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ArribaAbajo- I -

Cartas al director


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Todas las mañanas leo con acezante curiosidad las sugerencias al director. No nos repiten los problemas tan reiterados de cada momento: la corrupción, los insumisos, la guerra de Bosnia, los anuncios del turismo cultural, el porvenir alarmante de las próximas elecciones. Responden a un ventarrón variable, sin norte fijo: cambian de meta que es un contento y, desde luego, suelen ser sorprendentes. Nos demuestran que nuestra engreída sapiencia se queda chica ante los avances de la curiosidad normal. Por ejemplo: sé de una persona amiga que ha escrito a un director para que le expliquen por qué ese inglés malvado mató a tanta gente y cuánto tardó en despachar a sus víctimas. Ella ha hecho cuentas, reloj en mano, y no le acaban de cuadrar. ¡Años, años le salen...! El periódico tiene la obligación de informar con qué arma o procedimiento urgía el viaje definitivo; si les daba o no anestésico y cuál si se lo daba, y si les permitía prepararse (rezos, testamento, legados especiales). En su pueblo, alguien decidió quitarse de en medio a su señora esposa, y eso que estaban casados por la iglesia y toda la pesca, pero primero la consultó:   —16→   «¿Palo, piedra, precipitada desde la torre? ¡Escoge...!». Le atribulaba a mi amigo la grafía de «escoge». «¿Con ge o con jota?». Tuve que decirle que con jota si la elección era a muerte segura, y con ge si existía la posibilidad de sobrevivir. Consultará al periódico tan sutil extremo. Lo prefiere a que le expliquen lo de las industrias o los problemones de Asturias, o de Linares, habrase visto, los japoneses, ¿eh...? ¿En Linares? Toreros: Manolete y basta. Pero ya no recuerda si el diestro era de allí, o si era su novia, o el empresario. También sería gracioso, hombre, que hubiese ido a palmar allí, mira qué gracia. A pesar de tan trascendente página de la historia patria, ya ve, los naturales van y cortan las carreteras y el tren, y porque no tienen más, que si no... Otra deliciosa chavala, que busca trabajo donde pueda compaginar el atender a un teléfono, cosa que se le da de perilla, con resolver los crucigramas del suplemento dominical... Ésta tiene la carta preparada y ha mandado varias, quejándose de nombres de pueblos sin aquel ninguno, embutidos en el casillero con faltas de ortografía, vamos, no hay derecho. «Una no tiene estudios para que luego te hundan en una confusión así de grande. Ya verás, ya, cuando me conteste. Si no me lo aclara, ¡va a saber lo que vale un peine!». Y yo pienso en el director, desolado ante tales amenazas, pero, eso sí, le alejan de procesos por decir verdades claras, líos por pretender ser imparcial en este barullo de la vida nacional, que no se lo salta un... ¡Ojo, no digas lo que ibas a decir! Puede haber reclamaciones. Vengamos a lo cercano: ¿Protestas por el mal uso del lenguaje? A barullo. No saben estos eruditos que eso que no les gusta es lo que prevalecerá. Ya está en las antologías que todo   —17→   principiante maneja el librito de un maestro latino, don Probo, que hizo un repertorio de censuras idiomáticas: «No digas así, sino así». Y todo lo censurado es lo que ha hecho que las lenguas románicas modernas sean como son. No censuro la costumbre de marear al jefe con pronombres descarriados o con extranjerismos de matute, no. Hay que seguir haciéndolo, pero sin necesidad de torturar a nadie. Que lo publiquen por su cuenta, y dentro de ocho, diez siglos, también serán estudiados por los rapacinos de EGB (Si queda EGB y rapacinos) ¡Les estoy brindando la gloria! ¡Del mayor interés en ese futuro serán las alusiones a la pobreza informativa de las guías de viajes! ¡Lo que disfrutarán nuestros herederos cuando sepan los precios de hoteles, y si se admiten caballos o fieras en las habitaciones! Como es probable que muchas de nuestras ciudades turísticas sean ya ruinas polvorientas, será mejor, en vez de denunciar que ignoran el nombre de la finca donde tomaba el sol en pelota una estrella del cine y se cambiaba de postura a cada foto clandestina, será mejor, digo, que escriban una sentida oda a las ruinas: «Aquí estuvo la imperial Toledo, / gloria y honor de nuestra España. / A tocateja y deprisita, / todo español con pastizara / ayudó a rehacerle las fachadas. / De interiores no quedó nada. / Lo cual está bastante feo, / llámese Madrid, llámese Toledo». ¡La de congresos que se celebrarán para estudiar el ritmo, la sinalefa y el hiato, las imágenes, las influencias y la caligrafía del autor...! Yo me voy a inscribir hoy mismo: no quiero quedar mal ante el afán cultural de los compatriotas grafómanos. Sí, sí, hay que seguir escribiendo cartas, apostillas... Es manera segura de pasar a la Historia.



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ArribaAbajo- II -

Contestaciones para todo...


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No están de moda las florestas de dichos, ocurrencias, etc., que tan prestigiosas fueron en otras épocas. Y, de veras, es una lástima que así ocurra. Los que tenemos fama de ser algo burlones, de habernos puesto el mundo por montera y detenernos, quizá en demasía, en las necedades humanas, no tenemos, por lo general, dotes de recopiladores. No sabemos distanciarnos del hecho. Y se haría un gran servicio a la Humanidad más o menos prójima recopilando estos centones de simplezas (algunas al borde del heroísmo por su tozudez y su hipérbole congénitas). Servirían, sin gran esfuerzo, de llamada al orden, ayudarían a establecer un muro de cautelas ante la cháchara desbordada y vana. No hay más que pararse a oír un poco lo que se desliza en conversaciones o en reuniones de cualquier tipo (a veces entre personas socialmente acreditadísimas de sensatas y bien pensantes). Aseguro que la mayor parte de esas quisicosillas que, vestidas de disculpada broma, aparecen en mis narraciones, las he oído en serio alguna vez, y quizá hasta la persona que las decía suspiraba de añoranza, de frustrada   —22→   pena por algo anhelado... He aquí algunas de estas menudencias que, de entre varias edades y de variopintos hablantes, han buscado alojamiento en mi memoria.

Veamos una riña matrimonial. Los motivos del desacuerdo son realmente vulgarotes: los precios, cada día más desorbitados; las inútiles horas de cama, tanta gandulería, hombre, ya está bien; disgusto ante la comida, más salada que ayer, no me digas que no te avisé; comportamiento indigno con unos amigos invitados, te pisabas la cara, anda, que si hubiera sido al contrario... Los argumentos pro y anti los adivinamos. Deben de ser tan viejos, tan repetidos... También la bronca usa, exigente, de una retórica propia. En este caso, la mujer es particularmente irascible. Ya hay mucha vecindad asomada a las ventanas del patio, quizá hagan apuestas sobre el resultado final. Las blasfemias vuelan que es un contento, y las amenazas de abandono primero y de asesinato después comienzan a escaparse de los labios coléricos, se estrellan contra los quicios, se vuelven contra quien las ha pronunciado... Fatigada, la mujer recurre a las lágrimas. «Con lo que he hecho yo, una esclava toda la vida, que no te he faltado nunca, y he tenido tantas y tan buenas ocasiones, ¿eh? ¡Ay, si yo hubiera hecho caso a mi madre! Me paso la vida encerrada entre estas cuatro paredes y tú, de pendoneo». La mujer ha mirado muy significativamente a las paredes al aludirlas, se ve que quería contarlas, comprobar que, en efecto, eran cuatro. El tonillo, de una dramaticidad opaca, pero eficaz, comienza a trocarse: la mujer adivina que va a ganar, que los desagravios en figura de mimo   —23→   o de regalo costoso ya están brotando, ya... Y entonces, él, disfrazada la voz, húmeda la mirada, se acerca a la mujer desgreñada y llorosa. Ella se dispone a sonreír, a perdonar todo, a reanudar, como si tal cosa, la concordia sacramental... Y aquí sobreviene lo inesperado. Él le acaricia el cuello, le levanta un poco la cara, como para besarla, y grita furioso: «¡Viva el Real Madrid efecé!». Y la suelta. Se acabó el jollín. Por si acaso, ella se hunde en otro lugar de la casa, él pone en marcha la televisión, una campaña contra los residuos no biodegradables, tan ilustradora...

Doña Esperancita usa siempre el diminutivo porque es muy menudita. De lo malo, poco, le decían siempre, y la encocoraba a rabiar. Pero cuando alguien le reveló que era recurso empleado por grandes escritores, hasta el Arcipreste, allá en el siglo XIV, muy para allá en la Historia, lo decía, ella misma se empeña en presentarse como muy chiquita, un fleco dulce de coquetería en la voz. Doña Esperancita ve, siempre atenta, el tiempo y las noticias de esas revoluciones que pueblan y torturan este repajolero mundo. En el rellano, cuando se cruza con otro vecino, saca siempre la misma conversación: «Tantos muertos ayer en una playa, ¿no lo sabía? ¡Todos de buena familia, no se vaya a creer...! ¡Ay, Dios mío, los Santos Lugares...! No van a dejar títere con cabeza, a ver, fíjese usted, qué manera de sacudir zambombazos... ¡Este mundo anda de cabeza...! Pues, ¿y las inundaciones que se llevan todo lo que pillan, y las presas que se derrumban, y... y...?». Doña Esperanza se encierra en su cuarto y, ante una imagen del Corazón de Jesús (por cierto: está bizco, y por   —24→   eso pagó quince pesetas menos, los tiempos andan muy achuchadillos, en fin, menos da una piedra), reza, compungida: «Señor Todopoderoso, cuida mucho de la provincia de Teruel, donde tengo una finca de regadío, y donde presto dinero a casi todo el pueblo. Cuídamelos, no vayamos a jeringarla. De las otras provincias, no dejes de hacer la justicia que te corresponda. Amén». Doña Esperancita es un encanto de piedad, y no lo es más porque, como es tan pequeñita, no le cabe.

Ahí sale don Facundo, el Grumete, que, una vez, hizo un viaje de polizón hasta el Brasil, desde Canarias, donde lo tenía recogido un tío cura que, asegura él, le enseñó muchas picardías. Don Facundo, el Grumete, cuenta su viaje, con innúmeras variantes, todos los días, dos veces por lo menos. Se pavonea de no haber trabajado en su vida, nunca, y sobrevive de lo que el tío cura le legó. «Qué bondadoso mi tío, ¿no verdad? ¡Un espejo de virtudes que sabía latín!». Hoy, mediado junio, con motivo de la lluvia tardía y pertinaz, ha vuelto a contar su viaje, esta vez bastante pasado por agua. Cruzaba paralelos, trópicos y eclípticas en un santiamén. Y los aguaceros ecuatoriales se devanaban de su boca como rezos y admiraciones sin límite. «Y yo, entonces, fui...». «Menos mal que yo estaba al quite...». «Yo, por si las moscas, no me moví». «Cuando se desplomó el muro aquel, arrasado por el torrente, yo...». Todo el mundo le escucha complacido. Todo lo más, algún impertinente se atreve a rechistar: «¡Ese detalle no lo contó usted la otra tarde...!». Entonces, don Facundo, el Grumete, se levanta con señas de encendido enojo, se ve que le molestan las interrupciones. Da un   —25→   marcado y viril sombrerazo y explica: «Con permiso de los circunstantes, señoras y señores, un servidor les abandona. Me voy a mirarme el ombligo media horita. Necesito sosiego. Ustedes lo pasen bien». Siempre, siempre duele el silencio cuando don Facundo se marcha, calle abajo, nadie sabe dónde, seguramente a un sitio cómodo, donde mirarse el ombligo sin pestañear.

Y así y así y así... Es doloroso, muy doloroso este dominio de la gente seriota, desparramada por todas partes, dispuesta a considerar fuera de la ley estas manifestaciones de personalidad. Y, sin embargo, ¿no hemos pensado todos alguna vez en que un ¡viva! a destiempo o a tiempo oportuno salvaría una situación...? Un hurra al Real Madrid o al gigante Mercurión, el de la procesión del Corpus, qué más da. Y a todos nos ha molestado la posibilidad de que una tormenta se lleve nuestros tiestos, y eso que no son una finca, pero sí de regadío, a la vista está. Y tanta y tanta aventura televisiva y cinematográfica, Peter Pan o la Bounty, nos han arrastrado a cruzar mares insospechados, y a hacer de grumete para luego contarlo, ¡ay, esas largas veladas invernizas, cuando nos gustaría tanto imitar a don Facundo en su deporte favorito...!



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ArribaAbajo- III -

De chicos y de libros de chicos


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Me piden de Alacena unas líneas sobre las cuestiones que la revista trata. Ya tenemos el primer tropiezo. La mayor parte de las inquietudes de esta publicación tiene que ver con los niños, son los problemas de lo que leen o dejan de leer los niños, y de cómo ayudarles a introducirse en esa gran aventura de llenar las horas muertas con un libro. Ahí es nada, con la de espantos que nos endilgan todos los días, y en cualquier parte, sobre lo poco que leen los españolitos, el índice de tal o de cual cosa, muchos índices, que delatan, todos escandalosamente, cómo nos molesta lo negro. Yo creo que no es para tanto: lo que ocurre es que los que leen son los que leerían mandase Juan o Pedro. No debemos pensar que por virtud de unos decretos más o menos exigentes todo el país se ponga a leer a la vez y a horas determinadas. Me horroriza el duro silencio que nos envolvería en ese ratito de universal lectura... ¡Ah, en alta voz, no...! Basta ya de bromas pesadas: ya tenemos bastante con los decibelios de los «conciertos» actuales...

