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La comunicación

Determinadas las causas físicas que han detenido el progreso nacional, réstanos estudiar bajo el mismo aspecto geográfico, las de carácter biológico.

No ha estado en nuestras manos darle a la costa más agua de la que baja de la cordillera, ni tampoco disminuir la altura de los Andes y menos variar la orientación del Amazonas. Todo esto parece imposible, pero es realizable aprovechar íntegramente para el regadío de las tierras toda el agua del subsuelo y la superficial que anualmente se pierde en el Pacífico. También es posible vencer el desierto, la cordillera y la montaña por medio de la comunicación, sanear el territorio y lo que es muy importante, modificar las condiciones morales de los pobladores y aumentar su número por la autogenia y las corrientes inmigratorias.

Estudiar las causas por las cuales no nos ha sido factible realizar estos propósitos, y dar sucinta idea de las condiciones morales y materiales sobre las cuales se fundó la República, es labor indispensable a nuestro plan.

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Principiaremos por la comunicación, siendo necesario analizar lo que es ella y lo que ha significado y significa actualmente como factor geográfico entre los motivos que buscamos para conocer la causa de nuestra desfavorable situación presente.

No es tanto la distancia como los malos caminos lo que separa a los pueblos del Perú. Es más fácil ir del Callao a Arequipa que de Lima a Yauyos. Se tiene para el primer viaje la navegación y el ferrocarril. Para el segundo, a razón de seis a siete leguas al día, se necesita, caminando por cuestas y desfiladeros pavorosos, hacer un viaje que toma mayor número de días.

Dotados los incas de eso que se llama verdadero concepto político, y convencidos en su notable claravidencia de que sin caminos su imperio carecía de unidad, abrieron la gran vía troncal que iba desde el Cuzco hasta Quito y que por el sur llegó a extenderse hasta el río Maure. Aún quedan vestigios de este camino, y en los sitios en que se conserva en buenas condiciones se le puede medir en ocho metros de ancho. Es menester conocer la cordillera de los Andes en los sitios obligados por donde la ruta tuvo que pasar, para formarse idea de la maravillosa obra de ingeniería construida por el gobierno precolombino. Realizada la conquista, los españoles aprovecharon en su totalidad las vías que encontraron, y sin grandes modificaciones en la gradiente ni en el trazo, las convirtieron en caminos de herradura. Siendo el terreno plano en la Argentina, con facilidad usaron para la carreta el tiro por bueyes. El Perú no tuvo igual suerte. Lo accidentado del relieve hizo obligatorio el caballo, la mula, el burro y la llama. Siendo casi llanos los terrenos de la costa, pudo haberse establecido la vialidad argentina en el —322→ tráfico de las pampas, pero estando ellas cubiertas de arena movediza, lo que les da inestabilidad, el ensayo no fue satisfactorio. La República, que entre otros beneficios nos proporcionó el de abrir los puertos del Perú al comercio y navegación extranjera, acabó con la vía terrestre intensamente traficada que existió entre Bogotá, Quito, Lima, Chuquisaca y Buenos Aires. Los viajes a mula entre estas capitales, gradualmente fueron perdiendo su necesidad, hasta que en forma absoluta quedaron sustituidos por la vía marítima.

La decadencia de la minería en los primeros 75 años de la República, y el abandono en que quedó la sierra a causa de su ruina industrial y del incremento que tomó la costa, desde la época en que se descubrió el guano, hicieron innecesario el mejoramiento de los caminos. Nuestra parte andina dejó de producir en la forma intensa en que lo hacía en tiempo de la colonia, y sus necesidades, entre ellas la vialidad, fueron consideradas como asunto de segundo orden. La comunicación directa se hizo costosa y difícil. La vía al Cuzco por Jauja. Ayacucho y Apurímac, fue sustituida por la indirecta del Callao, Islay, Arequipa y Puno. La de Ayacucho se hizo más práctica desembarcando en Pisco. Lo mismo sucedió con todo Ancachs. Libertad, Piura, Cajamarca y Amazonas. Los puertos de Casma, Huanchaco, San José y Paita tomaron por este motivo importancia que antes no tuvieron.

Gran parte de los caminos interandinos, por estas circunstancias, quedaron solitarios. Hubo otra causa que los puso en peores condiciones: el poco celo que tuvieron las autoridades para repararlos después de cada invierno. Caminos que antes de 1821 eran limpiados y arreglados todos los años con gran prolijidad, los hemos conocido desde hace —323→ 34 años en el más completo abandono. La extraordinaria facilidad con que se movían los ejércitos beligerantes durante la guerra separatista de América, pudo realizarse, entre otras causas, por la existencia de caminos limpios, casi sin una piedra sobre la vía.

A la poca necesidad de mejorar los caminos andinos, uniose la falta de conocimientos técnicos para su mejoramiento, la carestía del acero, y la ineficacia de la pólvora para volar grandes rocas. La dinamita, a cuyo poder debe la ingeniería las obras más colosales realizadas en la época contemporánea, comenzó a tener uso intenso en el Perú en la segunda mitad del siglo republicano. La colonia no nos dejó una sola vía de gradiente uniforme. Las sinuosidades de los cerros, la agresividad de sus espolones, el declive pronunciado de las cuestas y en general la accidentación del territorio no pudieron ser vencidas, y como lo vemos hoy en el Perú, el camino no solamente sube y baja sino que también, en cada cien pasos toma nueva orientación. Las mismas causas impidieron darle buen ancho a la vía la que nunca es mayor de dos metros, siendo a veces tan estrecha, que sólo una acémila puede pasar por ella.

Si durante la República no hubieron anhelos ni necesidades supremas para mejorar los caminos de herradura, tampoco los hubo para construir carreteras. El escaso provecho que ellas dieron en Europa haciendo uso de acémilas para el tiro de los vehículos, restó entusiasmo a los propagandistas nacionales. La altura de la cordillera y la forzosa necesidad de llevar la gradiente entre 4 y 6 por ciento, dieron por resultado que cada carreta necesitara de seis a ocho mulas de tiro para transportar de subida 10 a 12 quintales. Esta experiencia fue obtenida en Ancachs en 1884, en la primera —324→ carretera que se construyó en el Perú en las inmediaciones de Macate por una compañía inglesa llamada Patara Mining Company. Necesitando cada carreta ocho mulas y siendo las carretas numerosas, fue imposible alimentar por la escasez de pastos, las doscientas mulas que se pusieron en servicio. Por esta misma causa fracasó la carretera que se abrió entre Tambo Colorado y Cerro de Pasco y la de Sicuani al Cuzco llevó siempre vida lánguida.

Ha sido una desgracia para el Perú que el uso y las ventajas del camión y el automóvil se hubieran evidenciado en la segunda década del siglo actual. También lo ha sido, el hecho de que la maquinaria moderna para la apertura y lastrado de carreteras recién hoy principie a conocerse en el Perú. Si uno y otro invento hubieran aparecido en 1860, todo el Perú estaría hoy cruzado de carreteras para automóviles y gran parte del dinero que se gastó en la incompleta y exigua ferrocarrilización, hubiera tenido inversión más eficaz. Si con 50000000 de libras esterlinas se hicieron apenas 15000 millas de ferrocarriles, con esa suma se habría cruzado el territorio lo menos con 15000 millas de carreteras. El primer tomo de esta obra tiene la relación de los caminos para automóviles que el Estado construye al presente.

Nuestra comunicación es marítima, fluvial, lacustre y terrestre. Recién hoy principia a ser aérea.

Siguiendo el plan de ilustrar las materias de que nos ocupamos con la colaboración de los mejores tratadistas nacionales, y siendo la Historia de la Marina del Perú del señor Rosendo Melo lo mejor que se ha escrito sobre nuestra navegación marítima comercial, copiamos de su libro editado en 1907, la parte pertinente al tráfico por mar.

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Hacían antes el cabotaje goletas y bergantines de escaso tonelaje, en general poco diligentes, algunos de los cuales eran almacenes flotantes cuyos armadores iban de puerto en puerto vendiendo o permutando mercadería. Se cita viaje de Tumbes al Callao en el que después de ocho meses y algunas arribadas, hubo de traerse el buque remolcado desde Casma.

El año 1834 sólo había en el Callao una lanchita de alquiler para el movimiento de carga en la bahía, siendo así que ese movimiento sólo se hacía por medio de lanchas.

Cinco años más tarde y no obstante las guerras civiles y las intervenciones extranjeras, el movimiento marítimo en el Callao, principal puerto peruano, revelaba ya notable reacción; hubo en diciembre de 1838, en el indicado puerto, cuarenta y nueve naves entradas por 32 salidas.

En ese mismo año se organizó la sociedad marítima «Compañía de Asia». Estaba constituida por acciones de quinientos pesos cada una y el estado la favorecía con la exclusiva de la importación de artículos de Asia y Filipinas, con la única restricción de que los accionistas fueran peruanos.

La estadística del puerto del Callao arroja el monto de la actividad de la navegación por veleros. De 1841 a 1860 ingresaron al Callao 3735 veleros ultramarinos, con 4283848 toneladas. Como son excepcionales los arribos a los puertos peruanos sin comprender al Callao, en la estadística de este puerto queda casi totalmente incluida la de todo el litoral.

En 1860 la marina mercante nacional constaba de 15 fragatas, 33 barcas, 33 bergantines y 29 goletas, con capacidad las 110 naves de 24234 toneladas.

Otro período, de 1861 a 1867, acusa un arribo de 2237 veleros trasatlánticos con 2520103 toneladas. Comparando ambos períodos resulta para el primero un promedio de 186 buques para cada año y para el segundo 319, casi el doble; pero para tener la clave del aumento debe recordarse que en esos últimos años el guano fue abono casi único en el cultivo mundial, y los buques venían de todas partes a buscarlo en nuestras islas.

Por esta razón el aumento de veleros trasatlánticos se manifiesta así: 1868 tuvo 438 arribos o entradas, y siguen 1869-583-1870-507. De 1870 a 1879 los arribos ascendieron a 9367 veleros con 5427907 toneladas, casi mil por año; pero el promedio es difícil de determinar, porque sólo en 1870 fue de 1494 naves. Se había hecho el más grueso contrato de consignación de guano y se embarcaba con actividad febril, como si se tratara de escapar objetos de un incendio; —326→ se fletaba la mayor cantidad de buques posible, arrollando todas las dificultades económicas, que en definitiva sólo gravan al país, para exportar la mayor cantidad de guano antes de que los numerosos opositores que tuvo ese contrato lograran fuerza para anularlo.

Están considerados, sin embargo, entre esos arribos los de las naves nacionales procedentes de Hong Kong con chinos, de Chile con trigo, del Ecuador, Colombia y Centro América con madera y otros productos.

Había 23 fragatas, algunas de más que mediano porte, dedicadas al embarque de chinos de 1870 a 1874, año en el que cesó tan inhumano tráfico, y en el intervalo importaron 46190 asiáticos, en 93 arribos.

Los catorce barcos trigueros, también de cierto porte, que importan en el decenio 228920 toneladas de trigo, representan 503 arribos.

Los otros 2297 arribos corresponden al cabotaje o sea al porteo de productos nacionales o nacionalizados, entre puertos nacionales.

A ese número de veleros puede agregarse el ingreso de vapores, que fue en los diez años de 5165, con 4270178 toneladas y 392512 pasajeros; datos que permiten formar concepto del desarrollo alcanzado por la navegación en el Perú. Ese desarrollo se dificultó desde que Chile, afrontando una violenta crisis económica suya y apoyado en el poder militar de dos naves, se echó al azar de las armas buscando lo que le hacía falta: cesó bruscamente cuando se hizo evidente en el Perú que éste no se había percatado de los peligros que ofrece la angustia de vecinos bien armados.

Todo fue barrido por la furia sin causa del vencedor, y nuestra bancarrota tan completa, que la fecha de nuestra derrota definitiva en la guerra del Pacífico marca un nuevo período.

Cúpole en suerte al Perú ser uno de los primeros países sudamericanos cuyas playas visitó antes que otras el vapor. Cochrane propuso a Chile servirse de ellos, pero la propuesta no fue adoptada: en cambio el Telica visitó puertos del norte, en 1829.

Varios proyectos, eco del desarrollo de la navegación en el Atlántico, se sucedieron sin alcanzar la meta, hasta que salió a la palestra la Compañía de navegación a vapor en el Pacífico.

Las acciones se pagaron en diez dividendos y al año de organizada la sociedad, en febrero 7 de 1840, se expedía —327→ patente de navegación a sus dos primeros vapores gemelos, de 700 toneladas de registro, 150 caballos de fuerza en su máquina y 198 pies de eslora por 50 de manga. Tenían aparejo de bergantín y corte bastante esbelto para su época. Los vapores se llamaban el uno Perú y el otro Chile.

La Compañía desarrolló muy poco en sus cinco primeros años de actividad; no se estimaba el valor del tiempo, el comercio se rehacía muy lentamente, los recursos en los puertos eran escasos y los dos vapores tenían su centro muy distante, siendo infinitamente menos traficado que años después. Es indudable que ella hubiera agotado sus recursos económicos antes de afianzar la regularidad y ampliación de sus operaciones; pero en 1846 obtuvo del gobierno inglés un subsidio de 175000 duros anuales con cargo al servicio postal y a título semejante le asignaron el Perú 14400 pesos, Chile 66800, Bolivia 5000 y 4200 Colombia.

En 1852 aumentó su flota con cuatro vapores de 1100 toneladas y 450 caballos de fuerza: Lima, Santiago, Quito y Bogotá; y con este refuerzo se llevaron los viajes hasta Panamá. Poco después se agregaba otro contingente: Valparaíso, Cloda, Bolivia, Guayaquil, San Carlos, Nueva Granada, Anne, Inca y Morro.

En 1865 la P. S. N. C. extendía sus viajes al río de La Plata. Dos años más tarde elevaba su capital a dos millones de libras y establecía como extremos de su línea Panamá en el Pacífico y en el Atlántico Liverpol. En 1870 la línea del Estrecho hubo de prolongarse hasta el Callao. Inauguró la nueva línea el espléndido trasatlántico Sorata, de 4038 toneladas de registro y 4000 caballos de fuerza destinado a carga y pasajeros. El capital se había elevado a tres millones de libras y la flota de 54 vapores, a hélice el mayor número, comprendía: 120000 toneladas de registro y una fuerza nominal de 21395 caballos. Los trasatlánticos rendían viaje semanal en el Callao, con provecho incontestable del comercio; pero al establecimiento en dicho puerto de los nuevos impuestos de puerto acordados a la Empresa del Muelle y Dársena, se suspendieron esos viajes, restableciéndose la forma anterior, esto es: la línea del Estrecho limitada entre Liverpool y Valparaíso, con trasbordos en este puerto a vapores de la línea de cabotaje para pasajeros o carga de puertos al norte del último nombrado.

Luego vinieron naves de otras Compañías: Kosmos, Lamport & Holt, Gulf line, Merchant line, West line; vapores —328→ de carga el mayor número de arribo eventual y que explotan el comercio interoceánico.

Pero la competidora más formidable de la P. S. N. C. fue la Compañía Sudamericana, que después de ruda campaña contra su rival, vive hoy con ella en amigable fraternidad, dividiéndose el porteo de las costas occidentales de América del Sur en viajes que por algún tiempo llegaron hasta las de América del Norte.

La flota de estas grandes compañías, que se dividen el cabotaje constan de las siguientes unidades, hoy en 1906:

La inglesa:

Tns.H. P.
*Orita950010000
Oriana800010000
Oronsa60009000
Ortega80009000
Quillota40003700
Quilpue40003700
México55485000
California55485000
*Panamá54645000
*Victoria54645000
*Oravia53215000
*Orissa53175000
*Oropesa53035000
*Galicia53004000
Potosí60003500
Callao4500....
Bogotá60003500
Flamenco60003500
Esmeralda60003500
Duendes60003500
Sorata45813500
*Guatemala33273000
Corcovado45683550
Sarmiento36035000
Inca35933000
Magellan35903000
Antisana35843000
*Chile32253000
*Perú32253000
*Puno23983000
Pizarro21602000
Arica15711250
Ecuador17681250
Quito10891000
Manaví10411000
*Rupanco1000800
Taboga649500
Chiriqui643400
Asistence214120
Perlita4950
Chica4950
*Perico268100
Chalaca3550
En construcción
Kenuta5000
Lima5000
Huanchaco4500
Junín4500

* Vapores a doble hélice.

La flota sudamericana consta del cuadro que sigue:

Nombre del vaporTonelaje
de
registro
Capacidad
para
carga
Fuerza de
máquina
caballos
Huasco227250006000
Aysen 227250006000
Tono164540003000
Lebu164540003000
Tucapel191745005000
Lintarí171038004000
Palena160034003800
Loa148332003500
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Aconcagua139030003100
Imperial154930002000
Mapocho154930002000
Maipo150429502000
Cachapoal144927551900
Amazonas114525001800
Itata120126001500
Maule6231000600
Malleco443700450
Lircai303600400
Cautin414600400
Remolcador y Mataquito........ 300

De 1906, época en que Melo hizo su publicación, a la fecha, la navegación mundial ha sufrido importantes transformaciones por muchas causas, entre ellas la guerra europea que al fin terminó en 1918 y la apertura del canal de Panamá. La primera disminuyó notablemente el tonelaje, aumentó los fletes y ocasionó al Perú trastornos económicos que salvó el alto precio de los artículos de exportación. Salvó también nuestra crisis del tonelaje la existencia de cinco vapores nacionales pertenecientes a la Compañía Peruana, vapores pequeños pero de nueva construcción, algunos de los cuales fueron hasta Europa y Estados Unidos.

La terminación del canal de Panamá ha modificado radicalmente la navegación de nuestras costas. El trasbordo en Colón ha sido suprimido y va en camino de ser eliminado en su totalidad. Lo mismo puede decirse de la navegación por el Estrecho de Magallanes, también en vía de terminar por larga, peligrosa e innecesaria. Hoy es posible arribar a Nueva York a los doce días después de haber salido del Callao. En esto hemos ganado a Chile, Argentina y el sur del Brasil. Naturalmente, la comunicación con Europa también se ha hecho directa, empleándose para Liverpool casi igual tiempo del que necesitan para llegar a ese puerto los que salen de Buenos Aires.

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La comunicación lacustre se realiza desde hace muchos años en el Lago de Titicaca por medio de cuatro vapores pequeños, cuyos nombres son Yupará, Yavarí, Inca y Coya2. En 1880, el señor Agustín Tello estableció la navegación de lanchas a vapor en la laguna de Junín con fines comerciales. Lo mismo acaba de hacer la América Vanadium Company en la laguna inmediata a la mina Minasragra.

La navegación fluvial se ha hecho en el Amazonas desde 1851, año en que se firmó en Lima un tratado de comercio entre la República del Perú y el Imperio del Brasil. Sobre la base de dicho tratado, la Compañía Brasilera del Amazonas celebró un convenio con el Ministerio de Hacienda del Perú para hacer entre Pebas, Nauta y el Pará un tráfico de tres a seis viajes por año, mediante una subvención de 20000 pesos anuales. El Marajo y el Monarca de 400 toneladas cada uno, fueron dedicados a este servicio. Los resultados de este contrato, en verdad bastante oneroso para el Perú, fueron magníficos. Debiose a él el desarrollo comercial que por primera vez tomó lo que entonces se llamaba Mainas.

En 1862, el Gobierno construyó y puso al tráfico los vapores Morona, Pastaza, Napo y Putumayo. La historia de estos vapores es interesante. Sus servicios fueron valiosos; no así sus utilidades que nunca fueron manifiestas. Como ya hemos dicho, en 1881 fueron vendidos a vil precio. La bonanza de las gomas volvió a traer nuevamente al Amazonas peruano a la Compañía de Navegación Brasilera; en esta vez sin ninguna subvención. El Saviá y el América fueron dedicados a la carrera de Yurimaguas, el Joao Alfredo —331→ y otros a la de Iquitos a Manaos. Posteriormente, en 1901, se establecieron las compañías inglesas, Booth Line y la Red Cross S. S. Company, las que atienden las necesidades comerciales de la región peruana del Amazonas, despachando mensualmente dos vapores, uno desde Liverpool y otro desde Nueva York, ambos directamente hasta Iquitos.

