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ArribaAbajo Capítulo IV

De la plática que de sobremesa tuvieron D. Quijote y Panza y demás cosas que ocurrieron después


-Habrás visto, amigo, cuán silencioso y meditabundo estuve largo rato, mientras tú disponías de apacentar esas caballerías, como buen escudero. Pues has de saber que es por un recuerdo y un remordimiento que me acometen y que han de variar forzosamente nuestra ruta. ¿No te asombró que al salir de la fosa preguntase por todos, por ama y sobrina y cura y bachiller y no por Dulcinea? ¡Ay!, lo más cerca del corazón es lo que suele estar más lejos de las palabras. En mis ímpetus por cumplir la promesa que te hice de ese imperio de Andorra, dejé pasar por alto otra primera y sagrada obligación, que es y estimo ser ir antes de nada al Toboso y avistarme con Dulcinea, a la que no veo tanto tiempo ha, y pedirle la venia para todas mis empresas de esta última salida y recibir algún talismán suyo, que me ponga a cubierto de encantamientos y asechanzas. Porque, si por falta de este talismán, que bien pudiera ser un anillo como el de Angélica, que la trocaba en invisible cuando quería115, soy víctima de las malas artes de aquel sabio Fristón mi enemigo, y a la mitad de nuestro camino hacia el populoso imperio de Andorra me convierto en piedra negra o en pájaro, adiós entonces tus esperanzas y mis esfuerzos, y bien puedes despedirte hasta otros trescientos o tres mil años de verme a tu lado. Es, pues, obligación mía y conveniencia tuya que volvamos a desandar lo andado y tomemos el camino del Toboso, y entremos en aquel lugar y nos hagamos anunciar por el enano del castillo116, donde llora Dulcinea involuntarias ausencias mías, hasta ser conducidos a su estancia recamada de oro y piedras preciosas y arrodillarnos a sus pies y pedirle su beneplácito y ayuda.

-Mi señor D. Quijote olvida -respondió Panza contrariado y puesto en sobresalto-, que su señora y mi dueña D.ª Dulcinea del Toboso debe estar, como todos los demás seres vivientes de hace trescientos años, hecha polvo o con los huesos mondados cuando menos, en cualquier nicho o fosa común. Y tampoco he visto yo castillo alguno en el Toboso, ni enano que pueda anunciarnos, y por ende vamos a perder los pasos y el tiempo en busca de cosa imaginaria.

-¡Qué ideas te saltan en ese desdichado magín! -dijo D. Quijote poniéndose en pie-. ¿No sabes que los caballeros andantes son consustanciales con sus damas y que éstas y ellos siguen la misma suerte? Pues si yo he tardado trescientos años en despertar de mi letargo, no dudes que trescientos años me ha estado esperando Dulcinea, llorosa y acongojada, ignorante de mi suerte. Cinco esperó Isabel de Segura la vuelta de Marcilla117, y quinientos le hubiera aguardado de ser él armado caballero y haber caído por tantos siglos en cautiverio. Con más118 y es que, mientras todo cambia y envejece para los demás mortales, las damas de los caballeros se conservan hermosas e incorruptibles. Conque así apresta los caballos y marchemos a prisa al Toboso; que yo te haré ver el castillo que no viste y el enano en que no reparaste y la sin par hermosura de Dulcinea, en la que no han podido hacer injuria los años ni los desabrimientos.

Obedeció Panza muy presuroso; pero, por no desandar lo que anduvieron, dijo a su señor que el camino del Toboso era aquel que seguían, y que pronto llegarían a él, yendo en línea derecha, sin más que torcer un poco a la salida del vallecillo. Creyolo D. Quijote, porque hacía harto tiempo que estuvo una vez allí, y al falso Toboso se encaminaron, pensando Panza que para satisfacer el antojo de su amo cualquier lugar con que topasen era bueno y cualquiera moza garrida le parecería, como en otro tiempo, Dulcinea.

Estrechábase el valle y estaba rematado por una montaña, donde había un túnel, por el que pasaba el ferrocarril a la otra parte de la estrechura, y andando Babieca dificultosamente entre las malezas y no más desembarazadamente la mula vieja con sendos caballeros, llegaron a aquel túnel y vio D. Quijote aquel temeroso y oscuro hueco y asomándose, alargando la cabeza y empinándose sobre los estribos, dijo a Panza:

-Por lo que veo hay dos caminos para llegar al Toboso: uno fácil, pero largo, rodeando este cerro; y otro intrincado, peligroso y oscuro, pero más corto, entrando por esta sima. Eso suele acontecer a los caballeros andantes, encontrar tan diversas vías cuando van en busca de sus damas, y es que ellas les ponen a prueba; porque si eligen la más larga y fácil es que son cobardes y les tienen desamor, y si la más corta pero espantable es que a todo se atreven en su valentía por llegar antes al objeto de sus ansias. Cúmplenos, pues, echar por este agujero para cortar la satisfacción de mis anhelos, pues ésta debe de ser la sima de Cabra119, donde Casildea de Vandalia ordenó entrar al Caballero del Bosque120; y vamos a ello, que el Toboso debe de estar a la salida de ese antro.

Panza, que tal oyó, comenzó a mesarse los cabellos y a dar grandes gemidos, temeroso con razón de que, al entrar por allí con las caballerías, pasase algún tren e hiciera tortilla a caballos y caballeros.

-¡Párese Usía y no entre, por amor de Dios! -gritaba a D. Quijote-. ¡Mire que ése es un túnel y el tren que por él pasa no atiende a razones y nos arrollará y partirá en pedazos tales, que no serviremos ni para embutidos! ¡Óigame a mí, que Usía no conoce eso, ni es de su época!

Pero D. Quijote, sin escuchar advertencias, espoleó su rocín y entró denodado, teniendo que seguirle Panza, al que no le llegaba la camisa al cuerpo.

-¡Ande de prisa, señor, suplicaba éste; por los clavos de Cristo, que esto es más que temeridad!

-Calla, hombre -decía D. Quijote-, que tienes el corazón de mantequilla. Mírame a mí cuán sereno voy por esta oscuridad, y si viene ese monstruo de que me hablas no doy por él una paja, como quiera que de un golpe de mi lanza lo dejaré herido y moribundo. Así hizo Perseo con aquella serpiente que iba a devorar a Andrómeda121.

Oyose lejos el silbato de la locomotora y Panza no pudo más; preso del terror, taconeó a su mula; Babieca, más avisado que su dueño, sintió el peligro y corrió a la salida y, echando a la derecha de la vía ambos, deslumbrados por la luz a que asomaron, oyeron otro silbido más próximo, que hizo volverse con su palafrén a D. Quijote.

La vía formaba una gran curva a la salida del túnel; así que el caballero estaba fuera de ella, creyendo aguardar de frente al enemigo y embarazando su adarga, enristrando su lanza y afirmándose en sus estribos, esperó la embestida del monstruo, que ya rugía furiosamente.

Al minuto pasó la locomotora arrastrando sus vagones ante el asombrado caballero. Espantose Babieca, saltando hacia atrás y derribándole en tierra cerca de los raíles, y cuando D. Quijote se levantó valerosamente echando mano a su espada, para luchar con el monstruo cuerpo a cuerpo, ya sólo quedaba una larga cinta de negro humo que flotaba y se desvanecía en el aire.

-¿Sabes, Panza amigo -dijo emocionado-, que jamás he visto más espantable dragón en el mundo? Fuego echaba por sus fauces, humo por sus narices, terribles resoplidos daba, furiosamente retorcía sus anillos y su cola volando vertiginoso; pero ya viste cuán velozmente se echó a un lado sin atacarme, convirtiéndose en esa nube negra para escapar del filo de mi espada. El espanto de Babieca tiene la culpa de que no le haya rematado aquí. Ya le buscaremos de nuevo por esos montes, donde debe de tener su guarida, que parece horadar con sus poderosas uñas.

-Rece Usía por haber salido con bien del trance -dijo Panza-; porque sólo un milagro divino le ha salvado, y yo le vi ya partido en dos pedazos sobre el tajo de esas barras de acero, de las que cayó cerca.

-¡Partido en dos dices!, no me conoces -exclamó el de la Triste Figura-. Pero aunque así fuera, pudiendo tú poner los dos medios cuerpos míos bien acoplados, de modo que cada hueso y arteria se correspondiesen, y untándoles un poco del bálsamo que te dije, volverían a componerse y pegarse como si tal cosa y quedaría en disposición de pelear de nuevo contra ese dragón; mientras que si tengo la suerte de atravesarle por donde haya la piel más fina, o le parto en dos mitades, él no tiene compostura posible.

-Al contrario, Señor -objetó el escudero-; a él lo componen cuando ha menester y le echan piezas nuevas, y a Usía no habría fragua en que arreglarlo.

Y Panza contó a D. Quijote lo que era el dragón aquel y cómo llevaba en su vientre pasajeros y mercancías; de lo que el caballero quedó altamente asombrado, pero no convencido.

-Bueno que Jonás hubiera estado tan orondo en el buche de una ballena, que al fin era sólo y único; pero que cupiesen dentro de aquella serpiente con alas tantos viajeros y bultos y equipajes, sin ser hechos papilla dentro de su estómago, y depositándoles sanos y salvos luego en el punto de llegada, eso se le resistía. Porque no había duda: aquello no era una máquina inerte, tirada por caballerías, ni por bueyes, ni por elefantes, sino un ser vivo, que volaba por sí solo, respiraba y resoplaba y silbaba y rugía a su antojo.

-Señor -añadió Panza-; como Usía viene de un siglo tan atrasado, no comprende esta maquinaria. No la entiendo yo más; pero lo que me sé es que es máquina y no monstruo eso que echa fuego por los ojos y humo por las narices y que sirve para llevar muchos vagones de viajeros y mercancías, y que dicen está movido por caballos de vapor.

-¿Lo ves, Panza? -exclamó D. Quijote-; eso de los caballos de vapor lo aclara todo; porque si fuera ese reptil gigantesco alguna serie de carros tirados por caballos naturales, no serían de vapor éstos, sino de carne y hueso; y pues son de vapor, son cosa sobrenatural, vaporosa y mitológica, como aquel caballo Pegaso122. Déjame a mí, que yo buscaré a ese monstruo en su madriguera, que creo debe de estar soterrada y profunda, y allí donde no pueda escapar pelearé y le cortaré la horripilante cabeza, aunque sea como la de Medusa123. Tú la has de ver echando en mi mano los últimos chorros de sangre, con los candentes ojos apagados y dando los últimos resoplidos de humo, y a Dulcinea la llevaremos para que quede más prendada aun del valor de su temerario caballero.

En esto divisaron un pueblecillo lejano, que dijo Panza ser el Toboso, y D. Quijote, dando un largo suspiro, exclamó:

-Tenemos delante la tierra de promisión, ¡oh Panza! Y traigo a la memoria aquel bello canto del Tasso en que describe a Jerusalén contemplada desde excelsa parte por Godofredo de Buillón124, cuando dice que descansa en dos collados de desigual altura; que un valle la parte y la muestra eminente; que tiene por tres lados difícil cuesta y que del costado que tiende hacia Bóreas125 la defiende altísimo muro126. Mírala igual y digna de ser cantada por otro poeta sorrentino127, con más que en ésta se halla Dulcinea, lo que la ilumina y avalora.

Panza callaba, a fuer de hombre resignado, esperando ver cómo se las compondría su amo para mostrarle el castillo y el enano y a Dulcinea, allí donde no había nada de esto; y así caminaron largo trecho por la monotonía de aquel campo.

Atardecía cuando se iban aproximando, y veíanse ya distintas las primeras casucas del pueblo; pero de pronto D. Quijote aprestó el lanzón, sujetando por las riendas a Babieca, para asegurarse mejor, y dijo a Panza:

-¿No ves ahí, entre la neblina, esos seis o siete gigantes muy adelgazados pero altísimos, que a nosotros vienen en fila, y aquellos otros que asoman más lejos por el collado? Pues éstos sí deben de ser verdaderas avanzadas que mi enemigo me presenta, para que me atajen el paso al ya próximo Toboso, y vencerles y derribarles he, para tenerlo franco y abierto, y que pueda Dulcinea mirarlos tendidos y sin vida, desde los ajimeces de su torre. Y dirigiéndose a ellos a grandes voces añadió: Ya os conozco, fementida canalla, no escaparéis con vida.

-No veo tales gigantes -respondió Panza-, ni cosa alguna que se les parezca; ni nada hay sino aire y nieblas que se espesan con la caída de la tarde y la vecindad de la noche.

-Pues si tú no los ves, porque tus ojos no te alcanzan, yo los tengo de Argos128 y penetro en la oscuridad -replicó el de la Triste Figura-, y te digo que no uno ni dos, sino seis y más gigantes son los que van alargándose y adelgazándose, para hacerse más invisibles y sorprendernos, rodearnos y cautivarnos. Tú estáte ahí, que verás cómo los deshago en un abrir y cerrar de ojos; que éstos no parecen tener ruedas veloces, ni caballos de vapor, como los otros.

