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La muerte de un olvidado. Sombras nada más

Daniel Moyano

En un hospital de Buenos Aires acaba de morir el escritor argentino Antonio Di Benedetto, que vivió el exilio en España y regresó a su país al ser restaurada la democracia.

Cuando me enteré de su ingreso en el hospital, le escribí una carta que intentaba ser alentadora. Sus parientes me informaron que nunca llegaría a leerla. El escritor se encontraba en estado de coma irreversible tras una operación cerebral desde hacía más de un mes.

Di Benedetto pertenece a una generación de escritores diezmada por la represión desatada por el general Videla tras el golpe de Estado de 1976, a la que pertenecen, entre otros, los desaparecidos Rodolfo Walsh y Haroldo Conti.

Casi todos ellos figuran en una antología publicada en España por la Editorial Bruguera, titulada «Diez narradores argentinos», de los cuales solo dos permanecían en el país, semiocultos, y los demás estaban desaparecidos o exiliados.

Antonio es el autor de Zama, una novela que estaban filmando en el Paraguay, protagonizada por Charo López, que no se concluyó. No era muy conocido en España. En febrero de ese año, Alianza Editorial publicó su última novela, Sombras nada más, y tiene pendiente una antología de sus cuentos.

A finales de mayo de 1976, los periódicos argentinos informaron que el general Videla recibiría a los escritores Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato, así como al padre Castellani, amigo de Conti, para tratar la situación de los escritores desaparecidos.

Yo me encontraba en Buenos Aires preparando las maletas para huir a España, y ante la posibilidad de que Sábato no estuviese enterado, ya que ningún periódico había informado sobre esas desapariciones, le llamé por teléfono pidiéndole que interfirieran ante Videla para que Haroldo Conti y Antonio Di Benedetto, detenidos hacía pocos días, fuesen liberados. Pero Ernesto ya lo sabía, y me dijo, preocupado, que ese era precisamente el motivo de la entrevista.

Al día siguiente, en su casa, Sábato me dijo que Videla le había asegurado que la libertad de Di Benedetto era cuestión de días. La respuesta había sido inmediata, o sea, que el general tenía a Benedetto muy presente.

En cambio, cuando oyó mencionar a Haroldo Conti, se quedó muy callado, como si pensara, trazando con un dedo círculos imaginarios sobre el brillo de la madera de su escritorio. «De Conti no les puedo decir nada», dijo el general.

La «cuestión de días» de Videla se prolongó hasta casi cuatro años de cárcel. Cuando Antonio llegó a Madrid, en 1980, no era la misma persona de toda la vida. Blanco de canas; apenas podía expresarse; veía perseguidores por todas partes; se ocultaba. «Le han matado», fue mi pensamiento secreto. Me dijo: «No puedo escribir; como una especie de dislexia: aprieto la tecla de la letra a y me sale la p».

Ocultaba su domicilio, se hacía enviar la correspondencia a mi casa, arrastraba una tristeza senil y tenía poco más de cincuenta años. Antonio llegó a España muriendo; con la tortura le habían quitado las palabras y el deseo de vivir.

La enfermedad que acaba de matar a Antonio comenzó la madrugada del 24 de marzo de 1976,cuando la dictadura se presentó en el periódico «Los Andes», de la provincia de Mendoza, del que era director, y le secuestraron. Después, lo de siempre: cárcel, tortura, exilio.

En el momento de la detención comenzó su muerte, y él no lo sabía. Siguió muriendo durante los años de cárcel y se trajo la muerte aquí, donde vivió esquivando pesadillas diurnas y nocturnas. Con el triunfo de Alfonsín regresó a su país llevándose su muerte, y siguió durante este último año, como académico de la Lengua, honor póstumo. Moría cuando regresó a Madrid, hace unos meses, y me dijo que quería volver definitivamente a España.

A Di Benedetto no le ha matado una enfermedad. Le ha matado una dictadura. Es como un desaparecido, pero a destiempo o con tiempo retardado. Regresó a su país para evitar nostalgias, creándose una nueva, la que le producía la novia que quedaba en Madrid.

Acaso su largo coma haya sido una mezcla de esas dos nostalgias. Acaso, como en un cuento de Cortázar, no haya sabido si se estaba muriendo en Madrid o estaba en Madrid soñando que se moría en Buenos Aires.

Una muerte con efecto retardado. El coma de Antonio ha durado seis años y siete meses. El responsable de su muerte, el general Videla, cumple una larga condena en una cárcel dorada, donde, dicen sufre crisis místicas.

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