Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo- VI -

   Fue el hecho llevado a cabo
en el intervalo corto
que bailadores y músicos
se tomaron de reposo;
mas como el ramo no pudo
cruzar el trecho, aunque corto,
de la calle hasta el balcón
sin ser visto, recelosos
hubo muchos de que el hecho,
aunque inocente en el fondo
pudiera ser, como simple
galantería de mozo,
podría bien de los deudos
de aquella dama el enojo
provocar, y producir
resultados desastrosos.
Se sabe que aquella dama
hermanos tiene y esposo
que no son en puntos de honra
de muy fácil acomodo.
Andaba además el tiempo
tal, que cada uno a su antojo
la justicia y la venganza
se tomaba por sí propio:
y estando todos partidos
en bandos, y siempre prontos
las caras y las espadas
a sacar unos por otros,
el más mínimo incidente
podía sin saber cómo
levantar un torbellino
con un átomo de polvo.
De borrar, pues, de aquel hecho
la impresión tal vez ganosos
los músicos, de otra danza
dieron en seguida el tono.
Colocáronse en postura
las parejas, y en contorno
volvieron a aglomerarse
para verlas los curiosos.
Y estaban ya las parejas
un pie delante del otro,
dispuestas de otra salida
para el arranque brioso,
cuando ni visto ni oído
salió del palacio próximo
un hombre que, espada en mano,
se arrojó en medio del corro:
y antes que de su presencia
se apercibieran atónitos
los circunstantes, cogiendo
todo el umbral de su pórtico
otros dos, acompañados
de escuderos, mayordomos
y pajes, se presentaron
para sostener su arrojo.
Con tal prisa maniobraron
apartando los estorbos,
que de verlos sin sentirlos
queda todo el mundo absorto.
Las bailadoras y músicos,
espantados como corzos
que sienten encima echárseles
una manada de lobos,
se echaron atrás zafándose
de manos de aquel furioso,
solo en el centro dejándole
del hueco hecho de él en torno.
Cambió el cuadro en un instante:
pero no fue ventajoso
el cambio para él, pues cuando
tendió en derredor sus ojos,
vio en vez de las doce mozas
doce encapuzados torvos
y doce espadas que habían
salido ante él de sus forros,
y maniobraron tan diestros
también, que entre los del pórtico
y el intruso, al darle caras,
ya había espacio y estorbos.
Hubo un instante de pánico
y confusión mientras todos
de la situación se daban
cuenta con miedo o asombro.
El intruso era el del centro
de los del balcón: los hoscos
encaperuzados eran
de la ronda los patronos.
   Al ver que el juego iba a espadas,
comenzaron los curiosos
a desbandarse, del juego
procurando salir horros:
y el interruptor del baile,
envidando el juego solo,
con planta audaz y voz firme
dijo amenazando a todos:
-«El que osó a una dama flores
tirar, ¿quién es de vosotros?
-Yo, dijo uno de capuz,
guardando en él el incógnito.
-¿Vos?, repuso aquél tanteando
sí podía verle el rostro.
-Yo,» repitió éste avanzando,
dispuesto a lid y a coloquio,
que así se entabló, mostrándose
airado aquél, y éste irónico:
AQUÉL
«Sabéis, pues, quién es la dama.
ÉSTE
¿Sois por ventura su novio?
AQUÉL
No.
ÉSTE
¡Pardiez! Tenéis más traza
de un espíritu diabólico
que quiere robarla el alma
que no de su ángel custodio.
AQUÉL
Hermano de su marido
soy.
ÉSTE
¿Y de D. Gil Tenorio
tenéis el cargo en su ausencia
de estar por don Gil celoso?»
   El así befado púsose
hasta el blanco de los ojos
rojo, como si le ardiera
en las entrañas un horno;
mas la cuestión esquivando,
la dio un giro artificioso;
y dijo de ella saliéndose,
pero continuando lógico:
-«Luego sabéis quién es ella,
pues que sabéis quiénes somos.
-Como sé que sois don César.
-Y porque lo soy supongo
que sabéis con qué derecho
os pregunto y no os respondo.
¿A ella iban, pues, dirigidas
vuestras flores? -¿Pues tan tonto
me suponéis que eche flores
a damas que no conozco?
-¿Luego os dio pie para echárselas?
-Ahora yo a mi vez supongo
que a pregunta tan ociosa
sabéis por qué no respondo.
-Pues ya que están tan obscuros
los derechos de uno y, otro,
echaos fuera conmigo
para aclararlos un poco.
-Vos sois el que habéis venido
a echaros entre nosotros:
si no os convenía el sitio,
¿por qué no elegisteis otro?
-Porque si aquí no os cogía,
como guardáis el incógnito,
iba a perder la ocasión
de suplicaros que el rostro
me mostréis, aunque cubierto
lo llevéis por algún voto,
que yo os guardaré el secreto
o haré que el nuncio apostólico
a mi costa os lo dispense.
-No es menester: vuestro antojo
a haberme dicho antes, ambos
hiciéramos grande ahorro
de palabras y de tiempo:
porque a fe que de retóricos
hemos dado ya tal muestra
que ni un par de San Crisóstomos.
-Decís bien, y ha sido mengua
para ambos; mostraos. -Sólo
con mi nombre os basta: soy
Ulloa. -¿Cuál? -Don Alonso.
CÉSAR
Pues fuera echaos, y a solas
hablaremos.
ALONSO
¿Estáis loco?
Después de haber dado pruebas
de tener dos picos de oro,
¿queréis que, coger dejándome
en la trampa, pruebe estólido
que me las echo de lince
y veo menos que un topo?
¿Sacáis para hablarme a solas
vuestra gente? Es burla o dolo.
Y pues tengo aquí la mía,
mejor partido os propongo.
Ya que en él para meteros
nuestro círculo habéis roto,
salid de él o atrás volviéndoos
o rompiéndole: y sea pronto.
CÉSAR
Los Tenorios nunca cejan.
ALONSO
Pues los Ulloas tampoco.
CÉSAR
¡Batalla, pues!
ALONSO
¡Pues batalla!
Va de Ulloas a Tenorios.
CÉSAR
¡Pues adelante!
ALONSO
¡Adelante!
CÉSAR
Tomad, pues.
ALONSO
Pues paro y doblo.»
   Don César con su «¡adelante!»
a sí llamó a los del pórtico:
y el «¡adelante!» de Ulloa
puso en guardia a los del corro.
Dijo a éste el «tomad» don César
por su estocada de prólogo,
y a su «paro y doblo» Ulloa
paróla y tendióse a fondo:
y empeñándose la lid
y de los dos en apoyo
los de sus bandos metiéndose,
llegó el tumulto a su colmo.
Huyeron los de las luces
o por miedo o a propósito,
y la lid a obscuras hizo
de la plaza un pandemónium.
Deshízose la verbena,
tomaron pies los medrosos,
rodaron mesas y jarros
y a los gritos de «¡socorro!»
de los tenderos, del sueño
salieron los perezosos
torcedores del derecho
y remendones del código.
   De repente «¡Ulloas fuera!»
gritó un acento estentóreo:
y de la liza saliéndose,
se puso aquel bando en cobro.
Gente nueva que, abocándose
por los callejones lóbregos
inmediatos, acudía,
no sirvió más que de estorbo,
perseguir a los Ulloas
impidiendo a los Tenorios;
llegando, en fin, la justicia,
como siempre, a los responsos.
   En tierra yacían muertos
dos Ulloas: el Tenorio
don César, muy mal herido,
cayó también con los otros,
y cuando alzaban su cuerpo,
la dama, que lo vio todo
desde el balcón, a su cámara
se retiró: echó el cerrojo
a la puerta, y registrando
el ramo, halló un microscópico
billete en él escondido
que decía de este modo:
   «Don Gil recibió en Sicilia
una estocada en el pecho:
y si el diablo no le auxilia,
aunque sane y deje el lecho,
no podrá en muy largo trecho
reunirse a su familia.»
   Leído que hubo el billete
la dama, en la luz quemólo:
y soplando la ceniza,
desapareció a su soplo.
Abrió el balcón; y vertiendo
gotas del ámbar de un pomo
en el pañuelo, en la atmósfera
de la cámara agitólo:
y del olor y del humo
los átomos incorpóreos
disipados, no pudieron
dar contra ella testimonio.
Entonces franqueó la puerta,
eligió el sillón más cómodo,
y se sentó, la visita
a esperar de los Tenorios.