Yo creo que los educadores sabrán las sutiles   —30→   trampas seductoras para que los peques lean, para que sean felices acariciando un libro con el mismo fervor que despliegan cuando se encaprichan con un juguete. Mi infancia estuvo llena de libros, baratos, de quiosco, y de juguetes comprados en el Todo a 0,65. ¡Aquellos cuentos de pequeñísimo formato, que venían en cajitas de diez títulos, atendían por Cuentos de Calleja, la marca editorial...! Los pequeños volúmenes tenían, inevitablemente, dos ilustraciones a página entera, grabaditos en madera que aludían a combates triunfales, animales portentosos, hadas milagrosas, guerreros invencibles, paisajes lejanos y desconocidos... Se pone de pronto en pie en la memoria, la estampa de la anochecida inverniza, enganchándose el crepúsculo en los barrotes del balcón, agrupada la familia en torno al brasero de la camilla, los mayores comentando el periódico del día, o jugando, monótonos, a las cartas, los medianos pinchando y volviendo a pinchar la galena de la radio, montada sobre una caja de puros, caja quizá rescatada de la basura. Se habla de la guerra en África, preocupan los cambios de la moneda, de los viajes que, a borbotones, empiezan a ser fáciles y baratos, ya superadas las consecuencias de la Gran Guerra... Y se vuelca la tristeza sobre la sequía... Ya había sequías, y los más viejos recordaban otras sequías peores... Y el Gobierno piensa hacer muchos pantanos... Y mientras tanto, los chicos andamos a vueltas con los cuentos, charlamos de ellos caudalosamente, ponemos a los mayores en la frontera de la vergüenza cuando no saben decirnos qué significa tal nombre o dónde está tal ciudad... Seguimos sin saberlo, pero, ahora, ya pateado algo este repajolero mundo, nos llena de escondido orgullo haber reconocido   —31→   muchas de aquellas ciudades en una torre, en un puente, unas murallas, la revuelta de un río... Sí, sí, aquí pasaba aquello...

De aquellos cuentos diminutos (llegaron a comprarse en los tenderetes ambulantes del Retiro o de la Armería, a cinco céntimos, andando el tiempo a diez...), pasamos a otros grandotes, pocas páginas, ilustraciones en color. Ya salieron por allí Pinocho, y La Bella Durmiente, y Pulgarcito. Todos hemos sido alguna vez el avispado héroe que va dejando huellas de su paso para, reencontrándolas, regresar sin pérdida y temprano a casa, aunque, la verdad sea dicha, muchas veces nos hubiera gustado no volver, a ver si de una vez nos hacían caso. («¡Estos pesados, siempre con la misma canción! ¡Tú, a callar! ¡Los niños hablarán cuando meen las gallinas! ¡Tú te vas a la cama ahora mismito, que esperamos a don tal o doña cual a cenar! ¡Estos chicos hablan como golfos, qué palabrotas sueltan, Señor...!»). ¡Qué escaso repertorio el de los mayores, ¿no verdad? Aquellos cuentos grandes, casi tamaño folio, la verdad, no hacían más que convertirnos en muchachos tamaño mocito, no eran tan ilusionantes como los pequeños, por la sencilla razón de que daban más que hablar a los mayores: todos los conocían, todo bicho viviente sabía su argumento, todos tenían algo que apostillar a nuestra lectura, algo que aclararnos... En cambio, en los cuentos pequeñitos, nadie solía caer en el chiste que, a manera de colofón, venía en la última página. Pero había que agradecerlo, a ver, si no... Observaban, sapientísimos, que los chistes solían recaer en lo mismo: baturros tozudos, andaluces fardones, valencianos   —32→   aparatosos, gallegos así y asao, y, claro, había que agradecerlo, todos habían tenido el gesto pródigo de olvidar por un instante su jugada de mus, o de tute, o de siete y media, para decir, tan repantingados, colofón, lomo, reclamo, guardas, diente de perro, quisicosas que tienen que ver con los libros, quién lo iba a pensar... Por cierto, colofón, ya ven, sí parece algo feo...

Más adelante, el libro fue la materia esencial de los Premios escolares de Navidad. Todos esperábamos ilusionados, intranquilos ante la posibilidad de tener ya el título que nos saliera en suerte y, era la técnica de las personas sensatas, vernos obligados a regalarle aprisita. ¡Qué vivo gozo si podíamos cambiarle con algún compañero confinado a parecido trance...! Allí salieron, por vez primera, Los tres mosqueteros, Genoveva de Brabante, Los Nibelungos, La Odisea, las novelas de Julio Verne o de Emilio Salgari y, prolongado deslumbramiento, el primer Platero y yo. Mientras la gente, arropada en niebla y tristeza navideñas, suspiraba por la lotería, que en esos momentos estaría rifándose, nosotros, apoyados en un quicio, o sentados en el bordillo de la acera o en un banco del jardín, aún revestido de escarcha, mirábamos nuestros libros flamantes, con sus encuadernaciones de piel roja, incrustaciones por letras, aparatosos grabados... Todavía debe de andar por lo que fue mi biblioteca la edición del Quijote, grabados de Gustave Doré, imprenta Jubera Hermanos, Campomanes, 10-Madrid. Teníamos ocho, nueve años, y eso era familiar y valioso. Nadie se había preocupado por hacer de la lectura una disciplina... Solamente la luz, el   —33→   aire familiar, las exigencias colectivas... No sé, pero leíamos. Así puedo explicarme que, ya en años universitarios, se estuviese ahorrando el dinero del autobús o del tranvía, día a día, para tener, cuando, abril arriba, llegase la Fiesta del libro, las pesetillas necesarias para comprar libros en cantidad suficiente para tener derecho al volumen especialmente impreso para esa ocasión, libros que hoy son orgullo de muchas bibliotecas privadas: facsímiles de la primera edición de Boscán y Garcilaso, las Rimas de Tomé de Burguillos, de 1935, o las Rimas becquerianas, 1936, ya la Guerra Civil insinuándose.

Y ya en el bachillerato, cuando oigo hablar de los problemas que nos acosan, me surge en el recuerdo la Biblioteca literaria del estudiante, editada por la Junta de Ampliación de Estudios, en la que, por muy poco dinero, nos familiarizábamos con Lope de Vega, Calderón, Alarcón, Lázaro de Tormes... Había en sus títulos un delicioso Cancionero tradicional, preparado por Martínez Torner. Aprendimos allí, en vivo y rectamente, la música de nuestros campos y nuestras aldeas, además de la de muchas canciones clásicas, ya tradicionales: Molinico que mueles amores; Isabel, has perdido la tu faja; Romerico, tú que vienes; Madrugaba el Conde Olinos... Ahora, algo ha pasado que juzgo exige detenido examen de conciencia: he visto que estas canciones son manejadas y aprendidas, en algunos colegios, ayudándose de un cancionerillo ramplón, hecho por una profesora inglesa, inglés hasta el título... ¿Cómo entonarán Morená saladá estas bocas eruditas...? Quizá, para devolver la pelota, funcionarán estos cánticos   —34→   tan nuestros como el inglés reiterativo de los rokeros, frases que siguen y siguen repitiendo y no creo que entiendan gran cosa de lo que dicen...

Quizá por todo esto, hice una minúscula heroicidad, casi clandestina. Ando por los buquinistas parisinos, ya de vuelta a España, hacia los amenes veraniegos de 1957, 58... Y gasto todo mi dinero, lo que me quedaba para el viaje aún de dudoso desenlace, en un libro. Reposará en mi biblioteca cacereña. Los Cuentos de Perrault, espléndidos dibujos y mejores láminas, encuadernación lujosísima en cuero azul, con mil adornos dorados... Un profundo perfume sonreído manaba de su interior, al pasar las hojas deprisa, el que, seguro, desprenderá todavía, seguirá desprendiendo cada vez que alguien le abra para reconocer allí largas horas de infancia feliz, lejana, eterna en la raya última de la memoria.

Y ahora me parece recordar que en la petición de Alacena había algo así como «unas palabras sobre Diccionarios». Pues allá van, por mí que no quede: «¡Ay, los diccionarios...! ¡Lo que pesan, los Diccionarios...!».



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ArribaAbajo- IV -

Problemas ortográficos


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Nunca hemos tenido tanta solicitud por hablar bien y escribir mejor. Las encuestas de rigor señalan una audiencia gigantesca para los estudios que apuntalan la corrección gramático-léxico-dietética. (El último componente corresponde a los hablantes que se comen sonidos, palabras enteras, el papel impreso, etc., feísima costumbre). No hay oyente de la tele que no apostille algún comentario sobre las genialidades de presentadores y locutores en general, que, no me diga, parecen extraplanetarios por las novedades que nos endilgan. Bueno, bueno, no nos perdamos: es muy necesario estar al quite y ayudar a tan sano, esforzado y machacón propósito: que nuestra lengua (¡la de Cervantes, nada menos!) se escriba y se pronuncie pero que muy bien. Con ese designio, aquí van algunos consejos a vuela pluma, nada disidentes de la ortodoxia y facilitos de retener. Responden nuestros ejemplos, además, a la circunstancia más atenazante.

Hay palabras muy cizañeras desde el punto de vista ortográfico. ¡Cómo marean los consultantes con   —38→   ellas, una vez y otra! Se ve que no saben que por cuatro perronas pueden adquirir la Ortografía académica, libro universalmente obedecido. Pero, a veces, lo comprendo: la norma se queda, como nos vamos quedando muchos humanos, marginada. El venerable código no tiene lo bastante en cuenta el peso atroz de la realidad que cubren o disfrazan los vocablos. Por ejemplo, vestíbulo - bestívulo, duda frecuente. Son naturalmente, la misma cosa. Pero dada su utilización por sociedades tan diferenciadas, será útil distinguir: acordemos que bestívulo será para nombrarle como lugar de entrada: se suele entrar a lo bestia, aprisa y corriendo, sobre todo si llueve a cántaros o si caen carámbanos de punta. Vestíbulo, en cambio, designará el lugar de salida, y así lo podemos relacionar con veste, vestido, vete y no vuelvas, etc. Desde luego, se suele salir vestido cualquiera que sea la disposición, ornato, etc., del vestíbulo, so pena de amargos tropiezos con los municipales. También podemos lanzar a la circulación bestíbulo, diáfana, pluscuamperfecta y eruditísima boda de bestia y bulo, de lo que hay ejemplos muy conocidos. Andadura, tan bonita ella, puede escribirse con h si es ya el regreso de una buena paseata, con agujetas, hambre y discretillo cabreo: Handadura... Dosómetro, aparato para medir el rocío caído, convendrá diferenciarlo de 'medir dosis de medicinas, horas de trabajo, etc.' Bastará llevar el acento a la o final, y así será no sólo el rocío lo que registre, sino la frecuencia de los tiritones y el castañeteo de dientes. El chisme es muy manejable, cabe en el bolsillo. Oleado quedará estupendo para todo cuanto esté emparentado con 'aceite'. Convendrá, sin embargo, ir eliminando la referencia a quien haya recibido los sacramentos   —39→   últimos: nuestra felicísima España actual ignorará los pensamientos tristones. Deben desaparecer hasta del Diccionario. Pero holeado puede servir para el artista atiborrado de entusiastas oles y olés (Referido al que suelta o recibe muchos hola, ni se habla: fue una ingenuidad de un clásico, enredador y guasíbilis; lo mismo se hará con 'el que se ahoga en la playa, luchando con las olas'. Dada la refinada cultura en medicina forense que hoy existe, nadie usará tal vulgaridad). Vaina, 'persona frescales, tunantuelo', puede ser baina si el interlocutor pertenece a la sufrida y renqueante tercera edad. Vajilla será la de los días opulentos, porcelana vistosona, inglesa, sajona o de Sèvres mismo. Pero bajilla nos evocará la de loza peleona, de Talavera, Muel o Manises, sobre todo si está ya por los bajos de la casa, es decir, por los suelos, después de haber servido como arma arrojadiza en la trifulca matrimonial. Duenario deberá ser sometido a nueva codificación: no podemos mantener el equívoco entre 'ejercicio piadoso durante dos días' y 'estado calamitoso de la economía personal'. Clara la etimología, vaya que sí: de duelo y erario, 'hacienda sonante'. Quizá pueda resolverse duplicando la n, duennario, para los rezos. Doblar la penuria resulta ya imposible.

En fin, que no hay que preocuparse por estos problemillas que nos acosan. ¿Que no nos gustan los trueques de vestíbulo? Entremos y salgamos por la ventana y recurramos al viejo rosario de recibimiento, zaguán, ingreso, atrio, recepción, entrada, o al más finolis jolcito. ¿Andadura, handadura? Volvamos a la bici. Es cómoda, ecológica y tal, aunque no elimine las agujetas.   —40→   ¿Duenario...? Se anula el viejo valor piadoso. La gente sigue rezando por si las moscas, vamos, por si falla el amigo del infierno que recomienda el refranero, pero reza para adentro. Hacia afuera, no aparenta progre. En cambio, el valor 'duelo por los monises evaporados', aparte de ser el más usual, será el más zarandeado por la clase gobernante. Mientras tanto, pasta, pastón borrarán a chelín, 'moneda', y podremos seguir llamando Chelín a nuestra adorada Consuelito. El método puede afianzarse con un poquito de atención y buena voluntad: galvana es la gandulancia artística, de clase bien: procede del ilustre Galván, personaje épico. Galbana es la vagancia nacional, colectiva. (En Andalucía y otros lugares, garbana1). En fin, entre todos, saldremos de la crisis idiomática, y de las otras que vayan llegando.



