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La niña que perdí en el circo

Raquel Saguier




ArribaAbajoPrólogo

Sobre las páginas que siguen


Quién sabe si alguna vez -la probabilidad es realmente remota- pueda convencernos la poesía que, puesta a recordar la infancia ya difunta del autor, ignora al niño aún oculto en cada uno de nosotros. Por suerte, las páginas que siguen no le ignoran y ellas son así un puente tendido también hacia la propia infancia del lector. En el camino propuesto por Raquel Saguier, abandonamos muy pronto a los adoradores del calendario, descubrimos que ellos sólo tienen razón a medias: los seres, las cosas y los paisajes de la infancia resisten muy bien eso que el hombre moderno llama madurez y los clásicos preferían llamar «la afrenta de los años». Además, el lenguaje de este libro goza de una propiedad poco frecuente: la simbiosis. La escritura se desentiende aquí de todo lo que no fuese una rápida presentación de situaciones generales y conflictos acaso necesarios y ofrece, entonces y en sí misma, la pintura de un encuentro, el de la mujer adulta y la niña que de alguna manera dicha mujer adulta sigue siendo.

Si los pensamos desde el punto de vista que acabo de mencionar. Los episodios del libro corren el riesgo de volverse puramente incidentales. Se trataría, sin embargo, de un riesgo que bien puede correr un libro cuando su escritura está puesta al servicio de la magia de los recuerdos y no de los recuerdos como tales. Así, los episodios de La niña que perdí en el circo parecen estar enlazados no tan sólo por los eslabones de la narración sino también por los de la naturaleza simbiótica del lenguaje empleado; pareciera que estas páginas estuviesen ligadas, más aún, soldadas por la llama de un conjuro.

El conjuro se resume en apenas unas líneas. Una mujer adulta convoca a la niña que ella fue, la niña aparece. Los conflictos de la mujer adulta, sus no-conflictos, en suma, las experiencias de su vida actual, ceden, retroceden ante la aparición de la gran negadora de los años, la infancia aún sentida y vivida en el último santuario posible, la poesía.

J. A. Rauskin






ArribaAbajo- I -

La niña y yo somos distintas. Ella permanece tal cual la dejé hace tiempo, obstinadamente niña, rubia, quieta y como fragmentada a veces. En cambio a mí se me han aburrido ligeramente los pasos de caminar, se me gastaron las suelas, pero aún estoy viva y al parecer, sigo entera.

Somos distintas la niña y yo y sin embargo, tan parecidas. Hay mucho de su forma de mirar en mis ojos y traje conmigo algunas de sus tristezas. Eran tristezas que le quedaban enormes de grande, que le colgaban como si fueran prestadas, por eso las traje.

Ahora sé que son tristezas tercas, en vano traté de cambiarlas por dicha más tarde; no me aceptaron la oferta. Prefirieron quedarse como estuvieron siempre, sin exigirme otra cosa que algún lugar donde encerrarse. Les di el último cuarto del fondo y de vez en cuando aprovechan la mínima rendija que les dejo abierta para salir, se me escapan en largas filas, y es entonces cuando me duele la lluvia, o el crepúsculo destruyendo a una tarde o el domingo en las calles del centro.

Por suerte tuve tiempo de traerme también su alegría, su espíritu travieso, su risa fácil, por cualquier tontería. Me hace un bien enorme escucharla reír a esa niña, me siento sana otra vez, me limpia.

Fue precisamente la niña quien me enseñó a reír con los ojos, sin que la boca participara del juego y gracias a ella aprendí que pasando por las sucesivas etapas del ahogo, las toses y el asma, uno se puede llegar a morir de risa.

Traje muchas de sus travesuras en mis rodillas, y en más piernas su torpeza con los árboles, y hasta se vino escondida entre rulitos, una horrible cicatriz de viruela. Cuando la descubrí en mi frente, era ya muy tarde para sacarla y allí me quedó y envejeció conmigo.

Conservo uno de sus juguetes, el que más quería. Aquella mutilada muñeca negra que rescaté del lejano basurero una tardecita, después de asegurarme que no había husmeando ningún espía. Le faltan dos o tres dedos, es cierto, y tiene la nariz pelada a causa de un tonto accidente de trenes, que eran dos sillas de mimbre siamesas por la espalda. A pesar de todo, yo la sigo viendo entera y eso me basta.

Mucho antes que Sor Margarita, ella fue mi primera maestra y yo apenas una alumna desatenta. Desde la falda del abuelo me enseñó a pelar el asado de tira como, si fuera una banana y a soplar y soplar la sopa que a menudo llegaba hirviendo, y a revolver rincones ocultos para descubrir secretos. Y una cosa importante: que no existe mejor terapia contra los nervios, que el comerse las uñas cuando se plantea la crisis. Comprobé cuán cierto era, tan relajante como un baño de agua tibia.

En parte la niña fue cruel conmigo. Me obligó a traer en los oídos el reloj que golpeó su madurez prematura noche tras noche, en que la ausencia del padre y el desvelado insomnio de la madre se medían con la repetición de las horas, y éstas tardaban casi tanto en pasar como tardaba la angustia y se estiraba la espera. Aún me dañan los relojes, se me clavan sus agujas...

Juntas fabricamos ilusiones y azúcar con el polvo del ladrillo. En la última primavera vivimos el primer amor del niño de boina verde, que veíamos pasar con ambas manos agarradas de los bastones de hierro. Y enterramos a «Ñata», nuestra perra, en el lugar donde después creció una curiosa planta, que al anochecer soltaba un quejido rarísimo, muy similar a un ladrido.

La niña ya no está conmigo. Estoy separada de ella desde hace tiempo. Desde aquel verano en el circo en que un fuerte dolor de barriga me metió de cabeza en la adolescencia. Su compañía infantil me resultó de pronto tonta, intolerable, desabrida. No tuve más ganas de jugar con ella al descanso ni a la tiquichuela ni al un-dos-tresmiro. Acabó por irritarme todo cuanto hacia o decía.

Mis doce años llenos de expectativas nuevas la dejaron de lado, preocupados como estaban en pintarse los labios para inventar mejor los besos con los actores de moda o en hablar de cosas adultas, no aptas para menores.

Ella quizá percibió mi rechazo, por eso me dio la espalda y un buen día se fue sin decir palabra. Al poco tiempo yo salí de vacaciones y me olvidé de ella. Así la perdí.

Sólo ahora sé cuánto la extraño y lo mucho que me hace falta. Siento necesidad de buscarla a veces, y a veces, la niña regresa. Aunque se nota que le cuesta reconocerme, sencillamente porque ya no soy la misma de antes. Tengo, sin embargo, el lunar de siempre que me identifica, y mis carcajadas la orientan cuando el viento es favorable.

Ella vuelve, sí, pero se queda afuera, me mira de lejos. Sé que la niña jamás podrá entrar en mi mundo ni la rozará mi cansancio. Nunca llegará a ser tan vieja como para eso, ni yo tan joven como para recuperarla del todo.

*  *  *

Cada noche, y hace de eso tantos años que no vale la pena contarlos, cada noche se repiten las tristezas. De dónde vienen, no lo sé; sospecho que llegan de afuera. Yo distingo bien a esas tristezas, inclusive puedo verlas. Empiezan a brotar cargosas como los mosquitos, justo cuando es del todo la noche y se apaga la única luz de la pieza, y allí, en la cama angosta se acuesta, no esta mujer que soy ahora, sino aquella niña de entonces.

Una ventana se abría buscando el aire del patio, donde estaba el jazminero aquel, cayéndose de flores, y a ratos dejaba entrar una ancha franja de luna que pintaba la mitad del mosquitero. Por esa misma ventana se deslizaron tal vez las tristezas; así entraron. Avanzan despacio. Resbalan el zócalo aceitoso. Salteando los paisajes quietos de dos o tres cuadros trepan la pared, formando calles y diminutos caminos. Suben hasta el cielo raso de tela dibujando barcos, mares, una playa que inútilmente intenté hacerla verdosa y poblarla de risas. Quedó siempre fijada en el gris, y habitada de silencio siempre.

De ese modo, jugando con las tristezas, dándole mil formas distintas, acorta las horas, entretiene la espera que le ha desbordado los ojos a la niña. Todos decían lo mismo: ¡Qué enormes tiene los ojos esta chica!, como si estuviera viendo mucho más cosas que el resto, bromeaban. Ni el negro del padre, es curioso, ni el verde tan lindo de la madre, es una lástima. Últimamente se le han puesto de un extraño amarillo los ojos, madurados en la oscuridad de la espera. Nadie mejor que yo conoce el porqué de ese color tan raro. Esperar es el secreto, la oscuridad, el condimento mágico.

Debo esperar el ruido de la llave en la entrada, los pasos duros de papá golpeando el pasillo, deslizándose luego más suaves, a medida que sus remordimientos se acercan a mamá con ojos desvelados en la habitación contigua. Hasta que apenas los oigo. Terminan. Los pasos se apagan exactamente cuando se encienden los reproches, los gritos y los reclamos que se estiran largo rato.

Debe esperar que ocurra eso la niña, que las voces se vayan, que pase la tempestad y vuelva la calma, para aceptar su propio sueño. La pequeña muerte diaria que me libere de esta carga que mis espaldas soportan como un defecto congénito.

Con mi padre llega mi calma. Me dejo estar, me entrego rendida no de juegos, sino de acumulación de cansancio. Me acomodo por fin acurrucándome en la felicidad fugaz y espesa de la burbuja que había yo inventado para dormirme en ella, y dibujar en el sucio una rayuela a la que siempre le faltaba el cielo, y sobre todo, soñar, sí, soñar lo poco que ya me resta de noche, que de verdad soy una niña.

Escucho el angustiado respirar de mi madre, absurdamente joven ella, más joven que la niña, algunas veces, y comprendo a medias -porque nada me es comprensible aún del todo y ni siquiera sospecho todavía que el hombre y la mujer usan la cama para algo más que compartir bonitos sueños-, mis siete años comprenden a medias, que mi padre y esa mujerzuela, como repite mi madre hasta el cansancio, ambos tienen muchísimo que ver con sus desvelos y con mis penas.

No entiendo qué significa mujerzuela, pero algo sucio me huele debe ser, porque a «mujer» le cuelgan unas cuantas letras muy sospechosas. Me hago un lío pensando, llego a la conclusión de que es una mala palabra, como esas que tanto enojan a la abuela cuando se las escucha decir a mi hermano, y a la que no consigo ponerle rostro. Mezcla de madrastra de Blancanieves y perversa bruja de altísimo rodete, que para nada se parece a la tía, tampoco a la abuela, menos a las otras hermanas que tosen cerca o hablan dormidas, aferradas a su inocencia las pobres, ya que juntando sus tres edades, apenas alcanzan a sumar diez años.

Yo soy la mayor. Estoy ahí, escuchándolas dormir y envidiando sus sueños. Casi me parece mentira que ellas puedan dormir en tanto yo espío la llegada detrás de un par de ojos que esperan despiertos, alertas, vigilando el reloj de la mesita, comiéndose la oscuridad. Por eso me crecen un poco cada noche y se me han puesto así últimamente. Hasta hoy guardo el secreto que por vergüenza nunca compartí con nadie: es de tanto comer noche que se me agrandaron los ojos.

