Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice




ArribaAbajo- VI -

He crecido bastante en estos últimos meses y eso tiene sus consecuencias: le estoy quedando grande a casi toda mi ropa, y demasiado chica a casi todo el resto.

-No sé cómo has podido alargarte tanto -me reprochaba mamá, como si el estirón hubiera dependido de mí solamente.

-A este vestido se le acabó el ruedo, y a este otro también. Ni siquiera les sobra para el postizo. Así sólo podrán servirle a tu hermana -decidió después, dando la cuestión por terminada.

Y ahora, cuando ya se había callado, yo seguía en el rincón dándole vuelta a sus palabras. Las piernas medio recogidas, la cabeza apoyada en ellas, como la apoyaba a veces, cuando me sentía triste.

Porque no era la primera vez que me robaban, y quién sabe si sería la última. Lo mismo había pasado con el vestido verde y con aquel alforzado tan lindo y hasta con el último de mis zapatos. Y todo por esa costumbre de la herencia que existe en la familia. Son tantas mis hermanas, que siempre hay una más chica respirándome en la nuca y esperando turno para picotearme algo. En cambio a mí, nunca me tocaba nada, más que ser la paganini siempre. Porque en orden de nacimiento soy la mayor entre las mujeres, y, ¿de quién podría heredar entonces?

Pero la paciencia no está entre mis virtudes, y a menudo el carácter se me pone parecido al de un alacrán cuando le pisan la cola. Aunque me hubiera encantado tener también su veneno.

Junto y voy juntando rabia sin abrir la boca, y cuando me llega hasta la coronilla, tengo que reventar solamente. Y como el alacrán, me defiendo atacando:

-¡Todavía no están contentas con todo lo que me han robado, ladronas de porquería, barriles sin fondo! -chillé, mientras pateaba el suelo-. Pueden quedarse también con la enagua y con toditas mis bombachas, si quieren. Por eso mismo se irán de cabeza al infierno, cuando se mueran.

Primero mamá se me quedó mirando con cara de querer mandarme a algún lado, pero luego, como si hubiera recuperado la calma antes de perderla, ya que es la compostura en persona, me habló con la misma naturalidad con que le da una palmada a mi hermanito para hacerlo eructar:

-Bueno, bueno, ya basta. No sigas protestando y menos en ese tono, que no se trata de ningún robo. Además recuerda bien que dar no es suficiente cuando no se da contenta -remató con ese tono de sermón que usa cuando le está copiando a la Biblia, (su manía predilecta, además de ver suciedades por todas partes) de donde extraía las más inesperadas moralejas, tan juntitas como anillo al dedo para indicarnos lo incorrecto.

Hasta eso, ¿qué más querían, eh? ¿que gritara «Viva la Pepa», mientras me desplumaban? Eso sí que no. No, gracias.

¡Y si no quieren oírme, tápense la oreja con algo, porque yo voy a seguir gritando hasta cuando se me dé la gana!

Y ahora estoy esperando salir de la penitencia para empezar otra vez.

Nunca pensé que crecer fuera a costarme tantas peleas, tantas desdichas. Porque así ando últimamente, como dolida de una pena que no ubico en ninguna parte, como llena de una tristeza a punto de derramarse siempre. Entonces me salen lágrimas y sobre todo mocos. A montones. Igual que si llorara con la nariz.

Y como si no fuera ya bastante y para completar la desgracia, a eso se le venía a juntar lo que me está sucediendo por dentro. También por ahí me van de mal en peor las cosas. Desde hace días tengo la extraña impresión de haberme cambiado por otra, otra que después de haberse instalado como si yo fuera su casa, se había puesto a trepar en forma tan apretada, que parecía más bien una enredadera. Sea quien sea, es una intrusa quien se ha puesto en mi lugar, con mi nombre, con mi cara sucia y hasta llegando al colmo de mirar con mis propios ojos.

¡Qué lejanos y qué solos parecían estar mis juguetes!, sin nadie que jugara con ellos. Sí, han cambiado mucho las cosas, y yo también había cambiado. Ya no soy aquella niña que durante años vivió conmigo, casi sin que yo me diera cuenta. Cada vez la siento más lejos. Cada vez la siento menos. Como si a cada rato la estuviera perdiendo un poco. Pero de repente no tengo ganas de perderla. Necesito ver su sonrisa, su mirada de juguete. Apretarla bien fuerte.

-¿Qué querrías hacer ahora? -me pregunto ansiosa-. Haré todo lo que se te antoje. Cualquier cosa.

Entonces corro y me trepo a un árbol y me cuelgo de cabeza, con el ombligo al aire y los calzones abombados, para ver de revés al cielo. Me hago el mono allá arriba, durante mucho rato, para que esté contenta. Quiero que se vaya del todo, pero también quiero que vuelva. Yo qué sé.

Ni yo me entiendo, ni me reconozco a veces. Ahora mismo, hubiera podido irme a jugar con las demás chicas, pero como todavía ignoro quién soy, decidí quedarme.

Por la ventana entraba una mañana hermosa. Tanta claridad entraba, que el cielo parecía estar lloviznando luces. Suspiré al mismo tiempo que el sillón de mimbre.

-Hoy no me iré a jugar con ustedes porque tengo dolor de barriga -me excusé, acercando la cabeza al marco, y entonces vi cómo mi mentira se fue resbalando de a poco, para finalmente perderse entre el canto de las chicharras.

También a mi voz se le había cambiado el tono. La oigo con aquel sonido medio afónico que se le pone a mi papá después de haber fumado mucho. O tal vez como si me hablara desde un pozo muy hondo.

¿Será que por ese mismo pozo se me está cayendo la infancia?

¿Será que así se empieza a ser señorita? Me miro en distintas poses. Me reviso cosa por cosa. Sin novedad en el frente. En la retaguardia tampoco. Ninguna variación entre mi yo de hoy, de ayer o de anteayer.

Para qué me voy a engañar, completamente señorita no soy. Sería pretender demasiado. Sería casi como soñar despierta. Porque para eso se necesitan tener cosas que yo todavía no tengo, y antes que nada: haber perdido la inocencia.

¿Acaso para salir de ella era suficiente saber que hombres y mujeres son desiguales, que era lo único que yo sabía? Y no solamente en que las mujeres estamos mejor hechas y en el largo del cabello y de las penas, sino que el hombre tiene algo que las mujeres no tienen, y lo llevan colgado siempre, desde que son bebitos. Diferencia que, por supuesto, se va agrandando, a medida que se agranda el dueño. Y aunque esto al final no resultó ser un defecto, como me lo pareció al principio, tampoco era descubrir América. Salta a la vista de cualquiera que haya visto un recién nacido o a don Cepí, nuestro jardinero, que tiene la mala costumbre de bañarse con la puerta abierta.

Pero acaso no fuera tan inofensiva la cosa y sirviera para mucho más que para estar estorbando. ¿No tendría también algo que ver con el sexo? Vaya uno a saber lo que habrá detrás de eso. Yo todavía lo ignoro. Aunque mis sospechas tengo.

*  *  *

La verdad es que a este paso de carreta me ha de estar faltando como de aquí hasta el cielo para llegar a señorita. Sin embargo, me hubiera gustado tanto serlo, aunque fuera por un ratito: saber qué se siente sobre los tacos altos o llevando ese artefacto llamado corpiño.

Ya no sé a cuál Santo rogarle, en secreto, para que estos dos chichones tipo piedra que tenía en vez de pechos, me salieran hacia afuera y me abultaran un poco. No tanto como los de Rita, claro, tan descontrolados y siempre listos a saltar sobre su escote, en el menor descuido o suspiro. Pero igualitos a los de Susi, del mismísimo tamaño y altura, de veras me hubiera encantado.

-Mamá, ¿por qué Susi ya está usando corpiño y yo todavía no?

-Porque todavía no tienes qué guardar adentro.

Claro, yo voy creciendo hacia arriba, que es un poco avanzar hacia atrás, y en las tres dimensiones peores: a lo largo, angosto y chato. Mientras que Susi, sin perder ni un segundo, se ha venido rellenando en pechera y trasero, que es crecer como Dios manda. Ella sí es como es debido que sea. Y cuando comparaba, y veía lo poco que yo tenía, me entraban unas ganas tremendas de llorar o de ser hombre.

Siempre había algo más, siempre algún detallito y así sucesivamente. De manera que aquí estoy, pero sin estar nunca completamente lista. Demasiado verde todavía. Por ahora, apenas un proyecto. Ni chicha ni limonada. Lo mas bien podría firmar N. N. y, ¿a quién le importaba? A nadie. Y a los mayores menos que a nadie. Ellos no parecían enterados de nada, ni que les importara tampoco. Continúan viéndome criatura. Criatura.

¿No se daban cuenta acaso que los ojos me están quedando chicos y se me agrandaron las orejas por querer saber cosas nuevas? Ando de curiosidad en curiosidad, saliendo de una para meterme en otra. Necesito un poco de ayuda. Alguien que me desenrede. Pero los grandes no me dejan entrar al mundo donde ellos viven. Se les habla y es como hablarle a la pared de enfrente. Están en otra cosa: que si subió la nafta, que si bajó el dólar. Cada vez más lejos, más alto, por las nubes, casi. Y ni siquiera se quieren agachar para escucharme. Está bien que no se agache la abuela, que sufre de lumbago y reuma y tardaba semanas enteras en poder enderezarse de nuevo. Pero, que yo sepa, todos los demás están sanos. ¿Y entonces?

