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ArribaAbajoLlenos están los cielos y la tierra

La historia atormentada de América ve, desde su independencia, difundirse en los países hispanoamericanos la mala planta de la dictadura. Ya Simón Bolívar estaba destinado a ver fracasar amargamente su ambicioso proyecto de una gran confederación de la América liberada. Sus esfuerzos para mantener unido el mundo que él había rescatado a la libertad resultaron inútiles frente a las ambiciones nacionalistas que pronto se desataron y a la sed de poder de los hombres, incluyendo algunos de sus mismos generales. Con preocupación él veía acentuarse el poder de los Estados Unidos y en ello divisaba un gran peligro para los pueblos de Hispanoamérica. Firmemente convencido de que «Sólo la Democracia [...] es susceptible de una absoluta Libertad»161, dimitía de todos sus cargos y desilusionado, rechazado al fin por Colombia y Venezuela, se encaminaba tristemente hacia un exilio que la muerte afortunadamente le negaría, como bien lo ha representado, con humanidad extraordinaria, Gabriel García Márquez en su novela El General en su laberinto (1989).

La libertad apenas alcanzada se vio amenazada por jefes militares y luego lo será por el caudillismo, que intentará a su manera poner orden dentro del caos en que las ambiciones encontradas sumirán a los distintos países de América162. El poeta José Joaquín de Olmedo, cantor de Bolívar, denunciaba ya, en la «Oda al general Flores», el delito de las guerras fratricidas que destruían su patria, sin sospechar que pronto su celebrado general sería uno de los peores tiranos del Ecuador. El siglo XIX resuena todavía de las invectivas de Juan Montalvo contra los dictadores ecuatorianos Gabriel García Moreno e Ignacio Veintemilla; domina el Paraguay la figura enigmática del Doctor Francia, que Augusto Roa Bastos hará protagonista de su extraordinaria novela Yo, el Supremo (1974); Manuel de Rosas insidia la independencia argentina hacía poco conquistada y contra él se levanta la generación de los «Proscritos»: El matadero (1838), de Esteban Echeverría, Facundo (1845), de Domingo Faustino Sarmiento, Amalia (1851-1855), de José Mármol, son los textos fundacionales, en la narrativa hispanoamericana, de la novela que denuncia la dictadura. Venezuela, primero con Cipriano Castro, luego con Gómez, experimentará años durísimos para la libertad, como eficazmente ha ilustrado Arturo Uslar Pietri en su novela Oficio de difuntos (1976).

En la literatura hispanoamericana del siglo XX el tema de la dictadura invade, de manera más o menos profunda, toda la creación artística, incluso la poesía, como demuestra, entre otras obras, el Canto General (1950) de Neruda. La narrativa, especialmente, presenta un florecimiento excepcional de obras de denuncia política y América acaba por asumir función paradigmática por lo que se refiere al sistema despótico de gobierno, incluso para Europa. Es el caso de Conrad, el cual sobre el tema de la dictadura escribe en 1904 su novela Nostromo, de Francis de Miomandre, que en 1926 publica Le Dictateur, de Ramón María del Valle-Inclán, de quien en ese mismo año aparece Tirano Banderas.

Cada uno de estos narradores intenta una síntesis convincente de la América hispana bajo el régimen dictatorial, procurando dar vida a esa «república comprensiva de Hispanoamérica» de la que trata Seymour Mentón163. Sólo en 1946, sin embargo, aparecerá, sobre tan candente tema, la novela destinada a dominar en el tiempo, El Señor Presidente, seguido en 1949 por El Reino de este Mundo, de Alejo Carpentier, quien comparte con el escritor guatemalteco la experiencia parisina.

Teniendo en cuenta los años de gestación de la novela y el de su publicación, hay que reconocer que el tema en América había tenido otros ejemplos valiosos antes de El Señor Presidente, entre ellos La sombra del Caudillo, que el mexicano Martín Luis Guzmán publica en 1929, y Canal-Zone, del ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta, que aparece en 1935164 y al cual ya aludimos. Otros escritores de renombre habían más o menos directamente tratado el tema, desde el peruano Ciro Alegría, hasta los ecuatorianos Jorge Icaza y Alfredo Pareja Díez Canseco, y el venezolano Rómulo Gallegos en varias de sus novelas, como Doña Bárbara (1929) y Pobre Negro ( 1937). Sin embargo estas novelas no pudieron influir sobre Asturias, a excepción de Tirano Banderas (1926) de Valle-Inclán, como él mismo en varias ocasiones admitió. La novela es ciertamente de gran valor, representa un momento significativo dentro de la narrativa de Valle-Inclán y de la España del siglo XX, pero por lo que concierne el mundo americano y su drama peca no de superficialidad, sino de desapego. La dictadura, por más lóbrega que sea, es una suerte de espectáculo tragicómico, que el novelista ve desde fuera, sin participación. Sin embargo, en la figura del tirano, como la presenta Valle-Inclán, es posible encontrar un modelo directo del Señor Presidente de Asturias. Lóbrego como él, igualmente cruel y dibujado casi sin rasgos identificables, como un garabato de signo mortífero, «calavera de antiparras negras y corbatín de clérigo»165, sus «muecas de calavera»166 dominan poco a poco toda la novela. La ventana es su marco preferido y desde su refugio armado mueve todo el gran teatro de su mundo. La astucia le da un aspecto desconfiado, avanza con «paso de rata fisgona»167, asemeja al «garabato de un lechuzo»168, tiene el «prestigio de un pájaro nocharniego» o de un «pájaro sagrado»169, como todo el que detiene un poder absoluto. Frente al hombre terrible un mundo de basura, sin voluntad ni dignidad.

