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ArribaAbajo- XVII -

Tuteo, tuteo


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Estamos asistiendo a un descarado, a veces tumultuoso, avance del tratamiento en detrimento del usted, que, tradicionalmente, marcaba distancias respetuosas. El aparecía en cuanto esas distancias se acortaban, bien por mutuo acuerdo o, lo más frecuente, por crecimiento de la confianza o de la intimidad afectuosa. Todavía en un ayer próximo era bastante rígido el funcionamiento del tuteo. Surgía normalmente en colectividades (colegios, cuarteles, agrupaciones de todo tipo), pero siempre dentro de los componentes del mismo escalón: estudiantes, soldados, socios, sin que, ni por un momento, cupiese la idea de envolver en ese tuteo a los que ocupaban un lugar superior jerárquico, profesores, oficiales, mandos, etc. Pero razones de índole política o de lucha social han trastocado seriamente el esquema de hace unos años. Ya en la guerra civil, en los dos campos en lucha, la exigencia de la camaradería (agravada en un bando por la negación de todo prestigio a las castas directoras) generalizaron un tuteo que no desapareció del todo al finalizar la contienda ni al pretender desenterrar   —132→   los hábitos tradicionales. Continuó, eso sí, un tuteo que nunca fue grato a las clases educadas, pero sí típico de las adineradas o burguesas: el dirigido a los que ocupaban puestos sociales de menor influencia (camareros, vendedores de periódicos, trabajadores manuales...) y que, en general, era considerado de mala educación por muchos y soportado con mayor o menor disgusto por los interpelados. Al margen de modas y castas, el tuteo fue cobrando terreno a pasos agigantados. En Universidades, centros de investigación, etc. se trataban de usted, todavía en los años cuarenta, los colegas de cierta edad que incluso habían estudiado juntos. Los estudiantes, ya llegados a profesores, seguían tratando de usted a los maestros de las generaciones viejas, pero enseguida tutearon a los maestros más directos, egregios algunos. Y eran correspondidos gustosamente. Pero, téngase en cuenta, el tuteo era consentido y otorgado por el de mayor edad, maestro, jefe, etc. «Nos tuteamos», o «le trato de tú» eran marchamo orgulloso de calidad y preponderancia para quien así hablaba.

En la actualidad hay una escandalosa vuelta al tuteo, por si quedaba algún resquicio de respetos. Flota en la superficie de la convivencia un difuso «camarada» o «compañero», que no tolera el usted. Han desaparecido las fórmulas solemnes de los documentos oficiales y los tratamientos por cargos, dignidades, etc. están sufriendo una erosión acusada, tanto más llamativa cuanto que, al lado, hay quien, advenedizo, se aferra, violento, a las fórmulas y el protocolo agobiante. En estas situaciones, la solución es echar por la senda de enmedio   —133→   para no plantear problemas: a todos, en cualquier circunstancia, de tú. Y todos tan contentos. Así se explican las ya frecuentes comunicaciones oficiales, traslados, convocatorias, telegramas, etc., que nos llegan de entidades totalmente ajenas a nuestras vidas en los que se nos trata de . A veces, esos documentos aparecen con lamentables equivocaciones en los tiempos verbales correspondientes a los tratamientos, equivocaciones intolerables dentro de un español medio, y que vienen firmadas por prohombres de la vida pública. Y lo peor es que también hablan así. Consecuencia: el tuteo se ensancha, se trata de tú a los profesores (si no son chirriantes carrozas, que no se les trata más que a batacazos), tutea al enfermo en la clínica el personal auxiliar bajo pretexto de hacerse simpático, nos llama de tú quien nos pregunta algo en la calle o quien está a nuestro lado en la cola del autobús. El desconcierto es enorme, pero no se detendrá el proceso. Una sociedad igualitaria (por ahora falsamente igualitaria) utiliza el tuteo universal como el rasero que nivela castas, diferencias, privilegios, etc. La hipócrita camaradería de ciertos medios burgueses propaga el tuteo del mismo modo y con igual rapidez, aunque los motivos sean dispares.

Frente a este tuteo vuelve a oírse, cada vez más, el viejo él de tratamiento respetuoso. Probablemente por influjo americano, como tantas otras cosas. Se nos había enseñado a no decir nunca él señalador, porque resultaba ofensivo para la persona a quien se dirigía. No se toleraba, hablando de una tercera persona presente, Ella es..., Ella tiene... Él hace... Era menester citar el   —134→   nombre de pila, el de parentesco si lo había, o un demostrativo, o el usted reglamentario y aséptico. La persona aludida por él gritaba sin disimular su incomodidad: Él tiene su nombre... Ella será la muy gorrina que mataremos en noviembre... Yo tengo mi nombre... Esto nos indica que aún estábamos cerca del movimiento de repulsa que eliminó el pronombre y lo relegó a zonas laterales. Vive aún en ciertas comarcas; en el habla asturiana o leonesa aún se oye la salutación al recién llegado: «Bienvenido sea él, y su compañero también». Es uso cervantino, y vivísimo en el viejo romancero. En el Quijote leemos: «¿Quiere vuestra merced darme licencia que departa un poco con él?». 'Con usted mismo'. Todavía se canta en tierras occidentales de la Península un viejo romance muy ilustrador: «...muerto queda en la guerra / y en su testamento dice / que yo me case con ella» 'contigo, con usted'. Hoy no lo entendemos. Pero restos muy vivos perduran en el español americano. Marido y mujer pueden llamarse de él y de ella ante otras personas, y la voz se llena de respeto y de amor. Nuestra televisión, sin aprender los matices, nos llena hoy de esos él o ella. Después de gastar mucho tiempo en elogios y alabanzuelas sobre alguien que ni vemos ni conocemos, se nos dice: Él es... Ella es... Y se nos da por presentada la imagen de la que no sabíamos nada ni habíamos oído nunca el nombre. ¿A dónde puede llevar todo esto? Quizá ayude la ya muy escasa presencia de ese pronombre en frases rebosantes de cariño, mimo, etc. «Ay, mi niño, ¿qué le han hecho a él?» (qué te han hecho a ti), o con evidente cólera: «¡Ella tenía que ser!» (¡tú tenías que ser!). Dadas la indiferencia y la torpeza con que se maneja el propio idioma, este   —135→   descuido de las formas puede llevar a romper todo el esquema de nuestros tratamientos. Una vez más, la contención elegante, la desenvoltura que envidiaban las sociedades europeas en la conducta y el comportamiento de los españoles, vuelve a quebrarse, por una oleada de engañosas actitudes sociales, que sólo delatan una monumental ignorancia de la propia lengua, o, lo que es peor, una gran dosis de chabacanería.



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ArribaAbajo- XVIII -

Todo cambia


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El léxico que se nos ofrece en los diccionarios se presenta en una nivelación temporal que, aunque la intenten matizar las connotaciones (desusado, anticuado, vulgarismo, etc.), no logra perfilar con rigor la vigencia de la palabra. Un caudal de voces, claro está, permanece invariable: pan, padre, luz, cielo, agua, hijo. O por lo menos no varía aparentemente. Pero las contingencias vitales, los acaeceres, las especiales maneras de ver la circunstancia provocan la aparición de nuevas palabras, o cargan de sentido inédito las ya viejas y habituales. Y esas mismas razones pueden también causar la desaparición de otras muchas voces, larga teoría de olvidos que, en ocasiones, resucita con un aire renovado, tras mucho tiempo de clausura. Sobre todo, si son cosas. La moda, los espectáculos, los hábitos de la conducta social, las relaciones de la vida pública... Todo es cambiante, tornadizo. Y detrás del cambio, se acusan las fronteras de una actitud colectiva diferente. Por ejemplo: los españoles del siglo XVII se vestían, si eran lujosos los atuendos, con brocados, holandas finas (todavía el Diccionario   —140→   de Autoridades se ufana informándonos de que con este tejido se «hacen las camisas las gentes principales y ricas»). Se empleaban tejidos de cambray, tabíes y gorgoranes. Y si las vestiduras eran modestas, o simplemente destinadas al diario batallar, se hacían de anascote, de buriel, de cotonía. La ropa interior del hombre medio sería de lino, lienzo casi eterno, tejido en casa. Pero en el siglo XVIII, con la transformación que la cultura francesa acarrea, los paños tradicionales se convierten en otros de nombre extraño y sugerente: raso, gro, moaré, satén, (¿quién reconocería en el recién venido satén el aceituní?), y los venerables hilados se convierten en batista, franela, madapolán, muselina. Las damas de la comedia lopesca, tapadas con mantos de soplillo dejan definitivamente su hueco a sus descendientes, que se adornan con mantelinas de organdí... Tras ese rápido olvido de lo que fue el aire externo de la corte de los Austrias, palpita el torrente de preferencias, caprichos y estimaciones de la sociedad borbónica, con sus diferentes nortes de atracción, sus formas renovadoras de la convivencia.

La transformación ha sido mucho más apresurada a lo largo del siglo XIX y aún lo será más en lo que va del XX. Es frecuente comprobar cómo, ante lo nuevo y velozmente impuesto, se acomoda la voz antigua, llenándose de sentido (coche por automóvil, o por vagón del ferrocarril) o se recurre a una imagen que inserta lo recién venido en el paisaje anterior: caballo de acero por bicicleta. Todavía quedan, a ambas orillas del Atlántico, establecimientos comerciales de bicicletas, motos, etc., con ese apelativo. El mecanismo es el mismo   —141→   que subyace en camino de hierro. Son muy frecuentes los usos de rugir o bufar para designar el ruido de las locomotoras y es también frecuente la imagen que describe el tren en movimiento como una serpiente. Pero los usos sociales se dejan ver muchas veces con diafanidad. Tal es el caso de la actual compañera. La voz es muy vieja en español. Con el valor de «igual, equivalente» está en la lengua medieval y en textos ilustres (Berceo, Juan Ruiz, Poema de Aleixandre). También es de ese tiempo la significación «que está al lado, persona que comparte con otra algún quehacer, etc.». Es el valor más divulgado: compañero o compañera de clase, de juegos, de trabajo, de penas y fatigas. Sin embargo, compañera se fue tiñendo de cierto matiz reprobatorio al aludir a «mujer que vive en compañía de un hombre sin los requisitos sociales». De la fórmula sacramental, «compañera te doy, que no esclava» se fue diluyendo su contenido y compañera vino a representar un uso social censurado. De ahí a concubina apenas queda un huequecillo. Y con este último valor se ha empleado todo el siglo XIX y los inicios del XX, con todo lo que encerraba la voz de hipócrita disimulo. Incluso en documentos judiciales puede leerse compañera como equivalente de «amante, concubina». Indudablemente, el uso de una voz que circulaba en la conversación digna, limpia de toda sombra, desempeñaba un papel eufemístico y ayudaba eficazmente, en determinados círculos, al destierro de querida (y sus derivados despectivos y a veces injuriosos) barragana, manceba, tronga, colina, daifa, entretenida... (Sería muy tediosa letanía recordar tantas palabras marginadas). Pero con los movimientos sociopolíticos, exacerbados a   —142→   partir de la Segunda República, urge volver a poner en marcha un nuevo contenido, un leve pero muy importante matiz: el de mujer-esposa que no acepta ni obedece los vínculos jurídicos o religiosos. De ahí el frecuente compañera en el léxico de los escritos (y de la vida misma) de cierta ideología que anhela acomodar la vida con el pensamiento. Acabada la guerra civil, ese compañera pasa, en cierta forma, a la clandestinidad, oculta bajo la recia capa de una ostentosa ortodoxia católica. Cerrado ese paréntesis de nuestra historia, compañera volvió a la superficie, quizá alzando demasiado la voz -suele ocurrir esto tras periodos de obligado silencio- hasta el punto que comienza hoy a ser «vigilada» en su uso por determinantes concretos. Aún ayer, en un periódico de tono conservador, respetuoso con los valores de la familia tradicional, leíamos lo que podemos considerar como la consagración de este uso. Se citaba a una de estas mujeres que han escogido su forma de hacerse su vida acorde con su pensar, y se le proclamaba compañera sentimental. Lo que aún suena un tantico cursilón en muchos oídos. Si ya hay compañero de viaje, con claro y diferenciado contenido, compañera sentimental va camino de conseguir su propia autonomía. Lo cierto es que compañera, mi compañera va adquiriendo la sencilla dignidad de mi mujer, y alejándose velozmente del siempre solemne esposa, señora. Es verdad que todavía ofrece compañera flecos de combatividad. Por lo menos, no he oído que compañera tenga los reflejos delicados, afectivos, de mi costilla, mi parienta, ni tampoco los burlescos de mi susodicha. Pero todo será cuestión de tiempo. Por lo pronto está muy claro el impulso sociopolítico que ha elevado la   —143→   voz a su escalón actual: afirmación de no querer relación jurídica ni sacramento, sino libérrima resolución. Las sociedades cambian y la lengua con ellas.

