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El símbolo


El símbolo es uno de los grandes recursos estilísticos empleados por Rosalía. No es muy abundante, pero con él ha dado expresión a sus vivencias más profundas y ha logrado algunos de sus mejores poemas. Es recurso de madurez. No se da en las primeras obras, incluida los Cantares. Aparece en Follas novas por primera vez. Pueden rastrearse los antecedentes en las obras anteriores: metáforas de sentido confuso, alusiones más o menos misteriosas a realidades difíciles de aprehender y de reducir al esquema rígido de la comparación o la metáfora... Pero con Follas novas aparecen los grandes símbolos, los que servirán para expresar vivencias de gran complejidad. Surgen, realmente, cuando la madurez creadora de la poeta, la profundización de su concepción del mundo necesita encontrar el molde adecuado en el cual verterse. Y el símbolo se lo proporciona.

Es curioso que el prurito de claridad de Rosalía, su afán explicativo, que le lleva a desmetaforizar muchas de las metáforas que emplea o a sustituirlas por comparaciones que no se presten al equívoco, desaparece cuando se expresa mediante símbolos. Rosalía no explica sus símbolos. Con la   —394→   intuición artística que le faltó a veces en el uso de la metáfora, se da cuenta de que el símbolo, con el amplio margen de vaguedad y misterio que presta a la expresión, era el cauce adecuado para dar forma poética a vivencias de gran riqueza de contenido. Tenemos incluso la impresión de que, más que recurso retórico buscado, el símbolo surge espontáneamente en Rosalía, surge necesariamente como único camino para expresarse; de ahí que no se sienta obligada a explicarlo: sencillamente, porque no puede. Yo me imagino a Rosalía trasladada a nuestro siglo, donde críticos literarios, doctorandos, estudiantes y periodistas acuden al autor a preguntarle por su propia obra. Y me imagino al crítico, al periodista (sobre todo al periodista) preguntándole con esa mezcla de ingenuidad y despreocupación tan característica: ¿Qué es para usted la «negra sombra»? Y veo la mirada grave y seria de Rosalía, y allá en el fondo aquella pizca de humor tan gallego, y oigo su voz sincera, auténtica: «es una sombra negra que me acompaña siempre...».

Aunque no siempre el significado del símbolo está perfectamente claro, sí podemos hacer una clasificación provisional de carácter temático para dar un repaso a los principales poemas simbólicos de Rosalía. Distinguiremos así símbolos de la soledad, del acabamiento, de la muerte, de la vida, del dolor, etc. Otra posible clasificación sería la de señalar si el símbolo se trata de un ser animado o inanimado, de algo concreto o abstracto, de un animal, un objeto o una persona. Pero en principio preferimos la primera, aunque haciendo consideraciones sobre la preferencia por uno u otro tipo de personaje simbólico y señalando su posible motivación.

Para simbolizar la soledad, Rosalía escoge dos seres animados en sendos poemas: una mujer y una paloma. Veamos el primero:

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¡Soia!


Eran crárolos días,
risóñalas mañáns,
i era a tristeza súa
negra coma a orfandá.

Íñase á mañecida,
tornaba coa serán...;
mais que fora ou viñera
ninguén llo iña a esculcar.


Tomóu un día leve
camiño do areal...
Como naide a esperaba,
ela non tornóu máis.


Ó cabo dos tres días,
botóuna fora o mar,
i alí onde o corvo pousa,
soia enterrada está.


(F. N. 200)                


Nota común a otros poemas simbólicos es la desnudez de detalles: nada se nos dice de esta mujer sino su tristeza (destacada mediante el contraste con la alegría de la naturaleza) y su soledad. Incluso la tristeza aparece presentada bajo el prisma de la soledad: es negra «como la orfandad». No sabemos quién es, dónde vive, por qué está sola; no sabemos si es joven o vieja. Tampoco si trabaja o si vaga por los caminos desde la amanecida a la puesta del sol. Pero todo lo que se nos dice de ella contribuye a constituirla en símbolo de la soledad: ni indaga su paradero; esta mujer puede muy bien no volver nunca. El poema lleva implícita una visión del mundo en la que la existencia se justifica en la medida en que somos necesarios. Rosalía, cuando se imagina muerta, piensa en el llanto de sus hijos, que la rodearán   —396→   (F. N. 170), y piensa con dolor que ella será ya insensible a ese llanto que ha provocado. La mujer del poema, no. No tiene a nadie, por lo menos a nadie que la espere, que se preocupe de su vuelta. Por eso, «como nadie la esperaba», un día ella «no volvió más». Y la soledad de esta mujer se prolonga más allá de la muerte; no tiene la compañía de otros muertos, está enterrada sola, allí «donde el cuervo se posa». Dos notas contribuyen al carácter simbólico del poema: una, el fragmentarismo que analizamos más detenidamente en otro capítulo, y otra, el ambiente de irrealidad. No hay notas realistas en el poema: no se dice qué es esta mujer: viuda, huérfana, abandonada. Se nos presenta sin explicaciones a una persona totalmente sola: no nos dice dónde vive, cómo es su casa. Tampoco si tiene trabajo, ni qué hace desde el amanecer, que sale, hasta el caer de la tarde, que vuelve. ¿Es posible que no tenga un amigo, un compañero de trabajo, un vecino, un pariente que se preocupe o al menos observe sus idas y venidas? Cuando Rosalía quiere quedarse sola, irritada por la alegría juvenil que la rodea, tiene que decirles «ivos e non volvás» (F. N. 171). También el triste tiene que apartarse del «revuelto torbellino» donde alegres se mueven los felices (O. S. 385). Sin embargo, esta mujer parece moverse en un mundo irrealmente desconocido. Como en Teorema de Pasolini (donde el carácter simbólico es evidente), el mundo es sólo un ámbito vacío en el que se mueve el personaje. El mundo de Rosalía, tan lleno de seres murmuradores (¡hasta las plantas, las fuentes y los pájaros murmuran y llaman «loca» a la poeta), de personajes que «insultan y señalan con íntimo contento» al que huye (O. S. 327), que se burlan y se mofan (O. C. 221, F. N. 183), ha desaparecido. Y en ese mundo vacío, íntimo, se mueve una mujer sola. La soledad interior se ha expandido, ha invadido el exterior. Para esta mujer no existen los demás;   —397→   o, a la inversa, para los otros ella no existe. Se mueve en un universo distinto al de la realidad palpable. Por eso su fin puede ser también irreal. No está enterrada con los demás muertos. Como en este mundo de la soledad no hay lógica, no podemos saber el porqué.