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ArribaAbajo- V -

Fruta del tiempo


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Cada vez que el horizonte cotidiano nos regala con una sorpresa, una ausencia llamativa, un clamor, no sé, algo, algo que, de pronto, notamos con vida escondida, con simulado aliento, enseguidita, sin pararnos a pensar mucho en el quid, se lo colgamos al tiempo: debe de ser fruta del tiempo, proclamamos doctoralmente, y nos quedamos tan panchos, orgullosos de tan extraordinario descubrimiento, felices, protegidos. Es el tiempo, a ver si no: es fruta del tiempo, eso es. Seguramente se trata de una conjunción de planetas y borrascas primaverales, y decretos asustadizos, que se topan con la horma de su zapato, tan enranciados nacen... Pero lo cierto es que, en los fines de primavera, se prodigan caras largas, refunfuños, zancadillas, quizá blasfemias degolladas entre dientes. Y lloriqueos, muchos lloriqueos. Todos los chavalines andan estos días al retortero con las evaluaciones, palabrón que no figura para nada en su horizonte, pero que, al parecer, todos han de soportar. Ni los enanitos del cine, ni los vaqueros valerosos, ni John Wayne sacudiendo leña a unos tozudos indios que resucitan   —44→   una y otra vez, dicen nunca evaluación. Y no digamos ya los dinosaurios. Y eso que dada su universal circulación, seguro seguro que saben muchas lenguas. Pues nunca se les ha pillado en trance de someterse a evaluación alguna. La palabreja evaluación alude a un tormento horrible, ajeno a toda felicidad. Se impone recibirla con cara larga. Sí, señor: evaluación es una puritita calamidad, desterrada de la lengua común, sensata, de orden. Pero dejemos a los rapacinos y vengamos a los otros, los más crecidicos, los jovenzanos, los que, además de evaluación, saben decir lindezas como Pitágoras y polisíndeton, el coseno de no sé quién, la cuarta declinación y el peso específico, los aoristos y los isótopos... Y por ahí adelante. Éstos palidecen ante la voz selectividad, que, como es de cajón, tampoco figura en su léxico. En ninguna letra de los Beatles o de Serrat se oye selectividad. Y no se nos ocurrirá nunca ir a buscarla en La máquina de la verdad y sus poliglotismos. Nada, nada, mala cara también a la selectividad, esa grandísima murga. ¡Estaría bueno, cuando podemos usar daiquiri, pub, marketing, software, ir a meterse en ranciedades como selectividad, cosa de viejas beatas...! ¡Es que tiene la gente cada ocurrencia...!

Pues olvidémonos del personal mayorzote, con crecederas periódicas, y pasemos al respetable ya madurito. Esta pobre gente, está lo que se dice malviviendo. Andan a la greña por tanto divorcio sin lograr tranquilidad, que luego... Están ahogados en requisitorias, comparecencias, facturas, encorvados de tanta y tanta cola en las oficinas de empleo, y más que fatigados de tanto aplaudir cuando los ilustres variopintos sueltan su   —45→   armonioso y cultísimo ¡muuuu! Pues, mire usted a estos buenos tipos, también con cara larga, enseñando los dientes como marchamo de autenticidad y estrellando energías en vano (algún que otro juramento, retorcer con furia una colilla con la punta del pie, miradas de través a su consorte, embobada ante un lujosón escaparate de frivolidades...) Este suburbio social está ahora lleno de una palabra que, al parecer, no se entiende, ni aclaran los diccionarios: la renta. ¡Tan bonita que era antes, cuando la renta significaba «cobro» y no angustias y toneladas de papel...! Bueno, no hay más que escuchar a los viejos, nostálgicos de la cédula personal. Los viejos, pobres, no necesitan poner cara larga: la vienen enseñando desde que las encuestas se inventaron, a ver, no tienen otra que sacar. A gruñir se ha dicho, a encontrarlo todo patas arriba y, si se dejan invadir de insidiosas dulzuras, a soltar despectivos «¡En mi tiempo...!», «¡Cuando yo hacía estas cosas...!», «¡Si hubieseis seguido mis consejos...!». Y venga morro universal, pluscuamperfecto, que todo quisque está al cabo de la calle: estas chorraditas de los vejestorios, hasta los mismos que las sueltan saben que son mentirijillas dignas de mejor empleo.

En la vida pública «las caras andan más presentables». No hay más que abrir la televisión. Aparece el jefe de no sé qué, volcando indignidades sobre el rival, a la vez que zarandea, impúdicamente, el número de votos, los esfuerzos más que heroicos por la solidaridad y el sacrificio, y, visto y no visto, pone del revés la historia nacional. No hace falta escarbar mucho para tropezar con la réplica. Y ahí ya oímos palabras de las   —46→   que no suelen decirse casi nunca, todas prohibidas. Como estos tiernos interlocutores son ya mayorcitos y, por lo general, han aprobado la selectividad, les sale Calderón en ropas menores (también puede salir un sargento de confianza de Calderón, si es el dramaturgo en juvenil, o un sacristán pejiguera si es el Calderón ya machucho), y nos marean a todos, hasta ponernos la peor cara posible, la de idiotas irredimibles. A ver, tanto honor, tanta altisonancia... ¡Hombre, así, cualquiera!

Y, entre tanto, la casa sin barrer y la mala cara llegando muy muy abajo. Al mediodía, nos da en la puntita del esternón. Después de la siesta, llega al ombligo y, con el cosquilleo, regurgitamos unas monerías que para qué. Menos mal que, a la tardecita, sosiego fingido, nos traen innumerables papeles para declarar a Hacienda nuestra fortuna, no vayamos a pecar malgastándola de mala manera. ¡Fortuna, ay, fortuna cegata, casquivana...! Es mucho mejor poner buena cara, la que el refrán exige al mal tiempo, y, silbandillo un cuplé benévolo (Madelón, Madelón; A las barricadas, a las barricadas; Cuatro cabezas he cortado...), largarnos a ver tiendas, a reconocer los anuncios luminosos, a curiosear por la romería del Santo o a sufrir pisotones a la salida de los toros. Y, luego, ya cansados, pero con nuestro léxico íntegro, sin haber arrinconado o repudiado palabra alguna, apoyar la cabeza en la propia desolación y sonreír hasta dejar la sonrisa olvidada en el quicio de un portal. Sólo entonces nos daremos cuenta clara de que hay otras palabrejas que (sí, claro, es cosa del tiempo) andan esquivas por unas semanas, primavera extinguiéndose: tranquilidad, sosiego, despreocupación,   —47→   beatitud... Y que, también temporalmente, son sustituidas por otras machaconamente reiteradas, hasta el hartazgo, pero, a pesar de la acreditada libertad de imprenta, no está bien escribirlas, qué va. Además, que al sólo recordarlas, la cara empieza a crecer, a crecer, y eso, ya... ¡De ninguna manera! ¡Qué se habrá creído esta gente, todo el mundo con cara larga...! ¡Hombre, que no se diga! ¡Venga, venga, a sonreír, mañana será otro día!



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ArribaAbajo- VI -

Una lengua integradora


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La aparición de Valle Inclán en las carteleras cinematográficas no es ahora una inusitada sorpresa: ya figuró con anterioridad (Sonatas, Luces de Bohemia) y siempre con inevitable polémica. Ahora se resucita la cuestión con el estreno de Tirano Banderas. Esto nos vuelve a poner en pie el problema de la recepción de la novela en amplias capas de lectores. El lector medio tropieza enseguidita con un léxico que no le es familiar y de ahí el inmediato rechazo. La sensación de apartamiento crece con la sintaxis llamativa y con el despliegue del rápido devenir argumental que allí se exhibe y que, al no poder ser localizado con precisión en horizonte alguno, siembra desasosiego y confusión en el ánimo del lector-espectador, tan mal acostumbrado hoy a la facilonería y a la tramposa comodidad. Sin embargo, Tirano Banderas es un libro extraordinario: sigo pensando que es la gran novela del siglo en español, y la lengua en él empleada es por sí sola el gran monumento a su propia condición. Valle pretendió dar la sensación de una ilusoria república hispanoamericana, sin que pudiese ser rotundamente   —52→   señalada en límites o mapas. No es esta o aquella colectividad, sino que tiene signos diferenciadores de muchas de las existentes y va de una a otra ribera del mar en estrecha compañía. Nada mejor para tal intento que utilizar una lengua elaborada con rasgos de todas las provincias del idioma. Aunadas las variantes, revestidas de una construcción no general en la península, esa lengua retrata personajes fascinantes, acude, dócil, a la fabulación sintética de un imaginario país donde todos cabemos y nos reconocemos, sirve de vehículo de pasiones, esperanzas, fracasos, y logra envolver en maravilla artística lo que, en su previa dispersión, no superaría la helada escombrera de un diccionario. Tal es el prodigio de esa «lengua hispánica», ya no española, en que Santos Banderas se desvive, balanceándose entre extremos de crueldad infinita y de delgada ternura.

Hoy no entiende un lector primerizo la novela, precisamente por tropezar con esa barrera, la lengua utilizada, que es, sin embargo, su mayor seña de identidad. No me extraña: cada vez la entenderán menos las gentes ancladas en una parcela determinada del idioma. A principios de siglo, cuando Valle comenzaba su brillante camino de creador, esa lengua se entendía mucho más. Abundaban por las calles madrileñas, o peninsulares en general, los hispanoamericanos. Cuba, Puerto Rico, en parte la Dominicana, eran territorios arropados de coterraneidad (incluso Filipinas: no es azar momentáneo la asomada de filipinismos en Los cuernos de don Friolera). Eran muchas las personas que iban y venían de un lado a otro, o tenían parentela en las dos orillas atlánticas. Con la revolución mexicana y el subsiguiente   —53→   descalabro económico, muchos emigrantes, familias enteras, regresaron a la península, a estrenar una nueva vida. Muchos de ellos siguieron empleando el español aprendido allí, en lucha con su condición marginal, dialectal con frecuencia: solían ser asturianos, gallegos, leoneses. Los jóvenes incluso habían nacido allí. Y todavía más: las celebraciones centenarias de la Independencia acarrearon vivo intercambio de gentes, compañías teatrales, embajadas comerciales, declaraciones solemnes... Es decir, hubo un frecuente y fructífero vaivén que, por desgracia, se fue limitando y olvidando (no fue el menor obstáculo para ello la guerra mundial de 1914-1918, por su obligada mutilación del tráfico naval). El mismo Valle trasladaba su personal experiencia americana a sus libros, y distinguidas personalidades hispanoamericanas pasaron largas temporadas en Madrid por los años veinte (Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, Girondo, Francisco de Icaza, Borges, tantos otros...).

Tirano Banderas se publica en 1926. Hoy, esa compenetración se realiza de otro modo, pero las variantes locales se agravan y acentúan ante la nivelación de la lengua culta. De ahí la idea equivocada que envuelve en desdenes muchos matices de ese léxico privativo. ¿Por qué no reaccionar igual ante las parcelas peninsulares, las jergas, el léxico taurómaco, el carcelero, el de los narcos, el fugaz cheli...? La gran lección de Valle ha sido saber aglutinar todas esas esquivas variantes y cotos cerrados en una lengua superior de ahilada, estremecedora belleza y hacernos transitar a todos por su cauce. Cosa que hacemos satisfechos, una cenefa   —54→   de gozo en la voz y en los pensamientos. Valle supo adelantarse a la exigencia que tiene aún en carne viva la lengua española: la de mantener la unidad espiritual por encima de localismos y de modas, y mantenerla en toda la desorbitada geografía donde la historia la colocó. Lo cual implica, además, el amoroso respeto por las variantes locales, portadoras todas de un hálito riquísimo de vida y de historia.

La película que clama ahora desde las carteleras contribuirá, y mucho, a limar diferencias. La imagen ayudará a que penetremos en el interior de los personajes. Es indudable que la película no puede intercambiarse con la novela: son entidades diferentes. Pero se apuntalan la una a la otra con holgada plenitud. Temo que la visión del público, educado en un cine estrepitoso, plagado de efectos especiales y poco ángel (eso que, abusivamente, llaman de acción) o detenido simplemente en bobadas seudosicológicas, no reciba calurosamente la nueva película de José Luis García Sánchez. Peor para esos espectadores adormilados. El buen paño en el arca se vende y la película (¡sería tan fácil hacerle reproches!) tiene bellos aciertos, sugiere ambientes, escarba en el trasfondo colectivo. Pondrá en pie, en nuestra conciencia, la trágica mojiganga del dictadorzuelo sanguinario, preocupado, a su manera, por la andadura de su país, y sin el tino necesario para lograr sacudirse la corte de aduladores mediocres, borrachines sin freno y tunantes vividores que forman el horizonte humano de este salvapatrias. Con un poco de esfuerzo, Tirano Banderas debe ser leído por nuestros jóvenes con mucho más provecho y fruición que las vulgaridades disfrazadas con falsa pedrería, tan premiadas   —55→   y alabadas en los medios y en la cháchara vana de pasajeras tertulias. Alimentará más que muchos viejos libros consagrados y desprovistos de invocaciones a la propia personalidad. Incluso servirá su lectura de revulsivo frente a algunas obras de notoria calidad literaria: las mismas Sonatas. Leída con atención, Tirano Banderas (y la película hará que en ocasiones nos entreguemos a la búsqueda) nos obligará a recapacitar, a explorar el contorno con cuidado, repentinamente angustiados por la descomunal injusticia circundante, oculta, en ocasiones, por una sólida capa de cosméticos y ponzoñas... Ese escalofrío del descubrimiento de nuestra posible complicidad, ese súbito alerta en vilo, ¿no es bastante compensación ante una lectura que sólo al principio resultará dificultosa?



