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ArribaAbajo- XVIII -



   El secreto de don César
era una carta traída
por el peregrino: entonces
aún la posta no existía.
Las cartas de entonces eran,
puesto que tampoco había
entrado el papel en uso,
de pergamino una tira
que se enrollaba y se ataba
con un cordón o una cinta
cuyos cabos con un sello
o con muchos se cogían.
Algunas veces las cartas
en que iban secretos, iban
ocultas en canuteros
de diminutas medidas,
que esconder e introducir
fácilmente se podían
en objetos necesarios
y por estrechas rendijas.
El peregrino trajo ésta
de una manera sencilla
entre el regatón y el asta
de su bordón escondida.
   Y aquí, aunque para los cultos
no hay necesidad maldita
de dar de tal portacartas
explicación más explícita,
como hay aún gente cándida
que ignora ciertas cosillas
que no menciona la historia
por gentes de iglesia escrita,
voy yo a decirla unas pocas
palabras explicativas
sobre peregrinaciones,
romeros y romerías.

   Lo mismo entonces que ahora,
desde la primer basílica
de Roma hasta la más pobre
ermiteja de Castilla,
o rentas o donaciones
de ánimas caritativas
para hacer y sostener
su fábrica necesitan.
Todo por santo que sea
lo que en la tierra edifica
el hombre, es obra de tierra
y se hunde si no la cuida.
Conque no habiendo hecho Dios
el milagro todavía
de dar ni al de Salomón
un ser con que por sí exista,
a templo alguno en el mundo,
hay necesidad precisa
de acudir a mantenerlos
como cuanto se fabrica.
Así que, como hoy entonces,
mas sobre todo en la antigua
edad de la propaganda
católica primitiva,
donde no daban millones
los reyes, o no morían
millonarios que los dieran
al morir para erigirlas,
para alzarse y sostenerse
desde la primer basílica
romana hasta la más pobre
ermiteja de Castilla,
empleando humanos medios
y recurriendo a medidas
y arbitrios, si no mundanos,
propios del mundo, solícitas
se procuraban, compraban,
labraban o descubrían
antiguas y legendarias
imágenes o reliquias.
Al fin siempre hacían éstas
un milagro o maravilla,
y las almas que en su fe
candorosa de Dios fían
en que las dé lo que haber
les mandó Dios por sí mismas,
al rumor de estos portentos
de las imágenes, iban
a ver si de sus milagros
eran las favorecidas.
Los Obispos de sus diócesis,
los Papas desde su silla,
a las reliquias e imágenes
indulgencias concedían,
instituyéndose fiestas,
jubileos, romerías
y épocas para ganarlas,
y a ganarlas acudían
desde lejanas comarcas
de peregrinos cuadrillas.
Y ¡cuenta! que en lo que llevo
dicho hasta aquí no hay de crítica
ni la intención más remota;
antes creo que existían
razones para dar vuelo
a estas piadosas hégiras
naturales, necesarias,
apremiantes y legítimas;
porque la España de entonces
sola con su fe impedía
lidiando que no invadiese
a Europa la grey muslímica;
y todo cuanto a inflamar
esta fe contribuía,
bien merecía pasarse
sin ponerle cortapisas.
Pero en las fiestas sagradas
de estas peregrinerías
se metió el diablo, que en todo
mete la pata y lo vicia,
metiendo a los mercaderes
por fuerza de la partida,
y es claro que la fe acaba
do empieza la granjería.
Que fueran por devoción
o por falsa hipocresía
o por lucro comercial
o por pasarse la vida
alegremente, del aire
mantenerse no podían
los peregrinos devotos
de estas fiestas peregrinas.
La fiesta paraba en feria,
y aparte la santa misa
y la procesión, el resto
más tenía aire de orgía.
Instalábanse en el campo
de la fiesta las cocinas
al aire libre, los puestos
de hojuelas y de rosquillas,
de panecillos y pastas,
fiambres y golosinas
más o menos necesarias,
más o menos nutritivas,
más o menos indigestas,
más o menos exquisitas,
más o menos exigentes,
con el jugo de las viñas,
perseguidor de las penas
y padre de la alegría.
A sombra de este comercio,
necesidad de la vida,
vileza ruin inherente
a nuestra humanidad mísera;
a sombra de aquellos puestos
de aloque y de golosinas,
se instalaban los del santo
o de la santa bendita
con su imagen hecha en barro
o encerrada en capillitas
o presentando sus hechos
en aleluyas ridículas
metidas entre cacharros,
silbatos y campanillas
para ahuyentar al demonio
que se hace el sordo al oírlas,
y de otras mil olvidadas
piadosas baratijas
más o menos ortodoxas,
más o menos prohibidas
más tarde por los concilios
y las bulas pontificias.
Mas como gasto y limosnas
los peregrinos hacían,
y al santuario donaciones
y almas ofrendas votivas,
entre la fe y la farándula,
la devoción y la chispa,
la procesión y las danzas,
el rosario y las palizas,
se hacía el lugar famoso
y el pueblucho y la capilla
paraban en ciudad franca
y en catedral suntuosísima.
Los peregrinos de entonces,
que andaban a pie y sufrían
o vagos o penitentes
desventuras positivas,
gozaban de ese respeto
que naturalmente inspiran
la fe y las personas santas,
las que a penitencias rígidas
se condenan y las que
a obras santas se dedican.
Los verdaderos devotos
que de buena fe creían,
propalaban por el mundo
en leyendas aprendidas
de memoria, y en cantares,
de aquellas milagrosísimas
imágenes los portentos
hechos de otros a la vista;
y de aquella edad creyente
las poblaciones sencillas
les guardaban sus inmunes
fueros y prerrogativas.
De aquí fue que a peregrinos,
más que con fe con malicia,
se echaron muchos que al diablo
en nombre de Dios servían.
Y en aquella edad revuelta
de contiendas intestinas
y de guerras religiosas,
de peregrinos vestían,
como los arrepentidos
penitentes y eremitas,
los mensajeros, los prófugos,
los amantes, los espías
y cuantos necesitaban
ocultarse o mudar clima
por huir de una venganza
o burlar a la justicia.
Los peregrinos estaban
de la fe bajo la egida
y su bordón y sus conchas
les dejaban expeditas
las vías y daban de éxito
a sus planes garantías.
Conque de los peregrinos
muchas gentes se valían,
de buena o de mala fe,
para dar o haber noticias
y para traer y llevar
de unas a otras provincias
señas, dineros, avisos
y documentos y epístolas.
A más de que ciertas armas
les estaban permitidas
por defensa en despoblado,
como un estoque en la espiga
del bordón o un chuzo al cuento,
que en lanza se convertía.
En suma, como hoy entonces
paso en el mundo se abrían
muchos Janos de dos caras,
sociales hermafroditas
que profesando una fe
y una religión anfibias,
eran plaga al mismo tiempo
de ferias y sacristías.
    Por lo ampliamente explicado
en las precedentes líneas,
en digresión tan excéntrica
como útil hoy y verídica,
es por lo que un peregrino
fue el portador de una epístola
a don César, quien leyéndola
se dio a la cerrajería.
Como él sin dar cuenta a nadie
de qué trae ni quién la firma
se acostó y bajo la almohada
la guardó mientras dormía,
no ha sido al autor posible
sustraérsela ni abrírsela
de los lectores curiosos
para ponerla a la vista.
Mas ahora que el alba nueva
da otra vez luz a Sevilla,
que se despierta y madruga
don César al percibirla,
se viste y vuelve su carta

