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La prueba

Segunda parte de Una Cristiana

Emilia Pardo Bazán






ArribaAbajo- I -

No sé si he dicho en la primera parte de estos verídicos apuntes que Luis Portal, mi sensato, cuco y oportunista condiscípulo, era bastante feo y desgarbado, lo cual probablemente influía mucho en su manera de entender la vida y en su intransigencia para con los sueños, las ilusiones, la poesía, la pasión y demás cosas bonitas que dan interés a nuestro existir. Tenía Portal el cuerpo cuadradote y macizo; las manos anchas y mal puestas; la pierna corta; la cabeza bien desarrollada, pero redonda cual perilla de balcón; el cuello sin gallardía, y los hombros altos; las facciones demasiadamente grandes para su estatura, de lo cual resultaba una facies nada vulgar, pero de mascarón de proa; una carofla, como le decían para hacerle rabiar, cuando era chico, sus compañeros en el Instituto de Orense. El claro entendimiento de Portal le inducía a sufrir con risueña cachaza las bromas relativas a su físico; pero el amor propio inherente a la naturaleza humana debía de hacerle sentir a veces su aguijón, y lo revelaba, sin querer, en cierto afectado desprecio hacia la belleza masculina, y en las pullas que nos soltaba a los compañeros a quienes creía mejor tratados por la naturaleza.

Nunca advirtiera yo la mala gracia y prosaico exterior de Luis como un día que vino a verme, hallándome ya convaleciente de la enfermedad que atrapé a la salida del teatro Real -y que no sé si debo llamar bronco-pneumonía, bronquitis capilar, laringitis aguda, pulmonía doble, o con otro de los infinitos nombres que entretejen la complicada red de las afecciones de los órganos respiratorios-. Después de haber estado en verdadero peligro, alcanzando esas temperaturas altísimas más allá de las cuales el organismo se abrasa y aniquila, y sobreviene la muerte, de pronto se me inició franca mejoría, y ya me permitían levantarme un poco a las horas favorables, y permanecer al lado de mi mesita, reclinado en una butaca. El día en que Portal vino a acompañarme -domingo por señas- estaba el cielo encapotado, cosa rara en Madrid, y el camarada entró hasta mi cuartito metido en luengo impermeable barato, de esos que apestan a azufre desde una legua. Oculto en aquella garita de tela rígida, con su esclavina, su capucha caída a la espalda y su hongo, Portal parecía cada vez más rechoncho y desairado, y el color bazo de la prenda se confundía con el moreno de su gran cara. Esta, no obstante, irradiaba júbilo, que yo atribuí a la compra y estreno del impermeable, y así se lo dije al comprador.

-¡Qué tono nos damos! ¿Cuánto vales hoy con funda?

Portal sonrió, giró sobre sus tacones, se puso de perfil, se volvió de espaldas...

-¿No parece increíble que lo den por cuatro duros menos una peseta? ¡Y con esto, vengan chaparrones! Ya puede uno salir al campo, hacer cuantas expediciones quiera...

-Sí, pero no estar al lado de un amigo convaleciente. Hijo, eso huele a demonios -advertí- sin fijarme en la rareza de que Portal, tan sedentario y comodón, soñase en hacer excursiones campestres cuando se necesita chubasquero.

Mi amigo salió a colgar su adquisición en el perchero del recibimiento, y volvió, ya a cuerpo gentil, a sentarse cerca de mi sillón, dirigiéndomela pregunta clásica:

-¿Qué tal ese valor?

Abrí la válvula. ¡Necesitaba tanto un desahogo! ¿Y con quién mejor que con Luis, el camarada y amigote conocedor de la rara historia de mi alma durante el período de un año?

-De la enfermedad, chacho, muy bien; a pedir de boca. Yo mismo conozco que voy reponiéndome. Cada sorbo de caldo es vida que bebo. Ya puedo andar ¿ves? sin trémolos en las piernas ni telarañas en los ojos.

Hice la prueba, me puse en pie y di algunos pasos firmes, tropezando en seguida con la pared, pues mi cuarto era, como ustedes no ignoran, reducidísimo.

-¡Eh, pocas valentías!... A sentarse -ordenó Luis-. ¿De modo que hecho un héroe? ¿Con ánimos para todo?

-Según para qué -respondí, dejándome caer en la butaca y envolviendo las piernas otra vez en mi capa raída-. La carne va robusteciéndose; pero el espíritu... ps, ps.

La faz de Portal expresó claramente este signo ortográfico?

-Tú no sabes las cosazas que yo soñé en los días de mayor gravedad, en los días del calenturón, de los treinta y nueve grados y muchas décimas... Soñé (pero mira que lo estaba viendo y oyendo tan claro como te puedo ver y oír a ti, si me hablas ahora) que la tití... ¿entiendes? la tití en carne y hueso me hacía mil caricias, me decía palabras tiernas así por lo bajo, me abrazaba, consentía que la abrazase... en fin, que teníamos resuelto el problema.

Portal continuaba mirándome, pensando tal vez: «Dejemos a este que desembuche. A ver en qué para».

-Pues hijo -continué-, cesar el peligro y disiparse el sueño, fue todo uno. Mi tití ya es la de siempre: fuerte e inexpugnable, revestida de su deber lo mismo que de una cota de mallas. Cariñosa conmigo, sí; ¿pero qué? El cariño que nadie rehúsa a un enfermo, a no tener entrañas de fiera. ¡Nada de lo otro... nada! Así es que estoy tan perturbado, que echo de menos la fiebre, y la antipirina, y las drogas puercas que me disponía nuestro paisano el doctorcillo Saúco, el cual me ha vuelto loco a fuerza de potingues. ¡Ay! Me papaba yo ahora un cuartillo de óxido blanco a trueque de oír alguna de aquellas palabritas de azúcar, que ni sé en qué consistían... o por soñar que las estaba oyendo.

Mi amigo se cogía la barbilla como quien reflexiona. Al fin resolló:

-¿Y estás bien seguro de que efectivamente no has soñado las demostraciones de la tití? ¡Porque es tan fácil ilusionarse!

-¡Caramba! ¿De cuándo acá me ilusiono yo tratándose de esta mujer?

-Baja la voz -advirtió el prudente orensano-. Pueden andar por el pasillo, y si nos oyen...

-Tienes razón -contesté poniendo la sordina-. Pero conste que no me ilusiono, ni hay tales carneros. Habré delirado, habré divagado; solo que aquello... ni fue divagación ni delirio. Tan verdad como que ahora charlamos los dos aquí.

-Y después -interrogó Luis-, ¿nada?

-Nada absolutamente; ni esto.

Calló Portal un instante, y dándome suave palmada en el hombro, declaró con énfasis:

-Hijito, piensa bien si te es igual ser perdigón o aprobar las asignaturas. Si te es igual, sigue enamorado así, a lo Don Quijote, de la fermosa Dulcinea; si no, manda a paseo figuraciones y delirios; trinca los libritos en cuanto estés bueno del todo... y a vivir. Desde que te amartelaste, hablas y obras lo mismo que si tuvieses dos mil duros de renta asegurados, y siguieses la carrera por adorno. Mira que estamos en Abril, y que una enfermedad retrasa. Ya sabes que nuestros arrenegados estudios son como las cabras del cuento de Sancho Panza: si saltamos una cabra, hay, que empezar el cuento otra vez. Aprende de mí; a poco que me descuidé el año pasado... ¡No volverá a suceder, juro a Dios, por muchas tentaciones que se me presenten!

Al hablar así, sonrisa misteriosa iluminó la amplia faz de mi amigo, y sus ojos, expresivos a fuerza de inteligencia, destellaron chispas de orgullo, lo mismo que si dijesen: «Tampoco por acá somos costal de paja, y tenemos nuestras aventuras como cada hijo de vecino».

-Chacho -pregunté-, ¿qué pasa? Aquí hay gato encerrado... ¿De cuándo acá secretitos para mí? ¿No te lo cuento yo todo?

La sonrisa de Portal se difundió por su gran cara, y fue ya, más que sonrisa, resplandor de alegría verdadera. Los hombres que tienen poco partido con las mujeres, sonríen así cuando pueden afirmar que han cautivado a una.

-¡Phs!... -respondió, alardeando de modesto y de discreto- verás. Como se trata de una cosa tan rara, tan distinta de lo que solemos encontrar... No sé si te harás cargo... ¿eh? Porque ya te digo que es de lo que no abunda.

-Gracias por la brillante opinión que tienes formada de mis entendederas.

-No es eso, hombre... no es eso. Es que no estando en pormenores...

-Bueno; cállatelo si te da la gana, pero no me vengas con músicas. A fe que si quieres explicarte...

-Pues procuraré enterarte bien... y enterarme yo mismo: estoy aún como quien ve visiones. Lo primero, te diré que es una extranjera, una inglesa...

-¿Inglesa?

-Sí, hijito; del mismo Londres... castiza. Una mujer preciosa; ese tipo de allí, ya sabes... alta, blanca como la nieve, muy fresca, facciones regulares, y el pelo de un rubio así pálido, pálido... casi ceniza... ¡No creas que sosa... no! ¡Más maliciosa y más salada!... En los carrillos dos hoyos llenos de chiste.

-Que me estás haciendo agua la boca... Ten caridad, hombre.

-No exagero pizca. ¡Si te aseguro que he tomado el asunto con cierta serenidad! No soy como tú, que te vas amelonando, amelonando... hasta que pierdes la chaveta. Nada de eso; yo en mis trece... Pero de ahí a cerrar los ojos y desconocer las cualidades de la persona...

-Anda con ellas. Inglesa, alta, pelo ceniza, hoyos... ¿Qué más?