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ArribaAbajo- VII -

La voz de la calle


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Siempre me ha gustado destacar uno de los rasgos más claros de la creación literaria española: el eco, clamoroso a veces, de la voz de la calle. Es algo escurridizo y sin límites precisos. Mana en léxico, en gestos, en contenidos -supersticiones, refranes, leyendas, recuerdos de instituciones, etc.- Lo más significativo es que aparece como nexo integrador, que aúna a todos los grupos sociales. El teatro de Lope de Vega es un feliz ejemplo, a la vez que un repertorio cumplido de estas manifestaciones. Toda la comunidad participa en la boda de Peribáñez. El Comendador corre tras el toro enmaromado con igual empeño que el gañán. Trozos tenidos tradicionalmente como prodigios de escritura en el Guzmán no son más que diestras amplificaciones de una frasecilla popular. Santa Teresa describe la levitación con palabras rústicas, etc. Este Madrid de nuestros pecados se ha trasformado asombrosamente, pero en mis años de chavalillo dominaba la lucha entre los modos cortesanos y los rurales, aún se jugaba en la calle bajo los toques parroquiales, se cerraban las tiendas al paso del Viático y la   —60→   gente se incorporaba al séquito hasta la casa del enfermo. Todo el vecindario se amontonaba en la quermés de la verbena y procuraba salpicar su habla avulgarada con tecnicismos (jurídicos, eclesiásticos, políticos) para engañar su pobreza cultural: la susodicha, «la mujer, la esposa»; el sursuncorda, «el tipo más importante». Así se disfrazaba la atenazante penuria, tanto material como espiritual...

Pues parece que eso, que creíamos borrado por la elevación del nivel cultural, está vivito y coleando. Pongo la tele. Hemos ganado en sinceridad, de veras. Ya no hay remilgos. Oigo a un jovenzuelo presuntuoso, que no para de mascar chicle (digo yo que será chicle, a lo mejor es el Diccionario de la Academia, con esos mofletes que airea...). Después de unos minutos, un rotundo Pues eso cierra la subyugante exposición. «A ver, tío, claro, tú, mola, ya lo decía yo, macho, mola un montón, bueno, pues que yo, es lo que tiene, ¿no?, a ver, macho, eso, eso, ¿eh?, pues, sí, hombre, a ver, mola, jo, pues yo, te digo que, tú, con este tiempo, o sea... ¡Pues eso!». La voz del pueblo no es tan lírica como la de Gil Vicente, pero... Zapeo: sale un tipo encorbatado, relamido: una tertulia sobre los nuevos registros de parejas. Aquí se rehuye la voz colectiva. Nadie dice las cosas por su tradicional designación. Hasta hace muy poco se hablaba de amontonados, arrejuntados. Por el aquel del cultismo se dijo amancebados, concubinarios... Ahora se hacen mil equilibrios para evitar lo tradicional. No resultaría progre. Libertad de coyunda y sanseacabó. «¡Ah, la libertad sexual...!», concluye, y mira, arrogante, a los contertulios. Desencanto: nadie   —61→   se desmaya, quizá lo esperaban, no se atrevían a empezar. De pronto, el estallido. Alguien habla de alcaldada. La decisión de un alcalde para hacer el registro de parejas medianamente soldadas es como la de Andrés Torrejón, de sagrada memoria, quien, por narices, declaró la guerra a Napoleón, vía Móstoles. ¡La que se armó...! Motín al canto. Gritos, amenazas, avisos apocalípticos del mejor linaje. Se ve que el heroísmo colectivo sigue alegrándonos las pajarillas. Total: se terminó como el gallo de Morón. Nuevo zapeo: un juicio, una trifulca entre pandillas urbanas. Los rivales se despachan perpetrando la libertad de expresión, bien a las claras. Cambio: y brilla el acueducto de Segovia, achacoso y con muletas, protegiendo un cónclave de escritores. Respiro. Por vez primera no quiero nada con lo popular. Sí, sí... Mucho monumento, más historia como fondo, pero las figuras excelsas largan cada piropo... Ni cultismos, ni voces tradicionales: horteradas a palo seco. Último cambio: sale el Congreso, no sé si votando o botando. Pataleos, abucheos, gran trapatiesta. Y gratis. Los diálogos repartidos por el territorio nacional (e islas adyacentes, para no dejar tranquilo a nadie), e incluso por el mundo adelante, a la izquierda o a la derecha, según se vaya, prueban que la tradicionalidad española sobrenada, firme, erre que erre. Algún cateto, al que le hayan quebrado la siesta con tanto alboroto, dirá: «¡Aquí todavía manda el Santo Oficio...!». Luego, con susurrar que esas lindezas asoman en el Quijote, se salva el honor cazcarrioso. No vendrán mal una limpieza de boca y unas horitas de cuarto oscuro. Y un Manual de Urbanidad, breve, conservador, qué... ¡Eso! De lo popular, hoy hemos quedado..., ¿eh...?



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ArribaAbajo- VIII -

Algunas excepciones


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Tenemos en casa un enfermo, grave, y, sin embargo, seguimos llenando los sitios de bebecua y juergueo, sin concederle importancia. Abundan las reuniones sesudas para atajar el mal, cambiarle la ruta, a ver si, de una vez, se larga y regresamos a la sabia tradición. Se trata del idioma, que, hombre, a ver, no se queja, no hace sentadas ni amenaza con huelgas, ahí está, tan malito él, que aquí y allá salen y no paran de salir recetas, consejos, ejemplaridades, sermonarios, golpes de Boletín Oficial, encaminado todo a tomarle el pulso y encarrilar su manía secesionista. Yo creo que algo pasa, porque al lado de esta variante lamentoso-condenatoria, corre otra que proclama bienestares, futuros preñados de orgullosas satisfacciones. Y esto en las dos riberas del Atlántico. Los esfuerzos prometen ser brillantes en consecuencia. Ya están preparados los manuales de todos los ciclos de enseñanza (seis páginas en blanco en los que circulan, a la espera), para acoger sus discusiones, broncas, reconciliaciones, asesinatos, zancadillas y banquete final. Por eso digo que debe de haber alguna   —66→   conjura que se encarga de mantener en vilo las porfías. En el fondo, no pasa nada. Lo de menos es ya esa peleona actitud de síes y noes. Yo propongo una miradita despaciosa, que nos vuelva al macizo sosiego de nuestra tradición y: ¡a vivir! Todo puede arreglarse con unas poquitas (eso sí, llamativas) excepciones.

Por ejemplo: todos decimos sutil, a la ortodoxa. Pero sútil, aparte de revestirnos de sapiencia, equivaldría al grado sumo de la sutileza. Quien logre entender la situación económico-político-ferroviaria, será sin duda, un tío muy sútil. Nos vamos acostumbrando a usar la voz regalía hasta para los míseros sueldecillos que el infortunado tipejo de a pie se atreve a cobrar de vez en cuando. Como alguno no da ni para pipas, que decían los clásicos, propongo que se llame, en esos casos y hasta cierta cantidad, regaliza, porque serviría para comprar raíces de regaliz, planta ya utilizada, por los viejos curanderos, contra los catarros, la halitosis (¡al diccionario, chaval!) y el mal de ojo. Atinada será la decisión de escribir acienda: aludirá a quien no ha pagado los ligeros impuestos que, en la cima del contento, pagamos los de a pie (¡siempre los mismos!); hacienda designará la entidad que se encargue de las cobranzas a domicilio, y Hacienda puede quedar como uno de tantos palabrones que andan sueltos por ahí y que, a fuerza de uso, no significan nada: vacío, oquedad, disgusto, inacabable riña. Para entidades de mayor cuantía, se usará fazienda, palabrón que, inmediatamente, despertará en nuestras conciencias los desvelos por las inmensas fincas, los yates lujosos, los automóviles parlantes. Algo parecido podrá ocurrir con algunos   —67→   apellidos: Giménez, Jiménez, Ximénez. Podremos acoplarlos a distintos grupos sociales, o según los hábitos dietético-jorobones: Giménez, a los que no son aficionados a comer caliente y prefieren pasarse la vida protestando. Jiménez, para la gente de medio pelo, tan en aumento, esos que no cenamos y lo decimos para pasar por progres, enemigos del colesterol y del supermercado, a partes iguales. Dejaremos Ximénez para los bienaventurados de puro y solitario, ventrones y regoldaderos. Hay pocos y, por lo general, encarcelados en las caricaturas de los malpensados periódicos. Creo que se deberá llegar a un acuerdo sobre el empleo de la x, letra que no parece gustar demasiado a los españoles de a pie (¡como siempre, hombre, qué coñazo!) Extenso será lo más grande, lo que necesita conocimientos de geografía y sistema métrico decimal para manejarse. En cambio, estenso, con s, significaría lo inconmensurable: el cabreo, la guasa, las actividades políticas, las desavenencias matrimoniales. Expacio, ídem de ídem. Expacio es tan grande que acabo de verlo escrito en la tele. Todos hemos decidido quedarnos en casa, este fin de semana: no habrá tiempo de recorrer tan ancho espacio. Dejaremos espacio para lo antiguo: el hueco en casa para los viejos y para el perro, y quizá para el tacho de la basura. Bueno, sí, es verdad: también puede servir para el ratito de los deberes escolares o el bricolaje de los papis, tan mañosicos que son. Creo que todo esto, tan clarito, será muy hacedero. Mientras se discute, iremos aprendiendo las diferencias de uso y acabaremos por reglamentarlo. Se hará un amplio debate en las televisiones, de donde, por lo menos, sacaremos en limpio la etimología de debate. Procede de la composición   —68→   , de dar, y bate, arma deportiva muy acreditada. Dé con el bate. No, no se alarme, es puritita metáfora. Claro que, si da, hágalo con cierta maestría. Que no se diga luego...



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ArribaAbajo- IX -

Una lengua en libertad


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Mucho se habla de Cervantes, abril arriba y desde todos los ángulos de la vida española, pero poco de veras verdadero es lo que se oye. Se despacha todo bajo la capa del ditirambo, con flecos y seudopatriotería y poco más. La gran aventura de leerle y comprobar que se trata, efectivamente, del novelista por excelencia, se practica con cicatería. Y quizá pocas expediciones pueden ser tan fructíferas, tan llenas de sentido. Cervantes, decía Rubén Darío, «es buen amigo. / Endulza mis instantes / ásperos y reposa mi cabeza». ¿Lo ratificamos nosotros ahora?

Cervantes es la vida misma, contradictoria, con sombras y luces cercanas o esquivas, pero siempre sugeridoras. Cervantes ha logrado crear un manantial de vida, vida esclava de los azares exteriores y del condicionamiento impuesto por las demás vidas. Tan atrevida expedición se hace en una lengua que está muy cerca de nosotros, sostenida principalmente por la decidida aversión cervantina a lo brillante y «literario» en demasía. Se declara enemigo de la pedantería y el engolamiento   —72→   como norma general (de todo, cuanto más de la expresión idiomática). No me atreveré a decir que considera a la pedantería pecado imperdonable, porque la característica más honda de su actitud espiritual es la de comprenderlo todo, disculparlo todo. Cervantes sabe arropar cuanto le rodea con un manto de especialísima ternura y de generosa comprensión. Pero nos avisa sobre las disonancias que el engolamiento produce. Cuando nos destaca las retorcidas expresiones, infantiles en el fondo, de los libros caballerescos («la razón de la sinrazón que a mi razón se hace...», etc.) me parece recordar la lección de Juan de Mairena, cuando, ante la frase «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa», lucha por convertirla en verdaderamente literaria al traducirla: «Lo que pasa en la calle». He aquí la lección cervantina en lo que a la lengua se refiere: naturalidad, espontaneidad. La lengua excesivamente artística no sirve gran cosa: podrá deslumbrar momentáneamente, pero se deshará en frágil purpurina al poco tiempo, no tolerará el paso de una brisa joven, vivificante. Vayamos por un momento a escuchar al trujamán del Retablo de Maese Pedro, con su atrayente desfile de muñecos, de fugitivos enamorados que «toman de París la vía». El trujamán, el muchacho que hoy llamaríamos, desde nuestra ridícula suficiencia, el presentador, ensarta una buena procesión de exclamaciones solemnes, y hasta la añuda con recuerdos de la literatura antigua. (No es audacia sospechar que el tal trujamán no sabe gran cosa de esa materia). Y Cervantes, por boca del dueño del retablo, nos envía su permanente lección: «Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala». ¿No es válida esta brevísima   —73→   apostilla para muchos de nuestros trujamanes actuales, convertidos poco menos que en héroes nacionales? Llaneza, llaneza... Hay alguno de éstos que... ¡Ay, ciertos telediarios, repletos de gesticulación, alteraciones de la entonación, personalismo gratuito...! En fin, la lengua de Cervantes nos adoctrina hoy muy bien.

