido y mujer, dijo él:

-Ya lo has visto. En lo sucesivo así ha de ser con todo.

Plácida comprendió que era llegado el momento de la lucha, y armándose de valor contestó:

-Mira, Fernando... pues prométeme que no jugarás... De otro modo será imposible, y nunca tendremos paz... mientras no varíes.

Se puso a caballo en una silla, se atusó la barba sonriendo, doblemente satisfecho por haberla mortificado ante el paleto y por haberse guardado aquellas pesetas, y contestó con gran burla:

-Pues, anda, ven a sacarme estos parneses del bolsillo.

-Eso es lo de menos; lo que te quiero decir es que no podemos vivir así.

-No armes bronca, que saldrás perdiendo.

-Ten calma.

-Lo que no tengo es paciencia para que sigas mangoneando en todo. ¿Soy marido, o soy algún monote? Ni siquiera por cumplir me has dicho: «Mi madre tenía esto o lo otro...; ha dejado tanto o cuanto.» ¿Crees que hago bonito papel? El hijo de mi madre no tolera eso. Conque... punto en boca.

Plácida le habló con gran mesura.

-Demasiado sabes por qué es. No te exijo más que un poco de juicio; no por mí, por nuestro hijo.

Fernando se exasperó con aquella calma; ella continuó:

-Varía de conducta, y todo se hará como tú quieras. No te exijo cariño ni dulzura, nada de eso. No me quieres, no me has querido nunca. ¡Paciencia!

-Lo que eres, es una señorita inaguantable. En cuanto te cogen la guita, te pones dramática. Eres una sensitiva ridícula.

-¡Cómo ha de ser! Por eso te vas con otras más listas y más conformes a tu manera de ser, y te gastas el dinero con ellas.

-Me voy con quien me da la gana, ¿estás?, y gasto lo mío.

-Cabalito. Eso quiero, que gastes lo tuyo. Pero como pienso en el día de mañana, y sé que no has de trabajar para ganar un duro... pues, no me acomoda que consumas lo mío, que es para tu hijo. Cambia de vida, trabaja, ¡o no trabajes!, pero no juegues, y en cuanto me convenza de ello te hago entrega de todo, hasta el último ochavo.

¡Vaya, vaya!, ¿esto es una burla, o qué? ¿Has visto lo que he hecho con ese tío que se acaba de largar? Pues lo mismo con todo. Y para que lo veas cuanto antes, ahora mismo, ¡a ver!, en seguidita, ¿con qué se vive en esta casa? ¿Quién más te trae dinero? ¿Dónde están los papeles de tu madre? (Se levantó tirando la silla y se dirigió amenazador hacia Plácida.) ¿Te parece decoroso para mí que no sepa yo ni jota de nada de eso? ¡El niño!, ¡el niño! Lo que tienes tú con el chico es un comodín para hacer del dinero lo que se te antoje.

¡Sabe Dios de dónde vendrá el dinero o dónde irá a parar!

Ella palideció de ira, y recalcando las palabras contestó:

-Eso es... oféndeme; dime que tengo quien me lo dé o a quien dárselo.

-Aquí no hay más ofensa que el sacarte la guita. ¡Me entra una ira cada vez que vengo y te encuentro haciendo números y cuentas, que me llevan los demonios! ¡Ahora mismo, a ver, las llaves de los trastos! Que sepa yo lo que hay en casa.

-¡No!

-¡Pues sí!

-¡Pues no!

Fernando, abalanzándose hacia la puerta de la sala echó la llave. Ella quiso irse por la alcoba, pero de un salto la alcanzó, y sujetándola de un brazo la volvió al centro del gabinete. Luego cerró también la puerta de la alcoba, y envalentonado por el miedo de Plácida, exclamó fuera de sí:

-Hemos concluido. Dame las llaves. Quiero ver lo que tienes.

-Nada... Está todo en poder de don Manolito.

-Bueno, yo veré luego al vejete para que no se meta en lo que no le importa. Ahora, ¡las llaves!

Plácida estaba aterrada, poseída de un miedo cerval, y, sin embargo, no cedía, comprendiendo que si en aquel momento se doblegaba, no habría en lo sucesivo salvación posible para ella ni para su hijo. Fernando la miró, iracundo, esperando silenciosamente la respuesta.