Entonces no me quedó otra alternativa: lo poquito que sé, tuve que aprenderlo sola, siendo mi propia maestra. Un poco escuchando a escondidas, otro poco espiando...

-No te preocupes, todos los padres del mundo son igualitos, cortados por la misma tijera -me consolaba Susi, la mejor de mis amigas y la única con quien se me desataba la lengua-. Tienen la mala costumbre de enseñamos con inventos. Si por mis padres hubiera sido, yo continuaría siendo una analfabeta. Capaz hasta piensen que todavía sigo creyendo esa historia de la cigüeña o la farsa de los tres reyes. Ni que fuera yo de esas monjas descalzas.

Y de pronto a mí se me encendió la lamparita:

-¿Y entonces, cómo nacen los niños si no hay ninguna cigüeña? -tartamudeé mordiéndome las uñas.

-Según tengo entendido, por donde las mujeres hacemos pipí -aseguró, poniendo voz de doctora-. ¿No lo sabías, acaso?

No le dije ni que sí ni que no porque me había quedado muda, pero interiormente pensando y sintiéndome como se habría sentido aquella vez el camello frente al portón de la aguja. Por aquel espacio tan chico tener que salir una persona entera, aparte de ser una grosería, era algo que obligaba a pensar mucho.

Durante días estuve pensando mientras no dormía o comía apenas, tratando de acomodar las cosas en mi cabeza: para arriba, para abajo. Para ningún lado hubo caso. Y conste que la imaginación es mucho más elástica que la vida real y yo podía estirarla y retorcerla hasta donde se me diera la gana.

Después de haber fracasado en el primer intento y en el segundo y en la oscuridad, para que me creyeran dormida. Después de hacer todas las pruebas mentales, casi casi me llegó a salir. Pero no. Al final, hasta la mitad más o menos salió, mientras el resto se quedaba adentro. Trancado.

Con razón dolía tanto el parto. Con razón, apenas unos meses antes, esa amiga de mi mamá que acostumbra dar a luz con la puntualidad de una Iglesia, por poco se muere, alumbrando. Y hasta tuvo que ser auxiliada con los sacramentos y todo. Si a mí me dolía de sólo pensarlo. Por eso acabé dejando las cosas así como estaban. Porque pensar hasta el cansancio no conduce a nada bueno. Y marea demasiado.

Que una idea traiga otra es muy natural. De lo que ni yo ni Susi sabemos nada es de cómo se hacen los niños. Aunque Susi sospechaba que no era solamente con abrazos y besitos. Y un poco por contagio, yo también. Suponemos que de esa forma se comienza, entonces nos está faltando la continuación. Lo cierto es que tuvimos que hacer de todo para enterarnos: buscar en el diccionario, juntar nuestras confidencias, desgraciadamente sin ningún resultado.

-Fíjate bien -me decía Susi, que yo no sé por qué me ganaba lejos en aquello de fijarse bien y ver cosas donde yo no veía más que confusión. Y cuando por ahí yo tenía una idea, ella automáticamente, tenía dos. Era como una caja de sorpresas para mí.

-Fíjate que las casadas nunca se acuestan sin tener un marido al lado. ¿No te parece eso muy sospechoso? Además, ¿por qué no se admiten parientes en el viaje de bodas? ¿Eh? Seguro cuando están solitos suceden cosas...

Y como yo también debía opinar diciendo algo, a veces decía que sí, y a veces que no, según los casos.

-Será mejor que se lo preguntes a tu hermano Julio, él ya va por la secundaria y por lo tanto ha de dominar el tema.

-¿Y si me manda a freír papas?

-No, no lo creo. Además, nada se pierde intentando.

Aunque no resultó tan fácil averiguarlo, porque lo que parece tan sencillo en apariencia, se hace enormemente complicado en la práctica. Entre me animo y no me animo pasaron semanas enteras. Pero como las esperas largas me han desesperado siempre, de una vez por todas me decidí aquel día.

Había que esperar, sin embargo, el momento del silencio. Los silencios son importantísimos porque casi nunca existen en mi casa. Esperé que la siesta se llenara de silencio y que todos los cuartos se callaran. Ningún ruido. Sólo algún silbido lejano de los muebles y uno que otro ronquido desafinado de Rita. El bulto de una vaca dormía lejos. Hasta los árboles cabeceaban igual que personas con sueño. Sigilosamente me fui arrimando al lapacho aquel, medio encorvado, que saca sus flores por encima del vecino.

-¡Hola hermanita! ¿En qué puedo servirte? -me preguntó Julito desde la rama donde estaba encaramado.

Me sentí tan avergonzada de la pregunta antes de hacerla, que estuve a punto de salir corriendo, y la sonrisita que intenté para disimular un poco, me salió tan falsa que más habrá parecido una morisqueta.

-Necesito saber una cosa, Julito -le dije, después de haber tragado saliva dos veces y acercándole la voz lo más posible, de modo que nadie me oyera.

-¿Para qué otra cosa les sirve «aquello» a los hombres, aparte de para hacer pipí?

-¿Estás haciéndome una adivinanza turbia o qué?

-Te estoy hablando en serio...

-¿Ah, sí? Pues con toda seriedad te contesto: exactamente para lo mismo que «aquello» les sirve a las mujeres: para hacer hijos. Pero eso sí después de haber hecho el amor...

Se quedó esperando un ratito, a ver si yo captaba del todo, luego, viendo que no hacía ningún comentario, continuó, poniendo sus piernas en diferentes ramas y unos ojos muy pícaros.

-No son amores muy santos, que digamos, pero tampoco tiene nada de malo, siempre y cuando no se hagan las cositas antes de estar casados. Ni es para que te pongas colorada. Con decirte que ni siquiera es pecado. ¿Acaso Dios mismo no ha mandado tener hijos por docena?

-¿Quiere decir entonces que es obligatorio?...

-Seguro, seguro, tan obligatorio como el servicio militar, pero no tan aburrido.

-Entonces, todos los papás del mundo deben hacerlo, ¿también los nuestros?

-¡Claro que sí, pavota!, si no ¿cómo te crees que has nacido? ¿Del Espíritu Santo, acaso? Ja... ja... ja...

Durante largo rato me quedé allí plantada, oyéndolo decir aquellas cosas tan feas, sin saber dónde poner los ojos, sin saber dónde meterme. A los pies de Julito que hacía bambolear el árbol entero con sus carcajadas, pero infinitamente lejos, mirando los agujeritos de cielo de todos los celestes que asomaban entre dos ramas, que a la vez de ramas, de repente... ¡eran mis padres en actitudes obscenas!

*  *  *

De los momentos siguientes sé muy poco, sólo que empecé a correr y correr, al revés de donde estaba la casa, como si escapando lejos hubiera podido arrancar esa porquería de mi cabeza. Pero la veía igual, igual que si viniera conmigo. ¡No puede ser cierto! ¡No puede ser! A mis costados pasaba el viento, pasaban árboles que en lugar de hojas tenían ojos por todos lados. De todos aquellos ojos tenía mucha vergüenza. De mí misma también; hasta de Dios que siempre me está mirando por dentro. Vergüenza deberían tener ellos. No podía creer que mis padres siempre tan buenos, que ni siquiera permitían que habláramos con malas palabras, fueran capaces de tanto. ¿Cómo se habían podido prestar para semejante cosa? Me había imaginado muchas formas, menos ésa. Y si era la única manera de hacerlos, entonces los hijos deberían estar prohibidos.

El camino, lleno de jorobas y pozos, seguía, pero no igual. Todo parecía de pronto estar detenido. Sólo yo iba corriendo, corriendo... y algunas nubes arriba, como si tal cosa. ¿Me estarían jugando carrera? Si pudiera llegar hasta la heladera para tomar un vaso de agua. Me estoy muriendo de sed. Si pudiera limpiarme estos pensamientos. Para eso tendría que lavarme bien la cabeza, bañarme lo antes posible, mudarme de ropa también, porque me siento sucia. Pero ¿dónde me iba a bañar? «Y cuando se encierran los picarones no duermen, sino que pasa lo que tiene que pasar». «¿La abuelita?». «La abuelita también, para que lo sepas». «Aunque los gatos, por ejemplo, pueden hacerlo en cualquier tejado, a la vista de todo el mundo». «Los animales no tienen vergüenza». Mis padres, por lo visto, tampoco. No, quizá no lo hagan siempre. «Claro que siempre». Sólo de vez en cuando, «Siempre». Algunas veces. A lo mejor, nunca. ¿Ahora mismo? «Ja... ja... ja...».

