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ArribaAbajoPor tu inmóvil música hechizado

En su libro, La llama doble, donde trata de amor y erotismo, Octavio Paz afirma que

Lo que nos han dicho los poetas, los dramaturgos y los novelistas sobre el amor no es menos precioso y profundo que las meditaciones de los filósofos. Y con frecuencia es más cierto, más conforme a la realidad humana y psicológica236.



Del Romanticismo al Modernismo la concepción de la mujer, y por consiguiente del amor, cambia radicalmente en Hispanoamérica, aunque, como es el caso de Amado Nervo, puede persistir en la nueva tendencia la imagen de la esposa ejemplar, de la que parecería blasfemo alabar algo que aluda directamente al cuerpo más allá de lo honesto. Esposa, la mujer es una madre en ciernes, santa e inmaculada. Para fortalecer esta imagen existe otra contraria, negativa, la de la «mujer perdida», que sin embargo la orientación solidaria, de condena hacia la sociedad, transforma en víctima.

En la muy beata sociedad hispanoamericana, la poesía no presenta más que a mujeres recatadas y honestas. Hasta en la poesía gauchesca la mujer es imagen de una hermosura que sobrentiende pureza y tiene su punto de referencia en la Virgen: Estanislao del Campo, en el Fausto, compara a la protagonista con lo que de más puro estamos acostumbrados a pensar: «aquello era / mirar a la Inmaculada»237.

Con el Modernismo la mujer va poco a poco asumiendo un papel distinto. No tanto se la celebra como esposa y madre honrada, sino que empieza a ser un «objeto» de atracción sexual, que el hombre admira y desea. A pesar de ello, no todos los que solemos considerar «iniciadores» de la tendencia modernista se atreven a cambio tan radical. Martí celebra, en «La niña de Guatemala», su enamorada de un día como un ser fantasmal ya entregado a la muerte238. En otro poema de Versos sencillos -«Mucho, señora, daría...»- describiendo a una mujer deseada, lo más erótico que presenta es la «cabellera bravía», el «lujoso cabello» que baja «sobre la oreja fina»; el poeta insiste sobre este elemento corporal con intención erótica: «La oreja es obra divina / de porcelana de China». Lo que más desea Martí es desatar esa cabellera con moroso detenimiento, «hilo por hilo», sobre el cuello «desnudo» de la mujer. A ella el enamorado poeta tiende no tanto movido por el amor, como por el deseo, aunque lo disfraza bajo la exaltación de la belleza femenina, que evita recargar sensualmente.

No estamos todavía ante una mujer que se vale de sus artes para atrapar a su víctima. Siquiera la bailarina española239 que entusiasma a Martí por su habilidad y hermosura, y ante la cual siente un rechazo sólo de orden político, presenta elementos más carnales; el poeta se limita a subrayar en ella la nota altiva y romántica de su extraordinaria belleza: «soberbia y pálida llega»; lo que de la mujer se impone son «las llamas de sus ojos», más que la bata blanca que ofrece cuando en la danza «abre en dos la cachemira», el lento movimiento del «pie ardiente» y el repicar de sus tacones en la tabla, como si fuera «tablado de corazones».

Estamos todavía muy lejos de la mujer de Salvador Díaz Mirón, «embriagadora como el vino», como la canta en «A ella», aunque tampoco el poeta mexicano se atreve a más240. Habrá que llegar a Manuel Gutiérrez Nájera para encontrar, en «La duquesa Job», a una mujer realmente atractiva por su femeninidad, «Ágil, nerviosa, blanca, delgada»; el poeta se atreve hasta a presentarla perezosa en la cama, y luego cuando «ligera, del lecho brinca», ofrece en ella una sugerente imagen, moderadamente sensual: «¡Oh, quien la viera cuando se hinca sobre el colchón»241.

Una descripción más atrevida nos da Nájera en el poema «París, 14 de Julio», donde presenta a una mujer objeto de placer, desde el comienzo atractiva, en una postura que, de cierta manera, nos hace pensar en el conocido cuadro de Salvador Dalí, «Muchacha en la ventana», con algo más de acentuación erótica: «En camisa», Rosa, «fatigada y calurosa / por lo mucho que ha dormido», el pie «en el pantuflo escondido», se acerca al balcón y lo «entorna [...] curiosa». La fiesta patriótica está destinada a concluir en una fiesta de amor. El amante cumple con los antojos de la mujer -una «griseta»- para que entre sus brazos «ondule» en la danza y luego todo concluya en la alcoba, no sin antes un pasaje voyeurista.

No faltará en el Modernismo quien irá todavía más lejos, como Julián del Casal, cuando, en «Mis amores», al expresar sus gustos exóticos por el bronce, el cristal, la porcelana, los tapices «pintados de oro y flores», las «brillantes lunas venecianas», las «bellas castellanas», las canciones «de los viejos trovadores, los «árabes corceles voladores», las «flébiles baladas alemanas», el «rico piano de perfil sonoro», el sonido del cuerno «en la espesura», el «pebetero de fragante esencia», añade el lecho donde la mujer ha perdido su virginidad242. Muy cerca estamos de la extremada pasión erótica de Rubén Darío. No tanto del famoso cantor de los amores míticos de Leda y los cisnes, o de los Centauros, ni del sensual prurito de la «Marquesa Eulalia», sino del apasionado erotista de lo exótico, enamorado de Francia y más de las bellezas de Clodión que de las de Fidias; bellezas carnales, pecaminosas, como se expresa en «Divagación», de Prosas Profanas243, en el orgiástico delirio de múltiples amores -teutónico, hispánico, oriental, etíope, negro, además de italiano y francés-, dando voz a la exaltación de la sensualidad como expresión estética, deteniéndose en lo misterioso para celebrar la universalidad del amor, iniciación, arte y liturgia:


Ámame así, fatal, cosmopolita,
universal, inmensa, única, sola
y todas; misteriosa y erudita:
ámame mar y nube, espuma y ola.
Sé mi reina de Saba, mi tesoro;
descansa en mis palacios solitarios.
Duerme. Yo encenderé los incensarios.
Y junto a mi unicornio cuerno de oro,
tendrán rosas y miel tus dromedarios.



Entusiasmos y pasiones destinados a atenuarse sólo en parte con la enfermedad y la edad, como demuestran los Cantos de vida y esperanza, donde un patético Darío rememora, todavía con nostalgia, sus empresas, en una insistente «sed de amor», debido a la cual, a pesar del «cabello gris», todavía intenta acercarse «a los rosales del jardín»244.

El fin de la primera guerra mundial repercutió, como recuerda Octavio Paz, «en todos los órdenes de la existencia» e «inusitada» fue la libertad de las costumbres, sobre todo eróticas245. Acabado el espantoso conflicto era la alegría de volver a vivir; esto provocó una rebelión contra la moral burguesa, que se manifestó en las costumbres y en el arte y se reflejó también en la concepción del amor, por consiguiente en la poesía que lo cantaba. Aparecieron entonces algunos grandes poetas del amor «moderno», como lo llama Paz, «un amor que mezclaba el cuerpo con la mente, a la rebelión de los sentidos con la del pensamiento, a la libertad con la sensualidad»246, y «fue la erupción del enterrado lenguaje de la pasión»247. Rubén Darío dio también su contribución a ello, pero fueron algunos poetas de la Vanguardia los que más contribuyeron a una visión nueva del cuerpo femenino y del amor. Bretón fue uno de los principales representantes de la nueva visión, interpretando la que el ensayista y poeta mexicano define «función subversiva del amor»248.

En Hispanoamérica el mismo Paz fue, en su primera época, uno de los grandes cantores del amor. Su poesía alcanza en el tema inéditos acentos, matices refinados, en un juego de múltiples luces. Su concepción de la mujer, cuyo atractivo erótico campea, está cargada de filosofía, se presenta carnal y divina al mismo tiempo, «entre verdores dorada»249; su cuerpo es «un día derramado» y contemporáneamente «noche devorada»: el poeta-amante la describe sin falsos pudores, «Mundo» que le resucita y le vence: «inerme ante tu gracia / y por tu inmóvil música hechizado»250.

