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La medicina hipocrática

Pedro Laín Entralgo

Durante los siglos VI y V a. C. tiene lugar en la franja colonial del mundo griego -Magna Grecia y Sicilia, costa jónica del Asia Menor, isla de Cos- el acontecimiento más importante de la historia universal de la medicina: la constitución de ésta como un saber «técnico» (tékhnē iatrikē, ars medica) fundado sobre el conocimiento científico de la naturaleza (physiología). El breve texto en que Alcmeón de Crotona resume su concepción «fisiológica»1 de la salud y la enfermedad (Aecio V, 30, 1; Diels-Kranz B 4) constituye para nosotros la primera noticia de tal acontecimiento; pero va a ser la llamada «medicina hipocrática» la que poco después transmita a la posteridad y convierta en bien universal tan decisiva hazaña helénica. Teniendo muy en cuenta el indudable carácter auroral del texto de Alcmeón y la no menos indudable conexión real entre las escuelas médicas de Jonia y las de Sicilia y la Magna Grecia, trataré de exponer en forma sistemática la génesis, la estructura, el contenido y la significación de la medicina que tuvo su héroe epónimo en Hipócrates de Cos.

Desde dos puntos de vista puede y debe ser estudiada la medicina hipocrática: como realizadora de la hazaña médica antes consignada y como parte integral de la cultura griega. La medicina hipocrática es, en efecto, una etapa singularmente decisiva en la historia universal del saber médico y un aspecto particular de la ingente, fundamental, creación histórica -el «milagro griego», según la célebre expresión de Renan- que en su conjunto fue la obra de los antiguos helenos. Ambos puntos de vista son, por supuesto, complementarios, y a los dos habremos de recurrir en nuestra exposición. Esta comprenderá los siete siguientes apartados:

  1. Nacimiento de la medicina hipocrática;
  2. Medicina y physiología;
  3. Antropología hipocrática;
  4. Diagnóstico hipocrático;
  5. Tratamiento hipocrático;
  6. Medicina social y ética médica;
  7. Diversidad interna del Corpus Hippocraticum.

Nacimiento de la medicina hipocrática

Alcmeón de Crotona, «joven cuando Pitágoras era viejo» -según el testimonio de Aristóteles-, debió de componer el texto que nos transmite Aecio en torno al año 500 a. C. Los escritos del Corpus Hippocraticum que algunos filólogos, con U. Fleischer, consideran más tardíos -Sobre el médico, los Preceptos, Sobre la decencia-, procederían de siglos ulteriores al III, y acaso de la época de la segunda sofística. La total elaboración de la medicina que solemos llamar «hipocrática» duró, en consecuencia, no menos de trescientos años. Pero esto no excluye que la actitud mental de que nació esa medicina fuese una creación de los «fisiólogos» y los médicos coloniales del siglo V, Hipócrates entre ellos. Nuestro problema puede ser formulado, por tanto, mediante estas dos interrogaciones: ¿Qué pasó en el mundo griego durante el siglo VI y la primera mitad del siglo V para que en él y de él naciese la medicina hipocrática? ¿Cómo los fundamentos intelectuales y las líneas maestras de esta medicina fueron constituyéndose sobre tal suelo, desde Alcmeón de Crotona hasta la muerte de Hipócrates? Llamando «hazaña hipocrática» a esa obra común, puesto que en Hipócrates tuvo su más importante operario, mi respuesta va a ser ordenada de la siguiente forma:

  1. El suelo histórico de la hazaña hipocrática;
  2. La víspera de esa hazaña;
  3. Protagonistas;
  4. Su paulatina expresión literaria.

El suelo histórico de la hazaña

El suelo de que en el siglo V nació la medicina hipocrática se hallaba inmediatamente constituido por lo que la medicina griega era con anterioridad a la obra de Alcmeón e Hipócrates; y mediatamente, por la peculiaridad histórica y social de la vida helénica en sus zonas coloniales de Jonia y la Magna Grecia.

Antes de Alcmeón y de Hipócrates, la medicina había sido en todo el planeta una mezcla de empirismo y magia, con mayor o menor predominio de uno o de otra, y más o menos sistemáticamente trabada con la visión religiosa del mundo propia del pueblo en cuestión. Y como en todo el planeta, en la Grecia antigua. Los poemas homéricos lo muestran con estilizada claridad: en cuanto espejo de la actividad sanadora vigente en la sociedad aquea, hay en ellos puro empirismo (las curas de Macaón y Podalirio y la de Patroclo a Eurípilo, Il. XI, 804 ss.; la competencia como herbolarias de Agamede, Il. XI, 738 ss., Polidamna, Od. IV, 228 ss. y Helena, Od. IV, 219 ss.), conducta mágica (la lustración catártica del ejército de Agamenón con ocasión de la peste que le aflige, Il. I, 313; el ensalmo sanador de los hijos de Autólico, Od. XIX, 457) y una concepción de la enfermedad en parte rudamente empírica (heridas de guerra, posible origen externo y «violento» de la dolencia de Polifemo, Od. IX, 411 ss.) y en parte conexa con la religión olímpica del pueblo aqueo (interpretación de la peste antes mencionada como un castigo impuesto por Apolo, Il. I, 10 ss.). Con anterioridad a Tales de Mileto -ha escrito Zubiri- la idea griega del Universo era pura cosmogonía; sólo por obra de los pensadores presocráticos surgirá una verdadera cosmología. Utilizando este mismo esquema, diremos que antes de la nosología «fisiológica» de Alcmeón de Crotona, la interpretación griega de la enfermedad fue -cuando la hubo- simple «nosogonía», visión del origen y la consistencia real de la dolencia dentro de una concepción mítica acerca del origen del mundo y de las cosas.

Médico griego examinando a un paciente (Pág. 74a)

Médico griego examinando a un paciente con el estómago distendido.
Relieve en mármol del s. II a. C.
British Museum, Londres

Más o menos nosogénicamente interpretada la enfermedad por la imaginación mítica del griego arcaico -fuese olímpico, dionisíaco u órfico el fondo religioso de esa operación mitificadora-, la medicina griega anterior a la physiología siciliana y jónica fue, como acabo de decir, una mezcla de empirismo y magia, con mayor predominio de una o de otra. Periodeutas, farmacópolas, rizotomas y maestros de gimnasia, entre los empíricos; catarías, ensalmadores, iatrománteis o «adivinos médicos», meloterapeutas, sacerdotes y servidores de los templos de Asclepio y apóstoles de los diversos cultos mistéricos, entre los sanadores de cuño mágico, atendían en la Grecia prealcmeónica a la cura de los enfermos; y en colisión más o menos manifiesta con la medicina «fisiológica» y «técnica» posterior al siglo VI, todos ellos proseguirán su actividad hasta el ocaso del mundo antiguo. Nada más significativo, a este respecto, que la polémica de Orígenes contra el rétor Celso, ya en el siglo III (Contra Celsum III, 25), acerca de si es Cristo o es Asclepio quien verdaderamente cura las enfermedades de los hombres. Pero en lo que tuvo de específicamente «helénica», algo había en la medicina griega anterior al siglo V para que ella pudiera ser suelo y precedente inmediato de la hazaña hipocrática.

Tres notas me parecen singularmente decisivas: la multiforme riqueza de la medicina empírico-mágica de los antiguos griegos, su total carencia de dogmatismo y la tácita o expresa convicción de que algo divino en la realidad del mundo y de las cosas, llámese moira o anánkē, pone límites irrebasables a toda posible acción mágica. ¿Se dan estas tres notas en cualquiera otra de las formas de la medicina arcaica, la asirio-babilónica, la irania, la egipcia o la india? Ni siquiera el poder de Zeus (Il. XVIII, 117 ss.) es capaz de alterar lo que en la realidad del mundo y de las cosas -de la physis, se dirá más tarde- han impuesto los inconmovibles decretos de la moira. La gran receptividad de la medicina popular griega para todo género de influencias, la como burbujeante movilidad de sus formas que de esa receptividad fue consecuencia y, sobre todo, su implícita apertura a la idea antimágica de una anánkē physeōs o «necesidad de la naturaleza» son, sin duda alguna, un remoto, pero esencial presupuesto de la hazaña hipocrática.

Este indudable presupuesto, ¿hubiese sido suficientemente eficaz, respecto de la génesis de una medicina «fisiológica» y «técnica», sin el importante cambio que la vida colonial introdujo en la mentalidad y en los hábitos sociales de los antiguos griegos? No lo creo. Aunque él no fuese un pitagórico puro, Alcmeón presupone la obra de Pitágoras, como Hipócrates la de los filósofos jonios, desde Tales hasta Demócrito; y tanto Pitágoras como los pensadores de Jonia no hubieran sido posibles sin las decisivas novedades que entre los siglos VIII y VI va a suscitar en la vida helénica la existencia colonial.

Reconstruyamos sumariamente los rasgos fundamentales de esta existencia. Impulsados por motivos a la vez económicos y políticos (superpoblación de la península helénica, lucha por el poder y la riqueza entre los nobles y el estado llano, entre «los gavilanes y los ruiseñores», dice Hesiodo, Trab. 202 ss.), millares de helenos abandonan la patria peninsular durante los siglos VIII y VII, y suman su sangre y su esfuerzo a la sangre y el esfuerzo de los aqueos, jonios y eolios que tres o cuatro siglos antes, a raíz de la invasión doria, habían fundado las primeras colonias griegas en las islas del Egeo y en la costa del Asia Menor. El mundo colonial helénico se enriquece y amplía. A fines del siglo VIII, toda la costa del Mediterráneo queda festoneada por docenas de pólis más prósperas y vivaces que las de la península materna. Mileto, Éfeso, Colofón, Samos y Cnido en las riberas del Egeo; Siracusa, Selinonte, Acragas y Leontinoi en Sicilia; Crotona, Tarento y Locros en la Magna Grecia, son entonces la avanzada de la vida y la cultura helénicas.

Los ciudadanos de esas pólis son indoeuropeos y griegos. En cuanto indoeuropeos, algo hay en ellos que desde sus más hondas raíces históricas les mueve a una visión «naturalista» o «cósmica» de la divinidad y el mundo. En cuanto griegos, son hombres en cuya viviente realidad se juntan una mirada aguda y sensible (Il. I, 389) y un alma especialmente abierta a la novedad vital y a la fruición de ver y saber (Herod. I, 30): el «impulso uliseico» de que han hablado algunos filólogos. Al salir de su tierra natal llevaron consigo su lengua, sus costumbres, sus tradiciones y creencias; el recuerdo mítico del pasado común que les enseña la recitación habitual del epos homérico, una religión tradicional, la olímpica, a la que recientemente se han mezclado elementos dionisíacos y órficos, y una doctrina teogónica y cosmogónica más o menos determinada por los mitos hesiódicos y por los que está difundiendo el orfismo. Pero al instalarse en la tierra a que les ha llevado la emigración se ven forzosamente sometidos, para rehacer su vida, a los tres principales motivos de la existencia del emigrante: una sensación de distancia, acaso de lejanía, respecto del suelo en que parecían tener su raíz las creencias y tradiciones que él ha llevado consigo; la necesidad de vivir resolviendo por sí mismo, en ocasiones desde un cero absoluto, los problemas que le plantea su nueva situación; el permanente contacto vital con paisajes inéditos y con culturas distintas de aquélla en que su alma se ha formado. La vida colonial, en suma, es la forma más acusada de la respuesta al «desafío del mundo en torno» que para Toynbee constituye el nervio principal de la operación histórica del hombre.

El centauro Quirón (Pág. 75b)

El centauro Quirón.
British Museum, Londres

La obra genial de los griegos de Jonia, Sicilia y la Magna Grecia durante los siglos VII y VI a. C. no es otra cosa que su respuesta, en tanto que griegos de ese tiempo, a las peculiares condiciones de la vida colonial. Hácese en ellos más viva y más clara su idea de la pólis (baste como prueba el tan racional urbanismo de los arquitectos milesios) y cristaliza en almas y costumbres la conciencia de pertenecer a ella: la libertad que su estatuto garantiza (eleutheria), el autogobierno de la ciudad (autonomía) y su independencia económica (autárkeia) van a ser desde entonces los conceptos básicos de la «política» griega. Saben asimilar, helenizándolos, saberes y hábitos procedentes de las culturas que les rodean (sólo así podrían explicarse, baste por ahora este ejemplo, ciertos rasgos del escrito «hipocrático» Sobre las hebdómadas). Cobra especial vigor la sustitución de la economía agraria y ganadera por la economía comercial y dineraria, y crece como consecuencia la importancia política y cultural de la burguesía urbana. Intensifícase, por otra parte, la libre crítica de la religiosidad recibida (tal es el fondo religioso-intelectual que luego hará posibles textos acerca de la religión olímpica tan «racionales» e «ilustrados» como los de Jenófanes de Colofón). Y ya en el siglo VI, surgirá cada vez con mayor claridad en las mentes la novedad que a nosotros más nos importa: una interna, sutil necesidad de explicar la realidad de las cosas y del mundo entero de un modo racional y no mítico. Como principio de explicación de la realidad, el lógos va a sustituir al mythos; y así, cuando Eurípides, en la Atenas de fines del siglo V, escriba su famosa imprecación a Zeus -cuando proponga concebir al dios soberano del Olimpo «bien como necesidad de la Naturaleza, bien como inteligencia de los mortales», Troy. 886-, no hará otra cosa que expresar poéticamente y para todos los griegos una actitud mental, a la vez filosófica y religiosa, nacida y desarrollada dos siglos antes en las colonias griegas de Jonia y de Sicilia. Pero esto requiere párrafo aparte.

La víspera de la hazaña

A fines del siglo VI se inicia la definitiva madurez del espíritu griego. En las colonias, de un modo más intelectual y filosófico: la ciencia del cosmos a que poco antes había dado origen la existencia colonial -la physiología- se convierte resueltamente en filosofía. En Atenas, de un modo más literario y emocional: del culto religioso a Dioniso nacerá, ya entrado el siglo V, la tragedia. «Mientras que la obra de los filósofos fue la forma noética de la Sabiduría -ha escrito Zubiri-, la tragedia representa la forma patética de la Sofía». Basta comparar entre sí dos expresiones literarias de la naciente conciencia de «europeidad» que por entonces comienzan a sentir los griegos -la expresión «patética» de Esquilo en Los persas y la interpretación «científica» del autor del escrito hipocrático Sobre los aires, las aguas y los lugares-, para advertir esa neta diferencia entre la situación mental de las colonias y la de la metrópoli ateniense2.