El sueño es algo inútil. Me acaricia, me sonríe de lejos. Hago esfuerzos por atraparlo sin conseguir llegar a él. Ahora mismo afuera, el sol ya está como queriendo escaparse de su encierro. Primero saca un rayo, después intenta otro, al rato, un tercero, y el pícaro sueño aún no me quiere venir. Huyó con mi padre y la desconocida y sólo cuando él regrese, me lo traerá de vuelta.

Era la mujer adulta quien no dormía, extrañamente reducida al tamaño de una niña, en la semipenumbra de aquellas noches apenas recortadas por una luz de farol que viene de afuera. Que también después se apaga, cuando suenan las nueve y se escucha el puntual: «Buenas noches, la señora», en la voz inconfundible de Rita. La fiel criada, la incansable Rita; la otra mitad querida de mi pedazo de madre. Un silencio sin apuros va desalojando los últimos: «Hasta mañana y la bendición», somnolientos, que apenas se levantan de las camas. Se mete en cada rincón de la casa como una gran cobija oscura que la tapa por completo. Hasta el perro cierra la boca y se acurruca donde siempre.

En el cuarto compartido sólo quedan el ronroneo del ventilador en el verano o la débil lucecita de la estufa en el invierno, la respiración de mis hermanas y el incesante trajinar de mis tristezas.

Durante el día se juntaban pequeñas cosas y era feliz, como aquella vez de la foto. En un marco de plata las cuatro hermanas se sonríen en escalera, contra un fondo de palmeras nudosas que florecían casi hasta tocar la tierra. La madre quedó fuera del marco. Su morisqueta provocó nuestra risa, mientras papá decía: ¡listo! y apretaba el gatillo de la cámara fotográfica.

Debimos quedarnos allí un poco más, en la inocencia de aquel paisaje tan quieto y repleto de sol que los ojos se aturdían con el brillo. Pero teníamos el compromiso ineludible de crecer, de protagonizar la propia historia. Tuvimos que seguir adelante.

¡Cuánta vida ha corrido desde entonces! Mi memoria se ha puesto flaca para las alegrías con los años. En cambio lo otro persiste, dura más. Acaso nunca se acabe. ¿O será que las alegrías se entristecen con el tiempo? Siempre hay un recuerdo pertinaz entre mis párpados que mi dicha de hoy, por intensa que sea, no llega a distraerlo por completo. Siempre existe un plazo establecido, una angustia que se presenta de repente, una hora marcada por el reloj de alguna iglesia, que de pura casualidad está cerca a mi vida.

Especialmente cuando llueve, y coincide que estoy sola, porque mis hijos ya respiran por su lado, se me da por revivir aquellos recuerdos. Los miro desde mi rincón de mujer adulta con los mismos ojos de entonces, sólo que ahora, en los extremos, envejecen sin remedio, y en vez de crecer se van achicando. En parte por la edad, en parte porque se me terminó la espera.

Comprendo que la niñez de la pequeña se apagó súbitamente, no porque no supiera cuidarla.

Alguien la empujó. Se me resbaló sin yo quererlo y cayó al suelo haciéndose añicos. De entre sus restos elegí el pedazo más grande y lo traje conmigo como un vestido viejo y bello que permanece intacto en el fondo de un baúl. A veces lo reviso y hasta me lo pongo encima. Fascinada me miro al espejo. -No te muevas -le digo a la niña que de pronto aparece con una sonrisa y su delantal a cuadros-. Por favor, no te muevas. A pesar de todo lo que sufrimos juntas, quisiera tenerte en los ojos para el resto de mi vida.




ArribaAbajo- II -

Nunca me había sentido más cerca del cielo como durante aquellas vacaciones de verano. Quizá porque nuestra casa allí subía muy alto, como si la empujara el viento, trepando verdes y piedras hasta acurrucarse contra el cerro. Tan pegada a las primeras nubes, que parecía estar colgada de ellas.

Para el otro lado, siguiendo cuesta abajo, se caía el pequeño pueblo, que visto desde arriba era un subir y bajar de tejados mohosos dándole vueltas a una ancha plaza, entre manchones de verdes y algunos rosas de lapachos y tanto canto rodado en las calles, que se iban arrastrando a la par de uno, enredados a los pies del caminante.

Yo me aferraba a aquellos veranos como si durante toda la vida los hubiera estado esperando, porque su llegada marcaba el comienzo de una nueva vida para mí. Porque era su calor el que ahuyentaba mis tristezas. Yo podía oír como el sol las aplastaba, el ruido que hacía al marchitarlas. Podía sentir cómo una tras otra se me iban despegando las penas. O acaso era el viento del lago el que las corría, estrellándolas contra las Tres Piedras. Lo cierto es que un buen día ya no estaban. Se habían ido calladitas la boca, así como habían venido.

Cuando el sol nos pegaba de lleno en las caras, tostándolas como si fueran hojas, y ponía chispitas de luz sobre el aire, entonces las tristezas no podían aguantar tanta felicidad y se alejaban deprisa.

Tal vez volvieran a su nido de nuestra casa del centro, que se había quedado sola y a oscuras, metiéndose en los huecos de los roperos o en los cajones sin ropa o debajo de alguna cama vacía. O incluso donde poníamos a secar la ropa cuando llovía, allí muy quietas, esperando nuestro regreso.

Sí, era aquel sol el que me traía la sonrisa de nuevo, y como si un resorte escondido entre sus rayos me empujara, me reía y me reía, mostrando a todo el que quisiera ver mi falta de dientes.

La casa entera contagiada de mi risa también reía, con interminables ecos repitiendo mis carcajadas en los amplios corredores cuadriculados, donde nuestras carreras habían dejado sus marcas.

Incluso la piedra aquella parada al empezar la escalera, siempre tan seria, y que parecía crecer con el tiempo, bueno, hasta esa piedra se salpicaba de sol y reía.

Desde diciembre hasta terminar febrero, la pequeña se sacaba la vieja que llevaba dentro y volvía a ser la niña de los siete años recién cumplidos. Me asalta un soplo de vida por todas partes; estoy más allá de mí misma. Por momentos no me siento yo, sino otra. Otra que podía ser feliz cuanto quería. Otra que puede brincar, esconderse tras los pilares, ser de repente un pájaro o una melodía, estrenando de aquí para allí esa alegría tibia que me regaba el cuerpo como un vestido nuevo en una fiesta de cumpleaños. Y por donde iba mi felicidad, yéndose con ella, mi padre, en un simple estar ahí, que era tanto.

Casi me parecía impasible que de golpe lo hubiéramos recuperado, y me estrujo los ojos muchas veces, como no pudiendo creer lo que veo: papá siempre a mi alcance. Todos los días y todas las noches, papá cerca, a cualquier hora disponible, compartiendo de veras nuestra existencia.

Me hacía tanto bien volver a tener un padre, a sentirme otra vez aquella hija querida cobijada por él como bajo la protección de un techo, cálidamente arropada por sus manos.

Se reanudaban las ceremonias de los besos y las caricias. Nuestros labios volvían a encontrar en mi mejilla aquella ternura única, mezclada con la barba áspera. Su voz volvía a ser íntima y mimosa y sus brazos a tener el hueco calentito donde yo me escondía con cualquier pretexto.

Y cuando los cerros no eran sino noche tupida y las cosas de afuera se habían vuelto invisibles, entonces nos plantábamos a su alrededor como arbolitos para escuchar maravillados sus cuentos. Le salían ríos de palabras por la boca, palabras que mezcladas al olor de las guayabas, formaban parte de mi placer en aquel entonces.

La niña piensa lo mismo que está pensando la madre: que no está todo perdido, que siempre queda un poco de felicidad en algún yerto, que todavía no es demasiado tarde.

*  *  *

Mágicamente el tiempo parecía haberse detenido al borde de aquellos veranos que han quedado grabados muy dentro de mí.

Las veredas suben y bajan entre piedras, lagartijas, adioses de personas a quienes no siempre conocemos, y sombras verdosas que se nos van cayendo encima al pasar bajo los árboles.

Por allí vamos nosotros cantando sin saber qué ni por qué, solamente cantando, todos equipados para la aventura del baño, recorriendo el mundo de todos los días a las once de la mañana, justo a esa hora. Nunca más tarde ni más temprano. La familia en pleno llevando su felicidad a cuestas, junto al par de sombrillas, al termo con limonada y los sandwiches de jamón y queso. Papá, mamá y su media docena de hijos que habían sido minuciosamente contados antes de bajar las escaleras. Porque era preciso que fueran siempre seis, tanto de ida como de vuelta. No fuera que por el camino se quedara alguno. Cuatro mujeres y dos varones. Cinco caminando por su propia cuenta y arrastrando el coche del más pequeño.

Nos poníamos en fila india para bajar la barranca, tan en picada y angosta, que nos hacía andar todo el tiempo resbalando. Según mi papá, lo mejor era dejarse llevar por la pendiente sin oponer resistencia. Nos soltábamos entonces, en medio de gritos, apuestas y revolcones, como si aquello hubiera sido un tobogán y nosotros, piedras o equilibristas de circo.

En las partes más altas íbamos viendo pedacitos de lago, y de repente, allá en el fondo, el lago entero bañado de sol, dando volteretas hasta perderse de nuestros ojos. Desde arriba el lago tenía el aspecto de una gran sopa que estuviera sentada sobre el fuego, por aquella especie de humareda saliéndole de todas partes, abrazada luego por un ancho cinturón de arboleda en casi todos los tonos de verde, que iba a terminarse justo donde empezaba a salir el cielo.

En días de viento, las pequeñas olas que traían encima un flequillo de espuma, venían desafiándose desde lejos a quién llegaba primero, dándose una tras otra de cabeza contra la playa. Allí construíamos los castillos feudales, adornados con guirnaldas de camalotes y servilletas de papel haciendo de banderitas. O nos convertíamos en milanesas vivas enterrándonos hasta los pescuezos.

Papá y mamá vigilaban nuestras travesuras desde las reposeras rojas y verdes, cercanos sus cuerpos, intercambiando sonrisas, orgullosos de aquel enjambre de hijos que a cada rato los reclamaban con: mírenme papá mamá cuando me zambullo o cuando hago la plancha o cuánto aguanto debajo del agua.

El sol del mediodía era una bocanada de fuego que nos sorbía la piel igual que si nos tuviera hambre, entonces nos escondíamos de él bajo el techo de las sombrillas, donde de paso devorábamos cuanta cosa de comer había.

Al caer la tarde, cuando el sol entraba a morir en las aguas, pintándolas con llamaradas rojas, levantábamos campamento, regresando padres e hijos, perezosos, lentos, con los rayos rozándonos apenas las doloridas espaldas. Ahora subir esta cuesta resultaba tan difícil como escalar una montaña. Ahora ya no cantaba nadie. Ahora ninguno decía nada. Con los ojos que se nos caían de los párpados y llenos de bostezos y de reflejos dorados, íbamos avanzando despacio, a veces más bien reculando, empacándonos a mitad de camino para preguntar: ¿todavía falta mucho?, sin saber ya ni dónde poner los pies, sin sentirlos siquiera.

