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El teatro y el idioma en España y América


Se ha llamado al teatro espejo y escuela de las costumbres; yo le llamaría mejor cátedra del idioma. En los países en que el teatro entra en el grupo de diversiones familiares, es indecible lo que los espectáculos influyen en el lenguaje.

Dos operaciones parece realizar el teatro: primero recoge y sorprende la lengua corriente con sus locuciones, con sus giros especiales, con sus modismos, con sus sintaxis; luego la depura y la enriquece, volviéndola así acrecida al común acervo.

Y si no realiza el buen teatro estas dos operaciones, debería realizarlas.

No hay duda de que la pureza, la elegancia, el primor del castellano en el siglo XVII se debió especialísimamente al opulento y admirable teatro español. Los grandes autores, los Lope, los Alarcón, los Tirso, tomaban del exterior los habituales elementos del idioma, pero volvíanlos a la multitud en extremo enriquecidos, flexibilizados, elegantes, llenos de expresión.

El idioma que se iba formando alrededor de este teatro, que este teatro iba formando, diremos mejor, era acaso un poco solemne, un poco enfático- pero en cambio, ¡cuán expresivo y caudaloso!

Volvamos la vista a Francia y advertiremos la influencia formidable que el teatro ejerce aún en la lengua. Infinidad de giros, ¡qué digo!, hasta de formas especiales de lenguaje, hasta de neologismos, deben su existencia a la comedia francesa y a los teatros de bulevar.

Los libros más leídos influyen menos en el habla común que una simple pieza de teatro. Y es que en el teatro oímos las nuevas formas idiomáticas, no las vemos como en la frialdad silenciosa del libro.

Ahora bien, supuestas estas ligeras consideraciones, ¿qué influencia ha ejercido el teatro moderno en el idioma castellano en España?

En general una influencia pésima.

Las piezas de Zorrilla, por ejemplo, conservando à outrance el lenguaje caballeresco, manteniendo el énfasis tradicional, reviviendo la pomposa redondez de los períodos heroicos, influyeron siniestramente en ese atolondramiento, en esa confianza ciega en las promesas de la tradición que llevó a España al desastre.

Y cito el nombre de Zorrilla porque es el romántico más grande de España. Otros astros menores, en terreno más estrecho, realizaban también esta obra. Parecía que después de ellos el teatro español debía humanizarse, pero no fue así: Echegaray y Tamayo y Baus, entre otros, se encargaron de mantenerlo dentro de la vieja armadura. Echegaray ha escrito dramas y comedias «actuales» que nada tienen de actualidad. Sus personajes han existido quizá en alguna época; pero si bien se les examina, no existen ahora. Dicen cosas solemnes pretendiendo decir cosas sencillas; hablan al parecer en prosa, pero en realidad continúan hablando en verso; tienen una prosopopeya y una gravedad tal que aun las frases más sencillas son en sus labios postulados, máximas, apotegmas. Los parlamentos de las piezas de Echegaray se parecen, aunque en ellos alterne el bello sexo, aunque haya mucho movimiento escénico, a una asamblea de magistrados en alguna República antigua, a un consejo de esos que celebraban en los gobiernos patriarcales los ancianos del pueblo. Lo que se dice, siempre pretende imponerse por la substancia, por la doctrina: esa alada gentileza de la lengua que va y viene por la calle, que entra y sale en los corrillos, que dice las cosas de la vida con la simplicidad de la vida misma; que canta y río y aun filosofa así, siempre de prisa, siempre de vuelo... Esa alada gentileza de la lengua no la conoce don José, no la han conocido sus contemporáneos. Ha sido preciso que Benavente y los Quintero, inspirándose en el admirable y suelto diálogo francés de Donuay, de Capus, de Lavedan, la insinúen al espectador en medio del apelmazamiento, de la concreción de un castellano cúbico, sin solución de continuidad; de un conglomerado secular en el cual era imposible la incrustación de un arabesco, de un dibujo gracioso, de un rasgo tenue...

Pero, en fin, siquiera estos señores hablaban y hablan aún en castellano y con sus mazacotudas piezas de teatro conservaban las solemnes tradiciones de adusto y enfático buen decir.

¡Quién hubiera pensado que un día habríamos de echarles de menos, que habríamos hasta de desear el nuevo advenimiento de sus rígidas formas elocutivas!

Hará unos quince años, en efecto, quince años apenas, que todos dormíamos tranquilos, sin presentir la plaga mayor que ha podido caer sobre el castellano, sobre el castellano popular sobre todo: el género chico.

El género chico contaba para triunfar con algo invencible, inevitable, con algo que siempre acude a la cita: con la imbecilidad humana, y, naturalmente, triunfó.

Empezó por usurpar el lenguaje del pueblo para irlo adulterando después, embajeciéndolo, envileciéndolo hasta el infinito.

Algunos de sus idiotismos tuvieron la triste fortuna de llegar a los salones; pero la mayor parte se fueron quedando en las capas inferiores de la sociedad.

El pueblo de Madrid, el de México y el de Buenos Aires, el de toda nuestra Hispano-América tenían cierta sencilla nobleza de expresión, aun dentro de las incorrecciones naturales de su lenguaje. El género chico se encargó de emborronar, de emporcar esta nobleza. Como sus autores no sabían nada ni habían pensado jamás gran cosa, recurrieron al quid pro-quo pedestre, a la frase canalla, al modismo inepto, al rufianismo irónico.