La riqueza del caucho fomentó el establecimiento de numerosas flotillas de lanchas a vapor. Las tuvo y las tiene el Estado desde 1886, para su servicio de policía fluvial y para el tráfico público entre Puerto Bermúdez en el Pichis y las poblaciones del Ucayali y el Amazonas. Como es natural, el número de las embarcaciones fiscales es inferior al de los armadores particulares, cada uno de los cuales tuvo en la época en que el caucho se pagaba bien, dos y hasta más de estas lanchas, las que únicamente estuvieron dedicadas al comercio y transporte de productos.

Copiamos de los artículos de Raimondi, la admirable descripción que hizo de la manera de navegar los ríos de montaña de escaso volumen de agua, ríos en los cuales nunca pudo traficar una lancha a vapor. Esa descripción pone de manifiesto la única forma, por cierto peligrosa, que tuvo el montañés, en el siglo pasado para penetrar en la región recóndita de la selva. Estos viajes, en los cuales se empleaban a veces seis meses y gran caudal de sacrificios y privaciones, ponen en evidencia la entereza de espíritu y el carácter superior de los habitantes de Loreto. Relaciones escritas por abnegados padres franciscanos, nos dan idea de la manera como el salvaje y la inculta naturaleza se defienden del audaz explorador que pretende arrancar sus frutos a las vírgenes regiones de Oriente. Teniendo el hidroavión todas las condiciones de rapidez, estabilidad —332→ y fuerza de que carece la balsa y la canoa, y al igual de éstas, necesitando apenas cuatro a seis pulgadas de agua para su movilidad, será el vehículo predilecto de la selva en los ríos de poco caudal o de mucha corriente. No lo tuvo el habitante de oriente en la primera centuria, y su falta fue una de las causas de nuestro atraso en la comunicación fluvial. La cita de Raimondi a que hemos aludido dice:

Las embarcaciones que se usan en la navegación de los ríos de la provincia litoral de Loreto, son de cuatro clases, y se conocen con los nombres de balsas, canoas, monterías y gariteas. Las balsas se hacen de algunos palos livianos de un árbol que se conoce en el país con el mismo nombre de árbol del palo de balsa; (ochroma piscatoria) estos palos son amarrados entre sí por medio de algunos bejucos. En el medio de la balsa se construye un tabladillo más elevado, sobre el que se ponen las cargas para que no se mojen. Las balsas sirven solamente para el trasporte de las cargas y para atravesar algún río.

Las canoas son embarcaciones estrechas y largas, formadas del tronco de un árbol, excavado y adelgazado en sus extremidades, principalmente en la anterior o proa, para que corte el agua con más facilidad. Las canoas comúnmente se hacen de cedro (cedrela brasiliensis). Las dimensiones de las canoas varían mucho, habiendo algunas que pasan de una vara de ancho y veinte de largo. Los salvajes no emplean otra clase de embarcación.

Las monterías son botes formados de varias piezas, como los que se usan en el mar, pero pequeños y poco profundos.

Las gariteas, como las monterías, son botes formados de varias piezas pero las gariteas son más grandes y más profundas. Además, las gariteas tiene un verdadero timón que se mueve sobre goznes, mientras que en la montería, un gran remo hace la función de timón. Por último, las gariteas siendo más profundas que las monterías, el tabladillo en donde van los pasajeros es elevado, formando como una especie de puente; en las monterías, al contrario, el tabladillo está apoyado sobre el fondo de la embarcación.

Para defender del sol y de las lluvias a los pasajeros que navegan en los ríos, en estas tres últimas clases de embarcaciones, en la parte posterior, o sea en la popa, construyen con macrocarpa, (Ruiz et Pav.), un techado semicircular, que —333→ cuando está bien hecho es impenetrable a los más fuertes aguaceros. Este techado es conocido en el país con el nombre de pamacari.

Las cargas se colocan sobre un tabladillo en la parte media de la canoa y se abrigan de las lluvias por medio de una cubierta hecha de hojas de la misma planta entretejidas y a la que dan el nombre de armayari.

Para conocer la destreza de los indios en la navegación de los ríos del interior del Perú, es preciso verlos en los malos pasos del Huallaga y del río de Santa Ana, o en los tortuosos y pequeños riachuelos, llenos de palizadas, que forman a cada paso una barrera, tanta en la superficie como debajo de la misma agua.

Trasladémonos por un momento con la imaginación a uno de esos puntos en donde el río se halla estrechado entre dos rocas y su cauce lleno de grandes peñas. El río, hallándose comprimido en esta garganta, aumenta la velocidad; la canoa arrastrada por la corriente marcha con la rapidez de una flecha; al mismo tiempo el agua, chocando contra las peñas, forma elevadas olas que amenazan sepultar la canoa; el más diestro indio haciendo de popero, parado en la parte posterior de la embarcación, con la cara pintada, su aire medio salvaje y animado, la cabellera flotante sobre las espaldas y sus ojos centellantes, con el timón en la mano, espera el peligro, casi conteniendo el aliento, dos grandes piedras se presentan delante de la embarcación; una parte del río se precipita entre ellas y la canoa parece que va ya directamente a chocar con la peña; pero el indio parece que ha previsto el lance y con diestro golpe de remo, la proa de la embarcación pasa directamente arrastrada con la velocidad del rayo por el estrecho intervalo que dejan entre sí las dos peñas. El viajero al salir de esa angosta puerta, cree haber salvado el peligro, y al contrario, se encuentra luego enfrente de otro peñasco y el cauce del río sembrado acá y allá de numerosas piedras, que impiden el libre paso del agua, produciendo infinidad de olas, que la superficie del río parece en ebullición. La frágil canoa, llevada por la indómita corriente, marcha en línea recta a estrellarse contra la peña; las orillas cortadas a pique; el espantoso ruido del agua que choca por todas partes; la densa atmósfera de vapor que no deja distinguir con claridad los objetos, todo concurre a aumentar la confusión.

En este lance todo es movimiento: la embarcación se bambolea como una liviana caña, las olas se elevan por los costados e inundan la canoa, la proa se hunde en el agua para volver —334→ a salir; el popero, por un lado, los remeros, por otro, hacen los mayores esfuerzos; y todos gritando con mucha fuerza a un tiempo, confundiendo el eco de su voz con el ruido del agua, para no ver y desafiar el peligro, se dejan arrastrar por la bulliciosa corriente, en medio de este aterrador espectáculo, evitando con gran destreza los choques y las oladas, hasta haber pasado el peligro que por todas partes los sitiaba. Entonces, un aire de alegría aparece en el rostro de todos los indios, felicitándose de no tener que lamentar desgracia alguna, y todo recuerdo del peligro se acaba con una copiosa libación de su querida bebida que llaman masato.


En 1894, según nuestros apuntes de esa fecha, la capitanía del puerto de Iquitos tenía matriculadas las siguientes lanchas a vapor.

  • Bermúdez, armador Mouraille Hernández y Cía. 96 toneladas.
  • Río Negro, armador Mouraille Hernández y Cía, 49 toneladas.
  • Curaca, armador Mouraille Hernández y Cía. 6 toneladas.
  • Yurimaguas, armador Morey y Águila, 20 toneladas.
  • Santo Tomás, armador Morey y Águila, 5 toneladas.
  • Carlos, armador Dávila y Hnos, 16 toneladas.
  • Yankee, armador Dávila y Hnos. 18 toneladas.
  • Mayo, armador Luis A. Texiera, 40 toneladas.
  • Loreto, armador Joaquín Brito, 13 toneladas.
  • Hernán, armador Wesche y Cía. 107 toneladas.
  • Lanza, armador Wesche y Cía. 44 toneladas.
  • Rita, armador. Wesche y Cía. 8 toneladas.
  • Contantana, armador Wesche y Cía. 8 toneladas.
  • Iquitos, armador Abel Linares, 34 toneladas.
  • Onza, armador Guillermo Souza, 89 toneladas.
  • Río Tigre, armador Anselino A. del Águila, 20 toneladas.
  • Samiria, armador Manuel Reátegui, 13 toneladas.
  • Mosca, armador Manuel Reátegui, 13 toneladas.
  • Yaquerana, armador Antonio Saavedra, 19 toneladas.
  • Perla, armador Andrade y Hno. 7 toneladas.
  • Sara, armador Demetrio Torres, 14 toneladas.

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La comunicación terrestre se ha hecho en su mayor parte por caminos de herradura. Los ferrocarriles comienzan en 1845. Toman gran desarrollo en los años de 1869 a 1874, vuelven nuevamente a construirse en el período de 1904 a 1908, no habiéndose hecho nada notable en los años posteriores. La carretera hizo sus ensayos en 1883 en Ancachs, en 1899 en Junín y 1890 en el Cuzco. Desde hace tres años toma notable desarrollo. El aeroplano en el Perú está en pañales. Promete mucho para el transporte de correspondencia, de carga valiosa y de pasajeros; pero el año de 1920 no encuentra nada efectivo en estos propósitos.

Pertenece a Causas Económicas la historia de nuestros ferrocarriles. En ese libro nos ocuparemos, no sólo de su costa y de los errores técnicos de construcción, sino también del poco tino que hubo para la elección de las comarcas escogidas para el tráfico ferroviario. Nuestro primer libro tiene sucintamente algo sobre el particular y la relación de las vías que hay existentes. También dijimos en ese libro algo de lo que ocurre en la apertura de carreteras. Réstanos manifestar que el ferrocarril andino recién principia a dar frutos en el Perú, habiéndose terminado los de Huancayo, Cerro y Cuzco en 1908. Menos suerte han tenido los de Pacasmayo a Cajamarca y Chimbote a Recuay. Ambos, antes de llegar a la cordillera fueron destruidos en 1878 por terribles aluviones y sólo en 1904 se principió a reconstruir la parte ya hecha, estando todavía a menos de la mitad de su kilometraje. Los ferrocarriles de la costa son más antiguos; pero no son ellos los que han resuelto la vialidad nacional. Virtualmente en todo el siglo trascurrido, no hemos tenido otro medio de locomoción que la mula. Hoy mismo, de 10000 —336→ poblaciones que tiene el Perú, según Tizón y Bueno, apenas 300 están comunicadas por ferrocarril.

Dichas estas generalidades, creemos conveniente copiar las relaciones escritas por algunos viajeros, a fin de que en forma casi gráfica nos sea posible exponer las originalidades consiguientes a esas excursiones, y las penalidades y peligros sufridos en los caminos existentes en la República. Principiaremos por la costa, para continuar con la descripción de un viaje hecho de Lima a la sierra, terminando con la pintura de lo que son los caminos en Oriente y la manera primitiva como por ellos se viaja.

Jorge Juan, Schudi, Raimondi y algunos otros naturalistas atravesaron por tierra nuestro litoral. No siéndonos posible repetir lo relatado por cada uno de ellos, nos limitaremos a extractar del libro de Raimondi los comentarios que hizo del viaje de Jorge Juan en 1740. Exceptuando dos pequeños trechos que median, uno entre Lima y Huacho y otro entre Lima y Lurín, que son los únicos comunicados por ferrocarril, el resto de nuestro litoral en lo que toca a caminos por tierra, encuéntrase en la misma condición en que lo halló don Antonio de Ulloa en el año ya citado. Dice Raimondi.

Atravesando en balsas a la salida de Tumbes el río que baña esta población, siguió su camino por espacio de 2 leguas entre el bosque de algarrobos; tomando la playa llegó al lugar de Malpaso, situado como a 6 leguas de Tumbes. Llámase así un trecho como de media legua, donde el terreno, hallándose cortado como a pique sobre el mar, no deja paso para el caminante, sino en la época en que la marea está muy baja. Bien desgraciado sería el viajero que se arriesgase a pasar por allí en las horas de creciente, pues hallaría una muerte —337→ segura por las fuertes olas del mar que lo estrellarían contra la peña.

Continuando el camino muy cerca del mar para evitar la fatigosa marcha en la arena suelta que cubre todo aquel terreno, llegó a la quebrada de Mancora, que dista de Tumbes 24 leguas y por la cual corre en invierno un pequeño arroyo de agua dulce, donde beben las numerosas mulas; que viven en los espesos algarrobales situados en sus inmediaciones. En verano quedan solamente unas pequeñas pozas, que sirven de bebederos a dichos animales, pero el agua se vuelve muy salobre, y sólo la necesidad los obliga a tomarla.

Después de otras 24 leguas de penosa marcha a través del desierto y pasando la quebrada de Pariña, que también tiene sus algarrobales, llegó don Antonio de Ulloa al pueblo de Amotape, donde hizo una observación para calcular la latitud, que halló de 4º 51' 43'' sur.

El 21 salieron de la ciudad de Piura, marchando por terreno despoblado y cubierto por una espesa capa de arena, en dirección hacia el pueblo de Sechura, situado a poca distancia de la desembocadura del río de Piura en el Pacífico. Pero en esta ocasión iban con más comodidad, pues desde la ciudad de Piura hasta Lima se acostumbraba entonces viajar en literas.

No se sabe cómo se haya enteramente perdido una costumbre tan cómoda para los viajeros, que podían recorrer la Costa del Perú sin fatigarse y al abrigo de toda intemperie.

Las literas que se usaban en aquella época, eran cubiertas y llevadas por mulas; suspendidas por medio de largas cañas llamadas de Guayaquil, a los bastos de dos de estos animales, uno situado por delante y el otro por detrás. Estos vehículos se hallaban dispuestos de modo que no tocasen el agua en el vado de los ríos, ni tuviesen embarazo en las subidas y bajadas por los caminos que ofrecen algunas desigualdades.

En la mula de adelante iba acabalgado un muchacho para guiar el animal y en la de atrás se acomodaba alguna maleta o pequeño baúl con lo necesario para el camino. Otro hombre llamado el peón de la litera iba a bestia para dirigir la marcha y servir al viajero en lo que se le ofrecía.

El 26 de noviembre llegaron los viajeros a Lambayeque, población mucho más grande que Mórrope, situada a 4 leguas de distancia.

El 4 de diciembre dejaron Trujillo y pasando a vado el río de Moche, llegaron al pueblo del mismo nombre que dista unas 4 leguas.

Al siguiente día, la marcha fue más penosa, pues tuvieron —338→ que atravesar dilatados arenales y dos cuestas para llegar al río de Santa, cuyo laso es bastante peligroso, por ser uno de los más grandes ríos de la Costa del Perú.

El paso del río de Santa presenta hoy las mismas dificultades que en la época que lo atravesaron don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa; y siendo interesante la descripción que da este último en la relación de su viaje voy a reproducirla aquí literalmente:

El río de Santa se explaya en el paraje, por donde regularmente se vadea cosa de un cuarto de legua, formando cinco madres o brazos principales, por los cuales corre en todas las sazones del año con mucho caudal; pásase a vado, y hay para ellos hombres destinados con caballos muy altos, y enseñados a resistir la violencia de su corriente que siempre es grande. Danles el nombre de chimbadores, y tienen el cuidado de buscar y conocer el vado para guiar después por él las cargas y pasajeros; sin cuya providencia no sería practicable, porque es muy frecuente el mudarlos, con las avenidas, y difícil el encontrarlos; experimentándose aún en los mismos chimbadores muy de continuo la desgracia de que variándolos repentinamente en algunos de sus brazos, los arrastre la corriente, y haga perecer entre sus ondas. Cuando es invierno en la Sierra, que corre muy cargado, no admite vado en muchos días; y entonces es forzoso que se detengan los pasajeros hasta que aminoren las aguas, particularmente si van acompañados con algunas cargas de mercaderías; porque hallándose escoteros, tienen el recurso de poderlo pasar en balsas de calabazos, rodeando seis, o ocho leguas más arriba del pueblo, donde tiene más comodidad para ello; pero nunca sin peligro, pues suele suceder que cayendo en alguna violenta corriente, arrastre consigo la Balza hasta meterla en la mar. Cuando nosotros lo pasamos estaba bajo totalmente, y no obstante por tres experiencias, que se hicieron en su orilla, y convinieron todas entre sí, hallamos, que 29½ segundos de tiempo corría el agua 35 tuesas; esto es, en una hora de tiempo 4271 tuesas, que hacen una legua y media marítima. Esta violencia del agua es algo menor, que la que M. de La Condamine señala en la relación de su viaje del río Marañón al Pongo, Estrecho de Manceriche; pero no hay duda, que cuando el río de Santa aumenta su caudal con el exceso, que suele, sobrepujará su aceleración a la de aquel pongo; pues estaba en esta ocasión en la mayor menguante que acostumbra.


—339→

La hacienda de Huacatambo se halla en la quebrada de Nepeña cuyo nombre no parece en la relación del viaje.

De Huacatambo siguieron los ilustres viajeros a la población de Casma, que se componía entonces solamente de diez o doce casas, y pasando el riachuelo que baña la quebrada, fueron a descansar en la hacienda de Manchan. Al siguiente día, la jornada fue más penosa, pues tuvieron que pasar por unas cuestas sinuosas llamadas las Culebras, las que son molestas para las cabalgaduras, y debían serlo mucho más para las literas, por la dificultad de seguir las vueltas y la inclinación del camino.

Desde el pueblo de Huarmey empieza un largo despoblado formado por extensos arenales interrumpidos por cerros; y como no se puede recorrerlo con cargas en un solo día, es preciso pasar la noche en el camino. Así es que el día 13, habiendo salido de la población de Huarmey, fueron a descansar en un paraje llamado los Callejones, cuyo nombre trae su origen del camino, que pasa al través de varios cerros formando unos estrechos callejones. En aquella jornada atravesaron un cerro que ofrece un paso peligroso, principalmente para las literas, llamado Salto del Fraile, formado de peña viva cortada en barranco hacia el mar, donde basta un tropezón de las bestias para caer al precipicio.

Siguiendo su viaje a Lima, pasaron de la villa de Huaura a la de Chancay, población más grande que las anteriores, pues tenía desde entonces unas trecientas casas de adobes, quinchas y rancherías, y entre sus habitantes se contaban numerosas familias españolas, muchas de las cuales eran bastante distinguidas.

El mismo día de su llegada a Chancay salieron por la tarde y pasando a vado el río de Pasamayo que estaba algo crecido, fueron a dormir al Tambo del mismo nombre, para poder subir en la madrugada la cuesta cubierta de arena de los cerros que limitan el valle de Chancay por el lado del Sur.

El 18 de diciembre de 1740, continuaron su camino entrando a Lima, después de una fatigosa marcha de 12 leguas, habiendo recorrido en su dilatado viaje por la costa, desde Tumbes hasta la capital del Perú, 264 leguas.

Don Antonio de Ulloa concluye la relación de su viaje de Tumbes a Lima, con algunas consideraciones generales sobre la Costa del Perú, las que añadidas a lo ya dicho, dan una cabal idea de esta particular región de la América del Sur.

En cuanto a los recursos, dice Ulloa en su Relación, se hallaban con abundancia en las poblaciones del tránsito, aves, —340→ carnes, pan, frutas y vino a un precio moderado, pero era muy difícil encontrar quien preparase la comida. En los pueblos pequeños había tambos o posadas, que se reducían a un cobertizo simple donde se encontraba tan sólo las paredes, de manera que los viajeros tenían que llevar hasta las ollas para cocinar.


La amplitud del relato hecho hace innecesario dar cabida en nuestro libro a la completa descripción del viaje hecho por Raimondi de Lima a Trujillo por tierra en 1859. Siendo el paso del río Santa lo más interesante de esa descripción y lo que pone de manifiesto la forma primitiva y peligrosa como se viajaba por el Perú hasta la época en que se estableció la comunicación regular, primero a la vela y después a vapor, recomendamos su lectura en el tomo IX del Boletín de la Sociedad Geográfica.