-¡Bah!... ¿Soy algún simplón? Lo de los hoyos y del pelo es lo que menos me importa. Si algo me interesa o podrá llegar a interesarme, es el modo de ser de la chica. Ya sabes que a mí no me hacen feliz la ignorancia cerril y las rutinas educativas de la mujer española. Me gusta una muchacha instruida, capaz de alternar en conversación, despreocupada, con aficiones artísticas y conocimientos en todas las materias... Esta creo yo que es la mujer del porvenir. Bueno; pues mi realiza ese tipo.

-Tu... ¿qué? -pregunté interrumpiéndole-. ¿Cómo dices que se llama esa señorita?

Portal se acercó a la mesa, cogió un lápiz y escribió sobre el primer papel que halló a mano: Maud.

-¡Ah! -exclamé, recordando mi inglés prendido con alfileres-. Eso me parece que significa Matilde. ¿Por qué no le llamas Matilde, que es más bonito y suena mejor?

-¡Hombre, qué ha de sonar! es precioso... , ... -repitió Luis relamiéndose.

-Bueno, pues convenido; responde por la inglesa -dije, comprendiendo que mi amigo estaba encariñado con la sílaba británica-. ¿Y dónde has descubierto ese tesoro?

-En el tranvía. Suelo meterme en él a la tarde, ir hasta el fin del trayecto y volver luego paseando. Muchas veces subo por el de la Puerta del Sol a la calle de Fuencarral, y no me bajo hasta la Glorieta de Bilbao; desde allí, pédibus andando, a casa, a comer. Esto, generalmente, de seis a siete. Dos o tres tardes noté que en la misma Puerta del Sol entraba una señorita de aspecto extranjero. Chico, desde el primer día me llamó la atención. ¡Iba tan decidida y tan sencilla y tan seria! Por el camino sacaba un libro y leía. Miré de reojo... debía de ser una edición de Shakespeare, porque distinguí una lámina de Romeo subiendo por el balcón de Julieta.

-Bonito misal para una señorita -interrumpí yo-. ¿Sabes que por ahora no veo nada de particular en todo eso?

-Ni lo verás después -replicó Portal con algún enfado-. Para ti, todo lo que no sea descolgarse por una reja, robar a una esposa del Señor o seducir a una creyente heroína...

-No te sulfures, y sigue palante.

-Pues poco tengo ya que añadir -exclamó mi amigo, evidentemente amostazado por la interrupción-. Escalamientos y raptos, no los hay en esta historia. No la canté ninguna trova, ni la propuse la fuga. ¡Ha sido lo más vulgarón!... En vez de afincarme de hinojos, fui y la pagué el tranvía...

-¿Y diez a diez centimitos, entruchasteis la inglesa y tú?

-Yo no sé si puede llamarse entruchar -prosiguió el oportunista-. A las tres veces que pagué ya me saludó. Al otro viaje, después del saludo, me pidió prestado El Imparcial, que yo no acababa de comprar, y comentamos juntos alguna noticia. Ella solía bajarse poco más allá del Tribunal de Cuentas, a la entrada de una calle muy solitaria, donde me dijo que vivía. Así que se estableció el trato, la propuse que llegase conmigo hasta la iglesia de Chamberí, que luego nos volveríamos a pie; y aceptó la proposición sin empacho, porque en el extranjero no existen esas ñoñerías ridículas de aquí, y una señorita y un hombre se pasean juntos sin que tiemblen las esferas. A pie nos volvimos, con una tarde preciosa, y charlando que era una bendición de Dios.

-¿Y qué tal de varas? ¿Entra bien en suerte?

-¡Varas! ¡Estás fresco! Te equivocas de nación, hijo. A mi inglesa no ha nacido el que le ponga varas. Con una española, en el mero hecho de dar ese paseíto entre dos luces, teníamos arreglado el asunto; pero con esas barbianas... ¡Si ni sabe uno por dónde empezar!

-¡Inocente! -exclamé gozándome en ver al sagaz Luis cogido en la red, como un doctrino-. ¿No te acuerdas de lo que dice Shakespeare (ya ves que cito un inglés) en Otelo? «El vino que ella bebe está hecho con uvas».

-¿Sí? Pues aplícale eso a tu tití, que a no le cuadra. Porque lo que no resultó en el primer paseo... resultó en los posteriores... ¡Pero si vieras! De la manera más natural del mundo. Si te cuento cómo...

-Todo soy oídos.

-Pues nada... Figúrate que siempre hablábamos de cosas indiferentes, de esas que son conversación vedada para las madrileñas: de política, de ciencias, de literatura, de artes, hasta de religión... y yo sin encontrar resquicio para espetarle la declaración y saber cómo lo tomaría... Una tarde que habíamos dado un paseo más largo que de costumbre, la veo que saluda a un señor alto y entrecano que pasaba, y al saludarlo se orzara bastante. Pregunto por qué, y quién era aquel señor, y me contesta: «¡Oh! Nadie... El representante de la compañía Stirling, que conoce a mi papá muchísimo. Yo me he puesto así, colorada, porque como aquí no es costumbre que las señoritas paseen solas con sus novios... En mi país se hace, y no extraña...». Así averigüé que era novio de . ¡Figúrate cómo me quedaría!

-¡Olé por la pérfida Albión! ¡La niña que no tomaba varas! Total, que ella fue quien te espetó a ti su atrevido pensamiento.

-¡Bah!... Yo no sé a qué te entero de estas cosas. Está visto que nuestro ideal amoroso se parece como un huevo a una castaña. Mejor me fuera callarme el pico.

-No, hombre, no; si me hace gracia el verte dichoso y contento, en posesión de la mujer con que sueñas. ¿Qué es ? ¡Pues santas Pascuas! Ya ves que soy más tolerante, muchísimo más que tú. Tú no transiges con la mía... Yo admito la tuya, con sus pies de una vara de largo, que parecerán dos sollas... Ya todo esto, aún no sabemos qué oficio ni qué beneficio tiene la señorita , ni si cuenta con padre, madre o perrito que le ladre.

-¡Qué cosa más rara! -exclamó riéndose Portal-. Has nombrado precisamente todas las cosas que posee. ¡Padre y madre! ¡Ya lo creo! Y excelentes personas. Un poco así... vamos, muy ingleses en tu tipo. ¿Perrito que le ladre? Se me había olvidado decirte que cuantas tardes pasea conmigo, lleva un king’s Charles de lanas negras... una monada.

-Estaréis muy monos, efectivamente, la señorita, el cusculeto y tú.

-Y -prosiguió mi amigo desdeñando la interrupción- en cuanto a oficio y beneficio... lo tiene; no es como estas mujeres de por acá, que andan en busca de un marido que las mantenga, porque su ineptitud y las absurdas ideas sociales no les permiten ganarse honradamente la vida. va todos los días a la calle Ancha de San Bernardo a dar lecciones de inglés, geografía e historia a unas señoritas hijas de gente rica. En muchísimas casas le hacen proposiciones para institutriz; pero no le conviene. Prefiere estar con su familia, con sus hermanitos.

-¡Ay, ay, ay!... ¡Malorum! -dije, saboreando el gusto de motejar a Portal-. ¡Muy encandilado te veo! Esto va a tener mal fin.

-¿Quién, yo? -preguntó mi amigo, tocándose con el índice de la izquierda la solapa de la americana-. ¿Casaca a mí, al hijo de mi padre? ¡Quia, hombre! Por lo mismo que se trata de una mujer ilustrada, instruida, superior a su sexo, ¿crees que va a preguntarme si voy con buen fin; ¡Dios nos libre! y yo somos dos amigos... vamos... dos que se gustan, que se dan paseítos juntos por las afueras y que se irán algún domingo de excursión a Alcalá o al Escorial... ¡Pero de esto a lo otro! ¡A la Vicaría! ¡Qué desatino, chacho! Ella vive y se las arregla; yo estoy en camino de conquistarme también mi posición; no tengo nada de Quijote ni de visionario; por lo tanto, figúrate si me he de caer en ese pozo.

-¿Entras en la casa? -pregunté.

-Todavía no -respondió mi amigo con cierto embarazo.

-¿Pero vas a entrar?

-¡Ah! Sí, no habrá más remedio... Pero en concepto de amigo de solamente. Nada de noviazgos oficiales. Así se lo he dicho a ella, y está enteramente conforme. En su casa tampoco hacen preguntas indiscretas, ni extrañarán que lleve presentado a un amigo, a tomar té. Son otras costumbres, más fáciles y racionales que las nuestras. Después de que me presenten a mí, te llevo a ti un día. Debe de ser una casa patriarcal.

-¿Conque excursioncitas? Ahora ya veo yo la razón práctica de los cuatro duros menos una peseta del apestoso -dije a Portal, para tirarle más de la lengua.

No conseguí. Continuó hablándome de su aventura y de los méritos de la señorita , la cual era un estuche de habilidades; pintaba a la acuarela, tocaba el piano, escribía impresiones, bordaba y hasta sabía levantar mapas -mapas, no es broma-. Era visible que mi amigo estaba en ese período en que las naturalezas más egoístas que altruistas ceden al placer de creerse amadas, y experimentan una plenitud vanidosa que se parece muchísimo al verdadero entusiasmo. De repente torció la conversación, y me dijo con misterio:

-La Belén me ha preguntado más de diez veces por ti. Hasta dio una misa a no sé qué Virgen, para que te sanara. ¡Pillete!... ¡Qué fortuna! Haz, haz remilgos. Y... ¿y tu tío Felipe? ¿Qué tal se ha portado mientras duró la enfermedad? Explícame eso, que será curioso. ¿No ha sacado el Cristo de los celos? ¡Si vieses cuánto me extraña que ya no tengas desazones por ese motivo!