Después de todo, a mi qué me importa. Por mí que se mueran. Papá seguramente me dejaría apoyar la cabeza contra su pecho, para desahogarme a gusto, la cantidad de llanto que yo quisiera, hasta la última gota de esta tristeza. Pero al ver su rostro masculino, lleno de barba puntiaguda, enseguida me vendría lo «otro», ¿cómo entonces podrían acudirme las lágrimas, si lo que siento ahora es asco? Todos los mayores me dan asco. Incluso la mosquita muerta de mi abuela que torcía siempre la boca y toda ella se torcía cuando hablaba de la honra. Mírenla, un poco, con esa cara de sin mancha de pecado original y por detrás, haciendo sus cochinadas con el abuelo. Y a la vejez viruela. O tal vez me encontraría con los ojos de mi mamá que parecían pasar revista a mi alma y hacer un inventario de mis secretos. Yo no sabría qué hacer con esa mirada, dónde ponerla. «No debes hacer un mundo de algo tan natural», apuntaría mi meterete abuela. Todos me dirían cosas, pero ya es demasiado tarde. Casi se ha ido al sol, y sin embargo me aplasta como si apoyara todo su peso sobre mi pecho. Lentamente se aflojan las luces, lo mismo que mis piernas. Estoy demasiado cansada para seguir pensando. Lo único que quiero es encerrarme, no ver a nadie, mudarme de casa, irme a un lugar donde nadie sepa quién soy ni mi nombre. Quiero ser huérfana.

Eran muchos, y la puerta no alcanzaba para todos, sin contar a los más chicos que corrían a través de las piernas. Y yo allí, sin saber qué hacer con la cantidad de ojos que me revisaban juntos. Todavía parada, quién sabe con qué facha, aunque balanceándome como si fuera a caerme en cualquier momento. A ratos los veo, a ratos dejo de verlos, igual que si yo no estuviera allí o como si ellos estuvieran en otra parte. «¿Se puede saber dónde te habías metido?». «¿Por qué tardaste tanto en volver». «Casi nos volvimos locos esperando». «Ya no son horas de andar afuera». «Te hemos buscado casa por casa, empezando por la de Susi». «Que sea la última vez, chiquillina». «Pero, ¿qué te pasa?». «Estás muy pálida, demasiado ojerosa». «¡Por Dios! ¿qué te pasa?». Me han pasado tantas cosas que mejor quisiera dormir. Hubiera querido decirles, pero las palabras no me pudieron salir; me costaba juntarlas.

Alguien me toca la frente, una mano helada sobre mi piel ardiendo, y una voz casi gritando dice que tengo fiebre. «Debemos acostarla, pobrecita. Miren como tiembla». Casi arrastrada, atravesando voces y cuchicheos, me conducen a un sitio blandito que parecía ser un pesebre. «¿No será que tus primos te mudaron sus paperas?». «Es lo único que ya nos faltaba para aguarnos el veraneo». ¡Qué paperas ni qué ocho cuartos! Tengo una enfermedad peor que la papera, peor que la viruela, y no podré curarme nunca porque es incurable. Hubiera querido decirles aunque nada dije. De los ojales salieron los botones. Me fueron sacando del vestido como si éste hubiera sido la cáscara y yo, una banana, para en seguida frotarme con linimento, «esto te hará mucho bien». «Pronto te sentirás como nueva». Nunca antes me había sentido tan vieja.

Y luego en la oscuridad era como estar lejos, como ir en tren cada vez más lejos, y más sola también, porque a último momento la niña no se decidió a venir. Acabo de dejarla en alguna parte. No sé. Debajo de alguna piedra. Dos veces me levanto para traerla y las dos veces vuelvo a caer, feliz de morir por fin. «Parece que por fin se durmió». ¿Quién había dicho que la niña se fue?, si ahora mismo está llegando a mi sueño, y yo me siento sana otra vez. No, no se fue. Una parte de esa niña, la parte más grande de ella se quedó conmigo. Y aún hoy sigue estando. A pesar del tiempo.




ArribaAbajo- VII -

Hace toda una vida que la estoy buscando, guiada tal vez por mi desamparo, por la necesidad de sentirme menos sola, por este poco de esperanza que me tiene aún de pie. Soy tan frágil todavía, tan indefensa. Por mí no ha pasado el tiempo ni me está permitido envejecer. Sigo teniendo puesto el delantal a cuadros y la misma edad que ella tenía cuando me abandonó. Cuando a pesar de todo tuve que dejarla ir para que dejara ella de ser niña.

No la he vuelto a ver desde entonces. ¿Quién era ella los años después? Esos años que para mí fueron seis, fueron diez, fueron años enteros de ir por la vida esperando tan sólo que me recordara, que alguna vez soñara conmigo. Tan poquito hacía falta: un solo pensamiento suyo hubiera bastado para que yo volviera.

Pero no renuncio. No dejaré de buscarla ni aunque sea invierno y la soledad mi única compañía. Seguiré revisando las calles, adivinando su cara...

Hasta que aquí me detuve, en esta casa, en esta noche de Año Nuevo, sintiendo en alguna parte de mí misma, algo así como una llamada lejana, un te necesito urgente, una sensación como de extrañar aquellos años nuevos viejos que ya no habrán de pasar para mí.

Entonces me detengo. Ahí están otra vez los cohetes. Otra vez como ayer están los tiros, y sin embargo, nada permanece ya ahora en su sitio. Todo lo encontré confundido. La casa no era más nuestra casa ni son los mismos rincones.

¿Por qué ese lugar vacío donde antes hubo aquel zaguán que jugaba con nuestras voces, muchos barrotes entre los cuales he mirado tantas veces, un poco de sol en el patio, ese largo trencito de cuartos y allá al final, la cocina?

-¡Oh, Dios! ¿Dónde se ha ido a parar todo eso?

Mi casa es ahora un baldío, una herida cuadrada en la tierra por donde sangran nuestros recuerdos.

Y al final, ¿qué importaba que ya no fuera la misma casa, si tampoco ella era ya la misma?

Quién sabe cuántos días con sus noches la busqué, tratando de encontrar otra vez a mi niña, y de pronto descubro allá, en el fondo del jardín, que una mujer ha ocupado su lugar. Podría muy bien ser mi madre ahora, y sin embargo es ella. Soy yo. Sí, aunque parezca mentira soy yo.

Lo supe cuando de pronto, como si ella estuviera viendo dentro de mis ojos el horror de lo que yo había visto, empezó a dar gritos angustiados, que yo me oigo repetirlos en un ayer lejano, y a decir lo mismo que dijo cuando aún estaba conmigo. No la hubiera reconocido de no haber sido por eso.

Yo podía tocar aquel miedo, sentido una vez más sobre mi pecho. Un miedo hondo que se pierde y luego se lo vuelve a encontrar cualquier día, en cualquier rincón del camino, porque nunca se ha ido del todo. Porque quedará ahí para siempre. Todo está ahí, en esa cicatriz transparente por donde yo veía.

*  *  *

Sacando lentamente el miedo sobre el canto de la ventana, veo la revolución allá afuera. La espiamos largo rato.

Así que esto es una revolución. Hasta ayer yo no sabía siquiera que existiese esa palabra. Me queda tan alta que mis pocos años no la alcanzan todavía. Tampoco sé qué significa morir. Sólo que se morían los muy viejos o los muy enfermos o algún perro de vez en cuando. Y luego que están bien muertos y mejor vestidos, son llevados a la Recoleta en unos cajones largos que apenas si cabían por la puerta de calle. Eso también sé, además de que siempre eran viejos los que se morían.

¿Por qué tuvo que morir entonces el soldadito descalzo?

Aún no se ha acabado el invierno. Aún están aquellos pies sin zapatos. Aún puedo escuchar los gritos. Pero el grito del soldadito era el más triste de todos. Ese aullido largo, demasiado largo, del que no quiere morir, del que hace esfuerzos por conservar la vida.

Ya no soy capaz de recuperar su rostro. Ya ni sé qué color de pelo tenía.

Sin embargo el grito me ha quedado casi intacto. Hasta hoy me lastima. No. No importa cuánto tiempo haya pasado, allí donde suene un tiro, lo voy a seguir escuchando.

Juntas lo vimos arrastrarse por las sombras, apoyándose en el temblor inmóvil de las murallas, contra mi propio temblor y el de mi muñeca negra, en ese deseo joven de vivir casi tan fuerte como su muerte.

El pobre quiere seguir un poco más, llegar cuanto antes a su casa, tan remota ahora a través de sus heridas. Y cada paso le costaba tanto y tanto como si no tuviera pies, sino dos bolsas. Así y todo, procura; endereza el cuerpo encogido para volver a tropezar de nuevo. Una y otra vez hace el intento. Espera todavía algún milagro. Yo también lo esperaba; hubiera dado cualquier cosa a cambio. Desesperadamente lo espero. Pero él miraba con vacilante tristeza esa distancia que parecía estar mucho más lejos que sus pasos siempre, que parecía se fuera agrandando a medida que se achicaban sus fuerzas y sus esperanzas. Mientras por aquí y por allá iba dejando aquel caminito de sangre.

Sólo pudo dar dos pasos más, y el cuerpo se le fue resbalando despacio, contra la pared amarilla de esa señora que cose, aquí mismo enfrente, como por sobre una cáscara de banana. Y entonces él comenzó a morir y yo hubiera querido no estar ahí viendo, sino en mi plaza, y jugar y correr hasta no sentir más que dentro de mí algo también se estaba muriendo.