Si los demás existieran, esta mujer descansaría en un cementerio religioso, si se creía en un accidente, o en uno civil, si se juzgaba suicidio. Pero no. Hay ya una lógica interna que rige el mundo de la soledad, y en él a esta mujer le corresponde estar enterrada sola, sin más especificación de lugar que esa referencia a los cuervos.

Este personaje, carente por completo de notas individualizadoras (¿vieja o joven, guapa o fea, soltera o casada, rica o pobre...?) es, pues, un símbolo de la soledad. Pero hay que matizar; de la soledad en un mundo donde la vida sólo se justifica por la relación con los otros (amor, amistad, caridad...). Personaje solitario de un mundo vacío: «como nadie la esperaba, ella no volvió más». Por tanto, no símbolo de la soledad ontológica que se vive a pesar y en medio de la compañía, y que Rosalía llegó a conocer y a aceptar (F. N. 167), sino símbolo de una soledad afectiva, en el que la relación con los otros es decisiva para vivir o dejar de vivir. Símbolo de una soledad que es carencia de compañía, de amor; soledad del huérfano o del abandonado. No soledad del hombre por ser hombre, sino soledad del que se siente solo. Quizá sería más exacto decir que es un símbolo del abandono, o de la soledad del abandonado.

El poema está contado en pasado: «eran», «íñase», «tornaba», «naide a esperaba», «botóuna fora o mar», para concluir en presente: «soia enterrada está». Tenemos la impresión de que la soledad de esta mujer es muy antigua, quizá desde siempre ha estado sola. Por lo menos, se nos presenta   —398→   únicamente su estado de ausencia sin referirse a otro estado anterior.

En otro poema la transición de uno a otro estado se nos muestra claramente:




Sin niño


Por montes e campías,
caminos e espranadas,
ven unha pomba soia,
soia de rama en rama.

Síguena as probes crías,
sedentas e cansadas,
sin que alimento atope
pra darlles a bicada.

Trai manchádalas prumas
que eran un tempo brancas
, trai muchas e rastreiras
i abatídalas alas.

¡Ai, probé pomba, un tempo
tan querida e tan branca!
¿Ónde vai o teu brilo?
O teu amor, ¿ónde anda?


(F. N. 215-216)                


La paloma simboliza una forma de soledad y de desengaño. La imagen primera que tenemos de ella es la de una paloma solitaria (con reiteración expresiva «unha pomba soia / soia de rama en rama»). Pero muy pronto aparecen las crías envueltas en la conmiseración del adjetivo «pobres». Es una forma distinta de soledad que la de la mujer anterior. Aquí hay unos hijos que la siguen. Sin embargo, la repetición no deja lugar a dudas: la paloma va «sola». Y aquí sí hay referencia a un tiempo anterior: sus plumas están manchadas y eran blancas antes; sus alas están marchitas y caídas, y queda implícita la idea de un esplendor   —399→   anterior que se desarrolla en la última estrofa. La paloma ha perdido su brillo, pero éste es sólo la manifestación exterior de una pérdida más profunda: ha perdido su amor. Y está sola. Sola, a pesar de las crías que la siguen y a las que sirve de guía y de refugio. Comparándolo con el poema anterior, éste representa una forma menos radical de soledad, pero también más reciente. Esas crías «sedientas y cansadas», a las que debe alimentar, hacen pensar en la presencia reciente del macho. La pérdida del amor es, pues, algo que ha ocurrido hace poco tiempo. El poema refleja el dolor de esa pérdida aún sangrante, en contraposición a la frialdad del anteriormente visto. Aquí la soledad es soledad de amor, abandono, pérdida de ilusión (paloma tan blanca y tan querida en otro tiempo); allí la soledad se presentaba como un estado sin variaciones, cuyo pasado ignoramos. La paloma simboliza el ser que, al perder el amor, pierde la alegría y el placer de vivir. La mujer simboliza al ser que carece de toda compañía. Ninguno de los dos representa la soledad ontológica que Rosalía expresó bajo formas diferentes al símbolo.