-No... aunque me despedaces -dijo al fin en voz baja.

-So bribona, ¡no has de salirte con la tuya!

Avanzó resuelto, la cogió ambas manos, que en seguida reunió y sujetó con una sola de las suyas, y la empujó contra la pared, al mismo tiempo que con la otra mano procuraba tentarle la falda buscando la abertura del bolsillo.

-¡No me hagas daño!

-¡Dámelas!

-¡No! -gritó Plácida con gran energía.

Entonces él la soltó las manos y, empujándola contra la pared, la tapó brutalmente la boca. Tan violento fue el golpe, que brotó sangre de una encía. Por un esfuerzo poderoso logró al fin librar la cabeza de entre la pared y la mano de Fernando, y sacando valor de la propia desesperación, frenética, enloquecida, le gritó:

-¡Cobarde! ¡cobarde! ¡Mátame de una vez! ¿A que no te atreves?... ¡Cobarde!

-Matarte, no; pero señalarte, sí -dijo él irritado por aquella increíble resistencia.

Pendiente de la cintura y sujeto por una cadenilla de níquel llevaba Plácida un abanico grande, de los llamados pericos: Fernando se lo arrancó de un tirón, lo agarró por la parte ancha de las guías, y alzándolo con furia la golpeó en la cabeza, en el rostro, en el cuello, en los hombros, donde pudo, hasta que con el hierro del clavillo la hirió en la frente. Plácida, vencida del agudo dolor, dio un grito y se tambaleó. Él, asustado, la soltó las manos dejándola caer sobre la alfombra, al mismo tiempo que murmuraba rabioso:

-¡Perra... judía! ¡Veremos quién se cansa antes!

Y salió del gabinete con el rostro amoratado por la ira, los ojos inyectados en sangre y estirándose los puños de la camisa, que se le habían arrugado en la lucha.

Desde la mitad del pasillo volvió, aterrado ante la idea de haberla herido gravemente; se arrodilló en el suelo junto a ella, se inclinó hacia su cuerpo, y notando que la lesión era pequeña, tornó a salir tan alegre de haberle hecho daño como humillado de no haberla sometido.

Atraídos por sus últimos soeces gritos y por las acobardadas voces de ella, acudieron los criados a tiempo que él, sombrero en mano, se marchaba a la calle.

Plácida se levantó del suelo ayudada por la doncella, y pasándose la mano por la frente, que tenía bañada en sudor y algo manchada de sangre, se arrojó sobre una butaca.

Inmediatamente mandó llamar a don Manolito.

Fue el criado y contó al escribano cuanto acerca de lo sucedido sabía; es decir, lo más grave, narrando, con tan vivos colores la brutal agresión de su señorito y el abatimiento y terror de Plácida, que el pobre viejo se quedó estupefacto.

-Mira, mira, muchacho -le dijo; -la madre de la señorita se murió de un ataque a la cabeza: no vayamos a tener otra parecida. Anda, y avisa al señor de Mora. Yo voy en seguida. ¡Ah!, y para que el médico vaya pronto, cuéntale en dos palabras... En fin, como a mí.

Mientras tanto, Plácida, a quien mortificaba mucho el dolor que sentía en la cabeza y hombro derecho, determinó ponerse unos paños empapados en agua y árnica. Después de aplicado uno a la cabeza se quitó la bata, la chambra y el cubrecorsé, quedándole desnudos el nacimiento del pecho y los antes hermosos pero ya enflaquecidos brazos. Los abanicazos se delataban claramente: en unos sitios aparecía la epidermis fuertemente aporreada de plano; otras señales eran puntazos producidos por el clavillo.

-¡Pero qué animal! -dijo una de las dos doncellas. -¡Vaya un cabayero!

-¡Luego dicen de la gente baja...! -añadió la cocinera.

Plácida, como obedeciendo a una inspiración irresistible, se levantó, fue en derechura hacia un armario donde tenía ropas que usaba de tarde en tarde, y sacó y se puso un magnífico traje de baile que se hizo dos años atrás, antes de morir su padre, para asistir a una fiesta en una Embajada. Era escotado, todo blanco, de gasa recogida en menudísimos pliegues y adornado con prendidos de flores de acacia primorosamente contrahechas. Después se atusó el pelo, procurando que no se la cayera la compresa de árnica, y se miró al espejo. Merced al escote se veían perfectamente las señales de los golpes, algunas de las cuales comenzaban a acardenalarse, sombreando la blanca piel con manchas violáceas y oscuras.

