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La metamorfosis de Caperucita

Francisca Noguerol Jiménez





En las siguientes páginas analizaré el cambio que ha sufrido el cuento de Caperucita Roja a manos de algunas autoras hispánicas contemporáneas1. El objetivo de mi trabajo es triple: profundizar en las razones que han motivado la frecuente reescritura de relatos maravillosos en los últimos años; destacar la calidad de estas nuevas lecturas, reconocidas en su justa dimensión por la crítica anglosajona y alemana, pero que apenas han merecido atención en el ámbito de las letras en español; y, finalmente, subrayar la vitalidad del cuento de Caperucita Roja en manos de las escritoras escogidas para mi estudio, que no se quedan en el maniqueísmo de ciertos postulados feministas -la trama no se resuelve con la final victoria de la niña sobre el lobo- sino que presentan a una heroína convertida finalmente en licántropo, para la que el camino por el bosque supone el progresivo reconocimiento de su «lobo» interior.

El cuento de hadas, más allá de las diferencias raciales y culturales, maneja un lenguaje universal que le permite emigrar sin problemas de una zona a otra del planeta. Jack Zipes comenta la razón por la que resulta tan frecuente la revisión de este tipo de texto en los últimos años: «The purpose of producing a revised fairy tale is to create something new that incorporates the critical and creative thinking of the producer and correspondes to changed demands and tastes of audiences. As a result of transformed values, the revised classical fairy tale seeks to alter the reader's views of traditional patterns, images and codes» (Zipes, 1994: 9).

Actualmente, se han superado los enfoques canónicos para la investigación de estos relatos: el estructural, por el que el texto era diseccionado desde el punto de vista formal y estudiado a partir de funciones y actantes; el religioso, que buscaba el mensaje ético tras cada trama; el literal-histórico, que pretendía conocer el pasado a partir de las circunstancias que provocaron las diferentes historias; y el simbólico-psicológico, quizás el más difundido, que pretendía solucionar problemas a través de unos textos considerados de formación para niños y adolescentes.

En el caso de las autoras que reescriben los relatos clásicos, estamos en la segunda de dos fases. En la primera se analizaron los argumentos para desvelar su contenido sexista y patriarcal. En la segunda, se modifican las tramas tradicionales para dejar al descubierto entre otros los silencios seculares de la mujer, los aspectos animales de la sexualidad y los económicos del matrimonio.

En esta tarea de revisión destacó muy tempranamente la británica Angela Carter, quien en The Bloody Chamber (Carter, 1979), y siguiendo la más pura tradición gótica, versionó los cuentos más conocidos para dar voz a las silenciadas. En el conjunto de sus textos dedica especial atención a Caperucita Roja, reuniendo tres lecturas -«The Werewolf», «The Company of Wolves» y «Wolf Alice»- en las que descubre nuevas y originales interpretaciones para el cuento. En una de ellas, la niña proyecta su condición salvaje en el amor a un duque licántropo; en otra, la protagonista toma las riendas y es ella quien seduce a su tradicional enemigo; en la tercera, provoca la expulsión del bosque de su abuela para ocupar la casa de ésta y continuar la tradición familiar de mujeres apartadas de la civilización, marcadas por el signo de la ferocidad2.

En el ámbito hispánico, la recuperación de los cuentos de hadas ha sido llevada a cabo por narradoras tan relevantes como Rosario Ferré (Ferré, 1977), Lourdes Ortiz (Ortiz, 1988), Carmen Martín Gaite (Martín Gaite, 1989), Ana María Shua (Shua, 1992) y Luisa Valenzuela (Valenzuela, 1993), así como por poetas como Aída Toledo (Toledo, 1994) y Becky Rubinstein (Rubinstein, 1999). Citaré a estas autoras en la medida en que se hayan acercado al cuento elegido para mi análisis.

