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La nueva salida del valeroso caballero D. Quijote de la Mancha: tercera parte de la obra de Cervantes

Antonio Ledesma Hernández

Antonio José López Cruces (ed. lit.)

Florit (il.)



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Pocos días después de la aparición de su Quijote1, el escritor almeriense Antonio Ledesma Hernández (1856-1937) escribe esta carta a Marcelino Menéndez Pelayo: «Almería, 9 junio 1905. / Muy Sr. mío y de mi devoción: después de su admirable Discurso sobre "El Quijote"2, he vacilado mucho en enviar a Ud. mi reciente libro "La Nueva Salida del Valeroso Caballero Don Quijote de la Mancha", Tercera parte de la inmortal obra. Pero el bondadoso e indulgente juicio que formó Ud. de mi anterior novela "Canuto Espárrago"3, me decide a revelar a Ud. la existencia de mi nueva producción, aunque reconociendo el sacrilegio que en ella cometí y entonando el mea culpa. Quise escribir algo para el centenario celebrado ha poco y, como el abismo me atrae y lo imposible me enamora, caí en la tentación de hacer el libro este y en tres meses de verdadera fiebre, en la soledad del campo, compuse eso, de que me hallo contrito y arrepentido. / Si Ud. tiene momentos que dedicar a su lectura, y me aconseja que recoja la edición y la entregue a las llamas, le obedeceré enseguida. Si halla algo pasable en esos capítulos, me sentiré confortado en mis tribulaciones. / De Ud. affmo. S. S. y entusiasta amigo Q. B. S. M. / Antonio Ledesma»4.

En 1905 tanto el almeriense como el santanderino, que nacieron en 1856, están a punto de cumplir los cincuenta. Ledesma, que realizó en Madrid sus estudios de doctorado en Derecho (1876-1877) y que vivió en la Corte tras sus segundas nupcias (1888-1891), debió de tratar a Menéndez Pelayo en la tertulia que Juan Valera reunía los sábados por la noche en su casa5, y a la que solían asistir, junto a políticos como Cánovas o Castelar, escritores como Zorrilla, Campoamor, Núñez de Arce6 o Emilia Pardo Bazán. En sus frecuentes viajes a Madrid por asuntos judiciales, el abogado no dejará de visitar a su amigo, al que respeta y admira y con el que comparte una parecida visión del mundo. Concretamente, ambos defienden la labor social y cultural llevada a cabo por el catolicismo en España y lamentan los ataques que contra la Iglesia lleva a cabo el extendido anticlericalismo.

Menéndez Pelayo tuvo conocimiento por primera vez de la existencia del abogado almeriense el 31 de enero de 1890, cuando Gumersindo Laverde le transmite esta noticia erudita: «En la Revista de las Provincias vino hace meses un artículo relativo a D. Antonio Ledesma, literato notable de Almería, hacia el cual te llamo la atención, porque es autor de muchas traducciones poéticas del inglés y no sé si también de alguna obra original de índole estética. El articulista le atribuye un Estudio sobre el Pesimismo de Leopardi»7. Las obligaciones del eminente polígrafo le hicieron aparcar dicha información. Pero catorce años después, concretamente el 21 de enero de 1904, Pelayo escribe a Ledesma solicitándole el envío de su traducción del primer canto de la Peregrinación de Childe-Harold de Byron y sus Poemas de 1887.

El 28 de febrero, tras haber pasado casi un mes enfermo, Ledesma le envía en paquete certificado su traducción de los versos del poeta inglés8, «cuyas poesías con las de Leopardi han sido mis predilectas»9. Le manda también un discurso suyo recogido por la prensa -«un discurso mal improvisado, pero tomado taquigráficamente»- y sus Poesías premiadas10, y le habla del autor de Pepita Jiménez, quien también tuvo el detalle de estimular sus aficiones literarias y de prestar atención a las producciones de su pluma: «Como Ud., fue y es Don Juan Valera muy benévolo conmigo; y al tiempo casi de la carta de Ud. sobre el iluso "Canuto Espárrago", leo la crítica de aquel nuestro común amigo sobre mi novela»11. Confiesa luego Ledesma a su corresponsal, quien acaba de publicar el primer volumen de sus Orígenes de la novela: «Udes. me alientan a seguir en un género que siempre consideré fuera de mis alcances, y ya con ello voy a arriesgarme a publicar otras dos novelas que tengo terminadas.12 / No creo conseguir éxitos ni me hago ilusiones: quédese aquello para los Galdós con sus Electras13, que halagan las inconscientes pasiones de las muchedumbres y se ponen en la corriente volteriana de los engreídos chicos de la prensa. Ir contra eso es ser arrollado, o por lo menos silenciado, que es una de las peores formas de combate que adoptan contra los adversarios los grandes rotativos. / Pero entiendo que hay algo superior al medro personal en utilidad o renombre, y es el sacrificio por la verdad y el bien; y que, soldados defensores de estos altos principios, debemos dar batalla en el punto en que nos la presentan los enemigos; y si los Zolas14, los Galdós15 y los Blasco Ibáñez16 tomaron por reducto de combate la novela, porque sus fuegos penetran por todas las capas sociales, cada cual, en la medida de sus fuerzas, debe contrarrestar allí sus esfuerzos y llevar a lo más hondo de la entraña social el antídoto de aquel veneno».




Ledesma, Cervantes y don Quijote

Cervantes es para el abogado «aquel soldado de Lepanto que, después de manco, escribió el mejor libro del mundo»17. Sobre la biografía del autor del Quijote no hallamos en sus escritos sino alguna que otra referencia tópica: «Y me acordaba de Cervantes, sin luz ni cena cuando escribía el Quijote y luego, después de muerto, glorificado en todas las lenguas con ediciones lujosísimas de sus obras, con estatuas costosas, cuyo valor mejor le hubiese servido en vida»18.

Recuerda Ledesma que hacia 1870, cuando estaba acabando el Bachillerato19, se enfrentó por primera vez a las obras de Cervantes que había en la biblioteca de su padre, el comerciante y político Ramón Ledesma Crehuet, en los tomos de la Biblioteca de Autores Españoles:20 «Confieso que sufrí gran desengaño al leer las primeras producciones de aquel genio llegadas a mí. La Galatea me pareció falsa e insustancial, porque sus pastores y pastoras no eran los que yo conocía en las fincas de mi padre; las Novelas ejemplares -La ilustre fregona, La fuerza de la sangre, El celoso extremeño, etc.- no me abrieron nuevos horizontes, como yo esperaba. El Viaje al Parnaso me aburrió y el Persiles y Segismunda, careciendo de realidad, no me entusiasmó como mis lecturas de viajes y descubrimientos de tierras, donde los navegantes y los héroes fueron de carne y hueso. / El mismo Quijote en sus primeros capítulos, con la descripción de aquel loco y los palominos y salpicones que le servían de comida, me predispuso en contra...»21. Sin embargo, cuando años después, enfermo de hemoptisis, se ve obligado, por prescripción de los médicos, a abandonar temporalmente la carrera de Derecho, vuelve a intentarlo: «Leí y releí el Quijote, quedándome en la mente la gran creación y en la boca el gusto de aquel estilo sabroso y entonces volví a leer las obras de Cervantes y me atiborré de Novelas ejemplares, de Galatea y de Persiles y Segismunda, hasta del Viaje al Parnaso. Vida real había también en aquella ilustre fregona, en aquella gitanilla, en aquellos Rinconete y Cortadillo, dulzura y encanto pastoril en aquella Galatea tan perseguida y requebrada de sensibles Elicios, primorosas e insuperables aventuras en aquel Persiles, pero, sobre todos esos personajes de a pie sobresalía el andante don Quijote a caballo, con la lanza en el ristre, alanceando Caraculiambros en los molinos de viento de la Mancha»22.

El Quijote, esa obra «genial, admirable, única en su género», que extrañamente Cervantes pospuso a su Persiles, no es para Ledesma un libro de aventuras, ni un «libro de risa», pues como tal habría durado sólo una generación -«que muchos hay muy donosos arrumbados en las bibliotecas»-, ni un «libro de enseñanzas». Su mérito está en que «lo reúne todo y lo sobrepuja» y en haber sabido presentar la humanidad en dos aspectos: «el altruismo que raya en la locura y el egoísmo que va más abajo de la razón». No quiso Cervantes matar con su novela los libros de caballerías, «sino hacer uno burlesco, entretenido, y le salió aquella epopeya humana que el voto de los siglos ha consagrado como inmortal, pese a ciertos escritorcillos de la nueva usanza, que dicen que es soporífera y pésima esa obra "de un tal Cervantes"»23.

Nos señala Ledesma sobre su experiencia como lector del Quijote: «apenas fuime internando por sus sabrosas páginas, me adherí al personaje; no para reírme de él y de sus desatinos, como suelen los niños de corta edad, sino para dolerme de sus caídas y molimientos, siendo tan noble, tan bueno y tan generoso. / Sus hazañas descabelladas fueron para mí una revelación. / Positivamente aquel hidalgo manchego había perdido el juicio con las lecturas de sus libros de caballerías, pero en el fondo representaba un deseo de purgar el mundo de malandrines, de acorrer viudas y doncellas menesterosas, de pelear a lanzadas contra los soberbios, de luchar espada en mano por la verdad y la justicia. / ¡Oh, eso era digno de imitación, pero con mente sana y espíritu sereno! ¿Por qué Cervantes habría querido poner en ridículo estos altruistas impulsos, mostrando a cada paso que habrían de ser malogrados sus propósitos y recogido por recompensa lo que don Quijote de Ginesillo de Pasamonte?». En un mundo sin caballeros andantes, en el que persiste «la razón de los Sanchos», él no puede ir a sentarse entre estos últimos «para comer requesones en el yelmo de Mambrino». Por eso, al oír hablar de los abogados, unos caballeros andantes que, sin desatinar como don Quijote, sino «pluma en ristre», defienden la razón y la justicia, siente que quiere ser uno de ellos. Confesará Ledesma: «también en el curso de mi vida, luchando por la razón, la verdad y la justicia, sufrí muchos reveses, como don Quijote y, sobre todo, muchos desengaños»24.

El Quijote tiene el don de ofrecer «pan espiritual a todas las edades del hombre. Primero lo leía yo en casa y me daba la impresión del cuento y el manjar de la risa; de joven me hizo sentir el escalofrío del ideal; después, en la edad provecta, me ha dejado la amargura del desengaño. Sublime acierto el de aquella pluma que en esa obra del intelecto toca con vara mágica todos los corazones». El hidalgo manchego y Sancho Panza son para Ledesma «la mayor aproximación posible del arte a la vida, y por eso yo al principio los creí de carne y hueso y de joven fui tras ellos en viaje constante, durmiendo con ellos en las ventas, presenciando sus aventuras, entusiasmándome con aquel semiloco generoso y altruista y con sus amores platónicos a Dulcinea, que tanto se amoldaban a los míos. / Sí, mientras otros reirían de las simplezas de aquel caballero de la figura dificultosa, fingiéndose una dama con su imaginativa y amándola ya fervorosamente, yo me sentía compenetrado con esa manera de amar y soñar, porque en todas las damas siempre hallé un vacío, algo o mucho diferente de mis anhelos, mientras en la Dulcinea ideológica que yo me había forjado con parte de unas y otras y aditamentos de mujeres creadas por la poesía y la novela no faltaba nada, ni una línea ni un destello de luz ni sobraba cosa que me pudiera desencantar». Por eso lamentó la muerte del héroe manchego, víctima de una miserable calentura: «Yo le hubiera querido ver siempre vivo y valeroso como el ideal humano inmortal para limpiar la tierra de malandrines, como Hércules la limpió de monstruos y alimañas.»25

En diversas ocasiones hizo aparecer Ledesma a Cervantes y a su ingenioso hidalgo en sus obras. En 1892, dice de España en su poema inédito «El himno de la raza»: «Hijos de ella son veinte naciones / que reflejan su mente genial. / Ella dioles su sangre y sus dones, / de Cervantes el habla inmortal». Herido en su orgullo patrio a raíz del Desastre de 189826, aconseja en su poema inédito «A una Reina del gay saber»: «Déjese de alancear gigantes / el viejo hidalgo de infeliz mollera; / Sancho no sueñe en Baratarias Ínsulas, / el buen Quijano hacia su casa vuelva»; gane «seso, constancia, aplicación, prudencia» y cuide su huerta mientras Sancho tira del arado, para no tener que sufrir la sonrisa de los mercaderes, la befa de los Ginesillos ni la afrenta de los yangüeses. En su libro de tinte regeneracionista Los problemas de España27 se niega a aceptar que el país que acaba de perder los últimos restos de su Imperio colonial sea una «nación moribunda»28 y, como es usual en la prensa y las revistas de entonces, encarna en la figura de don Quijote la España vencida por los norteamericanos: «Su estado letárgico aparente es propio del estupor causádole (sic) por las derrotas inesperadas y las pérdidas de sus posesiones, en que nunca creyó; es el del caballero andante, molido y atropellado por los galeotes que le debían la vida y la libertad, pero pronto a levantarse del suelo, al resorte de sus energías, y aun en el instante de su caída, siempre más noble y airoso, con las quijadas rotas a pedradas por los villanos, que Ginesillo de Pasamonte escapando ileso, con el rucio robado por las quebradas de Sierra-Morena. / Nuestro maltrecho D. Quijote puede reponerse; pero deberá mejorar su juicio y no enfrascarse en aventuras descabelladas, dejándose de alancear molinos de viento y de conquistar yelmos de Mambrino. El remedio de sus dolencias no estará en ningún bálsamo de Fierabrás; pero sí en la vuelta a su casa y hogar, en el abandono de sus libros de caballería, y en el cuidado de su hacienda, que le dejará para vivir holgado y respetado»29.

