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ArribaAbajo- XXXVII -

La libertad del arte literario


Creo haber dicho a usted oportunamente que, bajo los auspicios del conocido senador monsieur Beranger, se celebró en París, en Mayo último, un Congreso internacional contra la pornografía, esa pornografía que invade e infecta sin misericordia la novela contemporánea. En este Congreso, como era de preverse, mucha gente, animada de las mejores intenciones, pero de un celo excesivo, condenó algunas obras que, a pesar de su crudeza, son trabajos de arte, merecedores de toda consideración y respeto. Entonces George Lecomte, presidente de la Sociedad de Hombres de Letras, sin quitar, ni mucho menos, la razón a quienes combatían la publicación de libros obscenos, supo, sin embargo, sostener los derechos de la literatura alta y libre, defendiendo los libros de Zola, atacados por gente ignorante. Han pasado ya más de dos meses de estos interesantes debates, y acaba de fundarse una liga en favor de la libertad del arte literario, «liga de protesta cortés y mesurada contra el celo intempestivo de algunos congresistas extranjeros, llenos sin duda de buenas intenciones, pero excesivamente peligrosos y faltos de tacto».

Esta liga publicó en el Mercurio de Francia un manifiesto, señalando ciertas tonterías -no pueden llamarse de otro modo- de que algunos representantes extranjeros del Congreso se jactaron cándidamente.

Uno de ellos, por ejemplo, se enorgullecía ante sus colegas de haber hecho que se prohibiese la venta de los libros de Zola, de Pierre Louys y de Maupassant. Otro hizo que se suspendiera una pieza de Donnay. Otro aún denunció una novela de René Boylesve...

Como se ve, pues, gentes honorables, hasta inteligentes, son capaces de condenar un libro de Zola o de Maupassant. ¿Debemos lanzarles por eso nuestros anatemas? No del todo, si tenemos en cuenta lo difícil que es decir dónde acaba el arte y dónde comienza la pornografía.

Meditando con mucha lucidez acerca del asunto, el ilustre Paul Margueritte dice, entre otras cosas, lo siguiente, que me apresuro a traducir por lo que ilustra esta interesantísima cuestión:

«Cuando se ha visto ya -dice Margueritte- condenar o perseguir a hombres como Jean Richepin, Paul Adam, Catulle Mendés, Raoul Ponchón, Lucien Descaves, Willette, Forain, Steinlein y Jean Veber, tiene uno el derecho de calificar de retrógrados el gusto y los sentimientos del Congreso contra la pornografía, y es imposible dejar de notar la mala inteligencia latente y acaso franca, que o se ha producido ya o se producirá en fecha próxima entre las declaraciones de los principales congresistas y la del ilustre y animoso presidente de la Sociedad de Hombres de Letras.

»Georges Lecomte -el presidente de la referida Sociedad- no censura, y con razón, más que la pornografía deshonrosa. Letrado, antes que todo, republicano amante del progreso, novelista también, quiere hacer respetar los derechos del escritor sincero. Ahora bien, la mayor parte de los congresistas antipornográficos ignoran esos derechos, los desconocen o los niegan.

«Hay en esto una mala inteligencia que un escritor experto, crítico concienzudo, Georges Fonsegrive, no ha podido menos de reconocer lealmente, en un reciente artículo de La Revue Hebdomadaire, artículo que puede dar mucho que pensar y hasta justificar en absoluto la libertad del arte.

»Georges Fonsegrive, católico ilustrado y sin gazmoñería, investiga en ese artículo cuáles son las «fronteras de la pornografía», y como de una parte está el sentido de lo bueno y de lo verdadero en el arte, si de la otra Fonsegrive reprueba, con razón, las manifestaciones groseras y lúbricas, forzoso le es convenir en que estas fronteras son flotantes, limitadas por las costumbres, los hábitos, las conveniencias del tiempo en que vivimos; es decir, que son muy relativas.

»Ciertamente yo me adheriría a las conclusiones de Mr. Fonsegrive, si éste, como moralista cristiano, no juzgase el arte por sus consecuencias sociales, y fundándose, a lo que parece, en que el pueblo no comprende la desnudez de las estatuas griegas, entre otras del discóbolo, no declarase lo siguiente:

«¿Habrá, pues, que perseguir y proscribir el discóbolo? El mismo senador Mr. Beranger se opondría sin duda a esto. Sin embargo, fuerza sería concluir que si la observación demostraba que la inmensa mayoría de los espectadores se impresionaba del mismo modo que los obreros mencionados, la proscripción del discóbolo se impondría.

»Este veredicto, suscrito por la concienzuda pluma de Mr. Fonsegrive, trae aparejadas tales consecuencias y reflexiones tales, que en verdad no puede uno menos que participar por el manifiesto de la Liga en favor de la libertad del arte.