imagen

imagen



ArribaAbajo- VII -

Y aquí será conveniente
y aun es necesario y lógico
no dar minuciosamente
todo un árbol genealógico
de la estirpe de esta gente;
   sino los más perentorios
pormenores y accesorios
de la que anda en mi leyenda,
para que el lector comprenda
quiénes son tantos Tenorios.
   Y aunque no es costumbre buena
de escritor, y aun es ajena
de la hidalguía española,
dejar a una dama sola
así en mitad de la escena;
   como no se ha de acostar
a sus cuñados sin ver,
y éstos tienen que tardar,
de don César por tener
las heridas que curar:
   y como, aunque son muy diestros
y apretaron bien los puños,
parece que ambos concuños
tropezaron con maestros
y están llenos de rasguños,
   es claro que no han de ir
a la hermosa dama a ver
sin vendarse y sin oír
del doctor el parecer
sobre el expuesto a morir.
   Pues aquí forzosamente
todos tienen que aguardar
y el lector por consiguiente,
para que no se impaciente,
de algo al lector le he de hablar.
   Conque hablemos de esta gente
a uno de cuyo solar
sacó a luz posteriormente
por lo impío y lo valiente
la leyenda popular.
   El jefe de esta familia,
de cuatro hermanos compuesta,
lidiaba al comenzar ésta
por Aragón en Sicilia.
   Nietos de Alfonso Tenorio,
sobrino del nunca quedo
arzobispo de Toledo
don Pedro: hijos de Gregorio
   y doña Leonor García,
hechos por ella parientes
de Manriques y Cifuentes,
lo mejor de Andalucía,
   estos Tenorios hermanos,
desde medio siglo atrás,
eran unos de los más
opulentos sevillanos.
   Su bisabuelo, el leal
maestresala y copero
de Don Pedro el justiciero,
fundó esta casa: y caudal
   les dejó en Tuy y Estremoz
don Pedro obispo de Tuy,
trasladado desde allí
a obispo de Badajoz.
   Quedaban del rey aquel,
a quien el pobre y pechero
llamaron el Justiciero
y el clero y nobleza el Cruel,
   la memoria y tradiciones
y los odios mal dormidos
de los nietos de los idos
con él en los corazones:
   lo mismo gente de espada
que gente de jubón pardo,
con la raza del bastardo
aún no bien acomodada.
   Muchos de aquel rey parciales,
vueltos al fin de un destierro
o salidos de un encierro
do fueron a él por leales,
   a sus hijos inculcaron
su odio por los enriqueños,
y entre grandes y pequeños
mucho estos odios duraron:
   y sábese cuánto auxilia
a fomentar en las razas
los odios y malas trazas
la tradición de familia.
   De ésta el tronco y primer rama
fue aquel don Jofre Tenorio
que con valor tan notorio
y digno de mejor fama
   se hizo por el agareno
en el mar de Gibraltar
desesperado matar
en tiempo de Alfonso onceno.
   El de Tuy y sus herederos,
nuestros Tenorios actuales,
a la tradición leales
de los Tenorios primeros,
   tachándoles de bajeza
se separaron bravíos
del partido de sus tíos,
que a doblegar la cabeza
   fueron ante los Guzmanes,
como apellidaban ellos
a los nacidos de aquellos
alfonsioncenos desmanes:
   y en lengua y ley castellana
los de Leonor de Guzmán
nunca otra cosa serán
que hijos de una barragana.
   Mis Tenorios, retraídos
en su abolengo solar,
no volvieron a tratar
con los a Castilla idos:
   rehusando hasta aquel día
sus servicios más pequeños
a los reyes enriqueños
manchados de bastardía.
   Para ellos los Trastamaras,
bastardos y usurpadores,
ni aun eran merecedores
de ver de frente sus caras:
   y, cual si en suelo extranjero
fuesen, tenían a gloria
el traer ejecutoria
del rey Don Pedro primero:
   y aun debajo de un dosel
en un salón principal
tenían el busto real
del traicionado en Montiel.
   Su casa solar gozaba
vacío en torno de un trecho,
y era un edificio hecho
a manera de alcazaba.
   Su historia era muy sencilla:
gran caserón a un convento
anejo, vínole a cuento
a Don Pedro de Castilla,
   y rey a quien nunca el clero
vio propicio ni indulgente,
no fue nunca deferente
tampoco el rey con el clero.
   Los frailes de San Francisco,
millonarios mendicantes,
por órdenes apremiantes
vendieron la casa al fisco:
   y Don Pedro el Justiciero,
al satisfacer su antojo,
probó que no era despojo,
sino venta, y dio el dinero:
   y en la escritura al echar
su firma, corrió su pluma
por debajo de la suma
sin leer, ver ni sumar:
   y el padre procurador
aprovechó el buen momento
del rey, para su convento
sacando suma mayor.
   Quedó, pues, todo legal,
del convento en pro la venta,
y el rey hizo por su cuenta
embellecer el local.
   De aquel caserón enorme
sin mudar nada en el plano,
le dio un aire soberano
con su nuevo ser conforme.
    Labró sus cuatro fachadas
cargándolas de blasones;
puertas festonó y balcones
con labores extremadas;
   niveló todos sus pisos;
hizo estucar sus retretes,
salones y gabinetes,
alicatando los frisos:
   ensambló y talló sus techos,
y cuando encontró a su gusto
de aquel caserón vetusto
los trabajos en él hechos,
   y en palacio convertido,
el rey Don Pedro primero
se lo donó a su copero
por lo que le había servido:
   por cuya cédula real,
con todos sus accesorios,
por solar de los Tenorios
quedó el edificio tal.
   Y aquel rey galanteador
y nocturno aventurero
solía a su buen copero
fiar sus lances de amor:
   y en su tiempo se decía
que por un paso secreto
de noche con tal objeto
allí Don Pedro venía.
   Después de él muerto, se dijo
que había en la casa duende:
que el vulgo en todo pretende
que haya asombro o escondrijo.
   ¡Pobre Don Pedro primero!
Desque a traición fue vencido,
siempre el vulgo mal creído
le ha traído al retortero.