Dejemos ahora el problema de la tragedia y vengamos al de la phycología. En el seno de la vida colonial antes diseñada, ¿cómo llegó a surgir en las mentes la idea de que el verdadero principio de la realidad, y por tanto «lo divino» en ella, es la physis? Una vez constituida esta fecunda idea, ¿cómo los filósofos y los médicos de Sicilia, la Magna Grecia y Jonia la convirtieron en fundamento intelectual de la medicina? ¿Qué era la medicina griega en Crotona y en Cos cuando de ella emergieron las decisivas figuras de Alcmeón e Hipócrates?

Antes de Tales de Mileto y Anaximandro, la doctrina helénica acerca del cosmos -más arriba lo apuntamos- era una cosmogonía a la vez religiosa y mítica; pero el mito cosmogónico comienza a hacerse «prefilosófico», si vale decirlo así, por obra del orfismo. Dos motivos de éste van a ser especialmente eficaces en el tránsito de la cosmogonía a la cosmología: la idea de que los distintos dioses proceden de una divinidad indiferenciada, originaria y originante, y la noción de un «huevo cósmico», en cuyo seno se hallarían los gérmenes del Cielo y de la Tierra, y de cuya efracción uno y otra brotarían. Tampoco parece indiferente a este respecto que los órficos llamasen Anánkē (necesidad), y también Dikē (justicia) y Adrastea (lo inevitable), a la causa determinante de ese proceso teocosmogómco. Algo que en sí mismo es único posee en el cosmos, bajo la aparente diversidad de éste, una condición a un tiempo radical, originante y divina. Bastará que una mente clara y despierta se atreva a despojar a esta noción de toda vestidura mítica, para que surja, incipiente, la idea filosófica de la physis. Esto es lo que en la primera mitad del siglo VI hicieron dos hombres de Mileto llamados Tales y Anaximandro. Por obra de su hazaña genial, nacían para siempre la ciencia y la filosofía. La existencia colonial de los griegos daba así -primero a todos los helenos, luego a los hombres todos- su fruto supremo.

«El saber griego repliega al hombre, en cierto modo, ante la Naturaleza y ante sí mismo. Y en esta maravillosa retracción, deja que el Universo y las cosas queden ante sus ojos, naciendo éstas de aquél, tales como son. Es entonces cuando propiamente el Universo nos aparece como Naturaleza»; así ha descrito Zubiri la operación mental con que Tales y Anaximandro fundaron la physiologia jónica. Ahora bien: la Naturaleza, la physis, ¿en qué consiste realmente? ¿Cuál es, si puede conocerse, su verdadero principio? ¿Cómo de su radical unidad puede nacer la diversidad de las cosas que nuestros sentidos descubren en el Universo? A lo largo de más de un siglo, desde Tales y Anaximandro hasta Demócrito, toda una pléyade de «fisiólogos» va a dar su varia respuesta a estas interrogaciones. Recuerde el lector lo que sobre el tema se ha dicho en páginas anteriores, y espere lo que luego se dirá. Nuestro problema consiste ahora en saber cómo era la medicina cuando estas ideas «fisiológicas» comenzaron a inquietar a la mente helénica en el mundo colonial de Oriente y Occidente.

He aquí una primera respuesta: en el filo de los siglos VI y V, la medicina griega no teúrgica ni mágica era un oficio más o menos artesanal (una tékhnē, en el sentido más modesto de la palabra), considerado como servicio público (el médico, el adivino, el arquitecto y el aedo o bardo son llamados démioergoi, «trabajadores para el pueblo», desde la época homérica, Od. XVII, 388-85), que podía aprenderse en ciertas «escuelas» profesionales, era luego practicado en una sola ciudad o viajando de una pólis a otra (por eso a los médicos griegos se les dará más tarde el nombre de periodeutaí, «periodeutas»; así en Diosc. 7 pref., y luego en una homilía de San Atanasio) y se hallaba muy próximo ya a convertirse en un verdadero «saber técnico», en una tékhnē autónomamente constituida, tanto a través del aprendizaje práctico (empeiría) como por una cuidadosa reflexión acerca de ella misma. Dos cuestiones, pues: lo que en el mundo griego colonial eran por esos años las tékhnai -si se quiere, las «técnicas»- y lo que acerca de esas «escuelas médicas» cabe hoy decir.

Con el sentido de «arte manual», «oficio» o «industria», la palabra tékhnē viene siendo usada por los griegos desde los tiempos homéricos; pero textos bastante anteriores al siglo V (Museo B 4; Pitaco, D.-K. 10,73 a) muestran con claridad la creciente importancia social que en Grecia van adquiriendo las tékhnai y delatan que éstas, aunque de manera rudimentaria, han comenzado a ser objeto de reflexión intelectual. Poco más tarde, con Heráclito (B10), Anaxágoras (B21b), Arquelao (A4) y Demócrito (B59), comenzarán a formalizarse e irán cobrando madurez los diversos temas de esa reflexión: relación entre tékhnē y physis, pertenencia de las tékhnai a la naturaleza del hombre, origen de ellas, relación entre tékhnē y sophía, etc. El mito de Prometeo y el del Centauro Quirón como maestro de Asclepio, la alta estimación, mítica también, de los protōi heuretaí o «primeros inventores», muestran de la manera más elocuente el enorme prestigio que las tékhnai poseían en todo el mundo helénico cuando en Crotona se estaban formando Democedes y Alcmeón y, a mayor abundamiento, cuando Hipócrates aprendía en Cos el oficio de curar. A comienzos del siglo V, una tékhnē no es sólo saber practicar con mayor o menor habilidad un determinado oficio, sino una exigencia esencial de la naturaleza del hombre -por tanto, algo en cierto modo divino3- y un doble problema intelectual: el de conocer cómo ella se relaciona con el recién nacido saber filosófico acerca del Universo, con la physiología, y el de averiguar cómo la inteligencia humana puede pasar de un saber meramente empírico y rutinario (empeiria) a otro saber que en verdad merezca el adjetivo de «técnico» (tékhnē en sentido estricto). Tal es la situación profesional e intelectual en que vive el tekhnítēs o artesano de la medicina a fines del siglo VI y comienzos del V. Por lo menos, en las colonias de Jonia y la Magna Grecia.

¿Cómo ese hombre aprende su oficio y cómo vive? Dos caminos, más o menos relacionados entre sí, se ofrecían entonces al ciudadano libre deseoso de aprender el arte de curar: colocarse como aprendiz al lado de un práctico experto, o asistir a alguna de las escuelas en que el oficio terapéutico era enseñado. Quien en la Atenas del siglo V (Jenofonte, Memor. IV, 2-5) quería trabajar como médico, debía presentar a la ekklēsia el nombre del profesional que había sido su maestro, y no parece osado suponer que tal regla fuese habitual en otras pólis griegas. Pero los prácticos más estimados en toda la Hélade eran los procedentes de una de las distintas «escuelas» que ya antes de Hipócrates, e incluso antes de Alcmeón, funcionaban en varias ciudades coloniales (Herod. III, 131).

Galeno (Kühn X, 5) habla de tres «coros» o escuelas médicas: Cnido, Cos e Italia (esto es, la Magna Grecia); eran las que por su actividad o por su fama estaban vivas en la memoria de un médico griego del siglo II d. C. Pero -no contando la vaga alusión del propio Galeno a la escuela de Rodas- el testimonio de Heródoto nos hace saber que a fines del siglo VI los médicos preferidos en Grecia eran los formados en Crotona y Cirene. Crotona, Cirene, Cnido, Cos, Rodas, tal vez Elea; he aquí el elenco de los primitivos centros de formación de los médicos griegos. ¿Qué se enseñaba en ellos? No lo sabemos. Acaso algunas nociones de anatomía más o menos apoyadas en la disección de animales -de otro modo no podría explicarse la obra científica de Alcmeón-, y desde luego ciertos conocimientos semiológicos, farmacológicos y quirúrgicos. Sabemos, eso sí, que hubo alguna relación entre las distintas escuelas -el asclepíada Califonte, por lo que nos dice Suidas, debió de trasladarse de Cnido a Crotona en la segunda mitad del siglo VI-, y estamos seguros de que a ellas llegaban como noticia incitante las recentísimas ideas que acerca del cosmos y su physis circulaban entonces por la comarca en cuestión: las de Pitágoras a las escuelas de Sicilia y la Magna Grecia, las de los primitivos «fisiólogos» jonios a las de Cnido y Cos.

Dos importantes problemas históricos plantea la existencia de esas escuelas médicas en el confín de los siglos VI y V: la relación entre sus miembros y los llamados «asclepíadas», y su conexión con los templos de Asclepio y con la medicina teúrgica que en éstos se practicaba.

En el sentido de «hijo de Asclepio», el término «asclepíada» es ya usado en la Ilíada (así, por ejemplo, es llamado Macaón, Il. IV, 204). Su común empleo en plural -los «asclepíadas»- para designar el grupo profesional o la estirpe médica de Hipócrates, lo acredita un texto famoso de Platón (Fedro 270 c). Su aplicación a todos los médicos de Cos y Cnido -y por extensión a todos los médicos- debió de ser usual, según una frase que Focio atribuye a Teopompo, en los años centrales del siglo IV, y aun mucho antes, a juzgar por un texto de Platón (Rep. 405 d) y un verso de Teognis (Teog. 432). Más tarde nos hará pensar Galeno (Kühn II, 280) que tales «asclepíadas» eran los miembros de una estirpe o familia -con un legendario origen en Asclepio-, en la cual el saber médico era transmitido oralmente de padres a hijos. Cabe admitir, pues, que en un primer momento existió tal comunidad familiar y profesional, y que ulteriormente se unieron a sus miembros otros procedentes de familias distintas (éxō tou génous), para ser formados en el saber médico mediante el pago de un estipendio y constituir con aquéllos una suerte de «gremio» o «gilda» más o menos semejante a las que, también con carácter profesional, aparecerán en las ciudades de la Edad Media europea. De ahí que con el tiempo fueran llamados «asclepíadas» todos los prácticos de la medicina técnicamente formados. Aunque tal vocablo, hay que hacerlo constar, no figure expresamente en los escritos del Corpus Hippocraticum.

Las primitivas escuelas médicas, ¿tuvieron en su origen alguna conexión con los templos de Asclepio? Según algunos, sí: una parte del ejercicio laico de la medicina en la antigua Grecia habría sido paulatino resultado de la desacralización de la asistencia médica en los asklēpieia. Según otros, no: desde los tiempos homéricos hubo en Grecia, junto a la medicina teúrgica, una medicina laica basada en la pura empeiría, y de ésta habrían sido expresión las «escuelas médicas» antes nombradas. No por rendir póstuma pleitesía a la beatería secularizante que la mentalidad positivista impuso a los historiadores durante el siglo pasado, sino por estricta fidelidad a los documentos de la época debe afirmarse que, según toda probabilidad, la medicina laica o profesional tuvo en Grecia un origen no teúrgico, y que los templos de Asclepio -subsistentes, como sabemos, hasta el fin del mundo antiguo- nunca se transformaron en centros de una asistencia médica desacralizada. La arqueología ha demostrado que el asklēpieion de Cos, por ejemplo, fue erigido después de la muerte de Hipócrates. Lo cual no es óbice para que nunca fuese enemistosa la actitud de los sanadores profesionales frente a los templos de la religión griega, comprendidos los de Asclepio; bien elocuentemente lo prueba el contenido del escrito hipocrático Sobre la enfermedad sagrada. Los médicos arcaicos eran «asclepíadas» en cuanto que se creían descendientes de Asclepio; los médicos de los siglos VI y V, en cuanto tekhnitaí o artesanos pertenecientes a un grupo profesional que tenía su «santo patrono» -si vale decirlo así- en el más prestigioso de los dioses sanadores, como hacen hoy las cofradías de médicos cristianos que a sí mismas se llaman «de San Lucas» o «de San Cosme y San Damián».

Busto de Alcmeón (Pág. 78a)

Busto en tierra brillante del médico Alcmeón de Crotona

De uno u otro modo formados, los médicos ejercían su profesión asentándose en una ciudad determinada o recorriendo el país como periodeutas. La existencia de «médicos municipales» -por ejemplo, en Delfos, en Thurium (Lucania), en Teos, etc.- está probada por textos epigráficos o por documentos literarios (Diod. Sic. XII, 13, 4), y no menos la de médicos militares (textos de Jenofonte, de Plutarco, etc.), que en tiempos de Solón y en otros ulteriores continuaban en todo el mundo griego la vieja tradición mítica de Macaón y Podalirio. La leyenda de la muerte de Asclepio, sobre el que Zeus habría lanzado su rayo por haber percibido honorarios a cambio de un servicio médico, ¿debe hacernos suponer que el pago de la asistencia al enfermo comenzó siendo en Grecia el regalo y no el salario? En el capítulo consagrado a la ética hipocrática reaparecerá el tema.

Los protagonistas de la hazaña

Así practicaban los griegos la medicina cuando ésta, a fines del siglo VI, comenzó a ser una tékhnē basada en la physiología. Las inscripciones y los textos literarios -casi siempre doxográficos- nos hacen conocer los nombres de algunos de los médicos que se formaron en ese ambiente. Un Caronte y un Eneo -seguramente de origen coico- ejercieron la profesión médica en Fócida y en el Ática, respectivamente, durante el siglo VI, y a esta misma centuria pertenecen los primeros médicos que en la Magna Grecia y Sicilia, en Cnido y en Cos, adquirieron alguna notoriedad.

En Crotona se formó y de allí salió hacia el año 525 Democedes -hijo del ya mencionado asclepíada cnidio Califonte-, cuyos grandes éxitos profesionales en Egina, Atenas, Samos y luego en la corte persa de Darío, del cual fue afortunado médico, tan animadamente nos cuenta Heródoto (III, 125 ss.). Los nombres de otros médicos itálicos o sicilianos de la misma época -Hipón, Filolao, Teages, Hipaso- han llegado a nosotros en cuanto discípulos más o menos directos de Pitágoras. Pero, como sabemos, la figura verdaderamente decisiva del grupo es la del crotoniata Alcmeón. Algo posterior a Alcmeón fue Ico de Tarento, tan prestigioso como discutido maestro de gimnástica y dietética en varios lugares de Grecia (Platón, Prot. 316 d).

Entre los médicos de Cnido anteriores a Hipócrates o contemporáneos suyos hállanse Eurifonte, Ctesias y Polícrito de Mende. Eurifonte, que floreció en la primera mitad o en los decenios centrales del siglo V, fue uno de los médicos más brillantes de su tiempo. Galeno le alaba como docto en anatomía (K. XV, 135) y como original descriptor de una «fiebre pálida» o «lívida» (K. XVII, A, 888), el Anónimo Londinense le atribuye una teoría alimentaria de la enfermedad, y según un dato de Celio Aureliano supo que las arterias contienen sangre. Es posible que fuese uno de los autores de las Sentencias Cnidias. Coetáneo de Hipócrates o algo más joven que él fue el también cnidio Ctesias. Durante siete años vivió prisionero de los persas, juntamente con Polícrito de Mende, y logró el favor de Artajerjes Mnemon, hermano de Ciro, tras haberle curado una herida. Compuso un escrito sobre el eléboro (Orib., VIII, 8) y otros de carácter geográfico acerca de Persia y la India. Su oposición a Hipócrates -afirmaba, contra éste, que la luxación de la cadera no puede sanar de manera definitiva- fue muy comentada en época posterior (Galeno, K. XVIII, A, 731).