-¡Así, así! -dijo ella balbuciente y colérica. -¡Que vea don Manolito cómo me ha puesto!

La habitación estaba en completo desorden. Había sillas tiradas por el suelo, un muñeco japonés caído y hecho añicos; una cortina a que la infeliz intentó asirse tenía el fleco descosido y colgando. La doncella andaba medio aturdida; y Plácida, corno saboreando la amarga voluptuosidad de la desgracia, permanecía ante el espejo con el pelo húmedo, pegado a la frente, vendada la cabeza, y engalanada a medias con aquel vaporoso traje de gasa, sobre cuya blanca falda iban cayendo gotas de árnica que producían manchas verdosas.

Llegó don Manolito, la vio, narrole ella con detalles todo lo ocurrido, y sin vacilar un punto, seguro de la bondad del remedio que proponía, exclamó:

-¡La separación!

Y aquella mujer que momentos antes había dicho a su marido «¡mátame!», que acababa de experimentar horrible sensación de miedo, que por un refinamiento puramente femenino se puso un traje de baile para que pudieran vérsele las huellas de los golpes, aquella misma mujer amilanada de pronto, como si la aceptación del consejo la infamase, se hizo superior al infortunio, se predispuso a aminorar la gravedad de lo ocurrido, y acallando las voces del rencor, movida sólo de su ingénita e invencible tendencia a la resignación, repuso con entereza de mártir:

-¡De ninguna manera!

-Entonces -contestó el viejo algo mohíno, -¿para qué me llamas? ¿Puedo yo meter en un cepo a tu marido? Aquí no hay más sino un escrito al Juzgado; testigos, los criados y yo... y Perico que va a venir.

-¿Quién le ha llamado? -preguntó ella sobresaltada.

-Yo le he llamado: me dijo el chico que ese animal (por Fernando) te había abierto la cabeza... Nada, nada; un escrito, y adelante con los faroles. Por mi gusto, lo que hacía era mandar venir una pareja de agentes de policía y avisar a la Casa de socorro, así, para que diesen parte al Juzgado y luego no hubiera modo de evitar nada.

Levantose Plácida del sofá, y mirando a don Manolito con fingida pero voluntaria tranquilidad, le habló así:

-Dígame usted que le he mandado a llamar acobardada, y que ahora me resigno con mi suerte; que soy irresoluta, mudable; que me falta fijeza de pensamiento; le sobrará a usted razón; pero yo no hago eso de la separación. Tengo valor para esperar la muerte si es necesario, a pie quieto; que venga cuando quiera, cuanto antes mejor.

-¿Y tu hijo?

-Cuando Fernando le vea solo, le querrá.

-O el dolor perturba tu entendimiento, o das en tonta por exceso de buena.

-No me importa que hable usted así: usted tiene derecho para decirme todo, todo lo que quiera... Lucharé, resistiré, pasará tiempo, y, ¡quién sabe!, puede que algún día me pida perdón.

-Lo que te pedirá, en cuanto te descuides, es dinero.

-¿Usted dice que no hay más remedio que la separación?

-Hija mía, hablemos francamente, como se debe hablar con una mujer tan lista como tú, porque las tontunas que se te ocurren son resultado de tu exaltación; vamos a ver, para que te convenzas: ¿qué caminos se pueden seguir, qué actitud te conviene adoptar? ¿Continuar como hasta aquí?

-Imposible.

-Sería tu martirio y tu ruina. ¿Procurar que le declaren pródigo? Éste es de los recursos, establecidos por la ley, que en la mayor parte de los casos resultan ilusorios. Cuando a uno le declaran pródigo, es cuando ya no tiene cosa que prodigar. Sobre todo, en conseguirlo gastarías tú tanto dinero como él pudiera perder al juego; el remedio es tan malo como la enfermedad; y antes de lograrlo pasaría tanto tiempo, que al chico le crecerían barbas. Pero hay más. Figúrate que estuvieras enamorada de otro... Se dan casos.

-Yo no puedo figurarme eso -dijo Plácida; pero al decirlo sintió que mentía; y, por vez primera en su vida, tuvo miedo de no ser creída y de que el rubor la delatase convirtiéndose en turbación y sonrojo.