En su novela Canuto Espárrago -escasamente conocida y nunca reeditada desde su aparición en 1903-, contrae Ledesma una deuda importante con el Quijote cervantino. El estrambótico nombre del personaje -el nombre de don Quijote «no tenía mejor explicación ni mayor atractivo»-30 es muestra de la voluntad del escritor de crear un héroe quijotesco nacido en Miralmar -la Almería de la novela- para defender la justicia y el bien (p. 5). La obra tiene sabor cervantino desde sus primeras palabras: «En el tiempo en que comienza esta verídica historia...» (p. 11). El narrador achaca a los hidalgos y caballeros de la ciudad mediterránea «cierto quijotismo caballeresco y galante» junto a un «desdén por las ocupaciones serviles de la industria y el comercio» (pp. 17-18). El padre de Canuto, el droguero D. Primitivo Espárrago y Avellaneda (¡), que gusta de entregarse a la lectura en la trastienda de su establecimiento -«se tenía sorbidos todos los tomos de la "Historia de la Revolución francesa" de Thiers, "El Quijote", "Persiles y Segismunda", "Las Ruinas de Palmyra" y "María o la hija de un jornalero"» (p. 18)- medita a menudo sobre el porvenir de su hijo: «Lo que más hizo pensar y reflexionar a Don Primitivo, desde que le nació su vástago, fue aquel Discurso de las armas y las letras puesto por Cervantes en boca del hidalgo manchego: porque, habiendo en su estirpe un conquistador de villa y un Obispo, digno representante éste de las letras humanas y divinas, y aquél de las armas esforzadas, no sabía por qué camino enderezar al tierno infante, luego que fuera pasado su destete, hubiera soltado las andaderas, echado los dientes y colmillos y preparádose con esto a ser un hombre». Pero aunque don Quijote concedió a las armas la ventaja sobre las letras, y aunque las revueltas políticas suelen traer sorprendentes ascensos en la milicia, hechos como el fusilamiento de Torrijos y sus compañeros, los Colorados -que tienen un cenotafio delante del Ayuntamiento de Miralmar-, llevan a don Primitivo a preferir las letras humanas, «dijese lo que quisiera el señor Quijana, alanceador de molinos y de inocentes ovejas» (p. 19). El buen droguero imita a veces sin saberlo la lucha del hidalgo manchego contra los odres de vino: «¡Cuántas noches D. Primitivo, oyendo ruidos misteriosos, levantábase en camisón, como otro D. Quijote cuando la batalla con los gigantes y, empuñando una larga escoba, andaba a golpes y mandobles contra los ratones y las cucarachas! A cientos caían los enemigos en aquellos combates singulares, a miles huían despavoridos ante la maza de aquel descomunal Rugiero31 que en pie sobre el camastro era la efigie del Caballero de la Triste Figura» (p. 25). Recordando las ventas de la novela cervantina, Ledesma menciona, por boca del narrador, las que hubo de padecer en los duros viajes entre Granada y Almería durante su época de estudiante de Derecho: «¡Y qué ventas, Santo Dios! Ni las que el andante caballero creía castillos con fermosas princesas, ni la donosamente escrita en el inmortal libro de sus aventuras, cuando Sancho sintió los efectos del bálsamo de Fierabrás tenían comparación con aquellas de las Alcubillas, de la Huronera y del Molinillo, que eran las tres principales paradas del galerón acelerado» (p. 83). Para llevar a cabo sus empresas, Canuto mete en su maleta poesías, novelas y planes de discursos, y además «lo que aconsejaba Sancho a su amo que no olvidase para emprender sus correrías, ¡dineros y camisas limpias!» (p. 169). Cuando se comenta la nula reacción de los españoles en 1901 ante la vuelta al poder de Sagasta, al que Canuto considera, junto con Cánovas, culpable del Desastre de 1898, se dice de España: «¡Qué resignada era, cuando le veía de nuevo, sin protesta, regir sus destinos y brindarle bálsamo para sus heridas! Bálsamo de Fierabrás sí que le daría, como el que hizo a don Quijote echar las asaduras por la boca, después de su molimiento» (t. II, p. 15). El héroe fracasará en sus actividades regeneradoras, en su enfrentamiento con la oligarquía y el caciquismo que dominan la política española, «porque no era en suma, sino un Quijote, un caballero Espárrago, que no había tenido la mundología suficiente para aprovechar sus grandes facultades en el río revuelto de la política», y si no medró en la vida fue por «meterse en libros de caballería»; «Tal vez Canuto, de nacer de nuevo, habría pensado si le convenía más comer pacíficamente requesones en el yelmo de Mambrino, como Sancho, que libertar a Ginesillos de Pasamonte de sus viejas cadenas» (t. II, p. 186). Cuando se produce en España la revolución social, el país se deja de «quijotadas» y utiliza los microbios contra la alianza de las potencias extranjeras contrarrevolucionarias (t. II, p. 231). Canuto, que intenta conducir la agitada situación por el buen camino, es visto por todos como un «Quijote de la sociedad, voluntario desfacedor de entuertos y honorario desfacedor de agravios (...) soñador de utopías políticas, caballero andante de la Dulcinea de una democracia fantástica, acorredor de viudas como la quejumbrosa España, envuelta en sus negras tocas» (t. II, p. 252).

En su zarzuela inédita Pilarica o los engañapastores, La Generala usa a menudo cuando habla -como la dueña Dolorida del Quijote, II-XXXVIII- unos cómicos esdrújulos: «Preciosa Galatea, digna de una pluma cervantística». Sancho gusta de bromear con ella: «El Panza aquí está, y el don Quijotísimo asimismo, y así podréis, dolorosísima dueñísima, decir lo que quisieridísimis; que todos estamos prontos y aparejadísimos a ser vuestros servidorcísimos».

Todavía en 1916, y tras la poco entusiasta celebración en el país del tercer centenario de la publicación de la Segunda parte del Quijote -el resto de Europa se halla en ese momento en guerra-, Ledesma publica en el diario católico almeriense La Independencia los artículos «El yantar de Alonso Quijano» (13 de mayo), donde señala algunas lagunas que encuentra en una reciente conferencia del erudito sevillano Rodríguez Marín sobre la relación de platos de la mesa del hidalgo manchego, y «Dulcinea del Toboso» (19 de mayo), donde cree a ésta un amor real de la juventud de Cervantes. Entre sus papeles se conserva «La psicastenia de Don Quijote», donde el abogado explica que el hidalgo no era un loco, sino un psicasténico aquejado de la enfermedad del «humanitarismo generoso».

En su tardío poema «Resurgimiento», Ledesma se autorretratará como aquel «que lanzó en discursos ideas supremas, / que cantó nostalgias de duda y desdén / y escribió novelas, dramas y poemas / e hizo a D. Quijote resucitar también».




Un «Quijote» para un centenario

Después de aparecer su Canuto Espárrago, Ledesma se lanzó con entusiasmo a escribir otras novelas: Don Adolfo, de tinte autobiográfico32; El filósofo de Villaseca, hoy perdida, donde satiriza a su ilustre paisano el político republicano Nicolás Salmerón, el Salomón de Canuto Espárrago33; La nueva salida del valeroso caballero don Quijote de la Mancha, escrita durante el invierno de 1904, y El diácono Dionisio, obra de tema religioso.

El escritor englobará años después La nueva salida del valeroso caballero don Quijote de la Mancha en un «ciclo de los regeneradores» junto a Canuto Espárrago y El diácono Dionisio. En esta trilogía Ledesma recoge sus posiciones políticas, sociales y religiosas ante la situación española derivada del Desastre del 98 y dibuja las figuras de tres regeneradores: «Canuto Espárrago creyendo serlo de la política y de la vida interior española. Don Quijote resucitado soñando serlo para España de su gran Imperio histórico, y el diácono Dionisio siéndolo del cristianismo muerto en las naciones de los siglos futuros (...). Esas mis tres obras predilectas simbolizan las tres grandes aspiraciones de nuestro espíritu en medio de nuestra postración y del creciente descreimiento»34.

Sobre Canuto Espárrago nos dirá Ledesma en los años veinte: «La historia de aquel genial muchacho llamado a ser hombre de pro y regenerador de España era una especie de Quijote moderno que, sin extravagancias ni locuras, al contrario, con la mente sana llena de altos propósitos y con el corazón henchido de nobles sentimientos tropezaba a cada paso con los yangüeses y Ginesillos de nuestra vida política, descubriendo con la punta de sus lanzas pústulas y miserias de nuestro cuerpo nacional. Era un estudio de psicología de nuestro país con ciertas orientaciones de remedios posibles a tantos males y quizá por eso encontró tan favorable acogida. Cualesquiera fueran sus defectos como novela, como obra patriótica y de recta intención resultaba intachable»35.

La trilogía quedó frustrada, pues su obra de «regeneración religiosa» El diácono Dionisio, llamada otras veces Pío XX o El triunfo de Cristo, no llegó a ver la luz, por ser consciente su autor de su ingenuo utopismo, su total falta de pensamiento dialéctico y sus defectos como novela. Observando la agonía del cristianismo y presintiendo la llegada de una época de absoluta irreligiosidad, Ledesma piensa que Roma debe proceder a ponerse al habla con el mundo moderno si quiere evitar su total descatolización. Un diácono recibe del último obispo del orbe cristiano, en la ciudad de Medina Almaria, la herencia espiritual de siglos y acabará recomponiendo el poder de la Iglesia de Cristo tras hacerse con el pueblo y la nobleza. Elegido primero obispo por aclamación popular y luego papa, Pío XX intenta recuperar el espíritu de la Iglesia de los orígenes y vivir la pobreza evangélica, peregrina a Jerusalén, desde donde deja oír su voz en medio de los escenarios de la vida y la pasión de Cristo, y, como hizo Pío X, convoca un Concilio. De su novela nos dice el abogado: «responde a este pensamiento reformador de la disciplina eclesiástica y de preparación de la Iglesia de Cristo para recatolizar al mundo, harto divorciado ya del Evangelio. Dionisio es un Papa del porvenir que, después de la descatolización de las naciones por ese Anticristo de la impiedad enseñoreado de las conciencias, llega desde iluminado diácono a Pontífice, rehaciendo la Iglesia derruida»36.

Al iniciarse el año 1905, Ledesma edita a sus expensas La nueva salida del valeroso caballero don Quijote de la Mancha, que aparece en dos volúmenes de 22 y 24 capítulos respectivamente, con un total de 451 páginas, al precio de 14 reales. Leemos en su colofón: «Compúsose este libro con máquina "Typograph" en los talleres de la casa editorial Lezcano de Barcelona y se imprimió en papel de la "Gerundense" bajo la dirección tipográfica de D. Pedro Ortega y acabose de imprimir a 1.º de mayo de 1905». En su obra inédita Mis obras y mis días, afirma el abogado: «De este mi libro hice una edición de ocho mil ejemplares con dibujos alegóricos37. Casi todos se han vendido en América, pocos en España, porque nuestros lectores, acostumbrados a mirar los volúmenes por la cubierta y a juzgarlos de antemano por el título, arrojaron sin duda el mío con desdén diciendo entre sí: "Valiente atrevido éste, que ha tratado de hacer una tercera parte al Quijote"».

Poco después de aparecer la obra, el Círculo Literario almeriense repartió mil ejemplares entre los alumnos de las escuelas públicas de la ciudad38.

Pretendió primeramente Ledesma -según nos confiesa- escribir «algunos capítulos olvidados del Quijote», pero pronto sintió que debía resucitar al héroe para realizar empresas «muy necesarias para nosotros en nuestros tiempos, pero tan utópicas como las que acometió el famosos semiloco Alonso Quijano». Sabe que se trata de un reto importante, pues en el intento fracasaron Avellaneda y otros, cuyas obras fueron pronto olvidadas «ya por impericia propia, ya por desdén profundo de críticos y lectores»39.

La figura del hidalgo manchego va servir al abogado para «poner de relieve ante nuestros ojos cuánto hemos perdido en nuestra patria desde los tiempos de sus antiguas andanzas en que éramos dueños y señores del mundo y del sol, y cuán lejos estamos de poder recuperar lo perdido para volver a ser lo que fuimos, grandes en las armas y las letras en los dominios del cetro y del pensamiento». Lo que es imposible en la Historia se hace posible, de manera simbólica, en la Literatura. Por eso, el «neurasténico y visionario don Quijote» acomete, en medio de sus delirios, la empresa de restaurar el poder hispano, con la mente y el corazón puestos en su patria y en la dama de sus pensamientos. El país vive en medio de las corrupciones sociales, «que sus escuderos Juan Panza y Tragaldabas simbolizan». Ledesma se lamenta: «Ya no hay sol prendido a nuestra corona; apenas sale se pone para España y va a iluminar otras gentes, muchas enemigos nuestros, que forman en América otras Repúblicas, tornando por la Oceanía y viniendo a presenciar la vergüenza de un pedazo de nuestro suelo erizado de cañones ingleses». Más que auxiliar viudas y doncellas menesterosas, deberá don Quijote «acorrer a la España caída», vencer a sus enemigos y alcanzar la Unidad Ibérica, la unión fraternal con Hispanoamérica y la reconquista de Gibraltar: «¿No clamamos cada día por quitarnos de encima el pisotón inglés que nos desdora, por unirnos con nuestros hijos de América libertándolos de la influencia yanki (sic), recuperar nuestra personalidad en el mundo y realizar la Unidad Ibérica?». Pues eso va a imaginar que logra Don Quijote en su locura.