Variamente juzgado por los críticos, aunque generalmente celebrado, El Señor Presidente afirma su originalidad y su prestigio dentro de la narrativa hispanoamericana del siglo XX. No cabe duda de que esta novela de Asturias conserva intacto a través del tiempo su atractivo y su función de modelo dentro de la larga serie de obras de ficción que tratan el tema de la dictadura. Cuando, en los años setenta del siglo XX, un nuevo florecimiento del tema en Hispanoamérica ve aparecer novelas como El recurso del método (1974), de Alejo Carpentier, Yo, el Supremo (1974), de Arturo Roa Bastos, y El otoño del Patriarca (1975), de Gabriel García Márquez, el prestigio del modelo asturiano queda intacto: por más relevante que sea el valor artístico de las novelas mencionadas y determinadas las intenciones de superación de sus autores, El Señor Presidente sigue siendo punto primario de referencia y su lectura hoy no representa el redescubrimiento de una pieza arqueológica, sino que proporciona a quien lo lee el placer estético de los grandes textos de la literatura, pues, como afirma Arturo Uslar Pietri, la novela de Asturias es «un gran libro», un «clásico» de las letras hispanoamericanas170. O, en palabras de Gerald Martin, una novela en cuya vitalidad se manifiesta, en la forma más dramática, el progresivo cambio, a través de la experiencia parisina, de la concepción del mundo de su autor, con el resultado de que el primer impacto con su lectura queda inolvidable: El Señor Presidente

Es una novela de una violencia descomunal, violencia que se comunica no solamente por la naturaleza de sus acontecimientos sino también a través de sus recursos técnicos. El lector entra a una narración que se mueve: golpea, penetra, corta la conciencia. Y la otra cara de esta violentación es la extraordinaria vitalidad e intensidad que caracterizan al libro, su manera de hablar directamente a la sensualidad del lector, su frescura juvenil171.



«Frescura juvenil» es la definición exacta para este libro singular, pues El Señor Presidente la conserva intacta a distancia de tantos años. Su relectura no cansa y cada vez que se vuelve a esta novela se experimenta el mismo placer estético de la primera lectura, con la añadidura siempre de nuevos descubrimientos. Si en un principio la trama puede ser el elemento más atractivo, luego se descubre la novedad singular de la estructura, el valor de la creación lingüística, la belleza lírica que asoma como una flor sin mancha dentro de la negrura, la constante participación del autor en su obra de creación, con el entusiasmo propio de las empresas juveniles, pero sin las ingenuidades o las repentinas caídas de tono de las mismas.

Desde sus comienzos de novelista Asturias es un escritor maduro, de gran experiencia estilística, que goza con el medio expresivo, juega con la palabra e inventa continuamente revitalizando el idioma. Desde siempre lo he acercado por esto, pero con una nota de menor dureza, a Quevedo, del cual no hereda sólo la preocupación moral, sino la capacidad sorprendente de manejar el lenguaje. Que en El Señor Presidente es sin duda el español guatemalteco, explotado originalmente en sus aportes populares, sin caer en regionalismos, vitalizado por un juego interno que da a las palabras intensidad nueva, a la que la invención presta continuamente matices inesperados.

No sin razón, en años muy posteriores, Miguel Ángel Asturias afirmaría que la novela hispanoamericana es una «hazaña» de la expresión:

Cada nuestra novela es, por sobre todo, una hazaña verbal. Hay una alquimia. Lo sabemos. Pero, ¿cuáles son sus ingredientes? No es fácil darse cuenta en la obra hecha de los materiales empleados. Palabras. Sí, esto es, palabras. Pero, ¿usarlas cómo? ¿De acuerdo con qué leyes? ¿Con qué reglas? Generalmente no obedecen a ninguna. Han sido puestas como la pulsación de mundos que se están formando. Palabras que suenan como piedras. Que no son palabras, sino piedras. Otras que se oyen como maderas. O metales. Es el sonido, es la onomatopeya. Es la aventura de nuestro lenguaje, lo primero que debe rastrearse es la onomatopeya. ¡Cuántos ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza, hay en nuestros vocablos, en nuestras frases!172



Y la onomatopeya reina soberana en El Señor Presidente, desde el pasaje inicial de la novela, le presta esa resonancia, esa musicalidad que anima todas sus páginas. Pero la originalidad de Asturias en la novela, y dentro de la novelística toda de Hispanoamérica, no consiste sólo en esto. Varias veces he afirmado que, a pesar de que el libro de nuestro escritor aparece en años tardíos, representa ya una revolución en la manera de entender el género novelístico y si consideramos la fecha de su conclusión, antecede en más de un decenio la llamada «nueva novela». Que él hubiese leído el Ulises de Joyce durante su estancia en París, como afirma, no parece imposible, pues en su libro adopta con singular maestría el monólogo interior, aunque su gran experiencia formativa la constituyen los movimientos de Vanguardia dentro de los cuales de va formando, a pesar de que, como tendrá modo de afirmar Asturias mismo, y señala oportunamente Ricardo Navas Ruiz, tales movimientos «eran innatos en él, escondidos en cierto modo en su alma hispano-india»173. No se trata solamente de la doble visión de la realidad propia del indio, a la que me he referido páginas antes, sino de un surrealismo instintivo, pues el mismo escritor afirma que la violencia telúrica de su continente le ha inculcado el «charme» de la destrucción, así que el surrealismo que la crítica encuentra en sus obras tiene menos de influencia francesa que del espíritu que anima las primitivas obras maya-quichés: frente al intelectualismo del surrealismo francés, Asturias afirma el carácter mágico del surrealismo indígena, de su surrealismo, como actitud vital esencial, apegado a la mentalidad primitiva e infantil del indio, que mezcla lo real con lo imaginado, la realidad con el sueño174. A pesar de lo cual, aparece clara, en El Señor Presidente, la lección no solamente del surrealismo, sino del expresionismo y del cubismo, sin olvidar el cine, en la época en sus comienzos, y la música, pasión del artista, que se manifiesta sobre todo en los diálogos. La interiorización de la acción a través del monólogo es uno de los resultados más relevantes y nuevos de la experiencia vanguardista, junto con el recurso a la onomatopeya, al elemento escatològico, al diálogo simultáneo, al sueño premonitorio, la imagen onírica o imagen-presagio. Las invenciones estilísticas numerosas son cosecha directa del sentido lingüístico del autor, de su inmersión apasionada, siempre controlada, en el idioma patrio, con el resultado de acentuar la intensidad expresiva. Así Asturias trunca las palabras, repite las sílabas, acumula, crea nuevos vocablos donde la esencia es el sonido, la imagen; acude, además de a la onomatopeya al retruécano, a la muletilla, con efectos inmediatos en la definición del personaje a quien se aplican estos expedientes. Abundante es también la adjetivación, a menudo presente en series elaboradas originalmente, y asimismo el escritor trabaja los sustantivos, acude a diminutivos y aumentativos de novedad expresiva absoluta, funcionales en sumo grado a la representación de situaciones y personajes. Igualmente expresivo es el recurso al voseo, en la característica acepción guatemalteca, de gran delicadeza y finura.