Pero Cervantes es también enemigo de la vulgaridad, de la vecina zafiedad que fácilmente puede enlazarse a lo general y sencillo. Nada más inexacto que intentar ver en lo coloquial escrito un retrato de lo que se dice. No: es, en cambio, una recreación artística, sometida a disciplina y selección. El primer escalón en esa selección es el de mantener la lengua dentro del estrato cultural y social del hablante, no salirse de unos límites previstos, y el esfuerzo por mantener esa lengua dentro de la estimación general. Cuando Sancho y su mujer, Teresa, discuten sobre el hecho de dar marido de calidad a su hija, Teresa se opone porque, piensa, siempre que el marido de clase superior tachará de villana a su mujer. (Cervantes, en las palabras de Teresa, encubre una vieja canción: «Llamáisme villana, / yo no lo soy... Casóme mi padre / con un caballero / a cada palabra: / ¡hija de pechero...! / Yo no lo soy...»). Detrás de este acoplamiento casta social-lenguaje característico, el Peribáñez lopesco se nos agiganta: Casilda y Peribáñez se hablan como labriegos, sin abandonar nunca el conceptismo interior del campesino: emplean en sus mutuos elogios un paisaje que es el habitual en su existencia: las cosechas, los campos engalanados por abril, el mejor vino, el aceite dorado, la res que dormita o pace en los prados abiertos... El contraste se ve muy bien   —74→   cuando el Comendador, al ir reponiéndose del golpe sufrido, no ve a su alrededor más que la cara de Casilda e impresionado por su belleza comienza a hablarle de soles, planetas, arcángeles... Casilda no le entiende: piensa que está muy grave, está delirando: «Veis visiones», le dice. Es lo mismo que le ocurre a Teresa, quien dice a su marido, empeñado en corregirle los dislates de lengua: «Desde que os hicisteis miembro de caballero andante, habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os entienda». Y en otra ocasión: «Yo no os entiendo, marido, haced lo que quisiéredes...». Cervantes demuestra, con estos cambios de habla, que el espíritu humano es perfectible y que la lengua mejorará con el esfuerzo orientado a esa perfección.

La penetración de la lengua popular, lengua de la familia y de la calle, en la obra literaria es rasgo capitalísimo de la literatura en español. Paso por alto el empleo de refranes, abrumador, que requiere demorada meditación y más lento examen por su copiosa aparición en el teatro, en la novela, etc. Me voy a referir a huellas más hondas. Hemos de revisar muchos conceptos ya consagrados por la crítica a través del tiempo. Cuando Lope, en varias ocasiones, apela a sus «mil y quinientas comedias» ha logrado que gentes de buena voluntad se hayan puesto a contar títulos para verificar la cantidad señalada. No está mal como atracción del sueño. ¿No hay quien cuenta ovejitas? Pero Lope no hace otra cosa que recordar la existencia de una alta Sala de Justicia llamada de las mil y quinientas por la cantidad de hermosísimas doblas que costaba el proceso que a sus instancias llegaba. La frase se convirtió en   —75→   definición de excelsitud, riqueza, etc. Lope no hace más que encarecer el número y calidad de su producción. No creo que haya hoy hispanohablante alguno que, cuando algo le ha salido «a las mil maravillas» (un trabajo, un encuentro, un viaje) se ponga tranquilamente a contar una a una esas maravillas. ¿Dónde están, cuáles son? La lengua popular tradicional nos hace víctimas de su engaño. Santa Teresa es ejemplo claro de esta penetración de la lengua popular en la obra superior. Nadie pensaría que la frasecilla: «Ya, ya comienza (el alma) a perder el pelo malo», expresión con que la Santa delata la llegada inminente del éxtasis místico, es todavía, en la tierra alta castellana, la indicadora de los primeros vuelos de los pajarillos. Una locución rústica se ha convertido en vehículo de altísima experiencia humana.

Para Cervantes, el ideal de lengua no se acomoda a rasgos locales, ni a los de casta social alguna. Para él, el habla buena, pura, elegante y clara, «está en los discretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majadahonda». Cortesano es el hombre pulido, educado, y discreto, el dotado de inteligencia y sano juicio. Perdida la norma ideal de los círculos cultivados madrileños (era la existente en el primer tercio del siglo), el ideal hoy reside en la lengua empleada en los diversos polos humanos del mundo hispánico. Hay un ideal imitable en la lengua de las grandes ciudades españolas, pero también en la de Buenos Aires, México o Lima. Pero con la certera observación: el habla de las personas educadas, dotadas de cierto nivel cultural, y a la vez, discretas, inteligentes. Es decir, la norma propuesta por Cervantes   —76→   hace siglos, con diáfana claridad. El habla de la persona culta, aunque haya nacido en Majadahonda, es decir, en cualquier sitio donde se hable español. A todos se les reclama, para seguir sus pautas, usar de la discreción, «gramática del lenguaje, que se acompaña con el uso». Cervantes ha sabido combinar las diferentes parcelas de la lengua y proyectarlas hacia una ininterrumpida vocación de futuro. Absolutamente todas las vertientes de su obra convergen en la creación de personas, no de personajes. Hombres y mujeres que viven en lucha consigo mismos y con los demás. La lengua capaz de expresar tan variada situación espiritual no puede ser, en manera alguna, la ortodoxa y ordenada de los preceptistas, gramáticos y puristas de todo tipo. Ha de ser una lengua en libertad, en perpetuo trance inaugural siempre, siempre recién nacida. Esa es la lección de Cervantes y esa su permanente actualidad.



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ArribaAbajo- X -

Tirso, gran creador de léxico


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Una relectura de Tirso de Molina, siquiera sea al pasar, nos pone ante los ojos, de forma muy destacada, su extraordinaria gracia para inventar palabras. Una situación, un equívoco, un cambio de escena le sirven para poner en circulación una voz nueva, preñada de sugerencias, palabra dramática, que puebla, momentánea o perdurablemente, de sentido lo que está pasando. Hace descender la solemnidad del conflicto a la esquina con viento donde todos nos entendemos. Ya ha habido alguna mano entendida (André Nougué, por ejemplo) que ha querido poner orden en tales creaciones, pero bien estructurado y todo, se nos escapa la fina broma que suelen tener todas esas invenciones. Todas revisten de una exculpadora sonrisa cómplice lo que Tirso está obligando a hacer a sus personajes. Así, sírvanos de ejemplo alguna de ellas: nos encontramos con un personaje, Fadrique, cuya presencia complica enojosamente deseos y proyectos. No es raro, pues, que, en una repetición de esa presencia molesta, el perjudicado hable de fadricación. Todos comprendemos la innumerable confluencia que se agolpa, de repente, en la palabreja. Lo mismo podíamos   —80→   decir de legumbrizar, cuando nos dirigimos a un hortelano algo redicho. No hay broma mejor sobre el eterno devenir escénico del billetito amoroso que exhibir embilletar, por «dar cartas o mensajes en un papelito». Tirso se guasea cariñosamente del manido truco de la carta. Igualmente la pregonada castidad fingida de las mujeres más o menos hipócritas queda al descubierto bajo lucreciar o «hacerse una Lucrecia», con lo que todo el prestigio histórico de la dama romana se vuelve desolada purpurina. La murga permanente del enamorado que anda a vueltas con suspiros y menciones repetidas de la amada, haciendo inocentes juegos con su nombre, queda reducida a escoria con deserafinar (la amada se llama Serafina), lo que, al evocar, por añadidura, el normal desafinar, pone en evidencia el latazo del repetido canturreo. Verdaderamente grotescos son los tratamientos ceremoniosos que, por la broma tirsiana, se deshacen en fría ceniza. Todos recordamos la enorme cantidad de fórmulas empleadas en el trato social, esas inacabables y matizadísimas fórmulas empleadas que vemos escrupulosamente reglamentadas en el Manual de escribientes, de Antonio de Torquemada. Tan complejas, que pocas veces se emplearon todas. Pero es cierto que hubo -hay- mucha gente que se paga de esos tratamientos empingorotados, que no añaden más que ventarrones de vaciedad a la persona que tiene siempre preparado el pecho para recibir la brillante condecoración: vuestra excelencia, vuestra señoría, vuestra paternidad, vuestra tal y vuestra cual. Pues bien: todo eso se coloca entre paréntesis en numerosas comedias de Tirso por medio de un ligero esguince expresivo: Vuestra mediojería, dirigiéndose a una tapada   —81→   de medio ojo; su infantería, al hablar a un infante; su duquencia, dirigiéndose a un duque; mi legacía, mi encargo, mi condición de portador de un mensaje; vuestra dueñería, encarrilado a una dueña, etc. Su cantidad, lanzada contra una persona de poca estatura, ¿no nos hace de pronto ver el vacío de tantas vuestra paternidad, su caridad, etc.?

En algunas ocasiones, la apelación a estadios cultos puede hacer que el ocasional juego de sentidos se pierda enseguida, una vez fuera de la trama teatral. Por ejemplo «hacer a alguien obispo de Corozain», es decir, verle de penitenciado por la Inquisición, con la coroza-mitra colocadita sobre la cabeza. Muchos espectadores sabrían así de la vieja ciudad bíblica. Parecido caso es el vestirse de caifascote, por alusión al anascote, «tejido recio y tosco». Anás y Caifás andan al retortero entre las bambalinas. Pero estos casos poco frecuentes al lado de los numerosos repletos de jugosa espontaneidad parlanchina, suponen poco dentro del inmenso caudal de ocasionalidad creadora. ¿Qué son estas cultísimas alusiones frente al desgarro deslumbrante de enanear, dicho por una persona que pretende curarse en salud, ante el desdén ajeno por su corta estatura? Así me enaneó mi padre... No cabe mayor ni más delicada guasa, vigilante adelantada de la que esperamos por parte del ortodoxo, sensato, gris interlocutor. En estos tiempos de locura colectiva por el coche, por cambiar de coche, por lucir el descapotable llamativo y avasallador, ¿no nos ayudaría el tirsiano cochizar (no hay dama que no se cochice), que era el equivalente en el embarullado Madrid de 1600?

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Resulta muy llamativo hoy que la censura -como siempre- de los doctos se detuviese en el respeto a las normas. Si se dice o no embajatriz o embajadora (Lope de Vega habló de este caso concreto en la dedicatoria de Pedro Carbonero); si está bien o mal dicho fregatriz o fregona, lavandriz o lavandera. (Recordemos la suerte grotesca de fregatriz, viva en el género chico; pues Tirso fue más lejos y creó el verbo fregatrizar, lo mismo que hizo con meretrizar «convertir a una mujer en meretriz»). Parece que la persona preocupada por las normas gramaticales solamente, no suele conceder mucha escapatoria a esta fluidez vivificante. Para mí, cuando hoy releo a Tirso y me tropiezo con estas entradas de una voz popular, de la calle, con sus inhibiciones y sus resoluciones apropiadas, veo muy claro este rasgo como una prueba más de su condición coloquial - madrileña. El habla desenvuelta, desenfadada, de la aglomeración urbana en crecimiento desmedido, en la que se oyen giros, voces, expresiones de todo el ámbito geográfico de la lengua, tuvo que estar muy presente en Tirso de Molina, madrileño que ejerció de tal con fervor. El habla popular de la Corte siguió inventando voces -literalmente- y haciendo lo infinito por imponerlas. El esfuerzo de Tirso, estoy seguro, tuvo que ser valorado por sus contemporáneos como lo fue el género chico en los finales del siglo XIX. Detrás de ello andaba el habla cotidiana de Madrid, ciudad en eterno desperezo, urgida por acoplar a su lengua tradicional lo que ve de nuevo. No otra cosa es el ensuldigada con que un madrileño semiculto respondió a la disculpa de una voluminosa señora alemana después de un pisotón.