-Bueno; son figuraciones mías -continuó el viejo; -pues tampoco habría solución al conflicto. ¿Te marchabas con un amante? Si tu marido lo aguantaba, tu hijo sufriría la vergüenza de ser toda su vida hijo de un..., ya me entiendes. Y si no lo toleraba, a ti te reclamaría judicialmente, como se reclama un mueble robado, y al otro, le formaría causa criminal. Apuremos todos los casos. ¿Se trataba de un hombre que tuviese mucho coraje y desafiaba a tu señor esposo? Salía herido cualquiera de ambos; se curaba quien fuese, y continuaba el problema en pie. ¿Moría tu amante? Quedabas sin honor y seguías siendo víctima. ¿Mataban a tu marido? Pues no podías casarte con el amante homicida, porque lo prohíbe la ley. La separación no es un remedio radical, porque no quedas ni soltera, ni viuda, ni casada; pero, al menos, no tendrás que sufrirle al lado día y noche. Ahora hay fundamento para pedir esa separación; no te ha traído a casa la querida, pero te ha pegado. La separación no es mas que un paliativo; solución completa no existe, ni que seas buena ni que seas mala. Así lo quieren la Iglesia, la ley y las costumbres.

-Tiene usted razón -repuso ella amargamente; -no hay salida honrada. En cambio, si yo quisiera, con doblez, traición y mentira todo se arreglaba. Me echaría un amante, aguantaría el martirio en la casa a trueque de lo que gozase en otra parte, me repartiría entre dos hombres..., esposa de uno, querida de otro, y ¡a vivir! Tenga usted por seguro que ningún caballero dejaría de dar la mano a mi marido, ninguna señora me cerraría las puertas de su casa. Pero si me separo así del modo que usted dice, legalmente, ¿piensa usted que al cabo de un, año habrá quien se acuerde de las causas de la separación? Los maliciosos sólo verán en mí una mujer que ha querido ser libre para poder ser mala; los indiferentes serán inducidos a pensar lo mismo, ¿y acaso hay en el mundo quien no sea indiferente o malicioso? Usted lo ha dicho antes: la mujer separada de su marido no es ni soltera, ni casada, ni viuda.

Viéndola don Manolito tan aferrada a una opinión que consideraba desastrosa para ella y su hijo, se decidió a emplear el postrero y más fuerte argumento que se le ocurría.

-Piénsalo despacio. Todo eso que dices es tan verdad cuanto tu situación insostenible. Podrás vivir así un mes, dos, seis, un año; pero tu marido salvará todos los obstáculos, unos por la fuerza, otros por la astucia, y el día menos pensado te encontrarás con que no tenéis qué comer tú, ni tu hijo: ¿qué harás entonces?

Plácida contestó con una sola palabra: -Trabajaré.

El viejo, desconcertado, se levantó diciendo:

-¿En qué vas a trabajar, si las señoritas no servís para nada? Vaya, tú eres toda sentimiento; es inútil hablarte el lenguaje de la razón... y de la necesidad. Esa es paciencia, de santa, no es energía de madre. (Y prosiguió con gran calor.) ¿Sabes lo que te digo? Que si tuvieses un amante, dadas las circunstancias, aunque no quisieras, por la fuerza brutal e incontrastable de las cosas, acabarías marchándote con él, pero franca, pública y escandalosamente.

-¡Hablarme así el amigo de mi padre! ¡Vamos, no disparate usted más!

Tal dijeron sus labios; pero aquellas palabras hallaron eco en su corazón. ¿Tendría razón don Manolito? ¿Sería posible semejante obstinación en la virtud? ¿Podía una flaca mujer vivir los mejores años de su vida fluctuando entre el llamamiento del amor y el sacrificio que el decoro le imponía? Acaso la mujer se venciese; pero ¿y la madre? ¿Debía sacrificar a su honor, a su amor propio, tal vez a su vanidad el porvenir de su hijo?