   Los frailes, que el duende husmearon,
por lo que en el porvenir
pudiera un duende influir,
lo del duende propalaron;
   dando a entender a la gente
que casa que de un convento
se segrega es aposento
del diablo; y por consiguiente,
   mientras la casa no vuelva
de los frailes a poder,
del diablo no hay que creer
que a dejarla se resuelva.
   He aquí de lo que proceden
todas esas tradiciones
en que anda el diablo, en naciones
en que aún diablos andar pueden.
   «Doquier que el diablo entra en baile,
decía un sabio alemán,
frailes hay:» de ahí el refrán
de «el diablo se metió fraile.»
   La sola dificultad
que aquella donación tuvo
al hacerse, y en lo que hubo
por cierto fatalidad,
   fue que eran cofundadores
los Ulloas del convento,
y pleito hubieron intento
de armar a los compradores;
   mas dada opinión legal
por tribunal competente,
quedó probado y patente
que iban los Ulloas mal.
   Inde ira: de aquí empeños
hijos del odio a ojos vistas:
los Tenorios son pedristas,
los Ulloas enriqueños.
   Mas un siglo transcurrido
y con él cuatro reinados,
los odios, si no acabados,
casi estaban en olvido:
   si al fin no hiciera el demonio,
de todos con vilipendio,
que volviera aquel incendio
a avivar un matrimonio.
   El jefe de la familia,
don Gil, a quien fue preciso
por personal compromiso
ir contra Francia a Sicilia,
   tiene una mujer tan bella
como joven, que ha dejado
de los otros al cuidado,
pero sin poder sobre ella.
   Esta hermosísima dama,
que es la dama del balcón,
casó con una pasión
por otro hombre, según fama.
   Su padre don Luis Mejía,
¡mala fe indigna de loa!,
prometido se la había
y se la negó a un Ulloa.
   Don Gil Tenorio, que era hombre
de cuarenta años y viudo,
con un hijo ya talludo,
bravo y digno de su nombre:
   don Gil, que se había casado
sin amor, mas que había sido
un excelente marido
sólo por razón de estado,
   se puede bien suponer
que no tuvo pretensión
de inspirar una pasión
amorosa a una mujer:
   así que no se entretuvo
en andarse de rebozo
rondándola como un mozo;
pero la desgracia tuvo
   de apercibirse un buen día
de que a sus años cuarenta
tiene una pasión violenta
por la Beatriz Mejía.
   Alguien lo podrá ignorar
pero una pasión primera
a cuarenta años es fiera
muy difícil de domar:
   y era la Beatriz mujer
cuyo infernal incentivo
bien podía un volcán vivo
en cualquier alma encender.
   Don Gil creyó como un niño
que a aquella extraña Beatriz
podría fiel y feliz
hacer al fin su cariño:
   y ciego por su pasión,
no pudo o no quiso ver
lo que ocultar tal mujer
podía en su corazón;
   puesto que alma de infundir
capaz tan fieras pasiones,
está siempre en condiciones
de dar y de recibir.
   Oriundos de Portugal
en Sevilla, los de Ulloa
tenían aún en Lisboa
solar de mucho caudal,
   y unidos por intereses
y por cariño de hermanos,
ir suelen los sevillanos
y venir los portugueses.
   Su ausencia de la ciudad
don Luis Mejía en su pro
aprovechando, abusó
de su patria potestad.
   Mejía era un cordobés
de corazón insensible
y alma tenaz, asequible
nada más que a su interés:
   y el entrar en reflexiones
con padre tal fuera en vano,
pues dice, padre tirano,
«contra un padre no hay razones.»
   Beatriz, pues, o resignada
o con honda hipocresía,
al altar fue como iría
la mujer mejor casada,
   y el ojo más avizor
no halló el más mínimo indicio
que revelara artificio
ni pensamiento traidor.
   Nunca el más mínimo gesto
de disgusto ni impaciencia
mostró que algo en su existencia
le fuera arduo ni molesto.
   Tranquila siempre y risueña,
afable siempre y gentil,
cada día de don Gil
más amada fue y más dueña.
   De tres una hubo de ser:
o alma de grande energía
a cumplir se resolvía
como santa su deber;
   o fría, incapaz y extraña
de noble y voraz pasión,
sólo la hace el corazón
el oficio de una entraña;
   o monstruo de hipocresía,
aborto de ogro y sirena,
su pecho de hurí envenena
el corazón de una harpía.
   Pero tal vez presunción
de don César es sólo esta,
pues aún prueba manifiesta
no hay de tal suposición.
   Don Gil no la puso tasa
ni coto a nada, y sumisa
sin bajeza, sólo a misa
salió con él de su casa.
   Saraos no ansió ni festines,
y de bondad cierto indicio,
distracciones y ejercicio
buscó sólo en sus jardines.
   «Tu palacio es para mí
el mundo todo; y si quieres
darme fiestas y placeres,
procúramelos aquí,»
   dijo a don Gil una vez
que él la propuso salir
al mundo y en él vivir
con lujo y esplendidez;
   y cuando llegó el momento
de que él partiera a Sicilia
dijo: «Sólo a tu familia
recibiré en mi aposento.
   »Pero hazme, Gil, un favor:
que no tenga yo en tu ausencia
que soportar dependencia:
sólo tú eres mi señor.
   »Déjame con tus hermanos,
pero déjame sin tasa
la libertad en mi casa;
no se me tornen tiranos.»
   La demanda pareció
tan justa a don Gil, que dicho
dejó al partir que a capricho
suyo viviera, y vivió.
   Nadie coartó su antojo:
sólo don César se había
emperrado en la manía
de no quitar de ella el ojo.
   Pero aquí estuvo su mal:
porque a fuerza de mirarla
tuvo por fuerza que hallarla
de hermosura sin igual.
   Secretos del corazón,
que es de misterios un nido:
don César se halló cogido
en la red de su atracción.
   Aquella mujer sagaz,
comprendiendo que era el solo
que en ella husmeaba dolo
y que era astuto y tenaz,
   desplegó tal artificio
siempre en su trato con él,
le dio a gustar tanta miel,
que fue su arte maleficio.
   Don César con gran recato
e infinita precaución