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ArribaAbajo- XI -

Tajania


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«Mira, mira, abuelo, no nos des la murga con esos jipíos. Eso no se lleva, no gusta a la gente de nuestra edad. Ahora hay que cantar con Mickel Jackson, el morenito». «Ah, claro, el morenito. Y eso, ¿qué es?». «Jo, es que no sabes nada, abuelo. ¡Jackson, el negro que se hace la estética...! Es muy famoso. Se hace la estética para ir pareciendo blanco, cada vez más. Y acabará por pasar por... Cómo te lo diré yo... Pues que así, como todos...». «Y, ¿lleva muy adelantado el cambio?». «Pues, sí. Es un tío bárbaro, genial. Así de sencillo: genial». «Pues, yo, la verdad, no le conozco. Pero con eso que me decís... Espero que no sufra mucho con las operaciones, y que no le impidan cantar. Y, sobre todo, que no se le cambie la voz, no sea que sus admiradoras...». «Qué va, hombre, qué va, tú también. Lo tiene todo muy bien calculado, para que todo le encaje justito. ¿No ves que tiene muchos contratos y hay que cumplir los compromisos? A ver, si no. Además, que Jackson es formidable, fenómeno. Menudo es». «Ya, y ¿dónde le habéis conocido vosotras a ese Jackson tan formidable?». «Conocerle así, directamente, cara a cara, pues no. Vive muy lejos,   —86→   en Nueva York, que es donde viven todos los grandes, pero le vemos en la tele, y en el cine. Y, además, que no hace falta, porque le conoce todo el mundo. ¿Te enteras? Tú es que estás carroza y, claro, pues eso!». «Bueno, bueno, pero aún no me habéis dicho qué canta el tal moreno. ¿La verbena de la Paloma? ¿Tangos? ¿Alguna ópera o cosa así? ¿O es más serio?». «Venga, hombre, corta, corta ya, pero por quién le has tomado... Pero qué dices... Esas cosas tuyas no las conoce nadie, de dónde te has caído, pues sí que». «Sigo sin saber qué canta vuestro amigo Jackson. Y menos choteo con eso de carroza y tal, porque también yo entiendo lo mío de cantos y musiquillas». «Sí, ¿eh?. Será de música celestial. ¡Mira que no saber Thriller! ¡Pero si es bárbaro!». «Bueno, valga lo que digáis, pero que conste que las cosas que yo me sé no están mal. ¡A mucha gente le gustan!». «¡Cállate tú por ahí...! ¿Tú sabes Bola de cristal o Abracadabra? Son de Alaska. Dónde vas a comparar con lo que tú cantas, eso de Tú, solamente tú, o Cinco minutos nada más... No sirven ni para que te afeites por la mañana temprano, a la hora en que te levantas tú, con los lobos sueltos por la calle... Toda una vida me estaría contigo... ¡Con eso se te cae la baba...! Vaya chorradas. Esas canciones las sacan en la tele de cuando en cuando para vosotros, los canicas, les dais lástima y no quieren que os consideréis marginados, toma, ya hay bastantes líos...». «Pues, chicas, estoy pasmado. ¿Cómo sabéis tanto de eso?». «Es lo que hay que saber ahora, lo que se lleva. La moda. En todas partes. Hasta nuestra seño de inglés, leidi Chonita, lleva siempre a clase un transistor y sigue el ritmo mientras hacemos los numerales, one, two, three, four, five... y el verbo   —87→   to be, que es la mar de difícil, jo... Entra mejor con música». «Y los Reyes Godos, ¿los aprendéis también con música, vamos, a transistorazo limpio?». «Pero qué dices, tío. Los Reyes Godos, ¿qué es eso? Alguna inocentada. Serán los de la baraja, vaya petardo. En mi cole no se llaman así». «No, no, no os engaño. Hubo una vez unos reyes que eran godos o que atendían por ello». «¡Pues vaya rollo!». «Ataulfo, Sigerico, Walia..., Leovigildo...». «Qué cosas, ¿no? Ahora aprendemos los grupos, Mocedades, Mecano, Pegamoides, Los elegantes, Obús. Son guay del Paraguay». «Ah, sí, sí, claro, está muy claro». «Pues no te gustará, a mí qué. ¿Sabes lo que te digo? ¡Que me importa un vatio!». «Pues a mí, canica y todo, me gustaba, y mucho, Silvie Vartan, para que veáis, y me sé de carrerilla sus canciones». «Bah, valiente cosa. Lo que hay que saber es La mujer de rojo y hacerlo como lo hace Steve Wonder, y saberse Break Dance y Flashdance, y Barco a Venus, ésta del propio Mecano. Esto por lo menos. ¿Ves Amor de hombre? Ya se ha pasado, para que te enteres. Así que fíjate cómo estará todo eso que tú cantas». «¡Ay, ricas, ni hablar, qué chicas éstas! Tú, a tus once añazos, cantas eso, pero aún no has llegado a los míos. Yo conozco las obras de los grupos más destacados, Los zurdos de los dos lados, La oveja más negra, Los pies planos, Los seis dedos amables y diez o doce más. Todos son mis amigos». «¡Ay, Arturo, no me seas tan duro! Lo estás inventando. Te crees que somos tontas. ¡Que no te quedes conmigo, que tengo perro!». «Eso sí que no lo entiendo, lo del perro». «Pues tú tienes que decir, si alguien te suelta eso: Y yo ya tengo correa». «Correa... ¿Para el perro...? En mi tiempo decíamos no te enrolles,   —88→   Charles Boyer y quedaba fino, más erudito. Tu padre se casó con tu madre porque le fascinó el timito que ella empleaba a troche y moche». «¿Cuál era? Pero di la verdad, no nos tomes la cabellera». «Pues decía Chupa del frasco, Carrasco. Ya veis, es muy sentimental». «Que te crees tú eso». «Pues yo canto lo de Miguel Ríos, o lo de Julio Iglesias. También puedo seguir algunos trocitos de Jesucristo Superestar». «Puaf... Retablos del siglo XVII, polilla puritita. Corta, corta... Nosotras... Oye, tú, peque, vamos a cantarle al abuelo Conspiración, o ¡Apunten! ¡Fuego!, para que vea lo que es bueno, y no esos latazos que se gasta...». «Bueno, bueno, me rindo. Veo que tenéis una enorme sapiencia en materia de grupos musicales y alaridos consecutivos. Pero, veamos, ¿por dónde pasa el Tajo?». «¡Vaya pregunta. A mí qué me importa. Qué más dará. Pues por donde pase, jo...!». «No, no, timitos no. A ver: el Tajo. El Tajo es un río muy importante y hay que saber siquiera un par de ciudades de las que tiene a sus orillas. Así que, ¡hala!, a desembuchar. ¡El Tajo! ¿Dónde nace?». «Nacerá en Tajania, eso está claro. Su propio nombre lo indica». «¿Sí, eh? Pues no está mal discurrido, se nota que los grupos no os han echado del todo la cremallera en el coco. Pero, a ver, más, más, dime más cosas del Tajo!». «Ah, ni hablar, a mí me tiene dicho la seño Edu, la de Geografía, que es muy malo aprenderse las cosas de memorieta. Así que se terminó: no me preguntes más. Vete con la música a otra parte». «¡Chica, frena la frescura, cielito...!». «Pues qué pesado te pones, es que no hay manera de que te enteres, ¿eh? Déjame silbar... Te sientas en el verde y es como en el cine... Es mi manera de llegar a ti...». «Si te aprendes el Tajo   —89→   bien, el Tajo y los demás ríos, te haré un buen regalo para tu cumpleaños, cuando llegues a los doce. Un buen libro de cuentos, o de estampas, o de viajes, o de animales». «Déjame en paz de libros. Yo lo que necesito es un ordenador para jugar en la pantalla a hundir acorazados las tardes de lluvia, o algo para grabar en video lo que canten ahora los Chiringuitos, se están poniendo de moda, pegan fuerte... Tralalará... Tralalará... la... la...».



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ArribaAbajo- XII -

Madrid, mil setecientos y pico...


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A principios del siglo XVIII, cayó por Madrid el aristócrata canario Cristóbal del Hoyo Solórzano y Sotomayor, marqués de San Andrés. Sesentón, traía a cuestas una vida muy ajetreada de procesos, condenas, huidas, viajes y fructíferas permanencias en otras capitales europeas (Lisboa, Londres, París) y una esposa de dieciocho años. Cristóbal del Hoyo es personaje de vivo interés, curioso observador de la vida en torno y desenvuelto comentarista de ella. Sabe detener su mirada sobre cuanto se le pone a tiro y, sin perder tiempo en describirnos las cosas, nos expone, con encantadora fruición y amable ironía la reacción propia ante esas mismas cosas, hombres, costumbres, sucesos... Arropa su comentario con un despierto frescor de primera mano, en el que la crítica, a veces agria, avisa y orienta, perfilando actitudes, revelando consecuencias. Todo lo hizo en un libro que ahora, fragmentariamente, (sólo lo relativo a Madrid) ha reeditado el prestigioso investigador Alejandro Cioranescu.

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Leyendo estas páginas, vemos que en la primera mitad del siglo XVIII, la vida madrileña dejaba mucho que desear. El aristócrata pone en solfa la desbaratada ceremonia de las procesiones, la disfrazada religiosidad de las gentes, la pedantesca sarta de inepcias de los oradores sagrados, el lujo inútil de las frecuentes fiestas. Recorre los paseos, ya entonces atosigados con el gentío, y se asombra ante la exagerada abundancia de coches, encadenados por el permanente atasco y envueltos por nubes de pobretones y vendedores de las más extrañas mercancías. Explica los amoríos y chichisbeos (tan bien estudiados por Carmen Martín Gaite), enjuiciándolos con regocijado pasmo. Pasmo que surge centuplicado al leer la lista de los chichisbeos que se conocen en Madrid, «hoy, 10 de agosto de 1739», y que, caballerosamente, no repite, para no divulgar la desvergonzada enumeración. Nos cuenta cómo eran las comedias al uso. «En otras dos comedias, y de ninguna supe el título, había el vuelo de un borrico y de una columna en otra... El jumento era un burro tal, en carne viva: salía al tablado sin mucha necesidad, y con poca se montó el gracejo en él». «Unas fuertes sogas le subían y bajaban una y otra vez, como quien sube la gavia mayor de un barco». Para Cristóbal del Hoyo, la algarabía subsiguiente, gritos, risas, silbos, rebuznos, etc., con que el público siguió la acción, era cosa poco digna de una de las primeras cortes europeas. Idéntico repeluzno le merece la suciedad de la villa, con las porquerías rebosando en las calzadas. Nuestro marqués carga la mano no en la descripción de estos lodos, sino en su humor personal para sobrellevarlos o imaginarse los actos sencillos de la vida ante la monumental   —95→   inmundicia, ya comentada en forma pintoresca por otros autores, como, aparte de los clásicos, Tommaso Stigliani y el barón de Waleff. De la mano del irónico canario asistimos a una visión ya casi periodística de lo que los grandes escritores del XVII dejaban entrever sobre los hábitos cotidianos de la capital. Lo valioso en este caso, no en vano ha pasado una centuria, es ver cómo, tras las líneas cómicas, se despereza una protesta entristecida, una aherrojada vergüenza ante la desidia oficial.

Dentro de esta edición crítica de la vida madrileña en 1740, el zumbón aristócrata, y no perdamos de vista su condición insular, marginal, naturalmente arcaizante, nos pasa revista a la lengua que utilizaba el pueblo de Madrid. ¡Qué excelente conjunción de planos, de formas de convivencia tan diversas...! Nuestro autor destaca que el pueblo madrileño está, en el momento en que él escribe, «con su pelo y su lana, como cuando, ahora dos siglos, era un villorrio muy agreste». Y se apoya, para tal afirmación, en que los madrileños medios dicen pusible, intierro, melitar, estógamo, etc... Y esto lo considera arcaísmo o vulgarismo censurable un hombre que aún escribe huiga por huya (de huir), amén de otras muchas cosas ya eliminadas del habla madrileña. Y eso sin contar con algún léxico que quizá ya fuese entonces canarismo y hoy es americano en general, como embarnecer, «aumentar en brillo y buen aspecto», (Gabriel Miró, encandilado por su ranciedad, lo emplea alguna vez), o gracejo «el gracioso de las comedias», o zaramullo, por zascandil, revoltoso. Al lado de este fondo general, del Hoyo nos habla de minuetes   —96→   y reguingotes, «redingote, prenda de abrigo», claros neologismos. Los dos los recogió la Academia en 1817. Está familiarizado con los características, «persona que deduce cualidades espirituales observando los rasgos externos»; llama baladrón al hombre sin ética, gandul, ladronzuelo quizá. Dice, no sé si será ocasional y personal acomodo, asai por «ensayo, intento». Habla de un paño ordinario, seguramente el rústico buriel, al que llama pardomonte. Este escritor, que tan directamente nos habla de sus preferencias y de sus rechazos, es de los primeros en llamar simones a los coches de alquiler («los que se alquilan, a quien llaman don Simón». De igual forma lo usó Torres Villarroel, en 1730). Y lo más curioso es que nuestro pulido cortesano no tiene empacho en emplear alguna vez de casquis, o 'de mi propia cosecha, fruto de mi talento', antecedente de los tan traídos y llevados en la literatura popularista del XIX pesquis, bóbilis, finolis, etc. También lo usó alguna vez González del Castillo. Y para que no falte detalle alguno de este aspecto, el buen don Cristóbal vacila al hacer el plural de Madrid, y se pierde entre Madrid o Madrís. En fin, releer hoy, desde este Madrid de nuestros pecados, las observaciones de un español inteligente y ventilado, es una verdadera delicia. Ayuda a comprender y a disculpar muchas de nuestras torpezas colectivas y, más aún, la obstinación en repetirlas. Bajo la aguda y tibia socarronería de Cristóbal del Hoyo, ¿no nos suena una musiquilla muy cercana, en la que reconocemos nuestros cotidianos pasos de madrileños de hoy...?



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ArribaAbajo- XIII -

Salvar el honor


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He oído contar a gentes que vivieron la dureza de la última guerra mundial cómo, aparte de ideas o creencias, corría, soterraño, un sentimiento oscuro, pero profundo en los casos en que salía a flor de piel: por encima de los avatares de la lucha, bombardeos, campos de concentración, ejecuciones, hambrunas, depuraciones, etc., era necesario salvar el honor. En lo que ya no había coincidencia clara era en el procedimiento para alcanzar esa salvación. Hoy, nosotros mismos, en este fleco de Europa, no estamos libres de ese apasionamiento, nos superamos para mantener en pie la negra honrilla: en un bar de carretera, al borde de un poblachón manchego anegado de silencios, blanco de cal, higueras jugosas asomando por encima de las bardas, había llegado la desgracia: un súbito atraco, inesperada violencia, cuchillos coléricos, el dueño del local muere en la pelea. Pero el negocio ha de seguir, hay que abrir todas las mañanas, soportar conversaciones, apostar decididamente por el equipo local de fútbol... La viuda, cuarentona resuelta, decide salvar el honor familiar y afrontar la exigencia   —100→   social del duelo: pone un pomposo lazo de seda negra encima del televisor. Así se dignifica y recuerda la ausencia del marido y se amordazan las murmuraciones pueblerinas. Por si fuera poco, los días siete de cada mes, fecha en la que ocurrió la desgracia, un delicado tul negro disimula todo el televisor, otro manto se cuelga sobre el teléfono, no se despacha alcohol durante una hora y, con el retrato del difunto en una esquina, un cartelito, impreso en La Confianza, Esquelas y Recordatorios. Papel para copias, invita a los clientes a rezar el rosario en las habitaciones privadas de la propietaria, rezos dirigidos por el Señor Arcipreste, licenciado in utroque por la Universidad Pontificia de Roma. A la viuda, desde que, con el máximo rigor, practica este ritual, se le han alegrado los ojuelos, le brillan encandilados y soberbiosos, y se le ha ensanchado el perímetro torácico: será por la respiración profunda, satisfecha... El honor está a salvo, y el negocio no digamos.