Muchas son las palabras que llamarían nuestra atención siguiendo esta ruta. Hoy no hacemos más que intentar desbrozarla.



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ArribaAbajo- XIX -

Palabras van, palabras vienen


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En la lengua de todos los días, fluyen aquí y allá, inesperadamente, palabras que suelen hacer fortuna. Se divulgan, suenan en todas las bocas, penetran en casi todos los ámbitos sociales y, tras un período de vigencia, desaparecen. Pasan una crisis de gradual olvido hasta que, sin pena ni gloria, pasan a ser historia. Naturalmente, los períodos de moda o de uso son muy diferentes. Pueden ir desde varias generaciones hasta un corto plazo de tiempo, quizá dentro del breve margen de una misma generación: lo que dura en el candelero la razón extralingüística que las provocó. Así, por ejemplo, ¿quién se acuerda ya de petardo como sinónimo de «aburrido, malo, calamitoso»? Película petardo, señora petardo, día petardo... Alguna que otra vez podemos oírlo, pero ya nos suena algo extraño. Y desde luego, nadie lo pondría en relación con petardo «estafa», de donde petardista, etc.

Muchas han sido las palabras de uso general que hemos ido viendo vaciarse de contenido, restringir su frecuencia hasta acabar Dios sepa dónde. En la década de los veinte, y en la de los treinta, la lengua ofrecía a cada paso la lucha entre silbante y pirante. Las dos   —148→   pretendían llenar, bajo una oscura capa de disculpa, benevolencia cariñosa, el hueco de golfo, que tenía unas fronteras más nítidas, con flecos de delincuencia. Silbante terminó por desaparecer. Fue muy frecuente en cierta literatura madrileñista, sobre todo en el género chico, y Galdós la empleó alguna vez (Luchana, 1894, España sin rey, 1908). Todavía nos lo topamos en Troteras y danzaderas, y es familiar a Pío Baroja. Evocaba el tipo achulado, desocupado, que disimulaba silbandillo, falsa tranquilidad, ante la presencia de otras gentes, o de los guardias o guindillas. Pirante alcanzó mayor nivel literario. Valle Inclán lo utilizó con cierta frecuencia, ya en paralelismo con golfante (Luces de Bohemia, La hija del capitán). También Arniches sacó a relucir esta palabreja, en varias ocasiones. Con frecuencia era una forma suavizada de evocar al primitivo mangante, ladronzuelo, de mangar, «robar». Azorín, acuciado por la frecuencia llamativa de pirante, dedicó un delicioso articulillo de Blanco y Negro (enero de 1914) a destacar la simpatía que pirante despertaba frente a golfo. Su testimonio avala no sólo la frecuencia de la voz, sino la benignidad con que fue recibida en todo tipo de hablantes. Hoy, pirante, cuando nos aparece en un texto, exige un cuidadoso comentario.

Otro tanto ha sucedido con expresiones muy frecuentes en los umbrales de la guerra: el gachó del arpa o el francés de la mona atestaban la conversación. Se aludía inicialmente a músicos callejeros, italiano el arpista, francés el hombre que, con bombo, platillos y un acordeón, y un mono diminuto al hombro, (alguno sería francés, no lo discutamos, quizás al principio, pero   —149→   luego...) tocaban por las esquinas, cantaban cuplés o cancioncillas alusivas a personajes y sucedidos cercanos. Era muy frecuente el empleo de esas expresiones para manifestar incredulidad, o negación total, ante algo que se nos quería dar por buena mercancía: «Cuéntaselo al gachó del arpa...». «Eso no se lo cree ni el francés de la mona...». Fueron perdiéndose, de tal modo que ya estaban desprestigiadas al comenzar la guerra, sustituidas por un cuéntaselo a la Cibeles, o por un ¡apartaros, que son las doce...!» recordando la bajada de la bola («mentira») del reloj de la Puerta del Sol. ¿Quién utiliza ya jarabe de pico, «charloteo», jarabe de fresno, «paliza»? Los polvos de la madre Celestina llenaban la fantasía infantil de extraordinaria capacidad milagrera. Los manejaban y vendían los charlatanes y buhoneros, Rastro abajo, para lucir portentos ante el asombrado y zumbón auditorio. Hoy...

En muchos casos, la lengua popular ha echado por la senda de enmedio y, olvidando la multiplicidad del vocabulario, ha escogido una palabra que pretende -digo pretende, no que lo logre- llenar los huecos matizados del léxico existente. Algo pesado, reiterado o poco interesante se podía llamar (repito: había muchos y muy delicados matices) de mil maneras: lata, tabarra, monserga, pelmada, cansera, letanía... Hoy, todo eso, y muchas otras más, se despacha con rollo. Probablemente, tras este rollo se esconde el antiguo valor «expediente judicial, larguísimo, aburrido, complicado, tedioso». Y también subyace la viejísima frase mandar a uno o irse alguien al rollo, ya empleada por Quevedo, frase que equivalía a «despedir a alguien por desprecio   —150→   o por no querer atenderle en lo que dice o pide». Así la define el Diccionario de Autoridades. Los diversos usos actuales de rollo suponen una expansión de sus funciones gramaticales (ser alguien un rollo, soltar el rollo, andar en mal rollo, etc.). De la lejana base clásica, erudita y grave, se ha pasado a la coloquial moderna, jergal y bullanguera. Pelas o leandras son ya muy viejas y aparecen en textos del siglo XIX, segunda mitad. No hay, pues, invención juvenil. Hoy, el dinero es ante todo una pasta. Si es cantidad crecidita, un pastón, o pasta gansa. Pasta es también viejo y su valor «dinero» procede del paralelo «masa de metal noble fundido y sin labrar». No hay tampoco invento alguno. Pero, ¿dónde se han escondido parpallas, pelañís, melvas, legañas, misas, beatas, licurcias y tantas más? Pastizara, tan significativa, muy raramente se oye. Arniches sabía dotarlas de claros contenidos.

Cada época, cada grupo humano se arropan bajo un lenguaje en que creen ver sus mejores señas de identidad. Muchas veces, de esas hablas ocasionales o marginales, algo pasa a la lengua general e incluso a la literaria. Pero debemos extremar la cautela ante ellas, afilar en cambio la curiosidad para explicárnoslas y ejercitar al máximo la voluntad de entendimiento. Siempre esas modas o cambios vienen escoltados de una circunstancia social que está exigiendo atención. Por lo pronto, siempre habrá que tener en cuenta que muchos de los hallazgos ocasionales de la lengua cotidiana no pasan de resurrecciones de viejos modos, vestidos de otra manera. La razón de esa vestidura renovada es lo que debe preocuparnos.



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ArribaAbajo- XX -

Olvidos


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En el habla cotidiana, las palabras van, vienen, adquieren abrumadora frecuencia y, con igual facilidad, se olvidan. Cada generación incorpora, con mayor o menor intensidad, un léxico propio que la retrata, acusa sus preocupaciones, sus hábitos, sus estimaciones, sus fobias. Otras veces, y tras un período de vacilaciones (todo depende del origen real de la voz, es decir, si es un cultismo, un préstamo de otra lengua, una expresión jocosa de algo muy vivo en su momento), permanecen, cambian de sentido o se acomodan a nuevos estilos de vida. En una ligera escudriña en la memoria, recuerdo alguno de estos casos de la segunda y tercera década del siglo que se va acabando, casos que ejemplifican muy bien lo que vengo diciendo.

Una voz muy representativa, ya desde los años finales del siglo XIX, muy presente en el género chico y en la literatura burlesca, fue pirante. Hoy nadie dice pirante: cuando aparece escrito, necesita de oportuna anotación y ajustado comentario. En cambio, su sinónimo   —154→   golfo vuelve a emplearse con el matiz cariñoso y amigable que tuvo pirante. Pirante sustituyó precisamente a golfo, demasiado impregnada de repulsa, y se usó con un inevitable guiño de ojos cómplices: «¡Quién tuviera los miles de ese pirante...!» dice Valle Inclán en Luces de Bohemia, aludiendo al Conde de Romanones. Tras de un esguince léxico, se adivina la complicidad admirativa del desheredado hacia aquel que se enriquece en sus cargos públicos, es decir, el clandestino acuerdo entre el hombre de la calle y la corrupción imperante. Pirante (y pira, pirandón, mucho más madrileños) fue objeto de un delicioso artículo de Azorín, publicado en Blanco y Negro y recogido más tarde en París bombardeado y Madrid sentimental. Hoy, al oír pirante, el regusto de cosa pasada anula sus posibles valores. Fue exponente claro de una situación lingüística donde el gitanismo desempeñó un papel importantísimo. Pira, «huelga, huida», era típica de la jerga delincuente del siglo XIX. Nosotros y en conversación digna, nada jergal, seguimos diciendo pirárselas o darse el piro. Todas estas formas han tenido frecuente uso literario.

No sé si pichi, en vocativo, o pichichi, aún más cariñoso e infantil, sonará mucho a los oídos de los acostumbrados al jai, al tronco, al tío, al macho... Pero pichi; , pichi, (o pichichi, dirigido a los niños y envuelto tenazmente en mimosa ternura), estaban en la boca de todos los madrileños y se extendieron por todo el país. Su aparición en el teatro popular como figura central del famoso chotis de Las Leandras, donde Celia Gámez seducía a la mesocracia española, llenó el territorio   —155→   nacional de Pichis. Hubo, y se llevaron con satisfacción, prendas pichi, especialmente un pantalón negro, con peto y tirantes sobre una camisa de color azul claro, tal y como la revista personalizó al chulapo barriobajero. Una visera a cuadros completaba la estampa. Las rifas del chupen en las verbenas, y en las momentáneas de los trenes de cercanías, y también en los bazares lujosos, llenaron sus ofertas de muñecos de todos los tamaños, que reproducían al personaje, con visera ladeada, el eterno pañuelo blanco, de seda, al cuello, el pañuelo de las venerables zarzuelas madrileñas, escoltado por el trasfondo musical muy repetido. Pocas veces habrá habido un éxito tan extenso y rápido. Pichi, en vocativo, podía llenar todos los huecos posibles: interés, afecto, despego, cólera, desdén, cariño... No encuentro en las fórmulas actuales la universal riqueza, ostentosamente despilfarrada, que pichi envolvía. Es muy probable que pichi, pichichi, pichinchi, por muy enrevesados caminos, nos lleven hasta diversas formas latinovulgares para dar idea de «pequeño». Ya antes de la famosa revista que lo divulgó, pichi se empleaba en el habla de los barrios madrileños como vocativo: «Chico, tú, hombre, etc.»; vivía en círculos muy limitados.

