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La Pasión según Juan del Encina

Miguel M. García-Bermejo Giner





Los críticos de Encina han dejado de lado habitualmente el estudio de sus piezas relativas a la Pasión, con seguridad contagiados por las adversas opiniones que su poesía religiosa ha suscitado en diversos autores1. Tal actitud explica el que aún no se hayan precisado los motivos que llevaron al creador del teatro castellano a mostrarse tan poco ágil, en términos dramáticos, en ellas. Mi intención es proponer una hipótesis que explique por qué unos materiales tan susceptibles de ser convertidos en drama, en todos los sentidos de la palabra, sin embargo recibieron la estática y discursiva forma que puede apreciarse a simple vista.

En las rúbricas de las conocidas Representación a la muy bendita Passion y Muerte de Nuestro precioso Redentor y de la Representación a la Santísima Resurreción de Cristo se contienen una serie de indicios que pueden explicar ese peculiar y antidramático carácter al que antes me referí. Una primera cuestión interesante es la que apuntó George Cirot en su estudio del teatro religioso de Juan del Enzina (1941: 30-31) cuando recordaba que, a pesar de ser él el creador del teatro y por tanto estar en disposición de emplear libremente una terminología aún no fijada, en el caso de estas piezas utiliza para denominarlas el marbete Representación. Tal vez como apunta el propio Cirot la elección de Encina se explique porque no hay pastores presentes en la pieza y/o porque no se quisiera manchar el tema de la Pasión con las groserías de los rústicos, aunque pudiera existir otra razón.

Si leemos con atención ambas obras, inmediatamente salta a la vista la interesante repetición de formas verbales que giran en torno a la vista o la visión, ya desde la rúbrica, una forma básica de dar un testimonio de algún hecho capital2. Podríamos explicar esos deícticos y esas repeticiones suponiendo que nos encontramos ante un caso de «iconización verbal extrema», en palabras de Pavis (1984: 262), esto es, que los monumentos y objetos sagrados a los que se refieren los protagonistas no estaban realmente presentes en la escena y que los espectadores, por tanto, se veían forzados a suplirlos con su imaginación, a cuyo concurso reiteradamente acudiría Encina. No obstante, aunque esa sea una de las características del teatro primitivo, según la concepción de Brook (1986: 43), no parece que nadie ponga en duda que las piezas relativas a la Pasión de Encina se desarrollaron en la capilla de los Duques, desgraciadamente derruida hoy en día como puede verse en Del Mazo & Frades (1994: 14-21), donde a buen seguro habría algún monumento «probablemente escultórico ocasional, tal vez tan simple como una Cruz envuelta en lienzo3, probablemente acompañada de una forma consagrada4» en los días cruciales de la Semana Santa5.

Dado lo sencillo que el «monumento» podía llegar a ser, y dada la fuerte impregnación simbólica del espacio religioso medieval, apuntada por Konigston (1975: 25-29), resulta difícil creer que las indicaciones de los protagonistas de la pieza de Encina fueran meros iconos verbales sin ningún referente real presente en el escenario en el que se desarrolla la pieza.

Además, las intervenciones de los personajes tratan de dar un testimonio de hechos a los que han asistido o de los que querrían haber sido testigos. Pero ello implica, de todas formas, que con el empleo de estas formas verbales se está queriendo reproducir los últimos y más trascendentales momentos de la vida de Jesucristo. Lo curioso es que sólo se emplean para los momentos finales de la misma, no para otras instancias en las cuales también hablan unos testigos casi de primera. No es extraño, por tanto, que Encina denomine Representación a esta pieza, como ya apuntase Cirot (1941: 31).

Repárese, además, en lo estático de la acción dramática, por paradójico que esto parezca. No se produce ningún avance significativo en desarrollo de los acontecimientos de ninguna de las dos piezas, apenas hay más que una descripción muy sucinta de los hechos, carente de acción. Lo que más llama la atención es precisamente aquello que ya señalara Cirot: «C'est une lamentation, un poème doulourex où les allusions aux atroces phases de la Passion soulèvent les sanglots de la compatissante femme entre les mains de laquelle le divin martyr a laissé l'empreinte sanglante de ses traits» (1941b: 128).