Llegábamos sí, pero a duras penas con la lengua afuera y la fuerza justita para que cada cual echara el cuerpo sobre el mueble más a mano. El único que se libraba de aquel calvario por cuotas, era el pequeño privilegiado, que desde hacía un buen rato venía balanceando su sueño, al parecer, encantado del traqueteo.

Cuando la oscuridad se iba arrimando al campo, persiguiendo a la poca luz que le quedaba encima, aquel mundo alborotado se interrumpía de pronto, como si hiciera una pausa para tomar aliento y después seguir, o como si las cosas apostaran a quién callaba más entre ellas. Todo se petrifica a mi alrededor en un silencio que va en aumento; se hincha, ha crecido tanto que termina dominando todos los demás ruidos. Nada se escucha. Sólo el silencio que me traía una sensación de soledad, de campo abandonado, y muchas ganas de llorar también. La tierra ha quedado lacia, como doblada sobre sí misma. Nada se mueve todavía. Todo tan paralizado y quieto que aquello daba la impresión de ser algún funeral colectivo. No por mucho tiempo, porque a la hora de la cena empezaba a desatarse el gran escándalo de chicharras y de grillos y de ladridos que el viento iba llevando y trayendo, llevando y trayendo. Hasta los insectos cantaban círculos alrededor de los focos. Quién iba a pensar que en un pueblo tan chico hubiera tantos ruidos.

Un poco después, con la orden terminante de papá mandándonos a la cama, se terminaba el día. Entonces la niña se acuesta, respirando antes de dormir los olores del campo que acercan las dos ventanas gemelas. Aquel olor penetrante y tibio que no se siente con la nariz sino con todo el cuerpo, oyendo desde la oscuridad la música de su alegría, esa nota dulce y continua que parecía apresurar lentamente el sueño. ¿Cómo se podría hacer para apresar la dicha?, clavarla como si fuera un cuadro en la pared.

Luego bastará cerrar los ojos para que llegue el sueño. Acabaría por dormirme en seguida, mientras voy sintiendo esa vida ancha, serena, fluir con languidez entre mis venas, aquel bienestar cansado del cuerpo que se imponía a cualquier intento rebelde del movimiento. Los brazos, las piernas se sentirán contentos, limpios, agotados, en tanto me duermo, fuertemente agarrada a mi felicidad, me duermo, para no perderla mientras dormía.

En aquella casa colgante era completamente feliz porque volvía a ser una niña. Una niña sin relojes y sin ninguna espera. Tan libre como el pajarito de chaleco azulado que cada día se empeñaba en despertarme con el mismo canto.

Mientras duraba el verano, duraba también la dicha. Después las vacaciones se iban para regresar sólo al año siguiente. ¿Cómo habría que hacer para estar en verano siempre? Las vacaciones deberían durar no meses sino siglos. Porque es tan triste decirle adiós a la dicha, sentir que mi vida se detenía allí, que se acabó mi cielo. Tan triste separarse de los instantes felices volviéndoles la espalda, dejarlos cada vez más lejos, prendidos a los postes del telégrafo, a una polvareda larga que tenazmente nos irá siguiendo, a las vacas que poco a poco terminarían por hacerse manchas, a las casitas retrocediendo hasta desvanecerse, a tantas pequeñas cosas que hacen grande la vida. Todo escapando de mí, huyéndome bajo las ruedas del auto que van desenvolviendo el camino, hasta quedar enterrado allá lejos, donde también quedaría enterrada la niña que en aquellos meses yo había sido, allí donde en vano procuraba ver porque casi ya no se veía, donde los cerros empezaban a ser cielo y mis lágrimas se hacían llanto.

Así todos los años, hasta que un año, un verano, un día, sin sospechar que era el último, el definitivo día, dejamos de ir.

Pronto el otoño arrastrará mi alegría con sus hojas. Pronto detrás de mi ventana seré invierno. Siempre me dio miedo el invierno. Lo siento como un velo oscuro que me tapa el día, el cielo, el sol, a mi padre. Como alguien gris que apagó la lámpara alrededor de la cual constituimos por algunos meses una familia feliz.

Es por eso que necesito alargar este verano, continuar un poco más esta felicidad, seguir teniéndola conmigo hasta el final de mi viaje.

*  *  *

La vida nos ha pasado demasiado rápido y ahora somos demasiado mayores. Ya no formamos fila para bañarnos en el lago. Ya no hay risas ni se escuchan gritos. Todo parece estar tan lejos, tan fuera de sitio. Y las tristezas, sin embargo, son las mismas. La casa colgante también. Como si por ella no hubiese transcurrido el tiempo. Como si ni el calor ni el frío pudieran alterarla nunca.

Está ahí, tan semejante a aquellas cosas desvanecidas nunca desvanecidas del todo, que se llaman infancia, en el lugar de siempre, todavía prendida al mismo cerro, la misma piedra tumbada al empezar la escalera dando la impresión de ser un huésped demasiado grande para caber adentro.

La miro al pasar, con nostalgia, con ese vuelco que me da el corazón cada vez que la veo, sólo de lejos, como se miran las cosas que en algún ayer nos pertenecieron y de las que tanto nos cuesta desprendernos. Sus puertas y ventanas abiertas dejan salir voces y rostros extraños. ¿Quién habrá elegido ese sofá, aquella reposera verde, las cortinas café con leche? Nadie familiar. Ningún conocido. Nada más que nuestras huellas demoradas sobre las baldosas y un gran silencio de lo que fuimos... porque definitivamente, irremediablemente la hemos perdido.

A veces quisiera volver atrás, hacia el ayer, a ese tiempo niño que convivió conmigo. A veces quisiera que eso no fuera un imposible. No. No se puede desandar lo andado ni desvivir la historia. Pero apretando los ojos sí puedo. Puedo prolongar las cosas, resucitar personas, un olor, cada sonrisa. Me he encerrado tras los párpados y por entre ellos regreso. Regreso desde otro tiempo donde no hay muerte ni hay edad ni existe la ausencia. Donde sigue siendo verano. Ahí está lo que busco: una niña muy rubia hundida en el abrazo de un hombre joven. Es mi padre con su cara de ayer, con la misma sonrisa. Las cabezas juntándose en un largo silencio, acaso sabiendo que el querer así, tan desde el fondo, está más allá de cualquier palabra.

Hay tanta dulzura en la forma en que las dos miradas se miran, tanta complicidad callada, tan fuerte es la impresión de realidad, que por un momento las siento a ambas respirar en mi pecho. Y hasta llego a no saber cuál de ellas soy yo misma: si esta mujer de ahora o aquella niña de entonces. Duró un instante apenas, ya lo sé. Acaso lo que dura un parpadeo o acaso menos. Pero para mí fue suficiente.




ArribaAbajo- III -

Hace poco descubrí ente los avisos del diario uno que decía así: se vende piano de concierto procedencia alemana, tratar en tal dirección. Y como soy una concertista frustrada y se puede decir que ando con el piano a cuestas, de inmediato me interesó la oferta. Puse en marcha el motor del auto y sin pensar dos veces, partí rumbo a la dirección indicada.

En cuanto lo vi, supe que era el mismo piano, el de la casa de mis abuelos paternos. Abrí la tapa negra, algo desgastada ya por el tiempo que le había pasado encima, y ante el desconcierto de la dueña, largo rato me quedé mirando las teclas, como si al verlas repasara los rincones de un lugar adonde había ido todos los días, durante una vida de casi completa felicidad. Mis largas esperas y la tía Etelvina hicieron lo posible para que fuera casi y no del todo la felicidad de entonces.

Rara mujer aquella tía Etelvina. La solía ver sin que me viera ella, flaca y a punto de hacerse vieja, dándole agua a las planteras de helechos que se recostaban contra los pilares. Siempre cubierta de telas negras que la cerraban hasta el cuello, como si aquel luto permanente le aumentara la desgracia de haberse quedado soltera. O tal vez por eso mismo lo llevaría, en señal de riguroso duelo por el cuerpo que se le iba ajando, lastimosamente todavía intacto. Lo cierto es que la amargura de la tía Etelvina termina por amargar también las cosas que me pasaron.

Vagamente me viene el otro piano. Es tan poco lo que puedo recordar de él ahora. Apenas si recuerdo los ojos que entonces lo miraban.

Me he quedado con algo de aquella niña y guardo muchas personas y objetos que estuvieron en sus pupilas. En un lugar muy especial está el piano. También las visitas.

Era costumbre cuando se apagaban las tardes, visitar a los abuelos en aquella gran casa que tenían, a escasas tres cuadras de la nuestra.

Cerrábamos la puerta sobre la oscuridad de adentro y salíamos a la que hacía un ratito apenas, se había instalado afuera, ocupando cada cual sus respectivos lugares: mi padre a la derecha, mi mamá a la izquierda y mi pelo alborotado en el medio.

Las arcadas que me daba el cuello almidonado de mi vestido paquete, se me pasaban en seguida, cuando los tres empezábamos a caminar las calles despacio, salpicadas ya por las escuálidas luces que caían de los postes parados en las esquinas. De un lado, nos venía siguiendo la luna, por el otro, nuestras sombras aplastadas. Las casas bajas se buscaban, echándose unas encima de otras, tan apretadas que parecían tener bastante calor. Las veredas, sin embargo, eran frescas y simpáticas, bordeadas por personas que al vernos pasar, hamacaban sus saludos desde los sillones de mimbre. Y hasta los arboles y hasta los perros sin dueño tenían cara de gente amable.

Cuando empezaba la cuarta esquina, empezaba a salir de la noche la casa de mis abuelos, con sus balcones donde se ahuecaban las sombras, y sus murallas que de tanto reflejar la luna, acababan por parecer también plateadas.

No bien se ponía la mano sobre la manija negra, la puerta del zaguán soltaba un rezongo que se agrandaba a medida que se iba abriendo, como retobándose la madera o como si le costara darnos paso. En seguida venían los dos corredores interminables, que con el tiempo se me achicaron de golpe, uno a cada lado de una fuente de abultado vientre, parada en medio de un pequeño jardín como un centinela vigilando antiguos rencores, venidos vaya a saber de cuándo y de dónde.

La familia de mi padre ocupaba el ala derecha, la de mis tías abuelas, el ala izquierda, y entre ambas no había mucha cordialidad que digamos.

Ya que según parece, habíamos tenido en tiempos de María Castaña, un grave disgusto con aquella rama de la parentela, y desde entonces ellos no nos podían ver ni en pintura y nosotros ni pintados a ellos. Nunca nos hablábamos cuando nos pasábamos cerca. Alguno que otro saludo huraño, esquivándose los ojos donde perduraba la ofensa, religiosamente transmitida de padres a hijos, como si formara parte de la herencia.

Quizá fuera por eso que mi bisabuela solía permanecer horas enteras en un escritorio que quedaba en terreno neutral. Mi padre me daba un empujoncito y yo entraba a darle el acostumbrado beso. La buscaba entre las sombras y los libros y ese olor a aire guardado que había, tardando un buen rato en llegar a mis ojos. Hasta que al fin la encontraba, rezagada en su voluntaria penumbra, lejos de la única lámpara encendida. Todavía la estoy viendo en su sillón favorito, rigurosamente enfundado de negro su cuerpo largo y delgado, y hacia arriba, el cuello se le escabullía de golpe, como no pudiendo resistir más esa cárcel de tiesos voladitos que le llegaban hasta donde le empezaban a salir las orejas. La boca era apenas una línea sobre la piel blanquísima, y de pronto, desde muy hondo le asomaban los ojos retintos que miraban siempre los mismos recuerdos, prendidos a una ventana de postigos cerrados, bajo la cual se apoyaba la humedad aquella con forma de barco.