-Ninguna -contesté sobriamente-. Admírate. En mi opinión, ese hombre está cansado de su mujer, y hasta creo que arrepentido de su boda.

-¡Chist!... ¡Baja la voz! No hablemos aquí de eso -suplicó mi cauteloso amigo-. Hacemos muy mal en tocar siquiera la conversación. Si no se enteran ellos, pueden enterarse la cocinera o el criado, y entonces peor que peor. Veo que este intríngulis toma nueva faz... El primer día que te permitan salir, charlaremos.




ArribaAbajo- II -

El día llegó por sus pasos contados, después de los trámites inevitables de toda convalecencia: el ala de pollo, devorada con placer y golosina; el sopicaldo frecuente; los paseos por la casa, realizados por países nuevos; y después de ejecutar tantas acciones indiferentes con la ilusión que ya no producen cuando son actos de la vida diaria, el alta, el regreso al mundo de los sanos, que, en vez de júbilo, causa inexplicable melancolía, análoga quizás a la del navegante que después de haberse acercado al puerto seguro, se arroja otra vez al Océano. Permitiéronme salir a la calle embozado en mi capita, a las horas de sol, de ese generoso luminar madrileño, alivio de los achacosos, alegría de los vagos y consuelo de los tristes. Una mano desconocida, sin duda la piadosa diestra de la tití, había descolgado de la pared de mi cuarto el espejo, para impedirme que comprobase lo que los médicos llaman el hábito exterior de la enfermedad. Con el alta volvió el espejo a su clavo, y cuando me vestía, pude echar una ojeada a mi coram vobis. La ropa me revelaba un estirón en mi persona, y la azogada luna me dio otra noticia más sorprendente, demostrándome que se había cumplido el ciclo de mi desarrollo físico y realizádose la plenitud de mi ser. Era una especie de vegetación suave, pero tupida, que me guarnecía el mentón, dando a mi fisonomía aspecto tan nuevo, que apenas me reconocí. ¡Barba, Dios mío, barba! ¡El signo de la dignidad viril; el noble atributo de la hombría de bien; el fenómeno que señala el pleno ritmo de las funciones fisiológicas; el adorno que negó la naturaleza a las razas inferiores, oscuras y salvajes; el símbolo de la lealtad; el distintivo de la aristocracia en sus orígenes; aquello que se les repelaba a los traidores, y por que juraban los caballeros sin tacha, como sobre sagrada reliquia!

Apenas podía creer que fuese realmente barba lo que orlaba mis mejillas con cerco de tan dulce sombra. Admirábame, a manera de hombre electrizado que ve cumplirse en su organismo, sin anuencia de su voluntad, arcanas leyes de la naturaleza. Tocaba aquel vello oscuro, lo acariciaba, lavábalo con agria y jabón, pasábale el peine, y me costaba trabajo reprimir la tentación de ir a retratarme en seguida. Nunca hice tanto gasto de espejo como al punto en que me convencí de que era hombre barbado. En mí surgía, con la entera virilidad, secreto orgullo y cierta conciencia de la legitimidad de la pasión. Antes, cuando pensaba a solas en el enigma de mi enamoramiento loco, y me acusaba por dejarme llevar sin defensa de la corriente romántica, solía, buscando argumentos contra mí mismo, acordarme de mi faz casi lampiña, de mis mejillas lisas y redondas como las de una damisela, y del ligero trazo al difumino sobre el labio superior, único rasgo grave que realzaba una fisonomía por demás juvenil. Ahora me parecía que hasta el bigote se había robustecido y espesado, y contemplando mis ojos, agrandados por la enfermedad, y mis facciones, acentuadas por la transformación, sentía cual si hubiese subido un peldaño de la escala humana, pareciéndome que ya ni los grandes sentimientos ni los grandes actos eran ridículos en mí.

Además -con algún rubor lo declaro-, comprendía que mi apostura, mi exterioridad, lo que llamaba mi estampa Luis, habían mejorado en tercio y quinto con la aparición de la barba. Claro está que no pretendía darla de buen mozo, ni era semejante vanidad lo que me complacía, sino la idea de que parecer más hombre era desde luego el principal y tal vez el solo canon de la estética varonil.

Una cosa me cohibía, aguándome el gustazo de las barbas. Y era cierta deficiencia, no orgánica, sino social: la carencia de algo tan preciso para existir entre nuestros semejantes, en medio de nuestra civilización, como la sangre para el proceso biológico. Me faltaba, ¿quién no lo adivina?, metal acuñado; y el metal acuñado es padre de todo aplomo y arrogancia, y fundamento hasta de esa labor imaginativa que cristaliza en nuestro cerebro los ensueños y las aspiraciones poéticas. ¿Qué hace la criatura humana privada de tan indispensable emolumento? Ni aun la pasión es lícita al que carece de palanca de oro. Poned aun hombre en la fuerza de la juventud, con energía y plasticismo de ilusiones, y atadle las manos por falta de un pedazo de papel mugriento con la efigie de Mendizábal o de Lope de Vega, y veréis lo que es bueno en materia de berrinches vergonzantes. Sin dinero, sólo no agacha las orejas el descarado petardista, el corsario capaz de apostarse en la esquina de un callejón para dar caza a las pesetas ajenas, y que ya ha perdido esa delicada película que es al decoro lo que al cuerpo humano la epidermis.

En aquella ocasión, la escasez de guita se traducía en mí por gran decadencia en el ramo de indumentaria. Entre la batalla de todo el invierno y el estirón de la enfermedad, no había prenda que me sirviese. Lo noté al vestirme par a la primer salida, y cuando mi tití me despidió en la puerta, encargándome que «volviese temprano por causa del frío», me avergoncé de mis pantalones rabicortos y de mi capa vetusta. «Parezco un escribiente temporero», pensé con rabia.

Recuerdo que fue lo primerito de que hablamos Portal y yo mientras bajábamos, por las calles de Serrano y Lista, hacia el paseo de la Castellana. Hacíamos rumbo al candelero de Colón, cuando dije a mi amigo:

-Chico, no hay, cosa más cargante que no disponer de un céntimo. A veces me entran ganas de echarlo todo a rodar y marcharme a Buenos Aires. Con lo que sé ya me basta para ganarme la vida allí. Es una ridiculez andar como ando, con este tipo y este pergeño, y no poder irse en derechura al sastre: «Hagame usted un traje de mezclilla, que estamos en primavera». Aquí me tienes reducido a un chupiturqui que parece la chaquetilla del pirata Barbarroja, y a esta capa indecente. Hijo, no nos acerquemos a Recoletos, que allí pulula la gente y encontraremos conocidos. El descubridor de las Américas nos manda volver atrás.

Así lo hicimos, y Portal, tomando a broma mis contrariedades, me preguntó:

-¿Y para cuándo son los sablazos a las mamás?

-¡Ya comprenderás que no deja de habérseme ocurrido! Y por ahí acabaré... pero me molesta. Mi madre hace demasiado; hace prodigios. No habrá otro remedio... Mal va a sentarla el petitorio, después de que mi tío la avisó de que le pasará la cuenta del médico.

-¿Eso hará?

-Eso. ¿Qué te creías tú? Y lo prefiero. Me avergonzaría que pagase él los gastos de mi enfermedad. Gracias a Dios, correrá con ellos mi madre. Mi tío está sufriendo en su carácter un cambio, para empeorar, por supuesto. Antes era únicamente antipático. Ahora se ha hecho aborrecible. El menor extraordinario le sobreexcita. Yo le observo, y me froto las manos, porque veo que en mi tití se establece correlación de sentimientos, y que conforme él se vuelve más tacaño, más cominero y más duro, ella se retrae más, y la intimidad matrimonial se la lleva el diablo.

-Chacho -advirtió Portal deteniéndose, con el movimiento característico que ejecutamos cuando una conversación nos interesa-, en la historia de tus tíos noto que armas unos embrollos psicológicos tales, que no ocurriendo nada en ese matrimonio, al menos exteriormente, cuando hablas tú parece que existe un drama interior complicadísimo. Ni comprendo al marido ni al galán. A ver si me aclaras el infundio.

-Verás -contesté, apoyándome en su brazo, porque aún me sentía un poco débil-. Pues la situación me parece bien sencilla, aunque en ella, como en todas estas cuestiones amorosas y matrimoniales, hay algo que no se explica bien. Ni en amor ni en filosofía conseguirás nunca entender las substancias. Soy el primero a reconocer que es una anomalía este entusiasmo tan fuerte, y creo que debido al solo hecho de haberse casado con mi tío esa mujer...

-Sí, hijo, es anomalía, o manía, hablando pronto -afirmó el oportunista-. He visto muy poco de eso. Si tú vivieses recluido en algún seminario... ¡Corcho! entonces... El hombre reprimido esta expuesto a cometer ene disparates por una escoba con faldas. Pero teniendo tú libertad y la suerte de haberle caído en gracia a una mujer tan principal como Belén... ¿No sabes? Coche, ¡tiene coche ya!... Tanto la calenté la cabeza, que la mujer no ha sosegado hasta sacárselo al bolsista. Lo sé porque ayer volvió a preguntarme por tu salud... No te quiere enfermo la chica.

-Déjame de belenes -contesté risueño-. ¿Nos sentamos en este banco? -añadí indicando uno entoldado por frondosa acacia.

-Corriente. Pero vas a confesarte conmigo. A ver si determino los coeficientes de tu estado moral, y averiguo la causa de que estés así, a quinientas atmósferas de amor, sin por qué ni para qué.