Entre los médicos de Cos de que tenemos noticia, el más antiguo es el asclepíada Nebro, del cual nos dice una epístola seudohipocrática que a comienzos del siglo VI fue llamado por los sacerdotes de Apolo en Delfos, amenazados por sus vecinos los criseos, y que logró resolver la situación envenenando el agua de un río (IX, 406 ss.). Algo anterior a Hipócrates fue Apolónidas de Cos, médico de Artajerjes I de Persia. Por su probable relación con Hipócrates, y aunque se hallase muy lejos de pertenecer a la escuela de Cos, puede ser citado aquí Heródico de Selimbria (o de Mégara), que algunos, por error, han confundido con Heródico de Leontinoi, hermano del sofista Gorgias. El de Selimbria fue inventor del método dietético-gimnástico que Platón, por mofa, llamará «medicina pedagógica» (Rep. 406 a ss.).

¿De qué modo, en qué medida la naciente physiología de los filósofos presocráticos informó el pensamiento de estos médicos crotoniatas, tarentinos, sicilianos, cnidios y coicos? Es seguro que, unos más y otros menos, todos recibirían su influencia, y con ella la comezón de dar un fundamento «científico» o «filosófico» al conjunto de prácticas empíricas, toscas nociones anatómicas y concepciones míticas que constituían su saber. Pero hasta el genial Alcmeón de Crotona ninguno de ellos parece haber dado expresión a una idea verdaderamente «fisiológica» de la medicina. Alcmeón, en consecuencia, debe ser para nosotros el iniciador de la medicina que desde hace siglos todos llamamos «hipocrática».

No debemos repetir aquí lo que acerca de él se dijo en páginas precedentes, pero creo necesario transcribir el breve texto en que Aecio expone el pensamiento akmeónico acerca de la salud y la enfermedad: «Afirma Alcmeón que la salud está sostenida por el equilibrio de las potencias (isonomía tōn dynámeōn ): lo húmedo y lo seco, lo frío y lo cálido, lo amargo y lo dulce, y las demás. El predominio (monarkhía) de una de ellas es causa de enfermedad. Pues tal predominio de una de las dos es pernicioso. La enfermedad sobreviene, en lo tocante a su causa, a consecuencia de un exceso de calor o de frío; y en lo que concierne a su motivo, por un exceso o defecto de alimentación; pero en lo que atañe al dónde, tiene su sede en la sangre, en la médula (myelós, en el sentido primitivo de "parte blanda contenida dentro de un tubo duro") o en el encéfalo (enképhalos). A veces se originan las enfermedades por obra de causas externas: a consecuencia de la peculiaridad del agua o de la comarca, o por esfuerzos excesivos, forzosidad (anánkē) o causas análogas. La salud, por el contrario, consiste en la bien proporcionada mezcla de las cualidades» (D.-K. B 4).

Sería difícil exagerar la importancia de este texto, que se levanta como un alto monolito intelectual sobre toda la medicina de su época. Dentro de la historia de la cultura griega es pieza fundamental en el magno empeño de entender mediante conceptos originariamente políticos -isonomía o «igualdad de derechos», monarkhía o «predominio de uno sobre los demás»- el orden de la physis y sus perturbaciones. En la historia de la medicina universal es la primera manifestación de una patología ya resueltamente «fisiológica» y el más antiguo esquema de lo que más tarde llamaremos «patología general». La enfermedad no es ahora mancha ni castigo, sino alteración del buen orden de la Naturaleza, ruptura de su equilibrio. Y en el conocimiento racional de su realidad -en la nosología, puesto que de ella formalmente se trata- son claramente distinguidas la causa externa, la causa próxima y la localización del daño. Por vez primera, la tékhnē del médico, además de ser destreza práctica, es a la vez observación metódica de la realidad, physiología aplicada y sistema conceptual.

El mérito insigne y auroral de Alcmeón de Crotona no disminuye la importancia histórica de Hipócrates. Al contrario, sirve para señalar el nivel del pensamiento médico griego sobre que se levanta su obra y la de los restantes autores del Corpus Hippocraticum. Pasemos, pues, de la Magna Grecia a las islas de Jonia, y contemplemos la figura y la obra de Hipócrates de Cos, héroe epónimo de la «medicina hipocrática».

¿Qué sabemos de Hipócrates? De modo cierto -casi cierto, más bien-, muy pocas cosas. Cabe asegurar, a lo sumo, que nació en la isla de Cos hacia el año 460 a. C. y que allí, seguramente de su padre, recibió la primera formación; que acaso fuera discípulo del médico Heródico de Selimbria; que se relacionó con el sofista Gorgias y el filósofo Demócrito; que tuvo dos hijos, Tésalo y Dracón y fue suegro de Pólibo, autor -al menos en alguna parte- del escrito Sobre la naturaleza del hombre; que ejerció la medicina como periodeuta en el norte de Grecia (Tesalia, Tracia), en la isla de Tasos y tal vez en las proximidades del Ponto Euxino, que murió en Larisa, en torno a los 85 años, y allí fue enterrado. No contando el dicterio de «procurador de la muerte» (thanatou melétēs) que contra él disparó el vanidoso Asclepíades de Bitinia (Galeno, K. XI, 163, y IV, 33), sin duda por la frecuencia del éxito letal en las historias clínicas de las Epidemias, el prestigio de Hipócrates fue inmediato y general. Platón compara su importancia como médico con la de Policleto y Fidias como escultores (Protag. 311 bc); Aristóteles le llama «el más grande» (Polit. 1326 a 15); Apolonio de Citio y Galeno (K. IV, 789), «el divino». «Inventor de todo bien» le proclama Galeno en otro lugar (K. XVI, 273), y en el mismo tono hablan de él Rufo, Celso, Alejandro de Tralles y tantos más4. Para toda la tradición occidental Hipócrates será el «Padre de la Medicina». No puede extrañar, pues, que a partir de Sorano, su primer biógrafo, se le hayan atribuido hazañas y cualidades (comenzando por su estirpe, que por el lado paterno -Heráclides- llegaría hasta el mismo Asclepio, y por el materno -Praxitea o Fenarete- hasta el propio Hércules) absolutamente imaginarias.

Alcmeón fue el iniciador de la medicina «fisiológica»; Hipócrates, su verdadero fundador5. No es un azar que a lo largo de los siglos le hayan sido atribuidos de buena fe muchos escritos de que él no es autor, ni que los alejandrinos comenzasen a llamar «hipocráticos» a los anónimos y dispares manuscritos médicos reunidos en los anaqueles de su célebre biblioteca. Como en el caso de Homero, la fama amplió hasta la desmesura los límites reales de la persona, y ésta es la razón por la cual el término «hipocratismo» ha tenido una significación tan indecisa y diversa desde la Antigüedad misma6. Por esto, antes de describir la heterogénea colección de pequeños tratados que hoy llamamos Corpus Hippocraticum, no será inútil precisar los distintos sentidos con que ese término puede entenderse. Tales son, a nuestro juicio, cuatro:

  1. Hipocratismo strictissimo sensu: la doctrina de los escritos compuestos por Hipócrates mismo, si es que hay alguno, o referibles con cierta seguridad documental a su propia persona.
  2. Hipocratismo stricto sensu: la doctrina común a toda la escuela de Cos, en la medida en que hoy nos sea posible perfilarla.
  3. Hipocratismo lato sensu: el pensamiento común -si es que realmente lo hay- a los escritos del Corpus Hippocraticum, por debajo de sus diferencias de mentalidad, escuela, época y autor.
  4. Hipocratismo latissimo sensu: lo que del contenido del Corpus Hippocraticum tenga validez en la actualidad; aquello por lo cual pueda ser lícito hablar con algún rigor intelectual de un «neohipocratismo».

Veamos en su conjunto la fuente de todos estos hipocratismos: la colección de escritos que solemos llamar Corpus Hippocraticum.

Paulatina expresión literaria

Ya a comienzos del siglo III a. C. los organizadores de la biblioteca de Alejandría comenzaron a reunir escritos médicos anónimos procedentes de todo el mundo griego, y los ordenaron en tres grupos: los que juzgaban originales y auténticos (incluidos, como tales, en el mikròs pínax o «pequeño catálogo»), los dudosos, pero ya existentes en Egipto antes de la constitución de la biblioteca, y los comprados a los navegantes que hacían tráfico con ellos (ta ek tōn ploiōn). Pese a esta rudimentaria precaución, desde entonces data la confusión respecto al origen y al número de los escritos verdaderamente «hipocráticos»; y a través de toda una pléyade de clasificadores, compiladores y glosadores -los discípulos de Herófilo, Apolonio de Citio, Rufo, Artemidoro Capitón, Dioscórides (el glosógrafo, no el botánico), Erotiano, etc.-, en esa confusión se vivirá hasta la traducción de aquéllos por los humanistas del siglo XVI, y, en definitiva, hasta hoy. De las varias ediciones renacentistas de las Hippocratis Opera, las mejores son las de Cornarus (Basilea, 1538) y la de Foés (Francfort, 1590). La edición crítica, con traducción francesa, de Émile Littré (Oeuvres completes d'Hippocrate, París, 1839-1861), constituye un hito en la historia del Corpus Hippocraticum; a ella se atendrán todas nuestras referencias7. Peca de hipercrítica y pedante la de Zach. Fr. Ermerins (Hippocratis et aliorum medicorum veterum reliquiae, Traiec. ad Rhenum, 1859-1864). Las ulteriores, filológicamente más cuidadas -las que iniciaron H. Kühlewein (Teubner) y el Corpus Medicorum Graecorum y luego han proseguido Villaret, Jones, Joly, Alexanderson, Grensemann y otros- son todavía muy incompletas. Una enumeración detallada de las diversas traducciones y ediciones parciales sería aquí enteramente ociosa.

Terracota griega (Pág. 80a)

Terracota griega a mediados del s. V
British Museum, Londres

Con la edición de Littré a la vista, y siguiendo en parte la sensata clasificación temática de Haeser, he aquí la lista de los 53 escritos «hipocráticos» que en ella se reúnen:

  • ESCRITOS DE CARÁCTER GENERAL:
    • 1. El Juramento (Jusjurandum; Hórkos; L. IV). 2. La Ley (Lex; Nómos; L. IV). 3. Sobre el arte (De arte; Perì tékhnēs; L. VI). 4. Sobre la medicina antigua (De prisca medicina; Perì arkhaíēs tētrikēs; L. I). 5. Sobre el médico (De medici; Perì iētrou; L. IX). 6. Sobre la decencia (De habitu decenti; Perì euskhēmosynēs; L. IX). 7. Preceptos (Praecepta; Parangeliai; L. IX). 8. Aforismos (Aphorismi; Aphorismoi; L. IV).
  • ESCRITOS DE CONTENIDO ANATOMOFISIOLÓGICO:
    • 9. Sobre la anatomía (De anatomia; Perì anatomēs; L. VIII). 10. Sobre el corazón (De corde; Perì kardíēs; L. IX). 11. Sobre las carnes (De musculis; Perì sarkōn; L. VIII). 12. Sobre las glándulas (De glandulis; Perì adénōn; K. VIII). 13. Sobre la naturaleza de los huesos (De natura ossium; Perì ostéōn physiōs; L. IX). 14. Sobre la naturaleza del hombre (De natura hominis; Perì physios anthrōpou; L. VI). 15. Sobre la generación y Sobre la naturaleza del niño (De genitura y De natura pueri; Perì gónēs y Perì physiōs paidiou; L. VII). 16. Sobre el alimento (De alimento; Perì trophēs; L. IX).
  • ESCRITOS DE TEMA DIETÉTICO:
    • 17. Sobre la dieta (De victu; Perì diaitēs; L. VI). 18. Sobre la dieta salubre (De salubri victu; Perì diaitēs hygieinēs; L. VI).
  • ESCRITOS DE CARÁCTER PATOLÓGICO GENERAL:
    • 19. Sobre los aires, las aguas y los lugares (De aēre, aquis et locis; Perì aérōn, hydátōn, tópōn; L. II). 20. Sobre los humores (De humoribus; Perì khymōn; L. V). 21. Sobre las crisis (De crisibus; Perì kriseōn; L. IX). 22. Sobre los días críticos (De diebus criticis; Perì krisímōn; L. IX). 23. Sobre las hebdómadas (De hebdomad; Perì hebdomádōn; L. VIII). 24. Sobre las ventosidades (De flatibusis; L. II). 26. Predicciones, I (Praedicta, lib. I; Prorrētikón, α; L. V). 27. Predicciones, II (Praedicta, lib. II; Prorrētikón, β; L. IX). 28. Prenociones coicas (Praenotiones coacae, Kōakai prognōseis; L. V).
  • ESCRITOS SOBRE PATOLOGÍA ESPECIAL:
    • 29. Epidemias (Epidemiorum, lib. VII; Epidemiōn biblia heptà; L. II, III y V). 30 Sobre las afecciones (De affectionibus; Perì pathōn, L. VI). 31. Sobre las enfermedades, I (De morbis, lib. I; Perì nousōn α, L. VI); 32. Sobre las enfermedades, I (De morbis, lib. II y III; Perì nousōn, β, γ; L. VII). 33. Sobre las afecciones internas (De affectionibus internas; Perì tōn entós pathōn; L. VII). 34. Sobre la enfermedad sagrada (De morbo sacro; Perì hierēs nousou; L. VI). 35. Sobre los lugares en el hombre (De locis in homine; Perì tópōn ton kat'antrōpon; L. IV).
  • ESCRITOS DE CONTENIDO TERAPÉUTICO:
    • 36. Sobre la dieta en las enfermedades agudas (De diaeta in acutis; Perì diaitēs oxéōn; L. II). 37. Sobre el uso de los líquidos (De liquidorum usu; Perì hygrōn khrēsios; L. VI).
  • ESCRITOS QUIRÚRGICOS:
    • 38. Sobre la oficina del médico (De officina medici; Kat'ētreion; L. III). 39. Sobre las articulaciones (De articulis; Perì arthrōn; L. IV). 40. Sobre las fracturas (De fracturis; Perì agmōn; L. III). 41. Sobre la palanca (Vectiarius; Mokhlikós; L. III). 42. Sobre las heridas de la cabeza (De capitis vulneribus; Perì ton en kephalē trōmatōn, L. III). 43. Sobre las úlceras; Perì helkōn; L. III). 44. Sobre las hemorroides (De haemorrhoidibus; Perì haeimorroidōn; L. VI). 45. Sobre las fístulas (De fistulis; Perì syríngōn; L. VI).
  • ESCRITOS OFTALMOLÓGICOS:
    • 46. Sobre la visión (De visu; Perì ópsíos; L. IX).
  • ESCRITOS GINECOLÓGICOS, OBSTÉTRICOS Y PEDIÁTRICOS:
    • 47. Sobre las vírgenes (De his quae ad virgines spectant; Perì partheníōn; L. VIII). 48. Sobre la naturaleza de la mujer (De natura miliebri; Perì gynaykeiēs physiōs; L. VII). 49. Sobre las enfermedades de la mujer (De morbis mulierum; Perì gynaikeiōn; L. VIII). 50. Sobre la superfetación (De superfoetatione; Perì epikyēsios; L. VIII). 51. Sobre el parto de siete meses y Sobre el parto de ocho meses (De septimestri partu y De octimestri partu; Perì heptanēnou y Perì oktamēnou; L. VIII). 52. Sobre la embriotomía (De embryonis excisione; Perì enkatatomēs embryou; L. VIII). 54. Sobre la dentición (De dentitione; Perì odontophyíēs; L. VIII).