En la concepción de Octavio Paz el amor, además de ser comunión con el mundo, es constante origen de muerte; lo expresa en «Raíz del hombre»: «no hay vena, piel ni sangre, / sino la muerte sola: / frenéticos silencios, / eternos, confundidos, / inacabable Amor manando muerte»251. Eros y Thanatos estrechamente unidos, y es, expresada con filosofía más profunda, la misma angustia que experimentaba Darío. La modernidad añade al concepto del amor, o resucita, esta dimensión trágica.

Si Delmira Agustini levantaba, en Los cálices vacíos, un canto de encendido erotismo252, Gabriela Mistral cantaba, en los Sonetos de la muerte, la suerte trágica de un amor acaso nunca existido253, y Juana de Ibarbourou, en El cántaro fresco y Raíz salvaje, se hundía en un panteísmo feliz, donde el amor encontraba su natural territorio254, un poeta como César Vallejo expresaría en este tema una variedad de tensiones que le llevarían, desde una inicial visión idealizada de la mujer, en contraposición a la Afrodita de Pierre Louys -su lectura del momento, como informa Juan Larrea255-, a una encendida pasión, que pronto derivaría en desilusión, identificándose con la muerte. En «El poeta a su amada», de Los heraldos negros, escribe: «Amada, moriremos los dos juntos, muy juntos; / se irá secando a pausas nuestra excelsa amargura; / y habrán tocado a sombra nuestros labios difuntos».

En «Desnudo en barro», del libro citado, el poeta identifica el sexo con la tumba: «¡La tumba es todavía / un sexo de mujer que atrae al hombre». Para Vallejo, en «El tálamo eterno», el beso es renuncia a una vida entendida como agonía: «cada boca renuncia para la otra / una vida de vida agonizante»; la mujer es compenetración universal, como la tumba, «donde todos se unen / en una cita universal de amor».

El nicaragüense Joaquín Pasos llegará a ver en la desnudez estimulante y atractiva de la mujer algo que recuerda «la dulzura de los gusanos» que «pronto comerán victoriosamente» su cuerpo256; para él la mujer es un «animal que agita las aguas del alma», que atrae y destruye al mismo tiempo; desnuda es una «gran flor de sueño»; en la sustancia es «sólo un vacío desnudo/ en forma de una muchacha»257.

Desde el comienzo de la renovación poética, hasta sus expresiones más tardías, domina en Hispanoamérica, sobre el tema de la experiencia amorosa, el quevedesco «anuncio de la muerte». La conquista de la libertad en la representación del cuerpo femenino y el acto del amor es, en realidad, en la poesía nueva del siglo XX, salvo contados casos, como en José Coronel Urtecho celebrador del amor doméstico258, acentuación de una problemática en la que el amor se funde y se confunde con la muerte.

El tema del amor encuentra, en el siglo XX hispanoamericano, su máxima expresión en la poesía de Pablo Neruda y va pasando, con el tiempo, en su experiencia personal y en su obra, de un intenso transporte juvenil, que se manifiesta en formas novedosas en los Veinte poemas de amor y una canción desesperada259, al acentuado erotismo documentado en las Residencias en la tierra, y en fin, cuando el encuentro con Matilde Urrutia, a un sentimiento más profundo que renueva su vida y le hace declarar


yo estoy con la miel del amor
en la dulzura vespertina260.



No todo, sin embargo, será felicidad; amor y desamor serán los que se contienden la sensibilidad del poeta en «La canción desesperada», que concluye los Veinte poemas; será tormento la pasión erótica, al final rechazada, pero siempre añorada, como atestiguan los poemas dedicados a Josie Bliss en las Residencias261 y el recuerdo vivo de esta misma mujer en el Memorial de Isla Negra262.

Por otra parte, si el encuentro con Matilde abre en la vida del poeta una larga estación positiva y feliz, tampoco faltan iniciales contrastes, angustias que documentan Los versos del Capitán y sucesivamente los Cien sonetos de amor, debido a explicables temores, ahora, acerca de la permanencia, cuando ninguna fe en el más allá acompaña a la pareja.

En el último de los Cien sonetos, sin embargo, el angustiado amante parece encontrar en el panteísmo una solución al problema; el singular Cancionero -construido con «madererías de amor», rivalizando con Petrarca-, se cierra con la representación vitalista del sentimiento eternizado; el poeta descubre a Matilde a través del verdor de las «esmeraldas», la contempla nacer en espigas, «con una pluma de agua mensajera». Un mundo de frescor permanente toma consistencia y el amor es una «nave navegando en la dulzura». En torno


Ya no habrá sino todo el aire libre,
las manzanas llevadas por el viento,
el suculento libro en la enramada,



y «donde respiran los claveses» los dos podrán fundar «un traje que resista / la eternidad de un beso victorioso»263.

La preocupación por la muerte parece superada. Ya no inquieto el poeta es como si volviera a los tiempos remotos, cuando la pasión por la mujer recién despertaba y ella representaba la «fuente de la dulzura», cuando la plenitud del sentimiento se expresaba en los versos de «Alianza», de Tercera residencia:


Sobre tus pechos de corriente inmóvil,
sobre tus piernas de dureza y agua,
sobre la permanencia y el orgullo
de tu pelo desnudo,
quiero, amor mío, ya tiradas las lágrimas
al ronco cesto donde se acumulan,
quiero estar, amor mío, sólo con una sílaba
de plata destrozada, sólo con una punta
de tu pecho de nieve.



No hay que olvidar, sin embargo, que estos versos iban a la par, entonces, con los del largo poema «La furias y las penas», inspirado en el verso de Quevedo -gran lectura nerudiana- «Hay en mi corazón furias y penas...»264.

La semilla de la inquietud nerudiana acerca del amor da frutos relevantes en el Memorial de Isla Negra, libro que el poeta entendía no menos importante que el Canto general para la historia de su poesía265. Evocando sus amores, Neruda dedica a las mujeres que en su vida tuvieron importancia, versos significativos, adoptando un sistema binario, por el cual, como en un espejo del desengaño, ellas aparecen antes en la estación vital del amor y luego como posiblemente serían en la actualidad. El sentimiento, filtrado por el tiempo, revela una realidad descarnada. Es como si el poeta hubiera decidido anular los fantasmas del pasado para ensalzar solamente a la mujer que transformó su vida y que celebra nuevamente en un largo fragmento final del Memorial y luego en otro libro poético, La barcarola. Continuará Neruda, hechizado por Matilde, insistiendo en una ilusión que él mismo, sin embargo, se encargará de destruir hacia el final de su vida, aunque sobre el episodio hasta su muerte se mantuvo el silencio. En época lejana él había afirmado que el corazón es una gran alcachofa, donde hay hojas para muchas mujeres266: su último gran poema, La espada encendida, lo documenta, aunque por mucho tiempo se creyó que la protagonista seguía siendo su esposa. No era así; en la pareja que sobrevive a la destrucción atómica del mundo y que vuelve a poblarlo a través del amor otra era la mujer267. Neruda, ya enfermo, no había resistido al atractivo femenino; por un momento, probablemente, se creyó victorioso y en la posibilidad de dar nuevo comienzo a su existencia: dice Rosía


Desde toda la muerte
llegamos al comienzo de la vida268.



Rezaba el verso ya citado de Octavio Paz: «inacabable Amor manando muerte». El mismo Neruda debía darse cuenta finalmente de que todo era pura ilusión. Tiempos después escribiría, volviendo a su poeta preferido, frente a la nueva estación que florecía: «Sólo no hay primavera en mi recinto»269. Morirá más tarde en la desolación de un hospital, a raíz del golpe de Pinochet, acompañado por su fiel compañera, Matilde, añorando «su» mar, la «artillería / del océano golpeando las orillas», ese «derrumbe de turquesas» que tantas veces había cantado, «la espuma donde muere el poderío»270. El hechizo femenino había terminado.




ArribaAbajoFortuita es la circunstancia

La figura de Borges y su obra son familiares hoy a todo el mundo culto. Tienen admiradores en todas partes, a cualquier orientación ideológica pertenezcan. Sería ciertamente confesión de incultura el desconocimiento de este autor271 y en su aprecio se pasan por alto las contradicciones del hombre, o mejor, más que contradicciones, el gusto de Borges por sorprender con declaraciones y actitudes que en ocasiones parecieron contrastar con su firme oposición al peronismo.