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a leer, y en interrumpida
lectura sobre el secreto
que encierra a solas medita,
podemos por sobre su hombro
mirarla, ver que la firma
Per Antúnez, y en fin leer
la carta que así decía:

Por la Pista del carro cogí la de la dama y sus caballeros, y tras ellos di en Córdoba, donde ella asistió a los funerales de su padre, envuelta en el mismo velo con que asistió a los de don Gil.

Vuestras sospechas, señor don César, eran fundadas. La dueña era la mismísima nodriza de doña Beatriz, y su mayordomo el propio marido de aquella: ella portera y él sacristán, mandadero y correveidile de unas monjitas del arrabal de aquella ciudad. El 17 de diciembre, en la penúltima cámara de sus aposentos, dio a luz doña Beatriz dos gemelos, los cuales recogió un enmascarado que entraba todas las noches por el último camarín.

Con el secreto de este cuarto podéis vos dar, puesto que no habiendo doña Beatriz permitido la entrada en él ni a la dueña ni al mayordomo, no he podido yo arrancarles ni con la piel más que lo que del secreto de su señora sabían: y no creáis que haya sido tan aínas, porque a consecuencia de ello me encuentro imposibilitado de moverme de donde estoy, valiéndome de Antón Miera, que será el dador, y de quien podéis fiaros por ser hijo de Juan Miera, primo materno de Juan Diente el macero del rey Don Pedro: el cual Antón Miera, herrador hoy en el arrabal y vecino de las monjitas, sabiendo que mi empresa era servicio de los Tenorios, me ha servido en ella de grande auxilio para llevar a cabo vuestro encargo, que nada sabe de vuestro secreto, como os contaré cuando Dios permita que nos volvamos a ver.

Pagadle bien y detenedle poco, pues sólo en él fía para salir del atolladero en que por voluntad propia y servicio vuestro, sin arrepentirse de lo hecho, está vuestro fiel criado.