Una vivencia repetida en su obra, la del agotamiento vital, aparece también reflejada en forma de símbolos. Unas veces los símbolos que expresan esa vivencia son sencillos. Así los fantasmas que atormentan durante la noche al viejo:



Alá, pola alta noite,
á luz da triste e moribunda lámpara
ou antre a negra oscuridad medosa,
o vello ve pantasmas.

Uns son árbores muchos e sin follas;
outros, fontes sin auguas;
montes que a neve eternamente crube,
ermos que nunca acaban.


(F. N. 167)                


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Los cuatro elementos simbolizan la falta de vida, el agotamiento que el viejo siente también en su interior. Pero más interesante por más complejo es otro poema en el que los símbolos cobran un tono autobiográfico:



   Ya no mana la fuente, se agotó el manantial;
ya el viajero allí nunca va su sed a apagar.

   Ya no brota la hierba, ni florece el narciso,
ni en los aires esparcen su fragancia los lirios.

   Sólo el cauce arenoso de la seca corriente
le recuerda al sediento el horror de la muerte.

   ¡Mas no importa! A lo lejos otro arroyo murmura,
donde humildes violetas al espacio perfuman.

   Y de un sauce el ramaje, al mirarse en las ondas,
tiende en torno del agua su fresquísima sombra.

   El sediento viajero que el camino atraviesa
humedece los labios en la linfa serena
del arroyo que el árbol con sus ramas sombrea,
y dichoso se olvida de la fuente ya seca.


(O. S. 343)                


Notemos en primer lugar, situado en lugar de privilegio del poema (primera palabra del primer verso), el adverbio ya indicativo de un estadio anterior: «Ya no mana». Es la culminación de un proceso que empezó en el pasado y ha terminado en el presente. Sugiere un estadio anterior, contrario a la actual carencia. La doble afirmación del primer verso expresa más que una reiteración, una determinación en un sentido de profundidad: la fuente es lo externo; el manantial, lo interno. Que la fuente no mane es el signo de algo mucho más profundo y definitivo, que es el agotamiento del manantial. Notemos también la introducción de los sustantivos mediante el artículo determinado, pero sin   —401→   ninguna clase de calificación: la fuente, el manantial, el viajero. ¿Tiene aquí el artículo el valor de introductor de un elemento conocido del oyente? ¿Tiene un valor generalizador semejante al de la frase «el perro es un animal noble»? Es pronto para afirmarlo. La lectura del poema completo nos indicará su exacto valor. La fuente aparece caracterizada por elementos negativos: «Ya no brota la hierba, ni florece el narciso...» «Sólo el cauce arenoso de la seca corriente le recuerda al sediento el horror de la muerte». Imagen del acabamiento y, en último término, de la muerte. Del viajero se destaca sólo su condición de «sediento». Iba a la fuente «su sed a apagar». Tras ese recuerdo de la muerte, una frase que contrasta con los contenidos anteriores: «¡Mas no importa!», y muy pronto la explicación: hay «otro arroyo». Frente a este otro, los la y el iniciales cobran realce. Lo que forma pareja con otro es uno, lo que la forma con la, el es un un. No obedece a la lógica esta determinación de los sustantivos: el manantial, la fuente, el viajero, son algo muy cercano a Rosalía. Otro arroyo es un elemento nuevo, extraño: es el tercer elemento en la pareja fuente-viajero. Y observemos con qué generosidad, con qué absoluta autenticidad Rosalía ve y comprende los encantos de ese otro arroyo. En contraste con la fuente seca, que recuerda la muerte, hay allí violetas que perfuman el ambiente, sombra «fresquísima» que proporciona un sauce que extiende sus ramas sobre el agua. Y sucede lo que es natural que suceda: el viajero sediento (y son tres las veces que señala esta característica) va a beber al nuevo arroyo. Y ahora algo que irremediablemente lo distancia de Rosalía: «dichoso se olvida de la fuente ya seca». Ese viajero pertenece a ese mundo de los dichosos (Rosalía se consideraba un triste) y es capaz de olvidar la fuente donde en otro tiempo sació su sed. (Rosalía no olvida nunca: «y vosotros, en fin, cuyos recuerdos   —402→   / son como niebla que disipa el alba / ¡qué sabéis del que lleva de los suyos / la eterna pesadumbre sobre el alma!», O. S. 328).

De los tres elementos del poema, el menos caracterizado es el «otro arroyo»; en realidad puede ser cualquier cauce de agua de aspecto grato y asequible. Los otros dos: la fuente seca y el viajero sediento y sensual («humedece los labios en la linfa serena»; no bebe, quizá no siente deseos de beber; sólo de humedecer, de refrescar sus labios, de disfrutar del contacto del agua fresca y limpia) nos recuerdan demasiado la propia historia personal de Rosalía. Sin querer hacer biografía, tenemos que recordar otros versos en que Rosalía se refiere a sí misma con palabras que revelan el mismo agotamiento: «Ya siente que te extingues en su seno / llama vital...» (O. S. 336), «mi sien por la corona del mártir agobiada / y para siempre frío y agotado mi seno» (O. S. 317)...

