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ArribaAbajo- XXXVI -

La reforma de la ortografía en Francia


Una comisión especial trabaja actualmente en Francia en la reforma de la ortografía. Propónese, desde luego, a lo que se sabe, reemplazar por simples f, t y r algunas ph, th, rh estorbosas.

Se afirmaba que el ministro de Instrucción Pública trataba de simplificar por medio de un decreto la ortografía francesa; naturalmente, esto no pasa de un reportazgo inconsiderado. Los idiomas no se reforman con decretos. Monsieur Doumergue, interrogado a tal propósito, ha respondido:

«Monsieur Gréard presentó en otro tiempo, con respecto a la ortografía, conclusiones muy moderadas. Después, el Consejo Superior redactó un informe considerable que llegaba a conclusiones osadas. Yo, por mi parte, me inclino a estudiar de nuevo el proyecto de monsieur Gréard. Es una tentativa audaz esa de legislar sobre la Lengua Nacional. El solo papel legítimo de las academias o de las comisiones oficiales consiste en ratificar con prudencia las modificaciones que impone el uso. Y la sanción de estas decisiones se aplica en los exámenes. Cierto es que las pruebas de ortografía en la enseñanza primaria han sido frecuentemente chinoiseries. Se acumulaban dificultades y trampas de las cuales hasta los mismos examinadores hubieran sido incapaces de salir airosos. En muchos puntos cierta tolerancia es razonable. La reforma que tenemos a la vista consistirá, pues, en consagrar primero cierto número de modificaciones generalmente admitidas, y después en volver facultativas otras modificaciones».

Monsieur Urbain Gohier, cuya competencia en el asunto nadie podrá negar, no es partidario de la reforma:

«Una lengua viva -dice- como cualquier criatura viviente, no admite la lógica absoluta en su constitución. Tan extravagante sería promulgar de golpe una ortografía nueva, como el modelar otra vez las orejas y la nariz de todos los ciudadanos, que no tengan estos apéndices conforme a los modelos griegos. Una lengua tiene su fisonomía que hay que respetar».

«La nuestra -añade- cuenta con sobrados enemigos. Mientras que las grandes naciones extranjeras tratan de reaccionar contra la invasión de elementos equívocos, nosotros abandonamos la lengua francesa a la invasión de todos los germanismos, hebraísmos, anglicismos, sin contar el argot de los sports, el argot de los malhechores, el argot de la Bolsa y del teatro; sin contar los barbarismos de los periodistas improvisados, de los oradores parlamentarios, de los novelistas iliteratos y de los metecos, aunque no tienen el instinto del terruño.

»El Consejo de las universidades americanas recientemente inscribía, como libro clásico para el estudio de la lengua alemana, un conjunto de extractos de publicistas contemporáneos. Rehusó hacer otro tanto para el estudio de la lengua francesa, alegando que esta lengua, escrita por nuestros contemporáneos, es una mixtura heteróclita. Tal juicio parece duro; pero no puede decirse que sea injusto. Nosotros leemos a diario pruebas impresas y vemos que se nos fabrican sin cesar palabras absurdas, no obstante que existe la palabra justa y correcta, y aun suele cambiársenos el género de las palabras usuales. Cuando se haya, pues, cambiado hasta el aspecto de la palabra escrita, ¿qué quedará de ella?

»Pensad en la destrucción de nuestros bosques y de nuestros viejos castillos por las «bandas negras»; en la demolición de las viejas murallas, de los viejos puentes, de las viejas habitaciones en las ciudades; en el asolamiento y devastamiento de los paisajes típicos llevado a cabo por los ingenieros; en el pillaje de nuestros tesoros de arte religioso por los ladrones fantasmas: no parece, pues, sino que se trata de la sistemática devastación de todo lo que fue Francia.

»El elector «avanzado» confunde fácilmente el progreso con el odio al pasado y el aniquilamiento de sus vestigios. Hay que hacerle comprender que debemos cuidar nuestro patrimonio común precisamente porque es de todos.

»Los demagogos han arrojado sobre la ortografía la sospecha de aristocracia, La ortografía es perfectamente democrática. Nunca la sabe uno con más seguridad que a los doce años, en el momento del certificado de estudios, a la salida de la escuela primaria, sin el auxilio del griego ni del latín. Y la escuela primaria está abierta a todos, gratuitamente. Y la lectura perpetua, que fortifica la costumbre de la ortografía, está recomendada a todos también».

*  *  *

Como se ve, el criterio de monsieur Urbain Gohier es reaccionario de un modo manifiesto. El idioma para él es un organismo viviente, a condición de que no se mueva, de que no se adapte, de que no se varíe: es decir, no es un organismo viviente.