Parece claro que sean cuales fueren las causas de este reiterado empleo de la descripción de estos dolorosos temas, Encina la usa con una decidida voluntad. Es más, en un determinado momento se le dice a la Verónica que ya se ha «contemplado» suficientemente el dolor de la Madre ante su Hijo y que pase a «contemplar» a este último, dando a entender que se trata de una forma aceptada de relato de un acontecimiento.

Parece evidente, a la vista de este uso de la forma «contemplar», que no estamos ante un empleo del término en su sentido recto, sino más bien ante otra acepción. El Vocabulario de Alfonso de Palencia nos proporciona un indicio interesante al comentar que se le atribuye esta acepción al término: «Contemplan es mirar et pensar dentro de sí. Fállase contemplor et contemplo, as avi. Contemplan, segund Sesto Pompeyo, se dize de templo; es, a saber, del logar que de toda parte se mira o desde que se puede todo lo ál ver dentorno».

Así pues, hay un segundo sentido en la palabra relacionado con la meditación («mirar et pensar dentro de sí»), que parece muy apropiado si se repasa someramente la obra de Juan del Encina, por no salir del autor objeto de este estudio:




Texto n°. 1


En la Cruz nos alegremos,
la fe pongamos en ella,
qu'es nacido el molde de ella
porque en ella nos salvemos;
en su fruto contemplemos
con toda nuestra memoria,
a gustarlo comencemos
porque con él nos hartemos
de la perdurable gloria.6





Texto n°. 2


Contemple todo cristiano
aquesta gran ecelencia
en este Rey soberano,
ser divino y ser umano,
divina y umana essència.
¡O Divina Providencia
que tan reales varones,
alexados y en ausencia,
los traxiste en tu presencia
a adorarte con sus dones!





Texto n°. 3


Contemple nuestra memoria
en nuestra Virgen María,
dando a Cristo reyes gloria
con dones de tal vitoria
sintamos qué sentiría:
Por el un cabo alegría,
por el otro cabo tristura,
un don a Dios se ofrecía
y el otro a rey convenía,
y el otro a la sepultura.


Como es fácil apreciar, los ejemplos aducidos de Juan del Encina están insertos en composiciones religiosas, aunque también las encontramos en textos profanos, pero eso es algo de lo que trataré en otro lugar. Desde luego, Encina no es el único en emplear ese término. Hay numerosos contemporáneos suyos, o al menos muy próximos, que también lo emplean como título de sus obras: Alfonso de Cartagena en su Contemplación sobre el salmo judgame Dios (Murcia, 1487); fray Íñigo de Mendoza, que inicia su obra taxativamente: «Comiença un tratado breve y muy bueno de las Cerimonias de la misma [Vida de Cristo] con sus comtemplaciones de Fray Iñigo de Mendoza»; Torres Naharro en la «Contemplación al crucifijo» y la «Exclamación de Nuestra Señora contra los judíos» o Hurtado de Mendoza en su «Lamentación a la quinta angustia», entre otros. A pesar del carácter literario de estas obras, es evidente que tiene tras de sí un fuerte componente teológico que campeaba por toda Europa desde mediados del siglo XV, síntoma de una nueva espiritualidad7.

Ante una semejante reiteración, parece necesario saber qué es lo que querían dar a entender que estaba haciendo un hombre o mujer de la edad media cuando dice o escribe que está «contemplando».

Si acudimos a un diccionario de teología nos encontraremos con una excelente definición que nos dejará bastante ayunos de cuáles son las implicaciones literarias que este concepto tiene en los escritos de quienes la emplean. Por ejemplo, Bouger apunta que se trata de la «simple vista de la verdad en la que el espíritu descansa», en otras palabras, la misma definición de Santo Tomás de Aquino (Summa Theologica,IIA, IIae, q. 180, art. 1), semejante al «conocimiento bíblico», es decir, «el conocimiento de Dios inseparable de su amor y de este amor que nos penetra enteramente y que irradia hacia todos nuestros hermanos en la Humanidad y hacia toda la creación» (1990: 180). Por su parte, aunque expresiva, Santa Teresa no es precisamente clara cuando define la contemplación como: «Tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Vida, VIII, 5).