De todas formas, lo que nos interesa destacar es el carácter simbólico del poema. Mediante esa simple combinación de tres elementos: fuente seca, arroyo murmurante, viajero sediento que pasa de uno a otro, Rosalía comunica su peculiar visión del mundo. Nadie es culpable: esa es la tragedia. Los manantiales se secan, como las almas, sin que sepamos por qué: hay dolor en el mundo y el dolor es inexplicable. Pero también hay otras fuentes que brotan todavía, que quizá brotan siempre. Y viajeros dichosos capaces de olvidar el «horror de la muerte» (del manantial, del alma) y disfrutar del placer que la vida les brinda. Y hay la injusticia de la fuente seca sin saber por qué causa, y el dolor de saberse olvidada: hay seres felices y seres desgraciados que nunca podrán entenderse porque su razón de ser los trasciende («vosotros que gozasteis y sufristeis, / ¿qué comprendéis de sus eternas lágrimas?», O. S. 328).

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El tema más repetido en su obra, el del dolor, encuentra también una expresión simbólica. Y, como en el caso de la soledad, son matices distintos del dolor los que aparecen simbolizados. Veamos el primero:


Unha vez tiven un cravo
cravado no corazón,
i eu non me acordo xa si era aquel cravo
de ouro, de ferro ou de amor.
Sóio sei que me fixo un mal tan fondo,
que tanto me atormentóu,
que eu día e noite sin cesar choraba
cal choróu Madanela na Pasión.
«Señor, que todo o podedes
-pedínlle unha vez a Dios-,
daime valor para arrincar dun golpe
cravo de tal condición».
E doumo Dios, e arrinquéimo;
mais... ¿quén pensara...? Despóis
xa non sentín máis tormentos
nin soupen qué era delor;
soupen só que non sei qué me faltaba
en donde o cravo faltóu,
e seica, seica tiven soidades
daquela pena... ¡Bon Dios!
Este barro mortal que envolve o esprito
¡quén o entenderá, Señor...!


(F. N. 168-9)                


El carácter simbólico del clavo resalta desde el primer momento por su ilogicidad. Frente a los poemas anteriores, en los que podía coexistir un significado real (mujer sola, Paloma abandonada, fuente seca), aquí el significado real es imposible: nadie puede decir «tuve un clavo clavado en el corazón». La interpretación simbólica se impone, pues. En terminología del profesor Bousoño65, se trata de un símbolo   —404→   monosémico. Con tres determinaciones caracteriza la poeta el clavo «de ouro, de ferro, ou de amor», en mezcla de abolengo clásico de términos concretos y abstractos. Significativos los tres, ya que el último orienta hacia un matiz sentimental determinado: el erótico. Los dos primeros, «de oro o de hierro», indican la duda sobre el valor intrínseco del objeto. Pudo tratarse de algo valioso como el oro, o casi carente de valor como el hierro; o de algo noble como el oro, o de algo carente de nobleza como el hierro. Todo ello envuelto y predeterminado por la frase precedente: «I eu non me acordo xa...», que muy pronto va a desplazar la atención del oyente desde el clavo a lo que sucedió después. El poeta ha olvidado la naturaleza de aquel clavo (de aquel amor bueno o malo, noble y valioso o vulgar) y recuerda sólo el daño que le hizo: («sóio sei que me fixo un mal tan fondo»).

Detalle importantísimo es que el poeta sea capaz de arrancar ese clavo. Nota que lo separa radicalmente de otros tipos de vivencias a las que el poeta no puede escapar, de las cuales no puede huir. Después de haberlo arrancado, «xa non sentín máis tormentos nin soupen qué era delor». Aquí termina el alcance simbólico del clavo. Y el poema cambia de signo. Ahora se tiene saudade, vivencia de la soledad... de aquel dolor. En otra ocasión, Rosalía nos dirá: «basta un pesar del alma, jamás, jamás le bastará una dicha» (O. C. 659). Y el poema siguiente a éste del clavo, como en una continuación a esa segunda parte que se inicia con las soidades nos dice:


   que no fondo ben fondo das entrañas
hai un deserto páramo
que non se enche con risas nin contentos,
senón con froitos do delor amargos.


(F. N. 169)                


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El símbolo del clavo es bastante sencillo y no muy original (si no clavos, espadas o puñales clavados en el corazón los han sentido y cantado casi todos los poetas). La originalidad y profundidad del poema son ajenos al símbolo, que es sólo introductorio al tema de la saudade del dolor. El clavo simboliza solamente un dolor pasado, de imprecisa naturaleza y calidad, y susceptible de ser olvidado. A partir de este momento lo que salta a primer término es el hueco, el vacío («supe sólo que no sé qué me faltaba / en donde el clavo faltó»). Ha surgido un nuevo símbolo, que es como el negativo fotográfico del clavo, o, mejor aún, como esas huellas que dejan en los estratos de tierra los pequeños animales prehistóricos: un hueco que revela su forma y que nos indica que existieron, que ocuparon un espacio antes de desaparecer. La poeta no siente ya dolor, ni tormento, siente sólo una falta, vive el hueco, y lo vive como saudade: soledad del dolor, en este caso.

En este poema tenemos, pues, dos símbolos relacionados; el primero simple y poco original: el clavo, símbolo de un dolor (de cualquier dolor, podríamos decir, pues el poeta ya no recuerda, se desinteresa de su naturaleza); y un segundo símbolo más complejo, original y profundo: el vacío, el hueco dejado por el clavo, que simboliza la vivencia de la soledad del dolor. El dolor que puede ser compañía («conmigo lo llevaba todo / llevaba mi dolor por compañía», O. C. 659) puede producir también «mal de ausencia», «saudade». De todo esto sería un símbolo ese hueco dejado por el clavo.