Dicho eso, dio de espuelas a Babieca, el cual, con el escozor, echó a galope, y llevando D. Quijote la lanza en el ristre, fue a chocar contra el primer enemigo, que le hizo un gran desollón en la pierna y derribó a Babieca; pero, levantándose el caballero, arremetió con su espada al adversario, que parecía mantenerse a pie firme; hasta que, viendo no le hacían mella los tajos, abrazose a él para ahogarle y le zarandeó y le hizo dar en tierra con estrépito, cayendo también los otros dos inmediatos que le seguían; lo cual, visto por D. Quijote, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

-¡Acude, Panza amigo; vencidos son y en tierra estos gigantes desaforados, y el pie tengo puesto sobre la cabeza del primero, que he de cortar a cercén!

Acudió Panza, al trote dificultoso de su mula, porque sólo había visto en la distancia y oscuridad el forcejear de su amo, sin distinguir cuál sería su adversario; pero, apenas llegó al sitio, comenzó a dolerse amargamente.

-¿Qué ha hecho Usía, mi señor D. Quijote? -le dijo-. Más le valiera no haber salido de su ataúd que acometer esta empresa. Mire Usía que ésos no eran tales gigantes, ni guerreros puestos en avanzada; vea que son palos del telégrafo129, que sirven para sostener los alambres por donde corre la electricidad, y que es cosa prohibida tocarlos y delito el derribarlos; porque corta y destruye la comunicación de las estaciones.

D. Quijote que nada comprendía de este lenguaje, insistió en que aquellos largos y enflaquecidos cuerpos, tendidos por su valeroso empuje, eran de gigantes verdaderos; o que, si no, sería artificio de los Fristones que le mudaban el ser de las cosas; pero Sancho le mostró los aisladores de porcelana y los alambres que los unían, por los cuales, al caer un poste, habían venido a tierra con el tirón los otros dos, y le explicó que aquello era un medio de mandar noticias, con una cosa invisible y muy sutil que por esos hilos corría, y que así en un segundo se decía desde Cádiz a la China, por ejemplo, todo lo que se deseaba.

-Dígote -respondió D. Quijote-, lo que hube de decirte de los caballos de vapor. Cosa es ésa fantástica y sobrenatural, porque sale de los términos del humano poder y de los naturales resortes de la materia; de modo que, por lo que veo, hay porción de monstruos, duendes y gigantes que han venido ahora a vivir a la tierra, para hacer esas fazañas y que la tienen por suya. Pero ya has visto cuán poco les aprovechan sus artes mágicas cuando son conmigo en batalla.

-Lo que he visto, Señor -interrumpió Panza-, es que ahora será con nosotros la Guardia Civil130 y nos conducirá maniatados a la cárcel más próxima, si averigua que es Usía el que ha conseguido esa victoria.

-¿Qué Guardia Civil es ésa -preguntó D. Quijote-, que tan incivilmente ha de tratarnos? La Santa Hermandad no será; porque si por cuenta de ella corrieran hoy estos asuntos, seguro estoy de que no a mí, sino a los fautores131 de esos embolismos y diabluras de los alambres y de esa electricidad que dices les hubiera dado caza y acusado de brujería. Pero si tan trocadas están las cosas ahora, ve qué podemos hacer para que esa Guardia Civil no nos interrumpa nuestro camino; que yo soy harto respetuoso de la autoridad y no he venido al mundo para negar al César lo que sea del César.

-Lo mejor es -respondió Panza-, que no entremos ahora en el Toboso, donde muchas gentes nos verán y darán indicios de poder ser nosotros los autores del desaguisado. Torzamos a la derecha, Señor mío, y apartémonos de los lugares y proximidades de esos gigantes difuntos; que ya oirá Usía hablar de ellos y los verá otra vez en pie, apenas se note que no corre la electricidad por sus hilos rotos. Mire Usía aquella hoguera que denota majada de pastores, que desde aquí se parece; abordémosla para pasar la noche, como Dios quiera, y por Él le suplico no diga Usía nada de esta aventura; sino cuente si quiere las otras dos de las ruedas sutiles y del monstruo de fuego y humo, para que los pastores no den el cante132 a la Guardia y nos estropee el plan de nuestra visita al Toboso, preliminar de la conquista de Andorra.

Cedió D. Quijote, a quien el desollón de la pierna, ya enfriado, dolía más de lo regular, y andando cosa de media hora llegaron a la majada.




ArribaAbajo Capítulo V

Donde se da cuenta del recibimiento que hicieron a D. Quijote unos pastores, y del conocimiento que trabó con el Poetilla


Aparecer aquel caballero con su armadura, seguido de aquel abultado escudero, y ponerse en alarma la gente de la majada todo fue uno. Al ronco ladrido de los mastines, que lo anunciaron, salieron los seis pastores que se recogían en dos chozas en aquel sitio, y arremolináronse las ovejas en los rediles, como si temieran el asalto del lobo.

Dieron aquéllos el alto a los recién llegados; contestaron éstos cortésmente y en son de paz, y entonces, creyéndoles viajeros que buscaban descanso, hiciéronles pasar, ayudándoles a bajarse de las caballerías, y muy sorprendidos de los hierros de que iba cubierto de pies a cabeza D. Quijote.

-No os alarméis, señores -dijo éste-, de mi aparato guerrero y mi talante. Caballero soy armado, que corre el mundo para desfacer agravios y enderezar entuertos, y no podría sin esta mi lanza, en cuya punta está el hierro de la justicia, y sin esta espada que me sirve, y la paz de Dios sea con todos.

Entraron en la más grande de las chozas, donde se reunieron para la cena, y ofrecieron a D. Quijote y a Panza puesto entre ellos, que fueron admitidos de buen grado; contribuyendo éstos por su parte con algo de las alforjas, para que no se dijera que mermaban la comida pobre y tasada de aquellos cabreros.

Preguntó el más viejo qué era aquello de enderezar entuertos; pues él no lo comprendía, creyendo que enderezar era cosa que no con los tuertos, sino con los jorobados debía hacerse133; y D. Quijote le explicó que no se trataba de tuertos de los ojos, ni de torcidos de la espina, que eso correspondía a la Medicina o Cirugía, sino de entuertos de la voluntad, de la razón y del derecho, que por el esfuerzo de su brazo podían remediarse; añadiendo que éste era el objeto de la caballería, que era una especie de justicia andante que por todas partes iba ejerciendo su oficio, aparte de la otra justicia de leyes y juzgadores, que no podía llegar a todos lados, ni encontrar para cada caso exacto acoplamiento.

El pastor viejo, que tenía mucha gramática parda134, objetó al caballero que eso estaba bien; pero que podía suceder que las dos justicias se tropezasen y encontrasen una contra otra, la de las leyes y los juzgadores, y la andante de esos caballeros, y entonces alguna tendría que quedar por encima; convirtiéndose la otra en injusticia o yerro; por lo que o debían ir acompasadas y unidas o suprimirse cualquiera de ellas, y en tal caso tendría que desaparecer la de los caballeros andantes.

Protestó D. Quijote replicando que eso no se podía, porque donde se tropezasen y contrapusiesen, debía imperar la de los caballeros, no escrita en parte alguna, sino en la conciencia y el honor, y no la otra justicia, que con sus determinaciones generales no podía abarcar cada caso específico, trocándose en injusticia manifiesta al aplicar a la excepción la regla y a lo singular y concreto lo general y abstracto; y el pastor, que ya no iba entendiendo nada de esto, se calló, por no poder entrar en polémica con hombre tan sabidor.

Bien pronto concluyeron la frugal cena, y entonces otro de los pastores dijo al caballero que un jovencillo que allí estaba y que les ayudaba en sus faenas era también dado a las letras y a saber las cosas que en los libros se escriben, y que componía muy lindas coplas, que cantaba siempre con mucha afinación y sentimiento, al son de un guitarrillo que tenía; por lo que le harían lucir sus habilidades. Las gentes, añadió, le llaman el Poetilla, y él hace los romances que luego van a imprimirse y corren por los pueblos comarcanos, acudiendo a oírlos mucho golpe de curiosos en cada parte.

Holgose D. Quijote de conocerle, y el muchacho, que tenía la cabeza gruesa y rubia, los ojos azules y el cuerpo pequeño pero fornido135, excusose con el caballero, diciendo que él sólo componía algunos romances y coplejas de mala muerte y que no valían la pena de mentarlos.

Contó aparte el más viejo pastor al caballero, mientras los otros con su escudero se entretenían, que el Poetilla andaba muy enamorado y que la fuerza del enamoramiento le hacía sacar los mejores versos alusivos a su dama, que era una muy hermosa dueña suya, que no había más que ver; e intrigado D. Quijote quiso oír al pastorcillo improvisar algunas de esas coplas, porque, en viendo cómo las componía de repente, podría medir mejor la fuerza y espontaneidad de su musa, que en eso se conocen los poetas de nativitate.

El pastorcillo no pudo negarse ya y, cogiendo el guitarro y templándolo, improvisó con mucho calor las coplas siguientes, todas relacionadas con sus amores:


Bien venido, caballero,
con su espada y su lanzón;
¡ay si enderezar pudiera
entuertos del corazón!
Mire usía si es hermosa
la dama de mis antojos,
que los santos en la Iglesia
por verla vuelven los ojos.136
Amar y no ser amado
dicen que es tiempo perdido;
voy a perder por su causa
todo el tiempo que he vivido.
Que la olvide me aconsejan
y yo les digo que bueno,
que me den para olvidarla
una copa de veneno.
Ya sabe la dueña mía
que sólo morir me espera;
si me quiere, de alegría,
si no me quiere, de pena.



Agradaron mucho a D. Quijote las coplas, y se levantó a dar una abrazo al mancebo, y declaró que verdaderamente éste tenía rica vena poética y era lástima la consumiese allí en aquellos campos guardando ovejas.

-Señor caballero, mucho le agradezco su opinión -dijo aquél-, y sólo querría haber salido de esta condición humilde en que me veo por fijar la atención y atraer el ánimo de mi Dulcinea.

-¿Dulcinea dices? -exclamó D. Quijote alarmado-. ¿A ella te atreves, bellaco y mal nacido, sin reparar en su alta alcurnia? ¿A una Princesa de sangre real osas, disputándola a su fiel caballero, que ha más de trescientos años le rinde su albedrío? Si no fueras bellaco y ruin y sí un Reinaldos, Rugiero o Rodomonto137, ahora mismo serías conmigo en singular batalla allá fuera, a campo raso, y quedarías tendido y sin vida.

Eso dijo a grandes voces, poniendo mano a la espada, y dejando atónitos a los pastores y al injuriado Poetilla, que se quedó hecho una pieza.

-Señor -rompió a decir éste, pasado el primer aturdimiento-; ni soy bellaco ni ruin, ni sé quién será ese fiel caballero de mi Dulcinea, y si es o no amigo de Usía, pues tanto le defiende; pero crea que no a Usía, que nada le va directamente en ello, sino a él, si le tropezara, le había de ahogar entre mis brazos, aunque fuese más esforzado que D. Quijote de la Mancha.

-¡Mientes tú -repuso éste-; Dulcinea es mi dama, y quien ponga en ella los ojos, al filo de mi espada caerá en dos mitades partido, aunque sea más temible y valiente que Angriote!138

Interpusiéronse de nuevo los otros pastores y el escudero, porque ya D. Quijote iba a pasar a vías de hecho, y el Poetilla había cogido una cayada para defenderse; y hablando y vociferando mucho sobre el caso, vínose en conocimiento de que todo nacía de un error, y era que el mancebo llamaba su Dulcinea a aquella señora rica y hermosa de que estaba prendado, que era de Villacañas139, mientras D. Quijote creía que a la suya del Toboso se refería.

-¿Pues cuántas Dulcineas hay? -preguntó, al fin sosegado, el de la Triste Figura.

-Tantas, señor -dijo el Poetilla-, como mujeres amadas en el mundo. Tal fama adquirió la Dulcinea de ese Quijote, que cada amador llama Dulcinea a la suya, y no es que se llame precisamente así, sino por sobrenombre, que quiere decir dama de nuestros pensamientos; lo cual oído por D. Quijote, se descubrió a los pastores y dijo que D. Quijote era él y la Dulcinea verdadera su dama, de lo que quedaron asombrados.

-Ahora -añadió-, puesto que tan sin razón te ofendí, aunque no con voluntad, sino por trueque y sinonimia de las palabras, dígote que a fe de quien soy he de hacer que se te rinda el corazón de esa otra Dulcinea de Villacañas, en que pusiste los ojos, y ello no ha de ser por arte mágica, sino variándote la humilde condición de pastor en la noble y alta de caballero andante, con lo que, al verte ella tan elevado, se le trocará en inclinación el desvío. Tráete armas y caballo y vela aquéllas, como yo hice, y te daré el espaldarazo y quedarás tan caballero como aquellos Orlandos, Reinaldos y Bernardos140, que lo fueron valerosísimos.