Pero, ¿por qué Caperucita Roja? Precisamente porque se trata, junto con la Cenicienta, del más versionado, reconocido y valorado en el acervo de los relatos maravillosos. Como señala Hans Ritz, la historia de la niña perdida en el bosque y embaucada por el lobo ha servido como un espejo en el que cada época ha visto reflejados sus prejuicios e intereses: «Das Marchen ist der Spiegel an der Wand, in dem sich jede Epoche neu gesehen hat. Rotkappchen ist die Schonste im ganzen Land, das wohl bekannteste, beliebteste, meistvariierte Marchen, und von seiner Geschichte soll hier berichtet werden» (Ritz: 7).

Aunque el primer testimonio escrito de la historia se encuentra en un texto latino de Egberto de Lieja fechado en 1023, ésta ha gozado de una larga trayectoria en la tradición oral, como se comprueba especialmente en la región del Midi francés. En estas versiones, la heroína se presenta como una niña despabilada y despierta, capaz de engañar al lobo cuando éste la mete en la cama. Con la excusa de que necesita orinar, la chica sale al exterior, atando la pata del animal a un árbol y escapando gracias a la ayuda de unas lavanderas que extienden sus sábanas para permitirle vadear un río. Cuando el lobo se da cuenta del engaño, pide el mismo socorro a las trabajadoras, que lo engañan y provocan su muerte final lanzándole las ropas mal anudadas al agua. Se trata, por consiguiente, de un texto sobre el aprendizaje en la vida en el que las mujeres se ayudan entre sí, cosa nada frecuente en los cuentos de hadas tal y como nos han venido dados por las recopilaciones de Grimm y Perrault. Es precisamente la versión de éste último, publicada bajo el título de Histoires ou contes du temps passé (1697), la que popularizó la imagen de Caperucita como una niña consentida y mimada, castigada con su muerte y la de la abuela por haberse apartado del camino recomendado por su madre. En esta versión, propia de la ideología aristocratizante y cortesana de su autor, el relato se convierte en un cuento de horror, en absoluto acorde con la función terapéutica asignada por Bruno Bettelheim a los cuentos de hadas: «El relato de Perrault termina con la victoria del lobo; así pues, carece de la huida, la superación y el alivio de otras historias; no es -y Perrault no pretendió que lo fuera- un cuento de hadas, sino una historia admonitoria que atemoriza, deliberadamente, al niño con el final ansiógeno» (Bettelheim, 1994: 69).

Con Ludwig Tieck (1800) y, especialmente, con Jacob y Wilhelm Grimm en Kinder und Hausmarchen (Berlín, 1812-1857), el relato adquiere su lectura más conocida: Caperucita sufre las consecuencias de su desobediencia a la madre, pero finalmente es salvada por un cazador que surge como «homo ex machina» para solucionar el conflicto y dotarlo de un final feliz, más apto para la mentalidad infantil que el texto de Perrault3. De este modo, el cuento se convierte en un manual de principios burgueses, tal y como pretendían los hermanos Grimm en relación a la juventud alemana del siglo XIX. De ahí también la progresiva deserotización de una historia cargada de connotaciones sexuales, por la que en el XIX se suprime la pregunta primera de la niña sobre las piernas del lobo y se obvia la escena en que ésta aparece en la cama con el animal. Como señala Willy O. Muñoz en su excelente análisis de «Si esto es la vida yo soy Caperucita Roja», la versión de Luisa Valenzuela, «lo que había sido un franco cuento oral sobre la sexualidad y los peligros en el bosque llega a ser, al tiempo que los hermanos Grimm terminan de civilizar y refinar La Caperucita Roja, un mensaje codificado sobre la racionalización de los cuerpos y el sexo» (Muñoz: 227)4.

En el contexto hispánico, el relato ha conocido versiones diversas por parte de unas autoras que han coincidido en las líneas principales de sus interpretaciones. Más interesadas en éste que en otros cuentos donde la heroína espera pasivamente la salvación del príncipe -Cenicienta, La Bella Durmiente, Blancanieves- renuevan la historia de la niña lanzada al bosque con el único escudo de los consejos maternos, protagonista de su propio destino, que enfrenta la aceptación de su sexualidad para encontrarse a sí misma.