Sobre la génesis de la novela contamos con un detallado testimonio de Ledesma: el capítulo «Flores de invierno» de sus memorias El libro de los recuerdos40. Los meses del invierno de 1904 los pasa el abogado en su casa de la aldea almeriense de El Ruiní, situada frente al pueblo de Rioja, entregado a la labor de crear un Quijote para el siglo XX. Si en Canuto Espárrago abordó «los problemas de interior reconstitución de la pobre España», ahora desarrollará «aquellos otros de la caída y rehabilitación de nuestro poderío mundial». Hará que «un hombre fantástico, un semiloco, el mismo Caballero de la Triste Figura» resucite para ver y palpar «la diferencia de la España que él se dejó cuando murió de una calentura, según Cervantes, a la España de hoy, sin el sol clavado en su corona, sin su imperio grandioso y sin más América que las del Rastro».

Pero las dudas no dejan de asaltar a Ledesma: «¿Cómo atreverme a escribir una tercera parte del Quijote levantando de su sepulcro al fantástico caballero ni darle escuderos distintos de Sancho, aunque emparentados con él, eligiéndolo entre los muchos que hoy pululan? ¿Cómo enfrascarle en nuevas empresas adecuadas a la finalidad de esta resurrección, inútil si sólo había de ser una nueva serie de aventuras sin fuste? Era preciso que el noble caballero conservara su genio y figura y algún dejo de su habla y de sus donaires, pero que se acomodase a la nueva edad, que sus desvaríos de ahora lo fueran de amor a su patria, de tristeza por su caída, de locos proyectos para su rehabilitación que, sin embargo de ser locos, llevaran en sí alguna veta de cordura y marcaran una dirección de esperanza». Son días de escritura apasionada: «Con la pluma en la mano y las blancas cuartillas delante, recibiendo algún beso del sol del escaso y fugaz que entraba por mi ventana, combinaba yo todo esto queriendo crear el nuevo héroe complementario de Canuto y no queriendo apartarme del ya creado por el gran Cervantes Saavedra. Sentíame a la vez entusiasmado con mi proyecto y desilusionado sobre mi triunfo, pero un día nublado y frío como los de la Mancha, ante la campiña desierta y con el pueblecillo de enfrente como visión de Argamasilla, puse manos a la obra y escribí un prólogo de disculpas y el primer capítulo de mi novela. Cuando acabé sentí escalofríos de calentura. El termómetro clínico me acusó décimas y las atribuí a aquella excitación superior a mis fuerzas que me había llevado a resucitar al ilustre caballero andante. / De día escribía febrilmente y de noche, a la llama de la chimenea, oía las consejas de los rústicos que me visitaban y repartía monedas entre labradorcillas y muchachones, sacando cada cual una al azar de una bolsa en que estaba mezclada con piezas de cinco céntimos alguna pesetilla isabelina como premio mayor. / Así pasaron las Navidades con su correspondiente acompañamiento de guitarras y zampoñas. Todo me servía de estudio de tipos y caracteres, que no son los menos interesantes los que se encuentran en campos y aldeas, donde se cultiva con maestría la gramática parda. (...) Así pasé dos meses de frío y de fiebre hasta que salió mi libro. Puedo decir que lo escribí de un tirón, sin obras que consultar, con esos modelos no más y con la música de las parrafadas cervantescas, que siempre sonaron en mis oídos gratamente, y los recuerdos de mis lecturas juveniles de los libros de caballerías que había en la pequeña biblioteca de mi casa. Deliciosos libros que tanto me hicieron fantasear y que sin razón quiso matar Cervantes con su buen Alonso Quijano a la vez que les daba pábulo con su Galatea y con su Persiles. / Aquellos libros, desde el Amadís de Gaula hasta el Orlando furioso, constituyeron mi primer bagaje literario. Me sabía de memoria trozos enteros, incluso del insoportable Bernardo del Carpio de Balbuena, y ellos me ayudaron en mi labor solitaria saliendo de los escondites de mi cerebro donde yacían olvidados. Lo que yo creía extinguido para siempre resurgió a mi evocación fresco y lozano como cuando tenía quince años. Singulares fenómenos del cerebro que, como colección de discos impresionados, responde con voces y cantos salidos de las invisibles celdillas de su sustancia gris al moverse el pensamiento como un fonógrafo o al vibrar al estilete de la palabra o de la pluma».

La Divina Comedia de Dante, La Jerusalén libertada de Torcuato Tasso, Macbeth de Shakespeare, el Quijote apócrifo, La peregrinación de Childe Harold de Byron, La Gaviota de Fernán Caballero, Pequeñeces de Luis Coloma o El cuento mil y dos de Scheherezade de Edgard Allan Poe completan el diálogo que con la tradición literaria mantuvo Ledesma mientras redactó su Quijote. También le fueron de utilidad las historias de la mitología grecolatina y las óperas de Verdi.

Concluye Ledesma con orgullo: «Ahí está mi predilecta Nueva salida del valeroso caballero, la única por la que creo tener derecho al renombre. No lo he buscado ni me importa, pero lo obtendré con ella, porque estoy seguro, segurísimo, de que se leerá, no ahora precisamente; dentro de tres siglos, cuando se descubra bajo la trama de sus aventuras y fantasías el gemido doliente del genio de la España actual que llora por su grandeza pasada y muere como el hidalgo resucitado pensando con nostalgia en que si recuperásemos nuestro imperio volvería a caérsenos de las manos por nuestras culpas irredimibles».

El Quijote de Ledesma respira las preocupaciones presentes en la España del primer gobierno de Antonio Maura (diciembre de 1903-diciembre de 1904): las políticas monetaria y tributaria, la necesidad de crear una Marina fuerte, el avance de los republicanos, el creciente anticlericalismo y el Convenio con Roma, el encaje de la figura del rey en el sistema político, la corrupción generalizada o las iniciativas del Instituto de Reformas Sociales. El escritor, que en sus textos se refiere a Maura como «el gran apóstol» o «el gran hombre público», puntualiza: «Sin ser maurista, he visto siempre con simpatía, si no el programa de medios regeneradores de D. Antonio, su crítica severa del régimen político que ha venido imperando. (...) Si no fuese porque no creo que el Sr. Maura se haya molestado en leer mis insignificantes obras, aunque siempre le envié ejemplares de ellas, me envanecería de ver que no soy yo el que coincide con él en estos temas, sino él quien ha venido a coincidir conmigo». Y recuerda que ya en 1898 denunció en Los problemas de España las falsedades del régimen político español que más adelante destacó el escalpelo de Maura: «En los [problemas] de orden interior me anticipé del todo a los sucesos y a las predicaciones del gran hombre público (...) Y no solamente las ideas, hasta las palabras empleadas por el Sr. Maura para fustigarlo coinciden con las que yo usé en mis libros, que no siempre cayeron en el vacío»41.




Una crítica de Pascual Santacruz

¿Qué recepción tuvo el Quijote de Ledesma? En una reseña aparecida en El Diluvio de Barcelona, firmada por Rafael Bolívar Coronado, se elogia el castellano «brioso, luminoso, rico, flexible, poderoso» que exhibe el escritor y se admira la gracia que sabe imprimir a los diálogos y su profunda «psicología»42. Por su parte, Gabriel Martín del Río y Rico, tras hacer un breve resumen de la novela, señala: «abundan los episodios cuya terminación es casi siempre favorable para el heroico manchego, que cree al final, a pie juntillas, haber dado cima a todos sus propósitos y salido airoso en todas sus empresas. / Aunque la credulidad que el héroe cervantino demuestra en las aventuras de la primera parte desnaturaliza el carácter con que lo dibujó su inmortal autor, y califica a aquél de verdadero mentecato»; cree Martín del Río que se trata de «una ingeniosa y no vulgar imitación» del Quijote cervantino43. En 1910 Abraham Ruiz resumirá el contenido de la obra para los lectores de El Diario de Albacete44.

Pero el trabajo más extenso que conocemos sobre la obra se debe a un amigo suyo, el interesante abogado, escritor, periodista y conferenciante catalán Pascual Santacruz Revuelta45, quien reside en Almería tras haber realizado una brillante carrera de Derecho en Granada y se cartea por entonces con su admirado Miguel de Unamuno, que visitó Almería en 1903 en calidad de Mantenedor de los Juegos Florales de ese año46.

Contamos con una espléndida semblanza de Santacruz escrita por Blas Zambrano (1874-1938) en su artículo «Lo que es Pascual Santacruz», aparecido en Granada el 20 de febrero en X. Periódico Político y Sociológico47.

Santacruz es el primero en leer la novela de Ledesma. Por eso, antes de que las prensas barcelonesas editen la obra, aparece en El Regional almeriense una extensa crítica de la misma48. El trabajo es muestra de la entrañable amistad que existió entre los dos hombres a pesar de las diferencias de edad -en 1905 Ledesma tiene 49 años y 34 Santacruz- y de las diferentes ideas que sustentan.

Ledesma, que leyó con interés el libro Clínicas de la Historia de Santacruz49, dedicó a su amigo una afectuosa semblanza en La Crónica Meridional almeriense el 12 de abril de 1902, en la que afirma de este incansable obrero intelectual, especialista en la filípica breve y autor de más de doscientos artículos y de algún libro: «Santacruz es cristiano de corazón, altruista, pero aún vacilante, y contradictorio, por las graves cuestiones religiosas que conmocionan su espíritu»; el defecto principal de su estilo es que «golpea, abruma o exaspera, pero nunca enternece».

En el mismo periódico reseña Ledesma los días 11, 13, 14 y 16 de junio el volumen Ciencia antigua y ciencia nueva, en la que Santacruz plantea la lucha entre positivismo y metafísica. No cree como su joven amigo que el más alto grado del desarrollo social sea el industrialismo; sí comparte con él su ideal de «cristianizar la existencia» y de escuchar a Cristo. Tras señalar las antinomias que observa en su pensamiento, afirma querer conducirlo a la creencia en «los tres grandes postulados del sentido íntimo: Dios, el alma y su inmortalidad». Santacruz debe aunar ciencia y fe, no queriendo saltarse un ojo para ver mejor, y evitar «el latiguillo volteriano y la continua blasfemia, así como las ataques a la Iglesia católica».

En 1905 el escritor hace una crítica del volumen En busca del reinado de Cristo. Ensayos e impresiones sobre temas graves, en el que Santacruz menciona nombres de la talla de Concepción Arenal, León XIII, Salmerón, Unamuno, Ganivet, Maura o Rodrigo Soriano. Le admira que su amigo publique en Almería, que es como hacerlo en el desierto del Sahara; cuestiona sus elogios a Unamuno -no se logrará por éste «la reforma moral de España» ni «nuestra evangelización y el reinado de Cristo»- y lo felicita por querer abandonar el materialismo para abrazar el espiritualismo cristiano: «Sobre las lucubraciones de Lucrecio y los materialismos de Epicuro, las sutilezas de Aquino y las hipérboles de Leibniz, el prosaísmo de Bentham y el idealismo de Kant, el devenir evolutivo de Spencer y el egotismo de Nietzsche se levanta el grito generoso de Cristo, el filósofo hermano por excelencia». Está de acuerdo en la meta que persigue Santacruz: «cristianizar el mundo» y sustituir a Darwin por Cristo. Llegará la Iglesia y el Papa de los pobres, la sociedad cristianizada de que habla su amigo: es camino largo que la Iglesia católica sabrá recorrer, aunque Santacruz la mire con ojeriza.

Por su parte, Santacruz admira al abogado experimentado y con la vida ya resuelta. En su artículo «Almería intelectual» escribe: «Antonio Ledesma es un gran poeta, en prosa y en verso. Hombre prodigioso, de tan seductora facilidad, que cuando habla, canta o pinta, ¡tal es la viveza y colorido de su lenguaje!»50. Solo o acompañado, gusta el joven de visitar a Ledesma para oírle leer sus últimas producciones y discutir con él sobre temas de actualidad. En una de estas ocasiones va a casa del amigo con el también abogado Vicente Casanova51.