Raimondi, que fue un sabio en todos los ramos del saber humano a que se dedicó, también lo fue en el difícil arte de viajar. Recorrió en veinte años casi todo el territorio, y si adquirió celebridad en movilización, también la obtuvo por la buena forma con que trató a las gentes que encontró en los largos viajes que hizo por el Perú.

Es por esto, que como investigador de la naturaleza peruana, sus apuntes sobre la comunicación son de extraordinario interés. También lo son las observaciones que le sugirieron las dificultades halladas en los caminos. Además, a pesar de hallarnos en el año de 1920, nueve décimas partes del territorio tienen la misma vialidad y los mismos tropiezos que halló Raimondi en los años de 1858 a 1878. Hablar pues de lo que era el camino de herradura en el Perú en esos años, es repetir lo que él es en la actualidad. Esta circunstancia da al relato que copiamos mayor interés y —341→ y pone de manifiesto el motivo principalísimo por el cual medio Perú está desconocido y casi en estado de barbarie.

Desde mis primeros viajes vi la necesidad de tener bestias propias, para poder seguir mis estudios en los lugares poco frecuentados o enteramente desconocidos.

En cuanto a la montura o silla, la más apropiada para los caminos quebrados del interior, es sin duda la del país que se conoce con el nombre de silla o montura de cajón; porque, cuando es bien construida, no se apoya sobre el lomo, que es la parte más delicada de la bestia, sino sobre las costillas, como lo ha observado también M. Herndon en su obra sobre el valle de Amazonas. Apoyándose dicha montura, como hemos dicho, sobre las costillas, la presión ejercida por el jinete se halla repartida sobre una mayor superficie del cuerpo, y de consiguiente maltrata menos al animal.

Respecto a las bestias de carga, he tenido que vencer mayores dificultades, a causa de que ninguna de las clases de aparejos que se usan en las distintas partes del Perú, evita que las bestias se maltraten, principalmente cuando tiene que trajinar por regiones de terreno muy quebrantado, donde los caminos forman una serie constante de subidas y bajadas.

Cualquiera que haya viajado en la sierra por caminos cortados en la peña, o llenos de pequeñas piedras angulosas, habrá visto la imposibilidad de seguir un largo viaje con la misma bestia, si no se tiene la precaución de mantenerla continuamente herrada. Pero en el interior del Perú, si se exceptúan las principales poblaciones, no es fácil conseguir herraduras ni una persona práctica en el arte del herrador; de consiguiente, aun teniendo bestias propias, frecuentemente sucede que en los largos viajes por caminos algo extraviados y malos, las bestias llegan a despearse y a maltratarse tanto, hasta no poder seguir la marcha aun sin carga alguna; y el viajero, sea porque se halle en lugar desprovisto de recursos, sea porque no quiere interrumpir sus trabajos, se ve en la dura necesidad de abandonar alguna mula en el camino.

Por experiencia propia me vi obligado a salvar también esta dificultad, haciendo que mi criado aprendiese a herrar las bestias, y llevando en viaje un surtido de herraduras y todos los útiles para aplicarlas.

En cuanto a la clase de bestias más apropiadas para los largos viajes por el interior, son sin duda alguna preferibles las mulas a los caballos. La pisada segura, tanto por la pequeñez —342→ de su casco que se adapta mejor a las desigualdades del terreno, cuanto por su instintiva prudencia; la mayor resistencia a las fatigas y el convenirse más fácilmente con toda clase de alimentos, hacen de la mula el animal indispensable para los largos viajes en los quebrados caminos del interior.

Un caballo no sólo presta útiles servicios en la región de la Costa, sino que sirve también en el interior en todos los caminos no muy quebrados; y además, marchando acompañado con bestias mulares, por un particular instinto de esta clase de animales, sirve, como se dice en el país, de madrina a las mulas, las cuales cobran tanta afección por el caballo, que no se alejan de él un solo instante, y esta instintiva afección evita que se pierdan las mulas durante la noche. Así, en la mayor parte de los casos, basta cuidar el caballo para que las bestias mulares de ambos sexos puedan comer enteramente sueltas, sin peligro de que se pierdan.

Yo mismo en mis últimos viajes he adoptado el sistema de tener siempre un caballo, y he podido notar del modo más patente la intensidad de esta afección instintiva de las bestias mulares hacia el caballo; pues aun cansadas hacían todos los esfuerzos posibles para seguirlo; y las he visto también, cuando estaban hambrientas, dejar la comida para seguir al caballo, si se retiraba éste del potrero donde pastaban juntos.

Cuando se viaja por los caminos más trillados del interior para visitar las principales poblaciones, no se toca con otras dificultades que las que presenta el desnivel del terreno, y el viajero halla en todas partes una generosa hospitalidad y los recursos que necesita; pero no acontece lo mismo si quiere apartarse de aquellos caminos, para visitar pueblos habitados puramente por indígenas. En primer lugar, será preciso que sepa la lengua quechua, o vaya acompañado de una persona que le sirva de intérprete; porque sin hacerse entender, es claro que no podrá proporcionarse el más pequeño recurso. Además de la dificultad de la lengua, tiene que luchar con la apatía y el carácter desconfiado de los indios. Sea que este carácter resulte, según algunos, del maltrato que han sufrido durante la larga dominación española, sea debido, como yo creo, a su especial organización; lo cierto es que el indio siempre desconfía del blanco, y raras veces presta voluntariamente sus servicios.

Conociendo por experiencia el carácter sumamente desconfiado y poco hospitalario de los indios, había adoptado la costumbre, en todos los lugares donde se podía conseguir algo, de no preguntar nunca si tenían tal o cual cosa, sino entregarles —343→ antes la plata en su propia mano, para quitarles el recelo, y enseguida decirles lo que quería.

Otras veces conseguía lo que deseaba tan sólo con dar pan o alguna golosina, como un pedazo de azúcar, un dulce, etc., a la mujer de la casa.

Puedo asegurar que nunca he necesitado de amenazas ni pasar a las vías de hecho tomando por la fuerza lo que quería; y cuando regresaba a algún punto que había visitado una vez, ya tenían confianza en mí, y me proporcionaban lo que podían.

No es raro llegar a unos de estos desdichados pueblos y encontrar todas las casas cerradas, por hallarse los moradores en el trabajo de sus chacras que a veces están muy distantes de la población. En tal circunstancia, si el viajero no se decide a ir en persona o mandar a su criado a participar su llegada a la autoridad, se verá obligado a esperar en el pueblo hasta la noche, para tener el mínimo auxilio.

Pero el accidente más terrible para el viajero que recorre el interior del Perú, es el de llegar a una población un tanto retirada el día en que los indios celebran alguna fiesta; porque es muy difícil que encuentre ni a una sola persona en su sano juicio. En estas ocasiones, que no son raras en el interior, es forzoso que el viajero se resigne a sufrir toda clase de majaderías, y a perder quizá todo el día sin poder hacer nada, considerándose por feliz si logra un poco de forraje para sus animales.

Visitando pueblecillos muy apartados, sucede a veces que las pequeñas autoridades locales se resisten a prestar todo recurso, aunque el viajero lleve notas del subprefecto o prefecto, o aún del su remo gobierno. En este caso, la mayor amenaza que se puede hacer a un indígena, es la de decirle que se le hace responsable de los resultados. Por su mismo carácter desconfiado, no pudiendo medir el grado de responsabilidad que se le echa encima; se figura que tal vez le confiscaran sus bienes; le quitaran su ganado y causaran su completa ruina; y esta sospecha o duda va tomando mayores proporciones en su cavilosa imaginación, hasta transformarse en una verdadera fantasma.

El viajero que, después de haber recorrido la Costa y la Sierra, quiere penetrar a la región de los bosques o montaña, tiene que superar mayores obstáculos que los ya indicados. Mientras se limite a visitar las partes de la montaña donde hay cultivo; de caña, coca, cacao, etc., si es verdad que marcha —344→ por malos caminos, puede sin embargo casi siempre andar a bestia, porque donde hay haciendas con cultivos, hay también algún camino o senda para extraer los productos. Pero si desea penetrar más al interior, para visitar, por ejemplo, las minas de oro de la provincia de Carabaya, estudiar el curso de algún río o recorrer regiones enteramente desconocidas, para pagar algún tributo a la ciencia geográfica; entonces tendrá que vencer un sinnúmero de dificultades, tales como la marcha a pie, la falta de toda clase de recursos y el peligro que ofrecen los salvajes.


Un viaje de Lima a Jauja, hecho y descrito en 1867 por un chileno Manuel Concha, y que sin ninguna alteración copiamos, dice tanto acerca de la manera de viajar a mula en ese año de 1867, que inútil nos es comentarlo. Su lectura pone de manifiesto la causa por la cual Morococha y Cerro de Pasco, dos de los más ricos centros mineros del Perú, han vivido inexplotados hasta el presente, y el por qué la sierra de Junín estaba tan distante de Lima como hoy Lima lo está de Ayacucho. Sí eran siete días los que se necesitaban caminar a caballo por ásperas sendas y tierras inhospitalarias para ir de Lima a Jauja, y si este viaje a más de ser caro era penoso y en él hasta la vida se exponía, ¿cómo pudo ser posible que la industria andina tomara el desarrollo que principia a tener? Un tren que sale hoy de Lima para Huancayo o para el Cerro, conduce en 16 horas que dura el viaje, tanta carga como hace 25 años, para ambos lugares se llevaba en mula en tres meses.

Dice Concha en su relación:

Desde Lima hasta la antigua ciudad de Jauja o Atunjauja, que tantos embarazos y estorbos opuso a los conquistadores, existe una distancia nada despreciable; según unos de ochenta leguas peruanas (que constan de cien cuadras de cien varas cada una), según otros de ciento setenta leguas chilenas. A pesar de tan opuestas apreciaciones, nosotros, sin emitir nuestra opinión, no podemos menos de decir y afirmar que, —345→ además de ser excesivamente prolongado, es peligroso en muchas partes, intransitable en algunas e infernal en toda su extensión.

Desde Chaclacallo, pequeña reunión de ranchos, a la que ni aún se le puede dar el nombre de lugarejo, situado a una altura de seiscientos cincuenta y nueve metros sobre el nivel del mar, primera pascana o alojamiento, distante de Lima doce leguas chilenas más o menos, el valle, fertilizado por el Rímac, principia a estrecharse poco a poco hasta llegar a presentar, en el resto de su extensión, el aspecto de una verdadera quebrada, en la que se ven hasta cerca de Zurco, pequeños algodonares perdidos y abandonados en su mayor parte.

Desde la hacienda denominada Chosica, no muy distante de Chaclacallo, principió a desplegarse ante nuestros ojos una decoración de un aspecto de salvaje grandeza, si es posible expresarse así. Principiamos a ver elevadas montañas despejadas de vegetación que se extendían paralelamente a uno y otro lado del estrecho valle, por los cuales nos era necesario marchar casi siempre a media falda por un camino aéreo semejante a la cornisa de una casa, con un abismo vertical a un lado y al fondo del abismo, el río despedazándose majestuosamente entre grandes pedrones con un ruido semejante a un mar que principia a agitarse.

Podemos decir, con la mayor exactitud, que el Rímac desde su nacimiento se desliza por un áspero lecho de rocas y estrechado por un bosque, en algunos lugares casi impenetrable, formado de caña brava, sauces, molles, etc., y una multitud de otros árboles que prestan cómodas y seguras guaridas a los ladrones, que abundan en este trayecto a pesar de la patrulla que tiene establecida el gobierno y que recorre la extensión de camino comprendida entre Polcache y Chosica.

Podríamos narrar muchos curiosos episodios acerca de los ladrones de este camino y sus robos; pero éste no es nuestro objeto: solamente diremos que son generalmente negros y que pocas veces asesinan; su objeto es robar y casi siempre al robado le dan alguna pequeña cantidad para que continúe su viaje o llegue adonde Dios le ayude.

El caprichoso zigzag de esta ruta nos colocaba repetidas veces en situaciones en que, por indeferentes que fuéramos, no podíamos menos de detenernos y contemplarlas llenos de admiración, pues lo que nos rodeaba era imponente.

No lo olvidaremos: en una ocasión nos encontramos suspendidos sobre un precipicio vertiginoso, a cuyo alrededor sólo veíamos un círculo, verdadero círculo trazado por un compás —346→ colosal y formado por desaforadas montañas de rocas, pero de tal configuración, que al elevarse iban contrayendo el círculo, por manera que el que presentaban en la superficie de sus desiguales cumbres, era, en gran parte, menor que el formado por sus colosales cimientos. Admirados ante tanta grandeza de tan salvaje aspecto, tornamos los ojos a nuestro alrededor y solamente vimos por doquier titánicas murallas, que parecía que se iban a desplomar sobre nuestras cabezas. El lugar por donde penetramos había desaparecido por las vueltas que nos fue preciso hacer; el de nuestra salida nos era igualmente desconocido e invisible. Nos encontrábamos suspendidos sobre un precipicio que tenía para tragarnos sus fauces abiertas constantemente; estábamos convertidos en el punto céntrico de aquel círculo que formaba la base del cubilete colosal formado por los Andes.

Todo esto tiene un aspecto desolador, salvaje y triste, pero sublime e imponente. Un ruido solamente se oye: los tumbos del río que se despedaza a gran profundidad entre colosales rocas desprendidas de las montañas por algún sacudimiento volcánico, en las que se ven, en forma de nichos, el lugar que ocuparon en otra época.

La soledad es absoluta y ni aún se ve al atrevido cóndor, rey y señor de los Andes. Uno que otro quisco de raquítica estructura extiende penosamente sus descarnados brazos por entre las grietas.

Algunas veces nos veíamos obligados a trepar una escalera de piedra de un metro de ancho y de desiguales escalones o tramos, cuya ascensión, además de peligrosa era difícil, y dependía nuestra vida de una mala pisada de la mula, porque tal es la caballería que requiere este camino; así es el paso denominado el Infiernillo, cuya escalera es de mármol abigarrado; otras veces caminábamos por senderos aún más estrechos, conservando siempre el insondable precipicio a un lado, y la elevada y perpendicular montaña al otro.

Y tanto más peligrosa nos parecía la ruta, cuanto que nuestra caballería tenía que caminar por el borde del precipicio, derrumbando los menudos guijarros porque nos era preciso seguir paso a paso a los animales de carga que por instinto de conservación caminan por la orilla para no chocar con la muralla formada por la montaña; de esta manera se explica cómo un animal, con una carga de algún volumen, puede transitar por esos aéreos surcos más bien que caminos.

El traje original del cholo, siempre a pie tras de sus recuas de asnos o llamas, la ausencia de todo objeto que revele —347→ la actual civilización, el camino en estado de pura naturaleza, etc., todo contribuía a que nos formáramos la ilusión de que éramos el primer hombre de otras regiones que penetraba en esa comarca.

Nos llamó igualmente la atención las ruinas que con frecuencia vimos de antiguas poblaciones de súbditos de Manco Capac y Atahualpa.

Las principales pascanas o alojamientos que existen en el trayecto comprendido entre Lima y la cordillera son: Chaclacallo, Cocachacra, pequeña aldehuela de cien habitantes; Zurco, mayor que la anterior y por consiguiente de más recursos; San Juan de la Matucana y San Mateo. Hay además algunas haciendas, como Chosica, por ejemplo, en donde se recibe franca hospitalidad; pero no aconsejamos que ningún viajero se aloje en la hacienda llamada Santa Ana o Candelaria, pertenecientes a un italiano, el hombre más miserable que se puede imaginar, porque por mucho dinero que lleve, está expuesto a perecer de hambre o por lo menos a enfermar de incomodidad.

Desde la cordillera de Autaranga, que cuenta catorce mil pies de elevación sobre el nivel del mar, descendiendo hacia el Oriente, se principia a seguir a corta distancia el río Jauja.

En esta parte del camino todo es distinto del anterior, todo cambia de aspecto; a la aridez del terreno sucede una vegetación raquítica compuesta de extensos gramales llamados pastos de puna; a las elevadas y pedregosas montañas suceden otras de un orden más inferior que contienen tierra vegetal; los caminos, de estrechos y peligrosos, se convierten en planos y algún tanto cómodos, por largas llanuras de excelente terreno para siembras, pero que sin embargo permanece virgen y solamente produce un pasto espontáneo y poco nutritivo, sin duda a causa de la altura en que se encuentra y de los fríos excesivos a que está sujeto.

A tres leguas más allá del establecimiento de Morococha, donde el viajero encuentra franca y desinteresada hospitalidad y cómodo alojamiento, está situado el pequeño pueblo denominado Pachachaca. Antes de llegar a él nos fue preciso descender una cuesta sobrado larga y perpendicular, desde cuya elevación dominamos, a vista de pájaro, el valle en que está situado, parejo y uniforme como una mesa de billar, por cuyo centro no corre sino que serpentea, formando las curvas más originales que se pueden imaginar, un pequeño riachuelo tributario del de Jauja.

—348→

Todo es original y miserable en estos lugares allende los Andes.

Se ve con frecuencia en la puerta de los ranchos una larga vara con un manojo de pasto verde a su extremidad: este emblema significa que allí se vende chicha. Otras veces el palo tiene un canasto sin fondo a fuer de viejo: se vende pan; y cuando se ve tremolar un harapo de lienzo de cualquier color, se expende aguardiente. No pocas veces, en un mismo palo, se enseñorean estas tres heterogéneas insignias o emblemas muy fraternalmente reunidas.

Los caminos, en estas largas llanuras, son una especie de surcos semejantes a los que formaría un poderoso arado, por cuyo centro marcha un animal; por manera que el jinete, a poco esfuerzo, puede tocar tierra con los pies y quedar convertido en un coloso de Rodas.

En la época de las aguas estas vías son sumamente incómodas y hasta peligrosas.

Se ve progresivamente crecer el río Jauja hasta una legua más o menos, antes de llegar a Oroya, en donde, impetuoso como un torrente, desaparece para volver a aparecer tranquilo y sereno trescientos metros más allá, formando por consiguiente un puente natural por el que atraviesa el camino.

Al llegar a Oroya lleva una masa de agua considerable, y aquí se pasa por un puente de cimbra de cuarenta metros de largo, mediante una contribución o derecho por animal. El peaje de este puente se remata anualmente y produce una cantidad de soles al municipio de Tarma.

Es casi indispensable alojarse en Oroya, porque desde aquí hasta Jauja sólo resta una jornada, pero muy larga. En la sala en donde nosotros pasamos parte de la noche, y que debe estar destinada a este objeto, vimos en sus murallas blanqueadas una multitud de nombres propios, pertenecientes a otros tantos viajeros, al pie de los cuales se leían algunas invocaciones al Todopoderoso: plegarias sin duda de algunos enfermos que marchaban a Jauja en busca de salud. ¡Cuántos de estos infelices habrán hecho un viaje inútil!... Y para formar un desagradable contraste, al lado de estas tristes invocaciones, leímos, y no en escaso número, otras inscripciones y figuras obscenas.

En esta pascana se abandona el río para tomar una dirección contraria y para no volverlo a ver, porque corre a una legua de Jauja y a gran profundidad, por lo que sus aguas son inútiles, para enseguida ir a engrosar al Marañón o Amazonas.

—349→

Al aproximarnos a Jauja vimos a ambos lados del camino, tanto en el valle como en las laderas, sobre todo en éstas, una serie no interrumpida de terrenos preparados para recibir la semilla del trigo o cebada, y como el terreno toma varios colores, el aspecto que presentaba era pintoresco.

Repuesto el viajero algún tanto de los infernales caminos por donde ha transitado, y como para recordarlos, si fuera posible que los olvidara, dos leguas antes de llegar al término de su viaje se ve obligado a subir y bajar las más incómodas cuestas, hasta que por fin, molido y zarandeado, divisa las torres de las iglesias de Jauja y encuentra el término de sus fatigas, después de haber recibido durante siete días los rayos abrasadores de un sol tropical, una nevada o una lluvia que le ha calado hasta los huesos, y de haber andado 160 leguas.


Raimondi, que viajó por todos los caminos que van de la cordillera a la región oriental, condensó en un magnífico artículo sus impresiones de viaje.