Así ocurre en las once secuencias que componen el poema largo «De caperuzas cotidianas», incluido por la mexicana Becky Rubinstein en Cuéntame una de vaqueros (1999), y aún más claramente en el relato de Luisa Valenzuela «Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja», publicado en Simetrías (1993) y recogido por la escritora argentina junto con otras cinco variantes de cuentos tradicionales bajo el significativo epígrafe de «Cuentos de Hades». Utilizaré como base de mi exposición estos dos textos de la década del noventa, aunque haré referencias puntuales a algunas analogías de interpretación presentes en la novela de la española Carmen Martín Gaite Caperucita en Manhattan (1889) y en el poema de la guatemalteca Aída Toledo «Monólogo interruptus» (1994).

Existe una general conciencia del peso de la tradición en el relato, por el que las alusiones transtextuales quedan potenciadas en las nuevas versiones. Así ocurre con la Caperucita de Rubinstein:



«Mi acta de nacimiento lo asegura:
Soy Caperucita Roja
como la manzana que mi abuela comía
con su dentadura falsa.
Ése es mi nombre.

Hija espuria de Cenicienta
me sentía culpable de retozar en el bosque
mientras ella barría la casa,
el patio
y el corredor del cielo.
¿O acaso era la vecina?
No lo recuerdo bien.
Hace tanto que sucedió
que ignoro si soy su hermana o su hermanastra.
¿O acaso el lobo feroz?
Porque así me llaman
cuando decido recorrer los caminos
a pesar del bosque
a pesar de mi caperuza
a pesar de mí misma»5.


(Rubinstein: 97)                


Luisa Valenzuela prodiga las alusiones intertextuales. Su protagonista es consciente del carácter literario de su historia: «No se puede volver para atrás. Al final de la página se sabrá: al final del camino» (Valenzuela: 62); se rebela contra la versión popularizada por los Grimm: «Después si alguien dice que hay un leñador no debemos creerle. La presencia del leñador es pura interpretación moderna» (Valenzuela: 64)6; retoma la historia de la princesa y el sapo en una alusión cercana al chiste: «¿Cuántos sapos habrá que besar hasta dar con el príncipe?» (Valenzuela: 64)7; finalmente, descubre la significación del espejo de Blancanieves, por el que el valor de la mujer queda calibrado a partir de la belleza física: «Encontré entre las hojas uno de esos clásicos espejos. Me agaché, lo alcé y no pude menos que dirigirle la ya clásica pregunta: espejito, espejito, ¿quién es la más bonita? ¡Tu madre, boluda! Te equivocaste de historia -me contestó el espejo» (Valenzuela: 66).

La protagonista se sitúa en una estirpe de mujeres marcadas por un discurso patriarcal opresor, al que sin embargo contribuyen con sus prejuicios educacionales8. De ahí la animadversión que se genera entre ellas:



«A veces me da por comprar manzanas para la
abuela
aunque tengan gusanos.
Nada dice porque no me quiere...
por eso me dio la caperuza
      me la entregó a mí
hija de su hija y de mil hijas más».


(Rubinstein: 98)                


Un reclamo muy similar presenta la Caperucita de Valenzuela: «Mi madre me ha prevenido, me previene [...] ¿Por qué me mandó al bosque, entonces? ¿Por qué es inevitable el camino que conduce a la abuela?» (Valenzuela: 64)9. Las conflictivas relaciones entre generaciones ayudan a entender cómo la madre se perfila como símbolo de castración, mientras la abuela representa a la mujer que ya ha atravesado el bosque, identificada con la nieta en el espacio de la libertad10.