Por los años veinte (no tengo a mano fuentes precisas de información) comenzó a llegar el turismo a España. Se les notaba enseguida a los viajeros, por su forma de vestir, por su comportamiento marginal. Llamaban la atención vivamente en un Madrid en el que aún se reconocía el origen variopinto de paletos e isidros por las vestimentas, últimos residuos de los trajes populares   —156→   o tradicionales. Se llegó a decir que un perro recién esquilado, con adornos de su propio pelo en el cuello, rabo o parte baja de las patas, iba vestido de extranjero. Eran los tiempos de la Comisaría Regia del Turismo y del posterior Patronato Nacional. Aquel Patronato que levantó los primeros paradores (Gredos, Úbeda, el albergue de Quintanar de la Orden) y que editó guías verdaderamente admirables, redactadas por don Elías Tormo (Alcalá de Henares, Sigüenza, Aranjuez, Museos de Toledo...). Y la gente empezó a pensar en el turista como un ente superior y extraño, que gastaba su vida en eternas felicidades, derramaba opulencia, infatigable visitador de ciudades maravillosas y siempre boquiabierto. Las maletas comenzaron a prestigiarse en fantástico escalafón, graduado según las etiquetas de hoteles, aduanas y ciudades por las que habían pasado y que resplandecían, pegadas con artesanal engrudo, sobre la tapa, los lomos, el fondo... Turista, palabreja ya usada por los costumbristas románticos, fluyó en la conversación casi como hoy tío o macho. Sustituyó a fulano si no era vocativo. Y entró a formar parte de frases muy típicas de la engañosa despreocupación madrileña: Yo, de turista, es decir, ¿Y a mí qué? ¡Hola, turista! equivalía a «Hola, gandul», a «Buenos días, tío serio», o vaya usted a saber qué. «Ya era hora, turista», salutación al que llegaba tarde a una cita. En una manifestación callejera, podía haber la cabecera presidencial, los afiliados a tal o cual entidad y, detrás, bien diferenciados de los proletarios o protestatarios del caso, los turistas, un buen coro de turistas, gentes a las que no se sabe dónde acoplar, pasajeras, escurridizas, anónimas. La formalización y abundancia del turismo,   —157→   considerado incluso como un interés nacional económico, acabó con el uso un sí es no es guasoncillo de la palabreja.

Muy próxima a turista debió de ser funcionario, galicismo que desde mediados del siglo XIX revestía de amable pedantería y dignidad el tradicional empleado. (Hoy podemos decir, en pirueta de burla y desencanto, que somos empleados del Estado, lo que, sin duda, causa asombro en quien lo oye). Funcionario podía revestirse de desdén, de una clara, diáfana proclamación de inutilidad, de vagancia. Seguramente de escondida queja antiburocrática. Lo cierto es que alguien que se pasease lentamente por la calle de Alcalá o por Recoletos, discretamente vestido, era un funcionario. La persona que pretendía algo y no sabíamos bien quién era o qué quería, era un funcionario. Al que se retrasaba en llegar a casa -¡la hora rígida del mandato paterno...!- se le calificaba sin vacilación: «Dónde andará a estas horas ese funcionario...!». Todavía en los momentos de las luchas sociales anteriores a la guerra civil, al obrero que no cumplía o que desempeñaba mal su trabajo se le llamaba funcionario, con no disimulada inquina. Funcionario podía ser el fontanero, el electricista, el cobrador de esto o de lo de más allá. Hasta hubo algún femenino: las obreras de un afamado taller de plancha, próximo a la Plaza Mayor, eran funcionarias. Poco más o menos, este funcionario suplía los huecos dejados por artista, designación que tanto asombraba a Mesonero Romanos en el XIX. Estoy seguro de que en los periódicos, en las caricaturas, en el teatro menor burlesco, se encontrarán fácilmente testimonios de estos   —158→   usos.

La lengua utiliza con eficacia este juego de síes y de noes, y se embarca, entusiasta, en las circunstancias del contorno y enmudece, a su manera, cuando estas circunstancias desaparecen. Pero el léxico coloquial, olvidado con frecuencia, es una excelente fe de vida, con la que hay que contar siempre: está ahí, al ladito, luciendo su riesgo ocasional, su permanente gracia.



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ArribaAbajo- XXI -

Palabrejas consensuadas


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Desde hace ya algún tiempo, en todos los periódicos, y con frecuencia, aparecen opiniones encarriladas a defender la lengua que hablamos. Se dice una y otra vez que se habla mal, que se escribe peor, y que si el anglicismo, y que si las normas académicas... Es muy fácil, tanto como pintoresco, tropezarse, en el mismo día y en los mismos medios, consejos sobre acentos, verbos irregulares, personales átonos, etc., y, a la vuelta de la página, recrearnos con solecherías sin bordes y con errores mentales catastróficos. Y no pasa nada. Es peligroso generalizar, pero... Adelantaré que, en lo que se refiere a la lengua de la tele, lo censurable de veras es la extraña entonación con que muchos de sus héroes nos obsequian. Algunos parlantes son tan desaforados en ese aspecto que acabarán por convertirnos en aquel Lentejica del cuento tradicional, que se murió de un orsequio.

Es evidente que las ansias de cultura idiomática bullen y bullen por todas partes y, como suele ser corriente entre nosotros, con verdadero arrebato. No hace   —162→   aún una semana que, en un suculento despacho de la administración estatal, una amena discusión sobre el significado de álgido terminó de mala manera. Insultos, amenazas, explosiones, invocaciones a las fechas gloriosas de la Historia patria... El Jefe de la Sección sostenía que álgido equivalía a «frío»; un subordinado, que «caliente». Dios, la que se armó. Hubo apuestas, expresiones de ironía gordezuela, apelaciones a las canas, la autoridad jerárquica y el lugar de nacimiento. Se despacharon telefonazos a la Real Academia Española, al Congreso de los Diputados y al Vaticano. El médico de la casa, llamado a consulta, vino a complicarlo: como todos recordaban que se aplicaba a la fiebre en determinadas circunstancias (¡hombre!, a ver cuándo has oído tú que se diga de las castañas que están álgidas, o ¡algiditas, que ahora queman...!, estaría bueno...), el médico, que lo pensaba por vez primera, explicó: «Pues que el enfermo la va a diñar a toda prisa, y punto». Los dialogantes, escandalizados, se largaron a casa, cura de reposo al canto. Y al cuerno el diccionario, sí, pero cada cual con su tema, sin enloquecer por ello.

También hace algún tiempo, sientensen, pronunciado en amargas circunstancias, hizo que todo el mundo se sotorriera a su costa. Sin embargo, son innumerables las bocas españolas que lo dicen, y los dialectólogos explican el por qué. Lo cierto es que la palabreja estaba fuera de lugar, no casaba con el sitio donde era pronunciada. Sonó en tribuna apropiada para voces de sentido abstracto y trascendental, como ascensión, sobredimensionación, posicionamiento (¿habrá posicionamentación...?), etc. Para estos casos, en lugar de la   —163→   inevitable bronca, con sus ribetes de superioridad, yo propongo perseguir un consenso sobre una voz facilita de pronunciar, y, si existe, tanto mejor: digamos deportación, al ladito de glorificación, su opuesta. Según se desprende («como su nombre indica»), deportación es «salir de veraneo con toda la familia a cuestas», y glorificación, en cambio, «quedarse solito en casa». Por este camino de implantación de nuevos usos sugestivos, neologismos de diáfano sentido, pronto la Historia de la lengua española contará con un apartado más: la lengua de la transición o del transicionamiento, según hallamos logrado consensuar. Solamente los grullos arraigados en ciertas tradiciones serán capaces, (¡pero qué pertinacia, Señor!) de seguir diciendo algo tan inexpresivo como el cambio, suelta de libertades, pasadas por aquí o por allá, etc., etc. Vamos, macanas por el estilo. Claro que la nueva clase media, surgida en ese futuro de la aún más nueva sociedad, dirá expantación, por ejemplo, que no será, en manera alguna, «quitarse los pantis», sino, más profundamente, casi con rescoldo de trágico unamunismo, «enviar a la criada a comprar el pan».

Como las ciencias, obstinadas, siguen adelantando que es un contento, (parece que han tomado carrerilla, véase el insolente AVE, que no deja ver el paisaje, también es ocurrencia, hombre...!), disfrutaremos, gracias a las insospechadas velocidades, de una real ubicuidad. Estaremos a la vez al plato y a las tajadas. Será verdad lo que la agresivísima resurrección de La verbena de la Paloma se empeña en recordarnos. Pero será signo de nuestro tiempo una ubiciadad novísima, que concentrará   —164→   ideas, hechos, situaciones, sicología colectiva: ublicuidad, que significará, y muy claramente, «estar en todas partes, claro, pero tumbado a la bartola». Será el mejor testimonio de las preocupaciones gubernamentales por nuestro bienestar y, de paso, acallará, quizá para siempre, esa monserga de la competitividad. Y, si no, al tiempo. Ya surgirá el sufijo, prefijo o pegote que matice la voz incluyendo ese concepto de tan intrincado busilis, competitividad.

En esa lengua que nos amenaza, los españoles, dóciles seguidores de tanto consejo como se nos da desde los más roqueros (de rock) castillos del idioma, habremos desterrado los enormes circunloquios a que nos hemos acostumbrado (empleadas de hogar, de fincas urbanas, profesores de educación general básica, y los más recientes, complejos y sutiles sobre el éxito de la Expo o los congresos de poesía) y los habremos sustituido por palabras-cápsula o comprimidos desparpajantes o destrabantes, (dosis masivas para políticos y famosos), en los que resplandecerá el meollo críptico del vocablo. Frente a ublicuo, «trabajador universal, animoso y horizontalizado», destacarán las cualidades excelsas del opuesto. La persona que no carbura y a la que designamos hoy con quince o veinte renglones, según sea el tamaño de su inoperancia, la designaremos con una vuelta a la viejísima y noble lengua de unos desventurados tipejos que escribieron en español hace ya unos cuatro o cinco siglos, y la adobaremos con el cartelito caritativo de mediocre. Pero, por aquello del progreso, mediocre se habrá quedado algo corto, desgastado. Mejor será modernizarlo de alguna manera:   —165→   mierdocre. ¿A que es bonito, transparente y hasta contagia una sonrisa comprensiva, disculpadora...? ¿Sí...? Pues entonces... Pongámonos de acuerdo, antes hoy que mañana.



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ArribaAbajo- XXII -

Las palabras envejecen


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Urge que la lengua española disponga de su Diccionario Histórico. Su elaboración figura entre las tareas de la Real Academia Española, pero se ve muy lejana su terminación. Cuando podamos manejar este valiosísimo corpus, podremos, en un instante, hacernos una idea de la historia de cada palabra y del estadio sociocultural en que vivía. Las modas en el vestir, las medicinas, las preocupaciones cotidianas, los juegos, la decoración, etc., a cada cambio motivado por las transformaciones sociales o culturales, se nos presentan con nuevo léxico. Y este léxico se ha de rebuscar no como tradicionalmente se viene haciendo, en ilustres fuentes literarias, sino en la lengua diaria, iliteraria, de los oficios, jergas, grupos sociales marginados, etc. Un especial interés ofrecerá la publicidad, en sus diversos aspectos, desde que se viene haciendo. Ya en pleno siglo XVII, el teatro menor, incrustado entre los actos del drama corriente, anunciaba, por ejemplo, los mesones y posadas de Madrid. Muchas veces, el público escucharía estas obrillas ocasionales con mayor atención que el atroz drama de   —170→   honra que se envolvía en la obra principal. Sí, todo eso ha de figurar -ya va figurando- en el monumental Diccionario Histórico de la Lengua Española, obra que, paso a paso, va intentando tomar cuerpo. Hagamos hoy una cala en varios sentidos.