En cuanto a la estructura, aparentemente El Señor Presidente sigue la que caracteriza la «vieja novela». La acción empieza, se desarrolla y concluye. La novela no es una novela abierta, sino perfectamente concluida, cerrada, o mejor, una novela de estructura circular, que termina como había comenzado, con la visión de una fila de prisioneros que van hacia la cárcel; con ello logra Asturias representar eficazmente el tiempo «eterno» de la dictadura, donde en el país todo parece inmóvil, a pesar de que sigan sucediendo cosas. Como una gran capa de plomo la dictadura pesa sobre el mundo y la ritualidad es siempre la misma. La novedad en el manejo del tiempo es evidente y representa una conciencia nueva de su función en el ámbito narrativo, fruto probablemente de la experiencia cubista.

Antes contado, en sus episodios más espeluznantes, luego escrito, El Señor Presidente es una durísima denuncia de la dictadura, experimentada directamente y a través de su familia por el joven escritor o conocida a través de relatos de terceras personas. El libro surgió como reacción a la inautenticidad pintoresca. Fue la denuncia de una realidad de dolor, de una recurrente situación política, propia no solamente de Guatemala, sino de otros países de Centroamérica, del Caribe y del subcontinente americano. Experiencias e historias en las que el joven Asturias fue reviviendo un terror que nunca pudo superar175.

Que en la época la historia de Guatemala presentara material abundante para una radiografía amarga de la situación durante el gobierno de Estrada Cabrera, es un hecho incontestable. Más de una vez Asturias tuvo ocasión de afirmar que en Centroamérica la realidad ha sido siempre más poderosa que la fantasía. Anteriormente las «hazañas» y la fascinación del dictador habían sido tema de un interesante cuento de otro escritor guatemalteco, Rafael Arévalo Martínez, «Las fieras del Trópico», incluido en el libro El hombre que parecía un caballo (1915). En este cuento el autor subrayaba la fascinación en el horror, la belleza en la crueldad, tratando de un dictador, aquí «Gobernador», dominador de un mundo animal, «revuelto rebaño de gacelas y tigres confiados a su custodia»176. Años después, en 1946, el mismo Arévalo Martínez publicaba un libro de denuncia de los crímenes de Estrada Cabrera, ¡Ecce Pericles!, documentación escalofriante de una realidad reconstruida con documentación puntual. El libro estaba terminado en 1941. ¡Ecce Pericles! es posterior, pues, a la novela de Asturias, aunque ambas obras aparecieron en el mismo año.

El texto de Rafael Arévalo Martínez no hace más que comprobar ad abundantiam lo que Asturias denuncia en su novela. En ¡Ecce Pericles! seguimos la trayectoria vital del dictador, a partir de sus orígenes humildes. Pronto Estrada Cabrera alcanza una posición notable, como abogado, en la sociedad guatemalteca, pero durante toda su vida cultivó un rencor vivo hacia las clases pudientes, a las que echaba la culpa de haberle humillado y haber humillado a su madre. El complejo de sus orígenes, que Asturias denuncia en su novela como una de las razones principales de la actuación violenta del déspota, lo aclara el libro de Arévalo Martínez: del padre de Manuel Estrada Cabrera hay escasas noticias y consta que el futuro dictador fue abandonado por su madre a la puerta de cierto Pedro Estrada Monzón a quien la mujer atribuía la paternidad de su hijo177. Debido a estos motivos, la vida de don Manuel fue dominada por el deseo de vengarse, alcanzando poder y riqueza. Y lo logró rápidamente, llegando primero a ministro, luego, se sospecha que con el asesinato del anterior mandatario, a Presidente de la república, desde cuyo cargo fue sometiendo a régimen durísimo al país, dominando con el terror y la corrupción, hasta que la rebelión popular de 1920 determinó su caída; encarcelado y condenado a la pena capital, más tarde le fue conmutada en residencia obligada y murió en su casa de muerte natural.

Durante el gobierno de Estrada Cabrera las cárceles de la república se llenaron de presos políticos. Escribe Arévalo Martínez que los prisioneros vivían en celdas oscuras, apenas capaces de contener a un hombre, «hediondas, llenas de parásitos y húmedas»; la única ventanilla estaba tapada para que ni un rayo del sol pudiera entrar; las torturas eran la normalidad. Resultado de la permanencia del dictador en el poder fue la destrucción de las conciencias y del estado:

Los jueces eran venales; tenían tarifa para absolver a los reos de delitos de sangre: seiscientos pesos guatemaltecos un homicidio; ochocientos un asesinato. El ejército no servía para asegurar la independencia nacional sino la tiranía de Cabrera. La educación era una farsa. El mandatario no permitía que los vecinos compusieran las vías de comunicación para que no pudieran caminar por ellas los automóviles porque podían servir para derrocarlo. [...] Y los peor era el grado de desorganización en que yacía la república. La vida y la hacienda estaban menos garantizadas que en los pueblos africanos. Los subalternos de don Manuel, en la metrópoli y sobre todo en las provincias, robaban, atentaban al pudor de las mujeres y mataban impunemente. El robo estaba organizado. Los empleados públicos, los maestros y los militares tenían sueldos que no llegaban a una decena de dólares, y mendigaban o robaban. Sí: robaba todo el mundo; el primero, don Manuel; mataban muchos impunemente; el primero, don Manuel178.