Los pastores, que ya habían sospechado que el hombre aquel tenía trastornado el seso, indujeron al Poetilla a que se dejara llevar de sus extravagancias, para ver en qué paraban ellas, y éste, que había leído también el Quijote y creyó al hidalgo un loco posesionado de aquel título, contestole que sí quería ser cruzado141 caballero y recibir aquella orden de la caballería, para rendir la voluntad de su Señora.

No había armas a mano, pero el mancebo dijo que sería igual aquella cayada, poniéndosela como espada al cinto, y por lanza una gran caña que allí encontró, y por yelmo el perol en que habían guisado y aderezado la cena, y de esta suerte púsose a pasear y velar sus armas, hasta que D. Quijote creyó que bastaba y le hizo arrodillarse y le dio una pescozada142 y un golpe fuerte en las costillas, con la espada desnuda, que le escoció bastante, pronunciando antes las fórmulas y oraciones de la orden de caballería143.

Esto hecho, exclamó con voz alta y conmovida:

-¡Oh Poetilla!, acabo de hacerte la merced que el Rey Perión al gran Amadís144, y como aquél a éste te digo que en ti sea empleada tan bien y tan crecida en honra como en aquel caballero, y quisiera que aquí estuviese Urganda la Desconocida145 para que pudiera repetir aquellas palabras: «Éste hará estremecer a los fuertes; éste hará tales cosas, que ninguno cuidará146 que pudiesen ser comenzadas ni acabadas por cuerpo de hombre; éste hará los soberbios ser de buen talante; habrá crudeza de corazón contra aquellos que se lo merecieren; mantendrá amor y amará en tal lugar, cual conviene a su alta proeza»147.

Los pastores, que esto oían, quedábanse maravillados de la falta de juicio de aquel personaje, y el escudero lo presenciaba todo amostazado, porque, con ello, unas veces se le venía y otras se le iba su Imperio como ensueño. Así pasaron la corta velada, hasta ser la hora de dormir, y cada cual se acurrucó donde pudo a esperar el naciente día: unos para sacar las ovejas al llano, y otros para proseguir su camino de andancias disparatadas. Sólo el Poetilla no durmió, pensando tristemente por qué no había de salir de veras aquella burla, y echando de menos un poco de caballería en el mundo.

La del alba era cuando comenzaron todos a levantarse, y el jaco, que no había tenido pienso, a relinchar tristemente; mas la mula, harto sufrida, callaba con la cabeza baja, que parecía meditabunda. Todos dispusiéronse a partir: D. Quijote en Babieca, en su hacanea Panza, y con sus cabras y borregos los pastores, incluso el zagal aquel armado caballero de mentirijillas. Y viendo D. Quijote salir las manadas de ovejas del aprisco, no pudo menos de decir a su acompañante:

-¿Ves, Panza, y qué disparatadas cosas inventaba Cide Hamete, colgándome el milagro? ¿Podía yo pensar, estando en mi cabal juicio como estoy, que éstos fueran ejércitos; que aquel carnero cornamentado, por ejemplo, fuese Pentapolín el del arremangado brazo, y aquel otro Alifanfarón de la Trapobana?148 ¿Cómo iba yo a confundir sus armaduras lucientes y bien templadas con esas zaleas149 de lanas que llevan, ni sus esforzados cuerpos con esos mansos y débiles, ni sus altas voces de mando con esos cobardes balidos? ¿Y dónde iba a ver, con todas sus señales, el escudo del valeroso Laurcalco150, las tres coronas de plata de Micocolembo151, la puerta del templo de los Filisteos que llevaba Brandabarbarán152, y aquella esparraguera153 de Espatafilardo?154 Convengamos en que lo que yo vi y alanceé no eran tales carneros, sino ejércitos de esforzados campeones, y que el Señor de Hamete Benengeli, y mejor aquel manco de Lepanto que siempre le pone por pantalla, debían de ser grandísimos socarrones.

Panza por un lado daba fe a las palabras de su amo; pero por otro la perdía. acordándose de las aventuras espantables de las bicicletas, del túnel y el tren, y de los palos del telégrafo.

Cuando entre los pastores vio D. Quijote salir al Poetilla para apacentar aquellos ganados, atajole y díjole:

-¿En qué quedamos, seor155 Poeta? ¿hele yo armado caballero para que prosiga en su humilde oficio de pastor o para que, ciñéndose su armadura y embrazando su lanza y montando en algún hipogrifo, comience la era de sus fazañas? Porque para lo primero eran inútiles el velar sus armas simbólicas, con aquel yelmo sobre la cabeza; y en lo segundo, huelga esa pellica y zurrón y esa cayada y ese ir detrás de estos mansos cuadrúpedos.

-¿Olvida Usía -respondió el muchacho- que también los caballeros andantes han solido andar de pastores, bien por disfraz, que en ocasiones les conviniera; bien por hacer descanso en sus fatigas y paréntesis en sus aventuras, y que Usía mismo se decidió a serlo, bajo el nombre de el pastor Quijótiz, para renovar e imitar la pastoral Arcadia?156 Así yo puedo seguir siendo pastor, no para descansar empresas que aún no acometí, sino para prepararme a ellas y buscar ocasión en que gane con el esfuerzo de mi brazo las armaduras con que he de cubrirme, como Usía ganó el yelmo de Mambrino a aquel barbero, que sin saber que era tal lo llevaba de bacía157.

-Caballero era y no barbero el que lo llevaba -replicó D. Quijote vivamente-, y bien que le relumbraba en la cabeza; y la culpa de estas burlas y sarcasmos la tiene aquel moro que se encargó de escribir mi crónica, que no parece sino que adrede lo buscaron para que todo lo trocase en daño mío. Bien que hagas de pastor, mientras ganas a algún caballero, como Grifón a Martán, armadura, lanza y espada158; que aquellas que velaste, de veras te digo que pocas victorias te darán; ya que son de caña y palo, sin punta ni filo. Ve tú si puedes proporcionarte otro yelmo, si no igual, semejante al que yo gané, y Dios no te dé otro moro a quien se le antoje decir que no yelmo, sino olla o perol era, por ejemplo.

Quedó el pastorcillo conforme en ganar otro yelmo, y ofreciole a D. Quijote mandarle un parte telegráfico de ello, luego que aconteciera, desde el imperio de la Trapobana, para que al minuto lo supiese, aunque se hallase en los antípodas; y como D. Quijote respondiese que eso sí que era burla, porque no en un minuto, ni en un año entero podría saberse la noticia de tan apartadas regiones, corroboró el pastorcillo lo que Panza dijera del telégrafo, y quedó el caballero doblemente confuso.

-¡De suerte -exclamó- que esos gigantes delgados, que he visto por el camino trasponer por los llanos y colinas, llevan a cuestas los fardos de las epístolas y noticias de todas partes, corriendo tan apresuradamente que en un minuto ya se saben de polo a polo? No lo creyera, habiéndoles visto tan inmóviles y sin ánimos de correr.

Y como el pastor insistiese en que las noticias volaban invisibles, no a cuestas de ellos, sino por los alambres que sustentaban, creyó D. Quijote que tal vez éstos se hallasen huecos, y que un soplo sutilísimo las llevaba por dentro de los mismos. Pero no dudó que serían gigantes verdaderos los que tanto peso de alambre sustentaban por todo el mundo, y diabólicos encantadores los que hacían a cada extremo de los hilos el oficio de soplones.

Pusiéronse en marcha las manadas de ovejas con sus mastines y los pastores tras ellos, dejando cerradas las chozas, y D. Quijote y Panza se despidieron con muy corteses maneras, diciendo aquél al flamante caballero de la cayada y del perol que esperaba su aviso del imperio de la Trapobana al imperio de Andorra, donde lo recibiría sin más que estas señas: «A Don Quijote de la Mancha, Caballero de la Triste Figura, Conquistador de Andorra, en capital de su imperio»; diciendo el pastor que abreviaría algo de esto, porque cada palabra costaría de trasmitir por lo menos un real de vellón159.




ArribaAbajo Capítulo VI

De la peligrosa aventura que sobrevino a D. Quijote con cuatro caballeros andantes


Iban campo adelante, departiendo D. Quijote y Panza una pieza, desde la despedida de los pastores, que fue al despertar el sol, hasta que éste, bien asomado por las orientales ventanas, teníalas de par en par abiertas a sus rayos sobre la campiña; contento el caballero de ir difundiendo, como Febo160 su luz, la orden de caballería y sus beneficios por el mundo; alegre Panza de avanzar hacia el suspirado reino de Andorra, para llegar al cual faltaba menos que cuando salieron.

-¿Observas, Panza amigo -decía D. Quijote-, qué hermoso oficio y aun saludable es este que yo ejercito y en que tú me sigues como satélite? Andamos todo el día desfaciendo agravios, enderezando entuertos, acorriendo viudas, limpiando la tierra de gigantes y malandrines; reparamos las fuerzas con frugales alimentos bajo los árboles y peñascos; bebemos agua sacada de las límpidas corrientes; departimos con pastores, como si de tiempo en tiempo pasáramos por la felicísima Arcadia; dormimos bien y de un tirón la noche toda, y salimos al alba de nuevo, alborozados, recibiendo aire puro nuestros pulmones, clara luz nuestros ojos, cantos de alondras nuestros oídos, perfumes de tomillo y mejorana nuestro olfato, salud nuestro cuerpo y fortaleza nuestro espíritu.

-Todo será como Usía lo quiere -replicaba Panza-; pero salvo lo de los alimentos frugales, que ya tanto lo son, que mi estómago va algo disminuido de volumen, y salvo también lo de la luz, que en todas partes se recibe por los ojos, y lo del olor a tomillo y el trato con los pastores, que ninguna utilidad reportan, yo sólo veo que dormimos en dura cama, que molemos nuestros huesos, andando sin saber a dónde, que no acorrió Usía aún a viuda ni doncella menesterosa, ni enderezó entuerto alguno, y que sólo limpió la tierra de tres palos de telégrafo que derribó, creyéndolos gigantes, y que tarde o temprano nos han de dar alguna pesadumbre.

-Necio eres y bellaco, como tu progenitor -exclamó D. Quijote-; pues no ves ni sientes las venturas de esta vida de los andantes caballeros. La frugalidad en el comer es no sólo virtud, sino regocijo; que en estando el estómago muy repleto, el vicio de la gula trae los males del cuerpo y el peor estado del ánimo. Tripas llevan a pies, como dijiste, pero han de llevarlos ligeros y no sobrecargados con el bagaje de un estómago inflado. Cuando éste se halla libre, o medio vacío, vese la prontitud en el andar, la viveza en el idear, la soltura en el discurrir. Tocante a la dureza del lecho, has de saber que alarga la vida; y si es el olor de las campestres flores y de las silvestres matas, perdido habrás el sentido correspondiente cuando no te embriaga y embelesa. Nada te digo de mis empresas, porque el libro de aquel Cervantes Saavedra, que has leído, con todas sus burlas y socarronerías, ya dio en ellas alta noticia; y sobre los gigantes que tú dices palos de no sé qué, ignoro qué pesadumbre habrían de darnos, estando como viste tendidos y difuntos, a pesar de sus sortilegios.

-Quiera Dios -respondió Panza- no resuciten armados de tricornios.

-¿Es que pueden levantarse cornudos después de caídos? -preguntó asombrado el caballero-. Explícame esto, que es más enigmático que las metamorfosis que cantó Ovidio161. Yo recuerdo haber leído algo del caballero del Unicornio162; pero de los del Tricornio163 no.

-Dígole, Señor -añadió aquél-, que los tales gigantes pueden resucitar algo disminuidos de altura, más ensanchados de espaldas, vestidos de calzón de paño abotonado a media pierna, o de botas de montar con relucientes espuelas, con ceñida levita de plateados botones, adornados de correajes amarillos, a pie o a caballo, armados de sable y máuser164, con unos sombreros que se llaman tricornios en la cabeza, y entonces no habrá más que esconderse de su vista.

-No ya de ese talante -replicó el animoso hidalgo-, aunque resucitaran vestidos de armaduras invulnerables como Aquiles165, no resistirían a mi empuje, como no lo hubieron de contener cuando les arremetí. Ya lo viste por tus propios ojos cuál cayeron como cedros del Líbano166 al golpe de la segur.

-Por eso pueden resucitar más pronto de aquella guisa -exclamó el escudero-; y mire Usía por allá delante de nosotros, que parece que en nombrando al ruin de Roma presto asoma.

-Veo, en efecto -respondió D. Quijote fijándose-, que allá en sendos caballos, tordos dos de ellos y castaños los otros dos, van a paso muellemente cuatro de los que dices, con el correaje amarillo, y en la cabeza sombreros de tres picos, puestos de lado.

-Son los tricornios, señor mío, y le pido por nuestra salvación que refrenemos el paso para no alcanzarles -dijo Panza-. Tanto más cuanto que llevan un preso por lo que veo, y en Dios y en mi ánima sentiría se le ocurriese a Usía querer darle libertad, como a Ginesillo de Pasamonte167; porque estos tales van mejor armados que aquellos otros guardias con que antaño topó, y tienen peores pulgas, y pueden dejarnos atravesados de un balazo desde media legua de distancia.