Per Antúnez



   
   Tal era de Per Antúnez
la carta: conque don César
comenzó sus precauciones
a tomar en consecuencia.
Desde que al caer la noche
entró en su cuarto de vuelta,
después de dejar a bordo
al que portador fue de ella,
lo primero que hizo fue
asegurar bien la puerta
del cuarto por do el incógnito
entraba según sus nuevas;
no fuese que, como entraba
de la adúltera belleza
por amor, a entrar por odio
de su cuñado volviera.
Después se acostó tranquilo,
como hemos visto; mas no era
fácil conciliar el sueño
con el afán que le inquieta.
Don César en este intervalo
inapreciable que media
entre el sueño y la vigilia,
y en el cual se nos presentan
en la mente y por el cuadro
de nuestra memoria ruedan
y se confunden errantes
e ilógicas las ideas,
recordó todas las vagas
circunstancias que sospechas
le inspiraron; con sus átomos
fugaces recogió prendas,
y a fuerza de dar al caso
en su fantasía vueltas,
determinó, hombre de práctica,
su situación verdadera.
Pensó que una vez lograda
de los Tenorios la afrenta,
la salvación de la adúltera
y de las nacidas pruebas,
y después de haber partido
Beatriz, en toda regla
rompiendo todos los lazos
que a ellos unirla pudieran,
no era probable que nadie
diera a Sevilla la vuelta
por darle una muerte inútil
perdiendo una dicha cierta.
Mas como de su venganza
la desconocida senda
comprende que en el secreto
de aquel camarín empieza,
se entregó al sueño afirmándose
en la decisión resuelta
de dar, cueste lo que cueste,
tras él en cuanto amanezca.
Y allá en los momentos últimos
de la fluctuación incierta
de entre el sueño y la vigilia,
se le acordó la leyenda
de los viejos, que contaban
que en aquella casa, hecha
por el rey Don Pedro, nunca
se le vio entrar por sus puertas
ni salir; aunque mil veces
se le vio estar dentro de ella,
o asomado a sus balcones
o a través de sus vidrieras.
De modo que concibiendo
en su casa la existencia
de un secreto poseído
por casualidad adversa
por otros que los Tenorios,
tanto más que pertenencia
fue de los Ulloas antes
de que Don Pedro la hubiera,
entre los vagos fantasmas
de tal tradición, don César
se hundió en las sombras del sueño
que espesó sobre él sus nieblas.