La mayoría de sus admiradores optaron por definir sus actuaciones sorprendentes como excéntricas. Y sin embargo, a quienes pasaban por alto, con magnanimidad, las «extrañezas» borgesianas se les escapaba la verdadera naturaleza del compromiso del escritor: compromiso con el hombre y por ende consigo mismo. Los que realizaban hábiles distinciones para rescatarlo políticamente, no se daban cuenta de que, precisamente por este motivo, los lectores sentían más cerca de sí al personaje contradictorio y aceptaban no sus provocaciones sino el mensaje profundo, con el cual se identificaban.

Impávido en su ceguera, Borges superaba sereno las situaciones más conflictivas, derrotando a sus críticos y enemigos. Quien ha tenido la oportunidad de ver en Buenos Aires la modesta sede de la antigua Biblioteca de la que fue director -hasta que lo despidió Perón-, sobre todo si la compara con la monumentalidad y la belleza de la nueva Biblioteca Nacional, recibe una impresión que bien se aviene con la grandiosa modestia en la que Borges ha transcurrido toda su vida, a pesar de los triunfos de la fama; se da cuenta de que su espacio en el mundo ha sido todo interior, ámbito en el cual maduraron sus reflexiones no tanto en torno a la posible felicidad en la tierra -como lo hizo Neruda en sus repetidas utopías-, sino relacionadas con el complicado ser humano y su límite, que los ruidos de la vida en vano intentan ocultar.

A este propósito se explica la influencia de Quevedo también sobre el escritor argentino, aunque acerca del gran autor del Siglo de Oro Borges no se ha expresado nunca con especial entusiasmo, sobre todo en sus últimos tiempos; al contrario, con singular dureza ha afirmado que, de vivir en el siglo XX, el satírico español hubiera sido franquista, nacionalista y en Buenos Aires peronista272.

De Quevedo, Borges admiraba la fuerza verbal, mientras muy severo era su juicio acerca del filósofo, el teólogo y el político273. En cuanto al poeta, rechazaba su producción amorosa y la sátira contra las mujeres, como expresión de una artificiosidad voluntaria, mientras apreciaba los poemas «que le permiten publicar su melancolía, su coraje o su desengaño»274.

Es éste el sector de la producción de Quevedo que más profunda huella deja en el poeta argentino, el cual considera las composiciones que lo constituyen «objetos verbales, puros e independientes como una espada o como un anillo de plata», su autor «el primer artífice» de las letras hispánicas y como Joyce, Goethe, Shakespeare, Dante, «menos un hombre que una dilatada y compleja literatura»275.

Cuales los contactos reales que existen entre Borges y Quevedo ha sido ampliamente demostrado276; la obra poética toda del argentino afirma una identidad de clima espiritual entre los dos personajes, cada uno, para emplear las palabras del mismo Borges, «innumerable como un árbol, pero no menos homogéneo»277.

Entre toda la producción artística de Borges mis preferencias han ido siempre a los textos que desarrollan las reflexiones indicadas, y en ellos sobre todo a la poesía, que se construye sobre cosas aparentemente mínimas y que, en realidad, tienen un significado profundo. Una producción por mucho tiempo poco estudiada. La narrativa, más conocida y celebrada, aunque rica en pensamiento y atractiva por temas, me ha parecido siempre menos sugestiva que la poesía, cuya esencia es la meditación y que implica inmediatamente al lector. No inútilmente Borges ha subrayado, en el breve prólogo a Fervor de Buenos Aires, lo fortuito del acto creativo: «fortuita es la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios poéticos y yo su redactor»278. En este sentido los pronombres se vuelven inseguros y la poesía acomuna con inmediatez artista y lector, interpretando al hombre en su significado más profundo. Probablemente esta atracción se realiza debido a un mestizaje cultural único en el ámbito americano, que se nutre sobre todo de lo europeo. Educado en Europa, Borges no deja de mirar hacia ella, hacia una cultura que vuelve mito y que, llevada al territorio argentino, le permite afirmar su originalidad en esa área cultural como prolongación relevante de Europa, de la que atesora culturas neolatinas y anglosajonas, eslavas y judías.

La impresión que el lector de la poesía borgesiana obtiene es esencialmente de conjunto; difícilmente va aislando libros, porque el discurso poético no se interrumpe, desarrolla una continua meditación, trata problemas que están en la raíz del individuo. En el prólogo a La moneda de hierro ha afirmado con singular modestia, que cada uno de sus nuevos libros no vale mucho más ni mucho menos que los que lo han precedido. En cada momento su poesía expresa la condición de un hombre aparentemente perdido, desamparado frente al mundo. El poeta crea sus mitologías o las combate y el significado de su creación se afirma como unidad, con textos que han llegado a constituir un patrimonio vivo para el lector: «Las calles», «El Sur», «Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad», «La noche que en el Sur lo velaron», «El reloj de arena», «Ariosto y los árabes», «Mateo XXI, 30», el «Poema de los dones», donde la Biblioteca acentúa su significado mítico y la ceguera es superada como privilegio de la «maestría» de Dios:


Nadie rebaje a lágrima o reproche
Esta declaración de la maestría
De Dios, que con magnífica ironía
Me dio a la vez los libros y la noche.



Desde este momento Borges se identifica con ese «Guardián de los libros», de Elogio de la sombra, el cual, incapaz de leer, se consuela pensando que todo lo imaginado y lo pasado «ya son lo mismo»; en los altos anaqueles están, «cercanos y lejanos a un tiempo, / secretos y visibles como los astros», los libros y las maravillas que encierran. No lee: piensa y reflexiona.

Si Neruda afirmaba haber encontrado en la poesía de Quevedo expresados ya los problemas que le atormentaban y que no había sabido formular279, en la poesía de Borges vive activo un Heráclito-Quevedo, con su río que no cesa, y el lector encuentra expresadas sus preocupaciones, sus propias angustias. Las afirmadas metáforas, los laberintos, las agudas percepciones de un ritmo universal que siempre es problema, se mezclan en sus poemas con antiguas sugestiones vueltas mitología vital: las espadas, las gestas del antiguo mundo sajón, que reviven en el no menos mítico clima de la guerra por la independencia argentina, el halo heroico de la batalla de Junín, donde un antepasado del poeta se portó con valor encontrando la muerte; antepasado con el cual, sugestión de la espada sobre el tímido hombre de letras, el escritor se identifica:


Soy un vago señor y soy el hombre
que detuvo las lanzas del desierto.



Se ha dicho que Borges reconoce un primado a las armas y que esto quiere indicar desconfianza en las letras, la imposibilidad del «Hacedor» para dar una respuesta a la crisis de identidad del hombre contemporáneo. De ahí el significado salvífico de las mitologías cultivadas, por encima del insistente peso de la sombra, la ceniza, la muerte, a cuyo propósito el argentino ha dado, en «El Inmortal», una interpretación partícipe:

La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable, de lo azaroso280.



Con razón Ana María Barrenechea pone de relieve que Borges en este pasaje de «El Inmortal» ha manifestado «Toda la angustia de las horas que aniquilan al hombre y a los recuerdos del hombre, toda la poesía que encierra la insinuación de la humana fugacidad»281. Diría también la ternura que despierta saber el hombre impotente y solo frente a los acontecimientos, en poder del azar.

Si todo confluye en la afirmación de lo efímero de la vida, algo sin embargo queda del ejercicio de las letras y la espada: una muerte heroica, un verso transmitido en el tiempo, aspiración última del mismo Borges, como le ocurrió felizmente a ese mínimo poeta de 1897, recordado en «A un poeta menor de la Antología», de El otro, el mismo:


Dejar un verso para la hora triste
que en el confín del día nos acecha.



Hacia las armas la pasión de Borges se nutre del mito de sus antepasados y del deseo de heroísmo propio del hombre no de acción; las armas no constituyen una evasión, sino el medio para afirmar la memoria de sí, aspiración universal, reemplazado en el hombre de letras por la creación artística. La angustia de desaparecer sin dejar huella atormenta desde siempre a los vivientes. A esta angustia ya había dado forma dramática en América la poesía del pasado más remoto: en el mundo precolombino los cantores del área náhuatl se interrogaban sobre el por qué habían venido a vivir tan brevemente en la tierra; no menos dramáticamente se han expresado los poetas contemporáneos: pensemos en Neruda o en Paz, el primero obsesionado por una búsqueda infinita de permanencia, el segundo convencido de que «vivimos entre dos paréntesis»: nacer y morir. Borges subraya aún más, por su parte, el límite, la situación crítica del hombre, su condición de héroe por el simple hecho de vivir.