La recopilación de Littré termina con una serie de escritos apócrifos, relativamente antiguos -acaso del siglo III-, bajo el título de Cartas, decretos y arengas. Las Cartas se refieren a la supuesta invitación de la corte persa a Hipócrates y a la legendaria llamada de éste a Abdera, para atender una presunta enfermedad mental de Demócrito.

¿A quién deben ser atribuidos los escritos del Corpus Hippocraticum? ¿De qué época proceden? Desde Erotiano y Galeno, si no desde antes, médicos y eruditos vienen distinguiendo entre los escritos «hipocráticos» y los «no hipocráticos». El número de los primeros ha ido variando; pero hasta que la técnica filológica de fines del siglo XIX y comienzos del XX se enfrentó con el Corpus Hippocraticum -por tanto, hasta los trabajos de Fredrich, Wilamowitz, Diels, Gomperz, Schöne, etc.- era relativamente copioso el elenco de aquéllos; basta leer las listas de Littré y de Haeser. La acerada crítica textual de los filólogos se impuso sobre el tradicional deseo de los médicos, siempre sensibles al prestigio mítico del «anciano de Cos», y pronto entre los expertos prevaleció esta tajante conclusión: «De todos los escritos médicos que han llegado hasta nosotros, ninguno es de Hipócrates». O esta otra: «Hipócrates, un nombre sin obra».

Así estaban las cosas cuando los filólogos K. Deichgräber (1933), M. Pohlenz (1938) y W. Nestle (19.38), apoyados sobre una serie de argumentos nuevos o renovados -concordancias entre el famoso texto de Platón sobre el método de Hipócrates (Fedro 270 c d) y el contenido del Corpus, datos de Menón sobre la doctrina hipocrática en el Anónimo Londinense, mención expresa de ciudades y comarcas presumiblemente visitadas en sus viajes por el médico de Cos, etc.-, vinieron a concluir que una pequeña gavilla de escritos del Corpus Hippocraticum podrían ser atribuidos con cierta seguridad a Hipócrates en persona. Deichgräber tiene por genuinamente hipocráticos Epidemias I y III, Epidemias II, IV y VI, Sobre los humores, Sobre la palanca, y Sobre las heridas de la cabeza, y piensa que hay una estrecha relación entre ellos y el Pronóstico, Sobre las fracturas, Sobre las articulaciones, Sobre la naturaleza del hombre, Sobre los aires, las aguas y los lugares, Sobre la enfermedad sagrada y acaso Epidemias V y VII. Pohlenz se inclina a favor de Sobre la enfermedad sagrada, Sobre los aires, las aguas y los lugares, el Pronóstico y Epidemias I y III. Nestle afirma la autenticidad hipocrática del Pronóstico, Epidemias I y III, Sobre los aires, las aguas y los lugares, Sobre las articulaciones, Sobre las fracturas, Sobre la palanca, cierta parte de los Aforismos, Sobre la enfermedad sagrada, Sobre la dieta salubre y -mediatamente- Epidemias II, IV y VI. Pero sin negar el enorme valor histórico de los datos expuestos por Platón y Menón, al contrario, aceptándolo resueltamente, Edelstein (1939) ha discutido con indudable eficacia la presunta «certidumbre», e incluso la «alta probabilidad» de esas atribuciones. Desde el punto de vista de la crítica filológica, la «cuestión hipocrática» parece haber regresado a los términos en que estaba antes de 1933. La bibliografía ulterior a 1939 (Jones, Jaeger, Diller, Festugière, Alexanderson, Steckerl, Miller, Kühn, Joly, etc.) no parece haberla modificado gran cosa, a este respecto; pero algunos autores, como Diller, consideran hipercrítica la posición de Edelstein, y otros, como Bourgey y Knutzen, prosiguen y aun acentúan la actitud de Deichgräber, Nestle y Pohlenz.

Ruinas del Templo de Asclepio en Epidauro (Pág. 81b)

Recinto cuadrado donde surgía el Templo de Asclepio en Epidauro

¿Qué pensar, entonces, del «hipocratismo stricto sensu» que como mera posibilidad enunciamos antes? Si nos atenemos con rigor a la letra de los textos conservados, deberemos limitarnos a dos puntos: uno metódico, el esbozado por Platón en el Fedro; otro patológico-general, la doctrina acerca de la génesis alimentaria de las enfermedades y de la fundamental función fisiológica del pneuma que atribuye a Hipócrates el Anónimo Londinense. Uno y otro reaparecerán con mayor detalle en páginas ulteriores. Pero no creemos que sea empeño científicamente ilícito reconstruir con prudencia la mentalidad que esos textos revelan e indagar su posible influjo -bien por afinidad intelectual, bien por ulterior resonancia- sobre los escritos del Corpus Hippocraticum. En suma: es probable que Hipócrates no haya compuesto ninguno de los libros de la colección prestigiada por su nombre; pero esto de ningún modo significa que su persona y su pensamiento sean ajenos a lo que en esos libros se expone. El carácter indiciario y problemático del «hipocratismo stricto sensu» no excluye la licitud de un «hipocratismo lato sensu», cuya estructura trataremos de discernir y presentar.

Volvamos a nuestro punto de partida. Después de Alcmeón, y en parte determinada por el propio Hipócrates -primero por su persona, luego por su prestigio-, va constituyéndose la obra colectiva que venimos llamando «medicina hipocrática», cuya expresión literaria son, con todas sus mutuas discrepancias, los sucesivos escritos del Corpus. El más antiguo de ellos, Sobre las hebdómadas, procede seguramente de los años centrales del siglo V a. C. (Ilberg, Kranz); los más modernos, Sobre el médico. Sobre la decencia, los Preceptos, acaso fueran compuestos en el siglo I d. C. (Fleicher). Pero en relación con el grueso de ellos, el historiador puede sin duda volver al autorizado aserto de Edelstein en 1935: «Los libros (del Corpus Hippocraticum) son los restos de la literatura médica de los siglos V y IV a. C. Apenas un libro de la colección es posterior (en virtud de razones especiales, el VII de las Epidemias ha sido datado por Herzog en el siglo III). Es verdad que de algunos escritos sólo hay referencias a partir del siglo III, y de muchos sólo desde la época imperial. Pero en ellos no hay huella de doctrinas helenísticas o ulteriores; todas las opiniones que contienen son anteriores a Aristóteles (Littré I, 200-241). Respecto de algunas obras, acaso cambie el juicio en el futuro8; en su conjunto, tal afirmación parece cierta».

Partiendo de esta realidad, entremos resueltamente en el contenido del Corpus Hippocraticum -en lo sucesivo: C. H.- y tratemos de entenderlo con alguna precisión.

Medicina y «physiología»

Tanto por su forma como por su contenido, nada más dispar que los escritos del C. H. Difieren entre sí por su fecha, por la orientación de su pensamiento «fisiológico», por la escuela médica de que proceden, por el tema que preferentemente estudian -etiología, pronóstico, cirugía, anatomía, dietética, medicina interna, ginecología, deontología, etc.-, por la especie literaria a que por su intención y su estilo corresponden, por su lenguaje. Pero no parece imposible trazar el cuadro de lo que enlaza y solidariza a todos ellos, bajo tantas diferencias particulares.

Tengamos en cuenta, en primer término, los dos más genéricos rasgos comunes de sus autores: son, por una parte, griegos antiguos; son a la vez, por otra parte, médicos posteriores a la creación de la physiología presocrática. En cuanto griegos de los siglos V y IV, tienen la conciencia de que su medicina es diferente de las demás y esencialmente superior a ellas; todos hubieran hecho suya la complacencia con que Heródoto relata el triunfo que obtuvo Democedes sobre los médicos egipcios de la corte de Darío, precisamente por haber usado «remedios helénicos». Dando expresión médica al peculiar modo de ser hombre de que nació la cultura helénica y helenizando los préstamos tomados de sus vecinos, la medicina hipocrática constituye el verdadero punto de partida de toda la medicina occidental, y por tanto de la nuestra.

Varias son las notas con que los médicos hipocráticos manifestaron la condición griega de su mente. Ante todo, su común actitud frente a la realidad del mundo: la curiosidad constante de los sentidos y de la inteligencia, el espíritu de observación, la tendencia a la explicación racional de lo visto y observado. Por otra parte, la gran libertad con que cada autor expresa sus opiniones personales y la posible discrepancia entre ellas y las restantes. En tercer lugar, el gusto de todos ellos por la expresión verbal, aunque el estilo literario con que escriben no sea siempre elegante; finalmente, la visible sed de prestigio social que en todo momento opera en sus almas (Edelstein). Si se la quiere entender con alguna precisión histórica, lo primero que debe decirse de la medicina hipocrática es que fue radicalmente griega.

Pero bajo esos diversos caracteres, otro más importante y fundamental da su unidad profunda a los escritos del C. H.: todos, en efecto, fueron compuestos por médicos que de un modo o de otro habían recibido en su mente el impacto de la physiología presocrática. La medicina del C. H. es «hipocrática lato sensu» en cuanto que es «fisiológica»; es decir, en cuanto que próxima o remotamente reposa sobre la idea de la physis que durante los siglos VI y V habían elaborado los pensadores de Jonia y la Magna Grecia. Vamos a verlo examinando los rasgos principales de la idea hipocrática de la physis y mostrando luego cómo los autores del C. H. entendieron el conocimiento y el gobierno de ella.

Idea hipocrática de la «physis»

El primero y más importante de los conceptos de la medicina hipocrática es el de physis o naturaleza. Los pensadores presocráticos, desde Tales de Mileto hasta Demócrito, han enseñado que la physis es el fondo universal de donde nace cuanto hay. La physis es el principio radical, la sustancia primigenia, originante y fundamental de la realidad visible e invisible, la fuente inagotable de todas las cosas; por tanto, «lo divino» (tò theion), porque «para las antiguas religiones politeístas, ser divino significa ser inmortal, con una inmortalidad que se deriva de un inagotable caudal de vitalidad» (Zubiri).

No es difícil advertir cómo en todos los escritos del C. H. opera, dándoles su fundamento intelectual, esta idea presocrática de la physis. Metódicamente expuestas, he aquí las cinco notas principales de la visión hipocrática de la Naturaleza:

1. Universalidad e individualidad. Todas las cosas tienen su physis propia: los astros, las partes del mundo, los vientos, las aguas, los alimentos, los medicamentos, el hombre en cuanto tal -la physis humana-, el cuerpo, el alma, las distintas partes del cuerpo, cada uno de los individuos humanos, los diversos modos típicos de ser hombre, las enfermedades, los animales. Todas las cosas, por otra parte, componen, juntándose entre sí, la physis universal, la Naturaleza. Por eso el autor del libro I de las Epidemias distingue entre «la común physis de todas las cosas» y «la physis propia de cada cosa» (II, 670).

2. Principialidad. La physis es el «principio» (arkhē), no sólo de todo lo que hay, sino de cada una de las cosas que existen. «No es posible conocer la naturaleza de las enfermedades, objeto de los descubrimientos del arte, si no se conoce la Naturaleza en su indivisión, según el principio desde el cual ella se diferencia», se lee en Sobre las vírgenes (VIII, 466). Principio de la realidad y, como consecuencia, principio del conocimiento: «[...] la physis del cuerpo es el principio de la razón en medicina», se afirma en Sobre los lugares en el hombre (VI, 278). Esta principialidad de la physis no tiene sólo carácter fundamentante, posee también carácter originante: physis es un sustantivo procedente del verbo phyein, que significa nacer, brotar o crecer. Así se explica que Sobre la naturaleza del niño sea ante todo un tratadito de embriología.

3. Armonía. En su apariencia y en su dinámica, la physis es armoniosa: tiene armonía y la produce. Es, por tanto, táxis (orden) y se realiza como kósmos (aderezo, orden bello). «Los dioses han dispuesto en buen orden (en kósmos) la naturaleza de todas las cosas», dice Sobre la dieta (VI, 486). Un útero sano es un útero en kósmō (VIII, 326).

Heredando un profundo pensamiento de Anaximandro, los médicos hipocráticos darán un sentido cósmico a la idea ética y política de la justicia (díkē), llamarán «justa» o «justísima» a la physis (III, 412 y 414) y usarán como sinónimos los términos «justo» y «natural». Sobre este fundamento debe entenderse la matizada actitud de aquéllos frente a uno de los temas centrales del pensamiento griego del siglo V, la relación entre lo que en el mundo es naturaleza (physis) y lo que en él es convención humana o ley (nómos). El nómos coopera a la perfección de la physis cuando es adecuado a la «justicia» de ésta, y tal sería en su fundamento la razón de la superioridad de los europeos sobre los asiáticos (Aires, aguas y lugares); pero hay casos en que las convenciones de los hombres pueden oponerse al buen orden de la physis (VI, 476).

La Naturaleza, en suma, es armoniosa y produce armonía; por esto es sanadora («las naturalezas -la physis de cada enfermo- son los médicos de las enfermedades», dice una famosa sentencia de Epidemias VI) y, «bien instruida por sí misma, hace sin aprendizaje lo que debe hacer» (V, 314); aunque esto que la naturaleza «debe hacer» sea en ocasiones, misteriosa y terriblemente, la muerte del enfermo. De ahí la gran frecuencia con que las expresiones katà physin (conforme a la naturaleza, natural) y parà physin (contra la naturaleza, fuera de lo natural) se repiten en el C. H.