Entramos ahora en una gradación de símbolos mediante los cuales Rosalía va dando forma plástica a una vivencia que en términos generales podemos calificar de dolor; no 'pena', dolor vinculado a unas causas concretas, accidentales, pasajeras, sino dolor continuado, dolorido sentir de la   —406→   vida, dolor de ser hombre... El primero es «la noche que nunca se acaba» (F. N. 179); el segundo, el «fantasma aterrador, burlón y sañudo» (F. N. 186); el tercero y el más logrado, la negra sombra (F. N. 187). Los tres poemas han sido suficientemente analizados en nuestro capítulo sobre la negra sombra, y a él nos remitimos. Señalemos sólo a modo de resumen que las sombras innumerables que pueblan el mundo poético de Rosalía experimentaron un proceso evolutivo: muy al comienzo son casi exclusivamente decoración, escenografía romántica. Más tarde, sombra, oscuridad y noche se identifican con el mal. Finalmente, pasan a ser símbolos de su existencia dolorida. La coincidencia léxica de los poemas en que Rosalía se refiere a su dolor de vivir con los tres anteriormente citados ha sido ya suficientemente demostrada en el capítulo «La negra sombra y la sombra tristísma», de igual modo que la coincidencia conceptual y sentimental. Rosalía habla de su dolor con palabras muy similares y tiene ante él la misma actitud que aparece reflejada en estos tres poemas. La diferencia está en que en unos la expresión de esa vivencia se hace de forma directa, y en los otros, de forma simbólica.

En ese mismo capítulo hemos analizado el poema «Una sombra tristísima, indefinible y vaga» (O. S. 350) y con un procedimiento similar al utilizado con la negra sombra. Al examinar la coincidencia léxica y conceptual con otros poemas y escritos en prosa, llegamos a la conclusión de que la sombra tristísima que persigue inexorable e inútilmente a otra sombra representaba en forma simbólica el ansia insaciable de Rosalía, el impulso que la llevaba tras algo cuya naturaleza ella misma ignoraba. En aquel capítulo, al cual nos remitimos para evitar repeticiones, estudiamos los antecedentes de este símbolo y las transformaciones sufridas en el proceso creador.

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No siempre que Rosalía emplea un elemento -ser, objeto- con carácter simbólico lo repite con el mismo significado. En otras palabras, mientras que las sombras negras, la oscuridad, la noche vienen a representar generalmente vivencias dolorosas, otros símbolos como el del camino simbolizan realidades distintas.

El camino como símbolo de la vida es figura vulgar de tan conocida y repetida. Rosalía lo emplea con este sentido una vez, pero su originalidad está en que se nos muestra en el mismo poema el proceso que convierte al objeto en símbolo. En otra ocasión, el significado es muy distinto del tópico literario. Examinemos el primer caso:



   Camino blanco, viejo camino,
desigual, pedregoso y estrecho,
donde el eco apacible resuena
del arroyo que pasa bullendo,
y en donde detiene su vuelo inconstante,
o el paso ligero,
de la fruta que brota en las zarzas
buscando el sabroso y agreste alimento,
el gorrión adusto,
los niños hambrientos,
las cabras monteses
y el perro sin dueño...

   Blanca senda, camino olvidado,
¡bullicioso y alegre otro tiempo!
Del que, solo y a pie, de la vida
va andando su larga jornada: más bello
y agradable a los ojos pareces
cuanto más solitario y más yermo;

   que al cruzar por la ruta espaciosa
donde lucen sus trenes soberbios
los dichosos del mundo, descalzo,
sudoroso y de polvo cubierto,
—408→
¡que extrañeza y profundo desvío
infunde en las almas el pobre viajero!


(O. S. 346-347)                


La primera parte del poema (que comprende hasta el verso «y el perro sin dueño») constituye una descripción de un lugar querido y gratamente recordado por la autora. El primer verso, con la ordenación rítmica de adjetivos y sustantivos, convierte la frase en una cláusula cerrada sobre sí misma:

figura_ordenación rítmica

En ella el acento inicial de verso, el puesto de privilegio (1ª palabra del primer verso) y el acento final caen sobre la misma palabra: camino. Y a continuación nos encontramos con una profusión de adjetivos característicos de las descripciones en las que Rosalía disfruta recordando los lugares queridos.

En la primera parte predominan los adjetivos objetivos, con los que se pretende dar una imagen realista del camino: desigual, pedregoso, estrecho. Hay impresiones auditivas: el eco de un arroyo, y referencia a los seres que frecuentan el camino: gorriones, cabras, perros y niños que buscan las moras silvestres. Aunque no faltan notas de tristeza o melancolía: los niños hambrientos, y sobre todo el «perro sin dueño», la impresión general es grata; el eco es «apacible», el fruto de las zarzas es «sabroso», y los niños,   —409→   las cabras, los gorriones y perros mezclados producen a lo sumo una impresión de naturaleza agreste.