Tampoco representa una evasión la preferencia que el autor argentino muestra por ciertos sectores de la literatura europea, en particular por la literatura italiana: si el antiguo mundo de las literaturas germánicas satisface sus ambiciones de linaje y sus aspiraciones heroicas, la literatura italiana le ofrece sugestivos motivos para la reflexión y el sueño: Dante y la Divina Commedia, Ariosto y el Orlando Furioso282 son puntos eminentes de referencia. Bien sabemos que Borges consideraba la aparición de Dante y la Commedia el acontecimiento más importante de todos los tiempos; él situaba al «divino poema» inmediatamente después de la Biblia y los Evangelios; afirmaba que lo había leído completo muchas veces, a pesar de desconocer el italiano283. En una entrevista declaraba Dante su maestro y afirmaba que la Commedia era, con toda probabilidad, la obra «máxima de la literatura»284, y puesto que el entrevistador le recordaba como en el «Poema de los dones» había individuado una especie de traducción de algunos versos del Purgatorio, «Como aquel capitán...», Borges había continuado en italiano: «fuggendo a piedi e «nsanguinado il piano»285, demostrando concretamente su conocimiento.

La Divina Commedia, afirmaba, no lo llevaba al Infierno, sino al Universo286. Y que Borges conociera en profundidad el poema lo confirma la inteligencia de sus ensayos dantescos287, donde aparece claro que el libro famoso había llegado a ser para él no un motivo de culta divagación, sino un libro de altas aventuras del espíritu, en cuya interpretación se ejercitaban sus arraigadas mitologías y sus abundantes lecturas, sobre todo de literatura inglesa. En una ocasión declaró que la Divina Commedia era una ciudad que nunca habríamos logrado explorar completamente y que el terceto más repetido y gastado habría podido, una tarde, revelarle a él quien era o qué era el Universo288. Borges entendía el poema de Dante no como obra de un hombre, sino fruto de los movimientos, los «tanteos», las «aventuras, las vislumbres y las premoniciones del espíritu humano»289; un libro no de absolutas certezas, sino que mantenía vivo el misterio. Misterio hacia el cual tiende igualmente el lector.

A la atracción de la aventura del espíritu y del sueño responde la pasión borgesiana por Ariosto y el Orlando Furioso. El documento de mayor interés sobre el tema es el largo poema «Ariosto y los árabes», que Borges incluye en 1969 en El otro, el mismo, libro que recoge su producción poética del período 1930-1967. En el Manual de zoología fantástica, escrito con Margarita Guerrero y publicado en 1957, Borges no había olvidado al Hipogrifo: del Orlando Furioso citaba, prosificándola, la «descripción puntual», que definía «escrita como para un diccionario de zoología fantástica», y reproducía una octava del texto italiano, la que describe el asombro de los que ven pasar en el cielo una «alta meraviglia», difícil de creer: «un gran destriero alato, / che porta in aria un cavaliere armato»290.

Para apreciar adecuadamente la sustancia de lo que significó para Borges el Furioso, hace falta acudir al mencionado poema «Ariosto y los árabes», donde el poeta trata del «libro», que estima imposible para un hombre si no concurren «la aurora y el poniente, / Siglos, armas y el mar que une y que separa». El poeta estima que Ariosto ha entendido esto perfectamente y que «en el ocio de caminos / De claros mármoles y negros pinos», fue absorbiendo el aire lleno de sueños de su Italia, cansada por siglos de guerras, y les dio realización poética, volviendo «a soñar lo ya soñado».

Hace falta recordar nuevamente lo que Borges afirmó en el prólogo a Fervor de Buenos Aires, acerca del carácter fortuito de la circunstancia de ser poeta o lector: en Ariosto él ve al artista que transmite una cultura secular y el fruto de la capacidad humana de soñar; lo siente cercano en cuanto intérprete de una larga historia de la humanidad y de la necesidad del sueño. Sus mitos, sus personajes, sus interpretaciones, afirma, son producto del tiempo, y del azar su ser poeta: Ariosto fue un fortuito soñador de lo ya soñado.

La guerra y las fantasías, en los confines remotos de tierras legendarias, dieron vida a héroes y heroínas, a animales aterradores o maravillosos, como el «corsiero alato»; la fantasía, la imaginación, llevó Ariosto a ver la tierra como desde el Hipogrifo, entre la realidad y la luna, descubriendo delicadamente, «Como a través de tenue bruma de oro», en el mundo, «un jardín que sus confines / Dilata en otros íntimos jardines», debido a los amores de Angélica y Medoro. De esta manera, como por efecto del opio, «Pasan por el Furioso los amores / En un desorden de calidoscopio».

Borges experimenta un verdadero placer leyendo, pensando el Furioso. Su poesía se enriquece en valores cromáticos cálidos y refinados; una poesía suspendida entre realidad e irrealidad, traspasada por el duro chocar de las armas, pero hecha también más leve y transparente por el paisaje renacentista y el hálito del amor. Magia y encantamiento aparecen como depurados a través de una ironía sutil, en la arquitectura perfecta de una construcción ficticia, como lo es la vida,


El singular castillo en el que todo
Es (como en esta vida) una falsía.



Según Borges Ariosto posee una virtud singular, la de transformar mágicamente las escorias, el «indistinto / Limo que el Nilo de los sueños deja», en un «resplandeciente laberinto». El Orlando Furioso es un «enorme diamante» en el que un hombre puede perderse «venturosamente», «por ámbitos de música indolente. / Más allá de su carne y de su nombre». Pero, observa, detrás del poema ariostesco toda Europa se perdió: el autor del «sueño soñado», hizo soñar a su vez a infinitos hombres, no solamente en Occidente. Recogiendo la gran mies de lo soñado, el Furioso dio otros frutos en Oriente: las historias fantásticas y refinadas, pero también crueles, de las Mil y una noches, que acabaron por sustituir al poema mismo.

También Borges sueña este mundo soñado, la «famosa gente / Que habita los desiertos del Oriente / Y la noche cargada de leones», siente profunda la sugestión del poema ariostesco en cuanto representa, como cada libro de la Biblioteca, el tiempo inmóvil de la eternidad, que se afirma sobre la transitoriedad humana:


En la desierta sala el silencioso
Libro viaja en el tiempo. Las auroras
Quedan atrás y las nocturnas horas
Y mi vida, este sueño presuroso.



Siempre lo pasajero. Frente a la transitoriedad humana está, sin embargo, la obra de arte, el Orlando Furioso, imagen perfecta de lo eterno, en cuanto la Biblioteca perdurará, «iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta»291.

Más allá de estos mínimos y altos consuelos, «La hora triste», el acecho, la condición de fantasma, lo irrecuperable, lo fortuito, son temas que en la poesía borgesiana invitan a la reflexión, a la medida de sí mismos. Ejercen inmediata sugestión, en «La noche que en el Sur lo velaron», los vestigios de quien ha cesado de vivir. El lector participa de la emoción por las minucias domésticas, las «menudas sabidurías» que «en todo fallecimiento de hombre se pierden»; Borges las detalla en «unos libros», una llave, un cuerpo entre otros cuerpos, y en torno una noche «minuciosa de realidad», un tiempo «abundante», la congoja de «la prolijidad de lo real».

Con razón Heráclito, evocado en «El reloj de arena», veía en el deseo de eternidad del hombre «nuestra locura». La clepsidra, la arena, son símbolos eficaces, destinados a poner remedio a la locura humana, en la adquirida conciencia de que «Todo lo arrastra y pierde este incansable / hilo sutil de arena numerosa», que arrollará igualmente al poeta, «fortuita cosa / de tiempo, que es materia deleznable».

Deriva de los temas ilustrados el hecho de que, entre los libros de prosa de Borges, las preferencias del lector, o de ciertos lectores, como yo, vayan a los textos que tratan del destino, del tiempo, del sueño, del tema sugestivo e inquietante del eterno retorno, expresión de una filosofía que implica toda la vida. En la Historia de la eternidad el escritor argentino considera el tiempo desde un doble punto de vista: el humano, que permite captar la fugacidad del ser, y el divino, para el cual, frente a los «objetos del alma», en los cuales existe una sucesión temporal, está la absoluta contemporaneidad, en cuanto la inteligencia divina comprende juntas todas las cosas, de modo que «El pasado está en su presente, así como también el porvenir. Nada transcurre en ese mundo, en el que persisten todas las cosas, quietas en la felicidad de su condición»292.