obró: pero era el ratón
entre las uñas del gato.
   Aquella infernal mujer
de diabólico atractivo
le probó de su incentivo
el diabólico poder.
   Le mareó de tal manera
que hubo al fin de comprender
que entre él y aquella mujer
él el más fuerte no era.
   Don César era hombre fiero
y de su deber esclavo
y hombre de llevar a cabo
su deber de caballero:
   así es que a la sola idea
de la posibilidad
de sentir en realidad
pasión de adulterio rea,
   su honradez se rebelaba;
mas por su afán hecho espía
de tal mujer, no sabía
y si la odiaba o la adoraba.
   Producía en él su vista,
su trato y conversación
una infernal sensación
de odio y de embeleso mixta.
   Cual pájaro fascinado
por hálito de serpiente,
como náufrago arrastrado
por vorágine potente,
   don César no se podía
de aquel encanto apartar
y buscaba sin cesar
su riesgo en su compañía.
   ¡Siempre esperando tenaz
sorprender un leve indicio
de su condición falaz,
y siempre del artificio
   de aquella mujer sagaz
envuelto en el maleficio,
de arrastrarla a precipicio
cada vez más incapaz!
   Un día, estando con él
en su gabinete a solas,
él luchando entre las olas
de su incertidumbre cruel,
   cierto de su mal obrar,
deseando concluir
y del dédalo salir
en que se había ido a enredar,
   por impaciencia, despecho
o confianza arrastrado,
la habló del tiempo pasado:
¡nunca tal hubiera hecho!
   Ella, con una sonrisa
del desprecio más supremo,
retirándose a un extremo
del salón, llamó con prisa:
   y al presentarse azorados
dos pajes del aposento
al umbral, dijo: «Al momento
que vengan mis dos cuñados.»
   Quedó don César absorto:
mas aún esperó un instante
que le sacara triunfante
ella de ira en un aborto;
   mas conocíala mal,
porque a sus hermanos dijo,
teniendo su ojo en él fijo,
con el aire más glacial:
   «Llevaos a ese atrevido;
que no vuelva solo aquí,
y decidle ambos por mí
que Gil solo es mi marido.»
   Y sin más explicación
la espalda, altiva, tornándoles,
salió del cuarto dejándoles
en la mayor confusión.
   La piedra estaba tirada:
y piedra y palabra sueltas,
nadie sabe cuántas vueltas
dan ni dónde hacen parada;
   y fue un tiro tan feliz
como justo de calibre:
desde entonces se vio libre
de don César Beatriz.
   Y de tal delicadeza
siendo y riesgo tal asunto,
nadie de tocar tal punto
tuvo después la torpeza.
   Ellos, a don Gil su hermano
por no ofender sin motivo
evidente y positivo,
nunca la van a la mano.
   Ni hay en su conducta tacha:
pues, caprichosa tal vez,
muestra a veces candidez
y caprichos de muchacha.
   Libre, sola y asistida
por personal servidumbre,
llevó a su antojo y costumbre
aislada, excéntrica vida.
   Y por más que de ella se hable,
por mal que de ella se crea,
por más extraña que sea,
nada en tal vida hay culpable.
   En labores se la pasa
y jamás la calle pisa;
jamás sale de su casa
más que a San Francisco a misa.
   Y cuando va, va en litera
y de servidumbre tanta
seguida, que ni una infanta
mejor asistida fuera.
   Y en cuatro reclinatorios
cercanos al presbiterio
asiste al santo misterio
siempre con los tres Tenorios.
   Ni hace ni admite visitas:
en el piso medio mora
del palacio, cual señora
sin deseos y sin cuitas.
   Mas mujer en quien concurren
extremosas circunstancias,
los días que en sus estancias
sola pasa, no la aburren.
   Con sus doncellas trabaja
de extrema delicadeza
en labores; cada pieza
es una artística alhaja
   y hace de ellas cada día
don al convento contiguo
como han hecho en tiempo antiguo
damas de su jerarquía.
   Miniadora incomparable
en vitela y pergamino,
ilumina con gran tino
algún códice notable.
   Diestra en cantar y tañer,
de ruiseñor con garganta,
como el ruiseñor encanta
cuando canta por placer.
   En el trovar entendida,
de Santillana y de Mena
copia de errores ajena
posee, de ellos hecha en vida.
   Y sabiendo de memoria
a Viana y Jorge Manrique,
cuando hay quien se lo suplique
recita que es una gloria.
   Quien tales recursos tiene
en sí misma, se concibe
como en el retiro vive
y en su casa se entretiene.
   A más de que, no aceptando
dominio ni dictadura,
caprichosa se procura
festejos de cuando en cuando.
    No da saraos ni festines:
mas gusta de adivinanzas
y de suertes y de danzas
de zahorís y bailarines,
   y alivia la pesadumbre
del voluntario aislamiento
reuniendo en su aposento
su familia y servidumbre
   para oír de los juglares,
los zahorís y adivinos
las suertes, los desatinos,
las zambras y los cantares.
   A veces, de noche en horas,
para ella y sus tres hermanos
hace venir africanos
rabíes y almeas moras.
    Y aquí es donde ojo avizor
anda César como un gato
buscando contra el recato
el incidente menor,
   mas ella desde el estrado
la danza y fiesta presencia
con el decoro y decencia
de una dama de su estado.
   Nada hay, pues, de él que decir
ni nada en él que tachar,
sino que es muy singular
el tal modo de vivir.
   Y así viven sus cuñados
de don Gil con la mujer,
sin saberse a qué atener,
sin pruebas desconfiados.
   Tal es doña Beatriz:
y en verdad que se me antoja
que si no les trampantoja,
ella es cándida y feliz.
   Aunque el color de su tez,
sus ricas ceja y pestañas,
sus aficiones extrañas
por gente de tal jaez
   y la luz que alguna vez
fulguran sus negros ojos
al contrariar sus antojos,
desmienten su candidez.
   Ella en los veintiuno está:
sin ser viejo, su marido
de cuarenta pasa ya,
y hace un año que se ha ido..
Lo que haya... parecerá.