4. Racionalidad. La Naturaleza es en sí misma «razonable», posee en su seno un secreto lógos. Por esto puede haber una physiología, una ciencia en la cual el lógos del hombre, la razón humana, dice rectamente el lógos de la Naturaleza y descubre lo que hace a ésta «racional», Esta genial enseñanza de Heráclito es fundamental en los escritos hipocráticos. Así se entiende que la expresión katà lógon, «conforme a razón», signifique en ellos tanto «lo que es racional» como «lo que está de acuerdo con la Naturaleza».

5. Divinidad. La physis es en sí misma «lo divino» (tò theion). Cuando el autor de Aires, aguas y lugares niega, contra la opinión popular, que sea «divina» la impotencia de los escitas, y afirma que ninguna enfermedad es más divina o más humana que las demás, porque todas son semejantes entre sí y todas son divinas (II, 76), lo que quiere decir es que todas las enfermedades son igualmente theia (divinas), porque la realidad de todas ellas consiste en un desorden de la physis (II, 80). El mismo sentido posee la polémica del escrito Sobre la enfermedad sagrada contra la atribución de un especial carácter divino a la epilepsia. La causa de la epilepsia no es divina, sino humana; todas las enfermedades son divinas y todas son humanas. ¿Por qué? Porque todas tienen su fundamento real en la physis. La naturaleza y la causa de la epilepsia, ellas son «lo divino»; y como para remachar su pensamiento, el autor acaba diciendo que los «meteoros» en que se nos hace patente la actividad de la physis -el frío, el Sol, los vientos- son precisamente «las cosas divinas», tà theia (VI, 394). A la luz de esta profunda convicción religiosa e intelectual deben ser interpretados los varios pasajes de los escritos hipocráticos en que aparece la palabra theion (divino). Ante las curaciones espontáneas -por tanto, «naturales», obra exclusiva de la Naturaleza- el buen médico, dirá el tardío tratadito Sobre la decencia, se siente movido a reverenciar a los dioses (IX, 234).

Este carácter divino de la physis se manifiesta principalmente en lo que en ella -en sus movimientos- es necesidad inexorable, fatum superior a todas las posibilidades del hombre (anánkē): esa «divina forzosidad» de la Naturaleza por la cual acaece tanto lo que se quiere como lo que no se quiere, según la vigorosa expresión de Sobre la dieta (VI, 478). Multitud de fenómenos naturales, desde los meteoros hasta la génesis o el carácter mortal de tantas enfermedades, acontecen «por necesidad forzosa», kat' anánkēn, y frente a ellos nada podría el arte del hombre. Sin tener en cuenta esta idea hipocrática -a la postre, griega antigua: contra la anánkē no pueden luchar ni los mismos dioses, dirá Platón en las Leyes, recogiendo un dicho popular-, no podría entenderse la actitud de nuestros autores ante problemas tan fundamentalmente médicos como el diagnóstico y el tratamiento. Pronto lo veremos.

Pero la physis no es solamente divina cuando actúa movida por una forzosidad inexorable, kat'anánkēn; también lo es cuando sus movimientos, unas veces favorables y otras funestos, acaecen en virtud de otro modo de la necesidad más laxo y dominable, el que los griegos llamaron tékhnē, los latinos fortuna y nosotros solemos llamar «azar»: lo que es pudiendo no haber sido, el campo de lo que resulta accesible al arte y al gobierno de los hombres. Mediante su inteligencia y su arte (tékhnē), los hombres logran ser dueños del azar, y por esto puede haber buenos y malos médicos (I, 570). La medicina, en suma, es el arte de dominar lo que en la Naturaleza es azar, cuando éste se manifiesta bajo forma de enfermedad. Por eso el autor de Sobre el arte puede decir que para el buen médico el azar no existe.

Busto de Hipócrates (Pág. 84a)

Busto de Hipócrates
Museo Capitolino, Roma

En suma, la Naturaleza puede moverse por sí misma o por obra del hombre. El movimiento espontáneo de la physis (lo autómaton) puede ser debido a la necesidad absoluta o forzosa (anaánkē) o a la necesidad contingente o azarosa (tykhē), y tanto en uno como en otro caso la alteración puede ser favorable o nociva. Alterada por una intervención del hombre -que puede ser deliberada o fortuita y mesurada o violenta-, la physis responde con un movimiento o un estado en cuya configuración tiene unas veces como causa lo que en ella es anánkē y otras lo que en ella es tykhē, y tal es la razón por la cual el médico puede establecer una oposición formal entre las curaciones espontáneas (apò ton automátou) y las curaciones medicamentosas (hypò pharmákou). He aquí, como resumen, un cuadro que presenta todas estas posibilidades:

Cuadro sobre la physis: (Pág. 84a/b)

Conocimiento y gobierno de la «physis»

El médico hipocrático debe conocer técnicamente la alteración de la physis de sus enfermos y ayudar, también técnicamente, a que aquélla recobre su primitivo estado de salud. Un arte (tékhnē) basado en el conocimiento científico (epistēmē) y un conocimiento científico ordenado al arte; tal es la esencia de la actitud del médico hipocrático frente a la physis. Lo cual quiere decir que ese arte requiere a la vez el empleo de los sentidos (aísthēsis), de la inteligencia (nóos, diánoia, gnōmē, synesis, phrónēsis) y de la mano (kheír). Estudiemos sucesivamente el resultado de esta triple actividad.

1. En el apartado consagrado al diagnóstico estudiaremos cómo los sentidos del médico se aplicaron a la exploración técnica del cuerpo humano; por el momento, limitémonos a contemplar cómo su mente concibió la razón de ser y el resultado de esa exploración sensorial.

El autor de Sobre la medicina antigua proclama la necesidad que el médico tiene, si quiere que su saber sea exacto, de un métron, de un «canon» o «criterio de certeza», y afirma que ese métron no puede ser un peso o un número, sino «la sensación del cuerpo» (I, 588-590). Varios filólogos (Deichgräber, Müri, Jones, Festugière, Diller, Kühn) han discutido en los últimos años el sentido de tal expresión; pero la entera realidad de la medicina hipocrática obliga a interpretarla como «la sensación que el médico obtiene examinando con sus sentidos el cuerpo del enfermo». Hasta la tecnificación instrumental y mensurativa de la exploración clínica, ya en el siglo XIX, tal ha sido la regla de oro de la medicina occidental.

Aplicados a la realidad de la physis -sea ésta la del individuo enfermo o la de todo el cosmos-, los sentidos del médico perciben y distinguen los «signos» (sēmeia) por los que tal realidad se les hace patente y ordenan tales signos según tres conceptos fundamentales: el «aspecto ocasional» (kalástasis), el «modo» o «aspecto típico» (trópos) y el «aspecto específico» (eidos, idéē) de la cosa en cuestión.

Los herederos latinos de la medicina hipocrática traducirán la palabra katástasis por constitutio y, especificando más, por constitutio epidemica: la peculiar índole climática, meteorológica y clínica de un país determinado durante una determinada estación del año. Pero un examen atento de los múltiples contextos en que aparece este término hace ver que su sentido constante y básico es el de «aspecto ocasional», bien de un país, bien del cuerpo del enfermo. Más delicados problemas semánticos presentan las palabras trópos y eidos o ideē, que a veces son empleadas con una relativa sinonimia. Con todo, alguna diferencia de significación hay entre ellas; y aunque los conceptos de «género» y «especie» no adquirirán verdadera precisión hasta el siglo IV, con Platón y Aristóteles, parece lícito y resulta orientador traducir trópos por «modo» o «aspecto típico» (modos típicos de las enfermedades) y eidos e idéē por «aspecto específico», bien de una realidad natural (un animal, un hombre), bien de una enfermedad (eidē o eídea de las fiebres, de las heridas de la cabeza, de la hidropesía, etc.). Reaparecerá el tema en los apartados próximos.

2. Los cuatro conceptos antes mencionados -sēmeion, katástasis, trópos, eidos- suponen, naturalmente, cierta elaboración intelectiva de la experiencia sensorial; pero cuando la inteligencia del médico (nóos, diánoia, gnōmē, synesis, phrónēsis) quiere pasar resueltamente de la mera ordenación descriptiva a la verdadera intelección de la realidad y hacerse verdadera «razón» (lógos), entonces tiene que hacerse genuina actividad razonadora («razonamiento», logismós), y operar con los conceptos que ineludiblemente exige la explicación racional de la physis, la verdadera physiología. Cinco son los principales, entre los que, en tanto que «fisiólogos», manejan los autores hipocráticos: tres de ellos expresa y frecuentemente nombrados, el de «virtud», «potencia» o «propiedad» (dynamis), el de «causa» (aitía, próphasis) y el de «movimiento» (kinēsis); otros dos meramente aludidos, el de «elemento» (stoikheion) y el de «contraposición dual» (enantiōsis).

De una manera precientífica, dynamis es la potencia o capacidad de una cosa para mostrar lo que ella es: relinchar y verdear, por ejemplo, son dynámeis del caballo y de la hierba. Pero la mente del «fisiólogo» no podía contentarse con tan vaga y genérica noción. Dos interrogaciones tenían que surgir en ella: ¿cómo pueden ser científicamente descritas las múltiples dynámeis de la realidad?; ¿es posible establecer una teoría científica de la dynamis en cuanto tal?

Comenzaremos examinando la segunda interrogación: ¿es posible establecer una teoría científica y general de la dynamis? Tres van a ser las orientaciones principales de la respuesta. Según una, las cosas son activas porque en ellas operan ciertas dynámeis elementales cualitativamente distintas entre sí: lo caliente, lo frío, lo húmedo, lo seco, lo dulce, lo amargo y -como dice Alcmeón- «las restantes». Es, como sabemos, la respuesta alcmeónica, anterior a todos los escritos del C. H.; y en forma más elaborada, puesto que su autor clasifica las dynámeis por su modo de actuar sobre el organismo (mover, alimentar, laxar, desecar, etc.), la respuesta contenida en el escrito Sobre la dieta. Según otra, lo decisivo en la constitución real y en la explicación científica de las dynámeis de las cosas sería la intensidad, la cuantía de la acción de cada una de aquéllas: «Llamo dynamis a las extremosidades y a la fuerza de los humores», dice el autor de Sobre la medicina antigua (I, 262), el escrito en que esta concepción cuantitativa más explícitamente aparece. Según la tercera, la dynamis o «virtud» de cada cosa se hallaría compuesta por dynámeis particulares, y éstas serían materias elementales, «principios materiales activos», si vale decirlo así; tal es el caso en Sobre la naturaleza del niño. Una teoría cualitativa, otra cuantitativa y otra sustancial de la dynamis; estas dos últimas, más o menos conexas con aquélla.

Mapa «biográfico» de Hipócrates (Pág. 85a/b)

Volvamos ahora a la primera interrogación: ¿cómo pueden ser científicamente descritas las dynámeis de las cosas? Los «fisiólogos» presocráticos -y tras ellos, los médicos hipocráticos- trataron de resolver el problema mediante dos conceptos: el de «cualidad elemental» (lo caliente, lo frío, lo húmedo, lo seco, lo dulce, lo amargo, etc.) y el de «contraposición dual» o enantiōsis de pares de dynámeis opuestas entre sí (caliente-frío, húmedo-seco, etc.). La palabra enantiōsis no aparece expresamente en los escritos del C. H.; pero sin ese concepto no hubiera sido posible construir la medicina en ellos contenida.

Apolo, dios de la Medicina (Pág. 86a)

Apolo, Dios de la Medicina
Bronce del s. V a. C.
Museo del Louvre, París

Algo semejante cabe decir respecto del término stoikheion, «elemento». La physis es una; la apariencia de las cosas naturales (la nube, el caballo, el olivo, el hombre, la roca), enormemente diversa. ¿Cómo armonizar aquella unidad y esta diversidad? Admitiendo que la physis, sin mengua de su insondable unidad radical, se realiza en «elementos» (stoikheia), en «cosas» físicamente irreductibles a realidades más simples: las «cuatro raíces» -agua, aire, tierra y fuego- de Empédocles; las «homeomerías» de Anaxágoras, los «átomos» de Leucipo y Demócrito. Más o menos explícitamente, la noción de «elemento» se halla en varios escritos del C. H.; implícitamente, en todos.

No menos importante es el concepto de «causa» (aitia, próphasis); sin él, como luego dirá Aristóteles, el saber hacer una cosa es pura empeiría («habilidad rutinaria») y no llega a ser verdadera tékhnē («arte», en el sentido antiguo de esta palabra). Aitia significa más bien «causación» o «causa en general»; próphasis es la «causa ocasional» o el «motivo». Por eso puede a veces hablarse de fiebres o de dolores de cabeza «sin próphasis», esto es, sin ocasional motivo aparente (IX, 32 y 64).

El efecto visible de una causa es el movimiento (kinēsis) de la realidad sobre que actúa, entendida la palabra «movimiento» en su sentido más general. El término kinēsis aparece con mucha frecuencia en los escritos del C. H., casi siempre sin la menor pretensión técnica; pero hay casos en que apunta en él una significación netamente «fisiológica», bien de carácter cosmológico (Sobre las carnes), bien de orden embriológico (Sobre la dieta, Sobre el alimento), bien de índole psicológica (Sobre la enfermedad sagrada, Sobre la dieta). Desde el punto de vista de la noción de kinēsis. los médicos hipocráticos constituyen un eslabón intermedio entre los filósofos presocráticos y Platón y Aristóteles.

Adiestrado por el aprendizaje, el médico hipocrático aplica sus sentidos y su inteligencia al conocimiento de la physis. En ese empeño, ¿actuó con un verdadero método? La respuesta a esta interrogación -que no puede ser sino afirmativa- puede seguir dos vías: la que brinda un texto del Fedro platónico y la que por sí mismos ofrecen los escritos del C. H.

Platón hace decir a Sócrates que para conocer la naturaleza del alma hay que seguir el mismo método que Hipócrates sigue para conocer la naturaleza del cuerpo: saber si es simple o multiforme la cosa que se quiere conocer; si es simple, indagar cómo se conduce cuando actúa por sí misma y cuando es pasivamente modificada; si es multiforme, enumerar sus distintas formas y estudiar análogamente, respecto a cada una de ellas, su acción y su pasión. En cualquier caso, para conocer rectamente la naturaleza del cuerpo -o la del alma- sería necesario conocer «la naturaleza del todo» (Fedro, 270 b-d). El texto platónico ha sido ampliamente discutido por los filólogos. Ese «todo» cuyo conocimiento es necesario, según Hipócrates, para conocer la naturaleza del cuerpo, ¿es tan sólo el «todo del cuerpo», como piensa Edelstein, o es el «todo del Universo», como sostiene la mayoría de los intérpretes? Y, por otra parte, ¿es posible encontrar huellas de la aplicación de ese método en algún escrito de la colección hipocrática? Un examen atento de Sobre la naturaleza del hombre y Sobre los lugares en el hombre permitiría dar una respuesta afirmativa -sólo tenuemente afirmativa- a esta última interrogación.