-¡Cómo te hace el miedo aumentar los peligros! Le respondió aquél. Si éstos son los gigantes resucitados, dígote que he de derribar a los cuatro de un solo golpe de mi lanza, y no les han de valer esos arcabuces o mosquetes que usan, que no es posible que, no ya a media legua, ni aun a cien pasos, hagan daño alguno. Conozco bien esas armas, inventadas por cobardes follones para contrarrestar la espada y la lanza de los caballeros168, y sé que no llegan a más de treinta pasos sus balas, que dan una en el clavo y ciento en la herradura169, y que el miedo de los que las usan las inutiliza para el caso.

-¿Qué ha de conocer Usía? -replicó Panza consternado-. Ésos no son mosquetes, sino máuseres, un arma nueva salida de los mosquetes antiguos, pero perfeccionada de modo que hace blanco a media legua, y dispara cincuenta tiros por minuto. Ahora dígame Usía cuántos agujeros nos harían en el pellejo esos cuatro antes de que pudiera Usía acercárseles.

-¡Cobarde eres en demasía y visiones ves y abultamientos increíbles haces de las cosas! Cincuenta tiros por minuto, no teniendo tiempo siquiera en el primer minuto de meterles la pólvora, ni de hacer las demás trabajosas operaciones para que den fuego. Eso será como lo de darse en un minuto noticias desde los antípodas.

-Pues así es, yo se lo juro -insistió Panza-; y sobre todo le ruego que no liberte a ese Ginesillo que llevan a pie, y maniatado, y que, si no va a galeras como el otro, irá a alguna cárcel o Audiencia a purgar sus culpas o responder de sus delitos.

-No le desataré si va por criminal -dijo D. Quijote-; que otro de los desaguisados cometidos conmigo por Cide Hamete fue suponerme tan falto de seso, que yo libertase al de Pasamonte porque no iba a galeras por su voluntad, sino forzado. Por mucha que sea la liberalidad de la orden de caballería que profeso, no llega ni ha llegado jamás a proteger a los delincuentes, dejándoles vagar a placer para realizar sus desafueros; sólo se dirige contra la justicia misma cuando ésta yerra, para que quede de sus manos salvo el inocente; y porque Ginesillo me lo pareció le hice libre. Así te digo que si ése que va ahí es culpable, atado seguirá, aunque lo lleven ésos de los tricornios, que más parecen ahora que gigantes, andantes caballeros a usanza nueva; empero, si inocente fuera, libre será, aunque lo contrario pidas; porque ése es natural ejercicio de mi profesión, que como expliqué a aquel viejo pastor de la plática, consiste en enderezar entuertos, aunque los haga la misma justicia o sus ministros. Conque así, apresuremos el paso, en vez de retardarlo, para escudriñar la razón o la sinrazón de ir ése amarrado como malhechor, y cumplamos nuestro deber, sin ningún encogimiento.

Vanamente porfió, suplicó y aun lloró Panza, temeroso del choque de su amo con aquellos cuatro que él decía caballeros andantes de nueva usanza, y que no eran sino dos parejas de guardias civiles de a caballo. D. Quijote puso a galope el suyo hacia la comitiva, y Panza tuvo que espolear a su mula para emparejarse con él y ver si podía terciar e impedir el temido lance.

Los guardias, que oyeron galopar a sus espaldas, volvieron la cabeza, y luego dos de ellos, que eran el cabo y otro, las grupas de sus caballos, para ver a los que se aproximaban, y amartillando las carabinas170 dieron el alto y quién vive a los recién llegados.

D. Quijote y Panza detuviéronse y el primero con gran cortesanía171 dijo que no se alarmasen los cuatro caballeros, que él era uno de tantos y que sólo trataba de saber por cuál motivo llevaban cautivo a aquel que a pie iba, amarrado de los brazos hacia atrás con fuerte cordelaje.

Entonces el cabo preguntó al requirente quién era él, a su vez, para someterles a aquel interrogatorio; no sin mirarle de pies a cabeza y remirarle mucho, como a persona sospechosa.

-Imposible parece -contestó D. Quijote- no conozcan vuesas mercedes al renombrado D. Quijote de la Mancha, nata y flor de los andantes caballeros; y si es que por mi largo encantamiento ha mudado algo mi físico, sabed que yo soy ese D. Quijote, que ha vuelto al mundo a remediar muchos desafueros; y no digo más, porque habiendo dado ya clara noticia de mí, espero categórica respuesta a mi pregunta.

La extraña figura del caballero, su inútil y vieja armadura, y más que todo sus palabras, hicieron comprender al cabo que se trataba de algún loco de aquellos lugares, que habría dado en la singular manía de creerse D. Quijote y de imitar en todo y por todo al héroe cervantesco, del que no hay español que no sepa las hazañas y molimientos; así que, en vez de contestarle de otra manera, quiso llevarle la corriente y ver a dónde alcanzaba su locura.

-Ya tenía yo noticia de ese caballero -dijo el cabo-; pero para mí que era muerto hace más de doscientos años, por cierto resfriado que le entró, que llaman moquillo172.

-No es muerto, voto a tal -gritó D. Quijote-; ni menos de ese moquillo que suponéis. Vive y subsiste y vivirá cuanto sea menester para limpiar la tierra de malvados, y ayudar al imperio de la justicia.

El cabo respondió que se alegraba de ello, porque así les ayudaría a ellos, si fuera necesario, en su obligación de perseguir malhechores como aquel que llevaban atado para entregarlo en la cárcel pública de Villacañas, que había cometido el delito de derribar tres palos del telégrafo, interrumpiendo las noticias y partes que tenían que circular por todo el mundo; al cual dañador había cogido in fraganti, suspendiendo uno de los referidos postes; todo lo cual oído por Panza, se le mudó el color de la cara y le entró sudor frío, y escuchado por D. Quijote le hizo prorrumpir de esta manera:

-Ya me figuraba yo que este hombre iba inocente y que serían precisos en este trance mi intervención y ayuda para enderezar el entuerto, desfaciendo el agravio que sufre. Daos prisa a soltarle y libre sea; que yo os digo que no es culpable de delito ninguno.

-Sea o no sea -replicó el cabo-, eso es cosa que lo verán primero el juez, y luego la Audiencia o el jurado, según corresponda. Nosotros le hemos encontrado con las manos en la masa, y a que responda de ello le llevamos; y no sabemos por dónde sabe el Señor D. Quijote que este hombre sea positivamente inocente.

Panza, que comprendió la agudeza de la objeción y su tendencia de hacer mayores averiguaciones del caso, acercose a su señor y al oído le suplicó, por toda la Corte Celestial, que se callara; que, si no, soltarían al preso y los amarrarían y llevarían a ellos al mismo lugar; pero D. Quijote, mirando a su escudero con desdén y aun con ira, lo llamó bellaco y mal nacido, y dirigiéndose al guardia le dijo que él estaba cierto de la inocencia del preso; tan cierto como que esos tres palos de telégrafo, que no eran tales sino gigantes adelgazados, los había derribado él mismo por el esfuerzo de su brazo, primero embistiéndoles a caballo lanza en ristre; luego acometiéndoles pie a tierra y espada en mano a tajos, y por fin, al ver que se mantenían invulnerables, imitando a Hércules, cuando para ahogar a Anteo lo levantó en peso173; o sea, a brazo partido con uno de ellos, asfixiándole y dejándole sin vida, tendido con los otros dos, que sin duda tenían de él pendiente su sino, y que cayeron con estrépito también para vergüenza de su raza.

Perplejo estuvo el cabo sobre lo que hacer debía, tratándose de un loco manifiesto, pero dudando si sería locura suya engañosa cuanto explicaba o verdad cumplida. Invocó el preso aquel testimonio que iba en su ayuda, pues él seguía negando ser autor ni cómplice del hecho, y manifestando que, al contrario, sólo trató de levantar los postes derribados; preguntaron a Panza, que bajo la mirada amenazadora de D. Quijote, no se atrevió a negar; recordó otro de los guardias que, en efecto, el palo derribado, según habían visto y descrito en el atestado, tenía cuchilladas y descortezamientos, y entonces el cabo habló quedo con los otros guardias, y dos de ellos se arrojaron sobre D. Quijote, desarmándole, tal que no pudo resistir ni moverse entre los membrudos brazos de ellos; y le ataron codo con codo, dando a Panza las riendas de Babieca, para que lo llevase, con prevención de que viese lo que hacía; y, sin desatar al preso, salieron por delante todos.

En vano D. Quijote resistió y vociferó, mientras Panza lloraba y el preso pedía que le libertasen a él. Todos fueron conducidos: el uno por loco, para que no hiciese más locuras; el otro por cuerdo, para que no las ayudase o tolerara; el tercero por curioso, para que dejase estar otra vez el cuerpo del delito intacto; y los tres juntos, para que el juez averiguara el grado de culpa de cada uno.

-¡Ah, cobardes, follones! -clamaba D. Quijote-, que sólo por sorpresa me habéis aherrojado y cautivado; desatad estas cadenas, dándome mi lanza, y venid uno a uno o los cuatro juntos contra mí, que yo os haré entender quién soy, como Mandricardo174 a los cuatro que venció... Calláis, infames, malandrines..., ya sabía yo que no podíais ser caballeros, que eso que habéis hecho está fuera de las leyes de la caballería... Ah, bellacos, hi de putas... Pero no pudo seguir en sus denuestos, porque el cabo, harto ya, le descargó una bofetada, que por poco si le derriba de Babieca.

Calló D. Quijote, tembló de pavor Panza, se conformó el inocente que a pie iba con marchar adelante para que el juez le diese por libre, y así siguieron por la carretera polvorosa, mohínos y acontecidos; jurando D. Quijote en lo íntimo de su corazón tomar venganza de aquellas afrentas, en cuanto pudiese romper sus ligaduras, si no se presentaba antes su compañero en la orden de caballería, Orlando, desembarcando en un bajel en aquel sitio de la Mancha, como lo hizo en el puerto de Dordrech, para libertar a Bireno, a quien esperaba Olimpia, como a D. Quijote en el Toboso Dulcinea175.

-¡Oh valerosos campeones! -murmuraba entre dientes D. Quijote-; tú, Rolando, ardiente enamorado de Angélica, que tal hazaña acometiste, o tú, Astolfo, el de la trompa mágica, que convertiste las piedras en caballos176, haced alguno de estos prodigios, por el que sea libre este cautivo caballero y pueda manejar su espada contra los cuatro follones que lo han traidoramente apresado.

Gracias a que el cabo, que era bizco y poco amigo de requiebros, no oía esos nuevos del caballero, se ahorró éste otros bofetones de cuellos vuelto, amén de algún sablazo de plano. Ello es que, sin más accidente, siguieron la carretera hacia Villacañas, en cuya cárcel habían de ser entregados los detenidos a disposición del Señor Juez instructor; y así fue acabada esta aventura por el más valeroso caballero de la tierra, enderezando el entuerto que encontrado había y sobreponiendo en tal manera la justicia singular de su esforzado brazo a la justicia general que mandaban hacer las leyes y los juzgadores en el mundo.




ArribaAbajo Capítulo VII

Que trata de la entrada de D. Quijote en Villacañas y de su cautiverio en la cárcel de aquel partido, con otros memorables sucesos que ocurrieron


Yendo, después de larga jornada, por el camino, vieron en cabo de una pieza, unas grandes humaredas y sintieron un olor fuerte y desagradable, que el viento les traía.

Iban delante D. Quijote y Panza en sus caballerías, sosteniendo el equilibrio el primero, sin llevar las riendas, por tener los brazos atados por detrás según dijimos, y al lado el otro, que llevaba las de Babieca y las de su mula. Luego iba el preso a pie, sudoroso y lleno de polvo, y detrás los cuatro guardias de a caballo, a paso reposado y gentil de sus piafadores corceles.

-¿Sabes, Panza -dijo D. Quijote-, sin alzar la voz mucho por lo dolorido que sentíase, que me llega de esas lejanas humaredas cierto olor acre, y pienso que tal vez estos que nos cautivaron nos llevarán a asar vivos en algún volcán que por allá habrá, o en algún resquicio de esa sierra, por donde salga el fuego del Infierno? Pero no tengas cuidado tú, que estoy cierto nos pasará lo que a Ricardet, hermano de Bradamanta, que estando para ser quemado vivo en la plaza de la ciudad dominada por Marsilio, encendida ya la hoguera y él aguardando su suplicio, apareció Rugiero, y creyendo que era Bradamanta misma, a quien amaba y con quien tenía gran parecido la víctima, por su hermosura y juventud, desenvaina la espada, lanza su corcel al centro de la multitud, hiere, corta, atraviesa, hace tajadas a aquella ralea de sarracenos, de cada golpe que da caen divididos cuatro o cinco, y tras de gran carnicería y matanza, desata al cautivo y le da una coraza, un broquel y una espada, que sin duda llevaba a prevención, dando el libertado al par de él pruebas de su valentía, y venciendo y aterrando los dos a la ciudad entera177. Eso ha de acontecernos, y ya verás qué fiero e indomable caudillos es ese Rugiero, que ha de llegar en el punto mismo en que nos pongan en el asador a la llama, y cómo, libre yo, emulo y aventajo sus proezas.