imagen

imagen



ArribaAbajo- VIII -

Ahora que ya, buen lector,
estás en el pormenor
de los datos accesorios
con que entenderme mejor,
volvamos a mis Tenorios.
   Don César yace maltrecho,
bien vendado en un buen lecho,
y el médico de él augura
que tienen muy mala cura
sus dos heridas del pecho.
   Pero a sus hermanos dijo:
«No es que a muerte le sentencio,
mas para salvarle exijo
que esté quieto, inmóvil, fijo
y en absoluto silencio.
   »Según su constitución
y del mal según el sesgo,
le costará, en mi opinión,
lo menos su curación
dos meses, pasado el riesgo.»
   Y después de haber curado
a don Luis y a don Guillén
y sus rasguños vendado,
de don César al cuidado
encargándoles que estén,
   se despidió hasta otro día;
y quedó cosa acordada
que a don César velaría
don Luis, y a ver subiría
don Guillén a su cuñada.
   Visita era inexcusable,
la ocasión de tan infausto
suceso, el fatal origen
de aquel desastre fue el ramo:
y era además, aunque débil,
la primer huella de un rastro
sobre el cual estaba puesto
don César hacía un año.
   Doña Beatriz habitaba
las cámaras de aparato
del primer piso; don César
las mismas del piso bajo;
los otros dos ocupaban
las mismas del piso alto;
la servidumbre tenía
lo posterior del palacio:
disposición que permite
por el honor y el resguardo
velar de la dama o darla
cárcel de honor en sus cuartos,
puesto que el acceso a ellos
podía ser vigilado
por adentro y por afuera
con los ojos de tres argos.
   Ella esta noche no había
ni siquiera un paje enviado
a saber lo acaecido:
esperaba a sus cuñados,
su visita era infalible:
estábase ya en el caso
de plantear la cuestión, y ella
plantearla quiso dejarlos.
Había visto a los Tenorios
que, como peces incautos
al primer cebo, el anzuelo
sin ver, le habían picado;
haciendo bueno su juego
su primer salida errando
contra el que el cebo arrojaba
en vez de coger el ramo.
Don César, a quien los ímpetus
de la cólera cegaron,
salió ciego, mas los otros
obraron más que él sin cálculo.
   Don Luis y don Guillén eran
caballeros de grande ánimo,
de gran dignidad, sin tacha
ni misterio en su pasado.
Dos nobles de antiguo temple,
intransigentes con cuanto
toque a la honra: en casos de ella
dos jueces calificados.
Mas no eran como don César
sabuesos de buen olfato,
incapaces de perderse
una vez puestos en rastro.
   Don Guillén y don Luis no eran
nobles de vuelo tanto
que volaran en el viento
de Beatriz, que era un pájaro
que volaba en las tinieblas
y no dejaba volando
ni plumas ni emanaciones
que señalaran su paso.
   Ya de la noche corridos
iban más de los tres cuartos
cuando a doña Beatriz
a don Guillén anunciaron.
«Que entre,» dijo con la calma
más perfecta: y con un brazo
don Guillén en cabestrillo
entró, y ella trabó diálogo:
BEATRIZ
Ya era tiempo de que alguno
acudiera a decirme algo.
GUILLÉN
¿No habéis estado al balcón
lo sucedido mirando?
BEATRIZ
Lo que sucede en la calle
no sé si no es por relato.
GUILLÉN
Don César fue herido en ella
y tal vez muera.
BEATRIZ
Si estado
se hubiera tranquilo en casa,
estuviera bueno y sano.
GUILLÉN
Salió por el honor vuestro.
BEATRIZ
Salida de pie de banco;
salió a echar mi honra a la calle,
por ella al dar tal escándalo.
GUILLÉN
Desde ella un ramo de flores
públicamente os echaron.
BEATRIZ
Las flores duran un día
y la deshonra mil años.
GUILLÉN
¿Por qué vos sin recogerle
no dejasteis caer el ramo?
BEATRIZ
Yo ni injurio ni desprecio;
obsequios no son agravios:
si era de un noble, era injuria;
desprecio, si de un villano.
GUILLÉN
Damas de prez no reciben
flores en público.
BEATRIZ
Al paso
se echan hasta al arzobispo
que las recibe en el palio.
Flores en Sevilla se echan
a cualquier dama y no hay sandio
que en la tierra de las flores
de las flores haga caso.
GUILLÉN
Al recibirlas sabíais
de quién eran.
BEATRIZ
Supongamos
que sí: pero para todos
era un encaperuzado;
con dejarle ir se iba todo
con él, como el ruido vago
de la serenata, como
todo lo inane y fantástico
que no tiene fundamento,
pie ni base; y nos ahorráramos
yo mi deshonra y vosotros
vuestra sangre y el escarnio.