El sol, que picaba agradablemente, calentando mis piernas y mis pies y la parte de tronco que yo sacaba de la zona de sombra producida por el árbol, me infundía en las ideas claridad y optimismo, causándome a la vez cierta impresión que puede llamarse de irrealidad de las penas; benéfica operación mediante la cual el alma elimina el gas mortífero del dolor, y respira el oxígeno de la esperanza, sin causa ni motivo, sólo por la virtud curativa y reparadora que lleva consigo la existencia.

-También a mí -contesté- me han entrado ganas de hacer examen. A veces se me figura que vivo rodeado de fantasmas, y que esos fantasmas me los he forjado yo mismo. Se me ocurre si no habrá tal pasión, ni tal odio, ni nada. Chacho, ¿qué te parece?

Y al decirlo apoyé la mano en el hombro de Luis. Mi amigo, opuesto siempre a dar pábulo a la curiosidad de los transeúntes, y además muy poco demostrativo, al menos con los varones, se apartó, y dijo mirándome con un reposo lleno de inteligente sagacidad:

-Buena señal cuando tú mismo conoces tu extravagancia. Capítulo primero. Mientras estabas malito, ¿te figuraste que la mujer de tu tío te manifestaba cariño, o amor, o qué sé yo qué?

-Tampoco entiendo yo lo que era. Ojalá fuese amor; pero también pudo ser cariño.

-Y al cesar el peligro, ¿cesaron las demostraciones?

-Sí, de repente. Hoy sólo noto en ella... la simpatía involuntaria que siempre noté; una especie de atracción, que, comparada a la repulsión que la inspira su marido... ya es algo.

-¿Y él? ¿Él? Capítulo segundo e importantísimo. ¿Él ha pescado? ¿Hay celotipia?

-No. Casi no entró en mi cuarto.

-¿Y a qué atribuyes tú esa frescura?

-A dos cosas puede atribuirse. La primera, a que mi tío no es tonto, y sabe de qué madera está hecha su mujer.

Portal, sin abrir la boca, dejó oír el sonido de una u repetida y prolongada.

-¿No lo crees? A ver la segunda explicación. A mi tío no le importa su mujer. Nunca la quiso, y desde hará un par de meses se ha despegado totalmente de ella.

-¿Por qué?

-Sospecho que por la boda de su padre, aquel señor de Aldao, que debe de estar ido, cuando hizo la melonada de casarse en secreto con una chicuela, hija de un cabo de carabineros, que tendrá dieciséis o diecisiete años y la mayor cabeza de viento que se conoce en las cuatro provincias. A mi tío se le atravesó la boda; empezó por armar escándalo con su mujer, lo mismo que si ella fuese responsable de las chocheces del papá; y desde ese día casi no ha vuelto a dirigirle la palabra. Se está fuera todo el tiempo que puede, y escatima hasta un ochavo. Nunca fue espléndido; pero ahora sufre una crisis de avaricia. De rechazo, no por celos ¡quia!, tiembla que yo le sea gravoso. Uno de los motivos porque no quiero hablarle del mal estado de mi guardarropa, es porque le creo capaz de ofrecerme prendas suyas de desecho. Te digo que está el hombre medio lunático; se figura que el señor de Aldao tendrá sucesión, y, que la tití quedará desheredada, y anda todo caviloso; ninguna conversación le distrae; cuando la gente le pregunta qué le duele, responde que no sabe, que es un poco de murria... Sólo el verle da hipocondría.

Portal reflexionó algunos instantes, y clavando en mí las pupilas, intensas y escrutadoras, repitió:

-¿Pero tu estás seguro de que ese hombre no tiene celos?

-No -repliqué con energía-. Siento, conozco que no los tiene. Aunque me lo jurasen frailes descalzos. No tiene celos.

-¡Cosa más rara! -murmuró mi amigo, sacudiendo la cabeza meditabundo-. Porque no puedo convencerme de que sea únicamente cuestión de boda del suegro... Eso le pondría furioso al pronto; pero las murrias no penden de la boda. Si estás seguro de que no hay celos, otros disgustos habrá. Un paisano mío me dijo anteayer que en Pontevedra andan muy mal las cosas, y que el Santo del Naranjal le da de codo a don Felipe y protege a su gran enemigo Dochán, el que le hizo tanta guerra para que no le pusiesen en casa la oficina de Correos... En algo de esto consistirá; aunque, realmente, son motivos fútiles para tanto abatimiento. No lo entiendo. Nadie me quita de la cabeza que ahí hay busiles. Los celos sí que lo explicarían perfectamente; pero tú dices -insistió el muy porfiado- que celos no.

-Celos no. Vive seguro de ello. ¡Ojalá los tuviese, y fundados!

-Oraciones de locos no llegan al cielo. Y después de todo -añadió Portal rascándose una oreja-, ¿de dónde sacas que no existe fundamento para celarse? No me has repetido cien veces que ella le mira con repugnancia? Si tú lo notas, ¿no había de notarlo él? ¿Y no dices que ella te hizo muchas carantoñas mientras estabas enfermo? Pues auto en mi favor. Si él percibe algo, y al mismo tiempo nota que no le cae en gracia a su señora... blanco y migado...

-¡Te digo que no es eso! -repliqué impaciente-. Te digo que si fuese así, no me cabría a mí el gozo en el cuerpo, ni necesitaría tomar el sol para reanimarme. ¡Ay, ojalá! Pero naíta. Mi dicha ya sabes que carece de elementos positivos, y se funda en el negativo de sorprender en ella, no sólo aquella repugnancia misteriosa de antes, sino, de algún tiempo acá, otro sentimiento más declarado y más activo. Sí; por mucho que se reprime y trata de no caer en lo que a ella misma le parece una maldad muy grande, no lo logra, y el sentimiento renace más fuerte que su voluntad. ¿No sabes que yo la estudio constantemente? Esta manía es una gran empollación.

-Ya lo sé... ¡Así empollases las asignaturas! ¿Y qué más averiguas de ese estudio?

-Que antes era sólo repulsión, y ahora es aborrecimiento... No lo dudes, no. Mi felicidad no tiene otra base. Vivo de que le aborrezca. ¿Comprendes lo que en una criatura como ella significa el odio? ¡Ella, que es toda simpatía y caridad! Pues le odia. Yo la observo: nada de cuanto hace puede escapárseme. Noto que por las mañanas, cuando vuelve de misa o del confesionario, se vence, le habla con dulzura, hasta con afecto, y no le mira, por no dejar asomar a sus ojos la luz de aquello que pretende encubrir a toda costa... Pero a medida que pasa el día, su vehemencia y su espontaneidad vuelven a sobreponerse, y ¡créelo! si la voluntad fuese un veneno... mi tío estaría muerto hace días.

-¡Válgala el diablo! ¿Y de qué razones nace ese odio?

-Ya te lo he dicho: en mi concepto, del actual modo de ser de él, y de que la antipatía enconada puede convertirse así, de pronto, en saña invencible. Yo no soy persona que haya sentido jamás impulsos de atentar a la vida de nadie; pero a mi tío, créeme que de algún tiempo a esta parte le hubiera escabechado dos o tres veces de muy buena gana.

El oportunista pegó un brinco sobre el banco de piedra, y se puso a mirarme lo mismo que se mira a los locos y a persignarse de prisa.

-¡Hijo... hijo... hijo...! ¡Esta es la cierta! ¡Rematado, rematado! No te lo digo de broma: tus nervios se encuentran desequilibrados completamente; por Dios, sin tardanza, duchas, bromuro, régimen tónico...

-Déjame a mí. Cada loco con su tema -le respondí sonriendo-. Mi gloria consiste en una quimera, ya lo sé, y quimera muy rara... ¿Pues qué mal hago? A mí me basta, y a los demás no les importa. Estoy satisfecho con que medie cierto paralelismo de sentimientos entre la mujer fuerte y yo. Si a mí me inspira repugnancia una persona, repugnancia le inspira a ella; lo que yo odio, ella lo odia: podrá no quererme a mí, pero nadie quita que sus afectos van al compás de los míos. Tú dices que mi tía es una mujer de otros tiempos, y que el espíritu cristiano y la religiosidad profunda que dictan sus acciones la hacen incompatible conmigo, que soy racionalista. Pues mira: podremos entender de diferente modo, pero sentimos igual. No lo dudes. A cualquier camueso que no conciba estas honduras y delicadezas, se le figurará que mi tío, el marido, su dueño, es el obstáculo que hay entre nosotros... ¡Memo quien tal crea! Mi tío es el lazo que nos une. No creas que yo le quiero mal porque esté casado con ella. ¡Qué disparate! Ya sabes que mi tío me es antipático desde hace ene años... desde que nací; y que ahora mi repulsión se ha convertido en aversión... porque ella le detesta también. No hay más.

Mi amigo no contestó al pronto. Después exclamó, mirándome compadecido:

-Vámonos a casa. Tienes calentura.

-No, no creas que estoy trastornado.

-¡Si no digo trastornado! Pero tienes fiebre. Echas chispas por los ojos. Embózate... y a casita.

Cuando ya habíamos pasado más allá del monumento colombino, Portal me dijo en el tono con que se da una mala noticia:

-¿No sabes quién está, en mi concepto, cien veces más malo que estuviste tú? ¿Pero sentenciadito?

-¿Quién?

-El empollón de Dolfos.