-Déjese Usía de Rugieros -contestó Panza-, que si no tuviésemos más ayuda que ésa cuando nos estuvieran tostando como a San Lorenzo, quedaríamos hechos carbón prontamente. A más de que aquí el señor de Rugiero no puede confundir a Usía ni a mí con la hermosa Bradamanta, que fue el motivo de que libertase de los sarracenos a su hermano, y no la piedad propia, según acaba de explicar. La fortuna para nosotros es que aquellas humaredas que dan tan acre olor no son de volcanes ni de resquicios del Infierno, ni de parrillas en que hayan de asarnos; sino de unas chimeneas de algún alambique, o de algunas fábricas que por aquí habrá. Donde tal vez nos desuellen vivos será dentro de Villacañas, a cuya cárcel vamos, y a donde toparemos con la Curia, señor mío; y Usía se tiene la culpa, primero por combatir gigantes que no se habían metido con Usía ni movido de su sitio, y después por enderezar entuertos, a costa de su pellejo.

En aquel punto llegaron a la villa, y atravesando sus calles, agolpábase la gente a verles, fijándose sobre todo en D. Quijote, que parecía persona del otro mundo, tan enjuto y avinagrado de rostro y vestido de aquellos anticuados arreos, sobre aquel jaco tísico y peloso; no dejando de reparar en Panza y en el escudo y lanzón que llevaba atravesados sobre el lomo de aquel vejestorio de mula que montaba; haciendo cada cual su comentario sobre aquel extraño apresamiento.

Pusieron a D. Quijote y Panza en un mismo calabozo de la cárcel, que tenía alta ventana con fuerte reja de hierro y la puerta asegurada con buenos barrotes178, y en aquel cautiverio y prisión, a cada ruido que oía, esperaba el caballero ver aparecer a Rolando rompiendo las puertas y libertándole, creyéndose otro Bireno; tal se le habían metido en los sesos, desde antiguo, los libros de caballerías.

Viendo que no llegaba en el mismo momento el héroe de Ariosto179, y pensando cuál pudiera ser la causa de sus desdichas, hallola muy natural y bastante en haber faltado a su dama, que ése es otro motivo por el que reciben castigo de la fortuna los caballeros andantes.

-Ahí tienes, Panza amigo, cómo una leve falta puede ser ocasión de graves males -exclamó-. Todo esto nos acontece por haber hecho esta salida y acometido en ella empresas sin haber antes solicitado el permiso de Dulcinea y sin que ella me haya entregado ningún talismán; porque si, como te dije, me hubiera dado algún anillo como el que poseía Agramante, que le fue hurtado a una Reina de la China180, lo hubiese yo metido en la boca antes de ser maniatado, y me habría hecho incoloro e invisible, como porción de aire sutilísimo, y aquellos cuatro malandrines que me acometieron habrían quedado burlados y desorientados, sin saber dónde buscarme, y cuando hubiesen ido lejos hubiera yo echado fuera de la boca el anillo y seguido mis hazañas y aventuras, como si tal cosa.

-Eso es -exclamó Panza-, y a mí que me partiera un rayo; porque, no teniendo yo otro anillo igual, habría quedado prisionero y me consumiría ahora en este calabozo a solas, sin el gusto de platicar con Usía.

-No, voto a tal -respondió D. Quijote-; porque aunque no he leído en parte alguna que los escuderos se hicieran invisibles con sus amos y señores cuando éstos, tu prisión hubiera sido temporal y efímera; que, en estando libre, yo mismo estaría libertándote en este instante y rompiendo esa dura puerta, y poniendo fuego a la ciudad toda, en mi venganza. A lo que Panza le replicó que para él antes de salir de la cárcel les había de sudar el hopo181; pero que si tal era su poder, no estaban maniatados, y que probase a realizar ese rompimiento y liberación dentro del calabozo, que lo mismo era que desde fuera; pero D. Quijote no pudo, porque en esto llegó el juez con el escribano y alguacil a tomarles declaración, lo que se hizo en sigilo y a puerta cerrada también; no sabiéndose lo que dirían los presos, sino que se oyeron grandes voces que atronaron la cárcel toda, y por las que la guardia de ella púsose sobre las armas.

Era el juez de Villacañas cierto regocijado andaluz que sin oposición, y por la puerta falsa del favor, administraba justicia, cuando no requebraba doncellas182. Andaba prendado de una viuda rica, joven, noble y hermosa, que vivía con su madre recogida, y que era nacida en aquel solar manchego. Visitábala el juez de cuando en cuando, solicitándola en matrimonio, y ella manteníase desdeñosa, aún envuelta en el aroma de su primer amor muerto.

Por congraciarse el juez con ella, contole aquel día el extraño suceso de la prisión del caballero. Tenía, según él, en la cárcel a un demente con la más donosa y extravagante locura: la de creerse D. Quijote de la Mancha, e ir por el mundo renovando y sobrepujando las hazañas del Ingenioso Hidalgo; y no era eso lo más raro, sino que se le parecía en la figura, y llevaba engañado a cierto simplón, que hacía de escudero; y así, según había podido averiguar de las declaraciones tomadas, salió a cortar el paso de unos ciclistas, creyéndoles avanzadas de un ejército, y quiso arremeter a un tren en marcha, suponiéndole un monstruo, y había llevado a término la peligrosa aventura de combatir y derribar a tres delgados gigantes, que eran tres palos del telégrafo, por lo que lo apresó la Guardia Civil.

Agradó mucho a la viuda lo gracioso del relato, descorriendo como pocas veces el cortinaje de la seriedad para dar paso a una sonrisa, y el juez prometió que si le interesaba, sacaría de la prisión y le llevaría al caballero, para que le viese y hablase, y aun le diría que, por la intercesión de ella era libre, a condición de no salir de allí en los días que ella determinase.

Preguntó la viuda cómo se podría hacer eso, dentro de los rigores de la justicia; pues si era culpable debía ser juzgado y sentenciado, y si no lo era, dejarle libre sin traba; y el juez le explicó que dentro del arbitrio judicial del sumario cabía todo, y que él lo haría como lo prometió.

Sacaron, pues, a D. Quijote y a Panza de su calabozo, y lleváronles a escondidas en carruaje cerrado a casa de la viuda, a quien el juez mismo, haciendo muy corteses reverencias, dijo que allí le entregaba a aquellos dos cautivos, que quedaban a su talante y albedrío; ya que por ella eran libres y no irían a la horca, donde al cabo de un par de días los hubiera colgado, por su atrevimiento; lo que oído por Panza se le pusieron los pelos de punta, pensando cómo habría olido a cáñamo su garganta sin sospecharlo siquiera.

D. Quijote, que había escuchado sin inmutarse lo de la horca, inclinó la rodilla ante la viuda y le pidió la mano para besarla, a lo que ella accedió, y cumplido ese requisito, prorrumpió en este breve discurso:

-Gracias os sean dadas, señora de estos Reinos, por vuestra merced, que templando el rigor de la justicia que hoy hacen, que por quítame allá esas pajas apresa y enforca183, deja libre y sin costas a D. Quijote y su escudero. Cuando esperaba yo un Orlando que rompiera mi prisión, hállome que desata mis cadenas una Emperatriz184, a la que el sol no aventaja en resplandor, ni la luna en melancolía; y si no fuera por estar cautivo mi corazón luengos años ha de mi señora Dulcinea del Toboso, a cuyo palacio iba a rendirle homenaje, hiciera a vos pleitesía, y tomara por divisa vuestros colores. Pero ved en qué puede serviros este cautivo caballero, que no sea defección ni olvido a su dama, y cumplido será como a vuestra fermosura le viniere en talante, aunque sea menester correr desiertos y montes, mares y selvas, o bajar a los imperios de Plutón, como Orfeo185.

La joven dama, que ya estaba al cabo de las aventuras de D. Quijote y de las maneras con que había de contestarle, por haber leído y releído su historia, si bien suponía que aquél era otro loco que tomaba por desatino el nombre y catadura del imaginario de Cervantes, respondiole que nada deseaba, sino que le contase él mismo sus hazañas, de que ya tenía noticias vagas, y que quedase allí en aquel palacio unos días, hasta reponerse; para lo que había destinado a él y a su escudero, en el piso bajo, suntuosas habitaciones, y buenos pesebres en la cuadra a sus palafrenes.

D. Quijote consintió, y tomando asiento en aquel camarín, frente a la dama, refirió algunas de sus antiguas proezas, y con más detalles las nuevas desde que se levantó de su ataúd en la bóveda de los Quijana, acabado el sortilegio y encantamiento que le retuvo allá trescientos y más años.

Escucharon regocijadas las dos señoras el relato del caballero y, siendo la hora de la comida, lleváronle a la mesa y le pusieron al lado de la que él creía Emperatriz, y le regalaron, y a Panza en las cocinas le prepararon mesa aparte, con cuanto quiso y apeteció, que fue mucho.

Acabada la luz diurna, encendiéronse las lámparas eléctricas en toda la casa, y D. Quijote sorprendiose mucho de ver salir de la oscuridad, sin mecha aplicada ni pajuela, tantas bombas de fino cristal, de todos los colores, que derramaban una luz que ni la del día; con lo que se le arraigó la sospecha de que aquélla no era Emperatriz de carne y hueso, sino algún hada que hacía esos y otros mil prodigios para agasajarle.

Acercó por curiosidad el caballero la mano a una de aquellas lamparillas del comedor, y vio que ni daban llama ni quemaban, y más aun, que la luz estaba prisionera dentro de una delgadísima cárcel de vidrio, sin poder salir el humo por parte alguna, sin siquiera haberlo; lo que le maravilló y suspendió en gran manera.

Luego fue servido el té, que se hizo sin llama también, en un recipiente, con sólo aplicarle un hilo eléctrico que cerca de la mesa había, y ya no tuvo duda de las brujerías de aquella hechicera, que de todas partes sacaba chispas y centellas y resplandores, para iluminarse y servirse.

Todavía en el comedor, recibió otra sorpresa y demostración del encantamiento de aquel palacio y fue que, de repente, dentro de los aparadores se iluminaron con vivísima luz las porcelanas, las copas y las vajillas, como si dentro tuvieran luminarias, y realmente las tenían, y D. Quijote las vio arder, sin que se quemaran las maderas.

En fin, al pasar al gran salón, quedó estupefacto del todo; porque no solamente estaba iluminado de un modo igual, sino que se puso el hada aquella a tocar una música divina, en un mueble que llamaban piano, hiriendo con sus nacarinas manos las teclas de marfil, y luego, retirándose ella poco a poco, dejó las teclas solas, y éstas se bajaban y subían como tocadas por invisibles dedos, y dejaban oír con la misma fuerza y sonoridad la música aquella, sin que hubiese dentro ni fuera persona alguna que moviese aquellos resortes186.

Pero, aunque vio y notó todo eso el caballero, no quiso manifestar su asombro; porque sabía que era mejor regla el nihil admirari187, y que no pocos contratiempos habían sucedido a los caballeros andantes por hacer indiscretas preguntas.

Retirado D. Quijote a sus habitaciones con Panza, no pudo menos de recordarle y echarle en cara sus vaticinios.

-¿No te decía yo, Panza amigo -exclamó-, que seríamos sacados de la prisión incontinenti? Pues míralo; y si no fue por la ayuda de otro caballero, ha sido por las artes mágicas de esta Emperatriz. No me negarás ahora nuestra libertad, que la gozas, ni los sortilegios de esa hada, pues los has visto. ¿Notaste cómo hacía volver la noche día con sólo tocar un botón de aviso a sus servidores del Tártaro?188 ¿Viste encenderse aquellas estrellas fijas a su voluntad? ¿Reparaste que ni siquiera fuego físico son, pues que no queman ni dan humo? ¿Vístelas encerradas en claras ampollas de sutilísimo vidrio, sin hacerlas saltar ni romperlas? ¿Observaste el enroscamiento que dentro de ellas hacen aquellos diablillos de luz? ¿Y viste luego cómo entraban por todas partes, hasta en las copas y en las vajillas y dentro de los aparadores, sin saberse cómo? El té que se hizo ¿no le viste llegar en un abrir y cerrar de ojos de la China, y hervir sin fuego y salir dorado a las tazas? ¿Y aquella música no sabes que era a la vez angelical y diabólica; pues arrobaba, y brotaba sola por arte de encantamiento?

Panza no contestaba, porque tenía ganas de dormir, y D. Quijote, viéndole dar cabezadas, le mandó a su aposento, quedando en vela en el suyo.