Borges interpreta la vida humana como un laberinto, constituido por varias existencias. Pasado, presente y futuro coexisten desde siempre, son una misma cosa, por más que se manifiesten separados. En «Las ruinas circulares», de Ficciones, él entiende demostrar que la realidad humana es pura ilusión, sueño solamente de un ser superior: el mágico, «con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo»293. En la Historia de la eternidad ésta es sólo «un juego o una fatigada esperanza»294, dentro del inquietante tema del tiempo, problema que comprende también la teoría del eterno retorno, que Borges trata en «La doctrina de los ciclos» y en «El tiempo circular».

El tema del eterno retomo aparece en «La noche cíclica», en el sentido de desdoblamiento, está presente en el «Poema de los dones», en «Borges y yo» de El Hacedor, en la narración «El otro», de El libro de arena, donde Borges se presenta soñado por sí mismo, regreso sugestivo a Las ruinas circulares.

Esta temática hace que los escritos de Jorge Luis Borges inquieten positivamente al lector, en el sentido de que lo inducen a pensar y a moderarse, lo hacen partícipe de una filosofía que educa a vivir. Es ésta la huella profunda que la obra del gran escritor está destinada a dejar, una huella que se manifiesta en toda su producción artística, en la poesía y en las narraciones, en los cuentos fantásticos y en los policíacos, textos que parecen vivir de una realidad irreal y que siempre contemplan el destino humano, el enigma, lo transitorio y lo eterno.

En las narraciones borgesianas domina una extraordinaria lucidez intelectual; el ejercicio de la inteligencia sostiene un juego dialéctico que fascina al lector. Atraído por el misterio, Borges pretende penetrarlo y lo logra después de haber prospectado una multiplicidad de soluciones posibles. Ejemplo relevante es el cuento «Hombre de la esquina rosada», hacia el cual el escritor ha manifestado varias veces su insatisfacción, acaso por haber acudido al lenguje popular, pero que es uno de sus textos narrativos de mayor interés, incluido más tarde en Historia universal de la infamia. En este cuento no interesan tanto el delito y su solución, como las consideraciones frente al hombre asesinado; dice una mujer de entre los curiosos: «-Para morir no se precisa más que estar vivo»; y otra comenta: «-Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas»295. Más tarde en la narración «El jardín de los senderos que se bifurcan», incluido en Ficciones, Borges alcanza un notable resultado dentro del género policíaco, tomando a motivo los preliminares de un delito que, como declara, no será posible descifrar hasta el último párrafo296.

Lo fantástico domina en «La lotería en Babilonia», donde la ciudad es «un infinito juego de azares»297, y en «La Biblioteca de Babel» un «universo» donde todo está escrito, certeza que «nos anula o nos afantasma»298. Más que lo fantástico domina en los textos narrativos de Borges el enigma; así es en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», en el «Examen de la obra de Hebert Quain». Y «Pierre Ménard, autor del Quijote» se embarca en una singular y fútil empresa con la que «resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre»: la repetición, «en un idioma ajeno», de un libro preexistente299.

Todas las narraciones de Borges, al igual que su poesía, presentan un sello metafísico. En El Aleph la valencia esotérica de los símbolos es ayuda eficaz para la tratación de temas de valor universal partiendo de un dato ocasional. Las distintas narraciones tienden a resumir el universo, puesto que el Aleph representa, según la Cabala, al hombre como unidad colectiva. Pero todo es huidizo y lo que se ve acaso no sea siquiera apariencia, puesto que nuestra mente es «porosa para el olvido», todo se falsifica y se pierde300.

En El Hacedor Borges ha señalado la heterogeneidad del cuento, declarando que su libro es una «silva de varia lección», y ofrece al lector la explicación de lo que significa para él escribir:

Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara301.



Todo escrito es autobiográfico. Libro de gran significado El Hacedor, como lo es, por otra parte, El libro de arena, con sus cuentos que introducen en una realidad posible e improbable a un tiempo. De singular nivel imaginativo pueden considerarse la narración «El Congreso», utopía desorbitada de una asamblea representada por toda la escena y todos los instantes del mundo, y «El libro de arena», texto imposible de innumerables hojas, libro monstruoso de distancias infinitas y, como la arena, sin principio ni fin, en el bosque librario de la Biblioteca.

De toda su obra, poesía y prosa, Borges es el verdadero y único protagonista. Los problemas del hombre, del destino, de la realidad y el sueño, de Dios, el tiempo, el eterno retorno, son sus problemas y a un tiempo nuestros problemas. El «fortuito» escritor interpretándose nos ha sabido bien interpretar.




ArribaLos años se hicieron aire

Poeta y narrador, Homero Aridjis es hoy una de las personalidades más relevantes de la literatura mexicana. Para que su obra se impusiera fuera del continente han pasado algunos años y ha sido posible sobre todo debido a su narrativa. Poco todavía se conoce de su poesía en el exterior, o al menos en Europa, cuando cuenta con un número consistente de libros.

La poesía de Aridjis se inserta en el panorama de la poesía mexicana contemporánea con temas que confirman la directa continuidad con las preocupaciones a las que han dado voz sus mejores poetas, partiendo de José Gorostiza y Javier Villaurrutia, para llegar a Octavio Paz y a José Emilio Pacheco: la tragedia del hombre en la monotonía de la vida; el ambiente ecológicamente perdido, sobre el cual resplandece un sol helado, «flor fría»302; el amor, ilusoria esperanza303; la imposibilidad de comunicación304; la muerte, que refleja la inconsistencia humana en los espejos305; el

hombre, «figura / que se retira en sueños»306, o ente que incansablemente se impone sobre la destrucción de los dioses307; el tiempo irreparablemente perdido; el ocaso del siglo, donde los «hombres del Milenio Adelantado» se olvidan del «Hombre Descentrado»308, y la pareja va «a pie, / por la carrera del olvido»309.

Temas centrales también en la obra narrativa de Aridjis, el cual empezó su actividad de narrador con una serie de cuentos, reunidos en 1961 en La tumba de Filidoro; años después, en 1982, dio a la imprenta tres novelas breves, que recogió bajo el título de Playa nudista. En la tercera de estas novelas cortas, El último Adán, aparece el tema que, paralelamente a lo que ocurre en su poesía -de 1982 es también el poemario Construir la muerte-, preocupa al escritor y poeta: el destino final del mundo, su destrucción por mano de los hombres y de la ciencia bélica.

La narrativa de Aridjis vuelve a este tema en varias novelas, mientras que en otras va trazando una especie de historia del mundo, espaciando su fantasía entre Europa y América. Una suerte de involuntaria trilogía, formada por El Señor de los últimos días (1994), 1492. Vida de Juan Cabezón de Castilla (1985) y Memorias del Nuevo Mundo (1988) nos lleva de la Europa del fin del primer milenio a la América del descubrimiento, mientras que otras tres novelas, ¿En quién piensas cuando haces el amor? (1996), La leyenda de los soles (1993) y El último Adán, incluido en Playa nudista, desarrollan el tema de la destrucción del mundo, la perspectiva de un futuro en el que la humanidad agoniza, ámbito espacial que, aunque implica a todo el universo, tiene como punto central de observación, y de preocupación, la ciudad de México.

En la novela El Señor de los últimos días la escena se centra en los decenios que llevan al año mil, cuando aterradoras predicciones prometen el acabarse general, la fin de los tiempos, que anuncian la aparición de un cometa, el nacimiento de criaturas deformes, terremotos, guerras y otros desastres. Estamos en una España dividida entre reinos cristianos en el norte y dominio árabe en el sur, en una época en que va naciendo el castellano, que todavía la gente habla sin propiedad, pero que progresa visiblemente. Con la sensibilidad lingüística que lo caracteriza, Aridjis interpreta en su libro los tanteos del nuevo idioma y escogiendo términos de la época, que mantienen visibles sus orígenes del latín vulgar, logra dar una impresión convincente de la caracterización idiomática del período, cuando Almanzor dominaba casi toda la península y con sus correrías ponía en serio peligro el reino leonés.