Así llamábamos en nuestra jerga amistosa y escolar a un pobre muchacho zamorano, muy corto de alcances, compañero de estudios y también de hospedaje el año anterior. Era un chico apocado, insulso, tristón, pero el más tenaz y asiduo de todos nosotros, porque, huérfano de padre y madre, le pagaba la carrera con sus economías una abuelita casi octogenaria, que le había dicho: «No quiero morirme sin verte ingeniero». Su verdadero nombre era Restituto Suárez; pero por su patria y su aspecto triste, o, como dicen los portugueses, soturno, le habíamos puesto Dolfos.

-¿Qué tiene? -pregunté a Portal.

-¿Qué ha de tener? Chacho, lo natural. Que los cerebros son igual que los estómagos; no todos pueden resistir una misma comida, y comida fuerte: no todos son capaces de cenar langosta, verbigracia. Al infeliz se le ha indigestado el atracón de binomios y polinomios, invariantes y covariantes, canonizantes de las cúbicas, y otras hierbas. ¿Te parece a ti que no has más que meterse eso en las casillas de la chola, de una chola pobre y sin humus ninguno? ¡Claro! como meter... se mete, mazo y escoplo, a fuerza de pasarse muchas noches en blanco, de suprimir todo ejercicio, y de embrutecerse con el machaques... Ese desgraciado de Dolfos no ha catado, puede decirse, un día de asueto desde que es alumno. No le ha dicho jamás a una mujer: «por ahí te pudras». ¡Si eso es vivir...! Y ahora está malo; malo de verdad. No prueba comida; tiene una tos blanda, que no me hace gracia ninguna; más flaco que un espectro... y dale que tienes a los libros. Quiere ganar al año a toda costa. Como no gane la Sacramental...

Quedamos en que yo iría en breve a visitar al malparado asiduo. A tiempo que nos acercábamos a doblar la esquina de la calle de Alcalá, Portal me dio un achuchón, exhalando un grito.

-Mira... mira quién va por allí...

Volví la cabeza. Al trote corto de un jaco no muy fogoso ni de sangre muy pura, rodaba paseo arriba la victoria donde se reclinaba, provocativa y tímida a la vez, como suelen ir las mujeres de su oficio, Belén, mi pecadora. Ceñida por el corsé, realzada por el traje verde y el redondo sombrero de castor, Belén parecía lo que era en realidad: una gran mujer, digna de precipitar al abismo a cualquier protector espléndido.

¡Cristo, en cuanto nos guipó! Porque estábamos situados de manera que sin vernos no podía pasar. Sus ojazos resplandecieron; la alegría se derramó por su hermosa cara, pálida y algo retocada de blanquete; y en su agitación, ni acertaba a decir al cochero que parase. Yo le conocí las intenciones, y arrastrando a mi amigo, me alejé, después de saludar a Belén con una sonrisa.

-Es capaz de hacernos subir al coche -dije a Portal-. Huyamos.

Ya en la plaza de la Independencia, le pregunté por .

- ¿Qué dice la Gran Bretaña?

-Ayer me presentaron en casa de los padres -respondió mi amigo-. Otro día te contaré... o, mejor dicho, te llevaré allá. ¡Verás qué gente!




ArribaAbajo- III -

Escribí a mamá una carta de estudiante legítima, que partía los corazones a fuerza de exagerar mi situación y el estado de mi guardarropa. «La capa imposible. He preguntado a un sastruco de mala muerte lo que costaría su arreglo, y dice que veinticinco pesetas poniéndole buenos embozos, y veinte si se los pone inferiores. Como la pobre está tan tronitis, creo que son de esta última clase los que se le deben echar. Otro capítulo. Mi sombrero, más indecente todavía que la capa; por donde tiene pelo, que no es por todas partes ni mucho menos, lo tiene verde, casi color de esmeralda, y por donde no lo tiene, está cubierto de un barniz tornasolado de grasa, o de goma, o no sé de qué, que revuelve el estómago mirarlo. Item. Mis pantalones mejores amenazan romperse. Los peores ya se rompieron, y además todos ellos me sirven para los brazos mejor que para las piernas. Por hoy basta de calamidades, pero conste que necesito ropa sin remedio».

Toda madre atiende a estas demandas si le queda un solo céntimo disponible. Mamá me giró dinero para vestirme, aunque al mismo tiempo me encargaba la mayor parsimonia, quejándose amargamente, por variar, de mi tío. Es cierto que el residir yo en su casa le ahorraba a ella parte de gastos de hospedaje; pero en cambio los de médico, que no habían sido flojos, los de botica, y todos los demás, de cualquier género que fuesen, recaían sobre la pobre señora, agobiándola, precisamente aquel año, cuando las rentas bajaran la mitad con la emigración y la baratura de los trigos de fuera.

Entre estas lástimas del orden económico andaban mezcladas otras que pertenecían a la esfera del sentimiento. Mi madre lamentaba que le hubiesen ocultado la gravedad de mi mal, porque, eso sí, para venir a verme en momentos tales, no le faltaría a ella dinero nunca. Añadía -con aquella graciosa manera suya de confundir y barajar las cosas más incoherentes- calurosas protestas contra el doctorcillo Saúco, un chico de nuestro país, «tan gallego como nosotros», que al año de estar en Madrid buscándose la vida, ya se creía con derecho a cobrar duro por visita, lo cual era todo un escándalo. «El médico de Cebre, que lleva tanto tiempo de práctica, me asiste por seis ferrados de trigo anuales». ¡Cuarenta y pico de duros en médico! Este dato lo tenía mi madre clavado en el corazón, y, en su concepto, el hecho de ser gallego el doctor Saúco hacía más escandalosa la exorbitancia de sus honorarios. Las cuentas de botica que le había enviado mi tío, la horrorizaban también. Aquellos medicamentos debían de estar amasados con oro, a la fuerza. En fin, el asunto es que yo hubiese salido adelante, y estuviese ya bueno y guapo y con barba corrida...

Para mí, el asunto es que ya tenía ropa aceptable, y con ella podía presentarme ante la gente, de un modo adecuado a los ensanches y prolongaciones de mi cuerpo y a la eflorescencia de mi barba. En cuanto me puse de nuevo de pies a cabeza, estrenando un traje de entretiempo, barato, pero de agradable color y mediano corte, pareciome que recobraba la verdadera salud. Hasta entonces no había cesado mi dolencia; aún pesaba sobre mí, en forma de vestimenta menguada y pobre. Al salir a la calle llevaba, retozándome dentro, un regocijo bullicioso y pueril, más propio de algún chicuelo que de hombre hecho y derecho y barbado. ¡Tanto influye en nuestro espíritu la cáscara del ropaje, indispensable requisito o pasaporte que nos exige la sociedad!

Disipado aquel sentimiento de vaga nostalgia que noté en los primeros instantes de mi convalecencia, entrome una especie de hervor de vitalidad, de ansia de movimiento, que se tradujo en hacer visitas a todos mis conocidos, adquirir relaciones nuevas, salir, hablar... todo menos la necesaria y desesperante empolladura. Los libros me inspiraban tedio, un tedio que quería ocultarme a mí mismo, por vergüenza, pero que era real y efectivo; mi cabeza estaba como oxidada, y los goznes de mi entendimiento y de mi memoria se resistían a funcionar. La primera vez que comprobé este fenómeno, me causó una especie de terror. «¡No puedo, no puedo! ¡Ay, Dios mío, qué va a ser de mí este año!». Dos o tres veces realicé el esfuerzo penoso que consiste en poner en tensión la voluntad para obligar a la inteligencia a concentrarse y funcionar metódicamente, sin irse por esos cerros o entregarse a una inercia dormilona. La pícara no quería obedecer. Y, en cambio, el cuerpo, antojadizo y rebosando lozanía, resistíase a la sujeción y a la encerrona. Mi deseo mayor era flanear, callejear, tomar el sol, detenerme aquí y allí sin objeto, pasear solamente por el gusto de sentir que mis músculos y mis tendones poseían elasticidad y vigor propios de gimnasta. Como suele suceder en los años en que la corriente vital asciende aún, yo, después de mi enfermedad, encontrábame más animoso, firme y entero que antes, y la subida de la savia primaveral, combinada con la impetuosa salud, me espoleaba causándome una ebullición interna, volcánica, semidolorosa.

Mi primer visita fue a la calle del Clavel, a la casa de huéspedes de doña Jesusa. La encontré como siempre, ordenada, pacífica, limpia en lo que cabe, con su jilguero cantarín en el mismo rincón del pasillo; y a sus inquilinos, bien poco mudados en lo moral, siguiendo cada uno la pendiente de su carácter. A Trinito me lo hallé tumbado a la bartola, y al pobre de Dolfos, estudiando con furia. El cubano, en aquellos últimos tiempos de la carrera, no necesitaba más que dar un repaso; su memorión le sacaba de apuros. En cambio Dolfos, cuyas facultades de comprensión y asimilación disminuían con la progresiva debilidad del cuerpo y la anemia cerebral, se pasaba el día, y acaso la noche, encorvado sobre el libro mortífero. ¡Cómo estaba el infeliz aquel! Cuando se levantó para abrazarme, tuve ese movimiento involuntario de retroceso que realizamos ante la muerte pintada en un rostro. El asiduo era un espectro. En su faz térrea, ni aún brillaban sus ojos atónitos y apagados. Lo que se le veía mucho, por lo descarnado de sus mejillas, eran los dientes amarillentos en las encías pálidas y flácidas. Sus orejas se despegaban del cráneo de un modo aterrador, como si fuesen a caerse al suelo. Sentí su mano viscosa entre las mías, y noté en ella juntos el ardor de la calentura y el sudor de la agonía próxima. Su aliento era ya la descomposición de un estómago que no tiene jugos digestivos, ni energía para ejecutar esa benéfica contracción, la masticación interna, a que debemos el equilibrio funcional. Le dije las tonterías y vulgaridades de cajón. «Chico, cuidarse... Me parece que empollas demasiado... No conviene exagerar... El número uno ante todo... Prudencia, prudencia. ¿Por qué no sales y tomas aires de campos ¡Te encuentro algo flacucho!...». Y el maniático, con una sonrisa casi suplicante, que pedía excusas, respondiome: «Ya ves, ahora, para lo que falta... Pocas son las malas falos, como dices tú; hasta junio solamente... En examinándome y saliendo con bien... ¡plam! a casa, junto a la viejuca... Va a chochear de contento... va a ponerse a bailar, aunque no puede menearse de su butaquita. ¡Y yo!» -Interrupción, a cada palabra por una tos que parecía salir de una olla rota-. «Yo... mira, yo... para ser franco... contentísimo también. Porque chico, la aciertas... es demasiada sujeción, y lo que es este verano... te aseguro que he de correr liebres y que he de beber mosto. No; si ya hasta se me ocurre que este género de vida... me perjudicará... a la salud. La comida no me aprovecha y tengo una poquita... ¡ay!... nada más que una poquita... de expectoración. Pero no vale la pena; conozco el remedio. En llegando a Zamora...».