Pensé que si rezaba, alguien de arriba me daría auxilio. Desde aquí le recé entonces a la Virgencita que estaba allá, en mi cabecera, como mirando dulcemente para donde yo dormía. Y después, cinco veces seguidas le recé al ángel custodio del soldadito, esa especie de policía con alas que nos pone Dios apenas nacidos para cuidarnos la vida. Pero por lo visto no estaba nadie en su puesto, porque el pobre se siguió muriendo.

Y más que sentir su muerte, fue como si la tuviera aquí, apretada contra el pecho. Hay chillidos en mi garganta. Otra vez me ha vuelto el asma y me comienza este jadeo incontrolable que a cada instante se me agranda un poco más, hasta no caberme dentro. Me asfixio. Intentaba respirar y tampoco podía. También me siento morir tras la ventana.

Entonces comprendí que era mi vida, toda mi pequeña vida la que estaba saliendo por aquellos labios, junto al resto de sus palabras: algún mamá, después me pareció escuchar agua, y mamá otra vez, mamá muchas veces, como si en la ternura de las cuatro letras terminara todo su esfuerzo.

Y todavía el fusil en los brazos, igual que si cargara un niño. Todavía aquellos ojos fijos en nada que reaparecen de pronto, me acechan, se acercan de una manera obstinada y los siento de nuevo aquí, ¡Dios mío! ¡Aquí!

¿En dónde estaba ahora aquella muralla?

¿Aquel atardecer que se diluía entre rosado y negro?

¿Aquel grito ya detenido que sin embargo sigue gritando?

¿Aquella muerte del soldadito?

Yo misma, ¿dónde estoy ahora?

*  *  *

En algún lugar de la oscuridad sonaron de nuevo los tiros, y de nuevo la vi encogerse, mirar a lo largo del jardín en sombras, como si a través de ellas pudiera ver el rinconcito de tierra donde pusimos un día los restos del soldadito.

¿Qué mira? ¿Acaso allá la noche bruscamente iluminada de cohetes? No. Ha quedado al borde de ese viento lleno de gritos. No puede salir de la ventana aquella donde apenas tenemos seis años.

¡Era tan extraña para mí aquella señora! ¡La sentía tan grande y me hacía sentir tan diminuta! Me pierdo buscándome en ella. Me busco en su pelo, en cada una de sus facciones. Me podría pasar la vida tratando de encontrarme y no me encontraría, porque ya no queda nada de mí en ninguna parte de ella. Y sin embargo, es ella... Sigue siendo ella. Soy yo. No la misma que soy ahora, claro, sino ese pedazo de mi propio cuerpo que se fue más allá del mío, que vino creciendo noche a noche, haciéndose mujer a cada instante. Mientras yo dormía acurrucada en mi inocencia para volver a soñarla niña. Porque era preciso tocar la punta con los dedos, llegar hasta la misma cima, hasta donde yo no sabía cómo llegar, hasta donde no llegaría jamás.

En vano trato de contemplar el último instante de nuestra vida juntas, porque no hay un instante último. Pudo haber sido durante los volantines del circo. No. No sé si fue en el circo donde la perdí o si fue antes. O acaso haya sido después. Pero ahí fue donde comprendí que nada volvería a ser igual. Es ahí donde supe que no hace falta tener heridas para sangrar. Esa sangre que llegó como el torrente de un río, en cuya orilla ella había desembarcado sola. Es en su barriga donde hubo aquellos dolores disfrazados de apendicitis. Es en su vestido donde quedará la mancha. A mí, jamas mancha alguna habrá de ensuciarme.

No sé si fue de pronto o poco a poco. No sé si fue consciente o inconsciente. Fue un instante largo y tan breve.

Así, de repente, dejamos de reír, de jugar, de soñar juntas. Ya no tiene mi estatura y mis rulitos se alisan en su cabeza. Sólo ella conocía el secreto. Le bastaba pegar un salto y... simplemente crecer, en tanto que conmigo sucedía lo contrario. Yo me hacía más y más pequeña. Disminuyo. Era cada vez menos.

Y un día me detuve sin saber por qué. Dejé de cumplir años, y ella cumplió doce y después catorce y después me dolió verla transformada en señorita. Seguimos juntas, pero en dirección contraria. Yo, congelada en la misma fecha, en el mismo verano, y ella atravesando un invierno y otro. No sé hacia dónde iba ni por qué llevaría esa prisa. Se alejaba y yo no podía hacer nada para evitarlo.

Habíamos llegado juntas sólo hasta aquí. Hasta este momento en que ella se va y yo me quedo. Desde entonces empezaré a existir sola, impar, incompleta, como una muñeca rota cuyos fragmentos se buscarán en vano para recomponerse. Y mi vida continuará semejante al reflejo de un farol sobre el agua. A un puntito de niñez, apenas a eso quedé finalmente reducida. Y así tendré que seguir, condenada a ser niña siempre, a esta soledad que me dolía cada instante un poco más, a este ensordecedor silencio.

Igual a mí misma todos los días de mi vida, todas las noches. Repitiéndome, viviendo lo ya vivido. Cuánto tiempo más puedo quedarme así, insoportablemente quieta, andando sin avanzar, consumida en mi propio amor que en vano trato de compartir con alguien... Estoy cansada de ser un hueco ambulante, una ausencia. Estoy harta de ser niña. Por momentos, con gusto me moriría y no me muero y no me muero, sencillamente porque no me puedo morir antes que ella. Es la mujer quien deberá morir primero.

¿Tengo yo acaso la culpa de lo que ha pasado?, ¿de lo que aún me está pasando? ¿Podría haberlo impedido? ¿No seguía siendo yo, yo misma y ella la intrusa?

*  *  *

Y hoy, ahora, la noche estaba aquí, rodeándonos, expectante, casi sin aire, concentrada en las doce de un Año Nuevo que debía de llegar muy pronto. También ella, la mujer estaba allí, cada vez más alejada, y el esposo a su lado repitiéndole que no hay soldaditos muertos, que no eran balas, ninguna revolución, querida, sino los festejos.

-¿Acaso se te ha olvidado que hoy es Año Nuevo?

Después la rodeó con sus brazos y así estuvieron mucho tiempo.

Algo más había cambiado, lo advierto de repente. Algo germinando lejos de mí, a escondidas de mí. Un algo extraño que le abultaba el vientre y parecía darle toda la luz que le faltaba a mi penumbra: la mujer iba a tener un hijo. Un poco de ella, un poco de él.

Veo sus pataleos. Veo cómo vuelve, cómo se va, cómo vuelve otra vez, debajo de su vestido. Un niño doblado dentro de ella, apenas comenzando a vivir, que trataría luego de abrirse paso, buscando a tientas su camino al mundo. Se llamaría Pedro o Laura o tal vez llevaría mi nombre. Nuestro nombre. Y la impresión fue tan grande y yo me sentí tan pequeña que por un momento no supe quién era yo misma. Ni siquiera sé qué hacer conmigo. Es en ella, en su niño dormido donde quiero dormir. Es ahí también, en ese abrigo donde quisiera estar. Bajo aquel amparo.

En algún lugar entre ese hombre y esa mujer había estado yo. Yo, sin edad, sin ninguna defensa, casi sin fuerzas. Y ahora venía a descubrir que ya no tengo ningún lugar. Lo último que me quedaba de él había sido ocupado.

Habría querido tener manos para apretarle el brazo, acariciar su panza, acariciarla apenas, pasándole despacito el dedo para percibir en mi piel aquella otra, palpitante y tierna. Habría querido tener voz para decirle que yo también estaba allí, que nunca me había ido, que la seguía queriendo mucho, mucho, casi tanto como empezaba a quererlo al niño. Como los necesito a ambos. Pero no puedo. Hago el intento, pero no puedo. La distancia para alcanzarla sería siempre infinita, igual que mi pequeñez.

La noche me corría sobre la cara al mismo tiempo que mis primeras lágrimas. Me echo a llorar sintiendo que mi cuerpo todo llora conmigo. Ya no me queda nada por hacer aquí. Tengo que irme, dejarme ir hacia atrás, hacia mi único refugio, hasta el punto aquel donde ella me está esperando. Donde somos todavía muy niñas.

*  *  *

Y entonces lo vi todo de nuevo. Me veo en una mañana temprano. Veo aún las paredes del colegio, un portón de rejas por el que un microbio, que soy yo, sale corriendo. Hay tiros por todas partes. Parecían estar cayendo de un cielo que a esa hora, no tenía aún ninguna arruga. Mi papá, con el color de mi guardapolvo dijo nada más:

-Pronto, date prisa. Sube al auto.

Aquello me pareció al principio, más que una revolución, una fiesta de año nuevo que se hubiera equivocado de fecha y de lugar. Porque, ¿a quién se le ocurriría festejarlo en pleno día y en pleno invierno y con tantas caras de viernes santo? Y luego, poco a poco sin comprender comprendí, que algo casi tan grave como la muerte estaba ocurriendo.