Yo debía empinarme un poco para alcanzarle el beso, un ligerísimo roce que aunque hiciera calor, me daba un chucho tremendo, porque era igualito que estar besando una estatua.

Mis padres y mis abuelos se ponían a charlar luego sobre el corredor derecho y yo tenía plena libertad de andar por ahí, revoloteando los muebles y también las palabras de una conversación que poco o casi nada entendía, siempre y cuando, me recomendaban, no me saliera del límite.

Al principio, me entretenía el canario, pero pronto me cansaba de ver tanto movimiento. Se lo pasaba repitiendo el mismo salto el pobre animal. Que yo me acuerde, jamás se le ocurrió cambiar de trino. Ni de trino ni de salto.

Una noche, sin que nadie lo notara, me pasé al corredor prohibido. Vi la tentación de una puerta entreabierta y en seguida me vinieron enormes deseos de meter los ojos allí, como si todos los misterios desde adentro me hubieran estado llamando. Es que quién sabe cuántas veces mi curiosidad había chocado contra la obstinación de aquella puerta eternamente cerrada, seguro para que no siguiera entrando en la sala más noche de la que ya había entrado. Tanta cantidad de negro que no tenía dónde apoyar los ojos. Aquí da lo mismo ser ciego, me dije. Una oscuridad honda, como la metida en un pozo, casi toda hecha de silencio, bultos al parecer durmiendo y alfombras enroscadas.

Avancé sin saber hacia dónde tirar, latiéndome el corazón como debía latirles a los ladrones, tanteando la niebla para no meter la pata. Y ahí nomás me fui a tropezar con algo acostado que largó un ruido cortito, seguido de un largo eco, y hasta me dio un poco de miedo. Pero cuando la oscuridad y el silencio se hicieron de confianza y a las cosas lentamente se les fueron formando las caras, entonces me sentí como en mi propia casa.

*  *  *

Era una sala inmensa e inmensamente alta de techos que abarcaba casi toda la parte terminantemente prohibida, impregnada del persistente tufo que suele sentirse en esos lugares que nadie utiliza nunca para nada, y amueblada con cosas que parecían haber sido viejas desde jóvenes.

De las paredes colgaban retratos, todos hasta la mitad, que yo no sé si serían próceres o sólo difuntos de la parentela. Lo único seguro era que todavía convalecían de hepatitis, por aquel tono entre marrón y verde aguacate de cuando da el cólico que les cubría los rostros. En un extremo, un ancho espejo bordeado en algo que por la forma de relumbrar debía ser oro puro 18 kilates, repetía dichos retratos y buena parte de la sala, incluyendo el cortinado.

Di algunas vueltas completas, yendo de aquí para allá, de una curiosidad a otra, antes de escuchar lo que de repente escuché: un rumor de voces lejanas que parecían irse acercando a través de la penumbra. Pudo haber sido afuera, pero yo lo oí aquí adentro.

De un modo confuso comprendí entonces, que algo muy raro estaba ocurriendo. Lo más raro, sin embargo, no había sucedido todavía, sino que vendría un poco después, cuando pude comprobar que las voces salían nada menos que de los retratos. Nunca pensé que éstos pudieran hablar, pero sí, era allí donde nacían los murmullos e iban a morir también allí. A lo mejor se trataba de muertos que no estaban bien muertos. ¡Mamita! Y lo peor era que no encontraba la salida.

Por un momento me quedé inmóvil, crucificada en aquel rincón, temblándome las rodillas, contemplando como hipnotizada lo que mis ojos no acababan de creer. Debe ser algún eco que se ha quedado encerrado, o sólo debo estar soñando, me mentí. Pero no, porque me pinché dos veces seguidas y las dos veces seguidas sentí dolor. Al menos vivía. Medio muerta de miedo pero vivía.

-Esto era lo último que me faltaba. Por lo visto no has encontrado nada mejor con qué entretenerte... -decía alguien que al parecer, sostenía una acalorada disputa con el señor del retrato de enfrente-. Un día de éstos me cansaré de tus humillaciones y se lo contaré todo a todo el mundo. Y después no te alcanzara la muerte para arrepentirte.

La que así hablaba era una opulenta señora cuyo contenido apenas si cabía dentro del retrato, demasiado angosto para servir de marco a su imponente persona, ya que de punta a punta lo abarcaba.

Iba peinada de rodete y provista de enormes pechos en pendiente (donde se empequeñecía un medallón) que aparecían saliendo impetuosamente del canesú de un vestido con tensas hombreras, lo cual hacía pensar que en cualquier momento la dama en cuestión iba a ponerse a volar.

-Apenas me descuido un poco -prosiguió la ofendida- y te pones a coquetear con la primera falda que se te cruza enfrente. Y en mis propias narices, ¿eh? ¡Desfachatado! ¡Hasta la vergüenza has perdido! ¡Todo!... ¡Todo!

Y a cada ¡todo! se sacudía entera, haciendo temblar el marco también con vidrio y todo.

Sería grave que estos esposos no estuvieran separados por los tres metros que había entre las paredes donde se hallaban colgados, porque estando así de nerviosa la mujer, podía esperarse cualquier cosa de ella.

Y mientras el espejo la miraba gritar en silencio, yo me volví un poco para ver quién era el desfachatado.

A primera vista me pareció imposible que alguien pudiera celar de algo tan desproporcionado. Tampoco poseía ningún rasgo que hiciera sospechar su condición de Don Juan. Era un caballero mal metido en una ajustada chaqueta con más botones que ojales, que daba la impresión de incomodarlo bastante, a juzgar por la expresión de los ojos. Expresión que sin embargo, pasaba a ser de instantánea fascinación cada vez que, sin ningún disimulo, contemplaba a su vecina.

Pero lo más extraño del caso era que el hombre se dejaba retar, respondiendo a las acusaciones con un silencio de panteón, sin mover ni un solo músculo, completamente insensible a todo cuanto no fuera su vecina de pared.

No así la opulenta dama, que todavía con la respiración alterada, seguía adelante, sin dar señales de que fuera a capitular, sino más bien al contrario, porque volviéndose ahora hacia la instigadora del drama, la encaró entre grito y pito:

-Y sépase usted, que el miserable enfrente suyo es hombre casado desde hace más de treinta y cinco años, y con ocho bocas para alimentar. Por lo tanto, si fuera usted un poco más decente lo entusiasmaría menos. A ver si se atreve a negármelo en la cara. Estas mujeres de ahora, siempre dispuestas a comer la fruta del canasto ajeno.

Y tras sus palabras dejó flotar un tan largo suspiro que durante un buen rato continuó removiendo la penumbra.

-¡No le permito, señora! -replicó con una voz muy conocida una indignada desconocida de cabellos muy negros y piel muy pálida. Aún más pálida sobre el fondo oscuro.

-¡Cómo se atreve a injuriarme de esa forma! Y para que lo sepa: es su marido quien me ha venido haciendo proposiciones deshonestas, sólo Dios sabe hace cuánto...

Hablaba a medias, sofocada por un corsé que parecía estarla ahogando a cada palabra. Yo no sabría decir de dónde, pero cada vez estaba más segura de haberla visto en alguna otra parte. ¿Sería casada o soltera?

-¡Soltera toda la vida y a mucha honra! -me respondió al instante, como si hubiera podido deletrear mi pensamiento.

Y entonces lo supe: ¡era la tía Etelvina en persona!, con su aplicada compostura de miramenometoquéis, su remangada nariz y su dignidad sin tachas. Sólo que en mejores épocas, claro. Ya no es ahora la belleza que era entonces. No. No resultaba fácil reconocerla. Sólo fijándose mucho.

El Único retrato que hasta el momento había permanecido callado, aprovechó el primer silencio para intervenir a su vez:

-¡Quién lo hubiera creído! ¡Todavía no estoy bien muerto y esos buitres ya se están repartiendo mi herencia! Me han dejado sin tener dónde caerme muerto -vociferaba el militar (ya que debía ser militar por su vestimenta de gorra y condecoraciones y esa manera repentina de endurecer el gesto, como si fuera a ponerse al frente de su ejército, aunque por los bigotes era igualito a un mongol) muy propenso a decir palabrotas, intercaladas puntualmente cada tres o cuatro frases decentes.

-Ese dinero que yo me lo gané sudando la gota gorda desde las cinco de todas las mañanas de todos los días de cientos de años, hecho ahora humo, tirado a la calle, dándose la buena vida esos malvivientes. Ya me figuro lo que se estarán riendo de mí. Pero ya verán. No dejaré que me maten de un infarto. Antes los voy a desheredar... -y se detuvo un instante, algo indeciso, el tiempo indispensable para darse cuenta de que ya el infarto había puesto fin a sus días.

-Los voy a meter presos incomunicados, entonces -se corrigió. Y no dijo más porque en aquel preciso momento, la señora opulenta volvía al ataque con renovados bríos para proseguir la lucha:

-¿Con que haciéndole proposiciones deshonestas? ¿eh? ¿Con que involucrado en amores clandestinos? Espérate a que me descuelguen de aquí, viejo verde -le dijo sin creer mucho en lo que decía-. Pero te advierto que conmigo no se juega. Esto se acabó. Se terminó para siempre. Ahora sí que me voy...

-Dios te oiga -le respondió el «desfachatado», a quien las amenazas no consiguieron quebrantar lo más mínimo, al contrario. Persistía con los ojos de carnero vueltos hacia la tía Etelvina, suplicándole amor con la mirada.

-Hace un cuarto de siglo me ilusionas con lo mismo y ésta es la hora en que todavía no te has movido del clavo. ¡Anda, descuélgate! ¡Vete ya, mujer! ¿Qué esperas?

Y así se hubieran seguido peleando la noche entera de no haber sido por el piano, quien desde su rincón me empezó a chistar con una sonrisa de blancos dientes. Le costaba moverse con aquella cola tan larga y desproporcionada, comparándola con el resto del dueño. Me pareció una excelente persona y yo la quise en seguida.

Al instante comenzó a cantar con una voz muy dulce que fue corriendo por encima de las teclas, agitando las cortinas, haciendo vibrar los caireles, anestesiándome a mí misma... Porque de pronto se me cerraban los ojos y esa música fluía de mi interior, me caminaba dentro como si se hubiera incorporado a mi sangre. Y luego me sentía transportada igual que si sus notas tirasen de mí hacia arriba, como si aquella melodía me diera alas y después me elevara...

De cuando en cuando, desde mis alturas, yo vigilaba la puerta, por si acaso alguien entrase.

La tía Etelvina entró justo cuando menos la esperaba, cortándome en dos el hechizo.