Mas también es posible seguir el otro camino y examinar con atención la «conciencia metódica» que por sí mismos expresan los escritos hipocráticos (Kühn, Diller). En esta conciencia -más ingenua en los escritos del siglo V, más crítica y problemática en los del siglo IV- cabe señalar cuatro puntos esenciales:

  1. Atenta observación de la realidad, mentalmente orientada por la regla de buscar «lo semejante» y «lo desemejante» (lo que en la cosa observada se asemeja a su estado habitual o se aparta de él);
  2. Conversión del dato observado en «signo indicativo» (sēmeion) de lo que la cosa interiormente es, y si es posible en «signo probatorio» (tekmērion);
  3. Imaginación más o menos plausible -a veces, francamente arbitraria y disparatada, como ha mostrado Joly- del mecanismo interno en cuya virtud el sēmeion es verdaderamente significativo de lo que en aquella ocasión significa para quien lo está observando. La vía más común para este ejercicio de imaginación es la comparación entre la realidad que se ve y otra más sencilla, procedente de la experiencia cotidiana (culinaria, artesanal, etc.);
  4. Ocasionalmente, adición a esa construcción imaginativa de algún experimento que a los ojos de su autor parezca confirmarla. De las varias docenas de experimentos descritos en el C. H. algunos son certeros e ingeniosos (p. ej., el que en Sobre el corazón demuestra la función oclusiva de las válvulas sigmoideas de la aorta); pero hay muchos casos en que la maniobra experimental no pasa de ser una «analogía provocada», un recurso para hacer patente, aunque sea con arbitrariedad, el a priori interpretativo del autor.

3. El médico no puede contentarse con el conocimiento racional (lógos) de la realidad; para él, el término del lógos es la obra (érgon), y la conveniente relación entre uno y otra es el «arte» (tékhnē). En su caso, la tékhnē iatrikē, ars medica o «arte de curar». Páginas atrás vimos cómo durante el siglo V -recuérdese el famoso coro de la Antígona de Sófocles- va adquiriendo relieve en la mente griega el problema de la tékhnē. Con su reflexión filosófica acerca de ésta, Platón y Aristóteles serán la culminación intelectual de este proceso. Pero tanto la visión platónica como la visión aristotélica de la tékhnē tienen su precedente inmediato en dos importantes sucesos de la vida griega durante la segunda mitad del siglo V: el rápido desarrollo de la medicina como «técnica» y el auge de la sofística.

¿Qué fue la tékhnē para los médicos hipocráticos? Desde el punto de vista de su estructura formal, un saber hacer -en este caso, un saber curar al enfermo-, en el que se articulan la razón (lógos) y la obra (érgon), el pensamiento (phrónein) y la operación (poiein), la inteligencia (nóos, gnōmē, diánoia) y la mano (kheír). Sin habilidad manual, no hay buen médico, y de ahí que el término kheirotekhnēs (experto en el uso de la mano) y el de iētrós (médico) sean muchas veces sinónimos. El médico debe poseer, para serlo con excelencia, «eurritmia de las manos» (IX, 236).

Desde el punto de vista de su contenido, la tékhnē del médico es servicio a la naturaleza e imitación de ésta. El médico es «servidor del arte» (Epidemias I); y a través del arte, servidor de la naturaleza, de la divina physis. Es buen médico el que lo es physikós (VIII, 444); es buena medicina la que actúa katà physin, ayudando a lo que la naturaleza hace por sí misma (VI, 92). Desde el punto de vista de su contenido, la tékhnē del médico se halla invenciblemente limitada por lo que en la naturaleza es forzosidad inexorable (anánkē) y tiene su campo en lo que dentro de la naturaleza es azar o fortuna (tykhē). «El arte ama al azar, y el azar al arte», dice una sentencia del cómico Agatón. Todos los médicos hipocráticos la hubieran hecho suya. Al estudiar el diagnóstico y el tratamiento veremos cómo adquirió realidad concreta esta idea del «arte de curar».

La constitutiva pertenencia del lógos -por tanto, del saber racional, de la «ciencia»- al arte de curar pone ante nosotros el tan discutido problema de la relación entre la medicina hipocrática y la filosofía. Examinémoslo sumariamente.

Sin el precedente inmediato de la physiología presocrática, la medicina griega no hubiese llegado a ser tékhnē. Así lo acredita, en el orden de los hechos, la influencia directa de no pocos filósofos presocráticos -Pitágoras, Heráclito, Empédocles, Anaxágoras, Diógenes de Apolonia, Arquelao, Demócrito- sobre los más diversos escritos del C. H. El problema consiste en determinar el alcance y el modo de tal influencia.

A este respecto, Deichgräber distingue en los escritos hipocráticos dos actitudes discrepantes entre sí. Para una de ellas, «sin medicina no hay filosofía»; para la otra, «sin filosofía no hay medicina», y su lema es: «filosofía en la medicina, hasta donde sea necesario». En cuanto a los escritos del siglo IV, la distinción es tan aguda como certera; pero considerando los de fecha anterior -Aires, aguas y lugares, Epidemias I y III, Enfermedad sagrada, Pronóstico, escritos quirúrgicos- tal vez sea conveniente distinguir en el C. H. dos situaciones históricas y dos disposiciones mentales. En la primera, el médico expone su saber directa, tácita y aproblemáticamente apoyado en lo que sobre la naturaleza le han enseñado los physiológoi jónicos o sicilianos. En la segunda, en cambio, la ineludible relación de la medicina y la filosofía se le ha hecho problemática. Tres sucesos han tenido parte en ello: la mayor riqueza y complejidad del saber médico, la transición del saber filosófico del «orden de la naturaleza» (physiología) al «orden del ser» (ontología) y la influencia de la sofística, con su acusada preocupación por el «método» del saber y con el desplazamiento de su atención desde los meteōra a la vida del hombre.

Dentro de esta segunda situación, los autores del C. H. van a adoptar actitudes distintas. Tres grupos principales pueden señalarse entre ellos:

  1. Los que pretenden hacer de la filosofía fundamento expreso e ineludible del saber médico (Sobre las carnes, Sobre las ventosidades, Sobre la dieta);
  2. Los que, polemizando a veces contra algún filósofo en nombre del saber médico (contra Meliso, por ejemplo, en el caso de Sobre la naturaleza del hombre), no vacilan en recurrir a nociones y modos de pensar más o menos «filosóficos» (Sobre la naturaleza del hombre, Sobre los lugares en el hombre);
  3. Los que tratan de hacer de la medicina un saber independiente de la filosofía; y a la cabeza de ellos, el autor de Sobre la medicina antigua.

«Todo lo que acerca de la naturaleza han dicho los filósofos y los médicos -dice este último escrito- pertenece menos a la medicina que al arte de escribir». Frente a los que tratan de fundar la medicina sobre una hypóthesis especulativa, él, atenido sólo a la experiencia, a la sana reflexión y a la «sensación del cuerpo», va a enseñar «el principio y el camino» del arte de curar y lo que en verdad es la naturaleza del hombre. Empirismo puro, al parecer, y total independencia de la medicina respecto de la filosofía. Pero un examen atento del escrito permite advertir que lo que su autor quiere no es hacer medicina sin filosofía, sino llegar a una filosofía (del hombre) partiendo exclusivamente de la medicina: la muestra más clara de la importancia que para un médico del siglo IV -tal es hoy la opinión general respecto de la fecha del escrito- ha llegado a tener su saber. Bastante más tarde, el autor de Sobre la decencia llegará a decir orgullosamente que «el médico que a la vez es filósofo es igual a los dioses».

Apoyado en la filosofía del siglo V -en la physiología-, el médico hipocrático hace de la medicina una ciencia aplicada, una tékhnē, y con su saber técnico da algún material al pensamiento de los filósofos del siglo IV, con Platón y Aristóteles a su cabeza. Tal es, vista en su conjunto, la línea de la tan discutida relación entre la medicina hipocrática y la filosofía.

Antropología hipocrática

Una famosa sentencia de los Preceptos afirma que «donde hay amor al hombre, hay amor al arte». El amor al hombre es -debe ser, más bien- el fundamento del arte de curar. El conocimiento del hombre debe constituir, por tanto, la base del saber médico. Estudiemos, pues, lo que el hombre, tanto en estado de salud como en estado de enfermedad, fue en la mente del médico hipocrático.

Antropología general

Como para todos los griegos, para el médico hipocrático el hombre fue un retoño viviente de la physis universal, un phyon; una realidad, por tanto, que tiene esencialmente que ver con todas las que integran la naturaleza, en especial con el resto de los animales y con las plantas, y caracterizada por su capacidad de pensar, hablar y gobernar con sus manos el mundo en torno. Veamos cómo esta idea básica de la naturaleza humana se realiza en cuatro direcciones del pensamiento: la génesis del hombre, la relación entre el hombre y el cosmos, la estructura de la physis humana y la dinámica de esa physis.

1. Sólo dos escritos -Sobre la dieta y Sobre las carnes- esbozan una idea de lo que pudo ser la formación de la especie humana en el proceso de la cosmogénesis. Apoyado en Empédocles y Anaxágoras, el autor del primero enseña que la forma humana es el resultado de una configuración de elementos cósmicos anteriores a ella, que por obra de una «divina forzosidad» se mueven y combinan en un constante proceso de «mezcla», «separación de formas» y «disolución» o muerte. Más compleja es la doctrina antropogónica de Sobre las carnes, muy influida por Heráclito, menos por Arquelao y Empédocles, en la cual el mutuo juego de dos materias orgánicas básicas, «lo grasiento» (liparón) y «lo coloideo» (kollōdes) tiene papel principal.

Crátera corintia (Pág. 88a)

Preparativos de un banquete.
Detalle de la decoración de una crátera corintia del s. V. a. C.
Museo del Louvre, París

Mayor precisión alcanzan las ideas embriológicas de los autores hipocráticos. Para ellos, las dos «semillas», la masculina y la femenina, colaboran, mezclándose entre sí, en la formación del embrión; pero el pensamiento acerca de la procedencia de esas «semillas» no es en todos coincidente. Erna Lesky ha distinguido en el pensamiento antiguo tres orientaciones principales acerca de la procreación:

  1. La teoría encéfalo-mielógena, que atribuye el origen de la semilla al cerebro y la medula espinal;
  2. La teoría de la pangénesis, según la cual la materia fecundante procedería de todas las partes del cuerpo;
  3. La teoría hematógena, para la cual el esperma tiene su fuente en la sangre.

De la primera, más arcaica, quedan tenues restos en Aires, aguas y lugares y en Sobre la generación. La segunda, tal vez procedente de Anaxágoras y Demócrito, es la que en definitiva prevalece entre los médicos, tanto en la escuela de Cnido como en la de Cos. De la tercera -Pitágoras, Diógenes de Apolonia, Aristóteles- no parece haber huella en el C. H.

Las semillas masculina y femenina se mezclan entre sí y dan lugar al embrión (Sobre la dieta, Sobre la generación, Sobre la naturaleza del niño). Bajo la acción del calor uterino, la mezcla de las dos semillas se contrae y condensa, y en su seno el aire procedente de la respiración de la madre se transforma en pneûma. Tan pronto como el pneûma se ha formado en cantidad suficiente, se fragua un conducto por donde entrar y salir (respiración del embrión). Nutrido por la sangre catamenial que durante el embarazo no sale al exterior, el embrión crece por asimilación de lo semejante, se articula, se endurece y -como el árbol, cuando éste se forma a partir de la semilla- se ramifica.

Dentro de este esquema embriológico deben ser entendidas las varias cuestiones particulares que entre los «fisiólogos» y los médicos griegos de los siglos V y IV suscitó el problema de la ontogénesis: la determinación del sexo, la biología de la oposición entre el lado derecho y el lado izquierdo del cuerpo y la herencia de los caracteres somáticos.

El sexo del embrión corresponde al de aquel de sus progenitores cuya semilla predomina al mezclarse ambas en el útero materno. Procedente tal vez de Alcmeón y tácitamente apoyada en un esquema mental muy arraigado en el pensamiento griego -el «mecanismo del predominio» o epikráteia, fiel expresión de la profunda mentalidad agonal del pueblo helénico-, tal es la idea que acerca de la ontogénesis del sexo domina en el C. H. Debe añadirse, no obstante, que tanto Sobre la generación como Sobre la dieta atribuyen un carácter a la vez masculino y femenino -con el respectivo predominio de uno u otro, según el «esperma» sea del varón o de la hembra- a la semilla de uno y de otro sexo.

Con estas ideas se halla estrechamente relacionada la atribución de un carácter «masculino» al lado derecho del cuerpo y de un carácter «femenino» al izquierdo. Esta arcaica concepción, elevada a doctrina «fisiológica» tanto en el círculo pitagórico como en Jonia (Parménides, Anaxágoras), pasó luego a los médicos hipocráticos, especialmente a los de la escuela de Cos (Aforismos, Epidemias VI).

No menos preocupó a los hipocráticos el problema de la herencia de los caracteres somáticos. ¿Por qué los hijos se parecen a los padres? Para el autor de Sobre la generación, la transmisión de dichos caracteres es una «forzosidad» (anánkē), regida por el «principio del predominio» y determinada por un mecanismo en el que se combinan la preformación (la «forma» del progenitor está en su propia semilla), la localización (la semejanza entre el hijo y sus progenitores se produce «por partes») y la bisexualidad (cada una de las dos semillas es a la vez masculina y femenina). Sería necio considerar al autor de Sobre la generación un Wilhelm Roux avant la leltre; pero también sería injusto no ver en él un hombre que sabe observar la realidad y pensar agudamente sobre ella.

2. Así engendrado y constituido, el individuo humano es una parte del cosmos envuelta por él y con él constantemente relacionada. ¿Cómo los médicos hipocráticos entendieron la relación entre el hombre y el cosmos?

Por lo pronto, haciendo suya la viejísima concepción del microcosmos: la visión del cuerpo del hombre como una copia en miniatura del Universo o macrocosmos. El término «microcosmos» (mikrós kósmos) procede inmediatamente de Demócrito, pero la noción es muy anterior a él. Aparece, por lo pronto, en el más arcaico de los escritos del C. H., Sobre las hebdómadas, y Götze pudo demostrar en 1923 que esa parte del escrito en cuestión es versión casi literal de un pasaje del Gran Bundahishn, el texto iranio en que se describe el origen del mundo. La procedencia oriental de una parte del pensamiento griego quedaría así documentalmente comprobada. Años después, en 1938, Kranz demostró, considerando también la versión del pensamiento microcósmico contenida en Sobre la dieta y un fragmento de Quérilo de Samos, que el problema es harto más complejo de lo que había pensado Götze; y esa complejidad iba a subir de punto por obra de los estudios ulteriores al de Kranz. Se ha visto, por una parte, que la idea microcósmica del hombre se halló muy difundida en la Grecia de los siglos VI y V (el propio Kranz, Allers, Hommel, Olerud, Joly); se ha venido a pensar, por otro lado, que debe admitirse, más bien que un juego de influencias textuales y préstamos, un común origen arcaico de esa idea, configurado luego de manera más o menos concordante o diversa por la peculiaridad y las vicisitudes históricas del pueblo en cuestión (Nygren, Olerud, Hartman, Windegren, Molé, Filliozat, Duchesne-Guillemin).