La provincia litoral de Loreto, considerando su extensión tiene muy pocos habitantes, de manera que casi todos sus caminos son enteramente despoblados y faltos de recursos; siendo muy común viajar a veces muchos días sin encontrar un lugar habitado. En la mayor parte de estos caminos se han construido, de trecho en trecho, algunos techados que se conocen en el país con el nombre de tambos, y adonde el viajero no halla otro recurso que un abrigo contra las fuertes lluvias durante la noche.

Otras de las dificultades que presentan las vías de comunicación en esta dilatada provincia, es que en un camino de pocas leguas hay que atravesar un gran número de ríos, o más bien de impetuosos torrentes, los que careciendo de puentes es preciso pasarlos a nado, con gran peligro de ser arrastrado por la fuerza de la corriente.

Los principales caminos que sirven de entrada a esta apartada provincia, son tres: uno del norte, otro en la parte media y otro en el sur del Perú. El del norte es el principal que, como hemos dicho, conduce de Chachapoyas a Moyobamba.

El citado camino, desde Chachapoyas a Taulia, que dista como siete leguas, no es muy malo y se puede marchar a bestia con comodidad; pero desde Taulia hasta Río Negro, que dista menos de ocho leguas de Moyobamba, el camino es pésimo —350→ y además enteramente despoblado. De Taulia se sube continuamente hasta la frígida Puna de Piscohuañuni, que es el punto más elevado del camino y también línea divisoria que separa las aguas tributarías del Marañón de las que afluyen al Huallaga. Algunos trechos de la subida no pueden ser peores, tal por ejemplo, la cuesta llamada de Doval, poco distante de Taulia.

Para formarse una idea de esta cuesta, imagínese una escalera formada de muchos palos redondos y puestos trasversalmente a manera de gradas sobre una capa de barro ligoso. Las bestias, subiendo sobre estos palos, que continuamente se hallan mojados, resbalan a cada paso y caen; feliz todavía el caminante si su mula no pone un casco entre los intervalos que dejan a veces los palos entre sí, porque en este caso peligra tanto el viajero como la bestia.

Pasado el Río Negro continúa el camino a la ciudad de Rioja, que dista poco más de dos leguas, y de este punto a Moyobamba, atravesando en el camino los ríos Tonchiman, Indoche e Indañe.

Otro camino que sirve de entrada a la provincia de Maynas, y que la pone en comunicación con el centro de la República, es el de Huánuco. Este camino es transitado por todos los que navegan por el Huallaga, y aunque malo, es sin embargo mejor que el de Chachapoyas a Moyobamba, porque en general, es bastante seco, y sobre 40 leguas que es la distancia de Huánuco a Tingo María, tiene solamente diez de despoblado.

El camino que pone en relación la parte sur de la República con la provincia litoral de Loreto, es el que sale del Cuzco y pasa por el valle de Santa Ana.

Este camino se dirige del Cuzco a la ciudad de Urubamba, la que dista seis leguas y se halla situada en la orilla del río llamado en este punto de Urubamba, porque baña la ciudad y que es el mismo que pasa por Santa Ana. El camino al salir de Urubamba continúa en la quebrada hasta el pueblo de Ollantaytambo, célebre por sus ruinas y que dista cuatro leguas. En este punto se deja la quebrada principal para entrar en otra secundaria por la que se sube hasta una rígida puna, rodeada de cerros cubiertos de nieve perpetua; se pasa por un portachuelo y se baja al otro lado por una quebrada que desemboca un poco más abajo en el mismo valle de Urubamba, que aquí llámase de Santa Ana. Se sigue el valle hasta el pueblo de Echarate el que se considera como el embarcadero del río de Urubamba o Santa Ana y que dista del Cuzco —351→ como cuarenta leguas. Este camino, aunque no muy bueno, se puede sin embargo transitar a bestia y es bastante poblado, encontrándose a cada paso haciendas de coca, cacao, café, etc.

Además de estos tres caminos principales, existen algunas sendas, más o menos transitadas, que sirven de comunicación entre la provincia litoral de Loreto y los demás departamentos; pero la mayor parte son tan escabrosas y tienen trechos tan peligrosos, que sólo los indios acostumbrados, o el naturalista ávido de observar la virgen naturaleza en sus más recónditas regiones, pueden transitarlas.

Una de estas sendas sale de Buldibuyo, en la provincia de Pataz, atraviesa la cadena que separa esta provincia de la litoral de Loreto y baja al pueblo del Valle, cerca del Huallaga.

De Tayabamba, en la misma provincia de Pataz, salen otros dos senderos, de los que uno baja al pueblo de Tocache y otro al de Pizana: ambos cerca del Huallaga.

De Huacrachuco, en la provincia de Huamalíes, hay otra senda que también baja al Huallaga, pero es mucho mejor que las anteriores, porque casi se puede transitar a bestia.

De Chavín de Pariarca, en la misma provincia de Huamalies, sale un pequeño camino que atravesando la cadena de cerros que separa el Marañón del Huallaga, baja a las montañas de Monzón, cuyo río es navegable por pequeñas canoas y desemboca al Huallaga cerca de Tingo María.

De Huánuco y del Cerro de Pasco salen dos pequeños caminos, hacia las montañas del Pozuso, los que continúan por una senda hasta el puerto del Mayro, situado en la confluencia del río Pozuso con el Palcazo, en donde embarcándose, se puede bajar directamente al Ucayali, por medio del río Pachitea.

Por Jauja, Ocopa y Huancayo hay sendas que pasando por Lomas y Andamarca se dirigen al Pangoa y al antiguo embarcadero de Jesús María, situado en la confluencia del río Perené con el río Ene, y por donde pasaban, al principio de este siglo, los misioneros de Ocopa que se dirigían a Sarayaco.

De Huancavelica y de Ayacucho salen caminos que se continúan por medio de senderos en las montañas de Huanta hasta la confluencia del río Mantaro con el Apurímac, desde cuyo punto empieza el río Ene que es navegable.

Por último, del Cuzco sale un camino del valle de Paucartambo, continuando por una senda hasta el río «Madre de Dios», cuyo curso todavía no se conoce.

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De todo lo que hemos dicho sobre los caminos de la provincia litoral de Loreto, se ve que en general se hallan en muy mal estado, ya por la falta de puentes sobre los numerosos ríos que a cada paso atraviesan el camino, ya porque es necesario hacer la mayor parte de los caminos a pie, empleando numerosos brazos para el trasporte de las cargas, cuando faltan para los trabajos más indispensables de la agricultura y de las otras industrias.

Después de haber manifestado el estado en que se hallan las vías de comunicación en esta importante provincia, me es satisfactorio hacer conocer que, desde tres años a esta parte, parece haberse despertado en todo el Perú un gran espíritu de empresa para abrir caminos que faciliten la comunicación de los diferentes departamentos con los caudalosos y navegables ríos que surcan en toda su extensión la rica e inagotable comarca que es el objeto de nuestro estudio.


Un manifiesto deseo de conocer tierras nuevas y de adquirir fácilmente fortuna, nos llevó en 1894 a Loreto. Nuestras impresiones fueron consignadas en una serie de artículos. De ellos tomamos los acápites de un viaje que principió en Pacasmayo y terminó en el Yavarí. Este viaje se realizó 34 años después del que hizo Raimondi, y como se ve por nuestra descripción, la movilidad en 1894 en nada había cambiado ni mejorado. Hoy día, la vía de Moyobamba hállase en peor condición, habiéndose abierto el camino del Pichis que antes de 1890 no existía, vía que casi es la única para ir de Lima a los ríos navegables.

Octubre 1.º.- Para trasladarse a Iquitos, centro de la región Amazónica del Perú, sólo existen dos vías: la marítima por Panamá, Colón, Barbados y Pará; y la terrestre por Pacasmayo, Cajamarca, Chachapoyas, Moyobamba y Yurimaguas.

La segunda vía es indudablemente más penosa que la primera; no tiene sino la ventaja de ser menos costosa, pues sólo aporta, cuando más, cien soles.

El punto de partida es Pacasmayo, unido por tren a Yonán, algo como 65 kilómetros. Desde esta estación principia la marcha a bestia, por tres días, hasta llegar a Cajamarca, de —353→ cuya ciudad se pasa a Chachapoyas, en un tiempo que nunca puede ser menor de siete días.

Notable es lo accidentado del terreno por el cual pasa el camino que une el mar con Chachapoyas, siendo tres los ramales de la cordillera que tienen que atravesarse. Entre los dos últimos se ha abierto profundo paso el río Marañón, que no hace bien alguno en la larga carrera que media entre su nacimiento y el pongo de Manseriche. Lo profundo de su cauce impide que sus aguas sirvan de regadío a las míseras planicies que forman sus playas; en cambio ese río es el obstáculo más invencible que la naturaleza ha puesto en el norte del Perú, para la comunicación de la costa con la montaña.

Cuatro días se emplean para bajar y subir el Marañón; y sin embargo, en línea recta, de uno a otro punto culminante de ambas cordilleras, no habrá más de quince leguas.

El Marañón corre tranquilo y majestuoso por la ardiente quebrada que él mismo se ha formado, y como no tiene puente alguno que lo atraviese en todo el departamento de Amazonas, es menester recurrir a la navegación de él, la que se hace en balsas, a pocas cuadras del pueblo de este mismo nombre. Esta travesía, que en época de vaciante, o sea cuando el río está bajo, se hace con toda felicidad, es peligrosísima en tiempo de aguas.

Los balseros han plantado en una de las orillas un gran tronco, que tendrá dos metros de altura, y que les sirve de medida. Le llaman el rollo, y en verano está completamente seco; pero en invierno se hace invisible por algunos días. Cuando el rollo está tapado por las aguas, la travesía es peligrosísima y los balseros sólo la emprenden por cuenta y riesgo de los pobres navegantes; lo que quiere decir que no se hacen responsables del seguro naufragio, que siempre acontece en estas crecientes.

El naufragio generalmente tiene lugar en una onda, que por lo accidentado del hecho se forma enmedio del río. Los balseros son valientes en el peligro; pero cuando la balsa no obedece al remo, se insubordinan y tirándose al agua, dejan a la mano de Dios el equipaje, y lo que es peor su carga humana.

Un accidente de esta naturaleza pasó hace dos o tres años a los señores diputados Rubio y Hernández. El caso fue bien trágico, pues los balseros abandonaron la balsa en pleno río, la que siguió por muchos kilómetros el curso, entonces impetuoso del Marañón. El señor Feliciano Hernández cayó de la balsa y se ahogó. Más suerte tuvo su colega don Manuel Rubio, —354→ que pudo saltar sobre una roca, en el momento preciso en que la balsa pasaba rozando sobre ella. Allí pasó la noche, y al día siguiente, cuando su nombre se había inscrito en la lista de los muertos, apareció en el pueblo de Balsas, después de haber caminado muchas horas a pie. Lo más raro del trágico suceso es que todo el equipaje se salvó, pues la balsa quedó varada después de haber navegado muchos kilómetros.

Parece que este suceso ha decidido al Gobierno a pensar en la construcción de un puente, habiéndose hecho ya los estudios correspondientes, por el ingeniero Hohagen, en el punto llamado Jupén.

El viaje hecho hasta Chachapoyas, salvo el paso del Marañón, no presenta, pues, obstáculo mayor. Los caminos en que se viaja son iguales a todos los que atraviesan la cordillera de los Andes en la América del Sur. Pero una vez que de la capital de Amazonas se camina hacia el Oriente, el panorama varía por completo. Ya no hay camino, propiamente dicho, se viaja a pie por un sendero que los indios arrieros seguían en época muy remota. Jamás en esas quebradas se ha oído el estampido de un tiro de pólvora volando una roca; siendo así, que para salvar cada peña grande que se atraviesa en la vía, es menester dar enormes y peligrosísimos rodeos. A esto se añade, que el terreno es suelto y cenagoso, habiendo sido necesario construir largas calzadas de palos redondos, para pasar estos pasos que se llaman atolladeros.

Las gradientes para la subida y bajada de los cerros son de 30 y 40 por ciento y están hechas, generalmente, en forma de escalones. Aquí les dan el nombre de saltos, porque de escalón a escalón, media una altura de cincuenta centímetros.

Es tan malo dicho camino, que un hombre a pie puede llegar a Moyobamba en cuatro días, lo que a mula no se puede hacer en menos de ocho.

Puentes, hay algunos, pero faltan los principales; de manera que cuando carga el río, que atraviesa en el punto llamado Salas, es menester aguardar horas y a veces muchos días en una de las orillas, hasta que las aguas sean vadeables. En ambas orillas de dicho lugar no existe ni una choza, los viajeros quedan a la intemperie, muchas veces sin poder encender fuego para cocinar, por la torrencial lluvia que todo lo inunda.

En tiempo de aguas el correo queda detenido generalmente ocho o quince días en una orilla, hasta que el postillón aprovecha una ligera vaciante y pasa con gran peligro de su vida el torrentoso río.

El peor de los casos en el citado camino, es el descenso —355→ rapidísimo de los últimos contrafuertes de la cordillera de Pisco-Huailluna a las hermosas planicies que riega el Mayo y sus afluentes. El punto culminante de este paso se llama la Ventana, y desde él se contempla una de las más exuberantes y extensas llanuras que la Naturaleza ha regalado al Perú. El espíritu se recrea ante ese mar de verdura, cuyos límites se pierden en lontananza y el patriotismo se enorgullece al palpar nuestras riquezas.

Después de tan hermosa vista viene la bajada de la Ventana, que es el esfuerzo más heroico del hombre para convertir en camino de herradura, sin pólvora, pico, ni lampa, un elevadísimo y empinado cerro de piedra. Esta bajada dura tres horas y es menester hacerla a pie en todo su trayecto, pues toda ella es igual.

Noviembre 1.º.- Moyobamba es el comienzo del Oriente del Perú. Mainas, el país rico del caucho, está en la región fluvial. Para llegar a ella es menester ir a Yurimaguas, el puerto donde se embarcan los viajeros que vienen del Pacífico. En línea recta, entre Moyobamba y el citado puerto sólo hay 14 leguas, pero ¿qué importa que la distancia sea corta cuando no existe camino de herradura? Noticia es ésta bien desagradable para aquel que no está acostumbrado a viajar a pie. Varias son las malísimas vías para llegar a Yurimaguas. El viajero tiene que decidirse por una y como está ciego en el asunto, toma consejo.

El que estas líneas escribe ha escogido la vía de Tarapoto, porque así se lo obligan sus negocios, y sólo podrá hablar sobre el trayecto de Balzapuerto por referencias de personas que merecen fe. Ellas dicen que camino de herradura no existe: sólo se ha trabajado una trocha o sendero más o menos ancho por el que sólo puede pasarse a pie. A esto añaden, que entre Moyobamba y Balzapuerto pasa el último ramal del nudo de Pasco, el que naciendo en dicho nudo viene a terminar en las orillas del Alto Amazonas, y como dicho ramal está cubierto de tropical vegetación, es menester subir y bajar dichos cerros en pleno bosque, siendo por lo general tan tupido el ramaje de los árboles que casi nunca se reciben los rayos solares. El suelo, por tal causa, es húmedo, lleno de fangales y accidentado por numerosas quebradillas, que si son secas en verano, se convierten en riachuelos cuando llueve. La mucha accidentación del terreno hace impracticable el camino por una sola de las bandas del río principal, siendo necesario a cada momento pasar a la otra para caminar por la ribera opuesta. Sólo así se explica que al Mashuyacu, uno —356→ de los ríos que forma la quebrada por donde se interna el camino, sea preciso pasarlo y repasarlo dieciocho veces. El Escalerayacu, otro río principal, es menos exigente, pues sólo pide que se cruce doce veces, y un tanto menos el Chuclloyacu, que se atraviesa en el camino ocho veces. Estas vadeadas hay que hacerlas a pie, generalmente con el agua a media canilla cuando estos señores Yacus que son afluentes del Huallaga están en vaciante. Cuando crecen por efecto de la más insignificante lluvia y el agua sube hasta la pantorrilla, ya no hay paso posible. De manera que si en verdad sólo existen cuatro días de viaje en este camino, pocos son los que lo hacen en menos de seis en los meses lluviosos, de los cuales sólo se exceptúan tres en el año: junio, julio y agosto. Siendo el camino malo, sólo se caminan tres leguas y media por día, o sea catorce en cuatro días, que es la distancia que media entre Balzapuerto y Moyobamba. En la costa este trayecto exigiría ocho horas de viaje y en la sierra doce.

Balzapuerto, en otro tiempo capital de la provincia de Alto Amazonas, es hoy miserable ranchería poblada escasamente por semisalvajes. En él principia la navegación por canoa en el Cachiyacu y después en el Paranapura, para llegar al Huallaga a medio kilómetro del Yurimaguas. De bajada se navega dos y medio días y de surcada ocho. Sabiendo que para hacer este viaje es menester entrar al río más de 40 veces, pregunté: ¿Qué traje usa el viajero que en cuatro días se mete al río tantas veces? Se me contestó, el más sencillo: un pantalón, una camiseta, un sombrero de paja y unas zapatillas de lona con suela doble. Así avanza con paso firme en aquellos accidentados terrenos, recibiendo sobre su cuerpo torrenciales lluvias. Pero si quiere conservar la salud, debe cambiarse vestido inmediatamente que llegue al Tambo, poniéndose ropa seca y un poco doble. Cuéntanme que con esa precaución nadie se enferma. Horriblemente más penosa es la movilidad del equipaje y en general de toda carga. Burros y mulas se pasan la gran vida por aquí. A semejanza de sus dueños, que por ser loretanos no pagan ninguna contribución fiscal, ni municipal, estos animales viven en gran holgura, porque para ellos no hay caminos. El pobre indio los reemplaza y los supera; sube y baja con una desenvoltura admirable escaleras de piedra cuya gradiente es a veces hasta de sesenta por ciento, pasa ríos caudalosos y fangales horribles, en los que queda atollado hasta las rodillas.

Todo esto con sesenta libras de peso en las espaldas. Hombres, mujeres y niños viajan con carga de la misma manera y por —357→ lo general con medio cuerpo desnudo, especialmente el carguero que sólo viste un pantaloncillo que termina en las rodillas. Así lleva su carga a la espalda, sostenida por una faja que afianza sobre la cabeza, y sin ponerse siquiera una jerga para aminorar la dureza del cajón o maleta que transporta. Lo más curioso es que así camina numerosos días y no se hace la menor lastimadura en la piel. Suda copiosamente y cuando llega a la orilla de algún río caudaloso, goza notablemente en darse un corto baño, junto con la carga lleva su cama y su comida. Consiste ésta únicamente en plátanos y fréjoles. Algunos van armados de escopetas y cazan por el camino loros y monos, que comen después de asarlos, ofreciendo al patrón la mejor parte del mono que es la mano. Ganan cinco pesos por viaje de seis días de los cuales se comen en el camino dos.

El camino por Tarapoto se puede hacer todo a bestia; siendo bueno cuando el terreno está seco. Hay escasez de piedras y los cerros que se faldean son de arcilla roja por lo que es un suelo duro cuando no está mojado, pero resbaladizo cuando cae la menor lluvia. El trazo de la vía es malísimo, las gradientes muy fuertes, no hay un sólo puente, siendo varios los torrentosos ríos por atravesar. Los fangales son numerosos en tiempo de aguas y en ellos queda atollada la bestia, a veces hasta el pecho, por lo que muchos prefieren hacer el trayecto a pie. Este viaje dura seis días y en su tránsito se pasa por los pueblos de Tabalosos y Lamas. Este último, según consta en el acta de su fundación, que existe en su archivo, fue bautizado con el título de El triunfo de la Santa Cruz de los Motilones de Lamas.

El vapor que hace la carrera hasta Yurimaguas, sale el 15 de cada mes para Iquitos. Para ir de Tarapoto a Yurimaguas puede escogerse uno de los tres caminos que existen: el Pongo, Chasuta o Shapaja. Cualesquiera puede tomarse por hoy, menos el de Chasuta, en donde hace dos meses que sus pobladores asesinaron al subprefecto Bello y sus cuatro soldados. Estos semisalvajes siguen insubordinados y no hay hombre de cara blanca que se atreva a penetrar donde ellos.