-Pues mira -insté-, lo que conviene... hacerlo pronto. Esas cosas que atañen a la salud, en tiempo... porque si no... ¿quién sabe a lo que te expones? Ea, hoy sales a dar una vuelta conmigo...

El asiduo se alarmó como si le propusiese cometer algún crimen.

-¿Una vuelta? Estás loco. ¡Tú no te fijas en lo que tengo que hacer! Esos condenados puertos y señales marítimas y esa... indecente... legislación de obras públicas... ¡ya ves que no es lo más difícil...! pues no acaban de entrarme. A veces... se me figura que mi cabeza es una espumadera: echo en ella párrafos y más párrafos... Al minuto no queda ni gota. ¡Ay! ¡Si yo pudiese apretar, apretar los sesos! No creas; un día hasta me até un pañuelo por las sienes... Lo que se me ha quitado... ahora... son las jaquecas que padecía al principio. Del mal el menos. Siquiera no tengo que acostarme y quedarme a oscuras. Únicamente... la cuestión del estómago... Pero en yendo este año a unas aguas minerales... ya me dijo Saúco que me pondría como nuevo. Lo que tengo es nervioso, puramente nervioso... Las ganas de acabar.

Dejele con sus consoladoras esperanzas y su obstinación honrada y absurda, para enterarme de cómo andaba el bueno de Trini. ¡Ah! De monises, rematadamente mal: ni un cuarto para hacer bailar a un ciego. Pero en cambio, de gloria... ¡ssss! Trinito, que para todo poseía la misma facilidad desastrosa, se había aprendido la jerga o caló de la crítica gacetillera, fusilando sin escrúpulo frases y hasta conceptos enteritos de escritores conocidos y celebrados; y sin omitir ni las frialdades jocosas que el género impone, ni unas cuantas citas trastrocadas y de cuarta mano, ponía él de oro y azul a los más pintados maestros y compositores del mundo; pues por ahora su especialidad era la crítica musical, aunque alimentaba siniestros propósitos de correrse a la artística, a la dramática, y a la literaria, si a mano viene. Como al ramo de crítica musical se dedican pocos autores, y no deja de hacer bien en un diario, aunque son contados los lectores que se enteran, Trinito había logrado en poco tiempo que «le abriese sus columnas» cierto periódico muy autorizado y popular; y a cada acontecimiento musical que sobrevenía, les endilgaba a los suscritores dos columnas y media, de aquellas que le habían abierto. Cobrar no cobraba por su prosa un céntimo partido por la mitad; pero sus escarceos críticos le valían entrada gratis en teatros y conciertos, relación con cantantes, etcétera; y esperaba él que más adelante, cuando «se diese a conocer», aún le reportarían ventajas mayores. Portal estaba muy gracioso describiendo los artículos de Trini. «El tupé más colosal del siglo. Lo mismo habla de Mozart y de Beethoven, que si desde chiquito los hubiese tratado tú por tú. A Arrigo Boito le adivina las intenciones, y Saint-Saëns que no se descuide ni se caiga, que no habrá perdón para él. Da gusto verle encararse con Ambrosio Thomas preguntándole si cree que por ese camino se va a alguna parte, y tirarse como un gato a los ojos de Wagner cuando incurre en monotonía. Te aseguro que es divino el muchacho. ¿Pues con las cantantes? A la pobre de la Sgarbi me la puso de vuelta y media porque dice que no entró a tiempo en no sé qué cavatina. Estaba con la Sgarbi, por lo del retraso, como si la infeliz mujer le debiese dinero o le hubiese dado calabazas. Tú ya sabes lo patoso, lo manso que es a diario Trinito... Pues escribiendo parece un dragón. Se come a la gente».

También visité la casa de Pepa Urrutia, mi antigua patrona vizcaína, por el interés que me inspiraba siempre el desastrado de Botello. Me llevé chasco. Botello había desaparecido, tragado quizás por la obscura boca de la miseria, o lanzado a desconocidas regiones por la dura mano de la necesidad. La casa de la Pepa rebosaba de alumnos de Arquitectura y Minas, con algunos huéspedes de paso; y el puesto de don Julián, aquel valenciano trápala que en otros tiempos llevaba allí la batuta, ocupábalo (según pude inferir de algunas indiscreciones de los comensales, entre los cuales había uno bastante conocido mío, Mauricio Parra), el señor de Téllez de los Roeles de Porcuna, noble sin dinero, hombre ya entrado en años, de majestuosa presencia, pero más tronado que Botello mismo, si estar más tronado cupiese.

Venía este tal a Madrid a asuntos graves e importantísimos, pues se trataba de nada menos que de un pleito de tenuta sostenido contra la casa más ilustre quizá de nuestra nobleza, a fin de recobrar unos mayorazgos que le detentaban muy contra razón y fuero. Todos los días, en la mesa redonda, refería el buen señor Téllez de los Roeles las causas, orígenes, bases, razones y fundamentos de su derecho inconcuso a los dos mayorazgos de Solera de Hijosa y Mohadín, que sin justicia retenía la casa ducal de Puenteancha; citando el privilegio rodado concedido a su ascendiente el maestre de Alcántara, en virtud del cual su línea, adornada con el don de la masculinidad, era incuestionablemente la llamada a suceder. Vi al señor Téllez cuando me lo presentó sin ceremonia Mauricio Parra, y no pude menos de admirar el evidente corte aristocrático de su figura, que era prolongada, bien barbada como la de los Apóstoles de los Museos, de ancha frente, que coronaban con dignidad mechones grises; la estatura aventajada, finas las manos, y toda la persona revestida de un carácter de autoridad, resignación y tristeza casi mística que imponía consideración y respeto. La misma pobreza de su ropa, raída y esmeradamente cepillada, le hacía simpático: el modo de caerle el abrigo era elegante, y su aspecto nunca delataba incuria, desaseo o sordidez. Yo, mirando al señor Téllez, juzgaba maliciosa y desvergonzados a los muchachos estudiantes que suponían a aquella persona tan decente extralegales influencias sobre Pepa Urrutia. ¿Era capaz de ejercitarlas? ¿No sería más bien que el corazón de la patrona, blando y caritativo de suyo, se había derretido aún más viendo al pariente de los duques de Puenteancha, sucesor en el marquesado de Mohadín de los Infantes y acaso en una grandeza de primera clase, reducido a la mayor estrechez? Lo cierto es que Pepita profesaba al señor de Téllez inexplicable veneración; que todo le parecía poco para su regalo; que se cree fundadamente que no le presentaba la cuenta nunca, y que se interesaba hasta el delirio por el éxito de las pretensiones del marqués de Mohadín... in partibus infidelium.

Hízome gran impresión aquel tipo original, con quien más adelante hube de trabar relaciones que en nada interesan al curso y desarrollo de la presente historia. La del respetable litigante la contaría yo de muy buena gana, si tuviese aptitudes de narrador; pero ella es tan peregrina, que no quedará en el olvido; se impondrá a la atención de los que pasan su vida escudriñando los repliegues del corazón ajeno, acaso para distraer nostalgias del propio.

Cierro la lista de las distracciones que encontré en la convalecencia, y con las cuales creí engañar el tiránico afecto enseñoreado de mi alma, diciendo que penetré en dos círculos sociales muy distintos: en casa de una señora que daba reuniones y en la de un importante personaje político, jefe de partido, escritor y sabio, a quien me presentó Mauricio Parra, que era de sus prosélitos más fervientes.

Yo también comulgaba, y no con menos devoción, en la creencia de Mauricio; yo me contaba entre los devotos de aquel insigne repúblico, a quien llamaré don Alejo Nevada, y le reconocía por jefe cuando mis fiebres amorosas dejaban lugar a las políticas. Creía además, o, mejor dicho, deseaba que el entusiasmo político borrase mis preocupaciones de otra índole, pues me encontraba en un momento de esos en que con sinceridad nos proponemos combatir nuestra locura, aplicando todos los derivativos que dicta la ciencia. Mi entusiasmo por Nevada me infundía esperanzas de que su vista y trato refrigerante serenasen mi cabeza, trayéndome a aquel camino de las líneas rectas en mal hora abandonado, al cual la severa figura del que yo interiormente llamaba mi jefe debía ayudarme a volver.