Allí empezó a cavilar cuál de las hadas cuyas historias él había leído podía ser aquella dama, hasta que por fin, dándose una gran palmada en la frente, cayó en la cuenta de que no podía ser sino Alcina189. Verdad que él no había pasado río ni puente defendidos por la giganta Erifila190; pero quizás echaría por otro lado, evitándola sin saberlo. Lo que no tenía duda era que aquel palacio pertenecía a Alcina misma, y ella era el hada aquella que tan maravillosamente describe Ariosto, con los cabellos de rizos de oro, las rosas en las mejillas y los ojos negros191; aquélla la opípara mesa del banquete para el caballero recién llegado; aquéllos los hachones de cera perfumada, convertidos en invisibles portaluces; aquél el aposento designado al huésped; aquél en que se tendía, el lecho de sábanas tejidas por Aracne192, donde en el silencio de la noche iría a buscarle el hada, sin más velo que una gasa diáfana de extremada blancura.

-No -meditó D. Quijote-; no debo dormir, para evitar que ese hada me sorprenda como a Rugiero193. Y puesto el pensamiento en Dulcinea pasó la noche en vela, echando bien el pestillo de la puerta, por temor de que la flaqueza de su corazón se rindiera a aquella hermosura encantadora, como el otro esforzado caballero; faltando a su dama la Emperatriz del Toboso, como el otro a Bradamanta para hallar luego que la tal Alcina era una vieja fea y desdentada, a lo más de seis palmos de estatura, de arrugado rostro, más antigua que Hécube y que la Sibila Cumes, que por artes mágicas conseguía aparecer hermosa y joven194.

El sueño le rindió, sin embargo, y soñó que había sido infiel a Dulcinea, cayendo en las redes de aquel hada, como el Rugiero del Orlando.




ArribaAbajo Capítulo VIII

De las otras maravillas de que oyó hablar D. Quijote en el palacio de Alcina, en Villacañas, y de los coloquios que con ella tuvo el valeroso caballero


-¡Qué cosas son los sueños, Panza! -dijo D. Quijote al despertar y ver delante de él a su escudero-. ¡Y cómo mudan la realidad de las cosas y hacen reales las mentiras! Figúrate que he estado soñando que estaba faltándole a Dulcinea de la más inicua de las maneras con esa Emperatriz que aquí nos retiene y agasaja.

-Lo mismo he soñado yo -dijo Panza- con una de sus doncellas, en que Usía no ha reparado; pero que no le va en zaga a su señora, y si no fuese por el recuerdo de Panza Alegre que se me vino a las mientes y me hizo despertar, a estas horas habría yo caído en adulterio, después de haberle sido fiel toda mi vida.

-Pues guarda, Panza, que son podencos195 -exclamó D. Quijote-; quiero decir que ni la hermosura de esa Emperatriz, ni tal vez la de su doncella deben de ser tales, sino cosa de artificio y magia, como la doncellez y juventud de Urganda, que se apareció a Gandales de los diez y ocho años, y era tan vieja y lasa196, que él se santiguó de verla en su ser natural197.

-Eso sí que no -replicó el escudero-; que yo veía por mis propios ojos a esa doncella, tan joven, limpia y peripuesta, y no había en ella afeite alguno, sino frescura y lozanía; y en cuanto a esa señora Emperatriz, ya no sé tanto, porque no la pude considerar a mi sabor.

Llamaron a esto a la puerta; D. Quijote se arrebujó en la cama para resistir cualquier inesperado asalto, Panza abrió y, previo permiso del caballero, apareció una fámula con el desayuno, llevándolo en rico servicio de plata y dejándolo sobre la mesa.

-Mira y remira, Panza, cuán mudable es la suerte de los caballeros andantes -dijo el de la Triste Figura, mientras se hacía traer la bandeja con la cafetera, el jarro de la leche y el mantequero y comenzaba a echar el café y el azúcar y a moverlos con la cucharilla-. Verdaderamente -añadía, sacándolo a pulso, oloroso y humeante, con la rica tostada-, que hicieron bien en pintar a la fortuna con una rueda, que ora nos encumbra ora nos abate. Ayer estábamos cautivos y hoy libres; ayer en húmeda pocilga y hoy en este palacio; ayer durmiendo en el duro suelo y hoy en estos colchones de plumas, entre sábanas de holán198.

Ayudó Panza a su amo a ponerse sus calzas de veludo y su ropilla de velorí199, sus datilados borceguíes200 y sus encerados zapatos, dejando la armadura arrinconada con la lanza para mejor ocasión, y después de enjabonarse y aderezarse, pues bien lo había menester, salió al patio de aquel castillo, en tanto que Panza en las cocinas tomaba por desayuno unas magras, medio pollo asado y un enorme tazón relleno de mojicones201.

Era el patio de mármol con fuente de lo mismo, alba como tallada en un bloque de azúcar, y a poco aparecieron la Emperatriz y su madre, que ardían en deseos de escuchar al lunático huésped, y que ya tenía noticia por la servidumbre de que se paseaba vestido de limpio.

Saludáronse con gran ceremonia, arrodillándose de nuevo D. Quijote y besándoles las manos, y allí sentados cabe la fuente reanudaron la conversación de la tarde anterior, diciendo la Emperatriz que ella se holgaba mucho de albergar en su castillo a un tan valiente paladín, y preguntándole si acompañó alguna vez en sus temerarias empresas a los Doce pares de Francia202.

-No -dijo éste-, que si hubiera ido en su comitiva, no habrían quedado rotos y deshechos en aquel desfiladero de Roncesvalles203, y más le hubiera valido a Roldán que tajar la roca de su nombre con la espada, al verse vencido, emplear su fortaleza y el temple de su acero en segar cabezas de enemigos; que el coraje se ha de guardar contra éstos y no contra cosas inanimadas que nada pueden oponer.

-¿Y cómo se hubiera valido el señor D. Quijote para salir victorioso de aquel paso? -preguntó la madre de la Emperatriz.

-¡Ah, señora! -replicó él-; muy sencillamente hubiese yo, sin la ayuda de aquel poderoso ejército y hasta sin Roldán ni ninguno de los suyos, forzado aquel paso peligroso; porque con haber separado un poco las montañas de Altabiscar e Ibañeta204, que formaban la angostura, como Hércules separó el Calpe y el Abila205, ya hubiera tenido espacio suficiente contra todos los vascones habidos y por haber.

Disimularon la risa las damas, viendo cuán formalmente lo aseguraba y daba por hecho, y entonces D. Quijote, por averiguar si era Alcina realmente aquella Emperatriz, le preguntó si había visitado ella alguna vez los palacios de Morgana y antes la cueva de los Hados y había conocido a Bernardo del Carpio206; a lo que ella contestó que sí, pero que hacía mucho tiempo y no se acordaba de cuanto allí vio, y gustaría de que, si él hacía memoria de esos lugares y personas, le refiriese algo para renovar sus recuerdos; a lo que D. Quijote refirió sobre ello cuanto había leído en el Bernardo207 del Doctor Balbuena208, poema heroico del que se sabía de memoria largos trozos de intrincadas octavas reales.

Con ello empezó entre sí a dudar de si aquel hada sería Alcina realmente; porque, de serlo, no había de tener tan flaca memoria, que olvidara cuanto ella había visto por sus mismos ojos y había contado a Morgana del gran viaje a sus palacios y la larga relación aquella hecha del campeón y de su linaje209; pues hallándose tan enterada de ello, algo debía conservar en el seso de tan prolijas cosas.

La Emperatriz sacole de dudas diciéndole que ella era una prima de la Princesa Micomicona210, que había conquistado aquel imperio de Villacañas y que tenía mucho conocimiento y amistad con la otra Emperatriz del Toboso, de quien había hablado el caballero; manifestándole éste que al Toboso se encaminaban Panza y él cuando fueron hechos cautivos por aquellos malandrines desaforados de los tricornios, y que allá iba a pedir la venia a su dama para aquella nueva salida suya y a conseguir cierto talismán, por lo que le rogaba le abreviase el plazo de los ocho días, para poder llegar cuanto antes y obtener de Dulcinea todo aquello, con que ya daría principio con buen pie a sus hazañas.

Díjole la burlona viuda que de grado le dejaría partir antes del plazo, pero que Dulcinea no estaba entonces en el Toboso, sino en la guerra contra los Patagones211, que eran unos gigantazos muy espantables, que habitaban cerca de la Tierra de Fuego212, a los que llevaba derrotados y maltrechos, y que ella en su lugar tenía poderes para hacer y deshacer y dar la venia y el talismán al caballero, como lo dio Mabila a Gandalín, para su amo, de parte de la Señora Oriana213; y contrariado D. Quijote por hallarse tan lejos la dueña de su albedrío, proponiéndose volar a su lado para rematar a los gigantazos aquellos, después de que hubiese puesto a Panza en posesión de la corona de Andorra, aceptó recibir de la Emperatriz de Villacañas la venia y el talismán, para sus empresas, por los poderes que para ello le tenía dados la Emperatriz del Toboso, alabando la previsión de ésta de haber hecho a su amiga tal apoderamiento y encargo, por si él resultaba214 alguna vez a solicitar su favor.

Hincó, pues, la rodilla ante la picaresca dama, y le besó la mano por tercera vez, y ésta le entregó el anillo que llevaba en el dedo meñique, de fino y pequeño aro de oro, con una piedra azul, que era una turquesa en él enclavada. Alzose D. Quijote, puso el anillo en uno de sus dedos enflaquecidos, y dijo:

-¡Ay anillo!, feliz anduviste en aquella mano, que en el mundo otra que tanto valiese hallar no se podría. Añadiendo que de allí a la noche partiría en derechura al Imperio de Andorra, para conquistarlo y donarlo a la dinastía de los Panzas en cumplimiento de su palabra empeñada, y para volar enseguida al país de los Patagones, en que hallaría a Dulcinea, como a Marfisa215, cubierta de rica y bien templada armadura, saliéndole los bucles de oro por el casco, y manejando diestramente espada y lanza, como el más bravo de los guerreros.

Entonces la viuda le manifestó que, en vez de ir a caballo a tan remotas tierras, lo que le haría perder mucho tiempo, máxime cuando se conocía que su palafrén no era de gran andadura, debía tomar plaza en uno de los departamentos del estómago del dragón que había visto volar con humo en las narices y fuego en los ojos, y al que afortunadamente, por culpa y espanto de Babieca, no había partido en dos mitades con su espada cuando tuvo con él el temerario encuentro a la salida de aquel antro, según el caballero había referido; y como éste quedase un poco suspenso, pensando si no sería arriesgado en demasía ir a meterse precisamente por las fauces y en el interior de aquel monstruo de tan extraordinario poder y ferocidad, la Emperatriz le tranquilizó diciéndole que no tuviera cuidado, que ella había leído que Rugiero fue también sano y salvo a la isla encantada, caballero en un hipogrifo que tenía unas alas colosales, formadas de plumas de diversos colores, y que volaba por encima de las montañas216; y si este otro iba por debajo de ellas, por agujeros que las atravesaban y que se llamaban túneles, era para mayor comodidad; pues eso era mejor y más seguro que volar por encima, con riesgo de dejar caer la carga y que se estrellase ésta, contra el pico del Himalaya, por ejemplo.

D. Quijote, que había palidecido algo, pero que hacía de tripas corazón, por no dar a conocer su vacilante ánimo, respondió enseguida que sí iría, aunque aquel dragón fuese más temible que el que devoró a Hipólito cuando iba en su carro rodeado de sus guardias y se le apareció en el camino217.

-Así como así -añadió-, yendo dentro de su vientre, a cualquier movimiento de éste con que trate de digerirme, le rajaré la pared abdominal, saliéndome por la espaciosa herida y luego le cortaré la monstruosa cabeza.

La dama dijo que le parecía bien, aunque no era menester, porque aquel monstruo estaba ya vencido y domesticado para ella y para todas las Emperatrices cuyos reinos atravesaba, a fin de que no hiciera daño alguno a las personas y antes las sirviese sumiso de transporte, como los carros o los navíos, aprovechándose así en estos tiempos los hombres de su poder, cosa que no pudieron los antiguos; y como D. Quijote preguntara cuáles fueron los caballeros andantes que vencieron y dominaron ese monstruo, pues él no los conocía, la dama le respondió que ella había oído decir que habían realizado sus hazañas, mientras D. Quijote dormía su sueño de trescientos años, y que se llamaban Watt218 y Stephenson219, manifestándole D. Quijote que con gran placer leería la historia de sus empresas.

Y ya con el pie de esto, sacó la conversación de aquellas maravillosas iluminaciones del palacio, y dijo que sería holgado220 de saber cómo se podían encender y de dónde provenían aquel fuego que no daba humo, aquella luz que no daba llama, aquel resplandor que no abrasaba y aquellas luminarias encerradas en ampollas de sutilísimo vidrio; a lo que la dama le dijo que esos eran milagros del Hada Electricidad221, que corría invisible por larguísimos alambres y ora llevaba en el telégrafo las noticias y los pensamientos de polo a polo en un minuto, ora con la misma prontitud volaba desde sus palacios maravillosos y encendía por todas partes luminarias magníficas, tan sólo con que por medio de un botón se la avisase; pero añadió que aquel Hada, que antes estaba libre y suelta y relampagueaba en las nubes, había sido dominada y vencida también por otros caballeros como Franklin222, Faraday223 y Edison224 y trocada en servidora fidelísima, lo mismo de los reyes que de los más humildes ciudadanos.