En cualquier caso, y por lo que toca al C. H., la visión del hombre como microcosmos no se limita a Sobre las hebdómadas y Sobre la dieta (el hombre como «imitación del todo», apomímēsis tou hólou). Toda una serie de textos, procedentes de los más diversos escritos, atestigua la general fidelidad a esa doctrina: una misma «forzosidad» gobierna la dinámica y el paralelismo de los elementos del cosmos y los humores del cuerpo humano (Naturaleza del hombre); la consideración de las «cosas celestes» es necesaria para saber lo que es el hombre (Sobre las carnes); hay una estrecha relación entre el ciclo anual de las estaciones, la dinámica de los humores y la génesis de las enfermedades (Naturaleza del hombre, Humores, Epidemias, Aforismos); el estómago «equivale» a la tierra (Humores); el número siete es esencial en el ritmo del cosmos y en el del hombre (Parto de ocho meses, Carnes, Glándulas, Enfermedades IV, Generación, Mujeres estériles, etc.); el mes lunar posee una «virtud propia» sobre las funciones del cuerpo (Parto de siete meses), etc. Explícita o implícitamente, la antropología del C. H. se halla traspasada por la concepción microcósmica de la naturaleza humana.

3. ¿Cómo los hipocráticos entendieron la estructura propia de la physis humana? Para responder adecuadamente a esta interrogación, debemos tener en cuenta que la distinción moderna entre «anatomía» y «fisiología» no existió para el médico antiguo. «Donde nosotros tenemos dos palabras, anatomía y fisiología -escribía, hace ya cien años, Ch. Daremberg-, ellos no tuvieron más que una, physis, naturaleza». Sólo después de esta advertencia puede procederse a exponer por separado la eidología, la estequiología y la dinámica de la physis humana, tal como las entendieron los hipocráticos.

a) Llamamos ahora «eidología» al conocimiento científico de la forma del hombre. Dos cuestiones se nos plantean: ¿cómo los hipocráticos vieron el cuerpo y sus partes?; ¿qué supieron acerca de éstas?

Por lo pronto, todos supieron ver la unidad y la totalidad del cuerpo: la expresión «el todo del cuerpo» es habitual en los escritos del C. H. En el cuerpo del hombre -dice Sobre la dieta- «el todo se diversifica en partes, y de las partes se origina el todo». No puede extrañar que esta totalidad a la vez unitaria y diversa del cuerpo sea en ocasiones designada con verdaderos neologismos técnicos, como holomelíēs, «totimembridad», ni que la biotipología, como pronto veremos, fuese una creación de los médicos hipocráticos.

El cuerpo humano está compuesto de partes, que nosotros hemos llegado a conocer mediante la disección (en griego, anatomē). ¿Practicaron los hipocráticos la disección de cadáveres humanos? La cuestión, que comenzó a ser discutida por Riolano hijo (1649), debe ser resuelta de manera negativa. Los textos sobre que se basaba la opinión contraria (Sobre las articulaciones, Sobre el corazón) no pueden resistir una crítica rigurosa. El saber anatómico de los hipocráticos -siempre al servicio de la práctica médica, nunca concebido como una «ciencia anatómica» de carácter teorético- tuvo como fuentes el ejercicio de la medicina, la visión directa de huesos humanos, la experiencia cinegética y culinaria y, sólo en muy contados casos, la experimentación en animales. La actitud religiosa y ritual frente al cadáver humano impidió en Grecia, hasta bien entrado el período helenístico de su cultura, la práctica de la disección.

Cada una de las partes del cuerpo tiene su physis propia, la cual depende tanto de su peculiar composición humoral como de su «figura». Dynamis («potencia») y skhēma («figura») son los dos conceptos que rigen la fisiología de los órganos, según el autor de Sobre la medicina antigua. De ahí no pasó la morfología general de los hipocráticos.

Figura en terracota de una mujer encinta (Pág. 89b)

Mujer encinta. Terracota de Beocia
Museo del Louvre, París

En conciso resumen sistemático, he aquí el disperso y muchas veces erróneo elenco de los saberes anatómicos del C. H.:

  • Osteología y artrología. Es bien descrita la estructura de los hueso: del cráneo y bastante bien diseñada -aunque extremando hasta el error su diversidad individual- el trazado de las suturas craneales. Son nombrados o aludidos, entre los huesos de la cabeza, los de la nariz, el etmoides, los maxilares superior e inferior. Del raquis se da una sumaria descripción de conjunto. Difieren los datos acerca del número de vértebras (el más alto de ellos consigna veintidós) y son mencionados el cuerpo vertebral y las apófisis espinosas. Consta la distinción entre costillas verdaderas y falsas. Es deficiente, en general, el conocimiento de los huesos de las extremidades. Son precisamente nombradas, en cambio, varias formas típicas de la conexión articular (artrodia, gínglimo, sínfisis).
  • Miología. Los músculos y las partes blandas («carnes») no son siempre bien distinguidos. Aparecen nombrados o sumariamente descritos los músculos temporales, los maseteros, «los del húmero», el pectoral mayor, los flexores de la mano y los dedos, el psoas, lo músculos del raquis, del muslo y de la pierna, el tendón de Aquiles. El término neurón significa casi siempre «tendón» o «ligamento».
  • Esplancnología. La descripción del tubo digestivo es deficiente y errónea (es descrita, por ejemplo, una conexión entre el estómago y los riñones mediante fibras y vasos). Son nombrados el estómago, el yeyuno, el colon y el recto, así como el peritoneo y el mesenterio. El hígado, a cuyas eminencias o lóbulos se alude, es considerado como fuente de la sangre. El bazo, con su forma de suela, aparece mencionado con frecuencia, y también las amígdalas y los ganglio linfáticos del cuello.
    • Hállanse aceptablemente descritos la epiglotis, la tráquea y los bronquios, aunque en ocasiones la tráquea no sea bien distinguida del esófago; hasta de una comunicación directa entre la tráquea y la vejiga urinaria se habla en Sobre la naturaleza de los huesos. De los pulmones se dice que tienen cinco lóbulos y estructura esponjosa. Hay una referencia a la comunicación vascular entre los pulmones y el corazón en Sobre la enfermedad sagrada. El corazón viene breve, pero acertadamente descrito en el tratado que lleva su nombre. La disposición y la función de las válvulas semilunares quedan en él muy clara y precisamente consignadas.
    • Harto menos satisfactorias son las noticias acerca de los vasos sanguíneos (phlébes). Tres etapas pueden ser señaladas, con Littré, en la angiología de los antiguos griegos. En la primera, prehipocrática, imperó la idea de que todos los vasos proceden de la cabeza y se cruzan a su paso por el tronco. En la segunda -Diógenes de Apolonia, autores hipocráticos- dominan concepciones distintas entre sí, representadas en el C. II. por Sobre la enfermedad sagrada (dos «venas» principales, una derecha, procedente del hígado, otra izquierda, nacida en el bazo, las cuales se distribuyen hacia arriba y hacia abajo), Sobre la naturaleza del hombre (cuatro pares de «venas» procedentes de la cabeza y otras «que vienen del vientre y se distribuyen por el cuerpo en gran número») y Sobre la naturaleza de los huesos (el corazón como «fuente» de un vaso que atraviesa el diafragma). En la tercera etapa -Aristóteles-, la descripción se acerca a la realidad bastante más que en las precedentes.
  • Neurología. La visión hipocrática del sistema nervioso es muy deficiente. Las meninges -una gruesa y otra delgada- fueron conocidas por los autores de la colección. Los datos más precisos acerca de la anatomía del cerebro se hallan en Sobre la enfermedad sagrada. La medula espinal nace del cerebro y se halla provista de cubiertas (Sobre las carnes). Los nervios son ordinariamente confundidos con los tendones y los vasos, pero no deja de existir en el C. H. algún conocimiento de los más visibles. En el ojo son discernidas tres cubiertas, seguramente la esclerótica, la córnea y la coroides. No está claro que el cristalino sea mencionado en Sobre las carnes. Partes del oído son su porción ósea y la membrana timpánica, piel delgada y la más seca del cuerpo, según Sobre las carnes. El alma (psykhē) es considerada como una «parte del cuerpo» en Sobre la dieta.

En sumarísimo compendio, tal fue el disperso saber anatómico de los hipocráticos. En él -acabamos de verlo- se mezclaron la observación, la conclusión analógica y la imaginación, tantas veces arbitraria y extraviada. Pero este abuso de la imaginación, ¿no fue, aunque descarriado, un modo de afirmar, con el autor de Sobre los lugares en el hombre, que la physis del cuerpo debe ser para el médico el principio de su saber?

b) Llamamos «estequiología» al conocimiento científico de los elementos (stoikheia) que componen el cuerpo humano. Páginas atrás contemplamos el problema intelectual de que fue respuesta el concepto de stoikheion: la necesidad de encontrar un eslabón intermedio entre la unidad radical de la physis, por un lado, y la ilimitada variedad en la apariencia de las cosas visibles, por otro. Tomada o no del propio Empédocles la noción de «elemento», limitado el número de éstos, en ocasiones, a uno o dos, varios escritos del C. H. hacen suya la creación intelectual del filósofo de Agrigento. De los cuatro elementos de Empédocles se habla en Sobre las carnes y Sobre el parto de ocho meses; del agua y el fuego, en Sobre la dieta. También tienen esa condición de entes físicamente irreductibles las dynámeis elementales, que a veces son mencionadas en número indefinido (Sobre la medicina antigua) y que en su enumeración canónica (Sobre la naturaleza del hombre; luego Galeno) quedarán reducidas a los dos pares que forman lo caliente y lo frío, lo húmedo y lo seco.

Junto a estos «elementos primarios» de la physis universal, y para explicar la constitución y las funciones del hombre y, en general, de los seres vivientes, los autores hipocráticos -la mayor parte de ellos- introducen una noción nueva, a la que Galeno, siglos más tarde, también dará el hombre de stoikheion: la noción de «humor». Tres cuestiones principales plantea al historiador de la medicina hipocrática la teoría humoral del organismo humano: ¿qué es en el C. H. un humor?; ¿cuántos y cuáles son los humores que componen el cuerpo del hombre?; ¿de dónde procede la visión humoral de la anatomía y la fisiología humanas?

¿Qué es un humor? Pasando por alto el no fácil problema léxico que esta interrogación plantea -porque los escritos hipocráticos emplean para nombrar el «humor» muy distintos términos: khymós, (el más frecuente), tò eón, tò hygrón, ikmás, ikhōr, khylós-, podemos decir que el humor es un «elemento secundario» del cuerpo animal, caracterizado por su fluidez, su miscibilidad y su condición de soporte o sustrato material de las cualidades elementales antes nombradas. Es, por supuesto, «elemento», porque en la vida normal del organismo el humor no se descompone en otras sustancias más simples; pero lo es de un modo «secundario». Según una tradición que parte de Galeno y llega hasta Sigerist, cada uno de los humores sería una mezcla, en proporción variable, de los cuatro elementos empedocleicos. Frente a la opinión contraria de algún filólogo contemporáneo (C. W. Müller), así debe seguir admitiéndose; de otro modo no podría entenderse que en ciertos procesos patológicos pueda «corromperse» un humor elemental o que de ellos se originen a veces cuerpos térreos, como los cálculos o «piedras». La fluidez de los humores permite su movimiento en el cuerpo, y su natural miscibilidad hace que su modo normal de existir en el cuerpo sea la «mezcla» o krásis.

¿Cuántos y cuáles son los humores? Cuatro esquemas típicos es posible distinguir en el C. H.: el tetrádico de la escuela de Cos (Naturaleza del hombre, Humores), según el cual los humores serían cuatro, la sangre (haima), la pituita o flema (phlégma), la bilis amarilla (xanthē kholē) y la bilis negra (mélaina kholē); el tetrádico de la escuela de Cnido (sangre, pituita, bilis y agua); el ternario, coico o cnidio, de Sobre la enfermedad sagrada, Pronóstico y Epidemias I y III (pituita, bilis y sangre) y el diádico de ciertos escritos cnidios, como Sobre las afecciones internas y Enfermedades I y III (pituita y bilis). En cualquier caso, la sangre es caliente y húmeda; la pituita, fría y húmeda; la bilis amarilla, caliente y seca; la bilis negra, fría y seca. Parece muy probable que, en su desarrollo histórico, la teoría humoral comenzase siendo diádica (orígenes de la escuela de Cnido, en la primera mitad del siglo V) y terminase -para pasar así a la posteridad- con la antes mencionada enumeración tetrádica que se lee en Sobre la naturaleza del hombre.

¿De dónde procede la doctrina humoral? Dos respuestas se han dado a esta interrogación, una de carácter empirista y otra de índole histórico-cultural. Según la primera, la observación de lo que acontece cuando se administra un vomitivo muy enérgico (el enfermo vomita sucesivamente pituita, bilis amarilla, bilis negra y sangre; así razona el autor de Sobre la naturaleza del hombre) y el examen atento del proceso de la coagulación de la sangre (Neuburger, Fahraeus, Vogel), habrían sugerido a los médicos hipocráticos la idea de atribuir una composición humoral al cuerpo y sus partes. Según la segunda, el historiador debe tener presente, ante todo, la extraordinaria semejanza entre la estequiología hipocrática y la doctrina india de los tres elementos radicales del Universo (tridhâtu), el viento, el fuego y el agua, los tres principios elementales del organismo, el soplo (prâna), la bilis (pitta) y la pituita (kapha o shleshman), y los tres desórdenes cardinales (tridosa) de la salud. En un período ulterior, los médicos indios añadieron la sangre (rakta) a los tres mencionados humores. ¿Qué pensar de tan notable paralelismo? No han faltado los partidarios de la doctrina del préstamo, bien de los indios a los griegos, bien de los griegos a los indios (recepción de las doctrinas cosmológicas griegas, a raíz de las campañas de Alejandro: Sticker); pero acaso sea más razonable pensar, con Kirfel, y en parte con Filliozat, que el humoralismo de los griegos y el de los indios fueron los dos términos independientes a que condujo la elaboración «griega» y la elaboración «india» de una misma doctrina acerca de la constitución del mundo, propia de un área cultural extendida en una época más o menos «prehistórica» desde el Mediterráneo hasta el Ganges.

c) Resultado de un enlace sistemático entre la visión del organismo humano en su conjunto y la doctrina humoral fue la biotipología de los hipocráticos. Tres fueron los principales campos en que se expresó su pensamiento biotipológico:

  • El sexo;
  • El tipo racial; y,
  • El tipo temperamental.