No es de extrañar, por tanto, la calidez de las palabras que dedica a Ledesma al reseñar su Quijote52. Confiesa Santacruz que sólo dos hombres le han interesado y han ganado su voluntad: Ganivet -«el insigne pensador y humorista granadino»- y Ledesma -«el cultísimo y galano escritor»-: «En Ganivet admiré el talento filosófico y la independencia mental; en Ledesma, la fantasía poderosa y la pluralidad de aptitudes». Cuando elogió Canuto Espárrago, lo atacaron «la necedad agresiva y el espíritu sectario, calificando de mentirosos o interesados los elogios que en estricta justicia rendí a su autor», pero Valera vino a confirmar sus juicios sobre «el modesto escritor provinciano». Cantó la obra de Ganivet cuando se la quiso silenciar, y «ahora hago lo propio con Ledesma», pues es triste que «la hidalga y hospitalaria Almería, tan benévola hasta con los extranjeros que la explotan, no haya hecho la debida justicia al hijo esclarecido cuya producción comento». Luego asegura que el don Quijote de Ledesma «es el alter ego por él forjado y descrito con maravillosa traza y ojo de vidente: es el propio Canuto Espárrago, que después de haber intentado con más patriotismo y denuedo que buena fortuna la reconstitución interna de España, se dedica hoy a batallar por su grandeza externa, por su prestigio internacional» y por «hacer del lugarejo manchego la metrópoli de un Imperio Ibérico, mediante la unión de España con Portugal y las repúblicas del Sur de América y la reconquista de Gibraltar». Verlo fracasar desconsuela: «¡Pobre hidalgo, y cuán duramente responde la realidad a sus bellas tentativas! Nuevos yangüeses le aporrean; los sajones le prenden; los finchados fidalgos le miran con olímpico desdén, el espíritu de Monroe se ríe del generoso proyecto del gran aventurero castellano y el león español, preso de marasmo o de anemia no responde a sus excitaciones sino moviendo débilmente la cola y hundiendo en el lodo la enmarañada y sucia melena». El último rugido lo lanzó el león hispano en 1808: «en 1898 le hostigaron con sus toscas varas unos cuantos tenderos y respondió con un maullido de gato enfermo y ahora que don Quijote le aguijonea, más que rugir como un león, bala como mísero cordero». Así, vive en su guarida, resignado, «astroso y acobardado», el animal que tuvo puestas «una garra sobre cada hemisferio y su cabeza nimbada con los rayos de un luminoso sol de gloria», sin Américas, sin más tierras que las españolas, zaherido por «turbas de viandantes logreros y políticos venales», y allá están Gibraltar, «como un remordimiento», y el Tajo, que corre por tierras portuguesas que fueron antaño españolas. Pero Don Quijote se ha olvidado de la Historia mientras dormía y, no sabiendo del Desastre del 98, ni de las derrotas navales, ni de otras «gloriosas derrotas», mira la historia «con ojos de patriota y alma de soñador enamorado del ideal», cree viva todavía la España del Cid y del Gran Capitán y piensa que el poder español es imperecedero y que la actual decadencia se debe a unos «follones y malandrines» a los que él vencerá. Su temperamento no es «analítico y deliberativo, sino hiperbólico y ejecutivo», y por eso «corre a vengar a España, a desencantar a Dulcinea, a echar los cimientos del colosal imperio que soñó para su patria.»

Resume a continuación Santacruz la novela y destaca el hondo patetismo de los últimos capítulos, ambientados en «el inmenso páramo de la Mancha», tan distinto a las ciudades norteamericanas que el hidalgo ha visitado: «Aquello es la estepa sin fin: el yermo interminable, la triste visión simbólica de la nueva España; pobre y abatida, anémica y desolada cual si sobre ella pesara maldición dantesca». Don Quijote ha conquistado un mundo para España, pero ésta sigue igual, cual mujer de Lot, «petrificada en sus vicios y rutinas». Envejecido, muere el hidalgo por «parálisis del corazón» en un viejo caserón de las afueras de Argamasilla, siendo sus últimos pensamientos para España, a la que cree «nación de altísimos destinos, envidiada y poderosa». Piadosamente le cierran los ojos para que no la vea «sin colonias y sin fe, degenerada y miserable, paralítica de cuerpo y voluntad y pidiendo con voz desmayada un poco de compasión a la egoísta Europa para sus atribulados hijos».

La aportación de su amigo al «género joco-serio» presenta, según Santacruz, una trama «hábilmente urdida» y algunos defectillos como «tal cual personaje algo incoloro y alguna descripción monótona» además de «cierto lirismo fronterizo a la sensiblería y parlamentos sobrado enfáticos». El lenguaje, «abundante, galano y castizo, atesora las pompas del antiguo decir clásico, alternando con los giros y formas del nuevo vocabulario», pues habría sido ridículo escribir «sobre un Quijote del siglo XX en castellano del siglo XVII, porque el idioma evoluciona al compás del alma colectiva y del progreso general». Ledesma atrapa al lector y «le hace pasar por todos los estados anímicos a modo de sutil taumaturgo. A un capítulo jocoso sucede un parlamento dramático y después de un periodo grave y filosófico, un trozo de rítmica y hechicera prosa. Reímos con su Quijote, pero no con la risa forzada que inspiran lo chocarrero o estrafalario, sino con la risa singular del humorismo; con frecuencia saturada de amargura». Si Jesucristo es el mayor héroe de la historia, don Quijote, sublime mártir de ficción, «representa el ideal de la justicia pura escarnecida y atropellada por la fuerza, el legalismo enteco y las mentiras convencionales». Ledesma hace también crítica social, patente en «los diálogos con Tragaldabas, los planes de reforma con Dulcinea y las comparaciones de la España de 1898 con la potente y envidiada que dejó el Quijote en su primera etapa de aventuras corriendo el reinado de Felipe II». Hay además en el libro «burlas donosísimas de los cervantófilos (...) y no pocas invectivas contra el atraso intelectual del país y la necia verborrea de nuestros tribunos y redentores de pacotilla».

Destaca por fin Santacruz el «alto sentido simbólico y educativo» de la obra: «Perdimos las Indias por torticeros; los Países Bajos por intolerantes; Nápoles y otras posesiones por arbitrarios, nuestra idealidad religiosa por vanos ritualistas y nuestra personalidad en el mundo de la ciencia por apáticos o rutinarios». Y esboza un pesimista panorama de la reciente historia de España: Pi y Margall y Moret fueron tachados de malos españoles por pedir la autonomía para las colonias y, en cambio, se prestó oídos a «una prensa patriótica e ignorante»; «desdeñamos a nuestros sabios y artistas y miramos con lacayuno respeto a cualquier cacique rural o urbano descendiente de Cornelio Nepote»; Cejador no pudo imprimir su Embriogenia del lenguaje y prepara oposiciones a cátedra de Instituto, donde saldrá derrotado por el hijo o sobrino de algún diputado de la mayoría; más de cien mil emigrantes han tenido que dejar el país; los que se quedan van detrás de la credencial y el logro y de sacar provecho de la ruin política partidista; la juventud lee novelas de folletín, se dedica al balompié, ve «películas sandias o absurdas» y asiste a las corridas de toros. Entonces, «¿Qué lúcido papel puede desempeñar en esta feria de egoísmos ningún auténtico Quijote?». El vientre de Sancho destronó para siempre al corazón del hidalgo. «Los caballeros andantes se llaman hoy Ferrer, Largo Caballero, etc. y no enderezan entuertos ni amparan doncellas desvalidas, ni liberan infelices Galeotes, sino que urden motines, fomentan huelgas revolucionarias, halagan odios de clase, conspiran contra la dignidad nacional y alzan la odiosa hegemonía de una política antisocial y bullanguera sobre el pavés de la incuria y estolidez reinantes». El caballero español, al revés que Hamlet, muere «sin dejar herederos directos» y en vano Ledesma, o Unamuno, que -anuncia Santacruz- prepara un libro sobre el Ingenioso Hidalgo y su fiel escudero [Vida de Don Quijote y Sancho], intentan revivir la leyenda de sus hazañas y evocar «su generoso espíritu». Apenas encuentra lectores el Quijote y el pueblo habla de «quijotadas» para ridiculizar al bravo paladín. Por su parte, la «pseudociencia» lo cree, como a otros Quijotes históricos -Savonarola, Enrique IV de Francia, Rienzi o Tolstoi-, un caso de psicastenia, uno de esos «engendros de la neurosis o de la insania». Por tanto, parece inevitable celebrar junto al Centenario de la aparición del Quijote, «los funerales del Quijotismo». Pero el joven abogado pasa a contradecirse inmediatamente, afirmando lo inmortal del héroe manchego, que significa «la noble exaltación, la fe en el triunfo del ideal y la guerra de todo lo caduco, postizo y deleznable». Concluye Santacruz: «¿No soñó antes que ningún gran utopista en una Arcadia feliz, en una Edad de Oro? ¿No podríamos hacer lo mismo los que para honra nuestra llevamos en el alma cierta potencialidad de Quijotes? ¡Soñemos, soñemos! Que como dijo Calderón, no se pierde el bien ni en los sueños».

***

Quiero dedicar este trabajo a José Luis Muñoz Colomer, Juan Luis López Cruces, Fernando M. Pérez Herranz, Pedro Ignacio López García, Pedro Santonja, Nicolás Álvarez Rodríguez y Juan Grima Cervantes. Me ha sido de gran utilidad a la hora de anotar la novela la edición del Quijote de Cervantes de Biblioteca Nueva (Barcelona, 1998) dirigida por Francisco Rico.

J. LÓPEZ CRUCES






ArribaAbajo La edición

Sigo el texto del ejemplar existente en el Archivo Municipal de Almería (27/1 + 5737). He visto otros ejemplares en la Biblioteca «Francisco Villaespesa» de Almería y en la Biblioteca Nacional de Madrid. Corrijo los múltiples errores que afean la edición original y modernizo la ortografía, la acentuación y la puntuación de la misma; también, algunos despistes del autor y los frecuentes errores en la transcripción de topónimos y antropónimos («Riminii», «Wat», «Francklin», «Edisson», «Annibal», «Roocke», «Bedloer», «Val-Street», «Nueva Yorck», «Brooklin», etc.). Para no ser infiel a la visualidad del texto original, conservo D. Quijote -en lugar de don Quijote o Don Quijote- y las mayúsculas de Rey, Reina, Príncipe, Princesa, Emperador, Emperatriz, Conde, Obispo, Cura, Escribano, Notario, Diputado, etc. Evito, en cambio, las mayúsculas en los adjetivos («el anillo Pastoral», «el ejército Episcopal», «la reserva Pontificia»). He respetado el leísmo, los arcaísmos («fermosura», «fazañas» -que alternan con «hermosura» y «hazañas»-, «ínsula», «felice», «fuyades», «temades») y construcciones que Ledesma toma del Quijote de Cervantes, como los pronombres enclíticos con participios («enviádole», «alzádole», «dádole»). Añado guiones para los diálogos entre los personajes, ausentes en la edición original. Coloco la preposición 'de' en las perífrasis modales de duda y las suprimo en las perífrasis modales de obligación.

A. J. L. C.




ArribaAbajoPrólogo

Sorprendido lector: voy a darte algunas razones para justificar mi atrevimiento de sacar a D. Quijote de la fosa, donde dijo Cervantes quedaba «imposibilitado de hacer tercera jornada»53, y si no te convences y me absuelves, yo al menos dejo con ellas aligerado el peso de mi culpa, y mi conciencia tranquila.

Primeramente te haré saber que soy un enamorado como pocos del Ingenioso Hidalgo, y lo que suele acontecer a los que sienten grande amor, que es copiar la efigie del ser amado, sin presumir de pintores, eso me sucede a mí; que sin facultad para tanto, he sentido invencible obsesión por sacar redivivo al protagonista de ese libro inimitable.

De niño leía sus hazañas, persuadido de que no eran pura novela; creía a D. Quijote de carne y hueso (de más hueso que carne), y a Sancho Panza también, aunque al contrario (de más carne que hueso); seguía sus figuras a través de los manchegos campos; veíales en las ventas, que aquél imaginaba castillos; oía sus entretenidas pláticas; acompañábales con afán en sus aventuras, y dolíame, cuando llegaba al final, de que mi amado héroe muriera tan presto, cuando yo le juzgaba destinado a vida inmortal, como los semidioses.

¡Cuántas veces después, joven, al emborronar mis cuartillas, continuando en aquella pasión, traté de resucitarle, y de hacerle enristrar su lanza! ¡Cuántas, hombre, ya, enfrascado en las luchas de la vida, eché de menos, entre la cobardía y vileza de nuestras gentes, a aquel caballero noble y valeroso, para renovación de nuestros ideales y regeneración de nuestra raza!

Pensé que, de vivir Cervantes en estos días, le hubiera sacado él mismo de la tumba, compuesto sus huesos, colocado en su esqueleto la armadura y enviádole a combatir a los modernos malandrines y a desfacer los nuevos agravios; que tal vez hubiera en él encarnado el genio antiguo español; que acaso habríanosle ofrecido como símbolo de la nación que conquistó el mundo, al lado de los Sanchos que nos perdieron.

Con estos pensamientos, no he considerado violación de la voluntad de Cervantes, sino más bien interpretación extensiva de su ánimo, componer una Nueva Salida de su héroe a las maravillas de nuestra civilización y al contraste de nuestras miserias; pero aguardaba, antes de intentarlo, que otros lo hicieran con más autoridad, arte y donosura.

Visto que todos callan y dejan enterrado al caballero, como si nada tuviera que hacer en nuestro siglo y en nuestra España, yo en este tercer Centenario de su aparición, que hoy se celebra, he llamado a las puertas de su sepulcro y le he despertado atrevidamente de su modorra, para que se alce y vea lo que hemos perdido con ese sopor de tres siglos y, a fuerza de imaginar nuevas locuras, nos diga verdades, nos preste alientos y nos infunda esperanzas.

Si esto es vituperable, arrostro la censura; pero quiero antes se me demuestre que Cervantes, de existir, vería mejor a su valiente campeón muerto y comido de gusanos que vivo y animoso, ejerciendo sus nobles oficios.

Por la mutación de los tiempos no puede tener mi obra, ni era conveniente que tuviese, igual tendencia y pensamiento que la excelsa de que arranca; que ni yo hubiera ganado nada con ello, ni Cervantes en su siglo pudo presumir y abarcar las cosas de éste.