No pisé su casa sin religiosa emoción de neófito. He notado que cuando nos acercamos a los personajes célebres, de quienes se habla en todas partes y a quienes se juzga con criterio muy distinto y contradictorio, a veces con la más salvaje grosería y la maledicencia más inconsiderada y ponzoñosa; a quienes un día tras otro la caricatura, las sátiras de los periodiquines y los sueltos aviesos y ladradores de la sección política colocan en la picota a pública vergüenza; he notado digo, que citando nos llegamos a estos personajes, parece que el insulto, la inquina, el humo y el polvo mismo de la batalla les han puesto aureola, y lejos de infundirnos irreverencia todo lo que hemos oído y leído, redobla nuestro acatamiento. Yo entré poseído de ese respeto involuntario -que muchos, considerándolo ridículo, encubren bajo una franqueza chabacana y de mal gusto- en la residencia de don Alejo Nevada.

La casa no tenía, sin embargo, nada de imponente, como no fuese su propia austera sencillez y la voluntaria abstención del lujo barato moderno, deslumbrador para los incautos. El edificio era antiguo, desahogado y alto de techos: pasado el recibimiento, descansábamos, en una pieza que adornaba vasta anaquelería abarrotada de libros. Allí esperábamos, y allí se leían periódicos o se discutía a media voz, mientras no llegaba el turno de ser introducido en el despacho contiguo y saludar al grande hombre.

Cuando me tocó la vez, entré aturdido y enajenado, ciego, enredándome en los muebles y tropezando con las sillas. Al dar la mano a Nevada humedecía mi diestra ligero trasudor, y el corazón me latía fuerte. No supe decir más que frases balbucientes y torpes. Tuve conciencia de mi falta de aplomo, y la amabilidad con que Nevada me sentó a su lado y me dirigió preguntas, acabó de aturrullarme. Sin embargo, poco a poco fue normalizándose mi circulación y disipándose la niebla que hasta entonces me oscurecía los rasgos de Nevada: vi claramente su faz de rey mago, que parecía desprendida de algún tríptico medioeval, su barba de nieve, sus ojos tranquilos, dormidos tras los espejuelos, sus mejillas rosadas como de figura de porcelana, el dibujo frío y anguloso de sus facciones, la calma de sus movimientos. Aquella impasibilidad sin mezcla de arrogancia alguna, aquella llaneza y tibieza de la expresión, aquella palabra glacial, que servía de verbo a una política abstracta, incolora y pacienzuda, me parecieron entonces el colmo de la sabiduría. Nada más distinto de como solemos representarnos a un agitador y a un radical, que aquel viejo apacible, semejante a las figuritas de cerámica que representan la ancianidad en el arte de los pueblos de Oriente. Nevada, con su trato afable y pálido y su yerta conversación, encarnaba a maravilla las líneas rectas que debían predominar en mi cerebro.

Así que recobré la presencia de ánimo, aprecié también el aspecto del despacho, y todos y cada uno de sus detalles contribuyeron a afianzar en mi espíritu la consideración. Tanta modestia y seriedad me cautivaron. El sillón que mi jefe ocupaba, de cuero negro con grandes y doradas tachuelas; la ancha mesa; la anaquelería cargada de libros y subiendo hasta el techo, lo mismo que la de la antecámara; los estantes, que en vez de ricos chirimbolos, lucían reproducciones en yeso, lo más barato y modesto que en arte cabe poseer; las anchas fotografías y grabados, único adorno de las paredes, todo revelaba la misma formalidad, la misma carencia de pretensiones, y el mismo propósito de huir de la vulgaridad por medio de la sobriedad espartana; e indicaban aficiones científicas los instrumentos de observación, colocados en otras rinconeras, los termómetros y giróscopos de Benot o Echegaray, un microscopio, una hermosa caja de compases.

La conversación del repúblico era como su nido; apagada, sorda, sin brillo alguno, aunque en ocasiones importante y firme, y en otras profunda. Sus palabras, pronunciadas por una voz sin inflexiones, una voz blanca, y en forma fríamente castiza, se me grababan en el cerebro como si me las inscribiese acerado punzón. Cuando ya dejé desbordar algo mi entusiasmo, revelándolo en dos o tres frases, ni músculo ni fibra de aquella fisonomía se estremeció; sus ojos no brillaron, sus espejuelos sí; no observé en el semblante ni la dilatación de la vanidad, ni la inconsciente efusión de la simpatía que responde a la simpatía; sólo contestó a mis protestas un «vamos, vamos» inerte. La misma apacibilidad de Nevada me impulsó a extremar mis vehemencias, empeñándome en arrancar del trozo de sílex la chispa; recuerdo que le dije que estaba decidido a todo, y que me considerase como recluta disponible. El jefe me preguntó entonces mi nombre y señas, y lo apuntó cuidadosamente, con pulso igual y bien sentado, en un libro. Supe después que también llevaba, en papeletas, como un catálogo de biblioteca, el índice de todos los comités del partido en España, y me pareció que semejante idea de catálogo, de clasificación y de método, introducida en el hervor de una comunicación joven y entusiasta, pintaba al hombre.

Salía yo a tiempo que entraba un fuerte sostén del partido, prócer de tan alta alcurnia como pingüe hacienda, tipo bien diferente y aun opuesto al de Nevada, cabeza de enérgico diseño, meridional, respirando pasión, modelada con rasgos hondos y valientes curvas, como en lava del Vesubio. El contraste entre aquellos dos personajes políticos hacía sorprendente su estrecha unión y amistad. A pesar de la entrada del prócer, Nevada, al despedirme, me acompañó hasta la puerta.

Seguí yendo los domingos por la mañana a casa de mi jefe, aficionándome a la tertulia de la antesala, donde se dilucidaban problemas de actualidad, y la conversación al par que de miasmas políticos, se cargaba alguna que otra vez de efluvios intelectuales, sobre todo si alternaba en ella Mauricio Parra. Traté de presentar allí a Luis Portal; pero el orensano no quiso prestarse, porque, según decía, «en esa ermita no entran más que los devotos, y ya sabes que yo... nequaquam».

Nuestras polémicas en la antesala eran a media voz. Generalmente leíamos la prensa, que se amontonaba, en grandes cascadas, sobre la mesa central. Los personajes que despuntaban en la reunión eran un síndico de vinateros, hombre acomodado y de influencia, que solía ejercer altos cargos municipales; cierto tipógrafo socialista, de quien a veces, en nuestra zozobra de noveles conspiradores, sospechábamos que fuese agente provocador e hiciese bajo cuerda la política de Cánovas; un cura zorrillista que no formaba opinión sobre cosa alguna divina ni humana mientras no consultaba a don Manuel, y este resolvía la consulta -y el elemento estudiantil, no escaso ni pacífico. Tanto que muchas veces, en ocasión de entrar el prócer o algún personaje de alto fuste, y cuando oíamos el rumor alternado del diálogo en el despacho vecino, nos entraba ansia de esa atmósfera de disputa que ha sido por largo tiempo ambiente propio de la política española; y vencidos de nuestro antojo, apelábamos al recurso de irnos a otro piso de la misma casa, la redacción de un periódico masónico, donde veían la luz actas del Grande Oriente mantuano, el legítimo, el ajustado al rito antiguo escocés. Allí podíamos subir el diapasón y despacharnos a nuestro gusto. Mauricio Parra llevaba la batuta. Aquel muchacho, dotado de inteligencia no inferior a la de mi amigo Luis, era su polo opuesto, en el sentido de que tenía temperamento batallador, carácter acerbo y díscolo, poquísima transigencia, decidida afición a contradecir, y debajo de estas espinas y abrojos, un gran fondo de ternura y tal vez un candor de que no adolece el sagaz y cauto Portal. La vida, con su roce y su desgaste, no había conseguido limar los ángulos del carácter de Mauricio, ni atenuar la crudeza de sus opiniones, generalmente paradójicas. Para muestra de estas trasladaré lo que decía de mi carrera y del espíritu que en ella domina.

-Déjeme usted -exclamaba encolerizado Mauricio-. Su carrera de ustedes, tal como aquí se entiende, es una carrera, ya que no de obstáculos, de disparates. Estudian ustedes, no cabe duda, diez veces más que los ingenieros franceses y belgas; pero estudian cosas que maldita la falta que les hacen para el ejercicio de la profesión. Aquí sacamos de quicio todas las carreras por querer elevarlas a sus elementos más sublimes, prescindiendo de los meramente útiles; y luego resulta que nuestros ingenieros hacen dramas, hacen leyes, hacen política, lo hacen todo menos ferrocarriles, puentes y montaje de fábricas. ¿Quieren ustedes saber cuál es para mí el ideal del ingeniero? El hombre que dirige a conciencia la construcción de un ferrocarril, y el día de la inauguración recibe de frac a las comisiones y al, Rey, y en seguida, cuando se trata de que el Rey recorra la línea, se quita el frac, se planta su blusa, trepa a la locomotora y hace de maquinista y lleva el tren al final del trayecto. ¡No se subiría el hijo de mi padre a un tren dirigido por Echegaray o Sagasta! Esa gimnasia feroz de matemáticas, ¿me quieren ustedes decir para qué sirve? En Francia un ingeniero no estudia la teoría de su profesión más que tres años, y luego pasa a centralier, y blusa al canto, ¡y práctica, y práctica, y más práctica! Mientras que aquí, sabrán ustedes mucho de buñolería científica... pero no saben hacer lo que hace un maestro de obras: ¡una tapia!

-¡Hombre! -le contestaba alguno escandalizado-. ¡No tanto, por Dios!