-Hay más -exclamó la Emperatriz-; ese Hada Electricidad es la que con sus manos invisibles tocaba en aquel clavicordio anoche, cuando yo me retiraba y él seguía sonando, y la que hace maravillas que ya veréis en una gran ciudad encantada, a la que habéis de llegar antes de alcanzar el reinado de Andorra. A ella os llevará el hipogrifo que dije, y a vuestro escudero, palafrén y armas, y no os cuidéis de nada, que yo daré mis órdenes para que un paje de los míos se encargue de ellos y os acompañe en el hipogrifo mismo hasta la ciudad maravillosa.

D. Quijote se asombró de oír hablar del Gigante Vapor y del Hada Electricidad, que antes no sonaban en los libros de caballerías, y de aquellos esforzados caballeros que los habían vencido y sujetado a su talante, e imaginó que eso sería después de haber librado colosales batallas, mientras él estaba tendido en su ataúd; maldiciendo a su sabio enemigo el encantador aquel que le había tenido rígido y sin sentido tanto tiempo, para privarle de la gloria de haber acometido él esas hazañas y ganado esos laureles.

-Mi desgracia, señora -dijo a la Emperatriz-, me ha hecho permanecer en ese sueño letárgico toda esa época en que otros se me han anticipado a vencer y dominar a esos monstruos. Todo es culpa de aquel que me persigue y roba las mejores ocasiones de demostrar mi valeroso empuje; mas quisiera preguntaros con qué armas llevaron a cabo esas victorias aquellos otros caballeros más favorecidos de la suerte; si fue con las de Aquiles, el hijo de Peleo, o con las bien templadas de Héctor225, o con el casco de Orlando, de que se apoderó Ferragús226, o con el escudo de Sansoneto227, o con la armadura de Rodomonto228, o con la espada Durandal229.

-Nada de eso -respondió la Emperatriz-; fue con otras más finas y bien templadas. Así el Gigante Vapor fue vencido con una marmita y una caldera, y el Hada Electricidad con una cometa, un disco de vidrio, unas pilas de varios ingredientes y unos alambres -a lo que, sorprendido grandemente el caballero, no pudo menos de exclamar que eso sería por artes mágicas y no por natural esfuerzo de aquellos campeones como él creyó; replicando la Emperatriz que en la guerra el ingenio ayuda al brazo, y que cada cosa se ha de vencer con la suya apropiada y por su lado vulnerable, como a Aquiles por el talón en que una simple aguja le habría dado muerte, mientras nada podían contra él en todo el resto del cuerpo la espada de Héctor, ni las lanzas temibles de los troyanos.

-¡Ah, señora mía!, si eso es como decís, y no lo dudo -exclamó D. Quijote-, si una marmita dio a uno de esos caballeros tan señalados triunfos, grandes los ha de alcanzar otro campeón, armado ha poco caballero por mí; que es cierto pastor llamado el Poetilla, que no teniendo armadura ni casco a mano, encasquetose y paseó ufanísimo sobre su cabeza un buen perol. Nunca pude imaginar que aventajara él al tan celebrado yelmo de Mambrino, ni el nuevo caballero creo yo que lo sabe tampoco; tanto que proponíase ganar otro yelmo y dejar ése como inútil y quebradizo.

-No lo haga en manera ninguna -respondió la dama-, y si ese Poetilla es un pastorcillo que anda por ahí, por los campos manchegos, guardando con otros ganados míos, yo le avisaré que conserve tan invulnerable y precioso casco; que es como el de Minerva230, que dicen daba espanto a cuantos enemigos lo miraban.

-Así es -respondió D. Quijote-, y ya ardo yo en deseos de tener otro yelmo igual, que por lo que veo es más a propósito para las empresas de estos tiempos -a lo que la Emperatriz manifestó que ella tenía uno para él, que se lo había entregado Dulcinea del Toboso, para que lo diera al más esforzado caballero del mundo, sin decirle cuál, y estimando ella que el mayor de todos era D. Quijote, se lo haría traer enseguida; con lo que, llamando a una de sus doncellas y hablándole en voz baja, al cabo de un rato apareció ésta con una gran marmita de barro cocido y lustroso, que la Emperatriz cogió y entregó a D. Quijote, quien, probándosela y encontrándola bien para su cabeza, dio rendido las gracias a su bienhechora, diciéndole que no se desprendería de tal yelmo y se lo encajaría en las más peligrosas batallas, y con él y el talismán de aquel anillo recibido, estaba seguro de sobrepujar a todos los nuevos caballeros de las marmitas y de las calderas, de los alambres y de las pilas.

Así pasó el día muy regocijado y divertido para ambas damas, y siendo llegada la hora de partir, que era la del oscurecer, despidiéndose muy cumplidamente D. Quijote y Panza, fueron llevados en una gran carroza hacia la madriguera del dragón, en que habían de ir en volandas, que era la estación de Villacañas, donde daba ya la máquina fuertes resoplidos.

Lo tenebroso de la noche, las luces acá y allá encendidas, el farol rojo de la locomotora, que brillaba en la oscuridad muy vivo y sangriento, el ruido de cadenas de los enganches, el son de la campana llamando a los viajeros, el hervidero de éstos, y aquel monstruo de largos anillos que de cuando en cuando sacudía inquieto sus ferradas vértebras231, estremecieron el corazón de D. Quijote; pero puesto el pensamiento en Dulcinea, saltó al interior del reservado que se le destinó, seguido de su escudero Panza, y en otro vagón montó el paje que se cuidó de encajonar a Babieca y a la mula y de facturar armaduras y bártulos; y acomodado el caballero en uno de los ángulos, esperó ver cómo arrancaba aquel dragón formidable, dentro del cual iba, y que parecía rugir inquieto y rechinar los dientes amenazadores.




ArribaAbajo Capítulo IX

En que se cuenta el viaje que hizo D. Quijote en el hipogrifo y espantables cosas que acontecieron


Moviose el dragón fuertemente, y D. Quijote, que se había puesto en pie, cayó contra la pared frontera del vagón, dándose regular golpe en la cabeza y, fuera por el aturdimiento o por su natural visionario, creyó que iba ser digerido por aquel monstruo y echó mano a su espada para tajarle; mas en aquel instante oyó un rugido y un silbo atronador que le paralizó la sangre, y sintió que aquella serpiente andaba primero, y volaba después, dejando atrás su madriguera.

Era la noche oscura y entre la sombra universal de los campos vio todos los monstruos que su imaginación albergaba pasar sueltos y veloces por delante de sus ojos. Ya eran gigantes, que semejaban oscuras y movibles sierras, ya ejércitos que parecían selvas y pinares en marcha, como los de Macbeth232, ya aquellos adelgazados adversarios suyos, en filas numerosas, que no se podían contar. Algunas veces vislumbraba luces siniestras, otras reflejos de incendio rodeando una sangrienta luna medio oculta entre nublos; todo entre masas de seres mitológicos, danzando y amontonándose en un aquelarre fantástico.

-Mira, Panza -decía a su escudero-, desatado el Aqueronte233 con todas sus infernales criaturas; fíjate y repara cómo están volcados ahí fuera y en torno nuestro todos los círculos dantescos, con todas sus almas precitas, con sus cancerberos y sus furias, y sus diabólicos espíritus, que ya parecen grandes mariposas negras, ya murciélagos horribles. ¿No descubres, bajo esa luna rojiza y entre esos nublos que hay debajo de su disco, el blanco y desnudo cuerpo de Francesca, la hija del señor de Rimini, con el puñal de su esposo clavado en el pecho?234 ¿No ves más allá al Conde Hugolino royendo el cráneo de sus hijos moribundos235, y no divisas al sereno Virgilio y al Dante pálido y huesudo, con los reflejos cárdenos en el rostro?

-Nada veo, sino oscuridad y montes y campos -respondía Panza asomándose a la ventanilla.

-Gran bellaco eres -repuso D. Quijote-; pues no sabes distinguir en esas masas de oscuridades los cuerpos y las figuras de esos enjambres de seres y personajes que van en torbellino. Fíjate bien, y dime si no son aquéllos Plutón y Proserpina236. Contesta si no navega por allí cargada de racimos de condenados la barca de Carón237. Y aquellas playas enrojecidas, ¿no son por ventura las que rodean todo un mar de aceite hirviente?

-No, señor -replicó Panza-; no hay mar de aceite, ni barca, ni nada de lo que Usía dice, si no es que la imaginación le hacer ver en las nubes y las sombras de la noche cosas que parece que existen y que no son.

-Y ésas -añadió el caballero-, ¿no son las Parcas hilando, de los vellones de las que remedan nubes y que son copos de lana, los hilos de nuestra existencia?238 Míralos salir los más hermosos para adornar el Paraíso y los más toscos para formar las cadenas de los condenados. Y mira a Astolfo buscando con S. Juan Evangelista al anciano Tiempo que ha de revelarle cosas profundas239.

-Ciego estoy -respondió Panza-, para no disgustar a su amo, que iba excitándose y que seguía amontonando en confusa mezcolanza almas de la Divina Comedia y héroes de sus libros de caballerías en los más disparatados maridajes.

-Prepárate, oh Panza -gritó al cabo de un rato de delirar de esa manera-; que ahora sí que vienen hacia nosotros todos los hijos del Averno. Quieto, que yo desde este hipogrifo he de dispersarlos, como enjambre de búhos y demás siniestras aves de la noche. Y era que la columna de humo de la locomotora volaba hacia atrás del lado en que estaba el caballero; pero cuando éste se dispuso a tajarla con su espada, entró el tren silbando desaforadamente en un túnel y quedó D. Quijote frío y paralizado, como si un poder invisible le hubiera arrancado los ojos y dejado en perpetuas tinieblas.

En tan precaria y temerosa situación acordose de aquel anillo recibido de la Emperatriz de Villacañas, por poderes de la del Toboso, y sacándolo del dedo y alojándolo en la desdentada boca, fue al punto en que el tren salía del túnel y recobró la visión, creyéndolo debido a la virtud de aquel talismán, por lo que lo sacó de la boca y puso en el dedo de nuevo, con gran cuidado, visto ya su maravilloso influjo para devolver los sentidos y potencias a los caballeros andantes que lo poseyeran.

-¿Has notado, Panza, el efecto que me ha producido este talismán? -exclamó-. Ciego quédeme al ir a pelear con esa falange de oscuros enemigos, y apenas usé del anillo recobré la vista y huyeron aquéllos. Mira tú si Dulcinea me tenía dispuesta una eficacísima ayuda para mis batallas. Dígote que con esto y el casco que la Emperatriz de Villacañas hame dado y que es negro como la armadura de Rodomonto240, he de ser el terror de los monstruos y gigantes que ahora pueblan la tierra.

-Señor -repuso Panza-, que había estado mohíno viendo a su amo hacer tanto disparate; ha de desengañarse Usía de que la tal Emperatriz debe de ser muy burlona de espíritu, como aquel moro que escribió las hazañas de su anterior vida y milagros; porque ni esa sortija hizo tales prodigios ni ese yelmo que dio a Usía es más que una gran olla de barro cocido, más a propósito que para resguardarle en las batallas para guisarle la puchera.

-Ya veo -respondió el caballero- que heredaste la incredulidad y torpeza de tu ascendiente Sancho, aunque no su ingenio, como dijiste. Yelmo es éste y no olla, por más que lo parezca y, aunque lo veas de figura de marmita y le llames así, sábete que de esa guisa son ahora los cascos guerreros y que con uno semejante y luego una caldera fría fue vencido el Gigante Vapor, según la Emperatriz me contó. Y bien desagradecido eres con esta egregia dama, por cierto; pues la llamas burlona y mentirosa, cuando ella nos libertó del cautiverio, nos regaló en su palacio con buena mesa y muelle cama y nos prestó las alas de este hipogrifo para poder arribar más pronto a la metrópoli de Andorra y caer sobre ella como llovidos del cielo.

-Si buen agasajo nos hizo -dijo Panza-, buen verde se dio241 a nuestra costa; pues yo sé por sus doncellas que no cesaba de reír y que apenas delante de Usía podía contenerse. Las penas de su viudez se le quitaron, a lo que parece, en esos dos días, conque así ella nos es más deudora que a ella nosotros, y lo único que le agradezco es el haber convencido a Usía para que vayamos en este dragón, según dice; pues estando el Imperio de Andorra tan lejano, con Babieca y mi mula no llegaríamos en un siglo, y esto ya ve Usía que corre como el pensamiento.