Por todo ello me parece francamente reveladora la definición de tinte neoescolástico que proporciona B. Jiménez Duque:

En cuanto fenómeno natural, la Contemplación pertenece al campo de la Psicología, y dentro de él al del conocimiento. De forma intrínseca se refiere al conocimiento sensorial, desde donde se translada al de la imaginación y al conceptual. Allí, contemplar equivale a conocer sencillamente, morosamente, en cuanto que fija su atención sobre el objeto contemplado y de que atrae, interesa fuertemente al que le contempla, y como resultado que se le ama como a un valor por el contemplante. De ello resulta un conocimiento penetrante, que ahonda en esa comunión que todo conocimiento lleva consigo entre sujeto y objeto. Pero el proceso de ese conocer podemos suponerlo de dos maneras: o como una intuición (intus legere) que la cercanía e inmediatez del objeto proporciona, o como un conocer simplificado, meta de un estudio reflexivo a la que se llega por aproximaciones sucesivas para adentrarse en el objeto y llegar a poseerlo intencionalmente de una manera lo más perfecta posible.


(1972: 351)                


Aunque sea un anacronismo emplear esta definición, con ella se solventa el problema de que el concepto de contemplación nunca estuvo claro ni siquiera para los autores que trataron de ella. Simplificando hasta extremos peligrosos podría decirse que se trataba de una forma de oración que culminaba un proceso de aproximación a Dios iniciado en la meditación, esto es, la reflexión silenciosa sobre algún incidente de la vida de Nuestro Señor o alguna verdad moral o teológica, reemplazada a veces por la Lectio Divina y la oración8.

Ahora bien, no me acaba de ser completamente verosímil suponer que Juan del Encina se entregara a la lectura de aquellos complicados manuales de teología. Parece mas cierto pensar que sus iniciativas de contemplación debían provenir de la imitación de ciertos ejemplos que le llegara por una vía más asequible y cotidiana, vulgo sermones u obras de espiritualidad al uso, influidas en esta inclinación hacia lo visual por la tendencia apuntada por Paul E. Szarmach en la mística de la edad media tardía a reaccionar enfatizando la experiencia y las sensaciones frente al modo analítico de los que él llama «místicos escolásticos» (1984: 4). Su manifestación en la literatura medieval tardía ha sido pormenorizadamente estudiada, entre otros, por Douglas Gray, que la denomina «devoción afectiva» (1972: 18); se trata de una poesía que desarrolla una marcada tendencia a enfatizar las emociones humanas y el sufrimiento de Cristo en su viacrucis y de María como Madre Dolorosa, que contempla la agonía de su hijo en la Cruz (1972: 19), como en fray Ambrosio de Montesinos9:




Contemplación


¡Oh quién viera la paciencia
y los gestos y sollozos
con que pudo tu inocencia
desnudarse en la presencia
de tantos viejos y mozos!
¿Quién te pudo, Rey, atar,
si allí vido tus semblantes,
que fue tal que al apretar
de ansia pudo matar
mil gigantes?
Por señas se encomendaba
a los crueles lacayos,
que la habla le faltaba
de la sangre que tragaba
y de sus grandes desmayos:
no te partas, alma mía,
en tu vida desta afrenta,
porque en el postrero día
des a su sabiduría
buena cuenta.




Contemplación de los cordeles


¡Oh, qué bien os ensalzastes,
muy sacros santos cordeles,
al punto que os consagrastes
en estos brazos que atastes,
tan divinos, tan donceles!
No hay cordones ni torzales,
ni tejillos de lindeza,
ni perlas en los sartales,
que sean vuestros iguales
en riqueza.