Le tomo solamente prestado su personaje; porque repito que lo creo de esencia inmortal; mas, al traerle al escenario de nuestra época, todo es nuevo ya para él, y por el prisma de su exaltado cerebro pasan las nuevas luces, esparciendo diferentes colores.

No he tratado de imitar tampoco, ni podría, el bello y copioso estilo cervantesco, aunque he querido que D. Quijote conserve algo de su dejo y manera de decir, para que no sea, según el aforismo de Aristóteles, otro hombre diferente54. De su genio y condición, sí he procurado no se desprenda; así como tampoco de su figura.

A los que a pesar de las grandes dificultades de hacer una Tercera Parte del Quijote, sacándole en nuestros días, denigren mi libro por sus defectos, de que no puede carecer, les repetiré, con el loco de Sevilla: ¿Pensarán vuesas mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro?55 Y para los que, no obstante mis excusas, no quieran ver disculpa a mis faltas en la sanidad de mis intenciones, pediré a Dios que les ayude en las suyas.

Libre soy como el viento; creyente como ninguno en lo inmortal del Valeroso Hidalgo, no por su rico lenguaje, que es forma y accidente; sino por su alta y humana representación, que es fondo y sustancia. A esto me atengo para traerle hoy al palenque. Cervantes creó un paladín tan sólo para acabar con los libros de caballerías; pero le resultó de enjundia y bríos para matar muchas cosas más de aquel tiempo, de los presentes y de los futuros. No hay, pues, que imaginar otro para hoy; sino que aquél se levante y prosiga sus empeños, que quedaron, mejor que acabados, suspendidos allá donde su autor quiso.

¡Cosa rara! Es un luchador que triunfa a fuerza de fracasos; cada caída suya es una victoria; sus golpes y molimientos resultan redentores sacrificios; sus idealismos ridículos le ennoblecen y, como el Fénix fabuloso, de sus cenizas álzase siempre glorioso de sus derrotas. Es un loco cuyos ímpetus son necesarios en el mundo; un cerebro desequilibrado que le da un elemento de equilibrio; fuerza dinámica del espíritu que rompe la estática quietud de la materia. Yo al menos así lo entiendo, y veo a la humanidad retratada por sus dos caras en ese D. Quijote alanceando molinos de viento y en aquel Sancho Panza comiendo requesones en el yelmo de Mambrino.

Cada nación se envanece con un loco de esos creado por el Arte, como fermento espiritual de la vida. Llámanse Hamlet en Inglaterra, Fausto en Alemania, D. Quijote en España: suprema Trinidad de la locura, en que descuella el Hidalgo Manchego por su más feliz concepción; por ser menos metafísico, más humano y altruista. Hamlet nada resuelve, sino la venganza de la ultrajada sombra de su padre; el problema del ser o el no ser lo deja intacto. Fausto nada consigue, para la humanidad harta de inútil ciencia, con su nueva vida pasional, sino el desencanto y el hastío; D. Quijote, desfacedor de agravios y enderezador de entuertos, tampoco logra su ideal, siempre derribado en tierra, molido por yangüeses o apedreado por Ginesillos; pero marca más seguramente a los hombres el camino del deber y del amor, del bien social y de la justicia.

Porque estos ideales son eternos, D. Quijote es imperecedero; porque son de todas las naciones y de todas las gentes, es también cosmopolita. Resucitándole, pues, no le doy vida que no tenga; ni haciéndole concebir aspiraciones patrióticas y otras altas ideas humanas, le infundo sentimientos que no aliente.

En el siglo XVII quedó sin ese total desenvolvimiento su espíritu. Ayudando a que gérmenes que en él latían, y que entonces no pudieron desarrollarse, fructifiquen, habré completado su evolución, sin poner más que el impulso.

No obstante estas exculpaciones, me presento voluntariamente a ti ¡oh lector y juez!, como reo de desacato. Veo tu ceño adusto, adivino tu hostilidad; pero fío en las circunstancias eximentes o al menos atenuantes que me asisten. Sólo te pido que, para juzgarme, no me leas a medias, que si así lo hicieres mi causa estaría perdida; y espero que no seas demasiado justo, por aquello de summum ius summa injuria56, sino que uses conmigo de la equidad, a que llamó Justiniano57 justitia dulcore misericordiae temporata58.

Y ahora al libro, y plegue a Dios te agrade saludar de nuevo al buen Alonso Quijana59, y seguirle en sus novísimas empresas, en medio de la España del siglo XX, tan mudada de la que él dejó cuando el sol no se ponía para su corona ni para su genio, y asombraban y cautivaban al mundo a la par su espada y su pluma!






ArribaAbajoLibro primero


ArribaAbajo Capítulo I

De la extraña e increíble resurrección del nunca bien ponderado caballero D. Quijote de la Mancha


Muerto y bien muerto quedó, al parecer, D. Quijote, ante la fe del Escribano presente que dio testimonio de ello al Cura, según se refiere en el último capítulo de la obra de Cervantes y, por tal atestado, le tuvo como difunto Cide Hamete Benengeli60 y dirigió a su péñola61 aquel bello apóstrofe, después de colgarla de la espetera62; pero es el caso que no ha mucho corrió por toda la Mancha la estupenda noticia de que el Caballero de la Triste Figura había resucitado en uno de aquellos lugares, y aun de que se le había visto vestido de vieja armadura, embarazado el escudo, lanza en el ristre, sobre un rocín más flaco y desmedrado que el antiguo, de color indefinible y trote dificultoso, seguido de otro escudero montado en una mula vieja y remolona.

Dábanse pelos y señales de ambos personajes, y si bien todas las señales del caballero coincidían con las del difunto Alonso Quijana, las del escudero no cuadraban con la fisonomía y figura de su viejo servidor Sancho, aunque guardaban con él cierto aire de familia. Era el caballero alto de cuerpo y seco de rostro, estirado y avellanado63 de miembros, y el escudero bajo y rechoncho; el uno erguido y firme y el otro cargado de espaldas y amondongado64; y mientras el primero con su lanzón parecía caminar a la pelea, el otro con sus alforjas denotaba ir pacíficamente pensando en los yantares.

Quién les divisó por la carretera polvorosa marchando uno tras otro; quién como dos siluetas negras en la interminable sabana de aquellos campos; y no pocos vecinos de aquellos lugares juraban y perjuraban haber topado con ellos al alba, como si aún fueran adormilados, o a la hora del oscurecer cerca de alguna venta, ganosos de tomar posada.

Cuentos de brujas o visiones del miedo resultaban esos relatos para la gente pesquisidora; porque unos afirmaban que D. Quijote jamás existió sino en la mente de Cervantes, y otros que aun de haber vivido en los tiempos del Rey D. Felipe II, habiendo muerto, según certificación notarial, y teniendo irremisiblemente que morir aun sin ella, estaría más que deshecho, roído de gusanos y convertido en polvo, sin poder despertar ni levantarse de su tumba.

Túvose, pues, lo de la resurrección por arcaduz y enredo65; nadie le dio crédito, sino algunos buenos campesinos de la Mancha; hicieron los periódicos de Madrid gacetillas burlonas; los hombres de letras rieron grandemente y se prepararon a arremeter contra el osado que, contrariando la voluntad del insigne manco de Lepanto, sacase a su héroe de la fuesa, donde real y verdaderamente yacía, tendido de largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva66, y los menos incrédulos supusieron que algún chusco se había disfrazado realmente de D. Quijote, para dar que hacer y decir de su persona, si no llevaba otras peores intenciones.

Resucitar un simple mortal era efectivamente imposible; pero, tratándose de caballeros que solían estar en comunicación con Merlines, Urgandas y Fristones67, ya no parecía tan difícil, y menos para D. Quijote, que disponía y llevaba siempre a prevención, contra las heridas y la muerte, aquel maravillosos bálsamo de Fierabrás que, con aceite, vino, sal y romero, Pater-nostres, Aves Marías, Salves, Credos y bendiciones, compuso en la celebérrima venta68.

Si con dos gotas del bálsamo aquel cualquier armado caballero podía curar de un golpe y cuchillada que le abriese en dos mitades la cabeza, o de una lanzada que le atravesara de parte a parte ¿por qué no había de sanar de igual modo de una calentura u otra dolencia de menor cuantía, como la que postró en cama al de la Triste Figura, por melancolías y desabrimientos?

Así sucedió, según comprobose y se verá más adelante. Y es que el historiador de las hazañas del valeroso caballero no supo ni refirió en aquel último capítulo de su crónica que, cuando D. Quijote pidió perdón a Sancho, y éste llorando le dijo «no se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos la acaben que la melancolía»69. D. Quijote quedó suspenso, y antes de contestar, con un movimiento instintivo, deseando vivir, bebiose un poco del bálsamo de Fierabrás que en la alcuza le quedaba, como enfermo que a todos recurre, y luego respondió aquello de «Vámonos poco a poco, que en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño»70.

El susodicho bálsamo le fortaleció sin duda para acabar su testamento, que de otro modo no hubiera podido concluir, y luego pareció morirse sosegadamente; pero Sancho, que había visto a su amo empinarse la alcuza, quedó con la idea fija de que no estaba muerto, sino dormido, y de que la medicina aquella bien le podía obrar de manera que le conservase sin descomposición, hasta la hora de resurrección de la carne, en que despertaría, y quizás antes, si la maldad de los tiempos lo reclamaba.

Ello fue que, según cuentan los más sabidores, bien por efecto del bálsamo, bien por un fenómeno de catalepsia71, D. Quijote quedó tendido de largo a largo, pero no muerto, y que el Cura le echó en balde sus responsos y lo llevaron a enterrar al cementerio del pueblo, en una antigua bóveda de los Quijanas, donde por unos respiraderos tuvo todo el aire necesario para no morir de asfixia, y así permaneció luengos años en su ataúd, vestido de su armadura, ceñido de espada, y acompañado del viejo lanzón, auxiliar de sus empresas.

Mucho lloró Sancho, por si el fallecimiento era de veras; pero, visitando de tiempo en tiempo la cripta y hallando a su señor acartonado e inmóvil, sin ningún signo de descomposición, fue cobrando alientos en su sospecha de que alguna vez habría de despertar de aquel sueño rígido, si bien se guardó de comunicar a nadie su secreto.

Sólo a la hora de su muerte, que fue por cierto de un cólico cerrado, que dicen miserere72, llamó a su hijo varón73 y le hizo depositario de aquella sospecha y esperanza. Tú sabes, hijo, exclamó, cuánto debemos a nuestro difunto amo: por él salí de la oscuridad de este lugarillo, para correr mundos, y si buenos golpes y puñadas recibí, buenos pollinos e ínsulas me dio. De él aguardaba mayores logros, si una pena y una calentura no le hubiesen acabado; pero vengo sospechando que tan menguados enemigos no bastaron a arrancar aquel ánima esforzada de aquel cuerpo hecho a prueba de golpes de jayanes, y más porque vi que se bebió el resto que le quedaba de aquel precioso bálsamo, que compuso según recetas de antiguos caballeros, para curar feridas de furibundos fendientes74. Así que te digo que tú y tus hijos y todas tus generaciones estéis a la mira de esa bóveda, donde el caballero más esforzado de la tierra yace tendido; porque si alguna vez salta y empuña su lanza y le servís como yo con fidelidad, vuestra fortuna está asegurada, y quién sabe si recibiréis no una ínsula75, sino todo un reino, en premio de vuestros servicios.

Eso dijo Sancho penosamente, dando las últimas boqueadas, y su hijo lo cumplió al pie de la letra y lo trasmitió a los suyos, y así quedó vinculado este secreto en la familia de los Panzas, que siguió aguardando a su Mesías, no tantos siglos como los hebreos al suyo.

La astucia de Cide Hamete Benengeli de no haber determinado cuál lugar de la Mancha fue la cuna y hogar del caballero andante, para que todos contendieran entre sí por ahijarle y tenerle por suyo, produjo la desesperación de los historiadores y críticos, que lo anduvieron buscando inútilmente; pero evitó que dieran con su momia y la desenterraran, y la llevaran quizás a algún museo, privando a los Panzas de su tesoro. A la vez, el estacionamiento y pobreza de aquellos pueblos manchegos, que siguieron a través de los siglos iguales que eran, ocasionó que la cripta del caballero se conservase sin alteración en el cementerio del pueblecillo de los Panzas, siendo visitada por éstos de tiempo en tiempo, y todo resultó providencial, al decir de los intérpretes, para que nuestro buen Alonso Quijana despertase, en el punto y hora en que más era menester.

Hallábase, según ellos, el último descendiente de Sancho, llamado Juan Panza, de visita en el cementerio el día de difuntos cuando sintió que aquel caballero acartonado se rebullía en su ataúd de podridas tablas, lo que le produjo gran susto. Pero recordando el secreto y aviso de su tatarabuelo, guardose muy bien de advertir cosa alguna a las gentes, y se quedó por aquellos alrededores hasta la caída de la tarde; y entonces, estando solo y temblando de miedo, pero haciendo de tripas corazón, escuchó un largo suspiro y luego vio incorporarse a D. Quijote y alzarse al fin dando voces.

-¡Sus a mí, valientes caballeros -decía-, libradme de esta cárcel, en que el vil encantador mi enemigo me tiene sujeto; que yo os juro que, apenas me vea libre de estos sortilegios, he de probarle lo esforzado de mi brazo!