Vi primero su pollera negra. Después vi sus interminables brazos forrados que pretendían atraparme, y de los cuales, ni con la mejor buena voluntad lograría escapar, por más esfuerzos que hiciera por esquivarlos. Presentía que para seguir ilesa, tenía que encontrar una salida, pero no me quedaba ninguna. Estaba sitiada. ¿Por qué tendría esa antipatía tan arraigada contra mí? Claro, son los otros los que se pelean y a mí a quien corresponde la expiación. En un momento dado la tuve tan cerca, que hasta pude contarle cuántos botones se prendían a su tambaleante camisa. Tenía cinco.

El cuerpo se le llenaba de violentos temblores, como si sufriera de invierno y de la boca le chorreaban palabras que me dolían igualito que palizas:

-¿Acaso no te han dicho tus padres que no se puede entrar en esta sala y muchísimo menos tocar este piano? Mocosa atrevida. Pequeña delincuente. Que no te vuelva a pescar en lo mismo. ¿Me entiendes? ¿Me has entendido?

Ella alcanzó por fin a catarme una mano y con inesperada rapidez fui sacada de allí cual pajarito volando.

Levanté un vuelo sumiso, torpe y de lo más enredado, llevándome varias sillas, una abuela y dos curiosos por delante. Desde arriba todo se iba moviendo conmigo, pero en sentido contrario. Y hasta me crucé con aquel viento lleno de olor de jazmines que solía acercar el patio cuando queda llover por el norte. No sé por qué me dio entonces la impresión de ser una de esas ropas puestas a secar colgando de las mangas abiertas. Parecía además, que a la tía le encantara mi manera de deslizarme por los aires, porque sólo me saltó al llegar a la zona franca.

Yo, mientras viajaba, iba reteniendo lo más que podía el llanto. Prefería morir veinte veces seguidas antes de darle el gusto a esa bruja. Otra cosa importante me sucedió en el aire: justamente allí decidí mi vida, en represalia al injusto ataque, tendría un piano enorme y sería la mejor concertista del mundo. Algún día, apenas creciera.

Lástima que cuando se cumplió mi rencorosa promesa, sólo cumplida a medias, la tía Etelvina ya no estaba precisamente para darse cuenta de nada.

La gran casa hoy ya no me reconoce. La vendieron hace tiempo. Esta tarde sin embargo, por esas casualidades inexplicables con que a veces nos sorprende la vida, he podido recuperar algunos recuerdos viejos, tan pegados a mi infancia y a todo lo que tanto quise, tal como los había dejado escondidos entre las teclas del piano en venta.

Cerré la tapa con cuidado, como si guardan pedazos de mi propia vida para revisarlos a gusto más tarde, cuando me encontrara sola.

-Lo compro -le dije a la dueña-. Me lo llevo ahora mismo.

Pagué lo que pedía y ni siquiera se me ocurrió exigirle una rebaja. Porque, ¿qué precio se le puede poner a un piano que de pronto resulta ser el mismo piano?




ArribaAbajo- IV -

Desde nuestro corredor yo las podía ver perfectamente, sin entender qué hacían tan lejos de su juventud sin haber conseguido pareja.

Las veía justo a esa hora en que las sombras agrandaban las cosas y también los recuerdos, hablándose más con los ojos que con las palabras, contemplando quién sabe, otra tarde de menos o la vida que continuaba sin ellas.

Aunque eso sí, costaba abarcarlas a todas desde una sola mirada, y había veces que de tanto esfuerzo hasta se me acalambraban los ojos, porque eran nada menos que cinco las hermanas.

A pesar del mucho tiempo que llevaban juntas, se sentaban cara a cara, con el sol de la tarde y el cantero de achiras en las espaldas o pegándoles de frente, y la impar que estaba sobrando, dirigiendo la batuta en una punta, como si fuera directora de la orquesta.

Dignamente erguidas las espaldas, casi enyesadas de tan rectas, las rodillas herméticamente cerradas, y ese calor que de seguro en algún descuido se les había metido adentro, porque no paraban de apantallarse.

Yo no sé si sería por culpa del atardecer que medio me las empañaba de lejos, lo cierto es que hasta mis ojos iban llegando como rodeadas de una aureola en tres o cuatro tonos de rosa, y sólo les faltaba la coronita de luces para ser idénticas a santas.

Según cuentan las malas lenguas, parece que no se han casado porque pretendían mucho y ningún hombre le quedaba bien a ninguna: que éste por demasiado alto, que el otro por petiso, que el de más allí por faltarle modales.

Y así se habían ido secando, mientras dormían tan solas, recitando esas letanías con indulgencia plenaria que las llevarían derechito a la gloria, sin atracar en el purgatorio. Y ahora va a ser difícil que encuentren voluntario. Ahora ya no tienen remedio. Han quedado para vestir santos.

-Un conjunto de señoras en estado permanente de gracia y consumidas por combustión espontánea, ya que a las mujeres como a las flores, lo que les hace falta es el riego -solía bromear mi padre, ante aquel gesto fruncido que ponía mi mamá en la boca cuando se enojaba. Y yo allí, sin saber hacia dónde tirar, si la cosa era de risa o para estar seria.

Lo que no entiendo de veras es por qué les dicen todavía «señoritas», si son tan viejas. Una cosa es ser señorita y otra cosa es ser solterona. A veces hubiera querido ser un poco menos niña, a ver si entendía más.

Para mí que las cinco nacieron solteras y encima viejas. De eso estoy casi segura. Aunque mi mamá me promete que la recostada contra el pilar y que a cada rato suspira, había tenido marido en mejores épocas. Pero no había forma de averiguarlo, porque ésta sólo era distinta en que un ojo se le hamacaba todo el tiempo, al mismo ritmo en que se le iba moviendo una pierna.

Tan poco le duró el marido, que apenas terminaron los arroces y ella disparó la liga, también se le acabó el pastel de bodas, por suerte después de haberlo probado, aunque sea para recordar el gusto. Sin que nadie supiera ni cuándo ni dónde se le había perdido, ni tampoco en qué circunstancias.

-Algo es algo y mejor que nada -decía con malicia mi padre, y mi mamá decía que era mucha indiscreción andar averiguando cosas, y por eso, al final, nos quedamos con las ganas.

Lo cierto es que a partir del triduo, asumió con tal seriedad y recato su condición de viuda, que más que una viuda parecía tan soltera como al principio. Como si el tiempo no le hubiera dado para perder la inocencia del todo. Y ese poquito lo fue recuperando de nuevo, seguro pasa hacer causa común con el resto.

Yo era muy chica entonces, y veía sólo la mitad de la vida. La otra mitad la tenía tapada por la inocencia. Hoy, sin embargo, tengo el panorama completo. Hoy, nadie me saca de la cabeza que en la aparente indiferencia de la única casada, había un no sé qué picarón, un resplandor distinto que la hacía también diferente.

Es como si la estuviera viendo sobrellevar aquella desgracia con la sonrisa en los labios, como si recordara sonriendo los privilegios de haber tenido un marido.

Ya me parecí a que aquel tic -izquierdo- de ojo no era un defecto, sino más bien acaso del esfuerzo por reconstruir entre minuciosos insomnios, los hechos más resaltantes de su viaje de bodas, antes de que éstos se le olvidaran del todo.

Ahora comprendo también el porqué de esas miradas balazos disparadas por las hermanas cuando la veían sonreírle a las plantas, como si a cada rato le estuvieran echando en cara el motivo de sus nostalgias.

Con todo, ninguna de las otras cuatro consiguió quitarle lo bailado, y así pudo envejecer tranquila alrededor de sus recuerdos, porque el tiempo podía deteriorar su cuerpo pero no su recuerdo. No hay tiempo capaz de envejecer el recuerdo. Eso no lo pude comprobar entonces, sino mucho después.

A la que le dicen la «menor» y a veces hasta la «nena», sólo se la ve un poco más joven, llevando algo así como una ventaja de horas sobre las hermanas. Es también la más ansiosa de todas porque estaba como a la espera de algo que nunca ocurría o como temiendo que en cualquier momento se le derramara la sopa. Y aunque parezca mentira y siendo tan grandecita, le tenía un terror congénito a los hombres y a los murciélagos. A los primeros, después de que se hubieran puesto los pantalones largos y a los segundos, después de aquella vez que dos enormes de grandes se le vinieron encima.

A simple vista se le notaba aquel miedo, por la forma cómo los esquivaba a ambos, empalideciendo por zonas y retorciéndose los dedos casi siempre. Tanto, que hasta llegué a pensar que con el jardinero, para dar un ejemplo, jugaban coreco, porque nunca se encontraban en ninguna parte, ni le permitía acercarse a más de cierta y prudencial distancia. Siempre hablándole de lejos y a los gritos pelados, sobre la manera de tratar a las plantas o de cortarles lo sobrante seco o la hora en que debía darles el agua. O cuando le mandaba enderezar la enredadera que se andaba desviando del camino marcado por el alambre, floreciendo para el lado del vecino.

Y la mayor, a esa si a la legua se le notaba la antigüedad que tenía, con sólo verle la cara. Además solía dormirse por ahí, donde le agarrara el sueño y en insólitas posturas. Incluso hasta en pleno día y haciendo con la garganta aquel ruido como de gárgara. O le daba por recorrer fatigosamente la casa, agachándose de vez en cuando para ver por dónde continuaba el camino o los bultos a tiempo, mientras buscaba desesperada sus lentes que le colgaban del cuello.

Entre ellas hay una que se destaca porque vive de mal humor toda la vida. Era también la más la más enojada pero sin estarlo de veras, ya que de allí no pasaba. Andaba con el llavero a cuestas, dando atareadas vueltas para poner en orden el mínimo desorden de la casa, matando de paso alguna cucaracha extraviada, lo cual era su fuerte; «porque traen enfermedades muy graves las más puercas», repetía con asco, mientras con el taco les iba dando el golpe de gracia.

Hasta bastante entrada la noche se la veía cerrando ventanas y puertas. ¿Para qué se tomaría tantas molestias?, si lo único que entraba allí sin permiso eran las hojas, cuando las entraba el viento y después más nadie. Llegado el momento, le aparece el trauma: se adelanta señalando a las visitas el camino del portón de calle, que desde que yo me acuerdo fue siempre el mismo y no había forma de equivocarlo. Pero ella, dale que dale, insiste hoy, mañana y pasado. Durante muchos años continuó insistiendo.

Fuera de eso, no había otra pista que te indicara cuál era cual entre ellas. Las cinco parecían siamesas pegadas por la inocencia. Les sobraba tanto cariño por dentro, que a veces no sabían qué hacer con él. Entonces se lo daban a las plantas, arrullando a cada uno de sus brotecitos nuevos.

Avanzan y retroceden en una misma línea como en la guerra. Bastante redonditas por abajo, a punto de hacerse viejas por arriba. Las caras muy blancas y además empolvadas. Lo único más fuerte que todas sus virtudes era aquel perfume que usaban, cuyo aroma se percibía mucho antes de que llegaran y mucho después de que se hubieran ido.

-Es como si se ducharan con perfume y se secaran con talco -opinaba mi papá y yo también opinaba lo mismo.

Al empezar y al terminar la visita nos atacaban con aquellos besos mordiscos que duraban largo rato. Se visten también igualito, de medio luto floreado que las clausura hasta el cuello, desde donde súbitamente se comienza a verlas. El poco pelo hincado de muchas peinetas, medio por caerse siempre, como faltándoles de dónde agarrarse. Todo el cansancio del cuerpo se les había concentrado en las piernas, tan despaciosas y lentas por el siempre andar en lo mismo.