Todavía permanece la confusión frente a mis ojos. Gentes que asomaban a las esquinas como desorientadas, disparando hacia la derecha, otras hacia la izquierda, olvidadas seguramente hasta de la dirección de sus casas. En aquel momento era algo así como sálvese quién pueda.

La puerta se cerró y el auto comenzó a rodar a toda bala, y yo todo el tiempo teniendo que pegar mi cara al suelo.

-¿Por qué, papá, debo viajar así?

-Porque sí.

El empedrado de las calles me parece tan cercano cual si fuera caminando con la cara.

Nunca había visto una revolución. Tampoco lograba entender si éramos nosotros los perseguidos o si nosotros perseguíamos a alguien. Pero sentía el peligro. Podía interpretar los largos silencios, las frases a medias, la falta de risas.

¿Qué pasó en aquellos días? Nos pasó de todo sin que nos pasara nada. Llovió, escampó y también llovieron balas perdidas. Sufrimos mucho, rezamos todavía más, por momentos, demasiado, ante imágenes ahumadas por tanta vela de sebo, y vivimos tan encerrados como las carmelitas descalzas.

Tengo la sensación de haber vivido aquello como un instante muerto, sin mañana alguno, casi sin cielo. Dormir poco, comer mal y estar el santo día allí metidos, como si nos hubieran cosido a la casa, a las paredes, al mismo suelo, era lo único que se podía hacer. A veces hacíamos que jugábamos, que no es lo mismo que jugar de veras.

Todas las horas eran tan iguales, tan parecidas, que de haber sido personas, habrían sido gemelas. Y entre todas formaban un día único, inacabable. Eran tan largos aquellos días, que casi siempre los perdíamos de vista antes de que ellos desaparecieran.

Los sábados dejaron de ser sábados y no hay por qué recordar que el domingo es domingo. Nunca es lunes o viernes. No es mayo ni julio. Podían ser las dos o las siete. Total, ¿qué diferencia había?

Siempre hay delante una muralla, el miedo siempre, paredes por todas partes. Me hubiera gustado tanto derribarlas de un soplido y dejar que entrase la vida, el sol, esa felicidad a la que el miedo le había negado la entrada.

-¿Qué pasa mamá, papá?

-Nada.

Pero las cosas no estaban como si no estuviera pasando nada. ¿Cuándo volveríamos a ser niños? ¿Cuándo podremos volver a la plaza?

No ahora. No mañana. No en los próximos meses. Sino después. Más adelante. El mes que viene. Algún día. Acaso más nunca.

Es tan ancho el cielo que se ve desde mi plaza, que ni con mil miradas llegaría nadie a abarcarlo entero. Eran tan altos sus árboles para mi altura de seis años. Me sentía como desnuda sin sus azules y sus verdes, con esa desesperada desnudez de los sueños, cuando me veo pasear en bombacha por la nave central de la Iglesia, justo en el momento de la elevación, perseguida por el murmullo desaprobador de toda la concurrencia...

Y todavía no comprendo a veces, cómo una niña puede no morir de tanto encierro.

Durante el día alternaban los tiros y los silencios. Después del tiroteo largo venían los largos silencios. Esos espacios vacíos durante los cuales no ocurría nada más que el paso del miedo. Esa violenta quietud de la casa que la hacía vibrar de incertidumbre. Esa especie de muerte que parecía afectar todas las cosas, escuchar esos silencios me daba todavía más miedo que escuchar los tiros.

Las comidas duraban poco porque había poca comida, tan poca que nos alcanzaba apenas para sobrevivir. Pero se conversaba mucho: de cuando hubiera paz, de cuando todo pasara, de la esperanza, siempre.

Hubo días en los que también escaseó el agua. Y en algún momento, cuando se acabaron los porotos y todavía no se nos había acabado el hambre, hubo que buscar otra cosa para distraerla, algo que pareciera comida aunque no lo fuera: agua pura con pretensiones de sopa donde flotaban, desanimados, unos pocos fideítos. Entonces a todos nos crecieron ojos y orejas, porque se nos adelgazaron las caras, y el estar más flacos nos hacía parecer también más altos. Había que ver lo grande y lo corta que nos quedaba la ropa.

Y así, poco a poco, angustia tras angustia nos fuimos convirtiendo en nuestras propias sombras. ¿Podía ser mi papá aquella figura de repente envejecida que daba vueltas por la casa agachando de tal modo la cabeza, que se diría iba tomando la medida a cada baldosa? O a veces se hundía en una hamaca y en acaloradas discusiones sólo Dios sabe con quién, porque a su alrededor no había nadie.

Mi mamá arrugaba la frente cuando pasaba revista a las provisiones: poca yerba, arroz, muy poco, azúcar y fideos, nada. Entonces rezaba mucho, suplicando, seguramente, por un nuevo milagro de panes, con nuestras vocecitas haciéndole coro. Todas las oraciones habidas y por haber, incluso las inventadas por ella, seguidas del repertorio completo de jaculatorias. Después, ya casi sin aire, se callaba para en seguida volver a comenzar de nuevo.

Y mi abuelita sin hacer ningún comentario, quedaba mirando el jardín con esa mirada ausente que me hacía crecer que estaba muerta.

A ratos me imagino que ni los tranvías deben seguir andando, ni los cines, ni los parques de diversiones. ¿Para quién, si no había más gente?

Quiero averiguar cuánto tarda una revolución porque la verdad yo no tengo carácter para vivir años sentada, pero me vuelvo impertinente, dice mi padre. Cuántas veces hay que dormir y despertarse y despertarse a veces sin haber dormido, escuchando desde la oscuridad los chimentos de aquella radio medio tartamuda que cada dos por tres se atoraba, o atentos a los pasos de los soldados, yendo y viniendo por la calle oscura, por esa boca de lobo que come a Caperucita.

Eso es lo que todavía no entiendo: que la gente pelee por pelear. Semejantes grandulones armando lío por unos cuantos colores. ¿Qué les habrán hecho los colorados a los azules y a los verdes? Y lo que me explicó mi papá para que comprendiera, todavía comprendo menos: que para que algunos vivan tranquilos otros tienen que pelear. ¿Quiere decir entonces que para que haya paz debe haber guerra? ¿No se habrá vuelto loca la gente? No sé, pero muy cuerda no parece estar.

A ratos, sin embargo, me olvidaba de la guerra. No por mucho tiempo, algunos minutos solamente. A veces hasta media hora seguida. Nunca más, porque repentinamente comenzaban aquellos aviones a pelear en el cielo. Era muy lindo ver caminar el humo que arrojaban contra aquel techo sin fondo de color celeste, tironeado de aquí para allá por el viento. Y más allá se lo veía aún enrollarse sobre sí mismo, para volver a desenrollarse después. Pero también me daba miedo de que en lugar del humo, arrojaran bombas. En esto de colorados y azules lo mejor es no meterse. Ya tenemos bastante con nuestras propias peleas.

La noche nos encerraba al mismo tiempo que liberaba sus primeras estrellas, entonces, tirados en el suelo porque para cubrirnos de las balas nuestros colchones dormían contra las aberturas, caíamos en sueños tristes y oscuros ya que ni siquiera los alumbraba el resplandor que a veces da el reverberar de la luna, por donde veíamos pasar las heridas, mujeres llamando a sus hijos, la cara muerta del soldadito, por todas partes su llanto.

Siempre creyendo que al despertar ya no habría más revolución afuera. Siempre espetando que el próximo día fuera el último. Pero se alarga siempre. No se termina. Eran los tiros los que mataban nuestras ilusiones cada mañana. Estamos condenados a soportarla hasta cuando Dios quiera.

*  *  *

¿Cuánto hace que estoy aquí? Aquí tan cerca que hubiera bastado alargar los brazos para tocarla, y tan lejos, en un mundo que ya no me pertenecía. Donde no era mi casa pero estaba ella. Ella. No la de aquella primera vida que compartimos juntas, no la niña que había sido, sino la que fue después. Esta mujer cuya vida me es ahora tan ajena como la de cualquier extraña.

¿Se acordaría que jugamos a lo mismo durante años? ¿De cuando tuvimos paperas? ¿O del susto aquel que nos hizo tragar un clavo? ¿Y de tantas noches sin dormir por culpa del asma? De todas las pequeñas cosas que tejieron nuestra infancia, ¿se acordaría?

No podía creerlo y sin embargo el hecho estaba allí, allí donde estaban los dos: ella, él formando una pareja feliz, algo que ya no tengo derecho a compartir. Una vez más me quedo afuera, sin espacio. De alguna manera mi existir ha sido siempre así: llegar demasiado tarde o inclusive no llegar.

En su nueva vida de mujer entera existe ahora un hombre, ese niño tan a punto de nacer que ya sabía moverse. Se mueve. No deja de tironearle el vestido.

¡Qué lejos me había quedado de ella! ¿Cómo ganar de un tirón tanto terreno perdido?

Cualquier gesto sería inútil, lo sé muy bien. Aunque trate de engañarme soy algo que nadie ve ni escucha, un soplo de viento, apenas un sueño o a veces, nada.