Que sistema tan negativo pudiera imponerse durante tantos años parece casi imposible. Asturias ha dado una explicación convincente del fenómeno, poniendo de relieve como Estrada Cabrera había llegado a ser, en la mente de muchos, una especie de hombre-superior, un hombre-mito, una suerte de jefe tribal ungido por poderes sacros, que fundaba mucho de su prestigio en la invisibilidad, «como Dios, pues entre menos corporal aparezca, más mitológico se le considerará»179. El Señor Presidente; según lo que el narrador afirma,

debe ser considerado en las que podrían llamarse narraciones mitológicas. Hay la novela, literariamente hablando, hay la denuncia política, pero en el fondo de todo existe, vive, en la forma de un Presidente de República latinoamericana, una concepción de la fuerza ancestral, fabulosa y sólo aparentemente de nuestro tiempo180.



A pesar de lo cual Asturias defiende la «veracidad» de lo que cuenta:

El Señor Presidente no es una historia inventada, no es fantasía de novelista; [el dictador] se rodeó, en los últimos tiempos de su gobierno, de brujos indígenas traídos de los lugares de más fama en el campo de la magia181.



El largo período de gobierno de Estrada Cabrera se realizó en la sangre, y por eso en la novela el escritor titula un capítulo «Tohil», divinidad indígena maya-quiché, la cual, nos recuerda Asturias, exigía sacrificios humanos, lo mismo que el Presidente, que cuando fue derrocado y puesto prisionero, la gente no llegaba a creer que fuera él: «Al verdadero el mito lo seguía amparando. A éste que estaba preso, no, y la más simple explicación era que el mitológico había dejado de existir, y éste era uno cualquiera»182. En la novela, Asturias interpreta la sugestión singular que ejerció el tirano, destacando la nota de su vida aislada, solitaria -como Tirano Banderas-, el halo de potencia demoníaca que lo rodeaba, un poder absoluto, del cual se manifestaban, por interpuesta persona, sólo efectos negativos: ministros y colaboradores corruptos, sabandijas quevedescas que con sus acciones patibularias concurrían a formar del país un mundo deforme, en el cual ya no podía existir «ni verdadera muerte ni verdadera vida»183. En la economía de la novela el amor infeliz de «Cara de Ángel», favorito del dictador, luego en desgracia, acaba por tener importancia. Novela en la novela, está al servicio de una demostración más de la indignidad y crueldad de la dictadura. Sucesivamente a la primera publicación del libro, Asturias intervino ampliando esta parte del texto, lo cual revela la importancia que atribuía a la historia de un amor desdichado dentro de su obra. No sólo su íntimo romanticismo lo exigía, sino que la infeliz aventura de Cara de Ángel y Camila representaba un contraste eficaz entre la maldad y la bondad, entre la culpa y la inocencia, destacando la negatividad trágica del arbitrio e insinuando una nota de alta moralidad: en efecto, Asturias no le concede a Cara de Ángel, por más que sufra, por más que reniegue de sus acciones anteriores al servicio del déspota, posibilidad alguna de rescate; cuando el ex favorito se da cuenta de la criminalidad del sistema e intenta distanciarse, es sólo porque la maquinaria perversa lo está triturando. Lo que más interesa, en El Señor Presidente, es la radiografía de la dictadura, el mundo violento determinado y dominado por la figura lóbrega, taimada y soez del Señor Presidente. Sabiamente Asturias deja que el lector localice la geografía y el tiempo en que los acontecimientos que refiere se verifican, técnica que le permite no solamente despertar el interés de quien lee, sino hacer de su denuncia no un caso particular, limitado a un país y a una época, sino un hecho supranacional, y lo logra sin necesidad de acudir a mezclas lingüísticas discutibles, sin quitarle al texto esa «sabrosura», del idioma guatemalteco, que elabora, recrea y hasta inventa con gran maestría.

La acción de El Señor presidente se desarrolla en el espacio de pocos días, pero con una proyección inmediata en un tiempo indiferenciado y eterno, propio de las dictaduras. En la edición de 1948 de la Editorial Losada184 el texto parecía introducido por un epígrafe sacado del Popol Vuh185, en que se resumía, sustancialmente, el significado profundo de la novela: «entonces se sacrificó a todas las tribus ante su rostro», plenamente de acuerdo con la concepción mítica del autor, el cual sobre ella insistiría mucho tiempo después en su ensayo sobre «El Señor Presidente como mito», como hemos visto. Este epígrafe ha sido eliminado en la edición crítica de las Obras Completas, según ya lo había hecho el escritor en las ediciones de su novela sucesivas a la de 1948186, aunque servía muy bien para explicar el capítulo XXXVII, dedicado a «El baile de Tohil». Como es lógico, el escritor intervino a veces en las reediciones de sus novelas, en ocasiones eliminando no siempre acertadamente pasajes de relieve, o ampliando episodios, como es el caso ya mencionado, en El Señor Presidente, del capítulo XII, dedicado a Camila187, en esta ocasión acertadamente.

La novela se presenta dividida en tres partes y termina con un breve «Epílogo». El cuerpo central es el más consistente, representa casi una tercera parte de la novela, y es aquel en que se desarrolla la parte fundamental de la historia.

Los grandes protagonistas de El Señor Presidente son la cárcel y el tiempo. La condición humana se determina en un régimen de opresión que no prevé fin. Justamente ha observado Ricardo Navas Ruiz que, siendo la dictadura el tema, puesto que protagonista de ella es el tiempo, lo es también de El Señor Presidente, en cuanto abre o cierra el camino a la esperanza, virtud esencialmente temporal, que domina en cada régimen despótico188. En efecto la democracia no conoce esta virtud; la esperanza domina en los regímenes de opresión, como anhelo a la libertad por parte de los oprimidos y ansia de eternización en los que están en el poder. El uso nuevo del tiempo, del tiempo eterno, propio del cubismo189, da a la novela de Asturias un carácter inmediato de novedad frente al tiempo cronológico presente en las «viejas» novelas, lo que le ha hecho escribir a un crítico que el libro resulta «una verdadera joya arquitectónica»190. Arquitectura original, perfectamente lograda y con acierto destacada por algunos estudiosos, entre ellos Seymour Mentón, quien la define «poligonal, reforzada por contrafuertes horizontales, verticales y diagonales»191.