Es evidente que los textos que vengo apuntando, sin hacer ningún tipo de selección interesada, versan sobre los distintos momentos de la Pasión de Nuestro Señor, amén de otros, escasos, sobre la Encarnación. No es casualidad que la gran mayoría de los autores místicos o espirituales que desean alcanzar el contacto directo con Dios10, escogieran este momento de la vida de Cristo; como tampoco lo es que Julian de Norwich, San Buenaventura, Jacopone da Todi o Bernard de Clairvaux, por poner ejemplos distantes en el espacio y el tiempo, lo hicieran. Parece que fue precisamente este último el que convirtió en piedra de toque de cualquier reflexión que aspire a ser mística el Cuerpo de Cristo, en cuanto que lo convirtió en una «crucial figure in the development of an affective devotion to Christ the Man, which centers particularly on his Passion», en palabras de Wimsatt (1984: 81). Casi diríamos que lo convirtió en una válvula de escape para cuando la tensión mística no le permitiera continuar con el contacto, según Gilson (1947: 104). Claro está que tal ideal fue rápidamente asumido y transmitido por las órdenes de predicadores, como puede apreciarse en las distintas obras reseñadas anteriormente y otras sobre las que volveremos en otro lugar.

Ahora bien, ¿cómo se refleja literariamente tal elección? Es fácil percibir que en el caso de la poesía el proceder es emplear el recurso retórico que en el mundo romano se denominó «descriptio», heredero de la écphrasis griega. En el mundo griego era también un ejercicio, descrito por Teón y otros (1991: 51-163), que, como recoge Prisciano11, consistía en la descripción detallada de una persona o de un objeto; son modi -diversas maneras de tratar un mismo asunto- de la descriptio susceptibles de integrarse en el discurso. Por su objetivo, la enárgeia está en relación semántica con otras instancias y lugares de la retórica: «virtus autem descriptionis maxime planities et praesentia vel significantia est: oportet ením elocutionem paene per aures oculis praesentiam faceré ipsius rei et exaequare dignitati rerum stilum elocutionis», según Prisciano (Lausberg II: §1133, pág. 427).

La enárgeia es un término genérico para designar una descripción poderosa y vivida que recrea ante nuestros ojos a alguien o algo12. Así pues, en numerosos lugares nos encontraremos que se emplea este concepto como relacionado, por darle viveza al recurso descrito: Caracterismos, dialogismus (hablar supliendo la voz de otro), etopoeia (effictio: Descripción física), mimesis, pathopoeia (elevación de las pasiones) o bien prosopopeia (descripción del carácter). De ahí que se mezclase como figura del ornato en el discurso, denominándola evidentia Quintiliano (8, 3, 61; 9, 2, 40), que la define como:

la descripción vivida y detallada de un objeto [...] mediante la enumeración de sus particularidades sensibles (reales o inventadas por la fantasía) [...] El conjunto del objeto tiene en la evidentia un carácter esencialmente estático, aunque sea un proceso [...]; se trata de la descripción de un cuadro que, aunque movido en sus detalles, se halla contenido en el marco de una simultaneidad (más o menos relajable). La simultaneidad de los detalles, que es la que condiciona el carácter estático del objeto en su conjunto, es la vivencia de la simultaneidad del testigo ocular; el orador se compenetra a sí mismo y hace que se compenetre el público con la situación del testigo presencial.


(Lausberg II: §810, págs. 224-225)                


La figura de la evidentia es, pues, un medio expresivo claramento poético, al que los tratadistas le asignan una larga lista de objetos propios recogida en Lausberg (II: §810, 225-227). El orador debe intentar sumergir al público en la situación del testigo ocular, debe hacer funcionar al máximo su fantasía creadora (Quintiliano, 8, 3, 88; 6, 2, 29-31): «[...] quas fantasia Graeci vocant, nos sane visiones appellemus, per quas imagines rerum absentium ita repraesentantur animo, ut eas cernere oculis ac praesentes habere videamur; has quisquís bene conceperit, is erit in affectibus potentissimus». Una vez que lo ha hecho, que se ha compenetrado con su condición de supuesto testigo ocular, debe atraer al público hacia esa misma atmósfera. A tal efecto dispone de una panoplia de recursos en el lenguaje que puede emplear a su elección.

La evidentia, según los tratadistas, tiene tres modos de expresión lingüística: persona, loco y tempore. Además está el detallamiento del conjunto del objeto13,

el empleo del presente14, el uso de adverbios de lugar, expresivos de la presencia o el estilo directo con las personas que intervienen en el relato, con lo que se rompe la distancia de la narración.