Cuando las visitábamos, hablaban del tiempo todo el tiempo, y además de esas cosas que suelen pasar durante el veraneo, inclusive de otras, aún antes de que ocurrieran, mencionando a Dios a cada momento en voz tan baja, que parecían tener miedo de que las escuchara alguien.

No es que hayan sido chismosas, nada de eso, sino que el pueblo era tan chico entonces, que no había dónde esconder los secretos.

No sé qué hubieran hecho nuestros veranos sin ellas. Eran las cinco tan buenas, tan obsequiosas, tan tiernas. He crecido con todas en mi recuerdo. Las guardo todavía, muy junto a lo que tanto quise, así, como se me quedaron en la memoria, sentadas entre retratos de otros más viejos que ellas. Sentadas iluminando mis atardeceres hasta un poco antes de morirse.

Porque se fueron muriendo una tras otra, casi al mismo tiempo. Así como habían vivido y como envejecieron. Al mismo tiempo. Después sólo se escuchó el silencio, sólo este ir y venir del silencio dispersado por el viento, igual que si aquel corredor replegara sus recuerdos, recogiera sus pisadas y se acostara entre sus ecos.

Me fui a cada uno de sus velorios y lloré por cada una de ellas. Hoy ya no queda ninguna. Pero, ¿hace falta acaso que estén vivas para que yo las vea? Ahora mismo las estoy viendo. Entonces camino de puntitas hacia allá, cuidando de no hacer ruido, de que no me sientan, porque el juego es caerles de sorpresa. En el último escalón me detengo muy quieta, respirando apenas, esperando... y cuando están bien distraídas les grito ¡GUAU! con todas mis fuerzas. Pero ellas no se asustan ni piden socorro como yo creí. Sólo me miran, hasta que les comienza a salir de pronto aquella risa tan linda, primero de los ojos; de la boca después y finalmente de toda la barriga. Largo rato nos reímos juntas. Lo único malo de mi risa es que pasado un tiempito se me convierte en asma, y entonces dejo de divertirme. Todavía no conozco a nadie que se pueda divertir con una cataplasma encima.




ArribaAbajo- V -

Estuvo allí desde muy tempranito. Desde cuando me arrimé a la ventana y en lugar del sol de cada mañana, me encontré con esta lluvia de porquería. Primero hice como que no la veía. A lo mejor al dejar de sentirlas las cosas se acaben, me dije, y durante un buen rato no le quité los ojos a ese señor colgado de un marco, tan difícil de saber hacia dónde mira, que según mi abuela había sido su esposo antes de que lo colgaran.

Pero no hubo caso. Para nada me sirvió el experimento. Al contrario, fue mucho peor todavía, porque ahora ya no eran las gotitas de antes, sino pedazos de agua a través de mis lágrimas, acarreando ruidos de viento, de árboles, de yo qué sé, de todo lo que bajaba con ella.

Si sólo hubiera sido eso, pero lo peor es que también traía cola. A veces y de repente, el estornudo de un trueno haciendo temblar la casa entera. Después se iba, por suerte, rebotando... rebotando, hasta convertirse en eco lejano, como un pedacito de ruido que alguien se hubiera tragado.

Menos mal que los rayos caían muy de vez en cuando. Me daba miedo aquella luz tan extraña entre me caigo y no me caigo, y había que esperar que hiciera su recorrido con los ojos bien apretados, por si acaso. Hasta los grandes le tenían miedo porque mi mamá y mi abuela se santiguaban a cada rayo: «Ave María Purísima, que no se nos caiga encima», mientras besaban sus escapularios bendecidos por el Papa que les trajo una parienta de Roma.

¡Qué larga es a veces una lluvia, y además, qué fastidiosa! Siempre llega cuando uno menos la espera, igualito a esas visitas que por poco hay que echarlas para que se vayan, porque cuando se instalan se instalan en forma, como si sus partes de sentar se les hubieran pegado a la silla.

-¿Todavía sigue allí? -preguntaba a cada momento mi padre, refiriéndose a aquella señora obstinada y gorda que abarcaba un gran espacio de sala.

-Se lo pasa diciendo: «Ahora sí que me voy», hace como dos horas, y después se acomoda de nuevo -informaba Rita con entonación de espía.

-¿Ah, sí? Entonces la voy a poner en vereda. Desde aquí le gritaré: si usted no se va, nos iremos nosotros.

Y si la cosa no pasaba a mayores era gracias a la oportuna intervención de mi mamá, que toda nerviosa le decía:

-Por favor, ni se te ocurra. No me hagas pasar papelones. No lo digas ni en broma.

¿Cómo habrá que hacer para echar a una lluvia?

Hubiera querido soplar y desaparecerla. Que se borrara. Además no pasa el tiempo, y si pasara sería lo mismo, ya que las horas no me sirven para nada.

¿Por qué no se harán más pocas las horas de lluvia? O mejor, ¿por qué no se irá a llover a otra parte? Viene a caer justamente aquí, sobre nuestro veraneo, habiendo tantos lugares.

Mi papá será casi un sabio por la cantidad de cosas que sabe, pero todavía no me entra en la cabeza lo que me explicó hace un rato: que en la mitad de la tierra hay sol, y en la otra siempre llueve. Por lo visto, la parte que nos quedaba encima, de repente se dio vuelta y comenzó el diluvio.

Luego quiso convencerme de que la lluvia al caer, no hacía sino cumplir órdenes superiores del cielo:

-En todos lados hay un mandamás y unos pobres que obedecen, es inevitable.

-¿Y eso qué tiene que ver con la lluvia? Por lo menos a la nena no la metas en política -le recriminaba mamá, como todos los días.

-Ni cuando le hablas a tu hija te despegas de tu famosa política. Desde que me levanto hasta que me acuesto te escucho hablar de lo mismo.

Y como todos los días también, mi papá seguía adelante, como si continuara un discurso ininterrumpido y nosotros no fuéramos nosotros sino su público.

-En este país nunca se sabe lo que puede ocurrir el día menos pensado. El momento es muy difícil. ¿Acaso hubo carne esta mañana en el mercado? La lucha por seguir respirando se ha puesto brava en estos tiempos de privaciones y el partido necesita de todo nuestro apoyo.

-¡Basta de hacer discursos!

-Lo que ocurre es que ahora da lo mismo estar en un bando que en otro.

¿Cómo es posible que se haya perdido toda conciencia cívica?, porque quién más quién menos, se rebusca para estar arriba. Pero te aseguro que sólo es cuestión de tiempo. Ya verán. Ya verán. Sólo que cuando vean, será tarde y la tortilla ya estará bien dada vuelta. Yo sé lo que te digo...

-Y yo, es la quinta vez que digo: no insistas con el tema cuando haya chicos delante. Has hecho de eso una especie de vicio.

-Deja en paz al único vicio que ya me queda, aparte del cigarrillo.

-¿El único? No tanto el único...

Entonces empezaban a reprocharse todo desde el principio, y yo no sé cuál de las dos cosas era peor: si oír aquella pelea o escuchar la lluvia. Y después uno de los dos se iba dejando un portazo en la cara del que se quedaba. Y después, pasarían tres, hasta cuatro días sin siquiera dirigirse la palabra. O sea: lo de siempre. Si no hubiera sido por esto, hubiera sido por aquello. Claro que durante las vacaciones se peleaban menos. Un poco menos.

Yo nunca acabaré de entenderlos. Algunas veces actuaban como perro y gato, y otras, como si se quisieran mucho, porque se abrazaban fuerte, durante largo rato. Me sentía tan feliz entonces, que habría dado cualquier cosa porque se quedaran así para siempre.

El caso es que luego de varios intentos, se fueron callando del todo... y todo volvió a quedar como antes. Aunque no enteramente igual que antes, porque de pronto, en el primer silencio, se destapó la lluvia del otro lado de la ventana y alguien pasó gritando que cerraran persianas y puertas para que no se inundara la casa.

La misma lluvia de porquería había vuelto sin haberse ido. Casi me duele ver la frente a mí, y un poco más lejos, salpicando el vidrio, y todavía más lejos, allá donde yo tendría que haber estado jugando.

Me quedaré aquí, un rato quieta, a ver si así al menos la escucho hablar. ¿De dónde habrá sacado mi padre que la lluvia habla en su idioma?

-Escucha, ¿viste cómo conversa?

-No.

-¿No? ¿Y ahora?

-Ahora tampoco.

-Bueno, ya la escucharás cuando te concentres. Porque para eso hay que estar concentrado. Después podrás escucharla.

Eso estoy haciendo ahora. Escucho con todos mis sentidos puestos en las dos orejas. Sólo escucho... voces ahogadas que salen de la lluvia. Voces sueltas que chocan contra el suelo formando burbujitas, y acaban arrastrándose despacio, en susurros casi, para formar raudales de voces. Arroyoitos también. Como si quisieran decirme algo al pasar. Alargo hasta donde puedo la oreja y... Nada. Otra vez y otra vez NADA. Cuando una voz venía, la otra se alejaba. ¿No se encontrarían nunca para formar una palabra? ¿Ni una sola? Voces sin pies ni cabeza que nunca me dirán nada.

-¿La sientes ahora?

Siento igual que si alguien tartamudo rezara un responso sobre las tejas. Y si a eso mi papá le llama hablar, pues entonces ya lo creo que habla. Pero hablaría en chino, porque lo que soy yo, no le entiendo ni medio. Y más que hablar se plaguea. Incluso ahora mismo pasa llorando por las inconsolables canaletas que recogen el agua del techo. Vaya manera extraña de decir las cosas. Seguro sólo mi papá y la tierra son capaces de entenderla. Yo, por el momento, ni papa.

*  *  *

Me pregunto qué voy a hacer todo un día encerrada dentro de este aburrimiento, porque no me dejaban salir ni a la puerta y desde allí no podía ver gran cosa: más allá, la misma lluvia y más allá, la misma lluvia entre mis ojos y el cielo.

Si yo fuera una señorita sería diferente: un simple paraguas arreglaría el problema. Pero todos somos tan niños, que ni siquiera piloto tenemos.

No había más calles. No había más plaza ni gente paseando. Aunque ahora que me acuerdo, hace poco vi pasar aquel perro que más perro parecía un bote, así remando con las cuatro patas. Tampoco se puede decir que haya estado en plan de pasear el pobrecito, sino de llegar cuanto antes, porque en el mismo instante que lo vi dejé de verlo. Con tal de que no le haya ocurrido ninguna desgracia.

Y desde entonces no volví a ver otra cosa viviente. Ni colores había. Apenas un gris pálido rodeando al pueblo, que todo sucio de lodo se había hundido en un charco. Ni más ni menos que si esta casa fuera el Arca, y el resto con Noé y todo, se hubiera ahogado.

Tampoco escucho cantar a los pájaros. ¿Dónde se meterán tantos pájaros juntos? Según Rita, se van a buscar un techo, porque con semejante lluvia se les tranca el vuelo. Seguramente por eso habrán pasado volando tan ligero.