GUILLÉN
¿Creéis que si Gil estuviera
en el balcón como estábamos
no hubiera de él a la calle
como nosotros bajado?
BEATRIZ
Y estuviera en su derecho
como le pluguiere obrando;
mas don Gil es mi marido
y vosotros mis cuñados.
GUILLÉN
Pues a él nos someteremos
dándole cuenta del caso.
BEATRIZ
No temáis que yo os lo estorbe
ni que haga por mí otro tanto.
GUILLÉN
Y cuando él vuelva...
BEATRIZ
Si vuelve;
pero mientras, entendámonos;
en ausencia de don Gil
yo sola en mi casa mando.
Don César ha echado la honra
de su mujer en el fango
de la plaza, y si Gil vuelve,
veremos lo que hacen ambos,
GUILLÉN
¿Qué han de hacer hombres idólatras
de su honor sino ampararlo?
Vos de él deberéis entonces
responder ante los cuatro.
BEATRIZ
De lo que os respondo es
de que mi marido hará harto
si es que perdona a don César
idolatrar mi honra tanto.
GUILLÉN
Vos dais vueltas a esa idea,
de don César sólo en daño.
BEATRIZ
Más vueltas la dará Gil
no más en su pro.
GUILLÉN
Catamos
que es semilla de cizaña
que sembráis en nuestro campo.
BEATRIZ
Pues arrancadla del vuestro
si podéis, que yo la arranco,
antes que crezca, del mío.
GUILLÉN
Nosotros os le guardamos
en ausencia de don Gil.
BEATRIZ
Yo de vosotros me guardo
y por eso, mientras vuelva
don Gil, para sus hermanos
estarán mis aposentos
desde esta noche cerrados.
Los de don Gil y los míos
para mi servicio aparto:
viviré en ellos de día
con mi servidumbre: en cuanto
cierre la noche, sus llaves
y sus cerrojos echados,
quedaré sola: de noche
conmigo misma me basto.
   Y así doña Beatriz
concluyendo, en un silbato
que llevaba a uso de entonces
de su cinturón colgado,
sopló y al paje que entraba
al son dijo: «Id alumbrando
a don Guillén a sus cámaras:
cerrad tras él y acostaos.»
   A tan brusca despedida
don Guillén estupefacto,
no supo nada mejor
que hacer que irse cabizbajo,
   Quedó doña Beatriz
mientras le alcanzó mirándolo
y dijo con la sonrisa
del desdén más soberano:
«Sólo es raza temerona:
don César es tigre a ratos,
mas yo soy una leona
y los Tenorios son gatos.»
   Pasaba julio: pasádose
había el día de Santiago,
la mayor fiesta de España
por ser su patrón el santo.
Don César, fuera por obra
de la ciencia o por milagro,
de las garras de la muerte
poco a poco iba escapando.
Una de las estocadas
le había de claro en claro
pasado el pulmón: mas hecha
por sí la sangre coágulos,
contúvose la hemorragia
por un reposo tan largo
como absoluto, o mejor,
porque así en sus juicios altos
lo quiso Dios que hizo al hombre
de fragilísimo barro,
mas le dio gran consistencia
al amasarle en sus manos.
La otra estocada metiéronle
de la garganta en los bajos,
que a poco no le perforan
de la voz el aparato.
Así es que va reponiéndose
con muchísimo trabajo,
aunque ya fuera de riesgo,
sólo es cuestión de cuidado.
Aún yace en el lecho, lleno
de vendajes y de trapos,
mas ya empiezan a moverle
con tiento sobre un costado.
Ya empieza a hablar y comienza
a servirse ya de un brazo,
mas la quietud y la dieta
tiénenle insomne y escuálido:
y pasa las largas noches
rabioso y desesperado,
revolviendo sus recuerdos
y proyectos amasando.
Doña Beatriz no ha salido
un momento de sus cuartos,
ni ha querido un solo instante
recibir a sus cuñados.
Come allí sola, despide
su servidumbre temprano,
y cierra sus aposentos
por dentro: capricho extraño
que asombra a todos, que nadie
comprende y que es corolario
de su excéntrica existencia
y su carácter fantástico.
A altas horas de la noche
se oyen su voz y sus pasos
cual si sociedad tuviera
con los duendes y los trasgos.
Por la mañana se viste
sola y no llama hasta tanto
que, ya sentada, la arregla
su camarera el tocado:
minia, borda, canta, lee
con muy cortos intervalos
y no pregunta en el mundo
lo que pasa ni ha pasado.
   De una insólita pereza
o del natural cansancio
de la falta de ejercicio
acometida, en un ancho
sillón permanece siempre
sentada, y ni sus criados
ni sus doncellas han vuelto
a verla en pie. Antojos raros
de mujer antojadiza.
Los Tenorios no han osado
romper su consigna, y fáltanles
motivos para intentarlo.