Don Manolito continuó:

-Llevo cuarenta años de intervenir en lances análogos... y ley constante. Se ven un hombre o una mujer honrados en un apuro de éstos: si hay solución decorosa la aceptan. ¿No existe...? Echan por la tremenda, y los mejores son los que lo arrostran todo con más brío. ¿Pretenderás hacerme creer que puedes aceptar el martirio como porvenir de tu vida? Y aunque lo aceptes, lo que tú hagas, por excepción, ¿podrá elevarse a precepto general? Nada, nada, sepárate; eso es lo primero; luego, sé buena, y nadie dejará de hacerte justicia.

-Para lo primero me falta valor, para lo segundo me sobra. Puedo ser buena sin separarme -dijo Plácida, llevándose la mano a la cabeza, que comenzaba a dolerle mucho.

Cuanto don Manolito hizo enderezado a persuadirla fue inútil; por fin se puso en pie, diciendo no de muy buen talante:

-Al tiempo, al tiempo; día llegará en que me lo vengas a pedir. Entretanto, lo que temo es que haya una catástrofe.

Salió dejándola llorosa y abatida. En la escalera se encontró a Perico, quien con grande ansiedad le preguntó:

-¿Qué ha ocurrido?

-Un horror; que ese animal de marido la ha puesto verde. Ya lo verá usted; está con la cabeza entrapajada y se ha puesto un traje escotado, para que yo pudiese ver las señales de los golpes.

A Perico se le demudó el semblante; y don Manolito acabó diciéndole:

-Yo... como me lo contó el criado que fue a buscarme, y además la madre murió del modo que usted sabe... me he permitido avisar a usted.

-Ha hecho usted perfectamente.

-Pues nada, ella firme en sus trece: no quiere separarse... y no hay otro camino. En fin, suba usted; suba usted a ver, si es más afortunado que yo, y la convence.

El pobre don Manolito ignoraba a quién se lo decía.

Perico casi le dejó con la palabra en la boca. Llamó, le abrieron, y se dirigió en derechura hacia el gabinete. Plácida, sintiéndole llegar, se tapó precipitadamente el escote con una toquilla de estambre; él, sin chistar, se aproximó al sofá donde estaba reclinada, y tomándole la cabeza entre las manos, que juntamente le temblaban de amor y de ira, examinó la herida, procediendo a humedecer de nuevo el paño empapado en árnica; después, paya poder mirarle bien los hombros golpeados, le quitó sin empacho alguno la toquilla, y por último, sentándose junto a ella, casi a sus pies, en una silla baja, con voz que a un tiempo denotaba dolor, alegría y resolución, le dijo:

-Por fortuna, no te ha lastimado gravemente; pero esto no debe volver a ocurrir. ¿Quién es capaz de calcular lo que puede venir de un golpe en ciertos sitios, en los pechos, por ejemplo? (Arrebatado ante la idea de ver maltratada a la que era ídolo de su pensamiento, añadió bruscamente:) -¿Qué ha pasado? ¡Cuéntamelo todo!

Plácida le miró altanera, y él entonces dulcificó la voz.

-¿Puedes suponer en mí intención de ofenderte?

-Nunca.

-¿Te he dicho alguna vez frase que revele cariño demasiado vehemente; más claro, amor?

-Ni tú eres capaz de hablarme de eso, ni yo de escucharte -repuso incorporándose.

-No te alarmes, no te escandalices -contestó Perico, suplicándole que tornase a sentarse. -Ni yo soy conquistador de comedia, ni tú mujer a quien se engaña y seduce. ¿Sabes que yo te quiero?

Ella no desplegó los labios.

-Sí -continuó él, -lo sabes, sin que yo jamás te lo haya dicho. Lo has adivinado tú, y lo has presentido porque también me quieres.

-¡Mentira!... Perdóname; quiero decir que te engañas.

-Di lo que quieras; ¡lo sé! Acuérdate de tu turbación la noche del Real, de las flores que me guardé sin que lo estorbases, mira esa pulsera que jamás te quitas, y sé franca: ¿la llevas únicamente por tener grabado el nombre de tu padre?... ¿No contribuye algo el habértela dado yo?... ¿Te acuerdas del día que comimos solos?... Cuando viste que hablamos de sentarnos solos a la mesa, sentiste haberme convidado, como yo sentí quedarme. ¿Qué mayores pruebas que tu zozobra y mi intranquilidad? Los dos nos estábamos adivinando el pensamiento... ¿A que no lo niegas?...

-Perico, por lo que más quieras en el mundo, calla o vete.