Así ocurre también en Caperucita en Manhattan, donde se contraponen claramente la vida alocada y marginal de la abuela, actriz de teatro retirada, con la convencional de la madre burguesa. En el caso de Valenzuela, la abuela siente nostalgia del pasado vivido: «Teje la añoranza de lo rojo, teje la caperuza para mí» (Valenzuela: 63); es valiente -«La abuela también va a ser osada, la abuela también le está abriendo al lobo la puerta en este instante» (Valenzuela: 63)- y ha enfrentado su vida con decisión -«la abuela es la que sabe, la abuela ya ha recorrido ese camino, la abuela se construyó su choza de propia mano» (Valenzuela: 64)-. Mientras tanto, la madre «espera en la otra punta del bosque al resguardo en su casa de ladrillos donde todo parece seguro y ordenado y la pobre madre hace lo que puede. Se aburre» (Valenzuela: 63)11. Al final, Caperucita adquiere conciencia de su misión en relación a la abuela: «Parece que abuelita es mi destino mientras madre se queda en casa cerrándole la puerta al lobo» (Valenzuela: 65).

El lobo sufre una disminución caricaturesca en los casos en que aún aparece como paradigma del seductor. En «Monólogo interruptus», Aída Toledo describe un cazador impotente, aterrado ante los reclamos sexuales de Caperucita -que aquí pierde su diminutivo-:



«que no somos dueños de nada
que regresas mañana o no regresas
que tienes miedo de mis uñas tan
larrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrgas
y de mi mirada lasciva

que para qué esa boca tan grande
y esos labios bembosos

que para qué
que para comerme todita dices

ni lo pienses caperuza
ni lo pienses».


(Toledo: 88)                


Del mismo modo Mr. Lyons, el lobo de Martín Gaite, es un pastelero afable y educado, preocupado por encontrar la mejor receta de la tarta de fresa (Martín Gaite: 43), y en Rubinstein lo descubrimos comentando con la abuela los peligros de las nuevas Caperucitas:



Ahora las caperuzas son peligrosas -dicen-
sacan las uñas,
arañan la vida hasta tatuarla.


(Rubinstein: 119)                


Valenzuela plantea el fracaso del tradicional engañador en sus tretas de seducción. La protagonista le descubre el truco -«Bella niña, le dice. A todas les dirás lo mismo, lobo» (Valenzuela: 64)- y acaba insultándolo -«¿Dónde vas, Caperucita, con esa canastita tan abierta [...]? Andá a cagar, le contesto, porque me siento grande, envalentonada» (Valenzuela: 64)12.

La niña se sitúa por consiguiente en «la pendenciera tradición oral folklórica» (Zipes, 1983: 2), por la que subvierte la condescendencia patriarcal del lobo y pone en cuestión su propia inocencia. Y es que, como señala James Thurber en la divertida moraleja final de «The Girl and the Wolf» (1939): «It is not so easy to fool little girls nowadays as it used to be» (Zipes, 1983: 229).

Nos encontramos ante una protagonista que ha asumido su sexualidad, para la que las relaciones con los hombres dejan de ser ansiógenas. Este hecho es especialmente evidente en el relato de Valenzuela, quien entiende el erotismo como transgresión. Así lo comenta Willy O. Muñoz: «En la versión de Valenzuela, el hombre es un medio para el placer de la mujer, una diversión en el camino, mas no la finalidad de la travesía. En suma, las acciones de la protagonista como agente de su propio desarrollo contrastan con las de los personajes femeninos de los cuentos de hadas, quienes esperan pacientemente el retorno del príncipe azul, que las desposará como preludio de un final feliz» (Muñoz: 234-235).

La mujer deja de ser objeto para pasar al rol de sujeto activo en la relación, donde demanda y obtiene placer13. Los ejemplos se multiplican en el texto, pero ofrezco uno de los más significativos: «Hay hombres como frutas: los hay dulces, sabrosos, jugosos, urticantes. Es cuestión de irlos probando de a poquito» (Valenzuela: 64).

El camino por el bosque se descubre como símbolo de vida. Se trata de una imagen recurrente en la escritura femenina, como podemos apreciar en un temprano poema de la portorriqueña Julia de Burgos (1938):



«Yo quise ser como los hombres quisieron que yo fuese:
un intento de vida,
un juego al escondite con mi ser.
Pero yo estaba hecha de presentes,
y mis pies planos sobre la tierra promisora
no resistían caminar hacia atrás,
y seguían adelante, adelante».