Así me paso la lluvia, metida en este pedazo de casa que es un cuarto, extrañando la vida de afuera.

¿Qué se habrá hecho de mi escondite del árbol? ¿Y de las semillas de mango que la semana pasada planté para que tuvieran manguitos?

Aunque sea un poquito de sol, que brilla pero por su ausencia, hubiera hecho más divertido el encierro. Todo deja de funcionar cuando falta el sol. Todo queda como sin vida. Todo se descompone. Muy parecido a cuando mi mamá se ausenta de casa.

Y aquí estoy: ni asmática ni castigada ni siquiera engripada. Sólo esperando que se le ocurra escampar algún día. Soy una niña que de tanto esperar me volveré vieja, igual al caso de la tía Etelvina, que vieja vieja no era, pero poco le estaría faltando. Porque había perdido la mitad del pelo y casi todas sus esperanzas de que volviera el novio, del que nunca jamás volvió a saberse nada. Aunque tampoco se encontraron sus restos.

Y conste que en la despedida ella le había dicho: «aquí me encontrarás cuando vuelvas», y él: «no tardaré mucho, mi cielo». Lo menos veinte años esperó «su cielo», hasta que al final, casi se fue de monja, porque según mi papá en total desacuerdo con mi mamá, para ir de otra cosa ya no reunía condiciones.

De repente, como que quiere aclarar hacia donde está el guayabo. ¡Qué maravilla! Una delgada rayita de sol intentando asomar entre la juntura de dos nubes. Estuvo un rato allí, sin dar ninguna luz, algo indecisa, un rato apenas, y después se hizo tan débil, que terminó desmoronándose en cenizas. Y todo volvió a quedar en el gris de siempre.

-¿Cuándo va a escampar, Rita?

-Dentro de un ratito nomás. Dentro de un ratito. Siempre que llovió, paró.

Pero el tiempo pasaba y el ratito no pasaba. Ya debería haber terminado y todavía no termina. Falta. Falta. Siempre falta todavía.

-¿Cómo más o menos es un ratito?

-Es un rato chiquito y ¡ya basta!

¡Pucha digo! Siempre sucede lo mismo. Abusando de mi inocencia siempre.

Cuando los mayores no saben qué contestar, recurren a unas cuantas mentiras y enseguida te mandan callar.

Porque en aquel ratito de Rita cabía casi un año para mí. Puede caber la eternidad también.

Un poco más allá de donde yo me estoy aburriendo, están mis otros hermanos, armando cada zafarrancho que ha puesto patas arriba el cuarto. Parecían contagiados de la electricidad del rayo. Gritaban y habían gritado tanto, que casi no les quedaba voz, y tanto se había plagueado Rita, que casi no le quedaban fuerzas:

-¡No, así no!, que te vas a sacar un ojo. ¿Por qué tendrán que jugar como locos? ¡Mi Dios! Esto ya no parece la tierra sino el infierno, y ustedes unos demonios con cola y todo.

-¡Rita! ¡Rita! ¡Julio me está llamando maricón!

-¡Sí, porque él me tentó primero!

-¡No seas pelotudo y yaguaí!

-El que lo dice lo es.

-Con llorar nada se remedia, mi hijito.

No es que fuéramos demasiados. Nada de eso, Cuando salimos, no damos la impresión de ser muchos. Cada cual se va por su lado y lo más bien pasamos desapercibidos. Pero así, todos castigados por la lluvia, somos bastantes. Un batallón más o menos. Además, había que minar a la abuelita, que casi nunca sale la pobre, pero lo mismo abulta.

Y lo peor es que hay que portarse como una niña buena y decir que sí a todos los no. Y todavía mejor que eso: debo portarme como una señorita, como si las señoritas no hicieran cada cosa a cada momento.

De veras que no los entiendo ni los voy a entender nunca. Para algunas cosas me dicen que soy muy chica, por ejemplo, para las revistas. Resulta que primero me enseñaron a leer, haciéndome tragar veintitantas letras del abecedario juntas, sin poder cambiarles el orden. Letra por letra, palabra por palabra, sin fallar en una coma. Y al final, cuando estoy en condiciones de practicar un poco, resulta que me han escondido hasta la última revista. Yo pienso que mejor hubiera sido seguir contando con los dedos o leyendo de memoria mi libro de lectura. Total, para lo que me sirve ser instruida. Y cuando les conviene, quieren hacerme ver, sentir, pensar y actuar como si yo ya hubiera crecido.

-Y más bien aprovecha para repasar el catecismo y después la tabla del siete, que aún te sale torcida. ¡Ah!, y sobre todo, no pelees con tus hermanitos. Que casi siempre me están buscando pelea.

Porque algo teníamos que hacer. No se puede pretender que así, de golpe, seis niños bien alimentados y en edad de correr se conviertan en media docena de estatuas. Tampoco había derecho. Por más abogado que mi papá sea: ¡no hay derecho!

Claro que aquí iba a haber pelea, salvo que saliera el sol. Pero la cosa es que no sale. Una pelea que nunca se sabe cómo empieza, aunque sí como se acaba. Acaba siempre que mi papá entra gritando que nos dejemos de jorobar, que ya hicimos «eso otro», también con jota, demasiado, que a la gran siete que somos hinchas, que basta ya y con cuidadito, porque ahora sí que van a ver lo que es bueno, mientras daba vueltas con la mano abierta buscando a quién pegar primero.

Todo bajo la paciente mirada de Rita, que en tanto nos controla con la parte de arriba de sus anteojos, con la parte de abajo hace de costurera. Incluso Rita, siempre tan buena, se ha vuelto de repente, rezongona y mala. Lo que hacemos nomás, está mal hecho. Por cualquier cosita nos reta:

-Este muchachito mea que te mea el santo día -gruñía, mientras sus pechos robustos caían sobre mi hermanito, por poco hasta desaparecerlo, cuando se inclinaba para cambiarlo, porque no había forma de quitarle la fea costumbre de hacer pipí donde no debía, ni el terror a la escupidera.

-Cuándo será el día que no te hagas de todo encima. Yo ya estoy vieja para estos trotes. Ya no me da el cuero. Todo lo han de ensuciar. Miren un poco: ¡este cuarto parece un chiquero!

*  *  *

Desde la voz que rezonga mi nombre, veo a Rita, fija como en un retrato.

Rita... juntando cuatro ternuras se escribe Rita.

Rita... la otra mitad querida de mi pedazo de madre, aunque a veces, también me fastidia tanto, que casi estoy por olvidar cuánto la quiero.

¿Y cómo no voy a quererla? Si yo no puedo recordar la vida sin ella. Si nos había cuidado desde que nacimos, desde hacía tantos años, que ya no le alcanzaban los dedos para contarlos. Si detrás de cada tarde, de cada llanto, de cada velita apagada estaban sus besos. Cuántas noches la habrán visto sin sueño, pegada a nuestros catarros, a mis ataques de asma. ¿Cómo no quererla, entonces? Si todos mis recuerdos la recuerdan.

Y ahora sigue aún aquí, al pie del cañón.

Acaso algo más desteñida. Un poco sorda, también, porque según mi abuela, el tiempo pasa sobre las personas y les va gastando un poco de todo: la memoria, la paciencia, los ahorros, la vista y los zapatos. Aunque eso sí, a Rita aún no se le acabó la dulzura.

Tiene los ojos negros del mismo color que la cara y que casi todos sus vestidos de salir y de entresaca. Labios anchos, abiertos siempre para la sonrisa o para los besos largos o para aquellos ronquidos en varios tiempos y en distintos tonos, que nunca dejaban dormir a nadie. A veces ni siquiera a los vecinos, cuando el viento soplaba hacia la derecha. Pero lo mejor de todo son sus manos. Así de grandes. Blanditas. Calientes. Nunca vi manos tan parecidas a panes. Debajo de su calor me refugié tantas veces. Eso es Rita. Un delantal de hule sobre el crujido de sus sedas viejas, un pañuelo amarrado a la cabeza y la voluntad dispuesta siempre. Porque nunca para de hacer cosas de la mañana a la noche. Y a veces hace como que no hace nada, para que mi mamá no la rete:

-¿Pero qué apuro hay, Rita? Eso se hará mañana. ¿O acaso alguien la está corriendo? Ahora mismo se me va a acostar. Y si no lo hace por las buenas, entonces tendremos que atarla. Que pase buena noche, Rita.

Se levantaba antes que el sol, mucho antes que se levantaran las luces. Apenas amanecía, ya estaba sobre sus pies. Luego el día se le iba de un lado a otro, trajinando entre rezos, entre el calor o el frío, entre las sombras a veces, cuando le ganó la hora. Tratando de remediar tanto desorden y de tenernos a todos relucientes, impecables hasta del último recoveco, como a mi mamá le gusta que estemos. Y casi parece que nos sacara brillo, igual a la casa los jueves.

Porque aquí los jueves, se hace una limpieza a fondo, que nos incluye también a nosotros. Para sacarnos la suciedad semanal que se nos iba quedando pegada. Se arma un batifondo de escobas, plumeros y baldes. Por donde se nos mire quedamos con la casa chorreando agua. Se echan las telarañas del techo, se lavan los cuartos a baldazo limpio. Se frotan los pilares y detrás de cada oreja, y con minuciosa insistencia entre las partes privadas.

-Esto es peor que una revolución -se quejaba mi papá, que andaba medio desafinado dando vueltas con el diario sin hallar dónde sentarse.

Y a veces más allá de medianoche todavía se escuchaba la paciencia de sus pasos siguiendo el compás del péndulo, que cada cuarto de hora, alborotaba el silencio.

Yo no sé cómo hacía para estar en todas partes al mismo tiempo. Como si la hubieran cortado en muchas porciones iguales: un pedacito de Rita para cada uno. Y a veces querría que mi vida fuese larga, larguísima, para quererla toda la vida.

Solamente cuando llovía no aguantaba casi nada. Es lo único que la enoja de veras. Se le ponen tan tensos los nervios que parecía que alguien los estuviese estirando de las puntas.

-Cuando venga tu papá le voy a decir que ya no aguanto. Le diré que me voy mañana mismo. Antes de que me maten, me iré.

Pero nunca se iba a ninguna parte, por suerte, y sólo se ausentaba el ratito que empleaba en hacer pipí. Y cuando salía fuera de casa, era para oír misa todos los domingos y fiestas de guardar, porque ella sabe que de no hacerlo, le podría costar el infierno.

Lo que de verdad no entiendo es por qué Rita nos soporta tanto. Eso es lo que quisiera saber. Mi papá nos soporta porque no le queda otro remedio. Mi mamá por lo mismo. Pero Rita ni siquiera es nada nuestro. ¿Por qué nos soportará entonces? Aunque a lo mejor, si se empieza a escarbar un poco, también resultamos parientes. Por aquí casi todos somos parientes. O parientes de parientes, que para el caso es lo mismo.

*  *  *

Inútil averiguar si sale el sol. Por más que a cada rato registrara el cielo, por más que me empecinara o me trepara en una silla, no aparecía y no aparecía.

¿Qué andaría haciendo? Me gustaría saberlo. Sería el colmo que se hubiera quedado dormido, como acaba de asegurarme mi padre. Eso me huele a cuento chino, pero no iba a ser yo quién le discutiera. Total, yo puedo decirle que sí y después pensar lo que quiero.