Precisamente en la antigua ciudad de León y fuera de sus murallas defensivas se desarrolla gran parte de la acción; que es una acción de defensa contra los infieles, mientras va extendiéndose el terror por el próximo fin del mundo. Dos Españas se contraponen: la cristiana y la musulmana, con sus características: ruda y dominada por una iglesia no siempre santa, por una religión supersticiosa, llena de creencias en reliquias de santos, verdaderos o inventados, la del norte; violenta, edonista, dominada por el placer de la carne, vitalista y en expansión la del sur.

Al final, sin embargo, la España cristiana, varias veces humillada por las armas enemigas, logra imponerse y vencer a la España musulmana. La derrota de Almanzor frente a León, en vísperas del acabarse del año mil, marca casi religiosamente el comienzo del nuevo milenio: «la luz inenarrable iba a aparecer el próximo día, alumbrando no sólo el horizonte dormido del mundo, sino también las tinieblas del corazón humano»310.

La habilidad de Aridjis es múltiple en esta novela: no se limita al aspecto lingüístico, sino que sabe resucitar el clima turbio de terror que antecede al prospectado fin del mundo, cuando los instintos humanos se desatan violentos, locos y falsos mesías van recorriendo ciudades y campañas, los frailes predican una vida de penitencia, vida santa que varios de ellos poco practican. Todo aparece desencajado, salido de quicio. El demonio está presente de manera activa doquiera. Aparecen criaturas extrañas, hay quien vomita sierpes demoníacas, mujeres que comercian carnalmente con el Maligno, falsos inspirados que, influidos por Satanás, predican una radical revolución de los conceptos morales y prometen la llegada del «Día de la ira», en el que

No será don Cristo el que vendrá a juzgar a los vivos y los muertos, sino el diablo. El sol y la luna se oscurecerán, los cielos y la tierra se juntarán, los incrédulos y los injustos vivirán para siempre. Los buenos morirán en desgracia311.



El «Señor de los últimos días», fraile devoto y pecador en la carne, es un mellizo que tiene su mayor enemigo en su hermano, el cual actúa en el campo adverso y a quien por fin en la batalla final vence y mata, sintiéndolo como si se matara a sí mismo. Es otro iluso, otro desquiciado, que se cree el nuevo Redentor del mundo.

Entre visionarios y locos se desarrolla esta novela, que proporciona al lector el sabor de los antiguos cantares, cultiva las ideas transmitidas en el tiempo sobre una edad oscura en la que se desarrolla una lucha sangrienta entre los dos dominios, para sobrevivir. Aridjis aprovecha originalmente versos del Cantar de Mío Cid y de los viejos romances, que incorpora con mesura a su prosa para representar el clima de la época. Su intención principal es denunciar la debilidad del ser humano, la dificultad que implica vivir, la persistencia de lo terrorífico, que hace aún más precaria la existencia, la presencia constante de lo demoníaco en lucha con lo divino, los tormentos de un ser que, olvidado el pasado, parece estar todavía al comienzo de sí mismo, de su historia.

Saltando siglos, el narrador afronta en la novela 1492. Vida de Juan Cabezón de Castilla, otro tema: el de los años difíciles que anteceden al viaje colombino de descubrimiento y España queda motivo principal de inspiración. Con la fecha 1492 termina la nueva novela, presentándonos a un oscuro personaje, Cristóbal Colón, a punto de emprender su aventura oceánica.

El salto de siglos es puramente aparente: en realidad en la España de 1492, si la comparamos con la del año mil, casi nada parece haber cambiado: al contrario, todo ha empeorado; sobre todo ha desaparecido completamente la tolerancia y los perseguidos son ahora los judíos. La Inquisición acecha por todas partes, actuando con rigor y crueldad, iluminando las plazas con el fuego de sus autos de fe.

El interés de la novela no está tanto en la figura del discutido personaje Colón, como en la evocación del clima de una España fanática desde el punto de vista religioso. La historia comienza en 1391, cuando se verifica el asalto a la judería de Sevilla, y concluye con el comienzo del viaje colombino, después de la caída de Granada en manos de los Reyes Católicos, la humillación del «Rey Niño», que se entrega a los vencedores, con toda la complicada ceremonia a la que el mismo Colón, testigo presencial, alude al comienzo de su Diario, y finalmente la firma por parte de la pareja real del edicto de expulsión de los judíos de sus reinos, tragedia humana de la que Isabel y Femando llevan sempiterna culpa.

Novela de gran interés nuevamente desde el punto de vista lingüístico, puesto que Aridjis resucita con gran pericia el castellano de la época, enormemente progresado, como es natural, con respecto al idioma hablado en el año mil, y lo inserta armoniosamente en el castellano actual, como lo hizo Miguel Ángel Asturias en Maladrón con el castellano de la época de la conquista de los Andes Verdes.

En cuanto al tema, el narrador se preocupa sobre todo de reconstruir el espíritu de la España medieval, en la que por varios siglos convivieron las religiones cristiana, judía y musulmana, período de singular tolerancia, oponiéndole la visión negativa del odio creciente contra los judíos y su persecución.

Aridjis ofrece en este libro aspectos y escenas caracterizantes de la nación ibérica en la época y para hacerlo acude a una circunstancia concreta: el proceso intentado contra Isabel y Gonzalo de la Vega, quemados en efigie, en 1483, en Ciudad Real, por herejes y judíos. El dato histórico le sirve al escritor para dar a la ficción el sabor de una dolorosa realidad, y para rematar la veracidad de su novela le añade al final la documentación, el texto del proceso inquisitorial de condena de los dos herejes, documento de gran impacto sobre el lector.

La representación de la España del siglo XV resulta particularmente interesante porque Aridjis no acude a los clichés de la conocida «leyenda negra», sino que reconstruye en profundidad el complicado tejido humano que dio vida a la época. El lector participa activamente del clima de los tiempos evocados, donde se mezclan fanatismo religioso y picardía, violencia inenarrable y miseria, prepotencia del poder político e intolerancia religiosa.

En este panorama, que denuncia la precariedad del vivir cotidiano, hace su tímida aparición Cristóbal Colón, que con su empresa abre el camino a una posible salvación de su gente. Siguiendo a Madariaga, en efecto, Aridjis hace de Colón un individuo de ascendencia judía y al final de la novela vemos que se embarcan en las carabelas, con los delincuentes liberados de las cárceles del reino, hombres y mujeres pertenecientes al pueblo judío, que el decreto real obligaba a irse de España. Esta gente se dirige con el Genovés hacia una tierra desconocida, tierra de salvación: América. En el número de los judíos se encuentra también el protagonista de la novela, Juan Cabezón de Castilla, el cual informa:

Yo me fui a Palos, en busca de fortuna, me hice a la mar con don Cristóbal Colón. En la nao Santa María vine de gaviero. Dejamos el puerto por el río Saltés, media hora antes de la salida del sol, el viernes 3 de agosto del año del Señor de 1492. Deo gratias312.



Es decir media hora antes de que venciera el término concedido a los judíos para irse del territorio español.

En la novela Memorias del Nuevo Mundo, el protagonista, Colón, narra su aventura americana. En los capítulos iniciales domina su figura y Aridjis sigue el texto más que conocido del Diario de a bordo del Almirante: la travesía, la rebelión de los marinos, la aparición de la tierra y su toma de posesión, el encuentro con los indígenas, la busca del oro, la vuelta a España, el regreso a las Antillas, la constatación de la destrucción del fuerte de Navidad, etcétera. No toda la historia colombina es aprovechada. De repente la narración se traslada al continente, para contar la actuación de Cortés, el encuentro con Moctezuma, su muerte, la toma de Tenochtitlán, el asentarse de los españoles en la ciudad, la lucha contra la idolatría, el conflicto entre los franciscanos y la Audiencia, en fin todo lo que sabemos a través de crónicas y relaciones, empezando desde las Cartas de Cortés al emperador y la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, hasta las Historias de Motolinía, Sahagún, Oviedo, Torquemada, etc.: una larga lista de documentación, cuya mención llena cinco páginas en la «Nota» al final de la novela y donde no faltan referencias a documentos de otra índole, como autos judiciales y sentencias inquisitoriales313.