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ArribaAbajo- XIX -



   A la mañana siguiente
volviendo a leer las letras
de Per Antúnez, y el sol
rayando en el cielo apenas,
entró en aquel camarín
y empezó con circunspecta
y escrupulosa atención
a examinarle de cerca.
Era ni grande ni chica,
pero un tercio más pequeña
que todas las otras cámaras
de la amplia casa, una pieza
que formaban por dos lados
las dos paredes maestras
de uno de los cuatro ángulos
que apilara por de fuera
uno de los torreones
con que a la fábrica vieja
dio solidez y elegancia
la restauración moderna.
Dos rosetones arábigos
que las paredes espesas
taladrando, al par la sirven
de atalayas y lumbreras,
la dan una luz constante,
pues estando ambas abiertas
a Oriente y a Mediodía,
el sol se la da perpetua.
La pieza está circuida
por un friso de madera,
ejemplar primorosísimo
de morisca ataracea.
Mil polígonos istriados,
mil laberínticas grecas,
mil cúficas inscripciones
con precisión geométrica
encajadas, embutidas,
incrustadas e interpuestas
sobre un fondo de hojarasca,
cordones, lazos y trenzas
de trabajo microscópico
de sutil delicadeza,
desvanecen y extravían
examinar al quererlas.
Imposible hallar la unión
de sus infinitas piezas
ni seguir las líneas múltiples
de su estructura quimérica.
Don César se quedó absorto
como si por vez primera
viese lo que visto había
desde su niñez más tierna:
y era que nunca hasta entonces
en la estancia que contempla
creyó tener que buscar
lo que ahora busca y no encuentra.
Tanteó de la ensambladura
los tableros por doquiera,
tentó todas las labores,
golpeó donde creyó hueca
su superficie; mas sólida
la halló doquier y sin señas
de encaje o cierre, de móvil
montadura o falsa puerta.
Del ángulo en medio abría
su boca hollinosa y negra,
hecha de jaspe y de mármol,
una enorme chimenea
que, a decir verdad, juraba
con cuarto cuyas modestas
dimensiones no exigían
hogar de tamaña hoguera.
Don César contempló atento
su honda boca, fría y negra,
y su fondo: contemplándola
le fue infundiendo sospechas.
Suspicaz a inspeccionarla
se acercó, como se acerca
a husmear si hay algo vivo
una zorra a una caverna,
y examinó las junturas
de su herraje y de sus piedras,
de su puñal con la punta
sondándolas con paciencia.
Laminadas sus tres caras
de bronce porque no prenda
en ellas el fuego, empótranse
en las dos paredes gruesas.
Del piso y hogar las planchas
barreadas con cabeceras
de atornillados barrotes,
su inmovilidad demuestran.
Conque don César al cabo
de andar mucho tiempo a tientas
con cuanto de cantería,
hierro, mármol y madera
topó en el cuarto, fijóse
resueltamente en la idea
de que la mácula tiene
la ensambladura encubierta.
Resolvió, pues, desmontarla,
y si no puede, romperla,
para lo cual echó mano
de la comprada herramienta.
Preparó escoplo, martillo,
tenazas y palanqueta,
y a tantear empezó cómo,
con qué y por dónde la entra;
mas, aunque alto sentimiento
artístico no alimenta,
y aunque su seguridad
y su venganza le apremian,
antes de hacer en astillas
saltar una obra tan bella,
vuelve a tantear, vacilando,
sus marcos y sus traviesas,
tentando todas las tallas
y virolas que se elevan,
por si alguna movediza
o gira o se afloja o rueda.
Y no le pesó haber cauto
fiado a la inteligencia
y a la maña, de su intento
el éxito, y no a la fuerza;
porque tanteando en un marco
un medio agallón que encierra
un rosetón de los cuatro
que sus ángulos ostentan,
sintió que era simplemente
de un tornillo la cabeza
cuyo espigón encontraba
en el rosetón su tuerca.
Sacó tras de aquél los cuatro
que aquel tablero sujetan,
y sacudiéndole de alto
abajo, a izquierda y derecha,
desmontólo fácilmente;
pero bajo él con sorpresa
encontró una doble tabla
sólida, inmoble y entera.
Semejante resultado
sus esperanzas no esfuerza;
pero no es don César hombre
que por tan poco las pierda.
Resuelto a no desistir
el muro hasta que no vea,
siguió desmontando el friso
con mal sufrida impaciencia.