Arranques así suceden en todas partes. Mi amigo Karl Weber, mi alumno en la universidad de Colonia y profesor mío de alemán, sentía una agobiadora vergüenza por la destrucción de Alemania bajo los aviones aliados. Y decidió, por su cuenta, también personal y muy propia, salvar el honor. Para lo cual, en los aniversarios de ilustres compatriotas (Beethoven, Kleist, Goethe, Walter von der Vogelweide...), de tres a cuatro de la tarde, se vestía de riguroso luto (traje carito, ya lo creo, se lo encargó en Londres sólo por fastidiar a los ingleses) y, con un ramito de violetas en la mano (artificiales, claro, duraban más, y no hay que olvidar lo achuchada que andaba la economía centroeuropea, a   —101→   pesar del plan Marshall), se asomaba a la terraza y declamaba en voz alta, en alta voz cesárea, algunos versos del personaje recordado, o, si el celebrado era músico, canturreaba algún compás como Dios le daba a entender. (Weber lucía ronquera crónica, de muy buena calidad). Me invitó un día a su casa para que yo pudiese comprobar la seriedad y eficacia del rito. Creo que logré simplificar el ceremonial enseñándole a hacer un buen corte de mangas a todos los enemigos. Valía mi consejo para cualquier raza, religión, manía literaria... Y, de paso, alejaba el peligro de enfermedades: no hay que olvidar que el aniversario de Beethoven, en diciembre, (pleno invierno, caray con la temperatura de Renania por esas alturas del año) y el de Goethe, en agosto (pleno verano, y ya se sabe lo que el Sol es capaz de hacer en la piel), no era recomendable conmemorarlos a la intemperie, ni siquiera en la azotea propia. Un buen corte de mangas llega a los mismísimos escalones del trono celestial y provoca una evidente sacudida. Los versitos, rumiados o grandilocuentes, o un trocito de Claro de luna a medio chamullar, aumentan la soñarrera. Y así, usted me contará. Karl Weber, mi excelente profesor de alemán (cinco marcos cincuenta la hora) palmó de un andancio tropical por no sé qué andurriales del Perú. Su último gesto fue un cordial corte de mangas al médico, a los enfermeros, al envarado señor cónsul, a todo el que estaba cerca. El honor se había salvado una vez más. ¿O no...?

¡Ah, el honor maltrecho...! Indudablemente, aquel buen andaluz gordinflas, que logró permiso especial de los jefes del campo de concentración donde toda incomodidad   —102→   carecía hasta de asiento, obtuvo, digo, licencia para quedarse solito al borde del agua, en la playa de Argelés: salvaba también su honor todos los días. Podía, de espaldas a los centinelas y a los mandos, dialogar un ratito con una sirena amiga, una buena mujer. De la boca medio pescadillera, conseguía el hombre noticias del mundo exterior, de las guerras y las revoluciones, que había para dar y tomar, supo el pronóstico del porvenir (verdaderamente lamentable los días pares, gozoso los nones, especialmente los días 13) y, aseguraba, volvía vengado de los guardianes, unos tipejos que, poco a poco, bajo un tosco disfraz de compraventa, se fueron quedando con cuanto de valor conservaban los concentrados. Llegó un momento en que le aconsejamos que vendiese la sirena. Es muy probable que lo lograra, a juzgar por su indudable bienestar alimenticio. Una sirena no es cosa de cuatro perronas, qué va. Pero el permiso siguió vigente. El buen andaluz siguió disfrutando de un ratito a solas con su propio honor, al fleco de las olas... No charlaba con nadie, no adquiría información valiosa: simplemente se miraba el ombligo, otra manera de salvar el honor, no me digan que no.

Lo triste de todo esto es, aparte del despilfarro de energía y de originalidad que suponen tales actos reivindicativos, que no suelen pasar a la admiración de la posteridad. No se perpetúan en mármoles ni bronces, ni suelen referirse a los chavalillos en los libros de texto, o bajo la monotonía rezongona de la seño de Historia. Tampoco se citan en los encendidos discursos de los políticos, quizá porque estos señores suelen no saber   —103→   nada de nada de nada. Una losa de olvido cae sobre decisiones tan... ¿Heroicas...? Digamos que tan vitales: la viuda del bar del cruce, mi recordado Karl Weber, el tipo andaluz de la playa, todos, mientras daban cuerpo a su personal decisión, vivían íntegramente, gozosamente, ya lo creo que vivían...



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ArribaAbajo- XIV -

¡Ay, los acentos...!


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«¡Pero, chico, qué requetemal acentúas...! Tú te has autoerigido en la mismísima teoría acentual, nueva tecnología incluida. O, según lo mires, te saltas a la torera la ya venerable y usual. A ver, ¿de dónde has sacado tú que perito, la persona entendida, experta en algo, debe o puede llevar un acento en la primera e? Tú lo que eres es un ambolicador, que no dejas de buscarle los pies al gato, la docena de pies, claro. ¡Périto, périto! ¡Eso es un delito...!». «Hombre, aguanta una miaja y no te sulfures. Eso es como todo. Igualito pasa con los precios de los escaparates. Depende del sitio en que te pongas para leerlos. Yo procuro no ver los ceros y, así, todo me sale más barato. Ya ves tú qué facilito». «Ya, ya. Pero eso es muy distinto del périto. ¡Vas contra la unidad de la patria y la del mundo hispánico...! Que las cosas te cuesten menos, que, la verdad, suben a cada hora, es decisión que nos gusta a todos. Pero lo de périto... Seguramente que le da tres patadas a los interesados. Tres patadas en los interiores íntimos, quiero decir». «Escucha, tío. Périto es algo más que perito. Es el que, de tanto   —108→   como sabe, ya te digo, ¡un coñazo que no hay quien lo aguante...! Y perito, que es otra cosa, es el mismísimo périto cuando, gracias a las siempre atinadas y oportunas maniobras divinas, va y la diña. Tendrá a toda su familia al lado, sí, y a las autoridades locales, que asistirán al entierro engalanadas, y hasta le darán la medalla de oro al hijo privilegiado, y todas las garambainas que tú quieras, pero ¡hala, a criar malvas aprisita...! ¡Y sin derecho al pataleo! ¡El mundo está bien hecho, sí señor!». «Entonces, según tú... Ese berenjenal, ¿está aprobado por la Academia?». «No te apures por eso; ya lo aprobará, no tendrá más remedio. ¡En cuanto tres pelagatos de nada lo escriban sin retintín alguno...! ¡Se fini...! Todo el mundo hispanoparlante se dedicará, martes=jueves=sábados, de cinco a siete, a diferenciar entre périto, perito, peritó... ¿Te supones a los niñatos de tu familión recitando eso, sin parar, por los pasillos de tu casa, con sonsonete y todo...? Porque el exacto manejo de esos acentos, servirá para alcanzar nota en los exámenes finales, te lo aseguro». «Bien, harán falta más ejemplos para promulgar una regla, no vamos a obligar a los rapaces a que se aprendan un laberinto que luego a lo mejor no sirve, ¿no?». «Pachasco, hombre, pachasco. Ya los tengo. Erudito, por ejemplo, eres tú, un muchachón que sabe dividir por tres cifras, recitas de carrerilla los ríos de España y las cualidades de los alcalinotérreos. Digo yo, vamos. Todo es un suponer. También sabes algo de gramática. Aquí todo cristo sabe algo de gramática. No tienes más que echar una ojeadita a los periódicos y verás qué nubes de gramáticos consejeros nos disfrutamos. Que, quién lo diría, lo trabucan todo, a ver, hay que guardar abierta alguna salida   —109→   para poder escribir al día siguiente. Pero, a lo que estamos, tuerta: tú, con ese bagaje, no pasas de erudito. Pero si, de propi, pontificas, campanudo, sobre la Constitución, la oposición, la sublevación, la obstinación, la represión y el bacalao a la vizcaína, entonces serás erúdito, gente que ya tiene derecho a una condecoración... ¿Te empapas? ¿Sí...? ¡Tú, de erudito simple, triste erudito de infantería, cómo vas a tener una condecoración tú...! ¡Venga ya, hombre, venga ya...! En este caso, no hace falta insistir sobre eruditó, porque el vulgo, lisonjero de suyo, meterá la pata y batanará los consultorios de prensa y telerradio con preguntas sobre la conjugación del verbo eruditar, y como, impepinablemente, se lo van a conjugar, pasaremos todos y al galope al grupo exquisito de los erúditos. Y se acabó la distinción». «Te las sabes todas, ¿eh, macho? Me temo que te van a dar algún susto, y, si no, al tiempo». «Eso, eso, déjale al tiempo que pase. Es para lo único que sirve. Y volvamos a lo nuestro, o sea, a lo recóndito: Reddeamus ad rem. ¿Has visto? Ni tú ni yo sabemos a qué cuernos equivale ese gorigori, pero luce la mar. ¡Hace bonito...! Mira qué cantidad de bocas abiertas ha producido mi latinajo. ¡Y pensar que este pueblo cruzaba a la pata coja un día sí y otro también los Andes, lo mismo los de arriba que los de abajo, y sin parar de cantar De los álamos vengo, madre...! Y ahora ahí le tienes, recitando los jugadores de la primera división con más unción que si dijera el Credo. ¡Le digo a usted, guardia...! ¿Y sabes por qué? Porque todos son méndigos. Un mendigo, por arroñado y en mal uso que esté, suplica, por Dios y por sus clavos y su misericordia, un coscurro de pan. Pero un méndigo se guarda el santo y la limosna   —110→   para su uso particular y, para que lo sepas, suele ir vestido de domingo y no le quita a la ropa ni las etiquetas: Oportunidades. Rebajas estacionales. Y, detrás, el precio antiguo y el nuevo tachado por el usuario, que para algo es el dueño. ¡Méndigos, méndigos, méndigos...! ¡Su mamaíta, la de ellos que hay...! Salen en la tele, sobre todo si ha habido alguna catástrofe, y piden las cosas con mucho aquel, insinuantes, postulantes, clamantes, impetrantes, incluso elegantes. ¡Tienen segura la tajada, si lo sabré yo...! En cambio, al mendigo, se le azuza el perro y va que arde. No, sobre mendigó no tengo las ideas muy claras. No olvides que esta es una investigación de altos vuelos y que he rechazado la subvención oficial para evitarme futuras concesiones, hasta ahí podíamos llegar». «¡Que yo también estoy con la boca abierta! ¡Hay que ver cómo ha cambiado esa historia de la ortografía! ¡Con razón hay tanto fracaso escolar, a ver, cómo van a aprender los chavalinos tantos distingos! ¡Es una crueldad, pobreticos!». «No, no... ¿no ves que ahora tienen ordenador? Fíjate: yo aprieto aquí y sale en la pantalla cólega, colega, colegá. Y detrasito mismo, la explicación: Colega, lo que venimos diciendo todos; cólega: que está detrás de ti en el escalafón, o en entidad o listado análogos. Vamos, que tienen el cuerno distensible, adelanto científico muy valioso y poco divulgado, aunque, eso sí, muy ejercitado. Colegá es otra harina. Aparte de pertenecer al infinitivo colegar; «colgar a alguien por el cuello», significa, por una antigua figura retórica, padecer del hígado. Supongo que te serán familiares colagogo, colegiado, cólera... En fin, que hay que enriquecer el idioma, y para eso estamos». «¿Y cómo piensas predicar   —111→   esas artimañas?». «Primero y principal: de artimañas, nada. Son muy meditadas conclusiones socioculturalesepicodramaticoconvivientes y chúpate esa. Vete enterando: Ahora, la gramática es objeto de las ciencias matemáticoempresariales. ¡Artimañas, dices artimañas! ¡Sí, sí, para bollos está el horno! Hay que exprimirse la discurridera, amigo mío; si no, te quedas en la estacada. De todo lo que aprendimos en nuestro tiempo, sólo sigue vigente un argumento: ¡El que no corre, vuela...! A los cólegas no es necesario jalearlos... Se defienden por su cuenta, ya lo creo...