La novela carece de la unidad que caracteriza la que la antecede y el lector se encuentra con no poca frecuencia desorientado; faltan conexiones para la trama, que se complica aún más con la introducción de historias de amor y celos. Sin embargo, si el autor tenía la intención de representar un mundo confuso y abigarrado, el de comienzos de la vida colonial en la Nueva España, lo ha logrado. No solamente Aridjis nos presenta los momentos «bárbaros» del inicio de la colonia, sino que pone de relieve la persistencia de «lo mexicano», a pesar de la conquista. Dentro del mundo turbulento y turbio de la Nueva España en formación, en efecto, el pasado indígena no ha muerto: a pesar de destrucciones y persecuciones, las antiguas concepciones religiosas, la «sabiduría» indígena, siguen vivas.

Es posible, en cierto modo, establecer un paralelo entre la situación de los indios en la colonia novohispana y la de los judíos en la España de los Reyes Católicos. En la novela este propósito es transparente, debido al repentino desplazarse de la acción, en los capítulos finales, a la persecución y sacrificio, por parte de los indígenas, del viejo y enloquecido conquistador Gonzalo Dávila, para ellos encarnación de Cortés. Es el día último de 1559 y, según las creencias locales, el Quinto Sol está a punto de acabar, el mundo puede perecer para siempre. Aridjis describe eficazmente el acercarse de la noche terrible, «a la espera de un milagro no cristiano»:

En las casas de los indios todos los fuegos han muerto, los ídolos han sido arrojados a las acequias, ahogados en la laguna. Los utensilios para preparar la comida han sido quebrados y sólo se conserva para el hambre inminente el maíz, el frijol, la tuna. Los hombres con máscaras azules de maguey, armados de macanas y dardos, miran desde las terrazas y los agujeros de las paredes hacia el cerro Uixachtlan. Las mujeres y los niños también se han cubierto el rostro con pencas de maguey. Los infantes no deben dormir, porque si ceden al sueño pueden convertirse en ratones. Las hembras preñadas han sido encerradas en las trojes, porque si no sale fuego del pecho del cautivo se volverán animales feroces que devorarán a los seres humanos314.



Pero el mundo continúa; la noche de terror termina, y por fin nuevamente

La luz del alba baña por doquier el valle. Los años se hicieron aire y de lo que fuimos quedan unas cuantas palabras. Las que un día se borrarán, porque la verdadera historia es el olvido. Hoy, lunes, primero día del mes de enero de 1560. En la muy noble, insigne y muy leal ciudad de México Tenochtitlán315.



La novela termina comunicando al lector el sentido profundo de desaliento propio del pueblo vencido y llama a la memoria la filosofía expresada por tantos poetas del área azteca, aquí por Tochihuitzin:


De pronto salimos del sueño,
sólo vinimos a soñar,
no es cierto, no es cierto,
que vinimos a vivir sobre la tierra
Como yerba en primavera
es nuestro ser.
Nuestro corazón hace nacer, germinan
flores de nuestra carne.
Algunas abren sus corolas,
luego se secan.
Así lo dijo Tochihuitzin316.



La trilogía de la destrucción del mundo habitado comienza con la novela ¿En quién piensas cuando haces el amor? Título que ciertamente llama la atención, despierta curiosidad. Se trata de un texto apocalíptico, ambientado en el futuro. La acción empieza en el año 2027 en Ciudad Moctezuma, antigua Ciudad de México, capital del país en la época del Quinto Sol. El escenario es el del desastre ecológico, del cual Aridjis hace responsable al hombre. Dominan en la novela los temas del amor y el desamor, en un clima de tragedia; tampoco falta cierto humor negro, finalizado a representar el problemático sobrevivir del individuo en el muerto ambiente de la inmensa y caótica ciudad, cuando los recursos naturales van agotándose y los temblores se suceden causando continuos hundimientos.

La capital mexicana es ya «una masa intrincada de concreto, fierro y vidrio, y otros materiales que carcome la contaminación y deshace el tiempo»317. Hasta el deseo de inmortalizarse en bustos y estatuas por parte del presidente-dictador, el licenciado José Huitzilopochtli Urbina, lo frustra el desgaste sin remedio de la materia, por más que él, «conciente de los azares del poder», hubiese escogido el «Concreto Eterno, material a prueba de las manifestaciones de los estudiantes, de las rebeliones de los campesinos, de los resentimientos de los indígenas y de las protestas de los partidos de oposición, quienes desde el siglo pasado en cada elección perdida gritaban fraude»318.

La voz narrante es la de una joven, Yo, obsesionada por su alta estatura. El grupo lo forman en total tres mujeres, que rodean por profesión y amistad a una cuarta, una ex artista de extraordinaria fama, conquistada con la representación, al comienzo del nuevo siglo, de La Celestina, milagro irrepetible. En torno a estas mujeres se mueven un marido infiel y débil mental y dos enanos de mala leche, que en la novela llenan la función de «graciosos» malignos. Las mujeres deambulan entre un tejido humano corrupto, obsesionante, animal y violento.

Lo que más llama la atención en la novela es el propósito crítico del autor acerca de la sociedad mexicana y su gobierno, no tanto del futuro como del presente. Fácil es individuar en el «Partido Único de la Corrupción», al partido desde hace años dueño en México del poder, y en la «Circe de la Comunicación» la televisión, que reduce, según se expresa Aridjis, a los hombre en «puercos mentales»319. Es sustancialmente un mundo negativo y fantasmal, en espera de desaparecer:

Masas de sombras vivas recorrían las calles, sombras más largas y sombrías que las de los edificios ruinosos, más fantasmales que las de los muertos, sombras que sólo necesitaban un movimiento telúrico o una sirena de alarma para venirse abajo, para desaparecer; se pisoteaban en el suelo, se hacían indistinguibles unas de otras.



Mundo donde no existen sentimientos puros. ¿Cómo es posible el amor en ambiente semejante? La pregunta que da título a la novela expresa la precariedad de la vida, el miedo que la acompaña doquiera, una perspectiva cegada del futuro. Nunca como en este caso el amor está unido a la muerte. Ciudad Moctezuma es la ciudad del caos, donde el alcalde inventa cada día nuevas iniciativas ediles que nunca se llevan a cabo; donde reina la corrupción, bandas de jóvenes violentos asaltan a los transeúntes, se prostituyen y se venden niños, se los rapta para experimentos científicos; donde el déspota mantiene en su rancho de «Los Deseos Incumplidos», «en una jaula de oro», a una cantante a la moda, «de doce años y con pecho de paloma»320. Un mundo donde hasta el idioma se ha profundamente contaminado a contacto con el inglés; donde la frustración es sólo superada por la siniestra belleza de la destrucción y al final por un imprevisible rescate de lo imperecedero:

Lo más curioso de todo es que en ese momento de destrucción masiva, de confusión general, de estremecimientos y estruendos, animados por las luces confundidas, todos los pájaros se pusieron a cantar, creyendo que era el alba321.



Novela de muchos méritos, que trata con nuevo estilo argumentos bien presentes en la narrativa hispanoamericana y se califica también en el ámbito de la protesta contra la dictadura, tema que Aridjis desarrolla con ironía amarga o acudiendo a la nota grotesca.

Las inquietudes de Homero Aridjis acerca del mundo que va precipitadamente hacia su ruina se manifiestan también en La leyenda de los Soles, alusión a las edades del mundo como las concebían los aztecas. En esta novela el narrador continúa, con colores más lóbregos todavía, el clima de la novela anterior. El momento temporal es siempre el del año 2027, y la novela se abre sobre una atmósfera que se ha vuelto irrespirable, ámbito donde ya no existen vegetación ni agua:

La ciudad de los lagos, los ríos y las calles líquidas ya no tenía agua y se moría de sed. Las avenidas desarboladas se perdían humosas en el horizonte cafesoso y en el ex Bosque de Chapultepec la vegetación muerta se tiraba cada día a la basura como las prendas harapientas de un fantasma verde322.



A pesar de todo se diría que han pasado muchos años desde la situación presentada en ¿En quién piensas cuando haces el amor?, porque todo ha empeorado.