Veamos algo a caballo entre la medicina popular, la cosmética y los hábitos propios de ellas. Las damiselas de los siglos XVI y XVII consideraban de buen tono, muestra de belleza, dar al rostro cierta palidez, que se conseguía mediante la opilación, «obstrucción de las vías por donde circulan los humores». La opilación se provocaba o favorecía comiendo barro. Abundan los textos en los que vemos a mujeres dándole vueltas y más vueltas en la boca a trocitos de vasija rota. Algo parecido al actual chicle. Tirso, en La Peña de Francia, dice: «Comes carbón, yodo o tierra, / como las damas de Corte, / que diz que adrede se opilan». La opilación se curaba tomando hierro, bien el que iba en el agua, bien en diversos preparados. El agua de las fuentes madrileñas (el agua gorda, que aún hemos ido a buscar alguna vez a las fuentes públicas por mandato del médico) era muy apropiada para tal remedio. El acero de Madrid, la deliciosa comedia de Lope, está levantada sobre la falsa enferma a la que un falso médico lleva a tomar agua a las fuentes del Prado, ricas en hierro, para así poder encontrarse a solas y dar satisfacción a su enamoramiento. «Que agora el acero / cuatro mañanas toméis...», ordena el fingido doctor. Todavía a finales del siglo XIX, un vocabulario dialectal asturiano recoge acero como remedio femenino contra la opilación. (Se tomaban limaduras de acero). Los anuncios de los periódicos   —171→   recomiendan píldoras que libran toda obstrucción y protegen la «buena marcha del fluido vital». Las viejas infusiones y preparados caseros, sin embargo, dejan su sitio a los brillantes específicos y a toda una serie de productos industriales que fueron arrinconando aprisita el artesano quehacer del boticario. Por cierto, ese hipotético diccionario que anhelamos, nos enseñará cuándo dejó de tener vigencia botica, boticario, para pasar a farmacia, farmacéutico. Todavía en la segunda década de este siglo, los anuncios hablan de que se puede adquirir el maravilloso producto que ofrecen en «las principales boticas del universo». ¿Quién se atrevería a llamar farmacéutico a Don Hilarión, nuestro viejales amigo de La verbena de la Paloma? Botica persiste hoy en alguna frase hecha (la maldición ¡ojalá se los gaste en botica!) o refrancillo: Haber de todo, como en botica. En nuestros días, incluso la rebotica, con su aire de tertulia, vida despaciosa, centro de información y contacto de la pequeña colectividad, se ha perdido. Hasta el popular pedrada en ojo de boticario me temo que muy poca gente puede explicarlo. Hoy, cualquier persona, incluso iletrada, utiliza buena parte de la jerga del oficio: hipodérmica, subcutánea, hemoglobina, antibiótico, sulfamida, astringente y tantas más. ¿Se sabe más con este cambio de léxico? Simplemente se ha traspasado el mito de vivienda, pero el temor a la enfermedad sigue siendo el mismo, o quizá más profundo, más acentuado el desamparo, al haber pasado a segundo plano los soportes de tipo moral, religioso, etc.

Curioseando un periódico provinciano de hacia 1875, me he encontrado con un jarabe de caracoles   —172→   destinado a curar los enfriamientos, la tos, incluso la tosferina (el periódico habla de la tos convulsa o convulsiva, designación aún viva en el español americano). Quizá haya quien no pueda evitar una mueca de rechazo ante esos caracoles. Sin embargo, para enfermedades análogas, se empleó en el siglo XVI la infusión de excrementos de ratones. Andrés Laguna lo recogió. Vicente Espinel, en su Marcos de Obregón, nos cuenta que pasó mal trago en Santander, después de una caída en el mar, y que esa infusión era mano de santo. Y Vicente Espinel, extraordinario novelista, gran poeta y mayor músico, no tenía afanes de curandero. Simplemente se curó una neumonía...

Hoy estamos habituados a ver los ambiciosos proyectos industriales, plantas de enorme extensión, hechas con impulso colectivo, amparadas en el secreto de las agrupaciones multinacionales. Y se planean a distancia, buscando lugares apropiados en la geografía disponible. En esos periódicos de hace más de un siglo, nos encontramos los balbuceos de este alarde de riqueza. Los diarios madrileños de hacia 1875 pregonan las excelencias de la fábrica de chocolates de Matías López y López, que tiene su sede en El Escorial (uno de los pocos sitios que le diría algo a cualquier español y al que era fácil llegar), fábrica que ha desaparecido ante nuestros ojos. ¡Qué ventolera de ruina y de tristeza, de ruptura con una forma secular de vida, el día en que, hace pocos años, se abatió la alta chimenea...! En todos nuestros ratos de cine infantil nos salía al paso el anuncio de las tres figuras, antes y después de tomar ese chocolate, y mientras se está tomando. Muy flaca y   —173→   muy gruesa la figura extrema, y de muy buen ver la intermedia, el que lo está tomando. Esa estampa aún hiere nuestra memoria. A manera de la magdalena proustiana, nos resuena entre los dedos el crujido del envoltorio de las chocolatinas de esa marca. Pues en el anuncio de 1875, podemos leer afirmaciones de este tipo: «Es el más grandioso local que en este ramo se conoce en España. Dentro de sus almacenes entran los Wagones del ferrocarril. Tranwías interiores funcionan para el traslado de las primeras materias y la mercancía». (Obsérvese de paso la ortografía empleada). No es difícil adivinar el gesto de halagado orgullo con que el españolito de a pie se supondría esa fábrica, atravesada por el ferrocarril. Claro que tenía que estar acorde con la monumentalidad del Escorial, y demostrar que el lugar atiborrado de Historia sabía modernizarse. Un sistema parecido encerraba, sin necesidad de pompas ferroviarias, la propaganda de la Compañía Colonial, quien se jactaba de haber sido, hacia 1850, la primera que inició la fabricación de chocolate a gran escala, «con maquinaria de vapor». En mis años de niño, el café y el chocolate de la Colonial en la Calle Mayor, eran los preferidos por los madrileños.

Estamos acostumbrados a repasar los viejos periódicos buscando la ilustración gráfica, los rostros que fueron, los sucesos más sonados. Pero detrás de esas ligeras advertencias de los anuncios, fluye la vida, el calor de lo cotidiano, la charla y las costumbres, el hábito de lo próximo. Y hay que saber extraer de su remoto mensaje la turbación, a veces entusiasta, que su lectura acarreaba.



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ArribaAbajo- XXIII -

Del viejo hablar madrileño


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Urge que alguien, bien pertrechado de lecturas, paciencia y entusiasmo, ponga orden en las íntimas relaciones entre el habla coloquial madrileña y las diversas circunstancias culturales y literarias que la envuelven. Bien cerca tenemos los casos de algo anunciado (polémicas, huelgas, desastres, cambios de rumbo, etc.), donde está presente el título de García Márquez, Crónica de una muerte anunciada. En estos momentos, con motivo de los recientes desórdenes de Cartagena, un periódico hablaba de Y Cartagena cogió su fusil, donde es evidente el recuerdo de una famosa película norteamericana, de 1971, Johnny cogió su fusil. Y hoy mismo, ya muy crecido febrero, veo, en una llamativa crónica de moda femenina, la cabecera El discreto encanto de la confusión. ¿No está detrás El discreto encanto de la burguesía, el excelente filme de Buñuel? En muchos de estos casos (comienzan a ser innumerables) es muy difícil ya establecer relación entre la realidad recordada y lo que se arropa con su nombre. Muletillas de este tipo son oídas y repetidas con satisfacción, probablemente como reacción   —178→   oscura contra la frecuente expresión confusa y alienante de políticos y prohombres, tan vacía de suyo. Al utilizarlas, el hablante se siente vagamente seguro, instalado en su propia circunstancia, sostenido por un soporte de erudición universalmente acatada. Pues bien: este rasgo fue muy vivo en el habla madrileña del cruce de los siglos XIX y XX, alimentado por la enorme masa de población inmigrante, rústica, que así creía trocarse en cortesana. Las cuatro funciones del género chico, los cuplés y parodias hacían vivir al hombre de la calle «literariamente». El hablante se dejaba invadir por el prestigio de la cita ajena, compartía su fama y pasaba a habitar un espacio humano nuevo. Se oía frecuentemente, como advertencia a quien iba a hacer algo disparatado o violento: ¡Que tiés madre...! Una fórmula representativa de superioridad se devanaba en ser o no ser un sujeto que tiene vergüenza, pundonor y lo que hay que tener (la última parte de la cita se revestía, olvidado su valor inicial, de cierto regusto obsceno). Era obligado, al paso de una pareja de jovencillas, recordar una morena y una rubia, o bien se citaban los dos nombres, la Casta y la Susana. En los dos casos, hijas del pueblo de Madrid. La razón personalísima para hacer algo se expresaba recordando que también el protagonista tiene su corazoncito. La Verbena de la Paloma (Bretón, 1894) inspiró estos y otros muchos tics del habla madrileña. (Algunos ya, aislados, apenas se reconocen). Procedencia análoga tenía el socorrido te espero tomando café (sin que hubiese la menor posibilidad de tomar café), palabras con que, en la aplaudida Gran Vía, de Chueca, 1866, se citaba la buñolería del teatro Eslava. También es de ese manantial el decir Caballero   —179→   de Gracia me llaman, cuando alguien se sentía mirado descaradamente. Convivió hasta olvidarse con la tradicional pregunta ¿Tengo monos en la cara? Todo este ambiente de cantables y pequeños dramas doméstico-amorosos del género chico y de la zarzuela grande inundaba el bullebulle de la parla cotidiana. Sería inacabable el repertorio: Mi abuelita, la pobre, qué ropas usaba... De una de estas faldas salen... (¡se llegaba a exagerar hasta cuarenta y tres faldas de la moda corta!), era viva presencia de La Montería, de Guerrero, 1922. Las caricaturas son más representativas que los largos y pesados editoriales. Un pasaje de El joven Telémaco, la obrita de Eusebio Blasco y música de José Rogel, sirvió para que la gente hablara, sin nombrarla, de la princesa inglesa que luego fue la Reina Victoria Eugenia. En el dibujito vemos al Ministro Azcárraga leyendo el Gotha, que, en realidad, es el libreto de EL JOVEN TELÉMACO: Le gustan todas, le gustan todas, pero esa rubia... esa rubia, el texto de la comedia continuaba: le gusta más. La masa popular madrileña, predispuesta a saborear los amores regios, se aprendió el truco literario y lo usó hasta que pasó la tornaboda. También de esa obra salió suripanta, palabreja que llenó multitud de situaciones y que no es otra cosa que el monstruo, sílabas repetidas rítmicamente y sin sentido con que el compositor va acoplando la música al texto. Las coristas fueron suripantas durante más de cuarenta años. Hoy esa voz necesita de comentario cuando aparece en cualquier escrito. Idéntico olvido ha sobrevenido a golfemia, voz que todavía en uno de los últimos ensayos de Guillermo de Torre encuentro usada con toda normalidad, y que incluso logró deslizarse en un útil y copioso   —180→   Vocabulario de madrileñismos, el de Pastor y Molina, 1908. Golfemia era la parodia de bohemia, y nació con la obrita de ese título, La Golfemia, parodia de La Bohème, de Puccini, escrita por Salvador María Granés y estrenada en 1900. La desaparición de la actitud literario-social que la sostenía arrebató también la palabreja.