-Lo que amo más eres tú. Pero no soy ladrón de honras ajenas. Arrostro todo lo que pueda sobrevenir. Esta es la vez primera que te digo amores... Plácida, no me juzgues equivocadamente... No vengo a proponerte que te vengues engañando a ese hombre; no te pido unas cuantas horas robadas... Te pido toda tu vida... ¡para siempre! Coge al niño, y sin sacar de esta maldita casa ni un alfiler, vente conmigo.

-No digas locuras, y márchate.

-Veremos quién nos separa.

-¿Que quién nos separa? -repuso ella tristemente. -Primero mi voluntad y mi honra... en seguida cualquier juez y mi marido, que a ti te mete en la cárcel y a mí en Las Arrepentidas.- Limpiose el llanto que le anublaba los ojos, y añadió: -¿A qué cansarnos? Ha sido un momento de debilidad, de miedo, no sé de qué. He buscado a don Manolito, él te ha mandado a llamar, tú has venido... Todos hemos hecho mal. En vosotros había la piedad, la conmiseración, el cariño; ese amor que me ofreces es... lástima. Por eso te perdono... y no hablemos más, que vamos a reñir.

-Plácida, ese hombre es capaz de todo: hoy te ha pegado como un chulo; otro día te herirá como un asesino.

Ella, al parecer, serena y fría, siguió hablando. Sentada en el sofá, enrojecidos los párpados, con la cabeza vendada y mal ajustado el pomposo traje de baile, parecía personaje de novela.

-La separación que ese pobre viejo me propone, es la deshonra del padre de mi hijo; el amor de que tú me hablas es un sueño ¿entiendes? Para ti un imposible, para mí una vergüenza. Dejadme sola, y sea de mí lo que Dios quiera.

Perico le oprimió las manos y, mirándola con expresión de grandísimo cariño, contestó estas palabras que acabaron de conturbar el alma de aquella desgraciada:

-No cejo, ni creas que esto es un arrebato de amor. Tenía previsto el caso... Cuando tu madre se marchó a Orejuela me encargó que me enterase del estado de los negocios y de la fortuna de tu marido. ¿Y sabes lo que averigüé? Fortuna, ni un duro; negocios..., contratos con usureros de quienes ha tomado dinero en tales condiciones, que si sigue así llegará día en que no puedas dar sopas a tu hijo. En fin, mira...

Dicho lo cual se desabotonó la levita, y sacando del bolsillo del pecho un pliego grande de papel plegado en cuatro dobleces, continuó:

-Aquí está la prueba.

-¿Qué es eso?

-Entérate; una escritura de depósito a favor de un prestamista, firmada por tu marido y hecha como hacen esos tunantes estas cosas. Ahí lo tienes; lo redacta la codicia, lo suscriben la insensatez y la fiebre del juego; los que se dedican a dar dinero de este modo, o cobran o encarcelan y deshonran.

-¿Prisión por deudas? Tú me engañas.

-No, no hay tal cosa; es que tu marido no es deudor insolvente, es depositario infiel; abuso de confianza con ribetes de estafa.

-¡Qué vergüenza! -murmuró Plácida.

-Pues bien; antes, quien podía meter a Fernando en presidio era el usurero; ahora soy yo.

-¡Tú! No lo harás, ¿verdad, Perico? -Y juntando las manos quedó en actitud de súplica.

-¡Sí, yo! -repuso. -Que te vuelva a pegar, que te toque a un pelo de la ropa... y ¡pobre de él! Yo, yo compré esta escritura -decía agitando el papel- cuando supe por don Manolito que así podía tener a tu marido atado de pies y manos. Tomó el dinero comprometiéndose a pagarlo en estas fechas, ¿ves?, es decir, cuando él suponía que habría entrado ya en posesión de los bienes de tu madre. Míralo, aquí tienes, como quien dice, descontado el porvenir de tu hijo. ¿Ves? Aquí están las ropitas, los juguetes, los meses de escuela, los baños de mar si el chico los necesita. ¡Esta es la infancia que le prepara su padre! ¡Dios sabe si los años de carrera y las dichas de la juventud andarán por ahí comprometidos en otro papelucho como éste!