El Señor Presidente no tiene una importancia determinante en la narrativa hispanoamericana sólo por sus procedimientos estilísticos y su estructura novedosa, sino también por la adhesión del escritor al drama de su país, y en sentido más amplio al drama americano. El clima lóbrego, irrespirable, que domina la vida de todo un pueblo es consecuencia y causa al mismo tiempo de la subversión de todos los valores, de la violencia física y moral, del arbitrio que elimina la libertad del individuo. Nos explicamos como en este clima la vida llegara a ser una ecuación inquietante, la que atormenta a Cara de Ángel, acosado por el mandatario y obligado a un silogismo que vale para todo un pueblo: «vivir, lo que se llama vivir, que no es este estarse repitiendo a toda hora: "pienso con la cabeza del Señor Presidente, luego existo, pienso con la cabeza del Señor Presidente, luego existo, pienso con la cabeza del Señor Presidente, luego existo..."»192. Pero el ex favorito es culpable, porque contribuyó durante años a que esta situación se verificara, mientras que el pueblo no tiene culpa alguna, es víctima inocente. La dictadura es una suerte de infierno, donde no están los pecadores, sino los inocentes. Es un lóbrego mundo al revés, anunciado desde las primeras líneas de la novela, a través de escalofriantes onomatopeyas: «¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! [...] ¡Alumbra, alumbra, lumbre de alubre... alumbre... alumbra... [...]»193.

El gran mural de la situación guatemalteca y por extensión continental, lo introduce la escena en que se tortura a los mendigos, seres físicamente disminuidos, propios de un submundo que en la novela revela su parentesco con el de la novela picaresca. Entre estos desgraciados destaca el Pelele, de quien en toda la novela persiste el eco de su lloriquear desesperado. El mismo paisaje urbano parece subrayar la dimensión del drama. Cada amanecer muestra la dimensión trágica del vivir cotidiano: «La ciudad grande, inmensamente grande para su fatiga, se fue haciendo pequeña para su congoja»194. Capítulos de gran maestría estos, donde Asturias logra, a través del lenguajes, sus éxitos mayores.

Acaso por este inicio se hable de un infierno dantesco195, aunque sería más apropiado acercar la construcción del infierno asturiano a ciertas páginas de los Sueños de Quevedo, en particular al Sueño del infierno: las bartolinas donde están los mendigos son parientes cercanas de las zahúrdas quevedescas. Los demonios, al contrario de los de los Sueños, nada tienen de moralizadores, puesto que son policías; representan únicamente la maldad, la violencia, el delito, la suciedad del régimen al que sirven.

Asturias insiste particularmente sobre estos personajes acudiendo a un convincente proceso de deformación, los presenta esperpénticamente, instaurando comparaciones soeces, que los transforman en seres bestiales: con «caras de antropófagos iluminadas por los faroles, avanzaban por las tinieblas, los cachetes como nalgas, los bigotes con baba de chocolate...»196. Técnica habilísima en la que Asturias es maestro197.

Los compañeros del Mosco -encerrado en una angosta celda, con acompañamiento de palabrotas de parte de sus carceleros malolientes, «hediondos a ropa húmeda y chenca»- lloran como «animales con moquillo», atormentados por la oscuridad, «que sentían que no se les iba a despegar más de los ojos», aterrorizados por encontrarse en un sitio de muerte -«estaban allí donde tantos y tantos habían padecido hambre y sed hasta la muerte»-, temerosos de que «los fueran a hacer jabón de coche, como a los chuchos», o que los ahorcaran «para dar de comer a la policía»198. Acercamientos a dimensiones propias de los animales, que acaso Asturias haya aprendido de su compatriota Rafael Arévalo Martínez, aunque transforma el juego modernista en dura denuncia realista.

La técnica de destrucción del personaje es empleada por el novelista acudiendo al grotesco, a implicaciones sexuales híbridas. Las cárceles descritas en ¡Ecce Pericles! no son distintas, ciertamente, de las que describe Asturias en su novela. Por eso no sorprende que el escritor las llene de seres infernales. El demonio que todo lo decide vive fuera, es el Luzbel que domina al país; en las zahúrdas actúa un demonio no por menor menos malo, el Auditor de Guerra, quien hace uso de la tortura con los desgraciados que caen en sus manos para que confiesen lo que el Presidente desea, y luego corre a informar al déspota, «en un carricoche tirado por dos caballos flacos que llevaba de lumbre en los faroles los ojos de la muerte»199.

La naturaleza, interpretada según la tendencia expresionista y el animismo que Asturias hereda del mundo indígena, y emplea desde las Leyendas de Guatemala, participa directamente del drama. Nada vive aislado en la realidad de este mundo: vegetales, animales, seres humanos, todos son criaturas sensibles, como lo son los montes, los caminos y los objetos. El Popol-Vuh enseña. Sobre el panorama de la vuelta ciudadana a la vida, las primeras horas del día, cuando los habitantes de la capital, «iguales en el espejo de la muerte»200, el sueño -Quevedo está presente-, salen de sus casas para dedicarse a sus quehaceres, desiguales en la lucha diaria como iguales habían sido durmiendo201, un color premonitorio se difunde: «La sanguaza del amanecer teñía los bordes del embudo que las montañas formaban a la ciudad regadita como caspa en la campiña»202. Los matices cromáticos, las comparaciones con lo miserable, la representación sensible de la ciudad en forma de embudo, todo lleva a pensar en la inquietante pintura del Bosco representando la corrupción humana. Las ideas sociales de Asturias dominan la denuncia de la injusticia distributiva, la violencia de las clases pudientes, comprometidas con el régimen.

La imagen de la ciudad, representada en toda su negatividad en cuanto dominada por la desigualdad social, proyecta en la novela una luz extraña; en este clima todo ya es previsible; lo que va a ocurrir lo anuncian estos colores, estos detalles. El Pelele que, espantado, huye por las calles, «medio en la realidad, medio en el sueño»203, concretiza una atmósfera de pesadilla. El atardecer se presenta no menos inquietante que el amanecer, con un difuso color verde «Atardeció. Cielo verde. Campo verde»204 -, que nada tiene del positivo, liberatorio y nostálgico al que Asturias suele asociar el concepto de la patria, refugio, descanso y restauración para el hombre. La ciudad se presenta como una fortaleza y resuena, en el atardecer, no de las voces alegres de los niños, que significan vida, sino de los clarines de la tropa, que indican opresión: «En los cuarteles sonaban los clarines de las seis, resabio de tribu alerta, de plaza medieval sitiada»205. Es la hora en que comienza el rito de la muerte, el fusilamiento de los prisioneros. Hasta la luz de los garitos apuñala en la sombra, mientras, atemorizados, los horizontes van recogiendo «sus cabecitas en las calles de la ciudad, caracol de mil cabezas»206.