Noviembre 25.- Al fin he podido abandonar Tarapoto y al salir de él, desaparece de mi espíritu la desagradable impresión que nos causa el oír hora a hora el tañido de la campana parroquial tocando a muerto, y el ver día a día conducir al cementerio numerosos cadáveres, en su mayor parte correspondientes a las primeras edades.

Es la viruela que ocasiona ese continuo toque fúnebre y —358→ ese acarreo de muertos, siendo lo peor de este flagelo que la mortandad va en aumento, como que nadie sabe curar la viruela, ni nadie tampoco está vacunado.

La vía más corta que une a Tarapoto con el río Huallaga es la de Shapaja. Ella puede andarse a bestia en cuatro horas, siendo el camino malo y lleno de fangales como todos los de Loreto. Las otras vías son más largas y en todas ellas hay que caminar a pie.

Shapaja es un fundo agrícola y a la vez uno de los puertos de la provincia de San Martín. Está situado a pocos kilómetros de la desembocadura del Mayo en el Huallaga. En el punto en que se unen los dos ríos, el Huallaga tiene quinientos metros de anchura y profundidad de algunas brazas. Su aspecto es majestuoso e imponente para todos aquellos que, viniendo del Pacífico, no han visto en movimiento descendente un caudal mayor de aguas.

Aquí terminan los caminos de tierra y principian las peripecias de la navegación fluvial en un río que hasta el Pongo de Aguirre se ha declarado innavegable. A Shapaja jamás podrá llegar una lancha a vapor, no conociéndose más embarcaciones que la canoa para surcar y la balsa para la bajada.

Es la balsa un armazón de veinte palos, amarrados unos a continuación de otros con bejucos, los cuales con la carga, quedan casi sumergidos en el agua. Por esta causa para colocar los fletes y llevar a los pasajeros, es menester armar sobre estos palos una segunda armazón de ramas y cañas, armazón que se llama barbacoa, y queda situada a sesenta centímetros sobre la primera. Sobre esta débil embarcación se atreve el viajero a descender por las correntosas y desordenadas aguas del Huallaga.

La salida de Shapaja es desagradable: todos nos hablan de numerosos peligros y se despiden aconsejándonos ir a medio vestir, pues por lo menos se nos espera un baño en los malos pasos. El dueño del fundo recomienda a los bogas, una y diez veces mucho cuidado. Estos para tener valor se embriagan miserablemente. Sin embargo, la vista del importante Estero les disipa en algo los efectos alcohólicos; entonces se amarran fuertemente a la balsa y principian a luchar, remo en mano, contra ese oleaje que sólo es comparable con el aspecto del mar en sus fuertes bravezas. Son enormes piedras subfluviales las que quitan al Huallaga su natural velocidad, ocasionando esas corrientes en todo sentido que se manifiestan en forma de enormes olas. Ellas pasan —359→ sobre los bogas, les ahogan muchas veces, y bañan hasta el pecho a los viajeros que perfectamente amarrados van sobre la barbacoa a mayor altura que los pobres bogas.

Tres son estos malos pasos y se llaman Estero, Chumia y Yurayacu. Todos igualmente malos, y sólo la forma especial de la embarcación y su imposibilidad de hundirse, disminuye los naufragios. La balsa rechina, se deja tapar completamente por las aguas, da vueltas ya en un sentido, ya en otro, pero al fin sale de ese pequeña Mollendo, aunque muchas veces con un boga menos o parte de la carga perdida.

A las cuatro horas de haber salido de Shapaja se pasa por delante del pueblo de Chasuta, hoy completamente abandonado por sus semisalvajes pobladores, los que se han internado en los bosques después que asesinaron al subprefecto Bello y a sus cuatro soldados.

La navegación en el Huallaga sigue torrentosa, y llena de cuidados por parte de los bogas, hasta la salida del pongo de Aguirre. Pasada esta estrechura, en la que el río se ha abierto paso por medio del último ramal de la cordillera de los Andes, viene la calma en las aguas, la que se extiende considerablemente de orilla a orilla. El panorama cambia por completo: el río deja de ser encajonado por cerros altísimos que no forman playas, para entrar con mansedumbre en dilatadas p[am]pas. Las alturas son cada vez más bajas, hasta que al fin desaparecen. Principian entonces las islas cubiertas de tupidos bosques, como también cubiertas de esos mismos bosques están todas las orillas del Huallaga.

La navegación que hasta el pongo sólo se hace de día, después de su paso no se interrumpe en la noche. En la balsa se duerme y se cocina, y la embarcación se va al garete arrastrada por las aguas y sin ningún peligro. Qué sensación tan extraña, tan nueva, tan indescriptible la que se experimenta cuando se viaja por primera vez en los ríos de nuestro Oriente, especialmente cuando se viaja de noche y cuando la luna alumbra magníficamente las tranquilas aguas de sus cauces. El silencio de aquella soledad sólo es interrumpido por el arrullo de las aves de monte o por el encantador canto de algún pájaro silvestre. Qué caudal de ideas nuevas, de pensamientos confusos, de recuerdos vagos, de fantásticos presentimientos vienen entonces a nuestra mente y nos causan indefinible sensación. De mí puedo decir que nunca olvidaré la impresión que guardo de la nocturna navegación en el Huallaga.

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Diciembre 15.- El Sabiá, de la Compañía de Navegación del Amazonas, es el vapor dedicado a los viajes mensuales que dicha Compañía hace entre Yurimaguas e Iquitos. El sabiá es un vapor de 160 toneladas y cien caballos de fuerza. Su construcción es original: cada noventa centímetros, no tiene proa ni hélice, siendo movido por una rueda de cuatro metros de altura por seis de ancho, colocada en la popa, la que sólo caía en agua dulce doce pulgadas. Su timón es triple y rapidísimo en sus evoluciones.

El calor y los zancudos hacen imposible la vida en los camarotes. Los pasajeros prefieren dormir al aire libre en hamacas o en catres de campaña, unos y otros cubiertos con mosquiteros. El número de pasajeros con quienes me embarqué en Yurimaguas en viaje a Iquitos, en diciembre de este año, alcanzó a veinticuatro. De todos ellos yo era el único que venía del Pacífico. La mayoría estaba formada por mujeres, las que, desde hace tiempo abandonan los pueblos del valle de Moyobamba, donde nacieron, para buscar mejor vida en Iquitos.

Salimos de Yurimaguas a las ocho de la mañana, habiéndose hecho durante el primer día de navegación algunas paradas en los embarcaderos de las haciendas de caña con el objeto de embarcar cañaza (aguardiente de 18 grados). La navegación no fue interrumpida durante la noche. Al siguiente día a las ocho de la mañana cruzamos la boca del caudaloso Huallaga, cuyas aguas muy tranquilamente se entregan al Bajo Marañón. Éste al recibir tan importante afluente, dilata considerablemente su anchura, distanciando sus orillas a lo menos tres veces más de lo que se observa en el tributario río. A partir de esta unión, el viaje se hace sobre una dilatada superficie de agua. Los árboles de la ribera se ven ahora más pequeños; y si no fuera por las enormes vueltas que da el río, el paisaje tendría mayor majestad.

Las numerosas haciendas formadas en ambas bandas del Marañón, algunas de las cuales ya podrían convertirse en pueblos por lo habitadas que están, obligaron al Sabiá a repetir sus paradas el segundo día de viaje. En estas haciendas se cría ganado, se cultiva caña de azúcar para hacer aguardiente y se explota jebe, bálsamo peruano y marfil vegetal. Estos últimos productos en muy pequeña escala. Cada una es un centro agrícola e industrial, poblada por colonos civilizados traídos de Moyobamba, Tarapoto, Lamas y demás pueblos de las orillas del Mayo, como también por indios semisalvajes —361→ catequizados por el patrón mediante su valor y su astucia. Estos últimos son dignos de estudio. Los hombres tienen el cabello crecido por detrás y recortado por delante en forma de cerquillo. Por lo regular usan muy poca ropa y tienen la cara pintada con colores indelebles. La mujer envuelve medio cuerpo en una especie de mantilla sujeta a la cintura, la que se llama pampalina, y lleva sobre su busto un saquito que apenas le cubre el seno. Su mirada revela falta de atención. No habla español y está menos civilizada que el hombre. Por lo regular, los dueños y administradores de estas haciendas son hombres ricos, rudos, valientes, y trabajadores. La extensión de sus terrenos no tiene límites, como que por lo regular viven sin vecinos. Su gente es propia y ella nunca les abandona. Como mercado tienen a Iquitos, y para su comunicación con esa ciudad los vapores Sabiá y América. Todo les es propicio para el enriquecimiento. El principal de estos fundos agrícolas en el Marañón es Parinari. Tiene dos lanchas a vapor, trapiche para caña, fábrica de tejas y de ladrillos. Tiene también su río propio el tributario Samiria, de donde se explota jebe y bálsamo.

Al tercer día pasamos por delante de la boca del Ucayali, la que vimos a distancia. Cruzada la boca de este afluente entramos al rey de los ríos, al majestuoso Amazonas, cuyas orillas pobladas de gigantescos árboles todavía se distinguen aunque ya muy pequeños. A la caída del sol de este día, divisamos a Iquitos cuya situación es cercana al afluente Nanay. Delante de él, el Amazonas hállase bifurcado en dos grandes brazos por la presencia de una isla, cosa muy común en estos ríos. La ciudad, que apenas a seis millas de distancia se divisa como un punto en el horizonte, principia a destacarse en forma grata a la vista a medida que el vapor acorta la distancia. Visto desde el río, Iquitos, tiene el aspecto de una gran población. La factoría con su gran chimenea, las casas de comercio, la casa de Gobierno, todo ello detrás de un desembarcadero en que hay muchos vapores fondeados, hacen un conjunto agradable, el que por desgracia sólo dura hasta que se pisa tierra, momento en el cual la desilusión es completa. El Sabiá viró con elegancia frente al puerto y echó anclas a medio metro de la orilla. Como no hay muelle, tendió un tablón entre la borda y tierra y de esta manera quedó en comunicación con la ciudad. Igual maniobra hacen los vapores trasatlánticos, siendo los barrancos del Amazonas casi perpendiculares. Toda nave que llega a Iquitos es recibida con las mismas formalidades que se acostumbran en los puertos peruanos del Pacífico. Como no hay playa las falúas y las boyas —362→ son innecesarias. El capitán de puerto se presentó a pie y sin uniforme. Revisó los papeles en menos de cinco minutos y tan pronto como declaró la comunicación del vapor, el barco fue invadido por una avalancha de gente, entre la que reconocí a muchos limeños que hacía años no veía.


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Capítulo XI

El habitante

Sería incompleta la sicología del hombre que nos proponemos estudiar, si no comenzáramos por analizar los componentes sociales del Perú en los orígenes de la época republicana. Fueron nuestros antepasados protagonistas del magno suceso que nos dio patria, fueron los autores de las orientaciones que dieron existencia a nuestra vida nacional, y es a ellos en gran parte a quien debemos lo que somos. A pesar de sus escasas virtudes nos dieron vida independiente y cumplieron una tarea de valentía física y de sacrificio moral que nosotros no hemos sabido imitar. Nos faltó civismo y perseverancia y por esto nuestra labor resulta deslucida e incompleta.

Unidos a las generaciones pasadas por el indisoluble lazo de la herencia y dispuestos a recoger cuanto nos legaron, seríamos injustos si las juzgáramos con dureza, si hiciéramos recaer sobre sus actos y su idiosincrasia cuanto nos ha hecho infelices en la centuria. También lo seríamos, si solidarios en sus vicios y deficiencias, creyéramos que todo —364→ cuanto de avieso nos ha ocurrido es exclusivamente de nuestra responsabilidad.

Dos hombres de notable facultad intelectual estudiaron nuestro estado social y político en los tiempos coloniales. Uno de ellos, Tadeo Haenke, tiene la ventaja de haber florecido en los comienzos del siglo XIX y de haber descrito cuanto sus ojos vieron y cuanto su criterio supo juzgar, como vulgarmente se dice: bebió en la fuente. Su trabajo, por este motivo es de mérito extraordinario. Este sabio vivió entre las personas que nos dio a conocer, conversó con ellas y dotado de notable espíritu de observación, supo describir las costumbres y hacer la sicología de la población colonial en los últimos días de su existencia. Javier Prado acomete la difícil labor de exponer lo que fue el Reino del Perú ochenta años después de que éste hubo terminado. Por esto, su trabajo es analítico, de reconstrucción. Es el producto de cuando hubo leído; y como su cultura es vastísima y su observación notable, consiguió su propósito, habiéndonos dejado en su sintética monografía un monumento histórico de notable valor, una fuente de consulta de la que nunca será posible prescindir.

Existiendo estos dos trabajos, sería majadería nuestra pretender escribir sobre asuntos que ellos trataron magistralmente. Por esto, en su integridad copiamos cuanto dijeron sobre el particular.

Siendo nuestro anhelo ser amenos en el relato y observar método en nuestro trabajo, dividiremos este capítulo en secciones; en cada una de las cuales intercalaremos separadamente las opiniones de los autores citados. Esto es más natural y realiza mejor el plan de tratar en su oportunidad los diversos factores de la herencia.

—365→

Antes de entrar en materia debemos hacer otra indicación, siendo ésta la concerniente al programa que intentamos seguir. Hasta ahora, quienes socialmente han tratado del problema biológico del Perú, lo han hecho dividiendo la población en razas. Prado y Haenke hablan del blanco (español y criollo), del negro y del indio. Los primeros, dueños de la riqueza y del gobierno, y los segundos sometidos a la esclavitud y en extrema pobreza. Paz Soldán en su valioso libro de geografía y cuantos después de él han escrito sobre lo mismo, han separado al habitante en la misma forma. A nuestro juicio, esta división conduce a error. Quien no nos conozca y nos juzgue por los apuntes de los autores citados, pensará que aquí sigue dominando el blanco como en tiempo del coloniaje, lo cual no es cierto, estando constituida la clase dirigente por muy buen número de gentes de pura raza india y por una abrumadora cantidad de mestizos. Un crítico un tanto mordaz cuyo nombre silenciamos, dijo que había tanta similitud por el aspecto, color e indumentaria entre algunos representantes a congreso y los primeros mayordomos de casa grande, que sin conocerlos nunca podía diferenciarlos. Esta observación un tanto irrespetuosa pero verídica, la encontramos también en la oficialidad del ejército, en el clero, en la administración pública, en las carreras liberales y en forma más general en la industria y en el comercio. No son muchos los presidentes de pura raza blanca que ha tenido el Perú. En Chile nos llaman los cholos. El nombre no es original. El adjetivo cholo es genuinamente peruano y fue inventado por los españoles para calificar a los mestizos de blanco e indio. Lo mismo sucede con la palabra monos en el Ecuador, aplicada por los quiteños a las gentes de Guayaquil y después generalizada a todos los habitantes de esa República.

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Al expresarnos así no queremos manifestar que hayan desaparecido en el Perú las razas puras. Indudablemente que las hay; pero también existe y nadie se ha ocupado en calificarla, una subraza que podemos llamar peruana, producto de todas las que ha tenido el Perú, y cuyos caracteres diferenciales son consecuencia del predominio en ella del negro, del indio y de los sucesivos cruzamientos de estos con el hombre enteramente blanco. Tiene origen esta subraza en la unión moral y material de individuos que convivieron en el territorio durante cuatro siglos. Al presente quedan miles de familias de pura raza blanca y centenares de comunidades de genuina descendencia india, pero no habiendo nada que impida el cruzamiento, ni siquiera el prejuicio social de los años anteriores, los componentes actuales tienden a fundirse en un solo crisol. Esta fusión se ha realizado en Méjico, en Salvador y también en Bolivia, y lo único que puede impedir el que todos seamos cholos en el Perú es la inmigración de razas netamente europeas, o sea la repetición de lo que acontece en la Argentina y especialmente en Cuba, hasta ayer poblado por un 70 por ciento de negros y mulatos, pero hoy ya con mayoría de raza blanca completamente pura.

Nuestro estudio netamente de carácter geográfico, nos exime ocuparnos en particular de cada una de las razas y subrazas existentes en el Perú. Para nuestro propósito, un análisis de esta naturaleza, no tendría utilidad. Además, la materia ha sido magistralmente tratada por Hipólito Unapue y Atanasio Fuentes, y a estos autores pueden ocurrir quienes aspiren a profundizar el asunto. Una división por regiones es más conducente al fin que nos hemos propuesto alcanzar, existiendo caracteres notablemente diferenciales —367→ entre el hombre de la costa, el de la sierra y el de la montaña. Sin embargo, no habiendo en esta división toda la amplitud que requiere la exposición sicológica que queremos hacer del habitante del Perú, sin prescindir de ella ni dejar de tratar en su oportunidad del hombre por regiones, metodizaremos nuestro trabajo, separando nuestra población en dos grandes grupos: clases superiores y clases populares. Como acontece en toda nacionalidad, entre las dos está la que en todas partes se llama la clase media. Esta clase carece en el Perú de caracteres definidos no obstante que existe, aunque existe en forma vergonzante y por tanto en condición social difícil de estudiar. Nadie quiere pertenecer a ella y para nosotros será penoso apuntar las profesiones que genuinamente le pertenecen.

Clase superior

Socialmente concurren a ella las personas de esclarecido origen, las que brillan por su fortuna, las que sin tener ninguna de estas condiciones se han hecho acreedoras a la estimación de las personas que figuran en primera línea. Constituyen estas tres entidades el grupo más numeroso de la clase superior, y figuran en él lo más selecto de la nacionalidad. El comercio, aunque en menor número, también aporta caudal notable de personas de calidad superior, aunque algunas de ellas tienen escasa y muchas veces nula representación social. Valen por sus negocios, se han impuesto por el éxito, y aunque por su origen, maneras y su misma industria no pueden codearse con las gentes de primera categoría social, sin embargo ocupan situación espectable y a ellos hay que acudir en toda iniciativa financiera.

El arte, la poderosa intelectualidad, las profesiones liberales, —368→ las carreras eclesiástica y militar, dan regulares contingentes a la clase superior. Hay gentes en esos grupos que sólo valen por su saber, su energía, su admirable disposición para el comando humano. Hay entre ellas, quienes aunque de humilde origen y con poca cultura y sin fortuna, hacen papel en el mundo político, no obstante que voluntaria o forzosamente se hallan fuera del selecto mundo social.

En todos estos grupos de que venimos tratando, predomina el blanco, estando el mestizo en mayor número que el indio y los negros en minoría absoluta.

Veamos ahora las causas que han originado la modalidad de esta población superior. No conociéndolas ni profundizándolas, ¿cómo es posible juzgar a nuestros hombres, y encontrar lógicos sus actos, sus errores, sus anhelos, sus continuas laxaciones? Este estudio es indispensable, pero antes de acometerlo hay que buscar la herencia, ir a la fuente, saber lo que éramos en los últimos días de la colonia y qué lote de vicios y virtudes nos legaron nuestros predecesores. Los trabajos de Haenke nos dan los siguientes apuntes.

Son los limeños, en general, de buena disposición y de una viveza que generalmente los distingue de los habitantes de otras partes de América. Manifiéstase ésta en los movimientos de su mirada y aún en la pronunciación más suelta, sin aquella languidez que se advierte en Buenos Aires y Chile. Tienen una percepción muy pronta, y se nota en las conversaciones la peculiar facilidad con que, sin muchas preguntas, se imponen en los asuntos que se tratan. Generalmente tienen feliz memoria: se ven jóvenes de muy corta edad graduados en las ciencias que se enseñan en sus Universidades, y se oyen con frecuencia actos del mayor lucimiento; pero lo que se hace más reparable es el desenfado y poca timidez con que se presentan a los actos públicos. Esta desenvoltura, hija sin duda del método de su educación, hará tal vez resplandecer en ellos un mérito que, examinado en el fondo, estribará sólo en su buena memoria.