El primer verso de la segunda parte invierte el orden de sustantivo-adjetivo del primero. Ahora, con una cláusula absolutamente similar, lo que se destaca son las cualidades y no el objeto en sí:


blanca senda, camino olvidado


Creemos que es el adjetivo olvidado y la reiteración del blanco lo que confiere al camino el carácter simbólico. El poeta deja de interesarse por el carácter real, objetivo, de un camino, y empieza a fijarse en aquellas notas que lo convierten en una imagen de su vida: el contraste entre el pasado «bullicioso y alegre» y la soledad actual. Y son precisamente las características que permiten una identificación lo que convierte en este momento el camino en algo grato: «más bello y agradable a los ojos pareces cuanto más solitario y más yermo». Fijémonos en el adjetivo yermo: no parece contener en sí ninguna nota que haga agradable a un paisaje así calificado. Pero hay una: la complacencia en ver reflejada en el exterior una característica del propio espíritu, de la propia vida. A Rosalía le repugna la alegría bulliciosa (F. N. 170, O. S. 385), huye del espectáculo de la naturaleza primaveral, que estalla en flores y frutos (F. N. 275), le gusta el invierno y se complace en este camino que reproduce su estado actual y que representa la trayectoria de su vida: alegre al comienzo, siempre solitaria, después yerma y olvidada de los dichosos del mundo, que cruzan la vida por «rutas espaciosas».

Lo más interesante del poema es el proceso de simbolización experimentado por el camino. Primero, camino real, evocado y querido, con notas realistas descriptivas; después,   —410→   símbolo de la propia vida de la poeta. Hay, sin embargo, desde el principio una nota que va a dar pie para el posterior proceso de simbolización. Una nota ya simbólica: la blancura del camino. En ella insistiremos en el poema siguiente. Al convertirse en símbolo, se reforzaron las notas de soledad y aridez y quedaron relegadas las notas agradables, evocadoras de un tiempo pasado.

Más original nos parece la utilización simbólica que hace Rosalía del camino en el siguiente poema:


Dende aquí vexo un camiño
que non sei adónde vai;
polo mismo que n'o sei,
quixera o poder andar.
Istreitiño sarpentea
antre prados e nabals
i anda ó feito, aquí escondido,
relumbrando máis alá.
Mais sempre, sempre tentándome
co seu lindo crarear,
que eu penso, non sei por qué,
nas vilas que correrá,
nos carballos que o sombrean,
nas fontes que o regarán.
Camiño, camiño branco,
non sei para dónde vas;
mais cada vez que te vexo,
quixera poderte andar.
Xa collas para Santiago,
xa collas para o Portal,
xa en San Andrés te deteñas,
xa chegues a San Cidrán,
xa, en fin, te perdas...
¿quén sabe en dónde?,
¡qué máis me dá!
Que ojallá en ti me perdera
pra nunca máis me atopar...
Mais ti vas indo, vas indo,
sempre para donde vas,
—411→
i eu quedo encravada en onde
arraigo ten o meu mal.
Nin fuxo, non, que anque fuxa
dun lugar a outro lugar,
de min mesma, naide, naide,
naide me libertará.


(F. N. 295-6)                


La primera determinación del camino es «que non sei adónde vai», que parece ser la nota fundamental en que se basa el atractivo que ejerce sobre la poeta. En este primer momento, este camino, cuyo destino se ignora, representa la tentación de lo desconocido; es una puerta abierta a la fantasía. Frente a lo cotidiano y habitual, lo misterioso, la aventura. Desearía poder andarlo precisamente porque no sabe adónde llevaría.

A continuación vienen una serie de notas descriptivas: estrecho, serpenteante entre prados y campos de nabos, relumbrando, con lindo crarear. Notemos en primer lugar la preferencia por los caminos estrechos, recuerdo sin duda de los caminos de carro aldeanos por los que corrió en su niñez. El verbo serpentear viene a ser un anticipo de tentar; un primer paso hacia la animación de lo inanimado. (Pensemos también en las relaciones serpiente-tentación, tan antiguas...). El camino cobra vida, tienta a la poeta; hay como un juego, una invitación a seguirla en ese desaparecer del camino para encontrarse más allá. Y, además de esta animación con que nos lo presenta, hay dos notas que no nos parecen realistas: el relumbrando y el clarear. Estas dos notas se van a intensificar pocos versos más abajo con otra: «camiño, camiño branco». El brillo, la claridad, la blancura, no son caracteres objetivos de un camino real visto por la poeta; son notas subjetivas que ella le añade. Frente a las sombras, a la oscuridad, a la noche «agoreira   —412→   de dolores, cubridora en todo mal» (C. G. 150), esas notas simbolizan la alegría, la felicidad. Y son estas notas simbólicas las que convierten el camino en una perenne tentación. Fijémonos en que Rosalía no piensa cosas extraordinarias respecto al itinerario del camino, no piensa que pasa por lugares maravillosos, no sueña con aventuras. La invitación a lo desconocido de los primeros versos se va concretando en unas visiones de gran sencillez: «eu penso, non sei por qué, / nas vilas que correrá, / nos carballos que o sombrean, / nas fontes que o regarán...». Y se plantea los posibles itinerarios: para Santiago, para el Portal, para San Andrés, para San Cidrán... No le importa a dónde vaya, no sabe por qué piensa en él, sólo sabe que el camino la tienta a seguirlo... Y al final intuye la razón de todo ello: «¡Ojallá en ti me perdera / pra nunca máis me atopar». Querría (ese es su verdadero deseo) perderse, confundirse con el camino, hacerse una con él. En otra ocasión nos dirá: «el viajero rendido y cansado [...] anhelará [...] de repente quedar convertido en pájaro o fuente, en árbol o en roca» (O. S. 318). Pero es consciente de la imposibilidad del deseo: el camino es el brillo, la luz, la blancura, la felicidad desconocida; ella lleva la sombra en sí misma, y nadie puede liberarla. El camino es el símbolo de la felicidad que le está negada. Ante él, la poeta experimenta la tentación de huir de sí misma, el deseo de fundirse con él y el dolor de saber que es imposible.