Juan Panza acudió a su socorro, pues con lo enmohecido de la armadura, ni aun podía el buen hidalgo andar, y D. Quijote mirándole de hito en hito exclamó:

-Ya sabía yo que tú no habías de faltar a mi lado, Sancho amigo; aunque algo mudado te veo. Si eres realmente Sancho, ayúdame como buen escudero a dar juego a estas coyunturas, que parecen llenas de orín, y alárgame ese escudo y esa lanza y salgamos de aquí para continuar mis empresas, que se quedaron a medias cuando por arte de encantamiento me trajeron sin sentido y me pusieron en ese ataúd, creyendo moriría de pavor al verme enterrado vivo.

-No soy Sancho, señor -contestó el interpelado-, sino un tataranieto de Sancho llamado Juan Panza, que por tradición de familia esperaba vuestro despertar, levantamiento y salida de tan feo sitio. Murió mi tatarabuelo de un atracón, pues ya sabe Usía76 era algo dado a la gula, y antes de hacer boca de lagarto nos trasmitió su sospecha de que, en su última enfermedad, que fue una calentura e hipocondría77, no debió de morir Vuecencia, pues el bendito bálsamo de Fierabrás, que apuró, le conservaría el jugo vital en medio de esa muerte aparente. Pero vea Usía en mí al mismo Sancho antiguo, deseoso de servirle, aunque por la degeneración de su raza no sea igual ingenio que mi antecesor, ni sea elegante y memorioso en traer refranes.

Ambos se dirigieron a la casa de Panza, que estaba extramuros del pueblo, en medio de una labor de un par de mulos que el nuevo escudero tenía, y en el camino D. Quijote preguntó a su servidor por toda la parentela y amigos, que durante su encantamiento había perdido de vista.

-¿Sabrás decirme, Panza, qué es de mi ama y de mi sobrina? ¿Están muy aviejadas y encanecidas? ¿Sintiéronme y lloráronme mucho? ¿Y el Cura y el barbero y el bachiller Sansón Carrasco? De buena gana les daría un abrazo, que el no ver a las personas largo tiempo aumenta el regocijo de luego encontrarlas.

-Ay Señor -contestaba Panza-, a ninguno de esos que Usía menciona conocí ni conocieron mis padres; sé de ellos por cierto libro compuesto por el más grande ingenio de la tierra, libro que ha corrido el mundo en todas las lenguas, según dicen. Yo lo leía de muchacho en la escuela del pueblo, y todavía lo tengo en casa y presumo que, haciendo siglos ya que vivieron esas nobles personas, estarán más que apolilladas, hechas ceniza, en cualquier rincón de ese cementerio, o de algunos semejantes.

-¡Válame Dios -exclamó D. Quijote-, y qué triste es encontrarse solo y sin los suyos! ¡Pobre ama y pobre sobrina mía! Y casi se le escapó una lágrima, que en los salientes ojos contuvo, emocionado, por aquel triste despertar... ¡Pero si parece que fue ayer -añadió-, cuando me dormí, y que me levanto como lo hacía diariamente, aunque un poco más tarde! ¡Y en este abrir y cerrar de ojos, ya no existen mis parientes, mis deudos, mis amigos, ni mi escudero Sancho tampoco!

-No señor, no existen ya -replicó Panza-, y sí otras personas y cosas nuevas.

-¿Cuánto tiempo habré pasado en mi modorra? Acláramelo, por la memoria de tu buen tatarabuelo. ¿Hará mil años? -dijo D. Quijote.

-No tanto, señor -replicó su acompañante-; pero más de trescientos sí, desde que dicen acabó con Usía una calentura.

-¡Verdaderamente -añadió aquél-, que en años trescientos bien han podido tener tiempo de morirse todos mis conocidos, no siendo Matusalenes! Pero no creas que me apena menos que si hubiera sido ayer; porque los sucesos prósperos o adversos afectan al ánimo, aun siendo añejos, como actuales, en el punto y hora en que se conocen. Así te digo que siento a los míos como si hubiesen fallecido en este instante, a pesar de tan larga fecha.

Pasada la primera congoja y convencido D. Quijote de que él solo era vivo de cuantos con él vivieron, hizo nuevas preguntas a Juan Panza, relacionadas con el nuevo estado de cosas a que abría los ojos.

-¿No reina ya Don Felipe II en España e Indias? ¿Iban todavía los Ginesillos a galeras? Y la Santa Hermandad78, ¿andaba aún por los campos con sus cuadrilleros?79 ¿Quemábanse muchos herejes? ¿Se daba en los conventos la sopa? ¿Salían muchos sabios de Salamanca? ¿Cuántos galeones cargado de oro nos llegaban de allende el Atlántico?

Panza no pudo dar razón de muchos de estos asuntos y calló otros por no malhumorar a su amo; pero sí aseguró que no sabía pelo ni hueso80 del Rey D. Felipe II; que ya no había Galeras para los criminales, sino jurados absolutorios81; que no funcionaba la Inquisición en parte alguna; que no llegaba oro de ningún lado, sino que, por el contrario, habían emigrado las peluconas y demás monedas amarillas, quedándonos sólo pesetas y perros chicos82, y que de Salamanca sólo había oído que salían buenas mantecadas83.

Maravillose D. Quijote, sobre todo de aquellos de los perros chicos; pues no se explicaba cómo servirían de monedas, por muy chicos que fuesen; y, en cuanto a lo de la Inquisición, no dio crédito a su interlocutor, pensando que tal vez quiso tranquilizarle, haciéndole ver que no se le tomaría cuenta de sus pasadas aventuras con frailes y encapuchados.

Todo se lo explicaba: que el Rey D. Felipe II no reinase; que no recibiésemos ya oro de Indias, sin duda porque lo guardábamos allí para mayores conquistas; que no hubiera galeras; pero no que hubiesen quitado la Santa Inquisición, dejando a los herejes libres y campantes.

En estas meditaciones llegaron a la puerta de la casa de Panza, no sin que les ladrara furiosamente un perrazo, hasta que conoció a su dueño y éste le redujo a la obediencia; y llamando el escudero con dos golpes, acudieron su mujer y su hija a abrir, quedando sorprendidas de ver la catadura de D. Quijote.

Tranquilizolas Panza, diciéndoles que era un caballero a quien había conocido cuando estuvo en el servicio militar y al que debía grandes favores, y ambos entraron; deshaciéndose D. Quijote en cortesías, creyendo que su escudero le ocultaba que aquéllas eran dos hermosas Princesas, que en el patio de aquel palacio le aguardaban, para servirle la mesa, después de quitarle la espuela y la loriga84, como si fuera llegado a la corte del Rey Lisuarte85.




ArribaAbajo Capítulo II

De las discretas razones que mediaron entre don Quijote y las dos improvisadas Princesas, y de cómo hubo de convencerlas para que le dejasen de escudero a Juan Panza


-Loado sea Dios -dijo D. Quijote-, que puedo, señoras mías, contemplar vuestra fermosura, apenas salido del encantamiento que ha tres siglos me tenía embargado. Porque han de saber Vuestras Altezas que, por maleficio de un sabio encantador, que me ha guardado siempre ojeriza, estuve metido en sucio ataúd y en bóveda húmeda y maloliente todo este largo tiempo, y me han creído muerto, esparciendo la voz de que una calenturilla de poco más o menos había acabado conmigo, cuando no pudieron arrancarme la vida los más descomunales gigantes. La divina misericordia, que siempre acorre al cuitado, y cierto bálsamo propio para curar a caballeros andantes, aunque les tajen la cabeza o les corten en rabanadas86, con tal de que se ayunten cuidadosamente sus porciones, hanme dado nuevo vigor, libertándome de aquel maleficio, y aquí estoy otra vez dispuesto a renovar y a sobrepujar mis hazañas, en pro de los menesterosos, de los agraviados y de los débiles.

-Mucho agradecemos a Dios -dijo la mujer de Panza- que haya conservado la vida a tan noble caballero; pero he de decirle que no somos Princesas yo y mi hija, sino humildes servidoras suyas.

-Así es la verdad -añadió el descendiente de Sancho-; porque ésta es mi mujer, prima mía en cuarto grado, con la que me casé por dispensa, y se llama Panza Alegre, y ésta es mi hija, habida de mi legítimo matrimonio, a la que llamamos Pancica87.

-Pues Panza Alegre y Pancica, a quienes dije Princesas, han de serlo con sólo haberlas yo llamado así -interrumpió D. Quijote-; que cuando un caballero asienta una cosa eso ha de ser, y, si no es, obligado queda a que sea por el esfuerzo de su brazo, para no resultar mentiroso. Así que mi primer cuidado, al salir otra vez al mundo de las aventuras y de las fazañas, será proporcionarte un reino o imperio a ti, Panza amigo, para que, siendo tú Rey o Emperador, se cumpla mi palabra, y sean Reina tu mujer y Princesa tu hija, que por lo que veo es hermosa sobre toda ponderación.

Admirose Panza Alegre de aquella rotunda y halagadora promesa; miró a su marido como inquiriendo quién podía ser aquel caballero, que se obligaba a tanto; ruborizose Pancica del piropo, bajando los ojos y clavándolos en el delantal de rayas azules que tenía puesto, y Don Quijote se atusó el bigote, que le asomaba por la celada, por donde su efigie aparecía rodeada de un marco de hierro enmohecido.

-Para que Usía no se comprometa a cosa imposible, exclamó Panza, he de decirle que en los tres siglos pasados en su encantamiento y por lo que yo sé, todos los reinos e imperios de la tierra están distribuidos y asegurados a los reyes y emperadores que los han; de modo tal, que ni la punta de un alfiler puede echarse en península, ínsula, ni tierra firme.

-Con ganarle uno a cualquiera de esos reyes y emperadores que los acaparan, negocio concluido -replicó D. Quijote-; pues no ha de suponerse que vaya a consistir mi esfuerzo en ir husmeando una ínsula o tierra desierta y sin valor para hacerte de ella donación; sino en averiguar cuál sea la más grande, rica y próspera, para ganársela a su Emperador o Rey, venciéndole con todo su ejército y haciéndola mía por derecho de conquista. Dime tú cuál sea el imperio mejor y más fuerte, y a él me encaminaré en derechura para cumplir mi palabra.

Quedó pensativo Panza creyendo que no estaba muy en su juicio y que debieron de ser verdad todas las locuras que en su libro se leían; pero, como nada iba perdiendo en contestarle, y no sabía por dónde podría cumplirse la tradición de los Panzas, de que sirviendo a D. Quijote fielmente él les haría ricos y poderosos, le respondió:

-Reinos, mi Señor y dueño, hay muchos y muy prósperos, quitando a España. Italia por ejemplo, e Inglaterra: la primera con muchos soldados, y la segunda con numerosos y grandes navíos. Imperios tenemos a Alemania, que dispone de buenos ejércitos, y a Rusia, que cuenta por millones los hombres de armas; pero además hay Repúblicas poderosas como Francia y los Estados Unidos, que lo reúnen todo.

-Elige, pues -dijo D. Quijote-, que eso ha de ser a tu gusto; y no te amilane la grandeza y poderío de la nación o ínsula en que pongas el pensamiento; que cuanto más grande y fuerte sea, mayor será mi victoria y más cumplida mi oferta.

-Señor -contestó Panza-, con el valle de Andorra me contentaba yo; que es una República de poco más de media legua de larga por unas cuantas varas de ancha, donde dicen que reina un Obispo88. Eso será mejor para Usía, que podrá vencerle y conquistarla enseguida, y para mí, que no tendré los grandes desvelos de un gran reino.

-Sea como quieras -respondió D. Quijote-; pero, para que no incurras en error sobre el asunto, ni tengas en poco mi empresa, sábete que es más difícil vencer a un Obispo que a todos los reyes y Emperadores; porque éstos sólo tienen la fuerza de las armas, y en aquéllos hay que evitar el rayo de las excomuniones.

Creyó Panza que eso de hacerle Emperador de Andorra era más realizable, a pesar de las advertencias de D. Quijote, y Panza Alegre y Pancica, que habían estado sacando los mejores manteles y disponiendo la mesa de la cena para honrar y agasajar a tan generoso huésped, y que había escuchado en sus idas y venidas la mayor parte de la conversación, holgáronse mucho de poder salir al fin de aquella tierra mísera y de aquella pequeña labor, que no les daba para nada.

Hicieron sentar a D. Quijote a la cabecera de la mesa; Panza se puso en el lugar inferior, pidiendo antes la venia a su amo, y Panza Alegre y Pancica sentáronse a ambos lados del de la Triste Figura, a quien quitaron el yelmo y la celada y descalzaron la espuela, según los usos de la caballería.

Pancica se levantaba de cuando en cuando a servir al huésped, y ella trajo la olla, donde la coliflor cocida con garbanzos y algo de tocino humeaba y saturaba de su penetrante olor el recinto.

Metió D. Quijote la cuchara de palo en la olla, sacándola colmada, y con ella suspendida en alto, exclamó:

-¡Amable es la vida, y nunca hallado la he más grata que en aquella plática con los cabreros, con aquel puñado de bellotas en la mano89, y ahora con esta cuchara llena y humeante! Y no es que yo crea que en la materialidad de vivir esté el deleite, sino que, viviendo en sanidad satisfecha, retoza libre el espíritu. Tampoco ha de entenderse que es el vivir de cualquier manera preferible a la muerte. Vida sin honra, por ejemplo, es muerte vil del ánima e inútil funcionar del cuerpo. Muerte recibida en lucha o palestra, peleando por la razón o por otra alta idea, es preferible a oscura vida, que si tal caballero es que por miedo o cobardía deja de hacer lo que conviene, más le valiera la muerte que en vergüenza quedar. Pero fuera de estas excepciones es por sí el vivir honrado, cabal y extremado goce: don celeste que no han disfrutado los que no son; premio concedido a los que nacieron. ¡Alabemos a Dios, que nos dio esta vida para gozarla y servirle, singularmente yo, que retorno a ella!