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Uno de los caracteres que sobresale más entre estos habitantes es la generosidad; pues sin embargo de que en las grandes capitales o la frecuencia de los huéspedes, por una parte, o el lujo que cercena las facultades por otra, hacen gravosa la hospitalidad, en la capital del Perú se ejerce con mucha facilidad en las casas de los amigos o personas para quienes se lleva recomendación. Se desprenden con facilidad de sus alhajas; son suntuosos en sus banquetes y pródigos del dinero; lo miran y gastan con la mayor indiferencia. Pero este mismo desprendimiento, que contenido dentro de sus justos límites haría el mejor elogio de los limeños, es por desgracia la causa de la mayor parte de sus ruinas. Llevan al exceso sus gastos, y lo peor es que, apoderándose este furor de derrochar de las clases más pobres, les acarrea incalculables daños, especialmente en los criollos. El chapetón es verdad que empieza a viciarse desde que llega a Lima, pero debe confesarse que a él se debe el tal o cual arreglo que se conserva en muchas familias. Acostumbraba decirnos un amigo que había puesto su estudio en conocer a los limeños: El chapetón, decía, viene regularmente a edificar a este país; pero el criollo, su hijo, queda para destruir cuanto su padre edificó.

En efecto, cuando una casa se halla atrasada se busca al chapetón para que la levante. Éste se afana, la adelanta y la pone en tono; pero he aquí que sus hijos acaban con todo, ayudados y aún instigados por la madre.

No se halla ni se experimentan delitos atroces en estos vastos reinos, donde puede ser tan fácil la impunidad con la fuga a países y pueblos que distan entre sí tanto, y se caminan centenares de leguas sin tener otros enemigos de temer que las estaciones, los malos caminos, la escasez y la lluvia. Son compasivos en extremo, y desde que se hace público un delito todos conspiran a ocultar al reo, a disculparle, y hasta a empeñarse en su defensa. Pero su humanidad en nada se conoce más que en el trato de sus esclavos: los visten, calzan y alimentan bastante bien, según su condición; y a pesar de que en estos suele haber demasiado motivo para los castigos, el más riguroso es ponerlos en una panadería, donde los hacen trabajar y les dan algunas correcciones. Raros son los esclavos que se quejan de que sus amos los traten con severidad. Ellos con el poco castigo, por el contrario, suelen ser consentidos y flojos servidores.

Hay en Lima toda la política y urbanidad que se adquiere en el trato de una Corte. Los vicios que se les achacan son una especie de veleidad, que se suelen cansar de lo que emprenden, varían de dictamen, y con poca firmeza acostumbran arrepentirse de sus tratos. Con efecto, fatigan su viveza trabajos de mucho tesón y constancia.

Son fastuosos, aman los trenes y los vestidos ricos, y aunque —370→ en Lima se anda mucho de capa, la llevan de grana toda especie de personas blancas. Usan una redecilla de hilo finísimo y medias de seda de las mejores fábricas. Las capas son horadadas, las casacas de paños finos, y así todo lo que se ponen. Las calesas son las más costosas que caben en este género de carruajes; las que destinan para el paseo público charoladas, cuestan hasta mil y dos mil pesos. En suma, el vestido de los hombres es lo más costoso que en América se gasta.

Son ambiciosos por los empleos, y tratan de adquirirlos por cuantos medios creen oportunos. Aman las riquezas para sus faustos; y por eso muchas casas ilustres, despreciando las perjudiciales preocupaciones que hay en la Península, ejercen abiertamente el comercio. Sujetos principales se emplean en la mercadería por menor, con tienda abierta; y se admiten en el trato y concurrencias de las principales sociedades a los maestres de las embarcaciones y a otros, que no deben desmerecer, no se les eleva a tanto en otros países.

Saben disimular en el trato con los españoles europeos, a quienes llaman chapetón, y se ve cuán poco traspira el sentimiento que a veces tienen de la riqueza rápida, personas que, siendo inferiores en nacimiento y quizá en capacidad y aptitud, se les prefiere; sufren la fortuna de estos y ahogan prudentemente sus quejas. Bien sea por lealtad o por respeto, en pocas partes se ve más obedientes vasallos. En la Corte de Lima, al modo que en las de Europa, predomina el mismo genio de adulación y de intriga.

Aquella se ejerce con frecuencia en muchas y pomposas ceremonias y arengas que se dirigen a los Virreyes. En las que suelen hacerse al tiempo de su entrada no se economizan epítetos, ni se omiten las menores circunstancias que ilustren su familia. Por otra parte, una brillante soberbia los aparta de la concurrencia al Palacio de los Virreyes, se niegan a su obsequio hasta aquel punto que no haga reparable si este los distingue o no tiene cierto agasajo y popularidad que los encanta sobremanera. Resalta este espíritu de orgullo en la manía que todos muestran por mudar hasta el nombre de las cosas, ampliándolas siempre que conducen a su engrandecimiento. Así llaman caballero a todo hombre blanco, ópera a cualquier concierto de instrumentos, ayo al maestro de primeras letras, santo y ángel a cualquiera que tiene alguna apariencia de devoción; y de este modo siguen el mismo sistema de todas las demás cosas.

Son dados a los placeres, al juego y a una vida regalada y ociosa. Idólatras de las mujeres, casi siempre estiman poco la suya propia. Se ven sujetos de carácter y personas cuyo estado los aparta de ciertas concurrencias, asistir a ellas con el disimulo y empacho que en otras partes. Se ve hombres graves entregados al juego y otras disoluciones. La juventud se corrompe —371→ fácilmente, y en Lima es crecido el número de mujeres prostitutas, cuyo lujo y riqueza prueban los muchos hombres acomodados que con ellas viven y las mantienen, hasta que se arruinan y sacrifican sus caudales.

Es indecible lo que ganaría Lima con la sola providencia de recoger a tanto ocioso y vago como se encuentra a cada paso, aplicando muchos de ellos a grumetes de los navíos en las ocasiones de levas.

Nótase el genio de la intriga, al que contribuye mucho su espíritu inquieto y su gran viveza, en las ocasiones que vaca cualquier empleo que proporcione mando u honor. Se mueven entonces todos los resortes de la política y el favor, hasta para el nombramiento de elector de la Universidad, en los empleos del Consulado, en las prelacías de convento, y últimamente en todas las elecciones públicas toma parte toda la ciudad, y no queda persona grande ni chica, mujer u hombre, que no se mezcle con un fervor increíble por sus amigos, parientes, etc. Discúrrense las más complicadas o ingeniosas estratagemas, y se oye con este motivo antecedentes tan singulares que, al paso que entretienen por mucho tiempo las conversaciones de las tertulias, dan a conocer de cuanto son capaces, y cuan peligrosos políticos serían si mudasen de objeto; pero, en Lima, todo se reduce (como ellos dicen) al número uno, esto es al individuo.

Sin embargo de tales defectos, veo que sus buenas cualidades aventajan en mucho a las malas. Son dulces en su trato, tienen afabilidad y buena explicación, especialmente en materias amorosas en donde desplegan todos sus chistes y gracias, distinguiéndose en esto con particularidad las mujeres. Diferéncianse éstas de los hombres aventajándolos, no sólo en aquellas cualidades físicas que parecen como inculcadas en el varón, sino en los dotes del ánimo y sus propiedades morales. Al más ligero examen percibe un observador atento la superioridad de la limeña sobre el criollo, formando un contraste admirable y que la distingue de todas las demás de su sexo en otros países. Tienen el cuerpo más fornido (a proporción) que el de los hombres; el espíritu más sagaz y penetrante; las ideas más sólidas y permanentes; ejercen sobre los hombres un influjo general; son hermosísimas, agraciadas y tan halagüeñas que arrebatan y enamoran; muestran, en sus palabras y acciones, cierto señorío y grandeza que las realza sobremanera; tienen el alma y chiste de las andaluzas, con otros muchos atractivos, y una facilidad en el hablar que las hace muy recomendables. Parece que la fecunda naturaleza ha derramado sobre ellas sus más preciosos dones. Desde muy temprano desplegan todos los resortes de su alma, y aún más que la física perfección de su cuerpo se anticipa la de su espíritu. Se oye a las muchachas discursos, razones y proposiciones que manifiestan —372→ lo mucho que se les adelanta el uso de la razón. Una limeña de diez años exige, en la conversación de un hombre bien criado, el mismo respeto y atención que una de quince en Europa. Encuéntranse en ellas, por lo común, más formalidad y honradez que en los hombres, y son muy humanas y compasivas. No tienen para con los hombres todo aquel amor y tesón con que estos las aman, hasta parecer que las idolatran. Por Europa, en las ciudades corrompidas, las damas que pierden el respeto al público y a su reputación, hacen gala del sambenito. Pero en las damas americanas no sucede así: disimulan sus desórdenes, y rara vez admiten en sus calesas a quien no sea o su marido o su inmediato pariente. Puede decirse que más reina la hipocresía que el escándalo. Sin embargo, cuando se comparan las limeñas con las europeas, cuando se examina con atención el espíritu de beatismo e hipocresía tan difundido por Italia y Francia antes de su revolución, y aún por la misma España, fácilmente se prefieren las limeñas, y se conoce que llevan a aquellas muchas ventajas. La práctica de los cortejos, que ha estado tan radicada en todos aquellos pueblos, sería en Lima la mayor degradación a que pudieran llegar el hombre y la mujer.

Acostumbran los caballeros visitarse desde muy temprano, y ocupan la mañana en tratar sus negocios. Los más de ellos entienden bien los judiciales, y han estudiado las leyes. Andan de capa y gorro los ancianos, y los mozos llevan también su capa con una redecilla blanca, y el vestido de género rico o muy buen paño. Aficiónanse algunos al uso de la patilla, y gastan sombreros redondos del mejor castor; el paño de la capa es de lo más exquisito, bien de grana o azul de San Fernando, con bordado en la esclavina.

Preséntanse igualmente las mujeres con una ostentación que no se conoce en Europa; y sea por imitación, sea por mal ejemplo o por natural deseo de brillar o sobresalir, manifiesta la limeña sobre este punto un prurito particular. Con efecto, son costosísimos los trajes que usan desde la cuna; guarnécenlos de encajes de los más finos y ricos, usan sortijas, cintillos y brazaletes engastados en piedras preciosas, y nada cede su magnificencia en el aparato de las camas y de los costosos ajuares de las casas. Pero los exorbitantes gastos a que obliga este lujo, aumentado por el indiferente aprecio y poco cuidado con que miran tan costosos adornos; las romerías bastante frecuentes a los varios pueblos de las cercanías; la precisa asistencia al teatro, a los toros y a toda clase de diversiones, en un país donde los placeres se compran a precio demasiado caro, hacen que, en Lima, el mantenimiento de una familia principal exponga a la ruina la más opulenta casa.

Las tapadas, que ya no subsisten en España y con cuyo disfraz tenían las mujeres un velo para sus intrigas amorosas, —373→ como lo atestiguan nuestros cómicos, y con el que bajo la obscura nube del manto conciliaban, sin pérdida de su buena fama, los placeres de la libertad con la opinión de un aparente recato, se hallan todavía en la América meridional. Encubren sus ahuecados y el campanudo guardapié, aunque en el día han variado de traje pues visten a la europea; pero conservan el traje de tapada con sayas o basquiñas de la misma hechura y tamaño; pliéganlo, a lo largo con pliegues longitudinales y trasversales, del mismo modo que el manto, con el cual se tapan perfectamente la cara, descubriendo sólo la órbita del ojo, de manera que al más celoso marido y al más vigilante padre es imposible, cuando no muy difícil, el conocerlas. Adquiere con este ahuecado vestido la figura femenina un volumen tal, que no da pie para inferir su arte y venir en conocimiento de la tapada, a menos que la voz, la figura de los brazos, u otras semejantes señales den indicios de la persona.

Pero al paso que con tan cuidadoso esmero procuran taparse aquellas damas desde la cintura arriba, tienen otro no menos por descubrir los bajos, desde la liga hasta la planta del pie. La más recatada limeña descubre sin escrúpulo la mitad de la caña de sus piernas. Y por muy escandaloso que parezca a nuestras europeas este traje, el uso común de él en todo aquel país acostumbra insensiblemente la vista, y hace al fin que no cause la menor novedad, por extraño y chocante que parezca al principio.

Cuando van de guardapié, traje que usan las personas blancas de noche, llevan sombreros blancos jerezanos con un cintillo, sus mantillas y rebozos. Con ellos se disfrazan perfectamente, y de este modo concurren a bailes las que no están convidadas, o a cualquiera diversión pública, y a todas aquellas concurrencias en que tienen interés en que no las conozcan.

La ocupación ordinaria de las mujeres es, por la mañana, los templos, y luego sus visitas. Atienden también a su familia y, excepto un corto número de señoras, pocas se ocupan de labores de mano, acostumbrando llamar oficiales de sastre que deshacen y remontan los vestidos, y se emplean en todas aquellas obras y reparos que se necesitan en un buen menaje.

Para que nada falte a la decencia y ostentación con que procuran portarse las familias más distinguidas de aquella capital, usan también de coche a la europea; pero la mayor parte se sirve de calesas que se diferencian de las nuestras en que su caja es cerrada, con asientos en ambos testeros a la manera de berlinas, tiradas por una mula sobre la cual va montado el calesero, y a la zaga un lacayo. Concurren en estos carruajes a los paseos públicos, y en ellos se conoce bien el carácter de presunción de todos los limeños. Confúndese frecuentemente el artesano con el poderoso; cada uno procura igualar al de más alta jerarquía; y como es consiguiente cuando el lujo ha subido —374→ a tan alto punto, reina mucho el capricho en esta clase de diversión. Se tiene por indecoroso presentarse a pie en el paseo, y muchas personas se ven obligadas a mantener calesa por no apartarse de los principios de la opinión. Así es que se consideran en Lima, por un cálculo juicioso, más de dos mil carruajes de esta clase.


De un extenso y erudito discurso pronunciado por el señor Javier Prado en la Universidad Mayor de San Marcos en 1894, tomamos los acápites aislados que van a continuación. Forman ellos parte de un estudio sociológico notable, en el cual, con habilidad y erudición extraordinarias, se exponen los componentes sociales adversos sobre los cuales se fundó la República.

Habiendo sido el Perú el centro del imperio incaico, y continuando en esa superior condición en la época del Virreinato, natural era que en ningún otro país sudamericano se hubiera extendido más que en él la nobleza española. Téngase también en cuenta, que los impuestos que ella demandaba no podían ser atendidos en otros países pobres en aquella época, como Chile, de la espléndida manera que lo permitían las riquezas del Perú.

Así, había en el Perú, un duque con grandeza de España, cuarenta y cinco condes, cincuenta y ocho marqueses, caballeros cruzados de las religiones militares, y numerosos hijosdalgos.

Con el mismo propósito que en España, de mantener el lustre de las familias de América, y sujetos a las complicadas leyes que regían en la Península sobre la naturaleza de los mayorazgos, ya fueran regulares o irregulares, sobre la manera de fundarlos, sus probanzas y su pérdida, se desarrollaron en el Perú los mayorazgos. Estos significaban moralmente una injusticia irritante, al favorecer con grandes fortunas a un individuo con perjuicio de todos los de su misma sangre, que quedaban sin derecho sobre los bienes de sus padres; establecían socialmente divisiones de familia y fomentaban hábitos de ocio y de ignorancia entre los elegidos por el sólo hecho de la suerte; y económicamente, la vinculación de la propiedad, condición esencial de los mayorazgos, producía los mismos funestos resultados que hacia desmerecer muchísimo el valor de los bienes raíces en poder de manos muertas.

Los nobles peruanos, como los de la Península, además de su privilegiada categoría social en la que conforme a su tradición, no debían ocuparse en oficios de villanos, como eran los trabajos industriales y aún los intelectuales, se hallaban colocados —375→ dos también legalmente en condición superior: su testimonio tenía mayor fe en juicio, sus compromisos debían darse por hechos, no se les podía embargar sus bienes, armas etc., ni encarcelárseles por deudas que no fueran en favor de la real hacienda, y entonces en cárcel especial, no se les podía aplicar tormento, ni penas infamatorias, y estaban exentos de servir las contribuciones que pagaban los plebeyos.

Pero la nobleza peruana no hacía sino reflejar el carácter, las costumbres y los vicios dominantes de la clase blanca, en la época del Virreinato; de manera que al estudiar los distintivos de ésta, quedan hechos, también los de la aristocracia peruana.

En primer lugar, los españoles se establecieron generalmente en la costa; y sus costumbres deben buscarse en la vida de ciudad. En los campos, cerca de las poblaciones, tenía la gente acomodada grandes y magníficas granjas y haciendas; pero su cuidado se hallaba confiado a mayordomos, por lo común mestizos; y los dueños, los patrones, iban sólo a pasar en ellas temporadas de recreo y diversión.

En países meridionales, en los que la vida era sumamente fácil y barata y en los que abundaba el dinero, obtenido sin dificultad por la raza dominadora, los matrimonios debían tener su origen en el amor, con sus idilios y borrascas, con sus ternuras y encantos; y no en ningún cálculo interesado y prosaico.

Establecida la unidad y la indisolubilidad del matrimonio, y celebrado él en la forma sacramental con los caracteres y efectos que estatuye el Concilio de Trento, personas extrañas a la comunidad católica no hubieran podido como hoy, contraer unión autorizada y legal, si ellas hubieran sido toleradas en las ciudades del Virreinato.

El régimen civil de la familia reposaba sobre las bases de la patria potestad: el varón era el jefe, representante y administrador de la sociedad conyugal. La mujer casada no tenía personería legal sin autorización del marido. El ejercicio de los derechos civiles se alcanzaba a los 25 años; y hasta el reinado de Carlos IV, los varones menores de esa edad y las mujeres menores de 23, no podían casarse sin el consentimiento paterno. La herencia era forzosa, estableciéndose los mismos principios aceptados después en nuestra legislación civil, a no ser en caso de existir mayorazgos, que modificaban, según he indicado el régimen de las sucesiones.

Pero aunque legalmente correspondía al marido la autoridad de la familia, era la mujer la que moral y realmente dominaba en el seno del hogar.

Todo estudio sobre el Perú, considerado bajo su aspecto interno sería incompleto, si no se tomara en cuenta el papel y la influencia que ha ejercido la mujer en la sociedad peruana. Representaba la hija de los españoles en el Virreinato el refinamiento —376→ en la selección de un tipo hermoso y distinguido por sí. Nacida en un clima cálido y débil y en un medio social que no exige que la mujer se halle preparada para ruda lucha por la vida, bajo su aspecto material y práctico, la mujer peruana, de mediana o baja estatura, de color moreno o blanco pálido, de ojos grandes y obscuros, empapados en expresión, de cabellera abundante, pie primoroso, formas mórbidas, movimientos de gracia instintiva y aristocrática, posee una belleza delicada, insinuante, profundamente sugestiva. Y sobre la belleza física se eleva la belleza espiritual con los tesoros de ternura apasionada, en sus sentimientos nobles y abnegados, de la sorprendente vivacidad de su ingenio, el venero inagotable de su fantasía, la extremada suavidad y cultura de su trato, y su admirable adaptación intelectual y social.

Tal es la mujer a quien la ley española hacía penetrar al hogar en calidad de menor, bajo el tutelaje del marido, y que bien pronto, por acuerdo tácito, dirigía de un modo irresistible el gobierno de la familia.

Los hijos de las clases superiores eran criados con toda la ternura y el engreimiento con que rodeaban al fruto de su amor padres apasionados, ricos y ostentosos. Los grandes príncipes de la Europa no han disfrutado tal vez de mayor lujo y mimo, que los hijos de los criollos en el Perú. Así, en los ajuares de las criaturas de los peruanos se encontraban en soberbia profusión las telas más finas que se tejían en Europa, y las piedras preciosas de mayor estimación y valor.