»Subordinar la moralidad de una obra de arte o de un libro a la incomprensión obscura de las masas, sería la peor regresión a la barbarie. Y, persuadámonos bien de que, ante este criterio, nada subsistirá dentro de muy poco tiempo; ni un cuadro, ni una estatua, ni un libro, por honrados y humanos que fuesen.

«En efecto, no hay obra que no exalte el sentimiento del amor terrestre o místico, y que, por consecuencia, no pueda atizar en los ignorantes el sentido genésico o las fuerzas romanescas del deseo. Los más bellos y delicados libros serían proscritos como inmorales: Dominique, de Fromentin, ¿no produjo, por ventura, millares de víctimas sentimentales?

»¿Werther, no desencadenó acaso el gusto mórbido del ensueño y la sed inextinguible del amor en innumerables almas jóvenes?

»Ayer, apenas apareció un libro muy bello de Eduardo Rod, con el cual no estoy de acuerdo del todo, pero cuya franqueza admiro. En esa novela, Aloyse Valerien, dos seres son arrastrados hacia el abismo del amor, rompiendo con las leyes y las convenciones mundanas, sin que nada, ni la influencia de los padres amados, ni los ejemplos trágicos de la experiencia, puedan retenerlos. ¿Prohibiríais vosotros ese libro de pasión dolorosa clarividente, porque no han de faltar amantes que peguen a sus páginas los rostros ardorosos y en ellas hallen un estímulo para ceder a su destino?».

*  *  *

M. Remy de Gourmont, en términos excelentes, trató este asunto en días pasados en el Mercurio de Francia, mostrando que lo que se llama pornografía no es en suma otra cosa que la libre expresión del sentimiento sexual.

Este sentimiento, quiérase o no, y aunque, se le oculte bajo una capa de hipocresía, está en la base de todo. Agita la adolescencia del hombre y de la mujer, da a su vida consciente toda su intensidad, y no muere sin causar profundas revoluciones orgánicas. Ligado al cerebro y a todas las fuerzas vivas de nuestros sentimientos y de nuestras ideas, es al mismo tiempo verbo y carne. Sin él no hay pensamiento y ni poesía, ni novela, ni filosofía, ni artes humanas.

El cristianismo ha querido sofocarlo y no lo ha logrado. Felizmente, dice M. Remy de Gourmont, porque suprimirlo sería suprimir la vida.

Como se ve, pues, los señores del Congreso Internacional contra la pornografía se tienen que encontrar hoy, mañana y después, con uno de los más complicados problemas.

¿Cómo marcarlas lindes que separan la pornografía del arte? ¿Es posible juzgar con el mismo criterio al autor de El triunfo de la muerte y a los que escriben ciertos librillos verdes que andan hipócritamente en el mercado?

¿Y, por otra parte, no es relativa por ventura la inmoralidad de un libro? ¿No depende más que todo de la edad, del carácter, de la imaginación y de la cultura del lector?

¿La Biblia misma, no turbaría profundamente con ciertos relatos el espíritu de un adolescente?

¿No tratan acaso los jesuitas, en la actualidad, de influir en el Papa, a fin de que se prohíba la lectura de los Evangelios que, según dice, proporcionan apoyo a las teorías protestantes?

El público, y sólo el público, puede, por tanto, ser juez en asunto tan escabroso, y desechar con energía todos aquellos libros que simplemente tiendan a exaltar en nosotros a la bestia; proscribiendo en los casos especiales aquellos que, teniendo una forma artística y todo, sean peligrosos para las almas que empiezan a vivir.

En cuanto al escándalo producido por la obra de arte entre los ignorantes, no es ni puede ser argumento para la proscripción de aquélla. Edúquese más bien a las masas, a fin de que hallen, como nosotros, casta la desnudez de la estatua.

Hay falsos pudores que conviene suprimir desde la infancia, pensando que el hábito tranquilo de contemplar desnudeces valdrá siempre más que el seudo casto propósito de no mirarlas.

El pudor irrazonado y la malicia son hermanos. Hay muchas cosas que hacen enrojecer a las vírgenes, no porque sean malas en sí mismas, sino porque una convención social las proscribe.

Muchas jóvenes se ruborizan, por ejemplo, de mostrar sus pies desnudos, y sin embargo, ¿hay algo más casto, más bello, más clásicamente noble que los pies desnudos de las vírgenes?

La gazmoñería, la bigoterie, ha falseado todos los altos conceptos de la vida.

En realidad, por lo que respecta al papel impreso, no hay libro de arte sincero que no pueda leer una mujer serena y fuerte. Pero justamente la gazmoñería acaba con todas las serenidades y con todas las fortalezas.

Juremos guerra a muerte a la gazmoñería y despreciemos profundamente la ignorancia esclava que no sabe elevarse a la alta y libérrima concepción del arte.

En cuanto al libro que pretende exteriorizar la belleza en un estilo noble, respetémosle.

Hagamos, en cambio, a un lado la obra sin fisonomía y sin individualidad, recordando que hay una clase de libros que siempre son inmorales: los mal escritos.