Sería inútil recordar la inevitable, machacona presencia de La Dolores, cada vez que, por fas o por nefas, salía Calatayud en la conversación. Todavía en estos años nuestros, para aludir a cualquier galantería o rasgo de buena crianza se proclamaba: Yo soy un caballero español, texto de Luisa Fernanda, de Moreno Torroba (1932), y no era extraño que la contestación femenina fuese Y yo no soy extranjera. La actual vuelta a la zarzuela nos pondrá en evidencia el parentesco de sus cantables con muchos comodines del habla urbana. Incluso algún gobierno pudo ser conocido como La familia del tío Maroma, segundo título de De Getafe al paraíso (Barbieri, 1883). La designación salió ante la copiosa cantidad de parientes, hijos, cuñados y alnados de los ministros que figuraban en el reparto de puestos en la administración. Todavía en 1935, Jardiel Poncela utilizó textos de este tipo en Angelina, e incluso introdujo trocitos de un famoso pasodoble torero.

Los chismes se esquivaban con son pláticas de familia de las que nunca hice caso. En 1926, con la seudo-atención a las lenguas regionales por parte del gobierno de Primo de Rivera (llegó a crear en la Academia Española unas plazas destinadas a los cultivadores   —181→   de esas lenguas), no era raro ver al general, vestido de Tenorio, ofreciendo en un plato una lengua de res: «Anciano, la lengua ten». Siempre que leemos los libretos del género chico o la prensa del primer tercio del siglo, hay que andar con pies de plomo. Por todas partes puede surgir la voz ajena, estrechamente enlazada con la vivencia momentánea. De esa estrecha inter-relación, salpicada de cultismos administrativos y de gitanismos, salió el habla madrileña. También hoy se pueden entrever fenómenos parecidos, confluencia de plurales caminos en los que sólo cambia el gesto del contexto cultural.



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ArribaAbajo- XXIV -

Animales en trance de extinción


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Parece que los burros, los sufridos animales de carga, andan de capa caída. La mecanización del trabajo los ha ido arrinconando y la vieja estampa del aguador, del arenero, del piconero o del vendedor ambulante de frutas ha desaparecido. No digamos ya la del botijero de Tierra de Barros. De su nombre, parece que no va a quedar más que la aplicación a los humanos, como sinónimo de «terco, poco inteligente, etc.». Ya hay quien protesta y pide a las instituciones encargadas de vigilar el idioma el arreglo de esa situación léxica, y hasta se propone una distinta ortografía. Este conflicto surgirá varias veces todavía, por lo menos mientras el medio ambiente siga precipitándose hacia el deterioro escandaloso. Hace pocos años, el estudiante que no sabía gran cosa, estaba pez. Ahora está pegado, o limpio, o en blanco. Los peces van también disminuyendo. Todos los días vemos miles de ellos, muertos, flotando a la deriva en las aguas emponzoñadas, y los altos conciliábulos internacionales tienen que preocuparse de ellos. En otras ocasiones, el olvido obedece a que, en las nuevas circunstancias,   —186→   el hablante no conoce la realidad evocada. Así ha perdido vigencia comparar a una persona huidiza, escurridiza, con una anguila. Creo que muy pocos hablantes de cultura urbana han visto los movimientos del animal. He alcanzado en Salamanca, en la universitaria Salamanca de los años cincuenta, en una barbería, un anuncio que ofrecía sanguijuelas en fugaz alquiler. No era raro designar con el nombre del animal a la persona que, a veces con usura, procuraba sacar el jugo al prójimo. Ya nadie entendería esa imagen. La sanguijuela se ha trocado en una enorme máquina, con miles de funcionarios y tentáculos que no chupan, sino laminan, bajo muchos nombres y diversas escalas e innumerables negociados. La libertad de relaciones amorosas, que ha conducido al ligue y a otras tantas expresiones sinónimas, ha relegado a una oscura zona de sopor el tórtolos o tortolitos con que, además de evocar el arrullo del ave, se revestía de simpatía disculpadora a la pareja sorprendida en un momento de efusión. Pareja, eso sí, la de tórtolos, permitida, sacralizada por la sanción favorable de familiares y de la sociedad entera. Las últimas veces que la he oído se disfrazaba con cierto halo de blanda cursilería tierna, que ponía al cabo de la calle y de la tranquilidad a los que la empleaban. También la soltura actual hacia los tacos o a las palabras desterradas, ha reducido el uso de algunas expresiones donde el recuerdo del animal sobrenadaba: la persona cauta, que pone peguitas y dificultades con mejor o peor intención es hoy obstruccionista, reticente, contestatario; quizás, descendiendo un poco en la escala social, es un pejiguera, o, por lo general, un rollo, un coñazo. Todo eso era hasta hace poco lo que hacía un chinche, y de ahí   —187→   chinchorrero; chinchorrería era la razón o sinrazón que se alegaba. Chinche y su familia destilaban, con nítida claridad, matices de mala intención. Una hermosa jai actual no se sentiría muy elogiada o admirada si la llamásemos jaca o potranca. Algo tan sencillo y tradicional como salir rana alguien, por «desencantar, defraudar la confianza que se le había otorgado», empieza a ser desusado.

Es muy difícil y arriesgado dictaminar sobre la vigencia de estas comparaciones con animales, tan copiosas en la lengua general. Se han perdido o se van perdiendo, en el coloquio urbano, eterna renovación del habla, pero persisten en los medios rurales y pueden salir espontáneamente en cualquier tipo de conversación. Ser más listo que una ardilla por «obrar con rapidez y energía, cazarlas al vuelo», todo el mundo lo entiende. Aún hay ardillas en nuestros parques y hasta se ha intentado o se intenta que haya las suficientes para convertirlas en estampa cotidiana. Pero ya no ocurre lo mismo con percebe, «ignorante, tontucio», o con quisquilla, «de suma delgadez», «esmirriado». Pardillo no se utiliza entre los jóvenes, que ni siquiera le pondrán en relación con el pájaro. Ya hay muchos hablantes que no saben por qué puede ser alguien un cuco. Pollo no disfruta ya de prestigio. Divulgado en el XIX, a mediados, todavía los escritores realistas lo ponían en cursiva, con lo que le adornaban de reservas, desdén, gracia forzada, escándalo social, etc. Llamar ganso a quien se conduce con irrespetuosidad bromista, aficionado al chiste fácil, etc..., hoy sería cosa de personas de cierta edad, y estaría, como no lo estaba antes, cubierto de gravedad,   —188→   sentimiento de inoportunidad o de molestia. Las generaciones jóvenes disponen, para este caso, de múltiples combinaciones de gilí y de copiosas expresiones de trasfondo sexual. Perro, que tuvo varios valores, ha descendido de uso. Desde luego, nadie conoce su contenido religioso. En cambio, cardo figura en la primera línea del léxico peyorativo y es universalmente empleada.

Ante la invasión de una lengua tecnificada, estas comparaciones tradicionales se van apagando. Pronto no habrá ratas o ratones de biblioteca: las pantallas eliminan las horas de polvo y ansiedad entre legajos. Los camaleones han perdido atractivo. Los vemos sin escándalo alguno y, en ocasiones, hasta con cierta envidiosa admiración por su capacidad de acomodo. Cuentan, en cambio, que Amadeo de Saboya, al llegar a Lisboa tras renunciar a la corona de España, no salía de su asombro (le duró varios meses) al ver que varios de sus «incondicionales» Ministros lo eran también en el gobierno provisional republicano que se constituyó a su marcha. ¿Eran unos águilas o simplemente unos zánganos? Simplemente astutos, espabiladillos ellos, es decir, unos zorros.

Sí, el léxico animal aplicado al hombre se va reduciendo. Cada vez se oye menos ser una víbora, salir como un león, ser un cordero (más se dice un borrego), comportarse como una hiena, tener miradas, gestos o bigotes de gato (o felinos), ser un topo... Sardina, jirafa, torete (¡tan cariñoso aplicado a niños de corta edad!), pescadilla, lombriz, mosquito (persona de poco caletre) mula, besugo, verraco... La vieja lista se acorta   —189→   y se va sustituyendo por expresiones que responden al paisaje vivo: cargar las pilas, cruzarse los cables, estar bajo de forma, darse un voltio, calentar motores, dar una patada en el culombio, etc. etc. Lo que no impide que algún término viejo se cargue de nuevo sentido: es el caso de camello. Apasionante vaivén, este del léxico animal, que nos va dejando huella de su vitalidad a la vez que de su decadencia. Tan intenso es su entramado que por mucho tiempo la chica que cuida los ordenadores seguirá estando muy mona, aunque de vez en cuando se ponga hecha una fiera o el corazón le suene como una moto...



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ArribaAbajo- XXV -

Decretos, decretos


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Llevamos una temporada, quizá años, leyendo un día sí y otro también, artículos preñados de lamentos a costa del lenguaje. La vocación pedagógica estalla en los periódicos, en las revistas, en las conversaciones, derrama su pulcro saber en inapelables sentencias. El no especialista clama contra la Academia, que no dispone de misiles contra los prevaricadores, maldice las estructuras universitarias, que, despectivas, se quedan al margen, y lleva a la picota a los dirigentes que no saben ordenar una política lingüística. Que estamos buenos, vaya. Durante unos días, las tertulias de café y las sobremesas familiares o de trabajo (éstas últimas desembocan en la institución reglamentada de la pedantería, sobre todo si tienen en sus filas un político barnizado de sapiencias), hablan y hablan de los artículos de perengano, se discuten sus machacones consejos sobre la concordancia, los verbos rebeldes y los pronombres átonos a la madrileña. Confío en que, andando el tiempo, cuando el barullo actual haya sido superado, una mano abnegada recoja estos escritos y, sesudamente comentados, los reúna en un   —194→   volumen baratito, para uso de escolares dormilones y de profesores vacilantes.

Entre los muchos remedios propuestos, se ha gritado a favor de uno implantado por nuestros vecinos ultrapirenaicos: una legislación rigurosa, conminatoria, que obliga a cuidar el idioma y a usarlo de cierta manera. Tengo una vecina, antigua funcionaria del Servicio Nacional de Protección a los Hablantes Desvalidos (Sección comarcal, grupo a: tarados por televisionitis), que vino a verme, supitaña, con una copia de los papelines oficiales franceses. Su rostro irradiaba venturas. Soñaba con aseaditas colonias penitenciarias para los conjurados contra la Gramática académica. Años de cárcel, destierros, trabajos forzados (¡miles de copias diarias, manuscritas, del precepto quebrantado, agravadas las penas por el incumplimiento en el plazo concedido, etc.: una torrencial dicha!), y, por fin, el fuego eterno, en la plaza del lugar de residencia (gentes no sindicadas, soldados sin graduación y niños chicos a mitad de precio), para los obstinados en seguir diciendo contradizcan, hubieron toros, siéntensen, la dio una torta a la mujer y demás errores u horrores. Es decir, todo lo que será censurado en el próximo Appendix Probi, tercas meteduras de pata de las que saldrá el español de nuestros nietos.