Mientras mis hermanos a ratos se revuelcan, a ratos aturdían con unos chillidos que deberían oírse todavía doblando la esquina, yo voy y vuelvo hasta la puerta de mi encierro, escuchándolos apenas. Casi no se puede andar sin meter les pies en algún embrollo. De pronto un jarrón se tambalea, cae y que en paz descanse. Este cuarto va de mal en peor. Un instante más, y capaz que reviente, y por nada del mundo quisiera pagar los cristales rotos. Salir era lo que necesito. Irme de aquí.

Del dormitorio paso al comedor, donde están mis padres con mi abuelita, seguramente hablando otra vez del prójimo, porque cuando charlaban los grandes era casi siempre para criticar alguna macana hecha por alguien. Nadie me escuchó llegar. No sé de dónde me vino entonces aquella idea del espionaje, de alguna película, supongo. Lo cierto es que me encogí lo más que pude, hasta sólo hacerme un bultito bastante disimulado por la cortina, para cubrir las apariencias.

Seguir el hilo de lo que hablaban me costó un gran esfuerzo, no sólo porque palabras y lluvia me llegaban medio entreveradas, sino porque de repente, todos se ponían a hablar juntos y no precisamente del mismo tema. Como una orquesta de tres músicos que tocaran tres melodías distintas.

-Qué me dicen de esas polleras tan cortas que están usando las chicas, lo más arriba posible, mientras las blusas se las escotan hasta el ombligo. Y ni qué decir los trajes de baño: un retacito acá y otro a modo de cubre sexo, y a veces ni eso. Adónde iremos a parar con semejante desparpajo. Las muy hipócritas al entrar a la Iglesia se tapan la cabeza y al salir se destapan otra cosa. A quién querrán engañar, porque a Dios no se lo engaña.

-No exagere, señora, que no es para tanto.

-No lo será para usted, evidentemente, a usted más bien le conviene. Todos los hombres son iguales, cambiando a la legítima siempre que pueden.

-Hasta el santo se calienta cerca del fuego, señora...

-Y por lo visto les fascina quemarse, toda vez que sea sobre hornalla ajena... Y de Martina que se entiende con Lalo Cantero, qué me dicen. Ésa es otra que bien baila. Una mujer tan bien casada perder la cabeza así, por un badulaquito cualquiera. Y pensar que el marido es el único en ignorar sus propios cuernos.

-Vaya a saber si lo que dicen de Martina es cierto, mamá. ¿Acaso te consta?

-Me conste o no me conste, todo el pueblo lo comenta. Y donde hay ola, mi hijita, es porque hubo tormenta.

-Eso se hereda, señora. La madre ha sido igual, y parece que también lo fue la abuela. Y si no estoy calculando mal, y con todo el respeto que usted me merece, aquella ilustre matrona perteneció a su misma época. ¿O me equivoco acaso, querida suegra?

-¡Qué esperanza! En mi época había decencia. Aquellas sí que eran costumbres y no esta Sodoma y Gomorra. El marido ajeno y los curas eran sagrados. No sé cómo hay mujeres así, loqueando con cuanto pantalón se le pone a tiro, siempre buscando de quién agarrase, aunque ese quién tenga sotana... En fin, que DIOS nos ampare.

Yo calculé que pasaría un rato largo antes de que me descubrieran, pero por lo visto, calculé mal, porque de golpe callaron todos, así porque sí, y el silencio comenzó en seguida.

Un silencio medio raro, medio traído de los pelos, demasiado silencioso para ser casualidad. ¿Por qué callarían siempre en la mejor parte? Sólo después vine a saber que no fue tanto porque sí, sino porque la sombra de mi cabeza había hecho un movimiento sobre la alfombra. Era para no creerlo: traicionada por mi propia sombra. Mi sombra: un Judas cualquiera. Ni siquiera en las sombras se podía confiar ahora.

Para mal de mis pecados aquellos seis ojos que en vez de color echaban chispas, se me pusieron a mirar y a mirar tan detenidamente, como si nunca en la vida hubieran visto ninguna niñita espiando. Me sentí tan sola, entonces, tan en desventaja, tan Caperucita frente al lobo, que me dio lástima de mí misma.

Y después sucedió lo que tenía que suceder: todas las bocas se abrieron juntas, me acribillaron a sermones, sacando a relucir su interminable colección de reproches: que salga inmediatamente de allí que venga aquí, que qué eso de andar espiando, oye tanto esmero por educarme y miren un poco lo que les vine a resultar, que me darían mi merecido dejándome sin postre tres días, incluso hasta cinco, sólo de mí dependía, y que mi merecido entraba en vigencia ya, para que vayas aprendiendo.

Y mientras tanto yo, ahí parada, sin poder cambiar los ojos del frente, con la cola entre las piernas y en posición de firme, como me han acostumbrado a recibir los retos. Con ganas de que todo acabara pronto, por aquellas otras ganas que tengo, como de ir en seguida al baño. Ninguna casualidad. Una vez pasado el susto, siempre me quedan las ganas. Y sabiendo que no puedo ir al baño por más que lo tuviera a un paso, y escuchando tanto clic clic de las canaletas, más ganas todavía. Ya estoy por hacerme encima.

No sé cuanto duró aquello ni cuánto más me dijeron, lo cierto es que apenas terminaron, les grité: nunca más lo prometo, les juro por lo que más quieran, y me disolví en las tinieblas.

*  *  *

Había mucho silencio cuando volví. Parecía una misa donde sólo estuviera faltando el cura, porque habían puesto las caras igual que en la Iglesia. La lluvia era la única que no perdía el entusiasmo y tampoco daba señales de perderlo todavía.

Casi por contagio nos empezamos a aburrir todos y todos de distinta manera. Mi abuelita bostezando todo el tiempo, cada vez con más boca. Por momentos sólo boca era su cara y hacia arriba, los ojos en blanco. Mi papá comía el humo de un cigarrillo tras otro, masticándolo largo rato, para soltarlo luego por las narices. A mis pitadas se enredaba siempre una tosecita seca que mi mamá miraba con mala cara:

-Últimamente fumas demasiado. Un día de estos...

Hay gente que sólo fumando puede pensar y mi papá era uno de tantos. Con el cigarrillo en la boca ya había escrito tres libros. Debe ser difícil abarcar todo al mismo tiempo y ser un escritor, un político, un profesor de abogacía y un padre de seis hijos. Pero a mi papá no parecía costarle ningún trabajo.

-No me eches las cenizas en el suelo que para eso hay cenicero -le recomendaba mamá de vez en cuando, mientras sus incansables agujas le daban fuerte al tejido: un punto, derecho, el siguiente, torcido. Ni siquiera para hablarme sacó la vista de allí:

-No pongas esa cara que no es para tanto. Hay que mirar también el lado bueno de la lluvia, lo bien que le hace a las plantas...

¡Qué disparate tan grande! Tendría que haber dicho: lo mal que les está haciendo. Si no había más que verlas para comprender su tristeza. Ramas y hojas chorreando llanto, y los árboles de más lejos hechos una lástima. Tan cargados de agua que no podían siquiera levantar cabeza. Torcidos. Casi tocando tierra.

Lo que pasa es que últimamente mi mamá anda con la mirada corta, y apenas si le alcanza para ver aquí cerquita. El resto, forzosamente, tiene que adivinarlo.

Después, cruzados de brazos y la lluvia de por medio, nos quedamos como esperando que alguna solución llegase pronto, pero lo único que llegó fue el mediodía. Y después también se acabó la tarde, sin pena ni gloria, sin que hubiera ninguna variación entre una hora y otra. En todas llovió con gotas tan iguales, que apenas se pudo distinguir las tres de las siete. Un día que se escurrió hasta la última gota, como el agua que va cayendo de la canaleta.

Poco a poco, una oscuridad cargada de sombras fue entrando en la casa. Primero borroneó las cosas, un rato después, las personas y al final, ni yo misma podía verme. En seguida de encenderse las luces, las sombras eligieron pareja y se pusieron a bailar sobre las paredes, ni más ni menos que si hubieran sido pistas de baile.

Resulta que uno está apenado, como nosotros ahora, y ellas, métale bailando. Bailando. Bailando. Dentro de un instante apagarán la luz y tendrán que irse solamente. Quieran o no quieran. Lo mismo que estos bichos tan pegajosos y tontos que creen que la luz eléctrica es el sol. Ni la peor de mi clase creería eso.

-Ya es hora. A la camita todos.

Había que dormir siempre y siempre era un fastidio. Aunque a lo mejor era también el fin del mundo y lo más prudente sería que me agarrara en la cama. Hay que desvestirse, quitarse la ropa, los zapatos.

-Los zapatos trancan la sangre del cuerpo -dice Rita-. Y es de mal augurio dormirse vestido. Sólo los muertos lo hacen.

Habrá que rezar, cerrar los ojitos y tratar de dormir, contando quién sabe cuántas ovejitas. Mañana será otro día. Pero apenas me acostaba, la lluvia me crecía en las orejas. Gotea. Me inunda. No la aguanto más. La detesto. La aplasto contra la almohada. Estoy tan intoxicada de lluvia como aquella vez con las guayabas. Estoy por vomitarla. Ojalá esté bien lejos de aquí antes de que amanezca. Ojalá se muera esta noche misma.

Mucho tiempo estuve buscando el sueño, boca arriba, boca abajo. Pero, ¡qué altos los párpados!, ¡qué difícil cerrarlos! ¿Se me habrán vuelto panzones de tanto escuchar a los sapos? El cuarto se repleta de humedad y de ronquidos. Mientras tanto yo no duermo. Yo continuo escuchando. Cada vez que la lluvia venía, yo me iba alejando; un poco primero, después más lejos. Subo dos escalones y entro a una oscuridad distinta a la que mis ojos acaban de dejar. Hay mucha neblina o humo o no sé qué. ¿Habrá estado mi papá por aquí fumando? No. No era él sino otro señor que en vez de pelos tenía rayos en la cabeza. ¡Era el sol de mi libro de lectura!

-No debes despertar de noche porque seguirá lloviendo -me previno y su voz pareció abarcarlo todo.

-Volverás a dormirte y a despertar de noche y seguirá lloviendo. Nunca encontrarás manera de atajar la lluvia. Tienes que darme un poco de tiempo. Debes dormir de un tirón para que yo pueda trabajar tranquilo. Cuando el cielo se haya vaciado de nubes. Cuando ya no quede ninguna, sólo entonces empezaré a brillar.

Y fue como si dentro de aquella lluvia encontrara por fin un lugarcito seco.

Supe que había dormido porque algo me despertó. Primero esa canción tan gastada que cantaba Rita las veces que barría el patio. Y después... ¡EL SOL!

¡Qué maravilla despertar con el sol sobre la cara, recorriéndome la piel en angostas cosquillitas! Sí, está ahí, chapoteando entre la tierra inundada. Un poco languiducho todavía, un poco pálido, pero procurando hacerse un sol entero. Y la lluvia ya no era lluvia sino distancia.

Con el sol he nacido de nuevo esta mañana. Todo se me iluminó de pronto. Y también hablan vuelto los pájaros...



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