Parece fuera de duda, por tanto, que la retórica romana asumió plenamente los hallazgos y directrices de la griega en lo que se refiere a la descriptio. La retórica medieval, especialmente en su vertiente práctica, recibió esas nociones; aunque las artes retóricas se muestran bastante parcas al respecto, la compilación de Faral (1924: 75-77) muestra a las claras que la técnica les era conocida y la dominaban con maestría. Un somero repaso por las letras castellanas medievales nos lleva a la descripción de la tienda de Alejandro en el Libro dedicado al héroe (§2539-2600, págs. 556-566). Más próximos a nuestro siglo XV, es fácil encontrarla en las traducciones de San Anselmo, algunas piezas neolatinas conectadas con el franciscanismo y en autores de la talla de Mena, como ha estudiado recientemente Barry Taylor (1995) y otros.

Me parece interesante y sugestiva la posibilidad de que en estos lugares de Encina que venimos comentando la descriptio volvió de una manera absolutamente espontánea a retornar a su origen primero esclarecida, impulsada por esa nueva espiritualidad a la que vengo haciendo alusión. Hoy en día nadie pone en duda el fuerte componente visual que tuvo la religión católica15; de hecho, se le atribuye a San Gregorio el Grande el dicho de que las imágenes son los libros de los legos, y, como es sabido, dada la estrecha relación entre arte devoto y literatura, no puede extrañarnos que en ocasiones aquellos escritos fueran exhibidos públicamente, o como acompañamiento escrito de ilustraciones, como recoge D. Gray (1972: 45). Probablemente su origen fueran los epigramas e inscripciones clásicos que propone el mencionado crítico, aunque se desarrollaran colosalmente para llegar a ser las descripciones tan sofisticadas como las que nos encontramos. Es demasiado optimista el ver en ellos la conservación de las antiguas imagines filostratescas (1991 y 1996), ejercicios retóricos que alcanzaron su cénit durante la Segunda Sofística griega. Más bien parece tratarse, como apunta Gray, de un desarrollo de los tituli, como dan en llamarles con Steinmann (1895) y Rosenfeld (1935), en realidad epitafios y otros epigramas. Este sería el origen final de obras como la Biblia Holkham, del siglo XIV, manuscrito iluminado en el que el autor comenta en pareados octosilábicos en francés no lo que el artista pinta, sino lo que él cree ver; o el mural con la pintura de la Dance macabre original de París, que se acompañaba de un texto explicativo, como recogen Gray (1972: 50 y 242) y Clark (1950). Incluso, al hilo de las imágenes usadas por Montesinos recordemos, una vez más con Gray, la existencia de unos rollos de pergamino portátiles que contenían las llamadas armas de la Pasión (Arma Christi), que contenían plegarias para cada uno de los instrumentos con los que torturaron a Cristo y al lado un dibujo coloreado de las armas, estudiados por Robbins (1934).

A la vista de estos hechos, creo que los textos de Encina pueden volverse a leer y percibir claramente que el autor está dirigiendo la mirada de su audiencia, y la nuestra, hacia algunos objetos: el paño de la Verónica, la sepultura de Cristo a quien se llega a hablar personificándola, síntoma de su proximidad, tratamiento que también recibe la Cruz. Diríase, por tanto, que los textos de Encina parten de la más que probable presencia física en la Iglesia de los distintos objetos, enraizados en una larga tradición poética que emplea para las imágenes de sus creaciones las distintas realidades de la Liturgia de la iglesia occidental, como señalara di Capua (1951).

Por supuesto que hay otras ocasiones en las piezas de Encina en las que es seguro que el autor está creando un marco meramente referencial a base del discurso siguiendo la técnica que conocemos como descriptio; pero en las que he mencionado inmediatamente antes da la sensación de que su público podía asistir con la mirada a las evoluciones que le marcaba el desarrollo de la pieza. No me resultaría nada extraño que lo hiciera, porque después de todo, Encina siempre quiso que se conociese «que a más se estendía su saber», lo cual equivalía a mostrar ostentosamente en su teatro una espiritualidad que hacía furor en la convulsa sociedad europea de fines del siglo XV16; con su empleo parece que buscaba asegurarse el éxito social que siempre le fue esquivo.






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