No, nada de eso. La lengua no admite decretos, normas impuestas desde la semi-ignorancia de las esferas gubernamentales. Si vemos lo que sacan en mate ria económica, comercial, agrícola y piscícola, etc., y hay que conceder que emplean para esos menesteres a sus mañosicas lumbreras, ¡Dios mío, la que armarían   —195→   metidos a nebrijillas o quisicosas así...! Cualquiera les va con variantes dialectales, con el derecho, tan digno como el nuestro, de los americanos a intervenir en el enredo. Mucho menos podremos aludirles a los matices sociales del uso, garambaina ausente, por lo general, de los profusos artículos deslumbradores. De pensar en el fruto de estas vigilancias siento que me brota carne de gallina, tan acreditada ella, vaya que sí. Los mismos franceses, tan reglamentistas, ya hace unos treinta años que dieron las primeras normas, y parece que no ha habido mucho éxito (en un país donde la gente quiere y respeta su lengua). Que no hubo fortuna lo revela la nueva ordenación, esa que mi vecina ex-funcionaria, blandía, entusiasta, dispuesta a copiar, una vez más, la ortodoxia extranjera. ¿Qué pasaría aquí, con nuestro eterno burladero de la ley, la sacratísima real gana propia? ¡Vamos, hombre, venirnos con decretitos...! Todos recordamos todavía el pitorreo universal con que la gente recibió uno de los primeros mandatos de los gobiernos franquistas: suprimir letreros, anuncios, etc. que estuviesen escritos en lengua extranjera. El Lyon, el café tan añorado por sus tertulias y sus ratos de engañifa organizada contra el pésimo café y el peor humor colectivo, puso un cartelito: El león de oro. No se lo oí decir a nadie, como no fuera para burlarse. En el ferrocarril, en los telones de cines y teatros, etc... se ejercía una censura tan necia como la que otorgaba las longitudes a las faldas de las coristas. ¿Es que no se recuerdan las burlas de Quevedo contra los malos hablantes, etc.? En el siglo XVIII abundaron las sátiras contra los vicios introducidos en la lengua, y los consejos a propósito, pero también destacaron las burlas   —196→   mordaces. Hoy recordamos la guasa viva y no nos preocupamos de los vicios. La mayor parte de lo censurado corre por el caudal general de la lengua y a nadie se le ocurriría hablar de vicios, palabra orillada de alarmas. A mediados del XIX, los hombres de ciencia aún eran buenos latinistas y preconizaban la apoyatura en las lenguas clásicas para crear los nuevos nombres, lo que, en el fondo, era prueba de talento y clara visión de futuro: recibido así lo nuevo, todos los científicos del mundo habrían llamado igual a los prodigios que iban surgiendo. Pero también a lo largo de ese siglo se fue perdiendo la tradición humanística y ahí surgió la escisión, la bandería. Y hoy... Poca gente sabe hoy, cuando estamos saturados de dinosaurios, que, a mediados del siglo XIX, la voz francesa sauriens, basada en el viejo latín, fue acomodada al español, por los modestos profesores que escribieron las primeras historias naturales para chavalillos, como sorianos. Eran gentes que no tenían más cultura sobre Francia que el espejismo del libertinaje parisino, Los tres mosqueteros y, algunos, pocos, conocerían a Robespierre -por cierto, nombre frecuente de perros caseros-. Figurémonos la inundación de artículos que se han perdido nuestros cotidianos guías de hoy, a base de los pobres sorianos. Ese buen hombre que hace unas semanas ha matado un lagarto diplomado en ecología, ha sido multado con frenesí: menos mal que no se ha hablado de sorianos, que si no... Habría salido en los periódicos ilustrados como el exterminador de Soria, arropado en nocturnidad, premeditación, alevosía... Ya habría una protesta nacional con interpelaciones en las Cámaras, estaría comercializado un video con la masacre (¡Dios, qué palabrón...!) y   —197→   un erudito local habría descubierto, leído, comentado y editado en varios tipos de impresión, un desconocido poema de Antonio Machado, elegía a los sorianos en trance de extinción, allá, por donde traza el Duero etc. etc... El Ministerio de Asuntos Sociales habría montado un Campo de Refugiados para encerrar, hipócritamente, a los naturalistas asesinos... Y todo, ya ve, por no saber que sauriens no es lo mismo que sorianos. También es ocurrencia, hombre. Es imperdonable que no haya proseguido tan edificante sinonimia, con lo necesitadas que andan las arcas del Tesoro de monises contantes y sonantes. ¡La de multazos que se han escabullido...! Incluso se podría sancionar, Papel del Estado al canto, a los lagartos que se atrevan a tomar el sol al borde de los caminos, especialmente si han salido de su gura sin el NIF. Hay que decirle a mi vecina: de decretos, ¡nada!: Estudio, lectura de los buenos escritores, amor por sus palabras... Bueno, para no ser tan díscolo, pidamos un decretito que exija a los locutores de televisión, presentadores, etc. unas condiciones, como se exigen a quien quiere desempeñar una profesión cualquiera...



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ArribaAbajo- XXVI -

Cáscara, mucha cáscara


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Nuestra vida no es, en estos momentos, muy reconfortante. Somos esclavos de una retórica (en el peor de los sentidos de la palabreja). Más que un sistema ortopédico de normas es la caricatura de esos preceptos lo que hoy impera. Todo, en nuestro habitual paisaje, ha dado un giro acusado. La vieja gravedad en el ademán, en el vestir, que tanto envidiaban más allá de los Pirineos, se ha trocado en engolamiento pedantón, horterismo frenético. La voz aclaratoria, lenta y próxima, se ha hecho soberbiosa pedagogía. La sonrisa descuidada y compañera, sembradora de confianza, es hoy una mueca sin otro fin que fingir simpatía y demostrar dentadura. Hay señoritas en la tele que más parecen anuncio de dentífricos que voluntades persiguiendo adiestrarnos en algo por lo que ellas cobran -quizá desmesuradamente-. Todo en nuestra vida actual es así, por derroteros análogos. Tenemos un tren despampanante, no se le ve cuando pasa, de tan rápido, con lo que el gozo del paisaje reconocible se ha trabucado y permite las exégesis más pintorescas. El papi viajero se empeña en adoctrinar a su niñato,   —202→   enseñándole el Monasterio del Escorial (la erudición pro patria no da para mucho más), y, fíjate, ahí palmó aquel señor de tan mala uva que se llamó Felipe no sé cuántos... Sí, sí, el Escorial... Lo que, en ese instante, se admira por la ventanilla son las onduladas tierras del valle de Alcudia, es decir, nada para papi, que enmudece ante «la triste y espaciosa España». Pero don papi sigue, tozudo, convencido de que todos los viajeros están pendientes de su sapiencia. Y mientras repasa en su memoria qué podrá decir en cuanto el tren deje ver algo, seguramente la catedral de Santiago de Compostela, insiste, algo más ceñido a su enciclopédico saber: «Mira, ¿ves esa casita que sale allí, detrás de aquellos árboles...? Es la mezquita de Córdoba, que la han traído aquí para que tú la veas bien, darling, ya sabes, mi cielo, el turismo, los servicios, la infraestructura... y antes de que el gobierno decida arrancarla de cuajo y regalársela a Dios sepa quién... ¡Dios mío, no permitas que este cacharro se eche a andar por los sembrados, faena sería...!». Así nos va en todas las manifestaciones de la vida, sumergidos en la hipérbole hueca y retumbante. La granizada de premios literarios nos autoriza a pensar que somos la primera potencia mundial en materia literaria, lo que, en fin de cuentas, no quedaría mal. Durante siglos, la única mercancía exportable que hemos tenido los españoles ha sido la literatura. A ver si, ahora, a fuerza de pregonar venturas forradas de monises suculentos, se enteran de una vez por esos mundos, y los grandes de la Comunidad Europea nos liberan también de los literatos (como de los caladeros, las vides, los olivos, y no sé si de los barquilleros al clavo). Hace unos días he visto, en un atasco de currículos   —203→   egregios, que fulano y zutano y el de más allá han dirigido centenares de tesis doctorales cada uno. Me he puesto a soñar un poquillo, debajo de mis pinos, sosegadamente. De ser verdad tan torrencial laboreo, disfrutaríamos de un nivel científico-técnico verdaderamente asombroso. Nuestras patentes, nuestras vacunas (no la medicina ya preparada, no, sino la nueva invención o la vieja reformada y perfeccionada), llevarían un nombre en español mesetario: Píldoras Angustias para el estreñimiento; antibióticos superferolíticos Amantes de Teruel contra las conmociones sentimentales (de Teruel o de donde fuere el tenaz y arriesgado investigador), Gotas Santaluci, contra las alteraciones de la visión, y depurativos (con el nombre y los apellidos, según las dosis) del político de turno, a fin de soportar, sin mayores riesgos, los discursos, que, a cada vuelta de la esquina, inundan el territorio nacional de prodigios sin cuento. Y, por ahí adelante, incluso tendríamos algún preparado, de nombre que insinuase su misión, para esquivar los achuchones de Hacienda, tan efusivos ellos, y nos hiciera, de paso, aptos para entender recibos, declaraciones, impuestos de iva y vuelta y demás dulzuras de nuestra azacaneada coyuntura.

Sí, vivimos en una agobiante falsificación. Todo es cáscara, engaño a los ojos y al corazón. Mucho me temo que una mañana cualquiera reviente tan fermosa cobertura y nos despertemos dentro de la desnuda realidad, y no podamos volver a cerrar los ojos ni la boca, ya nunca. Recurriremos a tanta y tanta maravilla como hemos visto a nuestro lado, pero no saldremos del hoyo, porque todo habrá dejado de ser la ficción que aparentaba.   —204→   Ni siquiera se conservarán los papelitos de la propaganda, la nomenclatura de los sobres del azúcar o el regusto numérico de las cureñas de los cañones. Verdes las han segado. Todo polvo, ceniza, nada. Y nos volverá a sitiar la amargura del fracaso, y no lo podremos tomar a risa, como algún parlamento ha hecho, en vez de atender a la más divertida misión de aprobar los presupuestos. Pero, en fin, ¡es tan bueno soñar...! Soñemos: estoy seguro de que, por muchos lugares de esta tierra nuestra, quedan escondidillos y un tanto apabullados por el ambiente gritón, las proclamas televisivas, los discursos mártires, la enorme invasión de extranjería hasta en las tapas de los colmados del barrio..., habrá, digo, unos cuantos jóvenes que sigan, sordos a tan turbio clamor, soñando con un nuevo resurgir. Conozco algunos. Ya va para el siglo largo, cuando don Francisco Giner, entre los peñascos del Guadarrama, soñaba también con un renacimiento. Lo hubo, claro, y, lo que son las cosas, no se parecía en nada a lo que se encontró al ir respirando, poquito a poco...