La novela vuelve también al tema del poder; lo ejerce duramente sobre los ciudadanos de México el general Carlos Tezcatlipoca, a quien encontramos al comienzo del libro metido en un ataúd al que nadie vela. Se trata de una muerte aparente, porque el terrible personaje vuelve de repente a la vida y a su actividad cruel. El Estado lo preside el lujurioso licenciado José Huitzilopochtli Urbina, y el Mal difunde su terror por toda la ciudad. Hacia el final del libro el general Tezcatlipoca mata al presidente y se adueña del país. El personaje representa la encarnación del dios Tlaloc y a su vez acabará asesinado.

La leyenda de los Soles es una novela que se podría definir «mítico-ecológico-protestataria». Un texto difícil que la maestría de su autor transforma en un libro vivo, interesante, que atrae por la crítica al poder, la denuncia del fracaso de la tecnología, la fuerza inventiva, el estilo dinámico. Presenta toda una serie de personajes real-irreales, desde el pintor Juan de Góngora, dotado de poderes extraños que le permiten hacerse transparente y penetrar doquiera, hasta Bernarda Ramírez, fotógrafa de espectros. Representa un mundo del futuro de espeluznantes perspectivas, que se abre sobre una realidad inquietante. Una novela que anuncia el Apocalipsis.

En la capital mexicana el desorden y la violencia reinan soberanos; la vida queda en manos de la policía del régimen, presente doquiera, y la seguridad de las doncellas a merced del vicio del mandatario. Lo que constituye la sustancia profunda de la novela es, con la denuncia de la inseguridad de la vida, la representación de la inarrestable destrucción, determinada por una sucesión sin fin de temblores. Los ciudadanos conviven con los terremotos y con la muerte. La ciudad sobrevive entre recurrentes apagones, que la dejan «como si hubiera retrocedido a un tiempo anterior al de los hachones coloniales»323. La domina un cielo donde el sol es un «ojo podrido»324; el crepúsculo envuelve a la ciudad con la «nata de la contaminación [...] como si una enorme taza de café se le hubiera echado encima»325, y la luna cuando asoma es «como un ojo morado por un puñetazo»326.

La visión del futuro de la capital mexicana es desolante: un montón de escombros y de polvo, muros y paredes que se resquebrajan, casas y palacios que se hunden, estatuas que caen, monumentos que se desmoronan, la misma catedral está ya casi totalmente enterrada, mientras empiezan a pulular espíritus deformes, aparecen doquiera los tzitzimime, manifestación de una zoología fantástica negativa, resucitan lo antiguos dioses anunciando la inminencia de la catástrofe del Quinto Sol.

Todo es precario, inseguro; hasta el amor es una especie de aturdimiento diario animalizado y es frecuente que en medio del acto sexual el temblor precipite a los amantes desde los altos pisos en el infierno del suelo:

Allá abajo los vio él [Juan de Góngora], en el vestíbulo, entre el tablero de las llaves y el casillero del correo, juntos como una fantasía anatómica, como un gigante hermafrodita estampado en los escombros327.



Sin embargo, a pesar de destrucciones y muertes, el mundo vuelve a la vida. Vuelta la espalda a la capital destruida, los protagonistas, el pintor y la fotógrafa de fantasmas,

Llegaron a un cerro. En la punta, sobre un tunal vieron la figura azul de una mujer que tenía los brazos extendidos hacia el Sol, como si quisiera tomar de él el calor y el esplendor de la mañana. En su mano se posaba un pájaro de plumas luminosas. Era el primer día del Sexto Sol328.



Con esta novela tremendista Homero Aridjis logra introducir una nota totalmente original en la narrativa mexicana de finales del segundo milenio, haciéndose intérprete de las inquietudes de nuestro tiempo.

En El último Adán la catástrofe se ha cumplido. Domina en esta novela corta, que se construye sobre varios episodios unificados por el clima trágico y surreal, el espectáculo espeluznante del universo aniquilado por las fuerzas que el hombre ha despertado y no ha sabido dominar, la ciencia que se ha escapado a su control. Preocupación presente también en la poesía de Aridjis del mismo año, 1982, reunida en Construir la muerte.

El tema de la destrucción última del mundo ya estaba presente en Mulata de tal, de Miguel Ángel Asturias, cuyo final contemplaba una luz cegadora, alusión al fenómeno terrible de la explosión atómica de Hiroshima y Nagasaki. Neruda presenta un panorama parecido en La espada encendida: una sola pareja sobrevive a la destrucción atómica y vuelve, a través del amor, a reanudar la marcha del mundo. En la novela de Aridjis domina la catástrofe y el hombre es el único responsable del desastre: «En el final, el hombre destruyó los cielos y la tierra. Y la tierra quedó sin forma y vacía. Y el Espíritu de la Muerte reinó sobre la superficie da las aguas»329.

Con hábil juego de contraposición implícita el escritor hace que el lector evoque el comienzo del Popol Vuh, la tarea de los dioses creadores del mundo, de los animales y finalmente del hombre. Al clima de sagrada espectación de la biblia de los quichés, se contrapone en la novela de Aridjis una realidad de aniquilación, porque es el hombre creado quien lo ha echado a perder todo. El pasaje es sugestivo:

En el final, el hombre destruyó los peces del mar, las aves del aire y toda criatura que se arrastra y gime sobre la tierra.

En el final, el hombre no pudo multiplicarse más, y toda semilla que plantó su cuerpo y que sembró su mano quedó muerta.

En el final, los cielos y la tierra quedaron destruidos, y todos los espíritus de todos los tiempos flotaban en el aire, y el último, en el crepúsculo del amanecer del sexto día de destrucción, vio lo que sus semejantes habían hecho, y, en medio de la creación, lloró330.



Contraste entre Dios y el hombre, entre quien crea y quien destruye. A través de series paralelas Aridjis sustituye al día sagrado en que el Creador descansa complacido contemplando su obra, como narra la Biblia, el de la destrucción de la obra del creador. Al árbol de la vida erguido y floreciente, opone un árbol «desarraigado y muerto»331. El hombre queda «sin porvenir y sin historia», y saliendo como puede «del pozo de podredumbre y desolación», va errando «fatigadamente, por la playa desierta de un mar sin movimiento y negro»332.

Páginas de extraordinaria eficacia en el ámbito de lo negativo se suceden en la novela. El panorama del mundo que arde, se deshace y muere, es originalmente surreal. Quien lee tiene con frecuencia la impresión de encontrarse ante cuadros de Dalí o a un conjunto en el que se mezclan detalles de la pintura del Bosco y de Valdés Leal. Ante el hombre presa del terror

sólo había casas derruidas con las entrañas vertidas hacia fuera, cuerpos de pólvora viva que se incendiaban instantáneamente volviéndose cenizas; cuerpos que al morir quedaban vueltos al revés como pantalones o calcetines llenos de agujeros; cabezas trasquiladas, manos llenas de incisiones, rostros desgarrados por arañazos [...]333.



Visión apocalíptica, que va haciéndose más dramática a través de una hábil acumulación de datos surreales. El infierno está ahora en la tierra. En El último Adán la existencia es una fugaz ilusión, que se deshace en la muerte:

El sol brillaba sobre los cerros con una luz tierna, de una blancura indecible, igual que si el pasado, el presente y el futuro brillaran al mismo tiempo con una intensidad única.

Entonces, [el hombre] se sintió tranquilo. En su cabeza pasó la luz como una corriente de pensamiento; las llamas pasaron a través de él sin quemarlo. En su ser vio la Tierra transfigurada.

Entonces se dio cuenta de que había muerto334.



Cansancio cósmico, historia que pone término a la historia, futuro sin futuro, que el tiempo presente parece concretamente anunciar. En Fin de mundo Neruda había advertido: «Preparémonos a morir / en mandíbulas maquinarias»335, y Octavio Paz en su lejano poema Entre la piedra y la flor había interpretado la tierra como engendradora únicamente de muerte:


... la tierra es muerte
y de su muerte sólo brotan muertes,
verdes, sedientas, innumerables muertes336.



Para Homero Aridjis, al contrario, es el hombre el incansable fabricante de muerte, porque


La tierra es un cerebro que siente,
una sensibilidad que piensa,
una memoria que se olvida a sí misma337.



Esto nos consuela, como nos consuela el hecho de que en medio de la defunción del universo, dentro de la general confusión, de repente y sorpresivamente, como ocurre al final de la novela ¿En quién piensas cuando haces el amor?, «todos los pájaros se pusieron a cantar, creyendo que era el alba»338.





 
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