Entonces hago el único esfuerzo para el que me siento capaz: busco el rincón más oscuro y apartado donde agazaparme y mirar. Ahora no puedo hacer más que mirar. Al menos eso me procura la ilusión de que todavía existo.

Aquí también es Año Nuevo. Todo parecía estar listo para recibir el momento solemne. El tan esperado instante de las doce en punto en que, ante la incredulidad de nuestros ojos, el año viejo se transformaba en nuevo. Sí. Un año nacía y el otro iba a morir entre las dos puntas de una misma noche. ¡Qué maravilla!

Un poco más allá había otra noche, donde con ella contábamos esos minutos preciosos. Otra noche como ésta, recién nacida, en cuyo cielo brillaba aquella estrella de la que sólo mi papá conocía el nombre.

A nuestro alrededor hay olores que hablan de fiesta: flor de coco, sandías, melones. Muchos globitos guiñando luces en lo alto del pesebre. Lechones que parecen dormidos tienen sonrisas de piña en la boca. Seis niños con el rostro iluminado aguardando sus regalos desde una impresionante hilera de zapatos. Mi madre por todas partes.

Es tan fuerte el clericó, que por poco me hace vomitar al principio. Pero después, sentir cosquillitas me gusta. Y otro poco después me pareció que mi cuerpo se mecía, se mecía dulcemente como si estuviera en una cuna. Y hasta la tierra se me puso a brincar de repente. ¿Estaría siendo atacada por el baile de San Vito? Todo se marea conmigo. ¡Qué malestar agradable! No hay nada más divertido que estar donde mi papá me dijo que estaba: entre San Juan y Mendoza. Porque desde allí se podía ver de revés al mundo.

El reloj tiene un instante, un lugarcito apenas donde las dos agujas se juntan y a partir de allí todo empezará de nuevo para todo el mundo. Todo excepto yo.

Es entonces cuando canta el reloj. Va desgranando las horas sobre el aire como si fueran maíces.

¿Cuántos maíces? Uno. Tres. Siete. Doce. Son las doce en punto. Hay una explosión de tiros y de cohetes llegando de todas partes, de todas las noches, acercándose a través del viento, de un abrazo, un éxito, de esas «felicidades» intercambiadas de un extremo al otro del planeta, hasta llegar aquí. El mismo olor fuerte a bombitas, el mismo largo beso que miles de bocas repiten, una copa de champagne que la mujer apenas bebe. Sólo se ha mojado el borde de los labios. No puede. Y el esposo le dice: ¡vamos!, tienes que tomarlo. Te hará bien. Ya lo verás.

Y de pronto, en un gemido, veo cómo la invade el miedo. Veo cómo se apodera de sus ojos, de su felicidad, hasta del rinconcito aquel donde dormitaba el niño. Otra vez el miedo. Nuestro miedo llegando desde otro tiempo, desde todo lo que él nunca comprendería.

-Pero, ¿qué te pasa?

-Es un grito. Son los tiros. Debe ser el soldadito muerto.

-Son cosas tuyas, querida. Las mujeres en estado siempre están imaginando cosas. Es natural que haya tiros en Año Nuevo. ¿O acaso te sientes mal?

Pero ella apenas le contestaba porque él apenas la comprendía.

¿Acaso alguna vez le habló de mí, de nosotras? Tal vez si lo hubiera hecho, él sabría ahora de lo que son capaces los miedos. Eran cosas de las que él se encontraba demasiado lejos. No tenía acceso. Sólo yo conozco la historia. Aquello era también mi secreto.

Si pudiera arrancarle el dolor de esos recuerdos, pero no tengo manos y soy yo misma quien se los ha traído. Yo, quien la asaltaba. Yo, quien le impedía el olvido. Me siento tan culpable por eso.

Lentamente los tiros se fueron acallando hasta ser otra vez silencio. Y el hombre quedó allí, inclinado sobre ella sin saber qué hacer, o acaso sabiendo lo inútil de cualquier consuelo.

*  *  *

No hago más que pensar en ese hombre. No hago más que mirarlo. No demasiado alto, aunque sí muy hombre. Ligeramente moreno. Nunca creí que ella supiera elegir tan bien. Ojalá pudiera tener un marido así, para mí solita. Lo veo abrir la heladera y cerrarla otra vez sin extraer nada de ella.

¿Desde cuándo comenzó a andar a su lado? ¿Quién es él que de pronto me conmueve cuando lo escucho pronunciar mi nombre? Aquel diminutivo usado solamente por papá para llamarnos. Es a mí a quien llamaba. Es mi nombre el que repite una y otra vez, muy quedo, casi en secreto, con esa voz ronca y tan dulce al mismo tiempo que me estaba erizando entera.

No sabría decir por qué, pero todo en aquel señor me gustaba. Sus ojos buenos, casi transparentes de tan claros. Tenían para mí algo del mirar azul de Jesucristo.

Las manos grandes. En una sola de ellas se perderían las dos mías. Manos de hombre. Me encantó cuando se fueron resbalando despacito hasta posarse sobre la panza, para compartir ellas también los empujones del niño.

Noto su preocupación. Veo buscarle ansiosamente la mirada, que sin embargo no habrá de encontrar porque ya no está aquí. Ella se la ha llevado lejos, hacia nosotras. Y aquel mirar de él tan desde el fondo era como decir: vuelve querida, te quiero.

No recuerdo haberle dicho te quiero a nadie. Sin poderlo evitar cerré los ojos, sintiendo un fuerte tirón dentro del pecho, seguido de algo que nunca antes había sentido: un deseo incontrolable de escucharme llamar querida por él.

Y luego le pediría que repitiera una y otra y mil veces más esa palabra.

¡Qué extraño magnetismo poseía aquel hombre, por Dios! ¿Acaso era la primera vez que miraba uno? Era un hombre como cualquier otro, como tantos otros y sin embargo tenía un no sé qué distinto, algo indefinible, una especie de perfume anestesia que me daba sueño, que le aflojaban a una los tornillos.

Lo miro largamente, con la boca abierta, con la noche iluminada al fondo, sin atreverme a desviar la mirada por temor de que este algo tan impreciso y dulce se rompiera. ¡Hace tanto bien sentirse hechizada!

Me gusta su forma de rodearla con los brazos. Creí sentirme yo también dentro de ellos, en el fondo de su ternura. Esa forma no demasiado fuerte de apretarla, como no queriendo lastimar al niño, y hasta su forma de callar me gustan. Y hasta sentir vergüenza de que me guste me gusta. Me gusta. Irremediablemente me gusta.

Y ni siquiera sé su nombre, ni en qué trabaja, ni si también es olimpista, ni nada. Nada más que es su esposo y el tipo de esposo que a mí me hubiera encantado tener, y que ahora mismo debo luchar contra este impulso incontenible de correr hacia él, abrazarlo y hundirle boca y nariz entre la barba, sin escuchar las voces que me habrían de gritar: ¡Cuidado!, que no es correcto besar a extraños.

¿Cómo será un beso? ¿Será como un helado de rico? ¿Vibraría yo despacito mientras él me estuviera besando? ¿Sentirían sus labios mi falta de dientes? ¿Cómo sería estar casada con él? Si yo pudiera sé que sería hermoso pero no puedo. Yo no sirvo para casada y a lo mejor ni para tener novio siquiera. Lo más probable es que no sirva para nada. No, no estoy lista ni mucho menos. Ni dentro de mil años podría juntar fuerzas para el matrimonio. Además, no sé nada de hombres y tampoco he sido hecha para enamorarme. ¿Cómo podría hacerlo sin traicionar mi inocencia? Esta inocencia que de a ratos se me vuelve tan pesada como si cargara una Catedral encima.

Que una mujer se casara con un hombre y después tuviera hijos, era cosa corriente. Sí, era cosa admitida siempre y cuando fuera una mujer. Pero que una niña sin los cuatro dientes delanteros se casara con un hombre casado, sería para escandalizar a cualquiera. Algo así como adulterio en primer grado o corrupción de menores con premeditada alevosía.

La cara de espanto que pondría mamá, y ni qué decir mi papá y mi abuela:

-Eso no lo hace ninguna niña decente -dirían.

Pero, ¿y si lo hace? ¿Si la niña no es ninguna niña decente y lo hace? ¡Qué de inconvenientes tiene a veces ser decente!

En seguida los vecinos empezarían a tejer comentarios, algunos hasta maliciosos. Y al final, ¿yo qué culpa tenía? Fue sin duda el demonio quien me trajo ese mal pensamiento que me atraía y me atraía a pesar de mi rechazo. Abro y cierro los ojos y una tras otra me devoro las uñas, como no queriendo creer lo que siento, pero queriéndolo también. Porque de pronto me nacían mil sonrisas, mil sensaciones parecidas a tibios escalofríos que me hacían largas caminatas desde los pies a la cabeza. Y todo el cuerpo se me agolpaba en el pecho. ¿Será posible que me estuviera enamorando? Sí, creo que es eso. Desde hace un minuto lo quiero y ahora quiero casarme con él. Es lo que más quiero... Pero antes necesitaba ser grande, tener el pelo cortito, tacos altos, ese aire medio ingenuo medio descarado y pintarme las rayitas negras que me alargarían los ojos. Sólo para que él se fijara en mí.