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ArribaAbajo- XXVII -

Entrevista modelo


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Un timbrazo, vacaciones, a media mañana, súbita alarma. No se espera a nadie, se está, cosa tan rara, tranquilito en casa, una música dilecta al fondo. Conversaciones repentinamente cercenadas. El telefonillo, graciosa voz femenina, solicita la apertura: viene de un periódico en el que tengo amigos, alguna vez colaboro. Las suposiciones se multiplican: traerá algo, un encargo, unas pruebas, alguna consulta... Nada. Aparece un terremoto de sonrisas y papeles, grabadora al flanco, bolsón enorme con Dios sepa qué tesoros dentro, grititos ridículos por la angustia pasada por si acaso había perro. «Los perros, no sabe usted bien los sustos que atizan los perros, chuchos de... No te puedes fiar un pelín, que, a veces, están calladitos detrás de una mata y, cuando pasas, ¡zas!, se te tiran al cuello. ¡Vamos, el infarto, no le digo más...! Bueno: me siento. Usted, ¿no se irá a quedar ahí de pie, parece que le ha dado un aire...? ¡Espere, espere! Una foto así, ya tengo pensado el pie: «Don Fulano pensativo ante las noticias de la crisis que hoy publicamos...». ¿Le parece bonito? ¿A que sí? Creo que tiene mucha   —208→   garra. Bueno, bueno, basta de preámbulos. ¿O prefiere usted prolegómenos...? Las dos palabras venden. A ver: así, sentadito. Verá qué cacho entrevista le hago. Lo que se dice un primor... A ver: usted nació en Madrid, ¿verdad? Es cosa que se echa de ver enseguidita. No lleva usted puesta ninguna prenda que delate origen regional. Entonces, ¿enemigo del bilingüismo...? ¿No? Pues sí que es usted raro. Es el primer tipo que me sale con esas. Aquí, todo quisque anda con el hacha vengativa detrás del vecino. ¿Que no tiene usted hacha? ¿No pretenderá usted quedarse conmigo...? ¡No se las dé de guaperas...! Eso del hacha es una forma de hablar, que le dicen, o sea, vamos, una metáfora. ¡Hay metáforas por exageración, o sea, parabólicas...! ¡Ah, lleva usted más razón que un santo: hiperbólicas! ¿Sabe que me está dando en la oreja que usted no es un pardillo cualquiera? Ah, estudió en Madrid, en la Universitaria... ¿Antes de la guerra? Pues, oiga, para ser tan viejito se conserva usted bastante bien. Luego le haré algunas preguntas sobre su vida erótica, que, a su edad, ¿eh...? Si molesta la presencia de esta señora que, por la pintología, es su mujer, podemos mandarla de compras, le gustará, o a otra habitación. ¿Cuántas habitaciones tiene esta casa?¿Hace usted las camas, barre, cocina...? Oiga, entonces, ¿qué repelánganos hace usted? Vamos, machista. ¡Anda, para que veas, con esa carita de niño bueno, que no ha roto un plato en su vida! ¿Que tampoco tiene servicio? ¿De qué le ha valido a usted estudiar en la Universitaria? Será que no tiene usted el hechizo suficiente para conquistar tatas. Yo, ya ve, tengo dos: el pito-blanca. ¡Vaya cara que me pone! ¿Usted no juega al dominó? Pues el uno-blanca, o as-blanca, como   —209→   guste. Clarísimo, menos para torpes de profesión. Quiero decir que tengo una chacha blanca, como está mandado, y otra negra, como también está mandado. Las dos ilegales, naturaca. Yo no discrimino, hasta ahí podíamos llegar. Pero, deje tanta conversación y a lo que estamos, tuerta. Conteste pronto, que tengo que hacer varias entrevistas esta mañana: mire qué lista. El Director General del Correo expedido, cobrado y extraviado. ¡Majísimo chaval! ¿Sabe? Sale mucho en la tele, pega de buten. En las tertulias, claro. Por la noche; también me toca hoy toda su familia. Son muchos, pero está chupado. Malo será que no aparezca por allí una hermana del tal Director General, que se pirra por verse citada. Y, retratada, eso ya...¡El despiporren! Es monja: Sor Ana Patricia Remigia de las Angustias. Es natural de la Huerta de Murcia, y tiene los ojos azules, y un genio más arisco... También cojea y habla mucho de guisotes. Me he traído, en prevención, un formulario, para que lo rellene, ya lo aviaré yo una miaja, después. ¿No tiene usted una hermana monja? Yo tampoco. Por favor, en dos palabras, dígame su impresión sobre el AVE. ¡Oiga, déjese de bromas! ¡Cómo no va a haber usted ido nunca en el AVE! Aquí tengo su vida y milagros en lo que va de año. Agosto pasado, usted estuvo en Sevilla. Dio usted cuatro conferencias a los extranjeros, lo cual fue un exitazo, porque una fue sobre el toro enmaromado, rito totalmente desconocido por los enemigos de la patria. Todos los alumnos decidieron practicar, en lo sucesivo, ese deporte. ¡Así se elabora por la solidaridad, y lo demás son camelos! Del Banco de Datos tengo sus pasos en Sevilla ce por be. Bueno, no se paseó demasié: usted tuvo que ir a Sevilla en el   —210→   AVE. Pondré que llegó usted fascinado. Los postres de la manducancia ferroviaria, ¿eran caseros? ¿Hechos sobre la marcha...? ¡Jobar, eso sí que no se me había ocurrido...! Me parece que con tanto como usted me está confesando, será mejor que le deje la grabadora y un par de cintas y conteste al cuestionario que le brindo. No quiero atosigarle, volveré esta tarde a recogerlo todo, y Dios dirá y ya veremos. Me voy a hacerle una entrevista al Consejero Mayor Transitorio del Cambio de Nombres en las Nuevas Urbanizaciones, apartado Grupos Florales versus Conquistadores de América. ¡Ay, me parece que con tantas carreras he alterado el orden de los papeles...! Veamos, usted es usted es... ¿No es usted el alcalde electo de Sobrevalle de... de...? ¿No...? ¿Y tampoco es usted el obispo de...? Oiga, entonces, ¿cómo se ha atrevido usted a contestarme si no es usted ni siquiera conserje de un ministerio...? ¿Que usted es...? ¿Tan mayorcito y aún andamos en esas...? Nada, nada, no se preocupe: yo arreglaré los nombres en los lugares donde haga falta. Yo sé dónde ha estado usted en agosto, y en septiembre, ya verá, ya, qué entrevista le saco. ¡Bordada...! Y, desde luego, a las islas, le llevo yo en el AVE, ¡por estas! ¡Chaucito, darling! ¡Hasta otra! ¿No habrá perro a la salida? Con esa cara que pone, ha sido usted capaz de comprar una fiera en el ratito que he estado aquí, escuchándole, ganándome la vida... ¡Ay, Señor, qué cruz...! ¡Y que no charla usted nada que digamos...!



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ArribaAbajo- XXVIII -

A vueltas con la memoria


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Me piden hoy unas líneas que se relacionen de alguna manera con los años escolares, con los viejos y primeros profesores que con mayor o menor heroísmo contribuían a ponernos en pie sobre esta tierra de nuestros pecados. No es tan fácil arrancar a la memoria algo representativo. Es un salto al pasado demasiado concreto, y no suele ser ese el rasgo fundamental de todo lo que, poetizado por la nostalgia o la ausencia, acude a nuestra convocatoria. Tantos atardeceres contradictorios a la espalda van desdibujando imágenes, liman perfiles. En más de una ocasión he recordado quisicosas de ese tiempo, cuando estrenábamos -sin darnos cuenta clara de hasta qué punto nos hundíamos en la costumbre- el hábito de llevar un libro bajo el brazo. Lo hice en Primeras hojas y reincidí en Examen de ingreso. En Primeras hojas conté el día inaugural, botas retumbonas recién estrenadas («¡Tienen que durarte todo el curso, adán! ¡No pierdas los lapiceros! ¡A ver si vuelves convertido en hombre de provecho...!»), y aún me acosa el recuerdo de las mañanas de fría niebla, las torres de la Catedral   —214→   escondidas en la bruma, siempre parándonos en la esquinita donde tostaban café o molían especias en un mortero descomunal... Ya para siempre esa esquina huele a café y a humo de leña, resucita en gritos de arrieros, de paveros, del afilador, del tranvía renqueante... Inevitablemente, hoy habría que decir proustiana devolución de la vivencia. Y en Examen de ingreso he vuelto a vivir, sonrisa emocionada, transparente, cómo el maestro se desazonaba con la visita de la Reina Madre al Colegio. Qué trajín de ropas de estrena, de revisión de orejas, narices, uñas, y de darle vueltas al poema que había de recitarse y al ramo de flores que, merecido premio, alguien le ofrecería. Todos ayudábamos ese día a quitar de la pared el mapa de Europa, la Europa nacida en Versalles, y sustituirlo por el anterior, la gran mancha rosa del Imperio Austro-Húngaro en medio. Y los mismos chicos, ya adiestrados, volvíamos los mapas a su sitio, terminada la visita. El antiguo, arrollado, dormiría detrás de un armario, hasta que llegase otra ocasión.

El Director se llamaba Don Manuel. A veces, recordaba a antiguos alumnos, nos les ponía como ejemplo. Escuchábamos pasmados, una sombra de babas en la solapa, boquiabiertos al mirar la foto del grupo veterano. «Este es ingeniero, trabaja en los Caminos de Hierro del Norte de España. Este, que era un latoso de siete suelas, es médico, ha aprendido a hacer operaciones en un hospital de sangre en Francia, y las hace como quien lava. Y este es profesor de Universidad, escribe versos, dicen que muy buenos, se llama Pedro Salinas». A don Manuel seguía gustándole Campoamor, algo   —215→   menos Rubén. Hasta que un día se filtró, quién sabe por dónde, el vientecillo de la Institución y don Manuel se declaró juanramoniano, y pasamos de leer Corazón, de Amicis, a Platero y yo. Y las largas filas de dos en dos, camino de recorrer las estaciones en Jueves Santo o de la Comunión Pascual, se ensancharon con las visitas a los museos o las excursiones a los Sitios Reales, para entender la Historia, o a la sierra. Aunque no fuera más que la cortísima de un día al Pardo, a diferenciar el romero de la encina, el roble de la mejorana. ¡Con qué asombro, con qué pasmo gozoso aprendíamos los nombres de las hojas según la forma, contábamos las patitas de los insectos, reconocíamos los pájaros en silbos y colores! Rebuscábamos minerales: cualquier pedrusco era en nuestras manos prodigioso metal o rica piedra. Ya en el bachiller encontré quien me quitó el fervor naturalista, y encontré quien me lanzó por otros derroteros.

No, apenas puedo recordar acaeceres de esos tiempos. Se amontonan unos con otros en indisoluble vaivén tumultuoso. Quizá entreveo al profe que me obligó a hacer mapas. Era algo de correos y creía de capital importancia que me supiera todas las conducciones postales. Las tardes de los sábados, dos provincias enteritas. Aprendí así quién y por qué hizo las provincias, que antes no eran así, sino de otra forma, y me empapé de todas las reparticiones administrativas del territorio (militar, naval, eclesiástica, universitaria, judicial). La manía de los mapas me ha durado ya siempre. Vaya con las conducciones postales. Son innumerables los mapas que he pintarrajeado. En nuestra guerra,   —216→   nadie a mi alrededor iba sin mapa, mapa dibujado por mí, a veces en la altura de la imaginaria nocturna. Muchas noches aún me sorprendo leyendo, mirando mapas: son los días en que el cansancio o el desencanto abruman. Y así me reencuentro con el tono normal, repito un camino, veo el paisaje que nos ofrece la bajada de ese puerto, revivo la fugitiva intranquilidad de una curva muy cerrada que nos para el respiro y no nos deja ver una cinta lejana de mar... Y me río de los nombres cambiados por razones absolutamente imbéciles (Esa Numancia de no sé qué, que antes era Azaña, o ese Arroyo del Puerco que ya no tiene puerco...). Y desde que me he venido a vivir al campo, no doy mi dirección a los amigos: les dibujo un mapa donde señalo hasta las necesarias señales de tráfico, olvidadas por lo general...

Todo eso nació en el Colegio. No sería yo justo si no recordase que allí aprendí muchas canciones, viejas canciones tradicionales, populares unas -Tiene la molinera medias de estambre- eruditas otras -No la debemos dormir, no, la Noche Santa-; no sé cómo se llevará todo esto ahora, con una enseñanza tan científica y ministerialmente dirigida, pero sí sé la pena profunda que sentí cuando he visto un Cancionero escolar, con esas cancioncillas, pero con título, notas y aclaraciones en inglés... Vaya por Dios, hombre. Todo sirve, es verdad, pero...

Ahora se habla, con desesperante frecuencia, de rentabilidad. Rentabilidad a corto plazo, a medio plazo, a largo plazo... Venga zarandajas: me gustaría tener autoridad   —217→   para decirles a los profesores anónimos, escondidos en el brumoso olvido de esta sociedad tan bullanguera, que su rentabilidad a muy largo plazo es la de mayor valor, la única que puede enderezar este país maltrecho que nos gastamos. Pasados muchos años, en ese momento inesquivable de la soledad con uno mismo, el hombre hará su balance y recordará, ungido de respeto y de severo cariño, la voz de quien le dijo, por vez primera, los nombres de las hojas, le enseñó a contar las patitas de los arácnidos, le paseó por Aranjuez o le llevó a ver el lujo del otoño en La Granja, le acompañó a verse retratado en Las Meninas. Y ese hombre, cerrando el álbum de la memoria, cantará, entre satisfecho y orgulloso, Tres morillas en Jaén.