Y acabadas estas palabras descargó el cucharón en el plato, y luego otro y otros, haciendo un gran hoyo en el rancho, y dejando ya paso a la familia Panza para que colmara sus escudillas.

Partiose un pan moreno en rabanadas; se ofreció al caballero además un platillo con aceitunas y otro con pimientos picantes, y enseguida se generalizó el combate contra la coliflor90; emprendiendo todos también encarnizada persecución de los garbanzos, que en sus repliegues se escondían.

Un candil colgado de un madero en su alambre, sobre la mesa, alumbraba con sus reflejos rojizos el banquete, no sin lanzar hacia arriba largo surtidor de humo que ennegrecía el techo, y un gato pardo y escuálido mayaba con zalamera suavidad, pidiendo algunas migajas.

-¿Veis este gato? -dijo D. Quijote-; reparad en él; notad sus ojos dorados expresivos, su actitud resignada, su voz quejumbrosa. Tal vez sea algún caballero encantado que sufre bajo esa felina forma graves desdichas. Mirad y escarbad en su cabeza si tiene clavado algún alfiler de oro; porque tal vez está en eso el secreto de su encantamiento, como suele acontecer, y en sacándoselo vuelva a su estado y ser natural.

Pancica, que había oído en ciertos cuentos de hadas lo mismo, registró la cabeza del gato, y no halló alfiler alguno; por lo que siguió gato y no caballero, con toda su triste fisonomía.

Echáronle algunos mendrugos que comenzó a devorar afanosamente, y D. Quijote, que había desocupado su plato y la mitad del de las aceitunas, quiso probar aquellos pimientos encarnados que nadaban en aceite; pero abrasose de tal modo la boca, que lanzose enseguida a la jarra del agua, y luego al vino, que le estaba servido en otro jarro blanco pintarrajeado.

No quiso dar a entender que aquellas guindillas le habían levantado el paladar y gaznate, para que no le tuvieran por damisela; tosió fuerte, bebió más, y pasó el escozor como pudo; pero cuando Pancica, pensando que le había gustado el manjar y que se relamía de gusto, insistió en ofrecerle otro morrón, él declinó el obsequio diciendo que guardaría aquella legumbre para cuando tuviese que entrar en batalla en la conquista del Imperio de Andorra, a fin de cobrar coraje y ardimiento, y que si ahora se acostumbraba a ella no le surtiría efecto después.

Panza Alegre y Pancica lo tuvieron por bueno y ofrecieron disponer una orza de morrones y guindillas para la próxima campaña, a fin de que siempre la llevara consigo el caballero, si le había de servir de mayor ardor y empuje en la pelea y, tomando cada cual de postre un puñado de higos secos, se acabó la cena sosegadamente.

-Gracias a Dios -dijo D. Quijote-, y qué bien he yantado. Tres siglos ha que no comía con tanto apetito, y salvo esos pimientos poco a propósito para tiempos de paz, todo lo demás me ha caído como maná en boca de israelita. Pero antes de que se levanten los manteles tratar hemos de otra cosa. Bien sabes, amigo Panza, que vuelvo al mundo sin más que mi armadura y mi valor y ese escudo y esa lanza vieja que me ayudaste a traer. Tu buen tatarabuelo proveía antes a todo; llevaba las alforjas y me servía de escudero en mis andancias91. Muerto él, he de buscar otro que le sustituya, y ninguno mejor que tú, ya que para ti va a ser el imperio de Andorra con todas sus ciudades y metrópolis. Mi hacienda se habrá consumido en mis herederos; mi ama y sobrina son muertas; Rocinante no existirá ya tampoco, que no hay caballo que trescientos años dure, y para la empresa que he de acometer necesito por lo menos aquel palafrén llamado Babieca, que sirvió al Cid a maravilla92.

Panza Alegre y Pancica, que oyeron tales requerimientos, pusiéronse en alarma, sospechando que aquel caballero que hablaba de ínsulas y batallas, de su escudero Sancho y de Rocinante, podría ser, pues mucho también se le asemejaba, el tan traído y llevado en el libro que Pancica leía a la familia en las noches de invierno, con aquellas estupendas aventuras de los molinos de viento y de los pellejos de vino. Si era así, tratábase de un loco de remate, y Panza no debía aventurarse a seguirle en sus desvaríos, ni proveer a ellos con alforjas y caballo, aunque le ofreciesen todos los reinos de Europa; tanto que quedáronse suspensas y se pusieron amarillas y demudadas, lo que fue notado por D. Quijote.

-Comprendo, Señoras mías, vuestra turbación -dijo éste-. Teméis por la vida de vuestro esposo y padre sin duda, y también por la mengua de vuestra hacienda; pero no alberguéis tan ruin recelo. Yo soy el caballero D. Quijote de la Mancha, y a mi lado sólo cabe prosperidad y bienandanzas para mis servidores. Para mí serán los trabajos y cuitas, las feridas y los molimientos; para Panza solo el botín y las ganancias, los gobiernos y las ínsulas.

-¡Ah mi Señor D. Quijote! -dijo Panza Alegre-, si ha de ser todo eso como lo otro que se relata en el libro de vuestras aventuras, que leemos de cuando en cuando, mejor es que mi esposo renuncie a ese imperio de Andorra y a todas las coronas del mundo.

D. Quijote dijo que ya conocía ese libro, y Panza Alegre lo trajo en un grueso tomo lleno de manchas de aceite y lo entregó al caballero, que comenzó a repasarlo, deteniéndose en los capítulos que más le llamaban la atención.

Mientras él lo hojeaba, Panza y Panza Alegre hablaban en voz baja, y Pancica estaba en pie contra el quicio de la puerta, esperando ver en qué paraba lo de su Principado.

-No, mujer -decía Panza a su costilla-; tú no sabes de la misa la media. No iría tan mal a mi tatarabuelo con este D. Quijote cuando nos dejó el encargo que te tengo dicho. Dijo que le sirviéramos cuando volviese a la vida, y que la fortuna llovería sobre nosotros. Ahora que se nos viene a las manos no hemos de rechazarla.

-Pero tendrás que irte a correr tierras, exclamaba semillorosa Panza Alegre, y Dios sabe si te volveremos a ver con vida.

-Descuida -contestaba aquél en voz queda-. Así como así, yo he sido quinto; conozco las cosas de la guerra, y en ésta de mi señor no he de tomar más parte que la de ver, oír y huir93, cuando sea necesario.

D. Quijote, que había acabado de repasar el libro, lo echó de mal talante sobre la mesa, y exclamó serio y contraído94.

-Bien, señoras mías, se me alcanza la causa de vuestra cuita. En este libro se refieren mis hazañas; pero todas en son de burla y no con severidad de cronista. Moro tenía que ser Cide Hamete Benengeli para no haber encomiado cual se merecen y sí desfigurado a su sabor las proezas de un caballero cristiano. Sabed que los ejércitos que dispersé no eran de ovejas, sino de valerosos campeones; y que los que acuchillé en el castillo mal llamado venta eran malandrines y no corambres95; y los que combatí a campo descubierto, gigantes y no molinos de viento. Sabed que la ínsula que di a Sancho fue tal ínsula, y que Altisidora96 prendose de mí verdaderamente, y que de lo único de que no estoy cierto es de que aquella afligida doncella y su dueña Quintañona97 fuesen tales; pero la prueba de la ojeriza que aquel encantador mi enemigo me tiene y el trueque que hizo de ciertas cosas es la muerte vil a que quiso sujetarme para deslustre de mi nombre, y el tiempo que me ha tenido encerrado en aquella cripta del cementerio. De ella libre, yo probaré que no fui loco ni visionario, y enmendaré el juicio de las generaciones con mis nuevas hazañas, y mostraré que los locos son los que me creyeron loco a mí; de cuyo pecado a vosotras, ¡oh Princesas!, os absuelvo; porque fuisteis inducidas a él por este libro de risa y fino sarcasmo; que si los Amadises y los Esplandianes98 hubieran tenido cronista igual, hubieran pasado también no por valientes, sino por mentecatos caballeros.

Tranquilizáronse Panza Alegre y Pancica con esta explicación y, aunque con gran dolor de su ánima, consintieron en que su esposo y padre respectivo acompañase a D. Quijote a la conquista del Imperio de Andorra, para recibir de él la corona y dominio de ese reino.

-Antes que raye el día disponedme, pues -dijo Panza-, las alforjas bien provistas, y todo el dinero que podáis, sin quedaros vosotras desmanteladas. Y llevando a D. Quijote a las cuadras, que a éste parecieron caballerizas reales, le enseñó un jaco peloso que podía servirle de Babieca, y eligió una mula vieja y coja para sí, echándoles buen pienso.

-Ahora a dormir, Señor mío -insinuó a su amo-; que nosotros también nos retiraremos a descansar hasta el alba; y le señaló un cuarto oscuro que a la derecha había cerca del corral.

-Dormid en buena hora vosotros -respondió D. Quijote-; que yo he dormido trescientos años seguidos y no tengo maldito el sueño. Seguro estoy de que en otros trescientos años no he de pegar ojo. Y dando la familia Panza las buenas noches, se retiró sosegadamente por la izquierda a cierto camaranchón, quedando D. Quijote a la luz del candil en el zaguán midiéndolo a largos pasos.




ArribaAbajo Capítulo III

En que se cuenta la nueva salida de D. Quijote, caballero sobre Babieca y acompañado de su escudero


Clareaba el día cuando, ensillado el jaco escuálido y aparejada la mula coja, montaron D. Quijote y Panza en sendas caballerías, saliendo por la puerta de la cuadra al aire libre.

Acudieron a tenerles los estribos Panza Alegre y Pancica; siguieron al lado de los jinetes, hasta la parte de afuera; retuviéronles con encargos y gemidos, lágrimas y despedidas; y, desprendidos al fin de tan pegajosos lazos, partieron a buen paso, mientras ellas alzaban los pañuelos y los agitaban, saludándoles hasta que los perdieron de vista en la lejanía.

Era la mañana alegre y fría, como suelen las de la Mancha. La tierra rojiza estaba escarchada y el cielo, de un verde claro, esperaba, como lienzo de artista, que el pincel del sol dibujase tonos de aurora y rosadas nubes. El aire entumecía las manos no enguantadas de los viajeros, amoratábales la punta de la nariz y les helaba las piernas. Así que cuando el sol se asomó tras el cortinaje de las lejanas serranías y envió su primera oleada de oro disuelto y cálido, volviéronse ambos viandantes hacia él, para darle mentales gracias por su beneficio, como si fueran Magos idólatras.

Volaban las alondras por el campo cantando al naciente día, algunas golondrinas madrugueras recién llegadas buscaban sus nidos de antaño en los aleros de los cortijos, y varias aspas de molino se agitaban cortando con sus brazos el horizonte y alzándose sobre el paisaje.

Verdaderamente, aquellos eran molinos; pero no los otros a que arremetió en sus mejores tiempos el andante caballero.

-Mira, Panza -decía éste a su escudero-, si yo sé o no distinguir, cuando ahora veo ésos y no se me ocurre pensar que sean gigantes. Ahí tienes con cuánta sinrazón escribió aquel moro de burlas mis aventuras, creándome una injusta fama de fantástico y falto de seso. Tú has de ver por tus ojos cuán razonable soy; y tú darás fe de ello a todos los Cide Hametes futuros que se ocupen en contemplar mi historia.

Panza oía estas palabras satisfecho de que habían calumniado a su amo y de que no era ningún lunático ni extravagante; en lo que veía más asegurado el cumplimiento de sus promesas que si se tratase de un loco de atar, y asentía a las palabras de él, mientras iban campo adelante.

-Tú sabrás el camino de ese imperio de Andorra -le preguntó D. Quijote-, y creo que será éste por donde vamos; de modo que avisa cuándo hemos de torcer por cualquiera de ambos lados, si no es completamente derecho.

-Yo nada sé -dijo Panza-, sino que por todas partes se va a Roma; de modo que, yendo derecho y preguntando de cuando en cuando para tomar la senda que nos digan, supongo que llegaremos alguna vez.

-Pues adelante entonces -respondió D. Quijote gallardamente-, que aunque hayamos de salir por los antípodas99, topar hemos con ese Imperio que te tengo ofrecido. Mas lo que no comprendo es cómo sea Emperador allí un Obispo, y cómo lo consienten los demás emperadores seglares. Algún misterio ha de haber en eso; y muy fuerte y temido debe de ser ese mitrado para sostener semejantes dominios entre tantos poderosos reyes.

-Señor -replicó Panza-, por lo que tengo entendido, ese Obispo reina porque le dejan ese poderío de Andorra de merced, pero no vive allí, sino en la Seo de Urgel100, en cuya Catedral echa bendiciones; de modo que todo se reducirá a que Usía vaya a la Seo, le desafíe y corte la cabeza, y luego se entre en su territorio triunfante, con lo que todos acatarán su voluntad.