Los varones no difieren de las mujeres sólo por su forma, también por su constitución. Las opiniones de los autores del C. H. a este respecto no son concordantes entre sí: unos afirman, con el sentir general de los physiológoi presocráticos, que la physis del varón es más cálida que la de la mujer; otros sostienen lo contrario. Y entre los seguidores de la primera opinión, los hay que interpretan ese presunto hecho a favor de una hipótesis más «constitucional» (Naturaleza del niño), y otros mediante una explicación más «condicional» (Sobre la dieta; influencia del régimen de vida sobre la diversidad de los sexos). Por lo demás, para el autor de Sobre la dieta no hay, desde un punto de vista sexual, «varones puros» y «mujeres puras»; en cada individuo humano, uno y otro sexo existirían en proporciones distintas. En la historia de Occidente, tal es la primera doctrina «fisiológica» -ya no mitológica- acerca de la radical intersexualidad del individuo humano.

Fundida con el sexo, la segunda de las diferencias típicas de la naturaleza humana es la raza; y aunque en el C. H. no haya una doctrina etnológica bien elaborada, sí existe el primer esbozo histórico de ella: la conocida contraposición que entre los «europeos» y los «asiáticos» establece el autor de Aires, aguas y lugares y la caracterización de los escitas y de los habitantes de la desembocadura del Fasis contenida en ese mismo escrito. Dos ideas principales orientan esta famosa descripción: la primera, que las peculiaridades somáticas y psíquicas de los hombres dependen en muy amplia medida del medio geográfico en que viven y de los hábitos sociales y políticos (nómoi) del pueblo a que pertenecen; la segunda, que tales peculiaridades y diferencias llegan a ser transmisibles por herencia, cuando persiste durante mucho tiempo la causa que las ha producido, porque el semen -recuérdese lo dicho- procedería de todas las partes del cuerpo. Como «europeo» orgulloso de su condición, el autor de Aguas, aires y lugares se complace describiendo, interpretando y proclamando la superioridad moral de los hombres de Europa sobre los de Asia.

Pero además de diferir por el sexo y por la raza, los hombres difieren típicamente entre sí por lo que nosotros -heredando un nombre antiguo: temperamentum, el modo cómo están «atemperadas» entre sí las distintas cualidades elementales de una cosa- solemos llamar «temperamento». Las ideas de los hipocráticos acerca de los tipos temperamentales de la especie humana no son uniformes. Pero un estudio metódico del C. H. permite advertir, con Dittmer y Almberg, que en sus escritos son descritos con mayor o menor precisión el tipo flemático o pituitoso (Aires, aguas y lugares, Epidemias II, Dieta, Dieta salubre), el bilioso (Aires, aguas y lugares, Epidemias, Fracturas, Dieta, Dieta salubre), el sanguíneo (Epidemias, Dieta) y el melancólico o atrabiliario (Epidemias, Dieta en enfermedades agudas, Aforismos, Dieta). Todos ellos difieren entre sí por el hábito corporal y la índole de su krásis humoral, por sus peculiaridades fisiológicas y psicológicas y por su diversa propensión a enfermar; y a ellos habría que añadir, como tipos especiales, otros dos, el «esplénico» (Aires, aguas y lugares) y el «tísico» (Epidemias, Aforismos, Enfermedad sagrada, Prenociones de Cos, Predicciones). No parece exagerado decir que la tipología y la caracterología nacen a la historia con el C. H.

4. Hemos de estudiar ahora -teniendo siempre en cuenta lo que ya dijimos: que en la mente del médico hipocrático se fundían nuestra «anatomía» y nuestra «fisiología»- cómo el C. H. entiende los aspectos más formalmente dinámicos o funcionales de la physis humana. Entre ellos, tres se destacan por su importancia: el curso de la vida, las funciones del organismo y la realización político-social de la physis del hombre.

a) El curso de la vida humana es un continuo movimiento (kínēsis) desde la formación del embrión hasta la muerte del individuo. La vida del embrión se halla esencialmente integrada por dos actividades, el crecimiento de su totalidad (auxē) y la articulación de sus partes (diárthrōsis). La madre proporciona la sangre y el pneuma que ese crecimiento requiere, y el aumento de tamaño del feto llega hasta donde lo permite el volumen de la matriz. El feto, para nutrirse, «atrae» hacia sí lo que necesita, al igual que lo hace la semilla del vegetal cuando germina y crece (Sobre la generación).

El curso de la vida ulterior al parto se halla ordenado por las distintas edades; todas son distintas entre sí y cada una posee una dynamis o virtud propia (IX, 270). ¿Cuántas son las edades del hombre? Arrastrados por su veneración del número siete, los autores de Sobre las hebdómadas y de Sobre las carnes distinguen hasta siete edades en el decurso de nuestra existencia. Otros escritos, en cambio, sólo nombran dos, la juventud y la vejez (Dieta salubre, Aforismos, Prenociones de Cos, Predicciones II, Enfermedades I), tres (Naturaleza de la mujer) o cuatro, el niño, el joven, el adulto y el viejo (Dieta). La juventud sería seca y caliente, la vejez fría y húmeda, y tanto una como otra poseerían su peculiar disposición para enfermar.

Además de edades, en el curso de la vida humana hay ciclos y períodos. Tanto la idea del kyklos como la del períodos -al fondo, la célebre doctrina de un «eterno retorno» del orden cósmico-, tuvieron importancia fundamental en la visión griega del mundo. Fieles a tal mentalidad, los autores hipocráticos usan con cierta frecuencia esos términos, ya dotados de clara significación cosmológica (Sobre la dieta, Sobre las carnes), ya referidos a la vida del cuerpo humano, a los «ciclos» que presentan el curso de las funciones orgánicas, la aparición de las enfermedades y la evolución de éstas (Naturaleza del hombre, Humores, Epidemias, Aforismos, Aires, aguas y lugares, etc.). En los organismos vivientes impera, con la fuerza inexorable de una ley universal, la anánkē del período y el ciclo. Pero tanto uno como otro se hallan sometidos a la anánkē o moira verdaderamente suprema, la de la muerte, en la cual, según una de las leyes básicas de la cosmología helénica -el regreso de «lo semejante» a «lo semejante»-, los humores (Sobre las hebdómadas) y las dynámeis elementales (Sobre la naturaleza del hombre) se reintegran a lo que a unos y a otras es común en la materna physis del Universo.

b) La vida biológica del hombre (zōē) es un permanente movimiento (kínēsis) de su naturaleza individual, desde el nacimiento hasta la muerte, cuyo buen orden exige que la mezcla o krásis de los humores y la comunidad (koinonía), simpatía (sympátheia), o conexión funcional de las distintas partes sean las convenientes. «Confluencia única, conspiración única, todo en simpatía», dice sentenciosamente un texto famoso de Sobre el alimento.

El mantenimiento de esta armoniosa unidad de los humores y las partes es obra de dos agentes, uno simple y congénito, el «calor implantado» o «ingénito» (émphyton thermòn) y otro complejo y externo, el alimento (trophē). La sede principal del «calor implantado» -idea en cuya génesis no parece improbable la influencia de Heráclito- sería el ventrículo izquierdo del corazón. El alimento, en cambio, procede del cosmos y puede ser sólido (síta), líquido (potà) o gaseoso (pneûma). Veamos con algún detalle el destino fisiológico de cada uno de estos tres órdenes de alimentos.

El neuma (aēr o aire fuera del cuerpo, pneûma o soplo y physa o flato dentro de él, según el autor de Sobre las ventosidades) cumple en el organismo cuatro funciones principales: alimenta, impulsa, refrigera y vivifica. Penetra en el interior del organismo por la boca y la nariz, mas también por toda la superficie del cuerpo (la diapnoē o anapnoē que nombran o suponen Sobre el alimento, Epidemias VI y el Anónimo Londinense). Aunque parezca extraño, los hipocráticos -por lo menos, el autor de Sobre la enfermedad sagrada- no pensaron que el aire inspirado puede ir directamente a la tráquea y los pulmones; el neuma iría en primer lugar al encéfalo, a través de los canales del etmoides, y de allí al vientre, a los pulmones y -por las venas- al resto del cuerpo. Va ante todo al cerebro para producir en él la inteligencia; al pulmón y al corazón, para alimentarles y moderar la intensidad del «calor implantado»; al vientre, para refrescarlo; a las distintas partes del cuerpo, para que puedan ejercitar la inteligencia de que son capaces y sus respectivos movimientos. Función propia del neuma es también la fonación (Sobre las carnes).

Los alimentos líquidos penetran en el cuerpo por obra de la deglución; pero acerca de ésta no son unánimes las opiniones en el C. H. Hasta que el autor de Enfermedades IV deshizo el error, fue creencia común en la escuela de Cnido que una buena parte de los líquidos ingeridos pasa por la tráquea al pulmón, para humedecerle y refrescarle, y de allí al resto del cuerpo. Al fin la verdad se impuso, se reconoció la función oclusiva de la epiglotis y todos vinieron a pensar que el destino de los alimentos líquidos es equiparable al de los alimentos sólidos.

Vengamos, pues, a éstos. Una vez masticados, pasan al vientre, donde son sometidos a un proceso de «cocción» (pépsis), que a veces exige vencer la resistencia de los alimentos, cuando éstos son de algún modo contrarios a la naturaleza del hombre (alimentación por «lo contrario»), pero que en definitiva viene a ser «asimilación», incorporación de aquello cuya naturaleza propia es semejante a la del organismo humano (alimentación por «lo semejante»).

Dos grandes leyes presidieron, en consecuencia, la concepción hipocrática de la función digestiva: la ya conocida «ley del predominio», según la cual llega a ser digerido aquello cuya dynamis propia puede ser dominada por la dynamis de los órganos digestivos, y la «ley de la asimilación», en cuya virtud lo semejante va a lo semejante (homoion homoiō). La realización concreta de la «ley del predominio» comprendería tres acciones sucesivas: la descomposición del alimento ingerido, la separación (diákrisis) de lo utilizable y lo no utilizable y la excreción o eliminación (apókrisis) de residuos indigeribles, a los que Aristóteles, Diocles de Caristo y el Anónimo Londinense darán luego el nombre técnico de perissōmata. La concreta ejecución de la «ley de la asimilación» exige, a su vez, el ejercicio de una de las actividades orgánicas a que con más frecuencia apelan en sus explicaciones fisiológicas los autores de la colección hipocrática: la «atracción específica» (hélkein) o capacidad de cada parte de atraer hacia sí lo que conviene a su estructura y su función. Atraído por cada parte lo que para ella es conveniente (tò xympheron), dentro de ella se realizan los dos actos finales de la nutrición animal, la asimilación del humor y su mezcla o krásis con la sustancia propia de la parte en cuestión. Todo ello, claro está, sometido a la regla de la recta proporción (metríōn).

Los datos concretos acerca, de las diversas funciones fisiológicas son con frecuencia harto imaginativos; basta mencionar la creencia en una comunicación directa entre el tubo digestivo y la vejiga urinaria (VI, 290). Cada humor sería traído (Enfermedades IV) a su respectiva «fuente»: la pituita va a la cabeza, la sangre al corazón, la bilis al hígado, el agua (o la bilis negra, según otros escritos) al bazo, y cada uno de estos órganos sería el centro regulador de la dinámica del humor respectivo. El proceso total de la nutrición, desde la ingestión del alimento hasta la total eliminación de sus residuos -heces, orina, sudor, etc.- sería presidido por un ciclo o ritmo de tres días, y cada humor conservaría en el cuerpo sus dynámeis propias (VI, 38).

Procedente de la alimentación, la sangre pasa a las venas y se mueve en el cuerpo. ¿Conocieron los hipocráticos la circulación de la sangre? Un texto de Sobre la naturaleza de los huesos en que se habla de kyklos de las venas -y, junto a él, otros menos significativos- hicieron pensar a Littré que los hipocráticos conocieron el movimiento circular de la sangre. Más recientemente, Kapferer ha llegado a sostener que tal movimiento fue conocido entonces «con toda precisión». Pero una investigación más rigurosa de los textos (Diepgen, Diller) ha resuelto negativamente este problema: los hipocrátícos tuvieron una idea -no siempre clara- acerca del movimiento del neuma y de la sangre en el cuerpo animal, pero no conocieron la circulación de ésta. El kyklos de las venas antes mencionado no es el circuito de la sangre en el sistema cardiovascular.

Copa ateniense con un comensal vomitando (Pág. 93)

Comensal vomitando
Detalle de una copa ateniense, s. V. a. C.
Museo de Wurzburgo

Una parte del conocimiento científico de la physis del hombre fue para los hipocráticos el saber que nosotros llamamos «psicología». Varios escritos del C. H. (Dieta, Enfermedad sagrada, Alimento) permiten entrever una distinción entre la «vida vegetativa» y la «vida sensitiva», y en no pocos más se habla taxativamente del alma (psykhé). ¿Qué fue el alma para los autores del C. H.? Por lo pronto, una «parte del cuerpo» más sutil que las restantes, que crece a lo largo de la vida (VI, 480), es capaz de «pasearse» por el cuerpo (la reflexión, «paseo del alma»; Epidemias VI) y posee como funciones propias el pensamiento, la inteligencia, la conciencia, la afectividad y la estimativa (el alma, instrumento para conocer, a través del cerebro, «el bien y el mal, lo agradable y lo desagradable, lo útil y lo inútil»; VI, 388). La influencia del cuerpo sobre su parte anímica y la del alma sobre el cuerpo son más de una vez expresamente mencionadas.

c) Dos palabras tenían los griegos para nombrar la vida: zōē, vida biológica, y bíos, vida biográfica, por tanto social e histórica. Los hipocrátícos no fueron ciegos para el bíos del hombre. A él pertenecen la ya mencionada y cambiante relación entre la physis (naturaleza) y el nómos (usos y convenciones sociales), la realización de la actividad humana como tékhnē (con la cual el hombre, según Sobre la dieta, no hace otra cosa que imitar los distintos modos de operación de su propia naturaleza), la condición histórica de nuestra vida (tan claramente percibida, cuando describe el origen y los progresos del arte de curar, por el autor de Sobre la medicina antigua) y la religión, que para nuestros médicos, como griegos ilustrados, tuvo un carácter esencialmente «fisiológico», porque la physis y sólo ella es «lo divino». «Orar es sin duda una buena cosa -dice una sabrosa y significativa sentencia del autor de Sobre la dieta-, pero invocando a los dioses es preciso ayudarse a sí mismo».

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