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ArribaAbajo- XXIX -

Los jóvenes aprietan


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Cada vez que, en el cambalacheo de la Historia, una generación pierde protagonismo, es muy notoria la gritería de la que, a empujones, viene a sustituirla. Raras veces se produce una nueva generación complaciente con lo establecido, sumando voluntario a un estado vigente de ideas y de apetencias. Y aún así, habría que perfilarlo mucho más despacio: una incorporación total, ciega, no existe. Lo general es un clima de protesta, de gesticulación, de estéril agresividad. El vaivén del paisaje humano es muy visible. Lo de menos es el repertorio de gustos, estimaciones, barullo de nombres famosos y de mitos sin redondear que marcan la aurora de nuevos climas culturales. Se nota mucho más en los adminículos externos de la generación nueva: el joven decide exhibir, provocativamente, vestidos de marcas sugerentes, peinados alarmantes, innumerable quincalla en dedos, garganta, orejas... Estrena nuevos nombres de bailes y bebecuas y pone en circulación designaciones de los mayores y de los amiguetes de estudios. Sí, cada época se trae su afán. Las damas elegantes que, en el XVII, bajaban   —222→   al prado a lucir sus brocados, a presumir de fortunas indianas y de sangre de los godos, llevaban permanentemente en la boca trocitos de barro cocido. Cántaro roto, cachiza a la boca. Se pensaba, con toda seriedad, que aquello opilaba los conductos por donde circulaban los humores: tal atasquillo se acusaba en una palidez marfileña que subyugaba a los hidalgos en soltería prometedora. Supongo que existiría un ritual acatado sobre el tamaño y forma de los trocitos, y, melancolía suspirante, sobre el ademán para introducirlos en la boca, agarraditos con dos dedos melindrosos, el meñique levantado en rictus henchido de intenciones. Y no digamos la acordada música del traqueteo búcaro-mandibular. Seguramente una caída de ojos cómplice armonizaba con los chupetones y conducía ante el cura, que, velaciones abiertas o cerradas, procedía, sacramentalmente, a la prolongación del Imperio y al prestigio de los cascuelos. Los mayorcitos se escondían, a rumiar el asombro...

Ahora, los signos son muy diferentes. La palidez no se cotiza. Mercancía perecedera, debe de andar escondida por ahí, mundo adelante, por los frigoríficos portuarios o en las domésticas neveras. Se lleva el bronceado, otro tipo de palidez al fin y al cabo. Y se cura solito. Quizá haya tenido sus orillas de espanto, de peligrosidad social, digo yo. Por eso el empeño, desmesuradamente heroico, de épica antigua, con que los gobiernos ponen a la sombra a los viejos amigos. Se ve que los prefieren pálidos. Quizá, me huelo, alguna de nuestras autoridades se haya tropezado con la opilación en alguna comedia clásica, ahora que, de tarde en tarde,   —223→   se vuelven a representar. Y naturaca: «A ese me lo opilo yo, como me llamo...». Las diferencias, para eso estamos más desarrollados y sabemos muchísimo más de todo que aquellos grullos del XVII, están en el acaloro con que se cumple el sombreado. Hace unos días, el invento ese que, tozudo, proclama por todos los balcones de Madrid sus refinadas simplezas, nos mostró cómo se aplican los mejunjes en la suavísima piel de una mujer empeñada en conservar su bronceado-dorado frente a una sociedad obstinada, a su vez, en evitar el cáncer de piel que estos repajoleros veranitos prodigan. ¡Qué frenesí, qué entusiasta gentío boquiabierto ante el prodigio...! Nadie quiso quedarse a hacer compañía a la mujer: todos los beneficios, para ella, tan socarradica. Allá se quedó, largo rato al sol, soledad y silencio, mientras cambia de postura a ratitos, para cocinarse por igual... Lee, entusiasta, la propaganda de sus productos auxiliares y se aprende los innumerables vocablos recién nacidos, preñados de milagros, cosméticos, cremas, desodorantes, tinturas para esto y lo otro y lo de más allá, hidratantes, desarrugantes, depilantes, almohadas únicas contra la tortícolis y que, además de asegurar el descanso, garantizan la fidelidad matrimonial, y la oración del Justo Juez para sacarle al marido o al noviete lo que se quiera sin que la súbita cólera descargue en tormenta, y el recetario para memorizar el millón más uno de pretextos para cuando se llegue tarde al trabajo, si es que trabaja...

Otro signo actual es la terca afición a la repostería explosiva, bien embadurnada de ingredientes gelatinocremosochocolatáceos, ornados de nata y limoncillos   —224→   del Caribe. Cuando mi generación (grupo? pandilla? promoción?) puso los pies en el mundo, aún se enviaban unas florecillas en ciertas circunstancias, y, para los cumpleaños (eso es ahora más largo de bolsillo y más corto de voz: se dice cumple sin más), se disponía de tarjetas postales, muy emotivas (¡venga ya!, hombre, venga, qué ocurrencia, decir que eran cursis, qué chorrada... ¡Cursi lo será tu...!, ¡bueno, eso!). Tarjetas con brillo, coloreadas, una pareja sorbiéndose los ojos (eso sí, amplio hiato entre los dos, ¡tengamos la fiesta en paz...!) y unos delicados versos en la esquina noroeste: «Del cumpleaños que ves, / no te duelas tú, mi niña. / Reviejo estoy, morenica, / llevo el alma del revés». Tan sentimentales, brotaban las lágrimas al leerlos, eran muy caras las postales. Valían un real, dos por cuatro gordas. ¡Ah, se podían cantar, los versos, con música del Himno de Riego...!

Hoy no se encuentran ya estas tarjetitas, a ver, cómo se van a encontrar, si, aparte de haberse enranciado, no queda bípedo que sepa por dónde cae el noroeste, ni se topa a nadie que sepa, ni para un remedio, escribir cuatro versos apasionados: tan secos y chuchurríos andan los corazones. Hoy, en lugar de arrumacos, se estampa en la coronilla de la persona felicitada una tarta dulcequedulce, asistida de todos los requilorios (los jóvenes dicen parafernalia, anda, para que veas) de fotógrafos, autoridades, restorán elegante, vestidos de diseñísimo y demás macaneos. Casi nada. Me sería muy fácil ir poniendo al ladito de lo viejo los nuevos rasgos. Pero enseguida saldrían con que si coñazo va, rollazo viene. Se me ha acabado el espacio. Un último consejo:   —225→   rompan, rompan cántaros y vayan chupando sus escombros: no hacen daño a nadie, resucitan las viejas artesanías, se crean puestos de trabajo. Y en cuanto a las tartas... Mejor, comérselas, despacito, junto a los chavalinos, tarde del domingo arriba, acogedora, encendida... Por la tele del vecino, estentórea, seguiremos el partido, o los toros, o los discursos huecos de los políticos...



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Arriba- XXX -

La crisis llegó a la lengua


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Llevamos a la espalda una larga temporada hablando de la crisis. Se nos ha hecho costumbre: existen estadísticas que recogen el número de hablantes que, al saludarse, la recuerdan: «¡Hombre, tú por aquí, tanto tiempo sin verte...! ¿Cómo te va, qué es de tu gente...? Oye, ¿tu crisis...? ¿Marcha, tu crisis?». La dichosa crisis ha invadido todo y, cómo no, ha llegado a la lengua. Un día sí y otro también leemos doctas censuras contra la lengua mediocre de la prensa, la penosa exhibición de faltas de ortografía, la irrupción en el habla cotidiana de voces extranjeras, la pésima entonación del español hablado en la tele... En fin, cuando apagamos el chisme parlante, nos decimos resignados: «Bien vengas, mal, si vienes solo». Que, seguro, la próxima vez el disparate que nos ha sacudido volverá escoltado de otro nuevo, o disfrazado bajo una capa de alicorta cursilería...

Se ha hablado hasta de decretos para detener esta invasión soterraña o manifiesta. El hombre ingenuo y el articulista laborioso, antes de tomarse el café madrugador,   —230→   deberán sumergirse en el Boletín Oficial del Estado, apartado «Pedagogía de urgencia», donde encontrarán las palabras execradas oficialmente y, a la vez, las sustituidoras. Y se echarán al bolsillo una separata de los mandamientos para consultarlos a lo largo del día. «No digas así, sino así...». Un nuevo Appendix Probi, donde se recogieron muchos errores que crearon las lenguas románicas. El apartado de hoy es un buen título para un serial. Al poquito, todos diremos lo mismo: Considerando que... Habida cuenta de... La ley número... título número... apartado número... subapartado número... Tan cariñosa ortopedia nos hará pronunciar los tacos en su tono adecuado y con la máxima oportunidad, cosas que el frecuente uso actual desconoce, ya que se emplean a barullo, lo mismo escritos que hablados. Mira por dónde el BOE nos regalará algo impagable: la frontera entre el uso total de la lengua y la zafiedad ambiental, tan crecedera ella. Algo es algo y menos da una piedra.

Ocurre, y no hay decreto que lo evite ni emplasto que lo cicatrice, que vivimos, o sobrevivimos, dentro de una total falsificación. Se disfraza y embadurna todo desde las esferas rectoras, y los menesterosos dirigidos, es de cajón, lo imitan. La purpurina, el oropel del dinero fácil, la pedantería gris de los cargos porque sí... -¿Estará ya cociéndose el organigrama de una Dirección General que suministre las palabras enmascaradoras de la jerga informática, de la astronáutica, de la genética, o simplemente para la interpretación de ciertos recibos...?- Todo desata un cruel espejismo del que no se sale con medidas coercitivas. Solamente hay un   —231→   posible remedio: trabajar con afán, con enamoramiento. La enseñanza de la lengua se ha convertido en una tortura. Llenan las cabezas de una caricatura de ciencia lingüística, pero no se adiestra en el hablar, en escribir con rectitud y soltura. Menos aún se inculca un ideal de lengua al que agarrarse. No conoce la gente las variedades idiomáticas próximas como no sea para burlarse un tantico de ellas. La ortografía ataca no qué libertades. Los clásicos son un petardo, un rollo, un coñazo, jobar qué plastas, los clásicos. Urge enseñarle al españolito de a pie a trabajar humildemente en la tarea que le haya tocado. Así podremos devolverle a la lengua lo que necesita para crear, para salir de su marasmo actual: sosiego interior y curiosidad en carne viva por el mundo exterior. Mientras las nuevas técnicas se sigan inventando y desarrollando en territorios de otras lenguas, tendremos que apechugar con lo que nos digan en su lugar de origen: no estarán bautizadas en español. La lengua es un caudal fluyente al que acuden innumerables materiales. Algunos, la propia corriente los depositará en el légamo profundo o en las orillas, otros llegarán a disolverse en el caudal cercano al desenlace ya, las aguas tersas y tranquilas, esas que reflejan deslumbradoramente las luces del día maduro. Bien están los consejos, la experiencia. Pero no olvidemos que la experiencia... Sólo sirve la propia. Además, no debemos escandalizarnos por los errores... También hay quien escribe o habla bastante bien, sin herir los ojos o los oídos: destaquemos su presencia. La historia de la lengua española está cuajada de situaciones parecidas. ¿Nos perjudicó la enorme cantidad de galicismos que se nos colaron por el Camino de Santiago? ¿Y en el siglo   —232→   XVIII, cuando todo se pensaba o se veía en francés, las modas, la cocina, los usos amorosos y cortesanos, la ciencia misma? Nuestras flotas, ¿estuvieron siempre amarradas? ¿No se arriesgaron por mares nunca de antes navegados? Pues la mayor parte de su léxico era de origen italiano. Y al lado, pausado y enérgico, creció, día a día, un mundo literario, el más logrado de los pueblos modernos. La actual falsificación, convertida en ortodoxia del mediocre, llega a negar estas evidencias. La crisis, mi crisis, goza de buena salud. Espera solamente que la educación eleve los niveles. Ayudemos con nuestro trabajo, a fin de acabar con la desidia, la comodona torpeza. Y hagámoslo sin temores, ahorrando prédicas, seguros de que la lengua, nuestra mejor herencia, lo agradecerá.





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