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ArribaAbajo- XV -

Arcaísmos


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Día a día, cada vez más, habrá que tener muy presente la realidad del español americano. Hemos de dejar en la cuneta, y para siempre quizá, nuestra escondida y tradicional creencia en «nuestro español» como modelo. La lengua española se desenvuelve hoy en un ámbito geográfico de extraordinarias dimensiones, en el que viven y se desviven numerosas colectividades, gentes de muy diversa condición, y que van teniendo como ideal de lengua la hablada en las aglomeraciones urbanas de sus países. Incluso entre nosotros ya no puede ser, en manera alguna, ideal de lengua la representada por las clases más cultas madrileñas. Ha cambiado la brújula social, la estructura misma de la sociedad, se han disfrazado las metas del ocio y del negocio, y la educación se maneja a bandazos. Precisamente en la actualidad, el habla de las clases dirigentes es de hiriente ramplonería y, en ocasiones, de escandaloso mal gusto. No hay más que sufrir, para comprobarlo, un ratito de televisión o de radio, o escuchar el desmaño de una intervención política. Es muy probable que los cambios en la lengua,   —116→   hasta ahora practicados de norte a sur, cambien su dirección en redondo y se decidan a hacerlo en sentido contrario. A nadie se le oculta el peso de hechos lingüísticos, léxico, etc., meridionales en el habla general castellana. Pues hay que esperar ya, y hay que estar dispuestos a recibirlos, influjos americanos. De América llegarán, ya van llegando, muchos cambios, unos tolerados, aquiescencia cómplice, por aquello del mantenimiento de la unidad idiomática (verbos que alteran su régimen, en base a, ubicar, etc); otros se deslizan agazapados, han sido empleados en broma al principio y acaban por serlo en serio (receso, masacre). Este vaivén obligará a reconsiderar, en la copiosa lista del diccionario ideal, algunas apostillas de localización geográfica. Muchas voces aquí regionales, o locales, son del habla general en América: habría que decirlo de algún modo. Esto ocurrirá con andancio, «epidemia», lama, «moho, fango», renco, «cojo», lamber; «lamer», etc. Otras veces habría que destacar que es voz solamente usual en España lo que será forzoso si el diccionario ha de ser de la lengua española. Han ido entrando en el corpus general muchas palabras típicas de la vida madrileña, fruto de la preponderancia, durante dos siglos largos de la convivencia cortesana y centralista. De alguna forma habrá que explicar en el diccionario futuro su vigencia actual y su estimación social, que puede ser cambiante y caediza. Así estarán pirante, «golfante, sinvergonzón», dicho con claro matiz de comprensión y simpatía, apoquinar, «pagar, soltar dinero con cierta premura, obligadamente», machacante, «ordenanza militar» y «moneda de plata de cinco pesetas», (hoy, que no tener un duro ha sustituido a no tener una perra,   —117→   machacante, cuando sale en un sainete, por ejemplo, ha de ser comentada). En fin, por todas partes aflora la urgencia de cambiar el rumbo a los glosarios tradicionales. No se trata de encerrar en un callejón sin salida muchas palabras, (cuando menos se espera pueden renacer colmadas de vitalidad: mucho de la jerga actual lo prueba), sino de aclarar sus orientaciones, lo que, en fin de cuentas, es enriquecer la conciencia lingüística de los hablantes.

Creo que en medio de tantas vías, la de más apremiante tránsito es la que se refiere al concepto de arcaísmo. Tal como hoy lo vemos, se ha quedado vacío, enclaustrado en su propia desorientación, precisamente por la riqueza y variedad de la lengua. El verbo esculcar no se acompaña de aclaración alguna en los repertorios. Parecería, pues, de uso general, frecuente. No creo que un hablante de nuestras ciudades lo conozca. Y, sin embargo, es palabreja de noble antigüedad con el valor «explorar, registrar». Figura copiosamente en las primitivas traducciones de la Biblia, y va escoltado por el nombre esculca, «espía, centinela». Pues resulta que hoy, esculcar es de la lengua general de algunos territorios hispanoamericanos con el valor «registrar algo, buscar con cuidado algo, indagar» (Colombia). En México equivale a «cachear». Y está en todas las bocas cien veces al día. ¿Lo calificaremos de arcaísmo? Sería notorio error. Por si fuera poco, vive en algunas comarcas del occidente peninsular, con valores análogos. El asturiano dice esclucar; «mirar a escondidas, mirar por el ojo de la cerradura». ¿No necesita tan ilustre reliquia un mimo especial?

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Se impone asimismo reducir la acusación de «arcaico» a ciertos contenidos, pero liberando a otros de la forzada ortopedia de la ranciedad. La frasecilla ser de o tener sangre en el ojo era abrumadoramente usada en la lengua de los siglos XVI y XVII. Quizá fue conocida en el XVIII, pero debió de entrar en franco declive con las nuevas costumbres afrancesadas. Significaba «tener muy en cuenta el linaje a que se pertenecía, estar atento a la defensa de la propia honra, de la condición social de pertenecer a la casta nobiliaria». Y así figura, sin observación alguna, en nuestro diccionario. Como frase de la lengua coloquial, ya la recogió Correas en su Vocabulario de refranes y frases, lo que es testimonio excepcional de su abolengo. Era muy natural que en una sociedad corroída por los prejuicios de casta, a vueltas siempre con el honor y el prurito del limpio nacimiento, la frasecilla surgiera a cada paso, plena de sentido. Quevedo, con su aguda ironía, se burló de la frecuencia de su uso. Para el gran satírico, la frase, erosionada por el énfasis mantenido en el uso coloquial, más que a la honra aludía a las almorranas. (Lo dice él, Quevedo, hombre que creía en lo que la frase afirmaba y servía). ¿Podremos considerarla arcaica? Parece que sí. Ya no tiene sitio en nuestras estimaciones sociales. ¿Eliminarla del repertorio general? No: la frase vive en el habla popular de la Argentina. Pero en el Plata, virreinato muy tardío, no hubo un solo título de nobleza, y su organización social se hizo ya con otros supuestos. La frase se acomodó a la nueva estructura y pasó a significar «estar lleno de rencor, de ansia de venganza, enardecido por la cólera». Del hombre linajudo, atestado de enjundia de cristiano viejo y rezumante de orgullo   —119→   por llevar a la espalda una larga serie de abuelos, hemos ido a desembocar en el malevo de los tangos y de la poesía gauchesca. La expresión deberá figurar en nuestros diccionarios pero precisando esta peregrinación.

Idéntico proceso ha recorrido la locución de arriba, tener o recibir algo de arriba. Empleadísima por los místicos y por la literatura religiosa en general, de signaba el favor divino, el descenso gracioso de la divinidad hasta nuestras penas y desventuras. Y así, «llovido del cielo», puede oírse alguna vez. Pero la vida pampeana no se hizo bajo el peso de los santos, sino con otra andadura. Y hoy el habla argentina conserva de arriba con el valor de «gratis, de regalo». Muy cerca de nuestro tener o lograr algo de gorra. Se va al cine de arriba, se come de arriba, etc. Se quedó atrás el primer significado. El segundo, nuevo, campa por sus respetos abiertamente. Tan solo ha sobrenadado la idea del favor, de lo que se consigue o pasa sin comerlo ni beberlo.

Lo necesario es, sin duda, meditar sobre nuestra lengua, no quedarnos en la simplona comodidad de «con entendernos, basta». Y empezar a hacerlo cuanto antes. Ganaremos en soltura y en conocimiento mutuo. Y quizá nos vayamos preparando para entender plenamente lo que ha sido el ademán español en la Historia.



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ArribaAbajo- XVI -

Partido por gala en dos


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Asistimos boquiabiertos al paso, ante nuestras mismísimas narices, de una cabalgata de dineros, a veces opulentos, que revolotean sobre los medios de comunicación hasta caer, precipitadamente, sobre el bolsillo de alguien que nos deslumbra con su erudición. Hay quien se sabe los recovecos de la Olimpiada tal o cual, o las desventuras matrimoniales de las famosas del cine. Nos topamos con portentos de memoria que recitan de carrerilla los discursos pronunciados por los grandes de la Tierra en el Consejo de Seguridad de la ONU desde que tal Consejo se reúne. Podemos ver, tarde de domingo arriba, un afortunado mortal que, sin gran esfuerzo aparente, logra recordar hasta diez nombres de árboles, o de peces, o de minerales... (No importa que diga que el llantén es una conífera: lo esencial es saber que el llantén es un vegetal y no un mamífero, tampoco conviene exagerar). Y hay finalmente quien ante la urgente necesidad de enumerar ciudades europeas, tras relativos sudores y ya en el límite del tiempo reglamentario, vomita por fin: ¡Madrid...! Los aplausos estallan y el prodigio   —124→   sapiente se vuelve a casa con una buena propinilla en el bolsillo. Y aureolado de fama de notable sostén de la cultura nacional.

Todo este batiburrillo nos demuestra uno de los grandes males de nuestro tiempo: la trivialización de la Cultura, el echar conscientemente por una vía muerta todo lo que pueda sugerir trabajo, seriedad, trascendencia. De propina, tan ejemplar tarea se nos endilga, sin grandes escrúpulos, en un español lamentable, repleto de ignorancias y audaces simplezas. Oímos a cada paso exhumación por inhumación (¿Por qué no decir entierro, enterrar, etc..., tan clarito y que no ofrece dudas? Pues ya sabemos lo que se ha hecho con el cadáver de Rudolf Hess: exhumarle). Anfitrión, es el invitado, en boca de estos parlantes, indudablemente para darle mayor realce y que aquello que se coma en la casa ajena sea un honor para el anfitrión real. Vemos con desoladora frecuencia a los eruditos premiados hacer, orla de frenesí al canto, el gesto de la victoria con los dedos, al aire los dos brazos, abrazándose apasionadamente si han acudido en parejas. Si el premio es un coche, el soñado coche, exhibido por atrayentes señoritas, el alborozo supera todos los cánones. Y tanta y tanta alharaca porque han sabido citar tres o cuatro ríos españoles. El quinto ya resultó foráneo. El Támesis, el Plata... También es verdad que el mundo anda de cabeza, pasa cada cosa... Y como no perdonan una en el concurso... Por si sirve de alivio a la angustia sufrida en el tenaz interrogatorio, sería muy oportuno saber qué encerraba una frasecilla oída hoy mismo, agosto desangrándose, a una de esas lindas bocas chiquitoapretadas que nos endulzan   —125→   la sobremesa: partido en gala por dos. No sé ya a qué aludía, pero, desde luego no era a partido, partir, ni había gala que valiera, ni dos elementos cizañeros... Nada. Eso es lo malo, que detrás de este vocerío no suele haber nada. Si se quería desenterrar el prestigio literario de la expresión partido por gala en dos, hemos de reconocer que no hubo gran fortuna.

En ocasiones, estas voces andan preocupadas y viven con gesto compungido. Están muy tensionados por no considerarse a sí mismos evasibles de la coyuntura. Cuando hablan de matrimonios, conyuge y cónyuge andan a la gresca. La necesidad de verter matices de habla especializada provoca en el auditorio viva desazón ante el despiste que el parlante demuestra. Han habido tormentas en la próxima tarde es un buen ejemplo. Claro que hablando del tiempo, tan inestable él... Todo es posible. A veces, la seudobroma acarrea situaciones pintorescas. El sufrido oyente -¿qué harán estas buenas almas de Dios, toda la vida colgados de los aparatos...?- ha de reconocer un trozo musical y decir su autor. Suena Tristán e Isolda. Los concursantes derrochan sabiduría: Jacinto Guerrero, Schubert, «una zarzuela vieja». Es decir, música celestial. Por fin, una decidida voz femenina se atreve con lo serio y afirma que aquello es de Bach. Quizá piense: «Suena tantas veces ese señor Bach...- con mucha ch final. Se le dice que no es Bach (con mucha ch) pero se le corrige pronunciando Baj, con mucha jota. La interesada, modestita ella, repite Bajjjj con verdadero entusiasmo: debe de suponer que ha acertado. Pues no, no ha acertado usted, señorita... (y oímos su nombre con entera familiaridad,   —126→   lo que, de no conocerse personalmente, ronda la falta de cortesía, impropia del sitio y de la ocasión). Con suficiencia y prefabricada simpatía, se le aventura que, bueno, no es de Bajjjj, pero quizá es de un autor cuyo nombre, en la primera parte, puede ser eso o algo parecido. Inútil persecución de un apellido doble, es decir, de contarle los pies al gato. Nada, no se da con la segunda parte. Ya pasado el tiempo concedido, nos enteramos de que corresponde a un autor apellidado Bajjner. Sencillamente magnífico. No hay cosa más alejada de la música, de la seriedad exigible a ciertas tareas, ni de la familiaridad con la materia en discusión por parte de los aguerridos respondones. Y no existe la menor sombra de respeto hacia cualquier persona que por fas o nefas tenga que escuchar esas inepcias. ¿O vamos a considerar como respeto los equilibrios, verdaderamente inestables, que acarreó un cómicos de la lengua? Los inútiles rodeos para remediar el error no hicieron más que destacar el deslenguamiento.

Todo este facilón comportamiento lo podemos traspasar a muchas esferas que, al parecer, tienen estrecha relación con la Cultura: al enjuiciar libros recientes, al dar noticia de un concierto o de una representación teatral, o de una exposición, o de la versión cinematográfica de un texto ilustre. ¡Qué revoltijo de superficialidades, de confusión, de falaz queja política...! Así, la Cultura se convierte en una reunión de torpezas disecadas, que, monótonamente, reitera incompletos lugares comunes. Aún es más hiriente tal situación cuando quien así nos adoctrina lo hace en una lengua balbuciente, con llamativos hiatos entre las palabras, convirtiendo   —127→   la cadena fónica del español en un morse reumático y acezante. ¿Cuándo vamos a tomar en serio estas penosas circunstancias? ¿Se puede decir responsablemente, con motivo de una emisión que llegará a otro país, que así se fomentará el conocimiento de la lengua española más allá de nuestras fronteras? No olvidemos que se trata de un país en el que la preocupación por nuestra lengua debió ser para nosotros empresa prioritaria y mantenida. Aviados estamos, si tal afirmación no es una inocente facecia, aviados estamos. Creo que ya va siendo hora de verter alguna atención consciente sobre este despeñadero. Terminemos con esta invasión de chabacanería, ignorancia y fatuidad. O acabaremos todos por repetir (con lo que tal acomodación encierra) cuando estamos en el aniversario del primer mes de la matanza de iraníes... (aludía al suceso de este último y aún no terminado verano). En fin, Cervantes, como siempre buen amigo, nos avisaba: «Llaneza, muchacho, que toda afectación es mala». Recobremos la llaneza, o un buen día amaneceremos partidos en dos, y no por gala precisamente.



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