La ostentación de las familias de aquella época no se encontraba en primer término en el adorno del mobiliario de la casa, ni en refinadas satisfacciones de las comidas; pues, si respecto al mueblaje había casas en las que se lucían riquísimos muebles con incrustaciones de nácar (enconchados), objetos de arte y cuadros de afamados pintores europeos; era él, por lo común, en las diversas ciudades, modesto, pesado y monótono; y respecto a las comidas, si en los últimos tiempos se imitaban en opíparos banquetes, sobre todo en Lima, las costumbres francesas, eran ellas también, por lo general, en aquellos tiempos, sencillas, estimulantes, sanas y baratas.

El lujo excesivo, sin límites, se desplegaba en los vestidos, en los coches y en las fiestas y diversiones. El vestido de los hombres era de las más ricas telas, entonces a la moda, comparativamente más consumidas en Lima que en ninguna otra parte; el de las mujeres, tan costoso y recargado de joyas, que los de muchas señoras valían S. 40000, y más de S. 2000 los de algunas mujeres de la plebe. En los encajes finísimos de Flandes, en telas de terciopelo y de seda, en hebillas de diamantes para los zapatos, en perlas, en toda clase de pedrerías, en bordados de oro y plata, se concibe que podía llegarse a cantidades que de otra suerte, para las apartadas colonias de América, parecen —377→ fabulosas. Como prendas características en sociedades de intrigas y discreteos amorosos, los hombres usaban la tradicional capa española y las mujeres la célebre saya y manto peruano.

El número de coches y calesas doradas era inmenso, llegando estas últimas de 5000 a 6000, sólo en Lima; y tanto en esto, como en el servicio de domésticos libres y esclavos, que convertían las casas en poblaciones, como escriben Juan y Ulloa, hacían las familias opulentas, lujo de la mayor vanidad y ostentación.

La instrucción de los hijos varones -más engreídos y consentidos por las madres que las mujeres- era aún peor que la de las niñas.

Es preciso detenerse en este punto: fuera de notables excepciones, que acreditan la sorprendente disposición de los criollos para las ciencias y las letras, eran estos, por lo general, sumamente ignorantes; y no sólo ignorantes, sino llenos de las supersticiones y prejuicios, que desde la cuna habían recibido de la madre, de las amas y sirvientes, de las prácticas religiosas y de las costumbres sociales.

El gobierno español y la Iglesia, como hemos visto, tenían interés en que las cosas no pasaran de otro modo.

No me refiero a los campos, donde la ignorancia llegaba al punto de que apenas había quien supiera leer y escribir; ni a los pueblos, donde las escasas escuelas estaban confiadas a maestros tan torpes como crueles, sino a las pocas ciudades donde existían colegios y aun universidades.

Relativamente al número de los que podían recibir instrucción, eran pocos los que frecuentaban los establecimientos de enseñanza; continuando en ellos el maestro la misma perniciosa tradición que el gobierno, los padres y los frailes, el medio social, todos de consuno, contribuían a hacer más profunda en el espíritu del joven.

Queda dicho que la instrucción se atendía por los eclesiásticos; y en ella mediante un régimen de castigos infamatorios, que fomentaba la hipocresía y rebajaba el carácter de los jóvenes, se perdía un tiempo precioso en aprender «multitud de cosas inútiles y cuestiones frívolas».

En este deplorable estado intelectual del Perú, en la época de la dominación española, dos eran las profesiones liberales a que se dedicaban de preferencia los criollos: la abogacía y la medicina.

La minería, confiada a prácticos, no era por cierto la carrera a la que se dedicaban los orgullosos y perezosos criollos; las puertas de la milicia les estaban cerradas en los cargos principales y de honor que servían los españoles; las industrias, pueden decirse que no existían en el Perú, si se exceptúan las humildes fábricas en que trabajaban los indios; el comercio por mayor se hallaba monopolizado en manos de unos pocos, —378→ el por menor era considerado como indigno de los señores españoles y criollos; y el gobierno político, con su complicado engranaje, se movía sin que los naturales influyeran en las determinaciones de la autoridad. Pero como por otra parte disfrutaban los criollos de las grandes riquezas que les proporcionaban los mayorazgos, haciendas, minas, encomiendas, etc., en un país en que el medio social contribuía, en todas sus manifestaciones, a la acción del clima y de la raza, era natural que se formara el espíritu y el carácter criollo, con los distintivos que en ningún pueblo americano, han sido más pronunciados que en el Perú.

Una clase social, orgullosa y rica en las ciudades, sin participación en el orden político ni ocupación en las tareas prácticas, necesariamente tiene que ser cortesana, indolente y viciosa; y su vida debió concentrarse, como se concentró en el Perú, en la vida de salón, en fiestas y diversiones profanas y religiosas, aristócratas unas, populares otras.

¡Triste y penosa es, por cierto, señores, la impresión que deja en nuestro espíritu la historia de nuestros antepasados! Con justicia, el siglo XIX condena esa historia; pero, sin embargo, en su crítica se observa un sello de benevolencia. Es que en el fondo de esa triste historia, en el centro de ese organismo enfermo, moral e intelectualmente, de esa sociedad débil, perezosa, viciosa y cortesana, se sienten los latidos de un corazón noble y generoso, y se perciben los destellos de una inteligencia superior; elementos que bien aprovechados en diverso medio social, podían haber elevado a una raza y hecho grande a un país.


Terminado el Virreinato, la democratización consiguiente al sistema republicano proclamado en 1821, fue puramente nominal. Quedaron en pie los mismos elementos sociales, la ignorancia y el caciquismo en provincias, las jerarquías y las desigualdades de clase en la capital. Las gentes superiores, con el nombre de republicanos, quedaron tan absolutistas y tan godos en sus procedimientos como en los tiempos del Rey; las clases pobres, tan esclavas e idiotizadas como si las palabras independencia y libertad nunca se hubieran pronunciado. Todo cuanto Prado y Haenke dicen del estado social del Perú en los primeros años del siglo XIX, pudiera haberse repetido en los años de 1830 y 1840, con sólo añadir a las clases superiores estudiadas por —379→ ellos, una nueva, el militarismo, formado en su mayor parte por los próceres de la independencia y con pocas excepciones constituido por hombres valientes, rudos, de oscuro origen y sin concepto de la justicia ni del derecho. Otro elemento social, escaso pero de gran influencia, modificó también nuestra existencia. Fue éste, la presencia de numerosos ingleses, franceses y otros extranjeros, quienes se hicieron cargo de la industria y el comercio.

Iniciado el Perú en la vida social republicana bajo estos auspicios, tres hechos la han modificado sustancialmente, dándole al fin la modalidad y los caracteres que hoy encontramos en ella. Han sido estos, la acción civilizadora del tiempo, la fabulosa riqueza del guano y la guerra con Chile. En Causas Históricas tendremos oportunidad de relatar los acontecimientos relacionados con estos magnos sucesos, como también hacer visible el profundo surco que ellos abrieron en nuestra vida social y en la orientación definitiva que al presente nos han dado. Por ahora, lo que interesa saber es lo que somos en la actualidad. Si no estudiamos nuestra sicología presente, difícil será explicar las causas por las cuales el habitante de la primera centuria no ha podido imitar al norteamericano en la conquista del territorio. Además, conociendo lo que fuimos en 1821 y lo que somos hoy, fácil nos es formarnos concepto de lo que hemos ganado de entonces a la fecha, y porque han ocurrido muchas cosas de nuestra vida pública, especialmente aquellas relacionadas con la explotación de las riquezas de nuestro suelo. Entremos en materia:

Las postrimerías de la centuria republicana encuentran a las que fueron clases extrasuperiores en la más completa decadencia. Ya nadie luce títulos de nobleza, y aunque algunas familias recuerdan con discreta ostentación su origen —380→ aristocrático, no es por sus pergaminos por lo que se las distingue, sino por su fortuna, pasando completamente inadvertidas las que tienen lo primero pero no lo segundo. La pobreza en que viven la mayor parte de las gentes que descienden de noble abolengo, es algo digno de estudio; y esto que vemos en Lima en proporción extraordinaria, también lo encontramos en Arequipa, Cuzco, Ayacucho y Cajamarca, siendo excepción Trujillo. Heredaron las personas de que tratamos, dinero y pergaminos, pero heredaron también la indolencia y la ociosidad de sus padres, la ostentación y el despilfarro, el poco apego a los bienes terrenales, el horror que nuestros nobles antepasados tuvieron por el trabajo. Faltoles energía, valor físico y moral, inteligencia y audacia. Si alguna vez actuaron en política fue en segunda línea, no habiendo sido para ellas la industria, el comercio o el militarismo fuentes de ningún provecho. Socialmente, esto ha sido una desgracia; también lo ha sido en el orden político y económico. El ejemplo de lo que todavía pasa en Chile con la aristocracia antigua y su benéfica influencia en la vida pública, nos releva de añadir algo en apoyo de nuestra opinión. Aprovechando esta debacle nobiliaria, consiguieron imponerse en nuestro elevado mundo social, algunas familias en las que asociáronse de un lado la riqueza y de otro los pergaminos. Con estos elementos y dotadas de extraordinaria discreción para escoger a las gentes a quienes honraban con su amistad, y con talento y energía en lo político y en lo comercial, lograron, y por muchos años, mantener singular supremacía. Una familia que no se codeaba con ellas era considerada como de segunda categoría. La existencia de gentes más ricas y un espíritu general de democratización que ya asusta y que hasta a esas mismas familias ilustres ha penetrado —381→ y las desconcierta en estos momentos, parece que pone término a su reinado, reinado que ha durado por lo menos medio siglo.

La discreción en el comportamiento, el talento y sobre todo el dinero, forman un conjunto de cualidades favorables para entrar en buena sociedad. Lo que no triunfa socialmente es la unión de la huachafería con el dinero, así se cuente éste por millones.

Hechas estas observaciones, permítasenos entrar en el fondo de nuestro análisis, o sea en el estudio de las cualidades sicológicas que distinguen en el Perú a la clase superior.

Lo que a primera vista salta en ella es el brillo de la imaginación, la viveza del discurso, la prontitud para responder. Va esto acompañado de una voluntad débil, susceptible de extraordinarias y valentísimas resoluciones, pero incapaz de perseverar en ellas, ni de luchar con parsimonia y con igualdad. Además, no se tiene interés en que los hechos se impongan, ni en que se haga lo que deseamos sino en que triunfen las ideas, en que se apruebe la forma que le hemos dado a nuestras aspiraciones. Es cierto también, que en la mayor parte de los casos es un ideal generoso lo único a que nuestra mente aspira, ideal cuya exposición verbal vale mucho más que la idea. En esto hay mucho de superficialidad. Cuántas veces un orador, un dirigente, un miembro notable de una institución pública, hace cuestión de una palabra, de un proceso, de una fórmula disciplinaria, abandonando completamente el espíritu y el fondo del asunto que se debate.

Siendo débil la voluntad, la susceptibilidad es defecto visible en el carácter, y nos conduce a personalizar las cuestiones que debatimos, y a cometer cobardías e inconveniencias, en su mayor parte hijas del despecho. Pocas veces caemos —382→ rendidos de cansancio o moralmente heridos de muerte, siendo lo común abandonar el campo de lucha antes que ella termine, o prescindir de la esencia de las cosas para buscar lo cómico o suplir con la burla el argumento serio y de buena ley que no se encuentra.

Hay en nuestro pueblo superior, extraordinarias cualidades de iniciativa. Por lo regular se discute y se plantea bien, pero se ejecuta mal o no se ejecuta. Son numerosos nuestros hombres de pensamiento, pero pocos los de acción; siendo común hallar espíritu práctico en las medianías y completa carencia de sentido común en nuestras mejores intelectualidades. Nuestros brutos son nuestros mejores administradores y los que con más acierto, perseverancia y método realizan la labor nacional y la que corresponde a los negocios privados. Es común que los intelectuales llamen brutos a las personas que carecen de cultura científica y de fácil palabra. En este sentido, bruto no quiere decir falto de inteligencia y lo que es más importante de sentido común, sino falto de clasicismo, por lo menos de ilustración. Siendo los brutos, en su mayor parte dueños de la fortuna y los hombres que en la industria y en el comercio se han enriquecido con el trabajo, no gozan de simpatía entre los intelectuales, por lo regular todos pobres. Y como en verdad hay brutos que casi son analfabetos, no deja de tener justificación el abismo que los separa de las clases ilustradas.

Somos imaginativos e idealistas. Nadie se conforma con lo bueno, se aspira a lo superior y como no hay fuerza económica ni fuerza moral para conseguir lo difícil y lo extraordinario, las obras cuando se concluyen resultan medianas, siendo general que no se concluyan definitivamente. Lo mismo pasa en materia legislativa y en todo lo que se relaciona con reglamentación. No se tiene en cuenta para el —383→ acierto el estado sociológico de nuestro pueblo, sino los adelantos que la materia ha alcanzado en Europa. En la discusión, no es el que tiene mejores ideas ni un espíritu práctico más manifiesto el que triunfa, sino el que más habla y el que tiene más cultura. La oratoria tiene un poder colosal. Por lo regular se aprueba lo que está bien presentado, lo que está bien dicho y apoyado en argumentos brillantes. Carecen nuestras multitudes de capacidad para ver lo que les conviene, y casi siempre siguen la opinión del dirigente que las fascina con la palabra. De Casós, en la tribuna parlamentaria, se cuentan relatos casi inverosímiles.

Siendo nuestros hombres débiles de voluntad, la paciencia, el método, la perseverancia no son comunes. No hay presidente de la República, ni alcalde municipal, que no desee terminar su obra en el período de su actuación, y que no tenga la puerilidad de inaugurarla inconclusa para que el sucesor no alcance esa satisfacción. La labor lenta pero segura que con sólo el tiempo hace prodigios, no es para nosotros. Un plan hacendario que necesitara 15 años para ponerse en práctica, un plan ferrocarrilero que exigiera 25 años u otro plan parecido no puede fascinar a las multitudes. Nadie quiere aguardar. A este respecto, se vive al día y se vive mal. Más tenacidad hay en Bolivia. Su plan ferroviario, que ya dura 18 años y que se sigue con el mismo entusiasmo con que se comenzó no ha tenido imitación en el Perú. Mayor fue la tenacidad de Chile, que persiguió la conquista de Antofagasta, Iquique y Pisagua desde el año de 1841. Pasan así las cosas en el Perú, porque la energía está muy distante de ser inflexible, y la voluntad de ser tenaz. Todo está modificado por la flexibilidad del análisis, la movilidad imaginativa, la disociación sentimental.

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Una voluntad intensa pero desigual, que carece de lentitud y no toma tiempo para coordinar ni poner en práctica sus anhelos, es una voluntad de la que no se puede esperar mucho. Si la sensación es rápida e incompleta y hay carencia de esfuerzo científico, las adaptaciones profundas y las reformas organizadas son raras.

Nada de esto quiere decir que el alma nacional sea pequeña. Al contrario, es muy grande y caben en ella todos los anhelos, todas las idealidades por estupendas que sean. Por ser así, el pensamiento no se limita a querer hacer lo que es fácil, lo que es posible, lo que no tiene quiebra, sino que siempre busca lo grande, lo irrealizable de momento. Un alma mediocre nos hubiera llevado a entendernos con Chile en los años anteriores a 1879, en que esa nación tenía sus cuestiones con Bolivia. Tomamos un camino contrario, y esto, a sabiendas de que la defensa de los territorios costaneros bolivianos, lejos de producirnos bienes, podía acarrearnos, como en efecto nos acarreó, situaciones peligrosas y desgraciadas. Y como el alma nacional no ha cambiado ni se ha deprimido a pesar de la derrota en la guerra del Pacífico, hoy, sin tener ejército ni escuadra, ni vislumbrar apoyo por ninguna parte, seguimos aspirando con tenacidad que nos hace honor la reivindicación de los territorios conquistados por Chile. Bolivia, con otro concepto, se atiene a la realidad y renuncia a lo que es pedazo de sí misma, llegando en su afán utilitario a transigir y hasta recibir dinero de ellos. En el Perú, estos acuerdos son imposibles. La mentalidad nacional no los comprende. Lo más curioso en estas aspiraciones patrióticas, como en otras de diversa índole, es que no es la conveniencia la que las mantiene vivas, sino las sugestiones del honor y del —385→ heroísmo, la grandeza de la idea y la hermosura de la forma literaria con que siempre se presentan.

Hay en nuestros mejores pensadores gran caudal de sabiduría, profundidad en el concepto, orden, claridad y brillo en las ideas y en la expresión, pero carecen de fuerza para el análisis, de integridad moral, de rectitud y algunas veces de nobleza. Las contradicciones y las miserias de la vida les irritan y les desalientan. Pocos son los que miran con benévola indulgencia, con sentida pena las caídas de los demás, sus vicios y defectos. Es muy común encolerizarse, amenazar con la huida, y efectivamente dejarlo todo abandonado cuando los reveses se multiplican. Todos ellos conocen la ineficacia de la acción individual en un ambiente que siempre es adverso; y sin embargo, nadie pone los medios para formar una conciencia colectiva dotada de un espíritu sano y de fecunda solidaridad. El porvenir causa intranquilidad y tristeza, el pasado pesar y despecho, siendo pocos aquellos cuya alma se mantiene serena ante el desastre y que no se rinden a los reveses del sentimiento herido.

A estas condiciones sicológicas de nuestra personalidad, hay que agregar otras, y entre ellas hállase la pereza física y moral de los individuos. En el terreno espiritual hay pereza y cobardía; en el material, timidez e inconstancia. Nuestros gobiernos abusan y virtualmente establecen un régimen tiránico porque conocen la indolencia de nuestras clases superiores, su disposición a soportarlo todo. No es un abuso ni diez lo que mueve la opinión contra el régimen gubernamental, sino un cúmulo de atropellos y la repetición de estos atropellos por varios meses y algunas veces por varios años. Cuando un gobierno viene abajo es porque su irrespetuosidad por la ley y por los ciudadanos llegó al colmo. Hasta —386→ ahora no hemos tenido una revolución justa en el Perú que no haya triunfado. En el orden material, no solamente hay pereza sino vergüenza por el trabajo. Jamás entre nosotros un hombre de cara blanca abrió la tierra con sus manos para depositar en ella la semilla, ni llegó a manejar un pico y una lampa para abrir un camino, o un barreno y una comba en las profundidades de la tierra para arrancar el oro o la plata contenidas en un filón. Un mozo de buena familia prefiere ganar ocho a diez libras en el servicio del Estado, dinero que en su mayor parte gasta en calzado y en tener limpia la camisa, que trabajar como carpintero o albañil a un jornal que hoy alcanza a ocho soles. Al respecto España nos dejó exagerados prejuicios. Antes de 1879, las madres impedían a sus pequeñuelos jugar con útiles de carpintería para que sus manos no se encallecieran y tuvieran el aspecto de las de los artesanos. Cuando se proclamó la República, no solamente la moral estaba relajada, los hábitos viciados y el privilegio tenía hondas raíces, sino también hallose el trabajo desacreditado con la esclavitud.

El doctor Eduardo A. Roos, profesor de sociología de la Universidad de Wisconsin, habiendo estudiado el desdén por el trabajo en la América Latina, dijo lo siguiente en su libro El trabajo y las clases sociales al sur de Panamá.

Durante el régimen de explotación colonial, el trabajo fue íntimamente asociado a la servidumbre, y la exención de todo esfuerzo útil fue la marca de salón de la casta superior. Repetidas veces, en las solicitudes al rey de España contra los edictos que trataban de abolir o mitigar la esclavitud, en la que gemían los indios, el español interrogaba: «¿Quién, entonces, cultivará las tierras y guardará los ganados?» «Si no contamos con el servicio personal de los nativos ¿quién nos servirá?» La idea de tener que trabajar y servirse ellos mismos en sus casas era tan difícil concebirla, como la de comer yerbas como Nabucodonosor.

Así se arraigó la idea de que el trabajo es vil, que debe haber —387→ una casta superior que piense, goce y gobierne y que debe ser atendido, aunque el resto perezca. Toda la religión, filosofía social y ética de los coloniales se ajusta a esta parasitaria manera de vivir. La separación de España, hace un siglo, y la adopción de instituciones liberales, no rompieron los viejos hábitos de pensar. Las tradiciones coloniales viciosas viven, así es que aún hoy Hispanoamérica está gangrenada con el desprecio al trabajo, que se revela de mil maneras.