¿Qué pensaría ella de mí si lo supiera? Claro que me odiaría al saberme capaz de robarle fraudulentamente el marido. Y después de todo, ¿por qué no iba a poder quererlo? ¿Por qué no he de pensar ahora en mí? Ya bastante anduve sola. No. No tengo por qué renunciar a él ni tampoco quiero. Además a mí me parece que lo más salomónico sería compartirlo: la mitad para cada una. Al fin y al cabo, ¿acaso ella no era yo? ¿Yo?... Bueno, al menos lo había sido alguna vez, al principio. Entonces él era también un poco mío. Y aunque estuviera casado con ella, estaba también casi casado conmigo. ¿Es que pretendía sacarme el marido a mí misma? ¡Dónde se ha visto!

Era absurdo, lo sé, lo reconozco. Sé que dentro de doce meses o de doce años seguiré siendo una niña. Sufriría mil muertes y lo seguiría siendo. Pero, ¿a quién le perjudica que yo sueñe? El soñar no cuesta nada y consuela tanto. Y entonces, con los ojos bien apretados me dispongo a soñar; lo sueño esperándome en el banco de una plaza. Está aguardando a que me haga mujer. Toda una mujer. Y un buen día va a tomarme dulcemente del brazo. Me daría vuelta y sería él, él, él. Me he retrasado un poco -le diría-, porque primero he tenido que crecer.

¡Qué sueño más loco! ¡Qué maravillosa locura!

Lo malo fue que al abrir los ojos no encontré a nadie a mi lado, y el amanecer fue una soledad inmensa, porque amanecía ya del otro lado del patio. Parecía que todo hubiera sido pura invención mía. Pero las sillas seguían allí, las copas, la comida... ¡Qué ancho se hizo de pronto el silencio! ¡Qué cruel puede ser la primera luz del día cuando alumbra el desamparo en la cara de una niña! Y empiezo a sentir que ya nada tiene sentido aquí, que se acabó mi cielo. Entonces me voy... Regreso de nuevo al vacío, a mi vagar sin rumbo. Silenciosamente me voy.




Arriba- VIII -

¿Cuántos silencios más hubo después? ¿Cuántos espacios vacíos? ¿Acaso se pueden contar los silencios? ¿Por qué tantas cruces en los espacios vacíos?

Y yo, ajena a todo. Sin despedirme de papá, sin haberle dicho hasta luego.

Ignorando que mucho antes de su final, una aureola blanca había oscurecido para siempre su mirada. Esa mirada que a pesar de todo se mantendría tercamente abierta, como si su ceguera espiara entre los párpados un mundo ya vacío de colores y de formas.

¿Acaso podía terminarse mi padre? ¿Se derrumban acaso las montañas?

Con los años he ido habituándome a considerarlo algo ideal, inacabable, casi eterno. La palabra morir suena tan fría, tan lejos de su vitalidad, que pasa a su lado sin rozarla siquiera.

No. No habría muerte capaz de apagar en sus pupilas aquella luz que miraba tan ancho y desde tan profundo. Quisiera creer que no es cierto. Debo seguir fingiendo que él está vivo, que volverá en cualquier momento. Su llave vendría de nuevo a abrir la puerta y no tardaría el pasillo en repetir sus pasos.

Donde yo vaya lo llevaré conmigo. En mis oídos, cuando alguna vez escuche los acordes de un piano. Lo llevaré en mi cara, en el gesto que hago de repente, en cierta mueca que me devuelve a él. En ese grito suyo que de tanto haberlo oído, mi pecho ha transformado en eco.

No. No debería llorar pero lloraba. Lloro mientras me aferro a su ausencia. Busco cobijo en los pechos de mi madre. Busco acallar mi dolor en el arrullo de Rita. Pero también Rita ha pasado a formar parte del silencio. Y a mamá, esa mezcla dulce de mujer y niña que casi he visto crecer conmigo, a mi ternura de cada día se le pusieron irremediablemente grises los cabellos.

Entonces después, en la soledad de tantos instantes rotos, de tantas cosas perdidas, me vino la nostalgia de ella, y a la hora del atardecer sentiré otra vez la necesidad de buscarla.

¿Cuántos años había vivido sin verla? ¿Hasta dónde tendría que extender mi fatiga para encontrar su olvido? Debo haber caminado tantos caminos sin llegar a ninguna parte, que ya no tengo fuerzas para más.

Y mis pies se han detenido de pronto, como si alguien tironeara de ellos, como si mi meta hubiera sido este jardín de verdores dispersos.

¿Qué me impulsó a volver tan de repente y después de tanta ausencia?

Acaso la certeza de saber que es ella lo único que tengo, este sentir que debemos apurar nuestro reencuentro, porque el tiempo se nos va, ahora mismo se está yendo.

Habíamos nacido el mismo día. Habíamos salido las dos del mismo sitio. Lo lógico sería entonces morir dentro del pecho con el que he nacido. Sí, necesito hallarla antes de que expire el plazo, antes de que se haga muy noche, para recorrer con ella ese hecho de luz que todavía nos queda.

Por eso estoy aquí. Por eso he traspuesto este umbral sin que nadie me lo haya autorizado. Y entro. Y a pesar de que el corazón empieza a correrme rápido, casi vertiginosamente, mis pasos y yo nos deslizamos apenas, despacito, como si quisiéramos ir absorbiendo a cuentagotas, la luz, los cuadros, varios libros desparramados en la amarilla pereza de la alfombra, una foto de mí misma sonriéndome tras el verano del vidrio. La prolija felicidad de cada rincón. No parecía haber nadie. Nadie más que un sol cansado arrancando pecas doradas al crema de las paredes.

Afuera era todavía invierno. Debajo del precario delantal mis piernas eran dos temblores. Pero aquí seguía siendo verano. Algo había aquí, un no sé qué calentito que me transmitía vida. ¿Sería la dicha?

Busco el hueco más oscuro de una puerta, donde me acurruco para esperarla. Así me estuve largo rato, inmóvil, sólo esperando. Al cabo de un pasillo, un amplio ventanal dejaba entrar un poco del atardecer y a veces, un viento fresco que me tocaba el pelo.

Supongo que en algún momento, me dormí esperando, porque de repente alguien encendió una lámpara y quedé envuelta en el resplandor suave que mágicamente ensanchaba aquel lugar escondido, y minutos después percibí unos pasos que ensancharon mis esperanzas. Todo mi cuerpo la siente acercarse. Mi sangre toda me dice que está aquí. Quiero convencerme de que es ella, el objetivo final de mi larga búsqueda, decirme que sí, que sigue siendo la misma. Pero al verla, sólo tuve la impresión de estar viendo el recuerdo confuso de algo olvidado hacía mucho tiempo. No. No era posible que aquella imagen fuera la mía, que fueran míos aquellos ojos. Además, era yo tan pequeña y la miraba desde tan abajo, desde la perspectiva de una hormiga. Estaba al lado mío, aquí cerquita y sin embargo, inmensamente distante. Separada de mí por una cantidad inescrutable de años.

¡Qué lejos me había quedado de ella! ¡Qué grande se hizo el espacio que el tiempo había abierto entre ambas!

La miro y la vuelvo a mirar. Miro ese rostro en donde cada risa, cada dolor, cada espera, cada hora vivida han dejado testimonio de presencia. Un leve rastro de sol todavía daba luz a sus mejillas, dispersando los años de los ojos. Unos ojos marrón claro o dorados o amarillos que se habían mantenido jóvenes en medio de las primeras arrugas.

Desde aquella última vez que nos vimos habían pasado multitud de cosas, pero sobre todo había pasado la vida, a tal punto que ahora ella tiene el pelo teñido, tres hijos grandes y es abuela. Quizá hasta podría ser también mi abuela... y sin embargo, es ella. Soy yo. Yo, conteniéndome estas ganas de llorar que tengo, de asomarme a sus ojos para que me vea, de gritarle: ¡Aquí estoy! ¡He vuelto!

Y aunque lo hubiera hecho, ¿qué habría ganado?, si mi voz nunca alcanzaría a sonar en ninguna parte, si luego iría a perderse en mi propio sueño.

Pero no me importa ser un sueño, ni esta niña trepada sobre el sofá, con las piernas lastimadas y la nariz sucia de barro. Sólo me importa que ella esté a mi alcance. Me importa haberme descubierto de repente en su mirada, al fondo de aquellos ojos donde una niña como yo me estaba mirando. Me importa que exista algo, más allá de nuestro alejamiento, uniéndonos todavía.

Fue entonces cuando comprendí que me quedaría, aunque ella ignore que yo existo, aunque no me viese nunca, me quedaría, mañana y los otros días. Siempre.

Oigo las voces separadas, mezcladas, superpuestas. También oigo los balbuceos del nieto. Y luego el ruido de la máquina de escribir era lo único que se oía.

Cada mañana, cada tarde, cada noche escuchaba y volvía a escuchar el teclear frenético. Porque está claro que ahora ella escribe, con tal fervor, como si esa hubiera sido la única forma de mantenerse viva.