Se trata de un patrimonio común, como si dijéramos, del patrimonio de los antecesores. Podemos usufructuarlo, pero no aumentarlo. Es un nolli me tangere para nosotros, no obstante que jamás lo fue para los antepasados. ¿Pues qué, el francés de Thibaut de Champagne o de Joinville era igual al de François Villon o al del Loyal Serviteur?

¿Pues qué, Margarita de Angulema escribía en francés idéntico al de Racan? ¿Y éste usó por ventura los mismos términos que Voltaire? En todos los tiempos el francés ha evolucionado, admirablemente por cierto; ha impuesto infinidad de palabras a otras lenguas; pero también se ha acaudalado con todos aquellos vocablos que le hacían falta, y si ahora es expresivo, claro, dúctil y rico, débese precisamente a esa manga ancha que indigna tanto a monsieur Urbain Gohier.

«Una lengua viviente, como cualquier ser viviente -dice Gohier-, no admite la lógica absoluta en su constitución».

Claro que no la admite así de golpe y porrazo, pero sí merced a sucesivas reformas. ¿Por qué no hemos de aspirar a la lógica y a la perfección de nuestra lengua? Ni siquiera valen razones de estética, porque no puede ser antiestético un idioma que es lógico y perfecto. ¿Es que, la ph, la th y la rh son más bellas que las simples p, t, r? ¿El que tengan en su abono un ligero matiz de arcaísmo las hermosea de tal modo que en nombre de la belleza no debemos tocarlas?

Por lo demás no se trata de un examen de ideas, de una especulación más o menos agradable e instructiva, sino de hechos.

Monsieur Doumergue, a quien citaba yo arriba, ha dicho también con suave ironía:

«La gente no espera nuestros decretos para tomarse con la ortografía todo género de libertades».

La gente, en efecto, no ha esperado nunca los decretos académicos para hablar y escribir. Con su sentido profundamente práctico, que es el verdadero creador de idiomas, la multitud va suprimiendo en éstos lo innecesario, y acaba por imponer al mundo su modo de expresarse.

Si las corporaciones doctas se muestran, pues, esquivas a estos hechos consumados, hacen muy mal, porque establecen cismas peligrosísimos. Estos cismas acaban por partir un idioma en dos (como pasó con el griego y el latín): el idioma culto y el popular, y monsieur Gohier debe saber de sobra lo que acontece en estos casos: el idioma popular es el que vive. El culto se torna en lengua de eruditos y se muere sin remedio.

¡Cuánto mejor es, por tanto, que el Ministerio de Instrucción Pública tome cartas en el asunto y se modifique de derecho lo que de hecho está ya modificado!

De hecho, sí, porque la ortografía francesa, como la inglesa y la alemana, se está modificando profundamente, no sólo en las producciones de los literatos... sino hasta en las de los académicos. Monsieur Gohier no ignora quizá que los literatos no son los únicos que cometen faltas de ortografía o que escriben con una ortografía sui generis. Hay infinidad de escritores y de sabios que no se ajustan en esto a la ortodoxia académica.

Y no por cierto de los más modernos.

Justamente Le Matin, diario en que colabora monsieur Gohier, refería en días pasados la sabrosa anécdota siguiente: M. Gaston Boissier, secretario perpetuo de la Academia francesa, que acaba de morir, no vivió siempre en armonía perfecta con la ortografía.

Cierta mañana, Gaston Boissier llegó lleno de júbilo a casa de Renan, su colega en la Academia francesa y en el Colegio de Francia.

-Tengo que anunciaros -dijo el célebre filósofo- una noticia que va a humillaros.

-¿Qué noticia?

-Mis autógrafos se venden más caros que los vuestros.

-No me sorprende -contesta Renan con aspecto malicioso, que decía mucho más que sus palabras-. ¿Pero cómo lo sabéis?

-Ayer, en la sala de ventas de la rue Drouot, se subastaron dos cartas: una vuestra y otra mía. La vuestra fue adjudicada en tres francos y la mía en cinco.

-No me contáis nada nuevo -declaró Renan-: ya estaba yo enterado. Pero no hay por qué enorgullecerse. ¿Sabéis la razón?

-No.

-Es que hay en vuestra carta tres faltas de ortografía. Ahí la tengo sobre mi escritorio. Es uno de mis amigos quien, viendo que se vendía y percibiendo las perlas falsas que ornaban vuestra prosa, pujó para quedarse con la carta, y me la trajo luego diciéndome: «Devolved esta carta al señor Boissier. Si la dejásemos circular en público, con sus ornatos gramaticales, podríamos perjudicar a la Academia francesa.

No era, por lo demás, M. Gaston Boissier el solo académico que anduviese a trompicones con la ortografía.