Con gran vigor Asturias representa el dominio del crimen. Si por un instante la naturaleza parece a veces imponerse con notas positivas -«El viento corría ligero por la planicie, soplaba de la ciudad al campo, hilado, amable, familiar... [...] El cielo, sin una nube, brillaba espléndido [...]»207- es para que aún más se afirme por contraste lo negativo de la realidad. Lo vemos cuando ocurre el asesinato del Pelele; toda la naturaleza parece como si quisiera rebelarse, impotente, frente al delito: al disparo y la fuga del Vázquez y su amigo,

mal vestidas de luna corrían las calles por las calles sin saber lo que había sucedido y los árboles de la plaza se tronaban los dedos en la pena de no poder decir con el viento por los hilos telefónicos lo que acababa de pasar. [...] Una confusa palpitación de sien herida tenía el viento que no lograba arrancar a soplidos las ideas fijas de las hojas de la cabeza de los árboles208.



El mundo urbano, condenado más directamente a la esclavitud de la dictadura, se concretiza en la novela a través de una representación de miseria y dolor totalmente negativa, como si todo se vaciara de vigor vital:

La impresión de los barrios pobres a estas horas de la noche era de infinita soledad, de una miseria sucia con restos de abandono oriental, sellada por el fatalismo religioso que la hacía voluntad de Dios. Los desagües iban llevándose la luna a flor de tierra, y el agua de beber contaba en las alcantarillas las horas sin fin de un pueblo que se creía condenado a la esclavitud y al vicio209.



Resignación al tiempo inmóvil y perpetuo de la dictadura, que sólo la violencia logra producir.

Asturias no ama las ciudades, es evidente, porque en ellas ve ejercitarse más concreta la criminalidad del poder y reinar en todas partes vicio y dolor. En Mulata de tal llegará a representar la destrucción atómica de Tierrapaulita, por ser ciudad del pecado, donde inútilmente han librado sus batallas los demonios indígenas contra los demonios cristianos. En El Señor Presidente, con gran habilidad, en su primera parte, el escritor va saturando la atmósfera con la presencia del tirano a través de sus obras y cuando, por fin, introduce la figura cadavérica del Señor Presidente, elimina de ella todo rasgo distintivo de sus facciones e insiste, para darle negatividad absoluta, únicamente sobre el color negro del vestido y el desgaste de la vejez:

El Presidente vestía siempre de luto riguroso: negros los zapatos, negro el traje, negra la corbata, negro el sombrero que nunca se quitaba; en los bigotes canos, peinados sobre la comisura de los labios, disimulaba las encías sin dientes, tenía los carrillos pellejudos y los párpados como pellizcados210.



Es así como el novelista impone la estatura cruel del personaje, mientras destruye su escuálida humanidad en el plano físico y denuncia contemporáneamente la inutilidad, la locura de su empeño por el poder. Una falsa dignidad, que el color negro de su vestir transforma en emblema de luto para toda la nación, y una imagen miserable del hombre, gris el bigote y sin dientes la boca, mascarón trágico y horripilante.

La fuerza de semejante individuo y su mantenimiento en el poder es fruto sólo de la destrucción que ha logrado operar en las conciencias, ayudado por la corrupción y el asesinato, por hombres que difunden el terror en todo el país. En el «reino» del Señor Presidente los habitantes se levantan cada día con el temor de haber podido, de alguna manera, incurrir en su ira y por consiguiente con el humillante propósito de que «Dios les librara de los malos pensamientos, de las malas palabras y de las malas obras» contra él211.

Con gran sensibilidad Asturias interpreta la condición del mundo sometido a la dictadura. Destruye a los personajes el terror. La serie redundante y vacía de títulos con que la adulación gratifica al mandatario -«¡Benemérito de la Patria, Jefe del Gran Partido Popular, Liberal de corazón y Protector de la Juventud Estudiosa!», títulos que Estrada Cabrera ostentaba realmente-, en el día aniversario del atentado del que se salvó -hecho igualmente real-, los enumera significativamente, de entre la muchedumbre que le aclama, una mujer apodada «Lengua de Vaca». Los programas de la fiesta los distribuyen payasos enharinados, como si se tratara de una representación circense. A su vez el Presidente se presenta rodeado de una corte que subraya su indignidad. En la descripción de los personajes el narrador despliega una ironía destructiva que contribuye a formar un cuadro totalmente negativo. Para agudizar la nota ridícula Asturias acude también a la contaminación sacro-profana, adoptando un leit motiv que grotescamente ensalza a categoría de divinidad al ínfimo personaje: «¡Señor, Señor, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria!». A continuación la denuncia de la naturaleza escuálida de su séquito:

Las señoras sentían el divino poder del Dios Amado. Sacerdotes de mucha enjundia le incensaban. Los juristas se veían en un torneo de Alfonso el Sabio. Los diplomáticos, excelencias de la Guayana212 se daban grandes tonos consintiéndose en Versalles, en la Corte del Rey Sol. Los periodistas nacionales y extranjeros se relamían en presencia del redivivo Pericles. ¡Señor, Señor, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria! Los poetas se creían en Atenas, así lo pregonaban al mundo. Un escultor de santos se consideraba Fidias y sonreía poniendo los ojos en blanco y frotándose las manos al oír que se vivaba en las calles el nombre del egregio gobernante. ¡Señor, Señor, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria! Un compositor de marchas fúnebres, devoto de Baco y del Santo Entierro, asomaba la cara de tomate a un balcón para ver dónde quedaba la tierra213.