imagen

imagen



ArribaAbajo- IX -

   Y tan a gusto en su cama
don César permanecía
como debió San Lorenzo
estar sobre sus parrillas.
Su curación retardaba
con la impaciencia y la ira
en que su indomable espíritu
perpetuamente se agita.
Noches eternas de insomnio
pasa, a sus memorias íntimas
eternamente pasando
su imaginación revista:
y cuanto más las repasa
con más rabia se imagina
lo que pasa o pasar puede
en casa que él no vigila.
De sus hermanos inquiere
perpetuamente noticias
de las que sólo sospechas
adquiere y no ratifica.
De noche, a la luz escasa
de una mustia lamparilla,
él con el oído alerta
y el ojo avizor espía
y escucha, sin darse cuenta
de su origen, las efímeras
visiones y los mil ruidos
que en la atmósfera vacía
crea el silencio nocturno
en sus tinieblas tupidas
de fantásticos rumores
y fantasmas movedizas.
Don César, de sus sentidos
con la lucidez perspicua
en que les tienen sus ansias,
la abstinencia y las vigilias,
ve y oye, y si no los oye
ni los ve los adivina,
mil rumores y mil sombras
cuyo origen no averigua.
A veces, imperceptible
casi, tras de la maciza
pared con que está su cama,
no en contacto, mas contigua,
siente pasos que seguros
sobre la piedra se afirman
sin dar a la piedra sólida
la trepidación más mínima:
sin provocar de eco alguno
la repercusión más nimia
y sin que sepa si al lado
de él es, debajo o encima:
y él cree, tiene certidumbre
que no son quimeras hijas
de los celos y delirios
de su alma y su fantasía,
sino huellas de entes vivos
que en un pavimento pisan
del palacio, iguales siempre
y siempre a las horas mismas.
Quién es el que las produce
y en qué suelo las afirma
es con lo que él dar no puede
por más que el seso se hila:
pero ello es algo de ser
y gravedad positiva
que pesa y pasa a través
de la fábrica maciza.
Mas nada en aquellos ruidos
y visiones le horripila
el alma, que tiene siempre
absorta en su idea fija:
ni la tuvo de que fuesen
cosas estas producidas
por causas maravillosas,
porque él no cree en maravillas:
no; estos ruidos y quimeras
le acosan y martirizan
el ánimo en la impotencia
que su cuerpo inmoviliza:
mas si él pudiera del lecho
alzarse e ir de puntillas
tras de sombras y de ruidos,
él con su origen daría:
pues no hay efecto sin causa
ni ruido se determina
en el silencio, si en él
choque o son no le motiva.
Ya una vez inútilmente
ha hecho registrar de arriba
abajo el palacio entero:
ya ha un mes que tiene vigías
de noche puestos en todas
sus entradas y salidas,
y él oye y siente..., mas nada
sus sospechas justifica.
Sus hermanos le complacen
suponiendo que delira,
y duermen con centinelas
en una paz profundísima.
   El veintinueve de agosto,
en la noche de aquel día
en que de la legendaria
degollación del Bautista
hace la Iglesia Católica
conmemoración fatídica,
yacía en brazos del sueño
ya en altas horas Sevilla.
Don César, que ya habla recio
aunque no aun sin fatiga
y sin dolor ya excesivo
de los pulmones respira,
en su lecho desvelado
su cuerpo flaco reclina
en un montón de almohadones
de cerda fresca y mullida.
De ante muy bien adobado
una sábana suavísima
le cubre el cuerpo sensible,
no le acalora y le abriga.
Por una de las ventanas
de su cuarto entra la brisa
no libre aún del bochorno
del ardor de la canícula,
y a su soplo casi inerte
la llama mustia agoniza
de la lamparilla y hacen
leves ondas las cortinas.
Don Luis, que ha puesto su cama
en la cámara vecina,
pues ya tener a don César
no es menester a la vista,
dormía en paz cuando en sueños
sintió que con mucha prisa,
pero muy quedo, don César
en despertarle insistía.
Echóse fuera del lecho
y acudió a la lamparilla
para dar luz a la alcoba
a encender una bujía:
pero a los «no» repetidos
con que con voz decidida
aunque muy baja don César
hacer luz le prohibía,
fuese a él en la penumbra:
y al sentir su mano asida
por él diciéndole «escucha,»
escuchó..., mas nada oía.
CÉSAR
¿Oyes?
LUIS
Nada.
CÉSAR
¿No percibes
unos pasos que gravitan
cercanos, como de monjes
que sobre sandalias pisan?
   Don Luis escuchó un momento
con atención profundísima
y dijo al fin:
LUIS
No oigo nada.
CÉSAR
Ya pasó.
LUIS
Tu pesadilla.
CÉSAR
Te digo que no está sola.
LUIS
¿Quién?
CÉSAR
Beatriz: comunica
con los de fuera de noche.
LUIS
¡Qué extraña monomanía
te acosa, César!
CÉSAR
Te digo
que siento, que oigo, que arriba
pasa algo que nos afrenta,
que nos burla.
LUIS
¿Qué?
CÉSAR
Una intriga
que hay que sorprender; un velo
que hay que rasgar; un enigma
que hay que descifrar... ¡Escucha!..
¿No oyes pasos?... Se aproximan.
LUIS
Sí, pero son en la calle.
CÉSAR
Sí, mas con los que yo oía
se confunden..., los ahogan;
su son al suyo domina.
LUIS
Es gente que pasa; déjate
de quimeras, César; mira
que te matas con fantásticos
delirios que te aniquilan.
Es gente que pasa: duérmete.
   Y así diciendo, mullía
las almohadas a don César
don Luis, cuando repentina
sonó una aldabada recia
sobre la puerta maciza
del palacio, retumbando
por sus bóvedas vacías.
Los dos hermanos la oyeron
con asombro: a la rejilla
del postigo acudió atónito
el guardián que en él vigila,
y a su voz de «¿quién va?» afuera
respondió otra conocida:
«Abrid. -¿A quién? -A don Diego
Tenorio. -¡Virgen Santísima!»
Claras don Luis y don César
oyeron por la vecina
reja abierta las palabras
por el que llegaba dichas.
Corrió don Luis al vestíbulo:
y ante la puerta, al abrirla,
los brazos tendió a don Diego
que tornaba de Sicilia.
Tras él, con los ojos bajos
y pálida faz, venía
su buen ayo Per Antúnez,
del mozo guardián y egida.
Al verle don Luis, del hombro
de don Diego por encima
al abrazarle, sintió
que un miedo vago encogía
su corazón; y soltando
a don Diego, a las pupilas
mirándole, preguntóle
con angustia profundísima:
LUIS
¿Y tu padre?
DIEGO
. Muerto.
LUIS
¡Muerto!
DIEGO
Sí.
LUIS
¿Cómo?
DIEGO
De dos heridas
en el pecho y la garganta,
tras dos meses de agonía.
   Quedó don Luis aterrado
con tan infausta noticia
dada tan sin circunloquios,
y sintió por sus mejillas
correr abundantes lágrimas
que brotaban ardentísimas
de sus ojos, a los cuales
de su corazón subían.
Mas a través de una pena
tan profunda y tan legítima,
mientras que su alma en silencio
en ella estaba sumida,
una reflexión bizarra
se la asaltó repentina:
la extraña coincidencia
e igualdad de las heridas:
en la garganta y el pecho
las de don Gil en Sicilia
y en el pecho y la garganta
las de su hermano en Sevilla.
¿Fueron por la misma mano
y por una causa misma
con la misma intención hechas?
¿Quién sabe? ¿Quién lo averigua?