-Sí que anda -exclamó D. Quijote-; tal que deja atrás a todos esos gigantes, espíritus y diabólicas criaturas de que está el palacio poblado; y yo creo que se vale de esos silbidos horribles, que de tiempo en tiempo da, para ahuyentar a los que pueden oponérsele, y que se para de cuando en cuando para tomar mayores alientos. Verdaderamente que el dominar a este monstruo y hacerle tan sumiso a los hombres honra como alta empresa a aquel caballero andante Stephenson, de que me habló la Emperatriz. Lástima que se me adelantara, porque, de haber yo sido el primero en encontrarle, habría montado en él como Orlando en aquel caballo salvaje, y le habría echado brida y serreta242 fortísimas y le hubiera domeñado al fin, llevándole dócil y amansado a los pies de Dulcinea.

Llegando a este punto volvió la chimenea de la locomotora a echar grandes bocanadas de humo, entre estruendosos silbidos, y el tren a correr velozmente; y viendo D. Quijote la columna negra que pasaba hacia atrás y se desenroscaba en enormes masas, creyó que venían de nuevo sobre él, para acometerle, los vestiglos243 de antes, y avanzó a la ventanilla sacando la espada desnuda por ella y dando grandes tajos a la negrísima humareda, al tiempo que el tren penetró por otro túnel, dejando en tinieblas al caballero y tropezando la espada con la pared de sillería de la bóveda, lo que hizo que se torciese la muñeca del venturoso campeón y medio se descoyuntase, y le quedara la espada por la empuñadura, volando el acero en pedazos.

D. Quijote acordose otra vez, en las tinieblas, de su talismán y quitándoselo del dedo se lo echó a la boca; y no había hecho apenas la operación cuando pusieron en lo alto del vagón la lamparilla de aceite, que vino a iluminarlo, lo que creyó también efecto de aquel anillo prodigioso, que hacía la luz en sus entenebrecidos ojos; pero viéndose sin acero en la diestra y sí sólo con la empuñadura, no tuvo duda ya de que aquellos enemigos tenebrosos le habían roto la espada para que no pudiera valerse de ella, a la vez que sintió agudo dolor en la muñeca, del torcimiento sufrido.

-Átame, Panza amigo, alguna venda a esta mano -exclamó-; que ya has visto el resultado de esta batalla, en que si bien han quedado en fuga todos los ejércitos enemigos de esos negrazos feroces que por los aires venían contra nosotros, he sacado luxada la muñeca y rota por la empuñadura la espada; tan grande es la matanza que de ellos hice.

-Válame Dios, señor mío -dijo Panza-, y que toda la noche ha de estar Usía peleando con fantasmas, cuando podía dormirse y dejarme dormir muellemente sobre estos divanes mientras llega el día y arribamos nosotros al punto de parada. Traiga acá, le ataré este pañuelo de yerbas a la mano descoyuntada; que así se le aplacará el dolor, y no vuelva a asomar por ahí al aire libre, que lo que le ha sucedido con la espada le puede acontecer con la cabeza.

Y atando el pañuelo a la mano de D. Quijote, tal que se la envolvió toda, tornó a su rincón y quedó vencido por el sueño, en tanto que aquél se lamentaba de no tener allí su lanza para sustituir al acero perdido en la refriega, y buscaba en su sobreexcitada mente a cuál caballero enemigo suyo habría de ganarle otra espada digna de su invencible brazo.

No teniendo arma de combate, no se arriesgó ya a pelear contra los monstruos de fuera; si bien les veía claramente salir de todos lados y pasar por delante de él con vuelo vertiginoso. Pero confiaba en aquella luz misteriosa encendida en lo alto del hueco, que iba creyendo sería la lámpara de Aladino244.

Panza roncaba, el tren volaba y D. Quijote, al ver de cuando en cuando la columna de humo, echábase el anillo a la boca, con lo que creía quedar invisible para tanto gigantazo, y luego se lo sacaba y ponía en el dedo otra vez. Al pasar un túnel larguísimo se lo echó de nuevo y, creyendo que mejor que hacer a cada paso la operación sería tenerlo en la boca mientras durasen tantos peligros, dejóselo en ella y seguro de ser ya invulnerable y rendido por las emociones y el cansancio, quedose dormido en el ángulo del vagón cerca de Panza.

Pobre visionario caballero; su espíritu no reposaba en el sueño, ni en la vigilia. Sus arreos eran las armas, su descanso el pelear245, y allí recostado en el espaldar del vagón, y vencido por el dios hijo de la noche246, siguió soñando nuevos combates. Vio a aquel encantador enemigo suyo que, seguido de una legión de jinetes negros montados en lechuzas, caía sobre él para arrebatarle su anillo, y él echaba mano a su espada y se encontraba sin ella. ¡Momento supremo! Le rodeaban, le atacaban por todas partes, y no tenía tampoco a mano el yelmo de la Emperatriz de Villacañas. Le cogían, le sujetaban con cadenas tan gruesas como las que sirven para las áncoras de los navíos, y él las rompía todas como si fuesen hilos de ovillo, y volvían a cargarle de otras más fuertes. Al fin le tenían maniatado ya, con unos cables enormes y un nudo parecido al de Gordium247, y le registraban las manos para arrancarle el talismán. No se lo encontraban, porque él guardábalo en la boca; pero le reconocían el cuerpo todo y por último llegaban los más esforzados a querer separarle las quijadas. Aquélla fue la más desesperada faena; él las ajustaba y apretaba como poseído del tétanos, y ellos querían a la fuerza abrírselas. En esto hizo un gran esfuerzo para resistir y... despertó.

Los enemigos habían huido. Fue a sacarse de la boca el anillo y no lo tenía en ella; se miró los dedos y no se lo halló; buscó en el suelo y en los almohadones del vagón, pero no estaba; y dando grandes voces despertó a Panza, contándole lo que le había acontecido y que el anillo se lo habían arrebatado aquellos jinetes negros, mandados por el rencoroso encantador.

Panza buscó el anillo también por todas partes y no lo encontró; pero, después del relato de aquella batalla y de contarle D. Quijote el esfuerzo supremo que hizo para que no le sacasen el talismán de la boca y el despertarse sin él, el buen escudero rompió a llorar, sin querer declarar a su amo la causa de su congoja.

-¡Ay, señor mío -decía entre sollozos-, ésta sí que es desgracia! ¿Qué va a ser de Usía? ¡Con esto sí que no llegan a granazón sus promesas! ¡Qué haremos ahora y a dónde acudiremos para salvarnos?

D. Quijote quiso consolarle, diciéndole que no se desesperara, que no era el primer caballero a quien habían arrebatado un talismán, como sucedió a Brunelo con Bradamanta, que aconsejado por el alma del gran encantador Merlín buscó a aquél, le ató sólidamente a las ramas de un alto pino y le quitó el anillo de Agramante248.

-Si esto le pasó al sarraceno con una mujer sola, juzga tú -añadió D. Quijote- mi esfuerzo y mi resistencia, al ser atacado por tantos, que no eran hembras sino fuertísimos campeones; a más de que me cargaron de tales cadenas y cables, que los más grandes navíos no hubieran podido llevarlas.

-¡Ay, mi señor D. Quijote! -continuó Panza-.¡Holgárame yo de que fueran esos enemigos los que se hubieran llevado el talismán; que con él y un cuarto compraba Usía un pájaro! ¡Otro es mi temor y más me arraigo en él cuando menos encuentro el anillo y más oigo a Usía!

-Di, qué temes -exclamó D. Quijote-; que cualquiera que sea nuestra desventura deberé yo saberla, ya que no la pueda prevenir, para arrostrarla con ánimo valeroso.

En esto sintió el caballero un gran retortijón de tripas y cierta desazón en el estómago, lo que al saberlo Panza le hizo prorrumpir en mayores quejas.

-¡Ciertos son los toros, Señor mío; ésos son los efectos de la sortija, que no es que se la arrebataron aquellos fantasmas, sino que Usía, con aquel esfuerzo, se la tragó! ¡Cuerpo de mí, qué muerte tan perra va a tener Usía! ¡Mal haya la Emperatriz de Villacañas y toda su corte! ¿Cómo sacarle a Usía ese anillo del estómago, ni cómo ha de poderlo digerir no siendo avestruz?

Palideció D. Quijote, oyendo tales lamentos, y cayó en la cuenta de que en efecto se había tragado el talismán. En esto comenzó a clarear el día, trayendo luz a los ojos, pero no al espíritu de los dos conturbados viajeros.

Con la luz desaparecieron las visiones que habían sobreexcitado a D. Quijote; pero le acometieron otras ideas, pensando que llevaba el anillo dentro del estómago, pues no sabía el efecto que en él haría, ya que estaba destinado a no pasar más delante de la boca; empero pronto se tranquilizó, diciendo a Panza que se alegraba de que no se lo hubiera arrebatado aquella enemiga falange, y sí de tenerlo tan bien guardado que sólo con la vida pudieran quitárselo.

Iba el tren buscando Aranjuez, y ya la claridad diurna dibujaba con su pincel hechicero, mojado en la paleta de los más ricos colores, paisajes risueños, por donde se veía correr y ondular la plateada cinta del Tajo.

-Alégrate, Panza -dijo D. Quijote-, y mira cómo vamos llegando triunfantes a las cercanías de la ciudad encantada a que nos encaminó la Emperatriz. Mira allá las azules sierras, que no parece sino que son de pálido zafiro, y esas verdes campiñas y arboledas y ese río delicioso que fluye sereno. Asómate aquí, que vamos a pasar sobre él en alas de este hipogrifo, que por lo que veo lo mismo cruza las montañas que salvaría volando el Amazonas. Ya estamos sobre él y le cruzamos velocísimamente. Repara en sus orillas, por donde las alamedas dan sombra, y los pájaros embelesados gorjean, y bajan a abrevar las vacadas. Mira esas quintas y esos palacios y esas huertas y esas largas avenidas de bosques añosos, que parecen plantados el primer día de la Creación; tan corpulentos son sus árboles y de tan gruesos troncos. De buena gana bajárame aquí para hacer alto en esta Capua deliciosísima249.

-Señor -dijo Panza-, ése debe de ser Aranjuez, un sitio real de que he oído hablar a uno de mi pueblo que en él estuvo de guarda de sus jardines, y sí decíame que era muy bello y deleitoso, pero muy dado a calenturas. Él se volvió, porque cogió unas tercianas, y tan hermoso y risueño como es esto, tanto venía él de amarillo, flaco y lleno de melancolía.

No tardó en desaparecer el encanto, pasando el hipogrifo por campos más altos de pobres sembrados y llanuras peladas. El frío los escarchaba a trechos y penetraba el cuerpo de D. Quijote, que, mal defendido por su vieja ropilla, sentía el entumecimiento de toda la noche, aunque como buen madrugador manchego estaba acostumbrado a inclemencias y vientos ariscos.

Dos o tres veces sintió D. Quijote sus retortijones; pero no hizo caso, embelesado por los accidentes del paisaje y pensando en la encantada ciudad que iba a visitar cuando bajara en el punto de parada.

-Hétela aquí -dijo a Panza, viéndola por fin asomar a lo lejos, con sus altas masas de edificios-; mírala suspensa en los aires, con todos sus palacios y torreones. Grande es y magnífica, y seguramente la habrán construido hadas y genios soberanos; pues no de otra manera se mantendría flotante con toda su inmensa pesadumbre.

-Señor -respondió el escudero-, ése debe de ser Madrid; que cerca de Aranjuez no hay más, según aquel amigo guarda me contó, que dos grandes ciudades: una de medio locos, que se llama así, y otra de locos del todo, que se llama Leganés. Y no siga diciendo Usía que esa que vemos está suspensa en el aire, porque entonces más vale que nos quedemos en la otra.

Aminoró el tren su carrera y ya más pausadamente fue acercándose a la estación, no sin mostrar a D. Quijote el curso del humilde Manzanares, con sus tenderos de ropa a las orillas y sus ribazos y praderas, acá verdes, allá terrosos.

Llegó la locomotora a las proximidades de la estación, y maravillaron a D. Quijote, sin saber lo que eran, aquellos miles de vagones de todas clases, jubilados unos, de medio uso otros, rotos los más y descoloridos, creyendo que aquélla era una inmensa ferrería donde se arreglaban gigantescos cascos y capacetes y se templaban armas de todas clases; pero cuando dejándolo todo atrás el tren entró bajo la inmensa bóveda acristalada y vio el caballero aquel hormiguero que del dragón bajábase, quedó más asombrado aun, no sabiendo cómo el monstruo había podido correr tan aprisa con toda aquella carga.

Apeose de él, lo mismo que Panza; acudió el paje de la Emperatriz, que se encargó de desencajonar a Babieca y a la mula del escudero, sacó el equipaje de ambos, lo entregó a D, Quijote con una carta que su Señora y dueña le había dado para que en Madrid un pariente de ella les atendiese, y quiso llevar a los dos viajeros a la ciudad; pero el caballero dijo que prefería entrar en ella a caballo y armado como debía, y el paje hubo de dejar que él y su escudero hicieran lo que les viniera en gana, viéndoles en las afueras montar sobre sus palafrenes y tomar camino opuesto hacia las riberas del Manzanares.



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