No sólo es un elemento único el que cobra valor simbólico (sombra, paloma, mujer, etc.). Otras veces son diversos elementos los que, sumados, producen un efecto de símbolo (por ejemplo, un paisaje). Antes de analizar un ejemplo de éstos, digamos que no siempre Rosalía se mantiene en el plano simbólico, aunque parta de él. Hemos visto un ejemplo en el poema que comienza «Alá pola alta noite». Tras la   —413→   enumeración de aquellos símbolos de acabamiento, el poema sigue por distintos cauces expresivos. Construcción similar encontramos en otro poema cuyas primeras estrofas reproducimos. En él se parte de una visión de la vida como una montaña cada vez más empinada, en cuya cima está la muerte: la total soledad. El dolor es la fuerza que empuja al hombre para alcanzar aquella cima deseada. Después de ese arranque de tono simbólico, el poema continúa en forma realista-descriptiva: la montaña es, efectivamente, una montaña desde la cual el suicida se arroja al mar:



   ¡Ea!, ¡aprisa subamos de la vida
la cada vez más empinada cuesta!
Empújame, dolor, y hálleme luego
en su cima fantástica y desierta.

   No, ni amante ni amigo
allí podrá seguirme;
¡avancemos!... ¡Yo ansío de la muerte
la soledad terrible!


(O. C. 659)                


En algunos casos, la encadenación de símbolos llega a convertirse en una especie de alegoría. El poema «Ya no mana la fuente» puede considerarse como una visión alegórica de la vida humana, del egoísmo de las relaciones entre los hombres. En los poemas "malos", Rosalía no puede resistir la tentación de aclarar el significado de alguno de los símbolos empleados (como hace con las metáforas), aunque esto sea poco frecuente. En realidad se trata de figuras retóricas a medio camino entre la metáfora y el símbolo, y de ahí procede quizá el deseo aclaratorio de Rosalía. Ponemos un ejemplo:



   Viéndome perseguido por la alondra,
que en su rápido vuelo
—414→
arrebatarme quiso en su piquillo
para dar alimento a sus polluelos,

   yo, diminuto insecto de alas de oro,
refugio hallé en el cáliz de una rosa,
y allí viví dichoso desde el alba
hasta la nueva aurora.

   Mas, aunque era tan fresca y perfumada,
la rosa, como yo, no encontró abrigo
contra el viento, que, alzándose en el bosque,
arrastróla en revuelto torbellino.

   Y rodamos los dos en fango envueltos,
para ya nunca levantarse ella,
y yo para llorar eternamente
mi amor primero y mi ilusión postrera.


(O. S. 383)                


La alondra se nos muestra aquí como un símbolo del mal inconsciente. No es algo malo en sí, maléfico. Aparece tratada con simpatía: «piquillo», «polluelos»; nos sugiere algo tierno, bondadoso, maternal. Sin embargo, va a causar dolor, va a hacer un mal al realizar lo que para ella es un bien: alimentar a sus crías. En relación con ella, la rosa se nos aparece como un refugio contra el dolor y el mal, pero un refugio frágil, débil, inseguro, caduco. El viento es el mal, el dolor sin sentido y sin finalidad. La alondra perseguía al insecto para dar de comer a sus hijos; el viento destroza lo que encuentra a su paso sin que sepamos por qué. Si en el último verso no hubiera sustituido la poeta «rosa» por «amor», el significado exacto de la rosa hubiera quedado indeterminado. Ese verso final es la clave de los términos «diminuto insecto» y «rosa»: vemos claramente que el primero representa al propio poeta y la rosa al amor humano, frágil e impotente contra los embates del mal y del dolor.

  —415→  

El conjunto del poema viene a ser una alegoría de la vida: indefensión del hombre, caducidad del amor, relatividad del bien y del mal (la alondra que hace daño y cumple con su obligación al mismo tiempo), falta de sentido del dolor y del mal en el mundo.

Vamos a ver ahora un poema en el que el símbolo se logra con la multiplicidad de pequeños elementos que apuntan todos en una misma dirección:



   Cenicientas las aguas; los desnudos
árboles y los montes, cenicientos;
parda la bruma que los vela, y pardas
las nubes que atraviesan por el cielo:
triste, en la tierra, el color gris domina,
¡el color de los viejos!

   De cuando en cuando de la lluvia el sordo
rumor suena, y el viento
al pasar por el bosque silba
o finge lamentos
tan extraños, tan hondos y dolientes,
que parece que llaman por los muertos.

   Seguido del mastín, que helado tiembla,
el labrador, cubierto
con su capa de juncos, cruza el monte;
el campo está desierto,
y tan solo en los charcos, que negrean
del ancho prado entre el verdor intenso,
posa el vuelo la blanca gaviota,
mientras graznan los cuervos.

   Yo, desde mi ventana
que azotan los airados elementos,
regocijada y pensativa escucho
el discorde concierto
simpático a mi alma...