Pasaje de construcción perfecta, va de la denuncia de la superficialidad femenina a la indignidad de la «inteligencia» del país, terminando con la figura grotesca del compositor de marchas fúnebres perdidamente borracho. De esta manera el novelista destruye la falsa dignidad del poderoso. La escena concluye con una imagen inquietante de luz y sombra, sobre el repetido leit motiv con que Asturias denuncia la condición demoníaca del favorito, ángel de las tinieblas: «Cara de Ángel se abrió campo entre los convidados. Era bello y malo como Satán»214.

Acudiendo siempre a la nota ridícula el narrador denuncia las reacciones del mandatario frente a su pueblo. Hombre de orígenes humildes, firme en el poder, no le gusta que nadie le recuerde su condición pasada. Cuando la «Lengua de Vaca», en su disparatado discurso encomiástico, le llama «Hijo del pueblo», su reacción es instintiva, debido también al significado insultante que la expresión puede sobrentender; inmediatamente la adulación del favorito procura aplacarlo con una habilidad servil, que estigmatiza la naturaleza despreciable de Cara de Ángel:

El amo tragó saliva amarga evocando tal vez sus años de estudiante, al lado de su madre sin recursos, en una ciudad empedrada de malas voluntades; pero el favorito que le bailaba el agua, atrevió en voz baja: -Como Jesús, hijo del pueblo...215.



Asturias se divierte visiblemente con sus personajes, los mantiene en su poder como títeres y va destacando de ellos las notas negativas hasta aniquilarlos. En páginas sucesivas de la novela denuncia no solamente la naturaleza malvada, el «gallismo» impotente del Presidente, sino su cobardía. Es cuando, durante la fiesta, un bombo rueda por las escaleras de palacio, difundiendo un subitáneo terror entre los invitados; mientras los militares sacan sus revólveres y los demás huyen en confusión, desaparece también el dictador: «Lo que ninguno pudo decir fue por dónde y a qué horas desapareció el Presidente»216.

La índole cruel del personaje se manifiesta en todos sus actos: tanto en la condena de su viejo y un poco atolondrado secretario a ser apaleado, por haber inadvertidamente vertido tinta sobre sus papeles, como en la persecución diabólica, gato que juega con el ratón, de Cara de Ángel, con el plan de hacerle morir en la cárcel atormentado por la sospecha de que su mujer haya podido llegar a ser de veras su amante. La miseria gris del Señor Presidente la denuncia Asturias acudiendo a lo grotesco y a una eficaz simbología. Después de muchas páginas de la novela, en las que el personaje había quedado como en la sombra y sólo se había advertido su presencia a través de sus obras negativas, el dictador vuelve a aparecer, con ocasión de otra fiesta en palacio, completamente borracho: «Del fondo de la habitación avanzó el Señor Presidente, con la tierra que le andaba bajo los pies y la casa sobre el sombrero»217. El hombre frío y cruel es ahora sólo un fantoche miserable. Asturias se ensaña contra él haciéndole naufragar en lo repugnante. La abundante bebida deja al desnudo su naturaleza mezquina, su vulgaridad. Significativo es que vomite sobre el traje de su favorito y el escudo de la patria, visible en el fondo de una palangana que su ayudante le alcanza a toda prisa. La distorsión de valores hace que el secretario se felicite con Cara de Ángel por la ducha recibida, señal de reconciliación.

Los personajes que rodean al déspota son estudiados por el narrador y presentados en una negatividad que no puede dejar de reflejarse también sobre su figura. De manera especial Asturias denuncia, acudiendo a la caricatura, la retórica de la propaganda política, característica siempre de los regímenes dictatoriales. Con ocasión de una de las acostumbradas reelecciones del Presidente, un seudo-poeta, en una fonda de mala muerte, lo define, con discurso incoherente, un «Pro-hombre de Nitche, el Superúnico», un «hipersuperhombre», un «superciudadano», un «aurigasuper-áulico» que ahora y siempre guiará el carro de la patria, y a continuación trata de lo que se debe entender por democracia en América:

La democracia acabó con los Emperadores y los reyes en la vieja y fatigada Europa; mas, preciso reconocer es, y lo reconocemos, que transplantada a América sufre un injerto cuasi divino del ser Superhombe y da contextura a una nueva forma de gobierno: la Superdemocracia [...]218.



Frente a tan increíble afirmación se explica como el americano Mister Gengis -uno de los pocos gringos positivos en la obra de Asturias- exclame:

Mi gust-o cómo habla este poeta, pero yo cre-e que debe ser muy triste ser poeta; sólo ser Licenciado debe de ser la más triste cosa del mundo. ¡Y ya me voy a beber el otro whisky! ¡Otro whisky -gritópara este super-híper-ferro-casi-carri-leró!»219.



Interesante es notar la minuciosidad con la que Miguel Ángel Asturias estudia a sus personajes, los usa y los tira luego al basurero del que son parte. No se trata solamente de gente pobre, y moralmente pobre, sino de los pilares sobre los que se rige toda dictadura: ejército, policía, magistratura. La iglesia en El Señor Presidente representa un papel mínimo; Asturias denuncia, naturalmente, la claudicación de altos prelados que rodean al dictador, pero en la novela asoma una figura positiva, la del arzobispo, el cual detrás de la ventana de su residencia bendice al Pelele asesinado220.

Las «gloriosas empresas» del ejército sí tienen en El Señor Presidente espacio adecuado: es un ejército que no ha luchado nunca por la defensa de la nación; su radio de acción es el perímetro reducido de la casa prostibularia de doña Chon, donde acaba la pobre Fedina, vendida por el Auditor de Guerra a la matrona. «¡Cuánta alegría de cuartel y de burdel! El calor de las rameras compensa el frío ejercicio de las balas»221, comenta el escritor; pero las balas van contra los presos, no contra los enemigos de la patria. Frecuentador del prostíbulo de doña Chon ha sido también, durante una larga época, el Señor Presidente.