Bajo sus dedos caen y se levantan las teclas, y el ruido que hacen al caer me recuerda a un lloriqueo, como si al sentirse oprimidas se quejaran estampando sobre el papel su renegrido lamento.

La tengo frente a mí. La veo equivocarse a veces, borrando, llenando canastos de papeles. Por momentos se detenía a un instante, como si le estuviera faltando una palabra que no encuentra. Entonces fuma; relee lo ya escrito en voz alta para escucharse. Tras un suspiro se levanta y encerrándose la cara entre las manos, camina, da vueltas. Hay un silencio que le impide el paso, una barreta que le bloquea la mente. Sufre. Vuelve a sentarse inclinando un poco la cabeza, como recogiendo datos del fondo de sus recuerdos. De pronto parece haberla encontrado. Sonríe. La tan buscada palabra está allí; ha salido a flote, porque de inmediato prosigue, ahora ya sin interrupciones.

¿Quién le soplará lo que escribe? ¿De dónde saldrá la voz que le está dictando?

Y los ojos tras los anteojos reflejando una luz cansada y un cigarrillo tras otro entre los labios. Era algo así como una conversión, como haber descubierto de pronto que había algo más por qué vivir. Como una vocación traída desde hacía mucho tiempo y por mucho tiempo contenida, que no soltó de la mano sino después de que los hijos crecieron. El desahogo de una mano.

En algún momento avanzará la noche hasta cubrir el día. Todos los ruidos guardarán silencio. Todo dormirá menos sus manos.

Ella está muda pero sus manos hablan. A veces las veo cuando sonríen, cuando se tensan estremecidas como si estuvieran en trance de parto, incluso cuando viajan. Porque escribir es hacer también un viaje, recorrer regiones que no se alcanzan sino de esa manera. Los recuerdos se han ido desperdigando por tantos sitios, que ella tiene que viajar para encontrarlos, salirse hacia dentro de sí misma, para hacerles salir de sus escondites.

Nunca se me había ocurrido pensar que ella escribiera. Lástima que no haya comenzado antes, así no estaría ahora empeñada en esta lucha contra el reloj que no le da tregua.

Aún estoy ahí, viéndola, sin moverme del lugar aquel hasta donde no llegaba el resplandor de la lámpara, hasta donde sólo llega el golpeteo tartamudo, que algunas veces servía también para arrullarme el sueño.

Quiero averiguar qué tanto escribe, por qué no se despega de la silla, mientras se amontonan palabras sobre las hojas y éstas se amontonan sobre una mesa. Atrapada en mi rincón mi curiosidad era infinita, pero al mismo tiempo me conmovía su resistencia, me asombra su capacidad para sobrevivir casi sin comer, casi sin dormir, y algo ya más peligroso: casi sin hacerle caso al marido:

-¿Todavía no vas a almorzar? ¿No te acostarás todavía?

Y ella negaba siempre con la cabeza:

-No, mientras no termine este capítulo.

Inconsciente del transcurso del tiempo. No hablando sino con las palabras escritas. ¿Se estaría volviendo un poco loca?

Todos aguardando inquietos no sabíamos qué, pero era seguro que algo tenía que suceder. Tarde o temprano.

Y un día cualquiera, repentinamente enmudecieron las teclas y todo el silencio de la casa pareció concentrarse en torno de aquella máquina. Ahora mi afán era llegar hasta el trabajo terminado, que ella había puesto sobre una mesa. Impaciente esperé y esperé que nadie estuviera cerca. Entre el papel y mis manos se estacionó una frase como una nube. Una nube que de pronto comenzó a moverse: LA NIÑA QUE PERDÍ EN EL CIRCO.

Más que leer fui devorando aquello, como quien busca descubrir el secreto de algún tesoro escondido.

*  *  *

Eran letras, palabras y frases que hablaban de mí, tenían que ver conmigo y que luego, poco a poco se fueron deslizando a lo ancho de todo el papel, enhebrando retazos de infancia, soldando mis fragmentos rotos para reconstruir mi historia. Acaso la de muchas niñas.

Y conforme iba leyendo, me daba la impresión de hundirme con lentitud en cada palabra, de ser arrastrada por ellas hacia atrás en el tiempo, muy lejos, enredándome más y más hasta quedar presa en aquella red de miniaturas negras.

A cada instante percibo que algo ha brotado y brota vigorosamente. Un corazón más grande que mi propio cuerpo, que me invade y me sacude como si quisiera derrumbar mis paredes y prolongarse afuera. Aquí, muy cerca de esta alegría, en medio de este tumulto, aquí debe estar la vida. Esta emoción significa vivir. Este calor que de pronto me atraviesa es el amor.

Pero ya no puedo detenerme ahora. Necesito seguir adelante, encontrar una salida. Abriéndome paso entre las palabras sigo creciendo, creciendo hasta estallar en mil estrellas. Y entonces dejo de ser un sueño. Mis contornos se dibujan, todo va tomando color. El mundo empieza de nuevo y me parece que es mi cuerpo el que está naciendo.

El papel ya no puede contenerme; me desbordo a cada instante. Por el pequeño espacio que dejan dos letras deslizo un pie primero, después el otro y salgo, salgo para que la vida y el sol y el aire me aprieten de más cerca. Y es entonces cuando repentinamente la veo.

Veo emerger a una niña que se me parecía en todo. Veo brillarle el pelo rubio, alborotado, después la sonrisa. Es a ella a quien estoy viendo. Sí, es ella. Es la mujer quien de repente me habita. Su respiración la que me late en el pecho. Mis ojos los que miran a través de sus pupilas. Veré entre sus pestañas salir el sol y juntaremos las manos para recogerlo. Somos de nuevo nosotras.

De pronto apareció una luz aquí y otra más lejos, y el camino entero se llenó de luces. Ahí están todos mis momentos, todos mis seres queridos. Papá, mamá y la media docena de hijos apretados contra ellos. Entonces no los perdí. Son incorruptiblemente míos. Algo más lejos me parece divisar también a Rita, y a mi abuela con sus plagueos, porque sin ellos, dejaría de ser mi abuela. Todas las cosas tal como habían sido.

Tomadas de la mano y los ojos muy abiertos, recorrimos aquellos lugares tantas veces recorridos. El sol, que almidona nuestros delantales, detrás, las dos persiguiendo al viento. Más arriba, vanos tonos de azules se han reunido para formar el cielo, un cielo hondo que lleva en procesión sus nubes, y más abajo, entre esas calles tibias con olor a río, estaba esperándome la casa, mi vieja casa todavía de pie, algo achacosa la pobre, carcomidas de tiempo sus ventanas y puertas, pero abiertas, de par en par abiertas para darme la bienvenida. Me invita a pasar. Me recibe con su olor de jazmines. Entrar en la casa donde había nacido, donde yo imaginé viviría siempre, recorrer otra vez sus rincones, aspirar aquel tufo querido que han guardado para mí sus paredes, fue algo así como ingresar al cielo. Es tan escaso, tan poco el cielo que se ve desde mi patio. Pero no me importa, con eso me conformo. Eso me basta para sentirlo mío. De pronto quiero ser una estrella, pero quedaba tan lejos ser una estrella, que prefiero ser la luna cuando toca el mosquitero. Aquí y allá me salían al encuentro los zaguanes, las esquinas, mi plaza, un tranvía, los miles de olores que habían crecido conmigo. Cada arbolito que nos pasaba cerca, parecía estar sonriendo al que tenía enfrente, todo era ligero y fresco, nuevo como la mañana, puro, recién nacido. Pero esta vez no nací de mi madre sino de las entrañas de un libro. Su primer libro. Allí encontré mis raíces, mi alimento, mi pequeña ración de vida. Ella tuvo que escribirlo, tuvo que abrirse, pujar desde su oscuridad para que yo saliera a la luz. Es la mujer quien me ha devuelto a la vida. Por ella existo.

Sentí que un llanto calentito me lavaba los ojos, limpiándome la soledad, cicatrizándome las tristezas. Y me preparo entonces para concluir mi historia. Por primera vez podía dialogar con ella:

-¿No me ves? -le pregunté en voz muy queda. Y su voz me respondió.

-¿Dónde te encuentras?

-Aquí, en tu casa reflejada en el espejo.

A la tenue luz de un farol la puedo ver de repente, pálida, sonriéndome a través de sus lágrimas. Por un instante permanecemos calladas. Después ella dice:

-No te muevas. Por favor, no te muevas. A pesar de todo lo que sufrimos juntas, quisiera tenerte en los ojos por el resto de mi vida.

Y yo me escucho decirle:

-Estoy de vuelta y esta vez es para siempre.

Entonces ya no hubo ningún cristal entre nosotras, no hubo ya distancia, porque de pronto ella bajó la cabeza, la bajó mucho, hasta encontrar mi altura, hasta que su beso alcanzó mi frente. Y todo se redujo a ese instante, solo a ese contacto.

-Es ella -susurró-. Es mi niña.

Y me pareció que su sonrisa se hacía más dulce, más ancha, más profunda y se abría dentro de mi propia sonrisa.





Anterior Indice