Desternilló seis tableros,
y en las tablas en que asientan
golpeando, detrás de algunas
sintió el vacío que suena;
mas no hallando de juntura
ni de ensambladura muestras,
buscó en el marco do encajan
el secreto de moverlas.
A fuerza de registrar,
de un marco dio en la haz interna
con un puntero embutido
de una ranura en la muesca.
Suponiéndole instrumento
colocado a ciencia cierta
para algo allí, y por lo tanto
de utilidad manifiesta;
buscando cómo servirse
puede de él, empezó a tientas
a buscar ojo o taladro
cuyas medidas le venían.
No hallando en fin más encaje
que el de las vacías hembras
de los tornillos, metióle
al azar en una de ellas.
Las de abajo resistieron;
pero en las de arriba apenas
forzó el puntero, una tabla
se corrió a un lado una tercia.
Corrióla del todo y vio
que encubría una alacena
que cerraba un mecanismo
de números y de letras.
Era un chapetón formado
por doce anillas concéntricas
y giratorias, cada una
de las cuales a simétricas
distancias, mas sin que formen
ni cantidad ni leyenda,
contiene letras y, números
que bien comprendió don César
que al juntarse exactamente
en combinación secreta,
al que las junte abrirán
las cerradas portañuelas.
Con que concentrando terco
de sentidos y potencias
las facultades e instintos
de la voluntad, a vueltas
comenzó con las rodajas,
los números y las letras,
absorbiendo su alma toda
en tan paciente tarea.
Dos veces, pálido de ansia
y de afán las manos trémulas,
asió el hacha para ayuda
de la torpe inteligencia,
y otras dos volvió a soltarla
y otras dos volvió a emprenderla
con las letras y las cifras,
picado de no entenderlas.
Al fin una vez los números
puestos en segunda hilera,
igual a la del postigo,
compusieron una fecha.
La fecha le recordó
un nombre, a formarle priesa
se dio, y resultó DON PEDRO
y..................................1350.
   Conque a tal combinación
las cerraduras abiertas,
cedieron todas las puertas
a la primera presión.

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ArribaAbajo- XX -



   Don César que, con porfía
que nada hay que ataje o venza,
buscaba de su vergüenza
y su venganza la vía,
   de hierro allí en fuertes cajas
y en sendos sacos de cuero
encontró mucho dinero
y muy valiosas alhajas.
   Comprendido el mecanismo
del secreto entablerado,
hasta el último cuadrado
desmontó y halló lo mismo.
   No fue el rey Don Pedro avaro;
mas tuvo que ahuchar dinero,
porque a un rey tan caballero
le costó el vivir muy caro.
   Morisma, clero y nobleza
contra él por tan varios modos
fueron, que hubo contra todos
menester brío y riqueza.
   El brío con él nació:
y la riqueza en sus raros
y arduos casos, sin reparos
la hubo donde la encontró.
   ¿Fue ésta allí depositada
propiedad suya por él?
¿La hizo su muerte en Montiel
quedar donde está olvidada?
¿Fue regalada o legada
a su buen copero fiel?
Ni en tradición ni en papel
consta: nadie sabe nada.
   Ante su tesoro inmenso,
que ni su ambición complace
ni sus dudas satisface,
quedó don César suspenso;
   pues del cuarto es cosa cierta
que en el friso que sepulta
tesoro tal, no se oculta
pasadizo, trampa o puerta.
    Don César que oro no busca
ni riquezas necesita,
cuya avaricia no excita
aquella fortuna brusca,
   y que aferrado a una idea
va tenaz sobre otra pista,
del oro apartó la vista
y... volvió a la chimenea.
   Mas buscó en vano si existe
de los Ulloas el paso
en ella: si existe acaso
allí, a la inspección resiste.
   Conque al fin, con más premura
por la adquirida destreza,
volvió a armar pieza por pieza
la arabesca ensambladura,
   y mientras la reponía
tenaz tornillo a tornillo,
este discurso sencillo
fijo en su idea se hacia:
   «Que proviene este tesoro
de Don Pedro es evidente,
y no hay Ulloa viviente
que haya husmeado aquí tanto oro.
   »Déjole, pues, donde está,
pues estuvo aquí seguro;
mas por si un día en apuro
se ve un Tenorio quizá,
   »yo dejaré a mi heredero
de tal secreto la clave,