Asturias insiste sobre de la negatividad de los militares, a los que presenta en el ejercicio ordinario de su tareas: en el cuartel el oficial de guardia está sentado en una silla de hierro «en medio de un círculo de salivazos» y antes de contestar a una pobre india echa «un chorro de saliva hediendo a tabaco y dientes podridos»222. Ni siquiera el general Canales, víctima del dictador, escapa a la acción demoledora del narrador: su porte marcial, apenas aprende que es perseguido, se transforma en una «carrerita de indio que va al mercado a vender una gallina»223. Tampoco recupera dignidad cuando, desde el exilio, el general prepara una expedición para derrocar al Presidente. Asturias no cree -lo confirmará en Los ojos de los enterrados- en el desinterés y el patriotismo de los militares, en su afán de democracia: sus empresas van siempre encaminadas a situarse en el poder.

En cuanto a la policía, descontada su crueldad gratuita y obtusa, Asturias pone de relieve continuamente en sus representantes la falta de cualidades viriles. Si el esbirro que azota al Mosco habla «con voz de mujer», otro esbirro, Lucio Vázquez, de la policía secreta, se expresa «como mujer, con una vocecita tierna, atiplada, falsa»224, y tanto que su misma enamorada le toma el pelo cuando en su fondín el policía interpreta los gritos de la Chabelona como si fueran los de un hombre; la mujer se le dirige «con retintín»: «¡Señor! [...] ¿no oís que es mujer? ¡Para vos que todos los hombres tienen acento de cenzontle señorita»225. La esposa misma de Genaro Rodas le reprocha a su marido que mantenga amistad con semejante sujeto, del que la inquieta la virilidad dudosa: «¡Cada vez más amigo de ese policía que habla como mujer!» Y nuevamente: «¡Ah! yo sé lo que digo, nada buenos son esos hombres que hablan como tu amigote con vocecita de gallo-gallina»226. No menos negativo es el informador del Señor Presidente: «Un hombre menudito, de cara argeñada y cuerpo de bailarín»227, lo que sobrentiende siempre afeminamiento.

En su empeño para destruir al personaje Asturias insiste también sobre detalles sucios de los ejecutores de las malas obras del Señor Presidente. En la escena vemos aparecer de nuevo al polizonte Lucio Vázquez: frente a la mujer a quien quiere enamorar él se dedica a jalarse «una tela indespegable que sentía entre el galillo y la nariz», y la mujer le reprocha duramente su suciedad228. También el Auditor de Guerra, tan cruel y autoritario en sus funciones represivas, es representado en la intimidad de su casa como un pobre hombre, goloso y sucio: vive en un piso lleno de cucarachas, gobernados la casa y él por una vieja sirvienta desaliñada que se mueve arrastrando obsesivamente sus zapatillas, le tutea protectiva y le trata como si fuera un niño. Con pericia el escritor lleva a cabo el proceso destructivo del personaje, presentándolo mientras bebe golosamente su chocolate de arroz, «con una doble empinada de pocillo», para tomarse hasta el asiento, limpiándose luego con la manga de la camisa el bigote «color de ala de mosca»; finalmente el hombre acerca la taza a la luz de la lámpara, para ver si queda algo todavía y la va examinando en la parte interna con el dedo. Hundido en una selva de papeles y códigos «mugrientos», el personaje es «silencioso y feo, miope y glotón». Y de nuevo la nota híbrida, unida a la surreal:

no se podía decir, cuando se quitaba el cuello, si era hombre o mujer aquel Licenciado en Derecho, aquel árbol de papel sellado, cuyas raíces nutríanse de todas las clases sociales, hasta de las más humildes y miserables»229.



Durante el interrogatorio de la infeliz Fedina, el mismo Auditor de Guerra presenta características animales: «los ojos de sapo crecidos en las órbitas»230. No menos negativo en sus características el amanuense, cuya tarea es tomar nota de las declaraciones de la prisionera. Asturias lo presenta mientras observa a la mujer, con cara «pálida y pecosa, de secante blanco que se ha bebido muchos puntos suspensivos»231. El escritor insiste sobre un detalle negativo del empleado durante el interrogatorio, el de chuparse las muelas, en espera casi sádica de las declaraciones arrancadas con la fuerza: «El amanuense se chupaba las muelas, con la pluma presta a tomar la declaración que no acababa de salir de los labios de aquella madre infeliz»232.

Asturias, observador atento, con éxito matiza negativamente los instrumentos de un poder inhumano y corrupto, denunciándolo como responsable de la perversión monstruosa que todo lo destruye, en un país donde el delito es el único medio para captarse la protección del déspota. Al mayor Farfán, caído en desgracia, el mismo Cara de Ángel le aconseja que encuentre una manera para halagar al Señor Presidente y el pensamiento de ambos corre de inmediato al crimen: «El delito de sangre era el ideal, la supresión de un prójimo constituía la adhesión más completa del ciudadano al Señor Presidente»233. Esto quería decir consignarse en sus manos. El delito fue una constante en el largo período de gobierno de Estrada Cabrera, si atendemos a lo que escribe Rafael Arévalo Martínez en ¡Ecce Pendes!, de acuerdo con una política de esclavización del individuo para transformarle en dócil instrumento.

En un mundo dominado por el terror, donde, sin embargo, todavía sobreviven valores incontaminados, domina la figura del demoníaco dictador. Agiganta su presencia el temor instintivo de sus subditos, en noches de pesadilla, en las que únicamente resuena el ruido de las armas de incansables centinelas que velan por la seguridad del Señor Presidente, personaje que, en la fantasía popular había asumido la dimensión misteriosa y mítica denunciada por el novelista, pues no se conocía su domicilio y se pensaba que habitaba «muchas casas a la vez», ni se sabía como dormía, «porque se contaba que al lado de un teléfono con un látigo en la mano», y tampoco a qué hora, «porque sus amigos aseguraban que no dormía nunca»234. El pueblo aterrorizado suponía que estaba siempre despierto y que nada se le escapaba a sus oídos. En una lograda representación surreal Asturias lo describe conectado con un bosque de árboles de orejas: «Una red de hilos invisibles, más invisibles que los hilos del telégrafo, comunicaba con cada hoja con el Señor Presidente, atento a lo que pasaba en las vísceras más secretas de los ciudadanos»235.

El mundo alucinante de la dictadura se construye en El Señor Presidente a través de una serie de logros creativos extraordinarios: una atmósfera obsesiva y cruel en la que el individuo se ve perdido.



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