imagen

imagen



ArribaAbajo- X -

   Una hora después, delante
de la cama de don César,
a la luz de una bujía
que ardía sobre una mesa,
don Luis, don Guillén, don Diego
y Per Antúnez de Anievas
meditaban, relatada
la siciliana tragedia.
Per Antúnez era un hombre
de edad y estatura medias,
en casa de los Tenorios
de alta estima y de gran cuenta.
Su padre y abuelo habían
asistido en paz y en guerra
a los ascendientes de estos
cuatro Tenorios: él era
de don Gil el mayordomo,
de don Diego el ayo: y yedra
de los Tenorios, a ellos
iba unida su existencia.
Hombre de honradez sin tacha,
de valor a toda prueba,
de extremado atrevimiento
y de perspicacia extrema,
toda esta noble familia
su confianza le acuerda,
y como de ella le tratan
y de ella él se considera.
De don Diego como egida
fue con don Gil, y en la huesa
al dejarle allá, a Sevilla
dio con don Diego la vuelta:
y vuelve en la convicción
de que por derecho hereda
el de servir al que quede
con la autoridad suprema:
a don Diego por ser vástago
de la rama primogénita
y a don César por mayor
de los Tenorios que quedan.
Antúnez les ha contado
de don Gil la muerte, y cuenta
les ha dado de sus horas
y voluntad postrimeras.
Su testamento aún cerrado
puso a la luz de la vela
sobre la mesa después
de su narración, y espera...
que sus hermanos y su hijo,
bajo la impresión funesta
de la muerte de don Gil,
la lloren como la sientan.
   Tras largo espacio pasado
en silencio, fue don César
el primero que osó el diálogo
entablar de esta manera:
CÉSAR
Por la relación del hecho
aquí por Antúnez hecha,
resulta que ha sido Gil
asesinado en contienda
nocturna, entablada a posta,
para que se hallara en ella
al volver a su morada,
de su casa ante la puerta.
ANTÚNEZ
Así fue.
CÉSAR
Al interponer
su autoridad, mano experta
le dio, preparada a dárselas,
mis dos estocadas mesmas.
ANTÚNEZ
En la garganta y el pecho:
iguales a las dos vuestras.
CÉSAR
Como en España, en Sicilia
la justicia en la impotencia
llegó tarde: quedó impune
quien se las dio, y tras de luenga
enfermedad, triste cabo
dio don Gil a su existencia.
ANTÚNEZ
Así es.
CÉSAR
Pues procuremos,
ya que justicia en la tierra
no hay por lo visto, que al menos
venganza su muerte tenga.
Y como acá en mis adentros
tengo yo sospechas
de la causa de su muerte
y de mis heridas, mientras
de ellas me curo y me pongo
de su autor sobre las huellas,
abramos el testamento
por si da luz para verlas.
   El testamento era breve:
don Gil en su hora postrera
prohibía su venganza
y perdonaba su ofensa,
Virtud rara en aquel tiempo
en los que de tal manera
morían; mas que en don Gil
se comprende: su dolencia
fue larga: la religión
se sentó a la cabecera,
y a Dios volviendo su espíritu,
murió como Cristo ordena.
Daba a su viuda Beatriz
cinco mil doblas zahenas,
marcando las propiedades
de que la hacía heredera.
Dejaba a su hijo don Diego
todo el resto de su herencia,
y de él y ella a sus hermanos
por tutores y albaceas,
mandándoles que habitaran
y que jamás la vendieran
la casa de que Don Pedro
hizo a su copero ofrenda.
Y esta era obligada cláusula
de los testamentos de esta
raza, desde el del copero
del rey hasta el de la fecha.
Así es que ningún Tenorio
podía la casa en venta
poner mientras de su raza
un individuo existiera,
alguno de la cual siempre
habitar debía en ella
y en los mismos aposentos
en que el copero viviera.
Por consiguiente, los cuartos
do la viuda se aposenta
pertenecen, como jefe
de la familia, a don César.
Como tal pertenecieron
a don Gil; mas su vivienda
no pertenece a su viuda
en quien él hijos no deja.
Pero el actual testamento
previene en cláusula expresa
que la doña Beatriz,
mientras viuda permanezca,
podrá habitar en sus cámaras
con su servidumbre y rentas
propias, libre y con derechos
a absoluta independencia.
   Nadie objetó nada en contra,
todos a cumplir entera
la voluntad de don Gil
obligados en conciencia;
y viendo que comenzaba
la luz del alba en las rejas
a reflejar, como jefe
de casa ya, habló don César:
   «Id a reposar, don Diego,
con Per Antúnez; que mientras
inexcusable tributo
dais a la naturaleza,
nosotros resolveremos
con calma lo que convenga.»
   La orden era positiva:
de la familia cabeza
era ya don César y
debíasele obediencia.
Don Diego y Antúnez fuéronse:
y estando ya en pie y alerta
la servidumbre, y hallándose
su cámara ya dispuesta,
quedáronse en ella a solas
con su cansancio y su pena.
Y a solas con sus hermanos
así que se vio don César,
dijo hacia el lecho atrayéndoles
con una imperiosa seña:
   «El testamento de Gil
opino por que no vea
ella.» Al oír tal fruncieron
sus dos hermanos las cejas.
LUIS
¡Villanía!
CÉSAR
No: yo insisto
en que con alguien de afuera
comunica: y ha llegado
la ocasión de hacer la prueba.
LUIS
Ya es libre: con rentas Gil
e independiente la deja.
CÉSAR
Sólo ha que lo es dos semanas
y un año ha que nos afrenta.
LUIS
Es una mujer.
CÉSAR
Es una
infame.
LUIS
La pasión te ciega,
César.
CÉSAR
No: sé lo que digo.
LUIS
Tú lo crees; pero ¿y si yerras?
   Don César, la voz bajando,
díjoles casi a la oreja:
«¿Y si está encinta?»
LUIS y GUILLÉN
¡Deliras!
CÉSAR
Yo necesito en pie verla:
cosa que sé que hace meses
no logra ni aun su doncella.
LUIS
Tienes una idea fija,
hermano, con la que sueñas
siempre.
CÉSAR
Mis largos insomnios
dar me han hecho en tal idea:
y a fuerza de coger hilos
y de atar cabos a fuerza,
tengo el del ovillo.
LUIS
Tienes
recelos.
CÉSAR
Casi evidencias.
LUIS
Pues andemos con gran tiento.
CÉSAR
Sí, por Dios; pero no a tientas;
y pues tenemos ya el cabo,
devanemos la madeja
antes que nos la enmarañe.
LUIS
¡Sí, por Dios!.. Mas no te vendas.
CÉSAR
¿Qué es venderme?
LUIS
Hablemos claros
de una vez, aunque lo sientas:
o das en loco o tú la amas:
de cualquier modo que sea,
lo mejor es que acabemos:
líbrate y líbranos de ella.
CÉSAR
¿Que la amo?... ¡Cristo! La odio.
LUIS
Los extremos se tropiezan
y el amor y odio violentos
sin saber cómo se truecan.
CÉSAR
¡Luis!
LUIS
Nadie se ve a sí mismo,
y estamos viéndote, César.
Venguémonos de los hombres,
puesto que en ello hombres entran;
pero de hombres en secretos
no metamos a las hembras:
pues va a ser secreto a voces,
y el que las da no se venga.
CÉSAR
Yo os probaré...
LUIS
Mas no ahora:
reposa: nos amedrenta
tu agitación: tranquilízate;
tiempo tenemos, ten flema.
   Don César, o convencido
por la razón, o sin fuerzas
por su debilidad física,
no habló más y se dio a buenas.
En su lecho colocáronle
cómodamente, y la espesa
colgadura ante él corriendo,
le instaron por que durmiera.
Quedóse su cuerpo inmóvil,
muda se quedó su lengua;
mas quedó su inquieto espíritu
dando a su esperanza vueltas.
Sus hermanos ocupando
dos sillones de vaqueta,
en la cámara inmediata
se pusieron de él en vela:
y esperando que al influjo
de la fatiga se duerma,
se quedaron en silencio
al de su propia tristeza.

imagen

imagen