(Burgos: 87)                


Así se aprecia en la Caperucita de Valenzuela con un interesante juego de palabras final: «El largo larguísimo camino -así lo espero- que más allá del bosque me llevará a la cabaña de mi abuela» (Valenzuela: 61); «los abismos -me temo- me van a gustar. Me gustan [...]. Me as/gustan» (Valenzuela: 62)14.

Las Caperucitas modernas sufren un interesante proceso de licantropización. No se enfrentan al lobo como encarnación de peligro sexual, sino que asumen su identidad al reconocer su ferocidad interior15:



«Contemplo mis orejas
ahora son de lobo.
Observo mis dientes
      no son falsos como los de la abuela.
Son puñales enfilados en orden.
Atraviesan incautas manzanas a angustia».


(Rubinstein: 103)                




«... Me contemplo:
soy el lobo.
Las predicciones se cumplen.

El alquimista de los sueños me lo dijo alguna vez [...]:
"De Caperucita Roja no tienes nada, sólo una caperuza que poco y mal te cubre,
raída como Sambenito de iglesia"16.

Más pareces el lobo feroz
bajo el disfraz de Caperucita.
Sal del bosque,
emplea tus garras de mujer
y no temas al hombre».


(Rubinstein: 104)                


La Caperucita de Valenzuela es suficientemente explícita: «Lobo tenemos uno sólo. Quienes nos tocan son apenas su sombra» (Valenzuela: 64). El «animal» se despierta con la propia sexualidad: «A veces con tal de no sentirlo [al lobo] duermo con el primer hombre que se me cruza, cualquier desconocido que parezca sabroso. Y entonces al lobo lo siento más que nunca» (Valenzuela: 66). De este modo, la ya no tan niña acaba convertida en una «devoradora» de hombres -«Hay bípedos implumes muy sabrosos; otros que prometen ser sabrosos y después resultan amargos o indigestos. Hay algunos que me dejan con hambre» (Valenzuela: 67)- que se muestra ante la abuela en su verdadera naturaleza: «No quiero que me vea así con la lengua colgante, roja como supo ser mi caperuza, no quiero que me vea con los colmillos al aire y la baba chorreándome de las fauces [...]. Tengo los pelos ásperos y erizados, no quiero que me vea así, que me confunda con otro. En el dintel de mi abuela me lamo las heridas, aúllo por lo bajo, me repongo y me recompongo [...] Me voy alisando la pelambre para que no se me note lo sublime» (Valenzuela: 69). Así, se produce su consustanciación final con una anciana «muy cambiada», tan feroz como ella: «Y cuando abro la boca para mencionar su boca que a su vez se va abriendo, acabo por reconocerla. La reconozco, lo reconozco, me reconozco. Y la boca traga y por fin somos una. Calentita» (Valenzuela: 70).

En conclusión, a lo largo de las páginas precedentes hemos comprobado la vitalidad del cuento de Caperucita Roja entre las escritoras hispánicas. Estas versiones, lúdicas y críticas al mismo tiempo, merecen una atención crítica de la que hasta ahora no han disfrutado por la riqueza de sus lecturas, por su cuestionamiento de las estructuras patriarcales que han dominado durante siglos nuestras sociedades y por la frescura con la que recuperan «el vino viejo en odres nuevos». No existe mejor colofón a mi trabajo que un poema de la argentina Luisa Futoransky titulado significativamente «Mester de hechicería», en el que se retoma hermosamente la idea del camino que debe ser andado para que la mujer encuentre el espacio de su libertad:


«Hay que comer un corazón de tigre joven
para tener afiladas las zarpas;
hay que llegar al centro de la estepa
y cortarle la lengua a un lobo hambriento
para poder hablar con la luna;
hay que peregrinar con los tarahumaras
para ser rico en silencio;
hay que sufrir el celo de todos los animales
para conocer los ritos del amor.
Recién entonces, mujer,
ve al encuentro de tu hombre
y camina a su lado por las estaciones;
no vuelvas la cabeza para llamar a tu inocencia
porque con ella alguien prepara
un nuevo sortilegio».


(Futoransky: 17)                







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