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y pues cuál fue no se sabe
de Don Pedro el justiciero
la voluntad, culpa grave
no será que un venidero
Tenorio haya su dinero
si en la conciencia le cabe.»
   Y después de concluir
su tarea, de hito en hito
contemplándola al partir
por si en ella a apercibir
llega falta o requisito,
tornando al plan favorito
dijo del cuarto al salir:
«¿Pero aquel hombre maldito
por dónde pudo venir?»

   Y sobre el caso discurre
y dar en el quid espera,
y aunque no se desespera,
de esperar tanto se aburre.
   Y de los nuevos cerrojos
puestos al áureo postigo
duerme seguro al abrigo
soñando con trampantojos.
   Y bebe de su tisana,
a cuya acción bienhechora
duerme en paz, y que mejora
percibe cada mañana.
   Mas siempre fijo en su idea
pasaba uno y otro día
en trazar cómo podría
desmontar la chimenea.
   Tan sólo le detenía
pensar que, aunque terco y bravo,
él solo llevar a cabo
trabajo tal no podría:
   y aunque al fin lo consiguiera
con trabajo sobrehumano,
debía al cabo su hermano
sentir el ruido que hiciera.
   Conque era preciso dar
con un medio tan secreto
como lo exige el objeto
que él solo debe lograr;
   mas como él solo sin duda
no es bastante a tal empresa,
y como al par le interesa
no pedir de nadie ayuda,
    secreto y dificultad
colocan en conclusión
de su plan la ejecución
en la imposibilidad.

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ArribaAbajo- XXI -



   Un día al anochecer,
al pasar ante la puerta
de una iglesia, notó alerta
de su paso una mujer.
   No que por costumbre fuera
dado a tales aventuras,
ni de quién es conjeturas
que realizar le ocurriera;
   no porque su aire gentil
su simpatía excitara,
ni porque hubiera su cara
visto a través del monjil;
   sino porque al parecer
con él al verle pasar
quiere su atención llamar
por algo aquella mujer.
   Lo por qué su encuentro anhela
tiene tal vez buena excusa:
por dama su aire la acusa
que liviandad no revela:
   conque por si en ardua cuita
puesta o falso derrotero
tal dama, de un caballero
el amparo necesita,
   acercóse atento a ella;
pero del templo amparándose,
ella le invitó tornándose
a entrar en él tras su huella,
   Él siempre en la persuasión
de que la seguridad
de la dama en realidad
era el móvil de su acción,
   siguióla a la iglesia obscura
de cuyo ámbito a la entrada
sintió que la enmonjilada,
poniéndole con premura
   en las manos un papel,
del templo en la sombra espesa
se sumió: tal vez con priesa
de huir y librarse de él.
   Don César, no buen creyente,
mas opuesto a hacer del templo
un lugar de mal ejemplo,
viendo éste sin luz ni gente,
   tras de la desconocida
picado echó en la penumbra
de sus naves que no alumbra
lámpara alguna encendida.
   Ojo avizor las cruzó
del atrio a la sacristía;
mas de ella cuando salía
sólo al sacristán topó.
   Arriesgóse a preguntalle
por la dama; mas severo
respondió aquél: «Caballero,
por tres puertas que a su calle
   »distinta y opuesta dan
pudo esa dama salir:
por ellas, pues, podéis ir
tras ella: abiertas están.»
   Y sacudiendo sus llaves
el sacristán ofendido,
dejó a don César corrido
en las tenebrosas naves,
   oyéndole rezungar
contra los malos cristianos
que negocios tan profanos
van a la iglesia a entablar.
   De su aventura confuso
y curioso del papel,
salió y del atrio al cancel
a leerle se dispuso;
   mas era ya tan escasa
la luz, que sin descifrarle
volvió otra vez a plegarle
y dio la vuelta a su casa.
   Y a la luz de una bujía,
acodándose a su mesa,
he aquí lo que con sorpresa
ya en su aposento leía:

Mucho me temo, señor don César, que cuando vuesa merced reciba la presente, haya dado ya cuenta a Dios Per Antúnez de lo que ha tenido que hacer para poderos comunicar el misterio de vuestro camarín. El enmascarado entraba por la chimenea, el resorte de cuyo secreto está en sus morillos de bronce que están registrados en invisible ranura, en la cual tienen casi imperceptible movimiento. Forzándolos a un tiempo por la presión, primero hacia abajo y después hacia el fondo, desnivelan un peso que haciendo girar la pared izquierda del horno de la chimenea, franquea un paso y una escalera en lo macizo del grueso muro. Forzadlos y entraos con la luz por el subterráneo; pero no lo hagáis hasta bien entrada la noche, pues tiene salida, como veréis, a paraje habitado por gente que jamás fue amiga de los Tenorios. Cuando volváis a vuestro aposento sabréis más de lo que habéis menester.

La presente escribo bajo la palabra de Per Antúnez, quien mucho me temo, señor don César, que cuando vuesa merced la reciba, haya dado ya cuenta a Dios de lo que ha tenido que hacer para poderos comunicar en ella el secreto de vuestro camarín.

El enmascarado entraba por la chimenea, el resorte de cuyo secreto está en sus morillos de bronce registrados en invisible ranura en la cual tienen casi imperceptible movimiento. Forzándolos a la par, primero hacia abajo y después hacia el fondo, desnivelan un peso que desencajando la pared izquierda del horno de la chimenea, deja franco un paso a una escalera. Por ella puede vuesa merced bajar al subterráneo, a cuyo comienzo y casi al pie de la escalera hay una puerta de encina bardada de hierro: no haga vuesa merced caso de ella: barreada y condenada desde el tiempo del rey Don Pedro, es la que le daba paso al alcázar y a la torre del Oro. El tránsito hoy abierto y que ha servido a doña Beatriz y que a vuesa merced interesa registrar es el que sigue recto, pero no lo haga vuesa merced hasta que no sea noche cerrada, porque teniendo salida adonde verá, puede antes de las ánimas ver o ser visto por gentes que nunca fueron amigas de los Tenorios.

Mi parecer y lo que os aconsejo es que, después de que lo veáis, cerréis a macizo el paso del muro, ceguéis la escalera y argamaséis en firme la chimenea, único modo de dejar seguro de intrusos y libre de duendes vuestro solar.

Una mujer os entregará esta carta como, cuando y donde mejor pudiere: ni la sigáis ni la interroguéis, porque probablemente arriesgará su vida por entregárosla, y pluguiérame que vuesa merced tuviera presente que, a causa de la parte que ha tomado en vuestros asuntos, no queda tampoco muy segura la de vuestro humilde servidor que os besa las manos

Juan Miera



   Don César leyendo tal,
sobrecogido y suspenso,
quedó entre un placer inmenso
y una zozobra mortal.
   Del secreto sorprendida
le envía Antúnez la clave;
pero ¿a qué precio?, no sabe
aún si es al de la vida.
   De Antúnez le apena el duelo,
su muerte le apesadumbra;
mas como por él columbra
cerca el logro de su anhelo,
   en la honda satisfacción
de salirse con la suya,
su afán le impide que arguya
ni juzgue con reflexión.
   Entre Ulloas y Mejías
tenido ha que ir a meterse
y contra todos valerse
de extremadas fechorías.
   Mas ¿con qué maña ha podido
arrancarles tal secreto?
Por ellos muerto o sujeto,
¿en qué lazo le han cogido?
   De muerte puesto en el trance
por Beatriz, ¿cómo escribe?
¿Cómo en manos de ella vive?
Libre, ¿cómo está a su alcance?
   ¿Por qué, dónde se halla oculta?
¿Por qué auxilio no le pide?
¿Qué mal hado se lo impide?
¿Qué azar se lo dificulta?
   Dando a sus palabras vueltas
tiene delante el papel
sin apercibirse en él
ni coger las hebras sueltas.
   Sólo ve en él que le da
un hilo de la madeja,
y asido a él, por él deja
todo lo que suelto está.
   Su mismo afán le marea,
y asido a su solo hilo
ya está con el alma en vilo
por abrir la chimenea:
   y lo cierto en su impaciencia
ciego por verificar,
está próximo a arriesgar
el éxito sin prudencia.
   Cualquiera imaginaría
que alimenta la esperanza
de realizar su venganza
al abrir la galería:
   y que por sino feliz
va a hallar en ella entrampados
como topos encuevados
a Ulloa y a Beatriz.
   Tenorio en la exaltación
de su triunfo va, inconsciente
acaso de lo que siente,
desde la mesa al balcón.
   Y a través de la vidriera
la noche cerrar mirando,
con su mirada espesando
ir sus tinieblas quisiera.
   Y mientra a que se adelante
la noche impaciente aguarda,
la hora se le retarda
de ir en cuanto se levante
   a hacer ver a sus hermanos
que razón tenía él solo
contra Beatriz, de su dolo
con las pruebas en las manos.
   Tiempo haciendo hasta que en obra
poner su pesquisa pueda
en cuanto suene la queda,
por distraer su zozobra,
   del mueble en que las custodia
saca y vuelve a colocar,
y las vuelve a desplegar
y el contenido salmodia
   a media voz, murmurándolas
sin saber qué hace siquiera,
las cartas de Antún y Miera,
por fin a guardar tornándolas
   en un mueble de secreto
de ébano incrustado en plata
que sirvió a Beatriz ingrata
de secretario discreto.
   Don César cuando partió
algo en él de ella buscaba;
mas del aroma que usaba
algo en él solo quedó.
   Y don César cada día,
sin darse razón por qué,
desde que Beatriz se fue
cincuenta veces lo abría.
   Misterios del alma son:
de odio y de amor los más cuerdos
suelen abrigar recuerdos
dulces en el corazón:
   y mientras unos almíbar
en los suyos saborean,
hay otros que se recrean
en mascar granos de acíbar.
   Don César, tan infeliz
en su odio como en su amor,
goza... un átomo de olor
del que usaba Beatriz.