Por unos cuantos céntimos le daban y siguen dándole al pueblo una cátedra diaria de caló infecto.

Ellos han sido quienes han desfigurado las palabras más bellas de que antes se servían el amor, el coraje o la tristeza del pobre ellos son quienes han fijado y consagrado en Madrid los disparates callejeros, los barbarismos absurdos, los modismos estúpidos. Incapaces de una frase realmente ingeniosa, han recurrido a toda clase de dislocaciones para producir efectos groseros con sus diálogos.

Cierto, hay excepciones, sobre todo las hubo en los comienzos de esta vil y cenagosa marea de mal gusto. Hubo una Verbena de la paloma, una Fiesta de San Antón... ¡pero qué poco relieve tienen estos sanos intentos entre el número de inepcias, entre la prodigalidad de piezas nauseabundas o anodinas!

Y esto pasaba en España: en México pasaba algo peor todavía.

Allá los que se lanzaron a crear lo que pomposamente llamaban teatro nacional, como si así fuese posible crear algún teatro, como si ellos tuviesen tamaño para crearle estaban en lo general a un nivel mental mucho más bajo que los autores españoles del género chico.

Estos, a pesar de todo, lograban en contadas ocasiones tener ingenio. La musa callejera de España regaba en la escena a las veces sus avalorios y sus lentejuelas, sus canutillos y sus chaquiras. Aquéllos, los de México, no tenían más que la incontinencia del lenguaje como arma de éxito, como deus ex machina insustituible.

No hubo miseria fraseológica, no hubo palabra tabernaria de que no echaran mano. Todos aquellos harapos sucios y malolientes el idioma, que creíamos escondidos allá muy hondo, perdidos allá muy abajo, en las prisiones y en los cuarteles, fueron ascendiendo, ascendiendo hasta la matinée dominical, y dichos por actores medianos que pretendían hacer reír, lograron llegar a los oídos de las señoritas, sin que por ello se escandalizaran mucho que digamos los papás.

¡Adónde ir! ¡Casi no teníamos, casi no tenemos otros teatros que los del género chico! En alguna parte se ha de pasar el rato...

Y así la pura linfa de nuestro idioma se ha ido pervirtiendo y cada día, sin pensarlo, sorprendemos en nuestros labios, en los de nuestros amigos, acaso en los de nuestras mujeres o nuestras novias, tales o cuales dicharachos, inocentes si se quiere, dichos con ingenuo espíritu, pero que pervierten muchos de nuestros más bellos vocablos, que defiguran muchos de nuestros más nobles giros.

De ahí han salido tantos epigramas chabacanos que tienen la vida dura, sobre todo entre la gente de poca imaginación, porque sirven como de ripios obligados a los que no saben discurrir gracejo alguno.

Entre los procedimientos capitales del género chico figura el de desfigurar las palabras a fin de hacerlas cómicas. Hay siempre, o casi siempre, un personaje que pronuncia mal y que pronunciando mal hace reír. Este arbitrio primitivo y tosco es, y ha sido siempre, de seguros resultados. Fijaos en los individuos del pueblo y aun en las familias de la burguesía, cuando son de medianos alcances intelectuales: es para ellos una verdadera fiesta la palabra mal pronunciada. La celebran ruidosamente, la repiten hasta que le exprimen todo el jugo, y después, como a fuerza de repetirla han olvidado la estructura del vocablo correcto, la sustituyen a éste y así va formándose un caló íntimo, familiar, que acaba por ingresar al idioma de todos los días. Y he aquí cómo un inepto autor de género chico tiene más influencia sobre el idioma que todos los buenos escritores que con libros sencillos y adecuados pretenden popularizar el buen decir castellano.

¿Qué remedio tienen estos desmanes? Yo no veo más que uno directo: la previa censura.

Si se encuentra justificada ésta en lo que ve a la moralidad de las obras, ¿por qué no ha de hallarse justa y lógica por lo que ve a la pureza del idioma?

Es el idioma una común heredad, una común riqueza que nadie tiene derecho de pervertir y alambicar a sabiendas.

¿De qué sirven los nobilísimos, los tan loables esfuerzos de nuestro ministro de Instrucción Pública por desarrollar todo aquello que contribuir pueda a la limpieza, exactitud y elegancia de la expresión de qué sirven los bellos libros y los bellos himnos premiados en concursos, los suntuosos juegos florales, las ediciones populares, mientras haya tres o cuatro libretistas de zarzuela dispuestos a valerse de la odiosa popularidad del género chico para inundarnos de locuciones estúpidas y para mutilar a mansalva las frases más expresivas y más bellas?

Es claro que los concursos iniciados por esa Secretaría a fin de estimular la producción teatral en México habrán de combatir con cierta eficacia el mal de que hablo. Pero si esta eficacia ha de ser mayor; si hemos de ir creando el teatro nacional, no lo que irrisoriamente se ha llamado así, sino el verdadero teatro nacional, fuerza será que una previa censura en la cual figure un literato enérgico y avisado, impida, no sólo todo aquello que ofenda la decencia de las costumbres, sino todo aquello que ofenda la decencia del idioma: que nuestra lengua evolucione gracias a un Rubén Darío, a un Leopoldo Lugones, a un Díaz Mirón, santo y bueno; pero que tres o cuatro autores anodinos de género ínfimo la desfiguren y enturbien, malo, absolutamente malo e intolerable.