En 1868, en Compiègne, a ruegos de la Emperatriz Eugenia, los académicos, en gran número, tuvieron a bien someterse a la prueba de un dictado, que se hizo famoso después y que fue arreglado por uno de ellos; Próspero Merimée (quién imaginó, en realidad, la prueba, fue el ministro de Instrucción pública de entonces, Víctor Duruy), que para mostrar el abuso que se cometía al dictar en los exámenes de profesores trozos difíciles, quería hacer quedar mal la propia ciencia de los académicos.

No hubo un solo inmortal que saliese bien de la prueba: ninguno de ellos hubiera podido recibir el título de profesor de Instrucción Primaria... En cuanto a la Emperatriz, que había declarado no comprender que pudiesen cometerse errores ortográficos y que también había tomado parte en el concurso, su dictado era verdadero estuche, realmente guarnecido. Tenía noventa faltas graves o ligeras; treinta más que el dictado del Emperador.

*  *  *

Si pues ni los emperadores ni siquiera los académicos de la Lengua escriben con ortografía, ¿cómo pretende el señor Gohier que ésta sea perfectamente democrática:

«Nunca sabe uno la ortografía con más seguridad que a los doce años», dice Gohier. Cierto, porque es la única edad en que suele uno medio saberla...

Yo tengo cartas de literatos ilustres, con cada falta de ortografía que tiembla el universo! Y eso que nuestra ortografía española es infinitamente más simple que la francesa. Los que en castellano cometen (o cometemos) faltas no tienen (o no tenemos) disculpa. Pero sin disculpa y todo...

Créalo, pues, el señor Gohier: el Gobierno francés hace perfectamente en modificar la ortografía, volviéndola más sencilla, más racional, más lógica. Lo propio están haciendo otros países y otros gobiernos.

En cuanto a suponer que un idioma puede reformarse así, de golpe, con un decreto, claro que, nadie lo supone; se reformará con lentitud, si se tiene cuidado de volver ortográficamente legítimo lo que el uso patrocina ya. Hay, asimismo, otro factor poderoso para conseguirlo, y es el ejemplo de los grandes.

A este respecto, recordaré lo que aconteció en los Estados Unidos no hace muchos años:

El presidente Roosevelt dio a la imprenta nacional la orden de imprimir en lo futuro, en ortografía reformada, todos los mensajes y todos los documentos que emanasen de la Casa Blanca.

Quiso también que su propia correspondencia fuese igualmente escrita en ortografía reformada.

Se creía -y no se han equivocado quienes pensaban así- que este ejemplo, venido de tan alto, sería seguido probablemente por los Ministerios de Washington, y se esperaba que llegase un día en que todos los documentos oficiales fuesen escritos en ortografía reformada, según el método fonético del profesor Brander Mathews, de la Universidad de Columbia, patrocinado por Andrew Carnegie, el archimillonario.

Según este método, desaparecen las letras mudas. Se escribe, por ejemplo: gazel, sulfur, fantom, catalog, en vez de gazell, sulphur, phantom, catalogue.

Claro que tal reforma se ha ido haciendo gradualmente. Pero mister Roosevelt ha adoptado las listas parciales de palabras reformadas, a medida que se han ido reformando.

La Comisión propuso especialmente, para ciertos participios pasados ingleses, la sustitución de la letra t a la final d. Basábase para esto en autoridades históricas, como Bacon y Shakespeare, en oposición a la ignorancia y la rutina de los escritores y literatos actuales.

Mister Roosevelt ha dicho varias veces que en su concepto este proceder fortificará la ortografía inglesa, volverá la lengua más popular y permitirá a los extranjeros aprenderla más rápidamente.

Espera que así, simplificada, la lengua «triunfará pronto del francés como lengua diplomática».

Admirador entusiasta de la lengua anglo-sajona, así como de las instituciones anglo-sajonas, no ve razón alguna para que el idioma «de la raza dominante» no sea reconocido como idioma dominante.

Los candidatos a los puestos del Gobierno deben saber servirse de la ortografía fonética, y los funcionarios reclaman esta instrucción en las escuelas.

Como consecuencia de la revolución ortográfica, los norteamericanos esperan que Inglaterra y sus colonias tendrán que elegir entre la adopción del nuevo método o el surgimiento de una lengua americana. Ya lo ve, pues, Mr. Urbain Gohier: no conviene retardar con lirismos lo que acaso es capital para el predominio de la admirable lengua francesa: que una hoz hábil siegue todas esas letras inútiles que no tienen más razón de ser que la de una fisonomía etimológica lejana; que el aprendizaje del francés sea más fácil, si es posible, que el inglés. De ahí depende en gran parte la hegemonía del pensamiento latino, tan seriamente amenazada y combatida.