   Una hora pasado habría
que se le hizo a aquél eterna,
cuando tomó una linterna
y la encendió en la bujía.
   Colocó ésta en un rincón
tras el biombo encubierta,
y asegurando la puerta
que da comunicación
   al salón y a la escalera,
pudo quedar descuidado
de ser de menos echado
mientras estuviese fuera.
   Ciñóse puñal y espada,
metióse en el camarín
y a los morillos en fin
mano echó sin miedo a nada.
   Apretó, empujó, el herraje
sintió imperceptiblemente
ceder, y calladamente
se desprendió de su encaje
   todo un cuarterón de muro
de la negra chimenea,
franqueando la boca fea
del descenso hondo y obscuro.
   Don César no vaciló:
Per Antúnez dio en lo cierto:
por el antro ante él abierto,
resuelto a sondarle entró.
   Bajó sin dificultad
por una escalera estrecha,
pero cómoda y bien hecha
del muro en la cavidad.
   De ella al pie efectivamente
dio con la puerta anunciada
como tiempo ha condenada
fija y permanentemente;
   y comprendió al verla atento
cómo del rey el tesoro
desde la torre del Oro
pasar debió a su aposento.
   Tanteóla: dio en su macizo
maderaje un golpe seco,
que repitió en largo eco
su invisible pasadizo,
   y continuó por la vía
del que ante él se prolongaba,
larga y recta galería
que ante él trémula alumbraba
la linterna que traía;
y tras él, según pasaba,
con la sombra que trazaba
a entenebrarse volvía:
   y el lento son repitiendo
de los pasos que iba dando
de alguien que le iba siguiendo
o que de él medroso huyendo
se alejaba parecía.
   Don César con calma y brío
tranquilo avanzaba y ledo
por el socavón sombrío;
mas iba sintiendo frío
por el lugar, no por miedo:
pues bien sea porque el río
pase cercano, bien sea
porque algún huerto campea
regado sobre el camino
por un pie de agua vecino,
el techo en partes gotea.
   Tal vez este subterráneo
que abierto Don Pedro halló,
un arquitecto labró
de los Flavios coetáneo.
   Doquiera que alcance empero
su origen y antigüedad,
ya hasta la romana edad
ya a la del rey justiciero,
   de él con espíritu bravo,
de su secreto curioso
y por penetrarle ansioso
don César llegó hasta el cabo.
   Fin daba a camino tal
un postiguillo de bronce
tras el cual se abría de once
peldaños una espiral.
   Subióla y dio en una obscura
pieza, en un cubo hecho a escuadra
cuyos muros no taladra
la menor perforadura.
   Remate al ver tan extraño,
por primer vez le ocurrió
la idea en que antes no dio
de una traición o un engaño.
   ¡Y era una tremenda idea!
¡Si está por allí murado
y al descender se ha cerrado
detrás de él la chimenea!
   ¡Si estaba enterrado vivo!
Brotó a su frente el sudor
de la angustia, y tal terror
tenía ¡pardiez! motivo;
   porque doña Beatriz,
que es tan feroz como audaz,
es de atraerle capaz
a muerte tan infeliz.
   Y de afán en un momento
pensó en volver pies atrás;
pero un instante no más
duró en él tal pensamiento.
   A más de paso cobarde
vio que, puesto ya en su caso,
siempre para volver paso
era tiempo y era tarde.
   Buscó, pues, en rededor
de sí lo de más importe
por el momento, un resorte
como el de arriba, un motor
   que encima de él o delante
o bajo sus pies, un paño
de recinto tan extraño
o desencaje o levante;
   pues claro es que quien le hizo
y quienes salen y entran
por aquella parte encuentran
perforado el pasadizo.
   A la luz de su linterna
y a fuerza de registrar
concluyó al fin por hallar
la manija que gobierna
   un artificio motor
que como en la chimenea
un peso escondido emplea
en mover otro menor,
   Simple y antiguo artificio
de estos secretos de entonces,
ocultos siempre en esconces
y esquinas de un edificio.
   Tiró, apretó, alzó, bajó,
hasta que al fin atinando,
tras él sin ruido pasando
una losa se corrió.
   Respiró como hombre a quien
de encima le quitan una,
gracias dando a la fortuna
de haber librado tan bien.
   Don César creyó poder
fundar ya bien su esperanza
de tomar amplia venganza
al fin de aquella mujer.
   Soñó para el porvenir
saber hacerla tragar
un anzuelo que a morir
la arrastre en aquel lugar.
   Y permaneció un instante
absorto en el fijo objeto
a que debe aquel secreto
conducirle en adelante:
   «Los gemelos crecerán;
y pues son adulterinos,
sobre todos sus caminos
un Tenorio encontrarán.»
   Tal era su ilusión nueva;
mas vuelto, de su abstracción,
siguió viendo el socavón
subterráneo adónde lleva;
   y atravesó el hueco abierto;
mas en el nuevo lugar
al verse, creyó soñar,
de lo que veía incierto.
   En un vestíbulo estaba
de un panteón que claramente
por el son de aire que siente
vio que a plaza o campo daba.
   Y en dos capillas obscuras
laterales que hacen cruz
vio unas cuantas sepulturas
de su linterna a la luz.
   Aplicóla a los letreros
en sus lucillos grabados
y halló Ulloas enterrados
en los sepulcros primeros:
   y los que el fondo ocupaban
de las capillas sombrías
encontró que de Mejías
cadáveres encerraban.
   Del subterráneo camino
penetró todo el misterio:
aquel era el cementerio
del monasterio vecino.
   Los Ulloas, del convento
antiguos cofundadores,
del secreto posesores
eran por fortuito evento.
   Los frailes auxilio dan
hoy a Ulloas y a Mejías...
¿Si yendo y viniendo días
es un Ulloa el guardián?...
   A él también se le previno
lo que don Luis mano a mano
dijo a don Guillén su hermano
acerca de su destino:
   «Según como sople el viento
y venga el tiempo que pasa,
o el convento hunde a la casa
o ésta derriba al convento.»
   Comprendió, pues, que era asunto
en que el todo por el todo
va y de ser de cualquier modo
dueño de aquel paso al punto.
   Por las lumbreras miró,
se cercioró del lugar
y del paso asegurar
la posesión resolvió.
   Tornó al camarín cuadrado
y a servirse fácilmente
de aquel artificio agente
del secreto averiguado.
   Cerró; tornó la escalera
de caracol a bajar
y el tránsito a desandar
hasta el pie de la primera;
   y a aquella puerta llegado
que al pie de ella se veía,
se dijo: «Veré otro día
lo que tras ella hay guardado.
   »Hoy es tarde y tengo frío:
la emoción y la frescura
me vuelven la calentura.
¡Qué mísero cuerpo el mío!»
   Sintiendo que ya dentea
y se cierne, apresuró
el paso, subió y volvió
a cerrar la chimenea.
   Candado echó y pasador
al camarín, y al momento
de encontrarse en su aposento,
creyó sentirse mejor.
   Mas fatigado y maltrecho,
por fuerte que hacerse quiso,
comprendió que era preciso
ganar cuanto antes el lecho.
   Echó, pues, las ropas fuera:
un gran tazón de tisana
que estaba a su cabecera
de un trago apuró con gana;
sopló la luz de la cera
y sumiéndose en la lana
dijo: «Si coger pudiera
el sueño pronto, mañana
sería otro hombre. ¡Dios quiera
que me calme la tisana!»
   Y anhelo tal proferido
en alta voz, cuello y cara
al arroparse aterido
sintió..., ilusión del oído
sin duda, pero jurara
que alguno se había reído.

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Arriba- XXIII -

CONCLUSIÓN




   ¿Más explicación desea
algún lector? Por si acaso
cree alguno esta conclusión
pobre, añadiremos algo.
   Al mediodía forzóse
la cerradura del cuarto
y en él dieron los Tenorios
con el horrendo espectáculo.
Perdiéronse en conjeturas;
mas perdiendo al par el rastro
de la verdad, de don César
suicidio el fin juzgaron.
A ocultarlo decididos,
con procedimiento rápido
el descompuesto cadáver
en su féretro encerraron.
Los frailes, teniendo graves
sendos cirios en las manos,
sendos responsos rezáronle
al pie de su catafalco.
Acudieron a su entierro
los piadosos sevillanos
horas antes que a los toros
que aquel día se lidiaron;
y al cabo de una semana,
a excepción de sus hermanos
y su sobrino, de menos
no echó un vivo al enterrado.
   Tal es el mundo; mas nada
pasa en él sin que su paso
causa tenga o huella deje,
consume o prepare algo.

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