Ningún pasajero de primera puede sacar del coche una maleta de mano, no por el esfuerzo que implique, sino porque ningún caballero se atreve a que lo vean haciendo algo que signifique utilidad.

Un hormiguero de hombres y niños arremete los coches y vehículos, y con sorpresa llena de incredulidad y disgusto, ven a un caballero cargar su maleta. El cuadro es divertido, porque no se imaginan que él la lleve, y una media docena de ellos se le presentaron, unos detrás de los otros, atribuyendo el mal éxito de los anteriores a alguna falta de atención debida.

Ninguna persona que se respete a sí misma puede presentarse en la calle con un paquete en la mano. Ningún señor puede cargar la montura entre la casa y el corral. Un viajero que lustre su calzado, es muy sucio ante los empleados del hotel. En Quito, donde el servil indio ha dejado el profundo estigma a todo lo que sea trabajo manual, las plazas son frecuentadas por hombres bien vestidos, de cuello blanco y que nunca trabajan, algunos de ellos conformándose con saciar el hambre con maíz tostado que guardan en sus bolsillos.

Un profesor de ciencias alemán encontró a sus pupilos muy lejos de la idea de hacer experimentos ellos mismos, esperando que el profesor los hiciese, y si rompían una retorta o un tubo de prueba en el laboratorio, llamaban a un sirviente para hacer la limpieza.

Los americanos tienen la fama de ser maravillosamente prácticos; así la escuela de ingenieros del Perú solicitó enviar sus estudiantes de minas para que adquiriesen alguna experiencia en una de las grandes minas administradas por americanos. El primer ingeniero los recibió muy gustoso y fueron puestos bajo su dirección. Aguantaron dos días. Los ingenieros en ciernes se negaron rotundamente a ponerse blusa y pantalón de obrero, caminar entre lodo y agua y poner manos en la grasienta maquinaria. La idea de la educación técnica de un caballero era la de permanecer en un sitio limpio y observar el movimiento de las máquinas, mientras que un profesor les explicaba la manera de operar.

Los astrónomos americanos han notado cómo le molesta al asistente del observatorio, el cuidar los instrumentos y limpiarlos o desempacar costosos aparatos. Confrontando una caja que contenga tal vez instrumentos importados por valor de dos —388→ mil pesos, su impulso es de pasar la molestia a un peón de cincuenta centavos de salario por día. La idea de la observación astronómica de este contemplador de las estrellas, consiste en recostarse en un colchón con su vista dirigida a un telescopio meridiano y llamar al instante que pasa una estrella, mientras que un asistente ajusta los instrumentos, otro anota lo observado y un tercero computa su significación. Él desea reducir su persona exclusivamente al proceso mental, que sólo concuerda con la alta dignidad de la ciencia.

En el Perú, el cholo ambicioso imita a la «gente decente», esquiva el trabajo verdadero, se coloca un cuello alto y blanco, prefiriendo un empleo miserable antes de trabajar como carpintero o herrero. Se somete a cualquier parasitismo, aceptando cualquiera dependencia servil, con el objeto de evitar el sudor honrado y poder usar camisa blanca, girar un bastón y hacerla de «dandy» en una esquina o a la puerta de la iglesia.

La tradición de una clase superior y parásita es la causa de que los sudamericanos requieran demasiado servicio personal inútil. La señora de la casa es muy reacia a acudir a la puerta cuando suena el timbre. Esperando en el vestíbulo ¡cuántas veces he oído a la dueña de la casa o a su hija correr en busca de una sirviente india para abrir la puerta! En el Perú, cuando una señora aparece en la calle, es seguida a una distancia respetable por una sirvientita que la lleva el paraguas. En el Cuzco, las señoras peruanas se manifestaron al principio muy amigas y admiradoras de las señoras del hospital de misiones, reconociendo en ellas su abnegación y sacrificios. Pero, después, cuando se enteraron de que estas señoras inglesas barrían y limpiaban el polvo a la vista del público, las condenaron socialmente. Las familias de alto tono dijeron: «deben haber sido cholas en su tierra», y las eliminaron de la sociedad.

Una señora tocará el timbre para que su doncella le ponga las chanchas o le alcance alguna cosa en su cuarto. No importa la hora avanzada en que los amos regresen de la calle; los sirvientes deben esperarlos. Yo me enteré del caso de una señora que despertó a sus criados a la una de la madrugada, reconvininéndoles por haber intentado recostarse en sus camas. El extranjero que se sirve a sí mismo es despreciado por el sirviente y no se le atiende.

El rector americano de la universidad del Cuzco, en las numerosas excursiones arqueológicas con sus alumnos, les indujo con el ejemplo de cuidar ellos mismos a sus animales, arreglar el campamento y cocinar sus alimentos. Una vez que se rompieron los prejuicios, se encargaron de su tarea muy gustosos, volviéndose tan confiados en sí mismos como los jóvenes yanquis.

«Todo el pueblo peruano es aristocrático», dice un publicista limeño; «los blancos, debido a las tradiciones de los —389→ conquistadores, y los indígenas, al régimen de los incas. El orgullo castellano y el de los incas se combina para producir una raza aristocrática hasta la médula». En verdad nunca he tenido ocasión de observar una arrogancia como la que se nota en las damas que asisten a las misas en la elegante iglesia de San Pedro en Lima. En esas caras hermosas y bien delineadas, marmóreas, con la palidez de los trópicos, se entrona la profunda convicción de superioridad. Sus miradas dicen: «Cualquiera que sea la suerte de los demás, a nosotras se nos debe atender». En efecto, el gobierno hace desesperados esfuerzos para proporcionar recursos a las familias decadentes de las clases elevadas, por medio de puestos inútiles en los servicios de la administración.


Nuestra pereza intelectual y el divorcio que existe entre el ideal y la realidad, entre la evolución que se provoca y la rutina que reina, ha prestigiado el brillo en la forma y lo que es más el culto de la apariencia. Hay pasión por el decorum en el estilo y en la vida, y estando tratada magistralmente la materia por el ilustre sociólogo, señor Belaunde, en su artículo, Nuestro decorantismo, copiamos de él lo siguiente:

Las ideas pierden su eficacia cuando no son enunciadas en las ocasiones solemnes enmedio de aparato y brillo. Insinuar es perder el tiempo. Para convencer y sembrar ideas es indispensable hablar ex cátedra, con robusta entonación y en estilo campanudo. Perogrullo es personaje amable y simpático y cuya compañía es saludable y hermana del buen sentido, si viste modestamente y habla quedo; pero se convierte en el huésped más incómodo e insoportable si se emperifolla y rebruñe, ahueca la voz y adopta gestos pomposos. ¡Ojalá nuestro ambiente intelectual estuviera constituido de verdades vulgares, pero sencillas; y no de huecos lugares comunes decorativos. Y gran dicha sería que prefiriésemos el saber simple y refranesco de Sancho a la grandilocuente y sentenciosa sapiencia de Don Quijote.

La vida institucional sólo se manifiesta por festividades y actuaciones solemnes. Sociedad que no da veladas y en que no se pronuncian discursos es sociedad muerta o inútil; aunque vaya realizando modestamente su fin. En nuestras innumerables sociedades obreras, la preocupación del cuerpo directivo, en que cada función ostenta significativo título, es la actuación anual; y el celo de los directores sólo se aprecia por el mayor o menor brillo de las festividades. El Ateneo no existe sino en el nombre; sus socios no discuten ni dan conferencias, ni publican —390→ la revista; y sólo da muestras de vida pomposa y rotunda, cuando se trata de preparar una velada de gran fuste. Algo parecido le sucede al Instituto Histórico. No contentos con una institución para las grandes solemnidades, hemos creído conveniente tener dos. Su fin teórico puede ser otro; pero su función efectiva es la de dar esporádicamente las notas más altas del decoratismo de buen tono.

Todas las cosas se hacen para la mera presentación, para el instante teatral, único e inefable. Nuestra vida colectiva, incoherente y dispersa, sólo se concentra y se aviva en los momentos fugaces y culminantes de la comedia humana.

Muchas veces no nos explicamos el encumbramiento de ciertos personajes. No tienen ellos ni fortuna, ni talento, ni audacia, ni carácter, ni siquiera una posición heredada. Y sin embargo son buscados para todos los puestos, desempeñan las más altas funciones y el público los señala siempre que hay un vacío que llenar. Estudiando el caso, al parecer inexplicable, nos encontramos que tales hombres, son correctos, solemnes, el paso grave, la mirada seria, el ademán rítmico, la palabra reposada y sentenciosa. Son los mejores adaptados al medio. Surgen por decoratismo. Los decorativos constituyen una escuela y forman una casta privilegiada y hermosa. El Pacheco nacional, a las casualidades del personaje queirociano, debe unir la de ser decorativo en grado heroico y eminente.


Son también del doctor Belaunde, las ideas emitidas en el artículo Nuestros Rencores. Manifiesta en él, que por debajo de la formidable y chillona algarabía, se agita la murmuración intencionada, el chisme tendencioso, y que las fuerzas negativas no solamente actúan a la luz del sol si no se deslizan suave y calladamente en los íntimos corrillos. Si hubiera lógica y congruencia en nuestras actitudes negativas, dice, frente a la serie de hechos que combatimos, se levantaría la ordenada serie de ideas contrarias que debíamos sostener y defender. No sucede así porque las ideas positivas aparecen esporádicamente o mueren de modo oscuro ante la confabulación del silencio general, ante la acción sonora de arriba y el ataque sutil y maquiavélico de abajo. Obsérvese nuestra vida social, económica y política, añade, y se verá con el rencor es en ella elemento sustancial. Buscando —391→ la causa, la encuentra en la falta de actividad y de ideales, terminando su artículo con la siguiente conclusión:

Pueblos soñolientos y perezosos son presa fácil de los rencores y de las envidias. En América, el mal o la enfermedad por antonomasia, causa y compendio de los otros males, es la anemia síquica. Nada queremos ni deseamos intensamente. Cuando la naturaleza no dominada todavía y la vida social en los comienzos de su organización, nos invitan a la acción y nos brindan espontáneamente grandes ideales y hermosos fines, individuales y colectivos, nosotros permanecemos impasibles, rumiando tristezas o injustificadas desesperaciones; y apenas interrumpimos nuestro sopor, para luchar por instantes enmedio de la general incoherencia, pretendiendo realizar una utopía, de golpe, como al impulso de un fiat soberano, para caer luego, decepcionados y abatidos, a la inmovilidad musulmana. La filosofía pragmática, la filosofía de la acción está hecha para nosotros. La educación, en ningún país más que en el nuestro, no debe tener una función de perfeccionamiento, sino de dinamogenia. Debemos preferir a ser cultos y pulidos, ser activos, volitivos e inquietos. Poco importaría que en esta obra se consumieran o extinguieran los oropeles de nuestra mentida cultura. Gran suerte sería para el Perú el dejar de ser una nación de prematuros envejecidos, seudorefinados y decadentes, para convertirse en un pueblo de luchadores primitivos, rudos y fieros.


En otro artículo, comentando Nuestra Ignorancia, manifiesta que en materia intelectual prevalecen las teorías novedosas, los matices secundarios, el comentario de última hora, la crítica fragmentaria y brillante; que en literatura desconocemos las obras clásicas y las de nuestro propio idioma, y que en historia, jamás nos dedicamos a profundizar hechos que requieren atención cariñosa, que exigen vida y calor. Si alguna vez, dice, nuestra tornadiza y coqueta mentalidad se enfrenta a la realidad económica es para exhibir con ruidosa complacencia los conocimientos exóticos que hemos adquirido en fáciles y superficiales lecturas, admirándonos de la ignorancia que en Europa existe de nuestra geografía y de nuestra historia, pero sin cuidarnos —392→ de saber algo más de ellas de lo que se enseña en el colegio de instrucción media. Nuestra ignorancia, añade, no es dinámica sino estática, no es consciente sino infatuada. En su deseo de revelar la esencia de nuestro espíritu efectivo y observando lo que pasa, no en nuestras clases inferiores sino en las superiores, dice:

Los hombres que llegan a cierta posición no quieren absolutamente abrir su espíritu a nuevos estudios y a nuevas disciplinas aunque sean de su profesión. Poseyendo apenas el indispensable capital intelectual para llenar su función, repugnan, de modo sistemático, escuchar a los que tienen una idea nueva en su mismo ramo y desprecian a los que cultivan ramos distintos. La palabra latero es aplicada indistintamente, por aquellos varones inmutables y serios, para designar a un charlatán insubstancial o al hombre que tiene en sí la inquietud de un pensamiento nuevo. Y se confunde lamentablemente la pedantería con el entusiasmo intelectual. De ese modo se hace muy difícil el progreso, principalmente en los elementos tradicionales, de los que se dedican a una especialidad. Esta misma estrechez de criterio determina las divisiones profundas entre las profesiones. Nuestra ignorancia nos lleva a mirar desdeñosamente las ciencias que no conocemos. Aquí el abogado, cree de mentalidad inferior a todo médico o ingeniero; y a su vez los médicos e ingenieros consideran a todos los abogados como insulsos y peligrosos charlatanes. No existe esa especie de solidaridad intelectual entre todas las profesiones y que revela la profunda unidad de los conocimientos humanos. No se trata de predicar el enciclopedismo, pernicioso e imposible; pero sí el interés por las cuestiones que pueden ampliar nuestro radio de cultura. No se exige que se sepa de todo; pero sí un criterio amplio; y el hábito de escuchar y de inclinarse ante la opinión de los que algo saben, en la materia en que vamos a intervenir.

Nuestro espíritu se cierra a toda idea que pueda proporcionarnos un igual o un inferior; pero no sólo se cierra, sino que combate esa idea, sin comprenderla, con una acritud intensa. Nuestra ignorancia es cerrada y agresiva. ¡Pobre del hombre que convencido de una idea la expone a la confabulación del silencio o la conjunción combativa de las ignorancias graves y enorgullecidas!

¿Y qué decir del desprecio que los llamados hombres serios tienen por la cultura literaria, artística o científica, y por la propagación de esa cultura? El literato, el poeta, el artista y el periodista están descalificados en concepto de esas gentes. Pertenecer a una sociedad literaria, trabajar en ella, dar conferencias, —393→ escribir en los periódicos, no es cosa de hombres serios; sino de muchachos o de gente que sufre de hipo de notoriedad.

Aquí causaría escándalo que un ex presidente de la República fuese al Ateneo a dar una conferencia, o que un vocal de la Suprema escribiese un artículo literario o sociológico en una revista. Eso no puede pasar en el Perú ¡Dichoso país el nuestro! En Inglaterra un primer ministro suspende sus funciones para hablar a los estudiantes de Cambridge sobre la esencia de la materia y el inmortal Gladstone reposa de sus trabajos políticos, releyendo, como insigne helenista, los clásicos griegos. En Francia, un ministro de obras públicas deja su bufete para dar una conferencia sobre un pintor insigne; y el monumento a Rousseau en el Panteón, provoca en la Cámara un debate sobre aquel filósofo, que nuestros estirados representantes calificarían de poco serio. Aún en España, que tanto se parece a nosotros, Cánovas prologaba libros, Silvela disertaba en el Ateneo sobre las ideas éticas, y Moret, desde la presidencia de aquel instituto, pronuncia discursos y da conferencias.

Nosotros no podemos comprender tales cosas. ¿Y por qué? Hay que decirlo con franqueza y con valor: porque tenemos la peor forma de ignorancia; la ignorancia estática cerrada, agresiva e infatuada. Ella nos mantiene aislados en el camino de la vida y nos impide gozar de la verdadera amistad, que no puede tener otra base que la mutua comprensión; la solidaridad intelectual. A despecho de nuestra aparente amabilidad y la efusión superficial de nuestro trato, nuestras almas van solas y herméticas. Lo único que puede unirlas son las ideas y los sentimientos; pero carecemos de unas y otros.

Nuestra ignorancia, hermana de nuestra incoherencia, de nuestros rencores y de nuestra seudoironía, tiene el mismo origen: nuestra insanable pobreza síquica.


La influencia que el elemento civil ha tenido en la marcha de los negocios públicos ha ocupado planos superiores al de las clases militares y clericales. El elemento civil superior que interviene en la política, está constituido por los magnates de la industria y el comercio, por los abogados, los médicos y los grandes propietarios. No son muchos y durante la centuria han carecido de riqueza, de ciencia y de perseverancia para hacer productivo el suelo nacional. Faltándoles estos elementos, no tuvieron otro recurso para conseguir el incipiente desarrollo material del país que entregarlo para la comunicación y las finanzas a contratistas extranjeros. —394→ El doctor Alejandro O. Deustua, comentando el libro de García Calderón en el capítulo concerniente a la cultura del país, manifiesta que nuestros hombres superiores toman la política como un adorno, por el gusto que proporcionan las discusiones, las luchas de enredo, los pequeños egoísmos, las inquietudes y sorpresas de escena. Que se ejercen funciones públicas, por el gusto de ejercerlas, que nunca se distingue los medios de los fines y que todo es causado por un principio antiguo de anarquía, de amor a la retórica y de ambición republicana de figurar.

La clase media

Sigue al círculo superior, una clase original por falta de caracteres propios, por lo desatendida que pasa y por no haber hecho el profundo surco que marca su camino en las sociedades europeas. Como ya hemos dicho, la clase media en el Perú vive avergonzada de su existencia y hace prodigios de simulación para confundirse con la clase superior a la cual no pertenece. Está constituida por la pequeña industria, la pequeña propiedad, el pequeño comercio y el burócrata en todas sus variantes. Tiene poca influencia en la marcha institucional de la República, especialmente aquella que actúa en la función pública. La situación del territorio y lo difícil que se hace la comunicación ha impedido su bienestar. Es una clase pobre, sana, a la cual no hay que atribuirle los males nacionales. Sufre pacientemente nuestras crisis económicas y morales y limita su aspiración a comer y a tener con qué educar a sus hijos. La circunstancia de no poder conseguir una y otra cosa sino al amparo del Estado o contando con la protección que le dispensen los magnates de la industria y del comercio, da por resultado que su acción —395→ sea nula y su voluntad tenga poco peso en los destinos de la República. Está además dividida y disgregada, al contrario de lo que pasa en Europa donde la unión y la sociabilidad entre los que forman una clase o agrupación los hace fuertes y respetados. La desunión entra en el carácter nacional.

Sin mucho que decir de la clase media cuya vida económica está asegurada por el hecho de pertenecer a profesiones a las cuales no se puede ingresar fácilmente por el conocimiento especial que exigen, como por ejemplo, la de linotipista, dedicaremos el capítulo a la masa común de empleados, a esa que no está bien pagada porque desempeña por lo general en la industria, en el comercio y en la administración pública, labor cuyo esfuerzo no requiere especialidad alguna. Su número es excesivo, y sus quehaceres muchas veces apenas requieren las débiles energías de la mujer y del niño. Por esta causa, el capital, indiferente y frío no tiene por qué preferir en la remuneración a un sexo sobre otro. Paga al hombre o a la mujer por igual, en relación con la faena que encomienda al individuo. El cajero de detall, el mecanógrafo, el vendedor de cintajos o telas, el de perfumería y el de otros muchos objetos, cuya venta no requiere conocimientos especiales, como el modesto empleado sedentario de una oficina pública, no ganan más, porque la mujer, más apta para esos menudos menesteres, ganaría lo mismo o menos, y porque además son muchos los que por desgracia se dedican a la mecanografía, a la venta de telas o a la copia de documentos oficiales. Es cuestión, en primer lugar de calidad de trabajo, y en segundo de concurrencia.

Si los obreros en el Perú obtienen casi todo lo que quieren, es porque son pocos en relación a la potencialidad de —396→ las industrias. No pasa lo mismo con el tipo social del empleado. Para un puesto creado o vacante hay diez que lo soliciten. Por consiguiente, el empleado es barato.