   ¡Oh, mi amigo el invierno!,
mil y mil veces bien venido seas,
—416→
mi sombrío y adusto compañero;
¿no eres acaso el precursor dichoso
del tibio mayo y del abril risueño?

   ¡Ah!, si el invierno triste de la vida,
como tú de las flores y los céfiros,
también precursor fuera de la hermosa
y eterna primavera de mis sueños!


(O. S. 343-4)                


La primera palabra del poema, cenicientas, sugiere algo apagado, extinguido, acabado. Produce una impresión de tristeza, y esta misma significación e impresión, de forma directa o indirecta, nos van a ser repetidas por palabras situadas en puntos estratégicos del verso -comienzo, final, o con acento central del endecasílabo-: cenicientas las aguas, desnudos árboles, montes cenicientos, parda la bruma, pardas las nubes, triste, sordo rumor, lamentos extraños, hondos y dolientes, muertos.

El perro tiembla, el campo está desierto. La blancura de la gaviota hace resaltar por contraste los tonos oscuros del paisaje, en el que «graznan los cuervos».

Los elementos del paisaje, por una parte (el color de las aguas, de las nubes, la soledad del labrador y su perro, el frío, los cuervos, el rumor del viento), y, por otra, las relaciones semánticas que se establecen entre las palabras que ocupan las cumbres rítmicas del verso, dan al paisaje un carácter simbólico. Desarrollemos brevemente esa segunda técnica indicada: ceniciento se relaciona con 'apagado', 'muerto'; árboles desnudos son árboles sin hojas, marchitos, sin savia, sin vida; la bruma parda sugiere la ausencia del sol, «fuente de luz y vida»; el viento parece llamar «a los muertos»; el mastín, «helado», «tiembla», le falta calor, vitalidad; los cuervos recuerdan la carroña, lo muerto.

  —417→  

Son estas asociaciones de ideas las que, unidas a los elementos reales del paisaje, convierten a éste en símbolo de un estado de ánimo: el de la propia poeta. Se identifica con él en lo que tiene de triste y falto de vida, y se diferencia en que uno es transitorio y promesa de nueva vida, y el espíritu de la poeta vive siempre el «invierno de la vida».

Por último, hay que recordar, al hablar del símbolo en Rosalía, aquellos que no constituyen el principal medio expresivo del poema, sino que aparecen como elemento accidental. Algunos carecen casi de valor expresivo por estar incorporados a la tradición poética. Así «el águila» como símbolo de la desgracia amenazadora, en el poema «Era la última noche» (O. S. 344), o el «sol de la tarde», símbolo del erotismo experimentado o nocherniego (no está muy claro su valor exacto, pero sí su valor frente a la pureza virginal representada por el «cerrado capullo», O. S. 348). En otras ocasiones sí tienen valor poético estos pequeños símbolos que Rosalía emplea como de pasada, aprovechando su poder sugeridor para pasar más pronto, sin necesidad de concretar su pensamiento a lo que realmente le preocupa. Tal es el caso del poema que reproducimos.



   Nada me importa, blanca o negra mariposa,
que dichas anunciándome o malhadadas nuevas,
en torno de mi lámpara o de mi frente en torno,
os agitéis inquietas.

   La venturosa copa del placer, para siempre
rota a mis pies está, y en la del dolor llena...,
¡llena hasta desbordarse!,
ni penas ni amarguras pueden caber ya más.


(O. S. 349)                


¿Qué o quiénes son esas mariposas portadoras de felicidad o de dolor? ¿Quién las envía? ¿A qué leyes, a qué designios   —418→   obedece su aparición? ¿A quién ha desafiado la poeta al desdeñar a ambas? Rosalía no quiere responder a ello. Solamente ha dado forma plástica al presentimiento del dolor o de la dicha; ha simbolizado en esas mariposas blancas o negras la posibilidad de la alegría o el dolor. Las ve como ve la negra sombra y como oye hablar a las fuentes. Y se permite la indiferencia ante ellas porque siente que nada puede ya cambiar la desolada situación de su espíritu. Son símbolos sencillos, casi populares. (Entre el pueblo se dice que las mariposas grises que se acercan a la luz de la casa anuncian carta... y como precedente literario inmediato tenemos la mariposa negra de Pastor Díaz). En ellas se repite el contraste blanco-negro, que ya tantas veces hemos visto cargado de significado en Rosalía. Pero quizá su sencillez y su enraizamiento en la temática del poeta es lo que le confiere eficacia expresiva: concentran en sí una carga significativa muy conocida ya, y permiten a la poeta lanzarse a esa afirmación final rotunda y categórica.

Resumiendo lo expuesto, tenemos que concluir con las palabras que al comienzo eran hipótesis: Rosalía maneja el símbolo con gran acierto, no lo prodiga. Hay en su obra símbolos de gran complejidad, como la negra sombra, y símbolos sencillos, como la paloma sola. Son más abundantes los elementos simples convertidos en símbolos (mujer, paloma, mariposa) que la multiplicidad (fuente, arroyo, viajero, paisaje). Y siempre tenemos la impresión de que su uso obedece a intuición y no a técnica. Comparándolo con la utilización que la autora hace del contraste o de la reiteración, la misma escasez del símbolo nos parece una prueba del carácter intuitivo de este recurso expresivo.



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