Todo esto dijo Perico imprimiendo gran vehemencia a sus frases, mientras Plácida le escuchaba con la cabeza caída sobre el pecho: antes parecía mujer culpable a quien se increpa, que madre a quien se avisa del peligro. Por fin, abrió los ojos y miró el papel que él mostraba sin soltarlo, temeroso de que lo rasgase. La lectura de dos o tres cláusulas del contrato bastó a convencerla de que Perico no mentía. Cubriose de nuevo el rostro con las manos, y por entre los dedos le rebosaron las lágrimas.

-Basta de llanto -prorrumpió él medio cariñoso, medio enérgico. -Tú y tu hijo os venís conmigo. Yo trabajaré sin descanso, y todos tus bienes, sin quitar un céntimo, se ponen en cabeza del niño. Con esto estamos tranquilos -añadía agitando el papel; -no puede tu marido separarnos. ¿Cuándo estará él en situación de cumplir este contrato y pagar los brutales intereses que se vayan acumulando? El día que tenga dinero se lo jugará o se lo llevará a la querida; pero, ¿pagar?... ¡A nadie!

-Y tú que no eres rico, ¡has invertido en eso tus ahorros o te has empeñado imprudentemente!... ¿Por qué has hecho ese sacrificio?

-Porque con esto te salvo, porque te quiero, porque esto es la impunidad.

-¡La impunidad! -repuso ella pronunciando irónicamente la palabra. -Eso es indigno de ti y de mí. Eso es bueno para que nos deje tranquilos; pero, ¿es mordaza para las gentes? ¿Y nuestra conciencia? ¿Con qué se acallará? ¿Dejaré de ser una casada que no ha sabido sufrir? ¿Por ventura, impunidad y reposo son lo mismo? ¿Robarías tú ni aun a ciencia cierta de que nadie lo supiera?

-¡Bueno! Resígnate y serás mártir.

-¿Y por qué he de ser infame?

-Mira, Plácida, no discutamos como en obra de teatro; ten el valor de lo que piensas; di francamente que antepones tu honra, tu dignidad de casada virtuosa, hasta el vano decoro, a tu amor de madre. Sigue siendo honrada: ¡Dios proteja a ese pobre niño!

-¡Calla, que me vas a volver loca! Si dices que me quieres, ¿por qué me atormentas?

-Tienes razón. Cada cual comprende el honor a su manera. A mis ojos, antes es la madre que la esposa; a los tuyos, no.

Callaron ambos. A Perico no se le ocurría nada con que extremar sus razones. Plácida en todas creía, pero las rechazaba por venir envueltas en el amor. Ella rompió el silencio diciendo:

-Y si yo me fuese contigo, ¡que no me iré!, ¿creería el mundo que salvaba el porvenir del niño, o que daba satisfacción a mi capricho? Desengáñate; nadie me juzgaría como a madre que huye de un mal esposo, sino como a mujer que se va con su querido.

Levantose Perico, cogió el sombrero y, a punto de irse, habló de este modo:

-Óyeme bien. Esta noche a las once en punto estaré con un coche en el paseo de enfrente. Coge en brazos a tu hijo y ven. Si veo luz en este mismo balcón, será señal de que bajas... Y si hoy no te atreves, si hoy no vienes, entiéndelo claro, yo esto tranquilo, tengo la seguridad íntima, completa, absoluta, de que te decidirás. No amándome tendrías que huirle: ¡figúrate queriéndome! Yo no te arrastro; él te empuja. Piensa, medita, reza, llora, resígnate hoy; ya te rebelarás otro día. Las brutalidades de ese hombre te arrojan a mis brazos. Y, lo dicho, yo estoy tranquilo, seguro de que eres mía... Ya lo sabes, Plácida de mi alma, por ti, por tu hijo. Si hoy quieres, hoy a las once.

Le oyó abatida y silenciosa, dejando caer la cabeza sobre el pecho, como flor enorme tronchada sobre el tallo; quiso mirarle enojada, y no pudo. Luego, haciendo traición a cuanto sentía y pensaba, dijo al verle marchar:

-No sueñes, no lo esperes, ¡no vengas!

Un instante después, al verse sola y escuchar el portazo que él dio al salir, hizo un gesto de indecible amargura, se pasó las manos por la frente, cuyo ardor, casi febril, había secado el paño húmedo que llevaba puesto, y murmuró suspirando:

-¡Gracias a Dios que se ha ido! ¡Por fin he podido yo más!