-Entre todas mis hazañas antiguas -dijo D. Quijote después de una pausa-, no hay ninguna parecida, y en ningún libro de caballerías he leído que un caballero andante pueda desafiar a un Obispo y cortarle la cabeza. Cuando don Opas se pasó al enemigo, combatió, pero no en calidad de Obispo, sino de guerrero101; y siendo así que éste de que hablas viste de pontifical, echa bendiciones y lleva por arma solamente el báculo, no veo medio de matarle en desafío o en buena lid, como me cumple.

-¿Pues a qué vamos entonces -exclamó Panza-, si anda Usía con esos escrúpulos? Yo me creía, después de leer la historia de sus aventuras, amén de otros libros de caballerías, y de oír las tradiciones que vienen de mi tatarabuelo, que los caballeros andantes no tenían más ley que su voluntad, ni más ejecutor de ella que su brazo; y ello así, ¿qué más da que sea Obispo el que se les oponga, o Rey o campeón, si lo principal consiste en esta oposición que aquellos no consienten a lo que determinan?

-Te engañas, Panza, en eso de creer que no tenemos más ley que nuestra voluntad -replicó el caballero-; pues todo, al contrario, la supeditamos siempre a nuestra obligación y a las ordenanzas de la caballería andante, que son proteger a los menesterosos, abatir a los soberbios que los oprimen, desfacer los agravios antiguos o nuevos que suele haber ignorados en el mundo, y enderezar los muchos entuertos que por la malicia y perversidad de los hombres se ocasionan. Verdad que siempre hubo buenos y malos caballeros, como aquellos con que topó el Rey Garinter102 y que éstos hacen grandes males y desaguisados; pero los buenos les contrarrestan y vencen y reponen a su ser y estado natural el derecho y la justicia.

-Entonces -objetó Panza-, ¿por qué los caballeros andantes quitan reinos a los que pacíficamente los poseen y los dan a sus escuderos y pelean con otros caballeros, que ningún entuerto realizaron, y con gigantes que no se meten con ellos?

-Eso es otra cosa -respondió D. Quijote-; que unas son las leyes de la paz y otras las de la guerra. En la paz ejercitan aquéllos nobles oficios, y en la guerra combaten con sus enemigos, purgan la tierra de gigantes y de monstruos y ganan reinos o los pierden; pero, aun dentro del estado de guerra, obran caballerosamente, y no con viles artes; y así no matan al indefenso, ni despojan al desvalido, ni cortan la cabeza a los Prelados con báculo y mitra, como tú hallabas tan natural y corriente103.

Panza le replicó que en el nuevo tiempo era más fácil quitar a un Obispo de en medio; porque se aprovechaba la coyuntura de que saliera una romería o procesión, a que ordinariamente solían concurrir curas y Prelados, y como eso ofendía a unos que se llamaban libre-pensadores, empezaban éstos una silba y luego una pedrea y disparaban sobre los fieles, para natural desahogo de sus conciencias, que no querían esas cosas de Religión, con lo que se quedaba un Obispo o un fraile fuera de combate y nada más pasaba104.

-Sí pasará -dijo D. Quijote-; porque funcionará el Santo Oficio y los herejes irán a la hoguera para pagar su injuria a la Religión y a sus Ministros.

Pero el buen escudero insistió en que hacía luengos años que no había Inquisición en España y en que si la hubiera no sería para quemar herejes, sino fieles cristianos.

Quedó atónito el de la Triste Figura, y respondió a Panza, soltando la voz a semejantes razones.

-Si no fuera porque te tengo por hombre de verdad, no te creyera. Huélgome, de una parte, de que no haya Inquisición, pues así no tendremos que andar con tiento con los cuadrilleros, ni que pensar cada palabra y repensarla, para que no tenga visos de herejía, ni que vivir siempre sobresaltados por si una falsa denuncia nos expone a las llamas del Santo Oficio. Pero, de otra parte, esa soltura y libertad de los herejes y esas asonadas contra la Santa Católica Iglesia y sus Ministros son tan tiránicas e irritantes como aquella fe impuesta y aquellos expurgos del pensamiento. Sábete, amigo, que la libertad ha sido, es y será siempre precioso derecho del hombre; que lo que Dios manda es que le creamos y amemos libremente, y que por eso erraban aquellos inquisidores que querían imponer la fe y amor por la fuerza y que abrasaban a los que no la tenían; como yerran y delinquen éstos que ahora hacen lo contrario, forzando a los creyentes y fieles a que no crean, ni cumplan, ni practiquen sus deberes religiosos y estropeándoles sus ritos. Bien sabes tú y sabía tu tatarabuelo que no eran de mi devoción aquellos cuadrilleros, a que yo solía llamar ladrones en cuadrilla105; pero tampoco he de tolerar éstos de ahora. Católico soy y cristiano me parió mi madre, y júrote por el agua de bautismo que me echaron, que si en alguna de esas romerías que me dices topara con esos impíos y follones, había de arremeterles con mi lanza y aniquilarles, haciendo en ellos más chicha que Santiago en la batalla de Clavijo106.

Calló Panza temiendo que se le antojase a su amo ir a desfacer entuertos de éstos antes de proseguir el viaje hacia Andorra, lo que retardaría la conquista de ese imperio, y quiso mudar de conversación, cuando vieron venir por el camino a un peregrino, con los pies descalzos, el sayal empolvado, la cabeza cubierta por ancho sombrero, y el báculo y la calabaza en la diestra mano.

-Ése vendrá de Roma -exclamó D. Quijote-, y podrá decirnos si allí existe Inquisición ahora, aunque yo creo que sí la habrá; porque en la misma Sede de San Pedro no consentirían herejes, ni menos de estos osados iconoclastas.

Parose el peregrino al ruego y preguntas del caballero, y dijo que no venía de Roma sino de Santiago de Compostela, donde una romería había sido asaltada y dispersada por los enemigos de la Iglesia y él había sido herido, aunque levemente; y viendo D. Quijote corroborado lo que acababa de decirle su escudero, se llenó de asombro, pensando que en su tiempo todos esos herejes hubieran sido tostados muy presurosamente.

Siguió el peregrino su caminata, no sin dar a D. Quijote y a Panza sendos rosarios con indulgencias, que éstos besaron y guardaron, y el caballero insistió en que muy fuerte y valeroso debía de ser el Obispo de Urgel para sostener, en medio de aquellas corrientes de herejía triunfadora, el Imperio de Andorra vinculado a su mitra; por lo que resolvió la duda de la manera de conquistar sus Estados diciendo que irían a Urgel y allí tomarían lenguas de quién fuera aquel Prelado; que si era de mitra, báculo y bendiciones no más, Panza se las avendría con él, y D. Quijote sólo con sus guerreros, que debía de tenerlos para resguardar las fronteras de sus dominios y, sin necesidad de atentar al Obispo, les vencería y ganaría todos aquellos territorios; en todo lo que Panza estuvo conforme, por encontrarlo muy razonable y conveniente.

Largo rato anduvieron, cuando D. Quijote, rompiendo el silencio nuevamente, dijo a su acompañante:

-¿Sabes que estoy pensando que ese peregrino que nos hemos tropezado no debe de ser tal, sino un espía del Obispo de Urgel, que, sospechando que vamos contra sus ciudades, le manda a descubrir nuestra ruta, y o poco se me alcanza o pronto vamos a tocar el resultado de su espionaje?

-No creo que tan pronto se haya enterado de nuestros intentos -respondió Panza.

-¿Cómo no? -exclamó el caballero-; mira esa polvareda que por ahí viene, que sin duda la forman jinetes avanzados del ejército enemigo. Esa furibunda caballería ligera tiene que ser destacada del grueso del grande y poderoso ejército de Andorra, que, avisado por el espía, me sale al encuentro para dar la batalla aquí, fuera de sus tierras, librándose de mi entrada y devastación. Hazte a un lado y déjame con ellos, que verás cuán presto y bien doy cima a tan peligroso choque.

No había tenido tiempo el escudero de apartarse de la carretera, ni D. Quijote de enristrar su lanza, cuando los enemigos aquellos pasaron como en volandas, en un abrir y cerrar de ojos.

-¡Alto! -gritó D. Quijote-, que se vio imposibilitado de arremeterles por lo imprevisto de su cruce y velocidad. ¡Alto y non fuyades107, diabólicas criaturas, que un solo caballero os riepta108 y desafía!

Pero los desafiados habían traspuesto velozmente, sin dejar tras sí más que otra nubecilla de polvo blanquecino.

-¿Ves qué cobardes follones? -exclamó dirigiéndose a Panza-. Montados en ruedas sutiles han huido del furor de mi brazo, y ni aun me dieron tiempo de acometerles; porque lo de perseguirles hubiera sido inútil con Babieca.

-Señor, son ciclistas -respondió el escudero acercándose, algo corrido de haber compartido con su amo la ilusión de tratarse de las avanzadas del ejército del Obispo-. Son ciclistas, que montados en esas ruedas veloces corren más que diablos. De éstos no había tres siglos ha y de ahí la sorpresa de Usía.

D. Quijote declaró que jamás vio cosas semejante, y que creía arte diabólica esa que ejercitaban; porque no comprendía cómo una sola rueda delante y otra detrás, en línea recta, podían mantenerles y llevarles volando sin perder el equilibrio ni hacerles caer de costado o de bruces.

-Eso que montan son bicicletas -le replicó Panza-. Cada uno en la suya, dando con los pies a las cigüeñas que las mueven, corren en un minuto una legua como si tal cosa109.

-¿Y qué prisa llevan para tanto? -preguntó el caballero.

Panza le respondió que ninguna, y que era por placer de correr, de salir y regresar y de que les vieran las gentes en ese ejercicio con sus gorras de visera y sus camisetas de listas. Pero D. Quijote no se persuadió de la inofensividad de aquellos diablos, objetando que debían de ser guerreros apercibidos al combate, puesto que habían hecho sonar la trompa de Astolfo110.

Y como Panza le dijera que era una pequeña bocina que llevaban, para avisar a las gentes, e insistiera el caballero en ser aquélla sin duda alguna la trompa maravillosa que el Hada Logistila regaló a su protegido campeón, cuando salió para la Arabia y el Golfo Pérsico111, el escudero le preguntó qué trompa era ésa, con la que confundía la bocina de las bicicletas, y qué poder especial tenía en los combates.

-Bien se conoce -respondió D. Quijote-, que en eso de libros de caballerías estás tanquam tabula112. Esa trompa era tal, que sus sonidos obligaban a huir al que los escuchaba. Astolfo la guardó en todos sus viajes y correrías como oro en paño; pero al ser arrojado con Marfisa, Aquilante y Grifón, por una tempestad, a las riberas del golfo de Layas, vieron una gran ciudad defendida por dos torres; la cual ciudad hallábase habitada por mujeres crueles, que degollaban a los navegantes; siendo preciso para librarse de esa muerte vencer cada recién llegado en un día a diez caballeros y triunfar en una noche de diez doncellas. Marfisa, que era mujer y vestía armadura de campeón, arrostró la primera prueba, venciendo a los diez paladines y haciendo noventa viudas, porque cada vencido tenía nueve mujeres; pero no pudo obtener la segunda victoria. Entonces fueron todos acometidos; y, viéndose en peligro de morir a manos de aquellos ejércitos de furias113, Astolfo tocó la trompa y todas huyeron buscando refugio en cavernas y bosques. Así quedaron desiertas las plazas, las calles y la ciudad entera. Y pudieron salir a la vela con Marfisa los comprometidos caballeros114. Esa trompa, añadió D. Quijote, ha debido de caer en manos de esos ligerísimos jinetes, y contra mí la han empleado; pero ya viste cómo yo, apercibido a todo, escuché impávido sus toques siniestros.

Panza guardó silencio, por no discutir tal imaginación, y viendo que el sol estaba ya bastante alto, se atrevió a decir a su amo que sería bien, pues habían escapado con vida del toque de la trompa aquella, echar pie a tierra para tomar el desayuno; ya que tripas llevan a pies y no pies a tripas. Y hallándose en un vallecillo, por donde corría un fresco riachuelo apeáronse ambos y, atando el escudero las caballerías a un tronco y desatacando las alforjas sobre el verde césped que les sirvió de manteles, comenzaron a satisfacer el natural apetito.

Comieron algo de cecina, medio pan moreno y apelmazado, pero gustoso, queso manchego, de que llevaban abundante provisión, y algunas manzanas de conserva. De vino sólo una botella tenían, por lo que acordaron guardarla para una ocasión extrema, como Astolfo su trompa; y cogiendo en una escudilla agua fresca de la corriente bebiéronla a sorbos.

Lo apacible del lugar, el murmullo del arroyuelo que saltaba entre peñas, el susurro de las hojas de los sombrosos árboles y la dulce charla de las aves emboscadas deleitaron al caballero, que, recostado muellemente sobre el ribazo, dejó vagar sus pensamientos como otras veces solía; los cuales fueron en derechura hacia la dueña de su corazón, la sin par Dulcinea del Toboso, culpándose de no haberse acordado antes de ella, cuando su primer suspiro al volver a la vida debió ser para la que era luz de sus ojos, norte de su razón, ayuda de sus empresas e imán de su albedrío.

Panza, que había soltado las caballerías para que se desayunasen también en un prado próximo, volvió al lado de su amo; pero, viéndole pensativo, no quiso cortar el hilo de sus divagaciones; hasta que, salido él por sí mismo de ellas, habló a su escudero estas palabras.



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