-¡Ni una tapia! Me ratifico. Son ustedes, a estas alturas, lo que fueron los médicos allá en el siglo XVIII: una gente atestada de fórmulas, y sin el menor sentido de la realidad. Entonces los médicos se habían plantado en Aristóteles: ustedes hoy están en Euclides. Mucho fárrago de teorías y de proposiciones, muchos conocimientos abstractos, y nada de anatomía ni de clínica profesional. Para la cosa más sencilla se ven ustedes atarugados. Se les pide a uno de ustedes un modelo de puente, verbigracia, y, se toma un trabajo loco, se gasta cinco meses, lo calcula todo muy bien, resistencias, distancias, coeficientes de flexión... para que luego les digan a ustedes en el Creuzol: «Pues sí, señor, todo eso es óptimo, y muy meritorio y muy laudable, están ustedes muy fuertes en el cálculo...; pero han perdido el tiempo lastimosamente, porque aquí tenemos modelitos de puentes hechos ya, cuyo resultado se conoce por experiencia, y con pedir el modelo número 2, o el número 3, salían ustedes del apuro sin tanto descornarse».

-¡Pero eso -exclamaba yo indignado- es hacer de nosotros punto menos que artesanos! Suprímanos usted, y que nos reemplacen los sobrestantes de caminos.

-Pues eríjame la profesión en sacerdocio, y deje los puentes en el aire o abra túneles que luego resulten anteojos de teatro -respondiome el furioso paradojista-. ¿Ha visto usted que los Edison ni los Eiffel salgan de ninguna Escuela especial? ¿No sabe usted que Eiffel dice a quien lo quiere oír que il se fiche de las matemáticas? ¿Le parece a usted que es sano y bueno, en una cosa de carácter eminentemente práctico, mandar la práctica al rábano, como hacen ustedes? Y además, ¿no es doloroso ver reducir a tal estado a los alumnos, que en esos años de la carrera, lo más florido y plástico de la vida, no les quede ni tiempo ni cabeza para adquirir otra clase de conocimientos sino los puramente técnicos? Da grima ver a los chicos pasar su juventud sin obtener ni ese barniz tan necesario hoy, que se llama cultura general, y que es como la camisa limpia del entendimiento. Salen ustedes de ahí aplatanados, atrofiados del cerebro, y con los sesos rellenos de guarismos. Usted y Portal son de lo más lucidito de la Escuela, no en la carrera tal vez, sino en cuanto a que han procurado ustedes, a salto de mata, apoderarse de algunas ideas, leer algo más que el libro de texto. Conservan ustedes cierta vida intelectual, que sería mucho mayor si no estuviesen sometidos a ese régimen depresivo. Su amigo Luis es un cabezón; de allí podría salir un grande hombre de estado, un economista... ¡yo qué sé! Y usted que tiene tanta sensibilidad, tanta fantasía... ¿por qué no había de ser artista, o escritor, o...?

-Pues si no quiere que Echegaray haga dramas -objeté-, ¿cómo me aconseja a mí que en vez de mis asignaturas cultive las letras?

No era Mauricio de los que se dejan coger en un renuncio. Se evadía con sofística habilidad. Nosotros atribuíamos su gran inquina contra la Escuela, a que en tiempos pretéritos tuvo que salir de ella por la puerta de los carros.




ArribaAbajo- IV -

La señora que daba reuniones vivía en el primero de la casa de mis tíos. Era viuda de un Subsecretario, y allá en sus mocedades hubo de presumir de elegantona y peripuesta; hoy tenía el pelo blanco, las formas rozagantes, corva la nariz, el continente entre severo y meloso, y todas las pretensiones cifradas en sus dos pares de niñas, muchachas del género insulso, nerviosas y linfáticas, de estas cuya inutilidad e intolerable sosera son fruto combinado de la vida anodina, la deficiencia de instrucción, la estrechez de miras y la frivolidad. «De la cabecita de esas cuatro pollas no se saca para hacer un frito de sesos», afirmaba Luis. Las señoritas del primero eran prueba viviente de que andaba acertado mi amigo al insistir en la necesidad de crear una mujer nueva, distinta del tipo general mesocrático. ¿Quién podría sufrir la vida común con semejantes maniquíes?

Pasábanse todo el día de Dios en la ventana, ya entre cristales, ya con el cuerpo fuera. Cuando no estaban así, en postura de loritos, martirizaban el piano, revolvían figurines, charlaban de modas, leían revistas de salones para husmear las bodas y los equipos de la gente encopetada, criticaban a sus amigas, fisgoneaban quién entraba y salía en casa de los vecinos, se miraban al espejo o daban vueltas a sus sombrerillos y trajes. A falta de otro género de doctrinas y conocimientos, su madre les inculcaba ideas de nimia corrección social, explicándoles día y noche lo que era bien visto y mal visto, lo que podían hacer y lo que no podían hacer unas señoritas; y a aquellas criaturas, capaces de establecer comunicación telegráfica con el primer mequetrefe que pasase por la acera fronteriza, les parecía tan imposible ir solas hasta la esquina de la calle, como en ferrocarril a la luna. A falta de su madre -que padecía un principio de estrechez valvular, y no podía andar mucho a pie- las acompañaba una criada zafia y descaradilla, y con tan excelente rodrigón, ya se atrevían las muchachas a salir a compras, a misa, a casa de las amigas de confianza, mientras todas cuatro, juntas, pero sin la maritornes, no se hubieran determinado ni a tomar un carrete de hilo en la tienda de enfrente.

La noción fundamental de la moral inspirada a las niñas de Barrientos era la inseparabilidad. La madre se desvivía para meter en la cabeza a sus cuatro retoños que el toque de la fraternidad estribaba, no sólo en vestir tan idéntico, que si una de las hermanas compraba, verbigracia, un alfiler de cabeza de gallo, las demás revolviesen todas las tiendas de Madrid buscando otros tres gallos igualitos, sino en hablar, obrar, y hasta creo que estornudar a las mismas horas y del mismo modo. Cuando a una le dolía la cabeza, las otras tres suprimían el paseo; si una aprendía, por afición, a calar madera con sierrecilla, era obligatorio que a las restantes les entrase igual manía, llenándose la casa de cajitas enanas y edificios góticos de cinco pulgadas de alto; si una aprendía cierta sonata al piano, habían de aprenderla las restantes, y si una se levantaba y salía del gabinete, la seguían las otras en hilera como las grullas. La madre, viéndolas sometidas al régimen de la fraternidad forzosa, solía exclamar, cayéndosele la baba: «¡Cómo están tan unidas!». Y aprobaban los presentes: «¡Ay! muy unidas... ¡Da gusto ver una familia así!».

Lo que realmente daba -según Portal, presentado por mí a la señora de Barrientos- era pavor, de imaginar que se preparaban con tal régimen futuras esposas y madres de familia; de pensar que aquellas muñecas rellenas de serrín, y con la cabeza hueca, serían, andando el tiempo, base de un hogar, compañeras de un hombre inteligente, que hubiese probado las amarguras y los combates de la vida, ejercitado el cerebro, desarrollado sus ideas y contraído la necesidad de emitirlas. «¡Yo -exclamaba Luis- me suicido si me mandan que me amarre al tiránico yugo con una de esas sin sustancia! ¡No creas por eso que prefiero a tu ideal! Entre la tití y las señoritas de Barrientos, me quedo sin ninguna; la señora de tu tío (en mi concepto está algo loca) es una mujer de otras edades, a quien por errata le tocó nacer en el siglo presente, adornada con virtudes que no necesito y convicciones que me estorban; y las de Barrientos, unas pavisosas coquetuelas que no veo la necesidad de que naciesen ni en este siglo ni en ninguno, porque maldito si sirven para nada. Créeme, chacho: el hombre de mediano sentido común que cargue con ellas, a los dos meses las administra algún alcaloide. ¡Dios me libre de tales plepas por siempre jamás amén! ¿A quién le caerán semejantes gangas?».

Ya podía conjeturarse a quien, pues las señoritas de Barrientos tenían novio todas, aunque de muy diverso pronóstico matrimonial: dos había de casaca, y dos de pasatiempo. Los de casaca se dirigían a la segunda y tercera de las niñas, Aurora y Concha; los de entretenimiento a la mayor y menor, Camila y Raimunda. Eran los de casaca un par de buenos muchachos, que esperaban, el uno por la notaría y el otro por la efectividad de capitán, para ofrecer el cuello a la coyunda; y los de entretenimiento, dos estudiantes de leyes, asociados para aquellos amoríos, amigos de cháchara, pero más recelosos de la Vicaría que toro corrido de la garrocha.

Como las muchachas de Barrientos estaban «tan unidas», yo he de decir en toda verdad que cuando asistía a sus saraos me era imposible no confundirlas, y también a sus novios, de una manera a veces muy cómica. Viéndoles pegados a sus respectivas damiselas, conseguía orientarme; pero en cuanto se deshacían los dúos, me quedaba en ayunas de cuál era el de Raimunda ni cuál el de Concha. Hasta tal punto me mareaba el amoroso rigodón, que se me puso en la cabeza que el novio de Aurora, el futuro notario, chico muy formal y dulce, la mejor proporción de los cuatro pretendientes, hablaba más con Camila, la mayor de las hermanas, que con su misma novia. Camila tendría sus veintiséis o veintisiete años largos de talle, y aunque ajustada al patrón uniforme de la insignificancia fraternal, me parecía que alguna vez, sobre todo cuando cantaba acompañándola al piano Raimunda, revelábase en ella una mujer distinta, escondida, nada espiritual por cierto. Al modular las notas de algún tango o cancioncilla, sus labios se entreabrían, el canto enronquecido y arrullador salía de ellos como chorro candente, sus ojos se nublaban, y transformaba su cara empalidecida una especie de deliquio. Aquella pobre criatura debía de estar muy fatigada de su larga soltería.

A casa de Barrientos bajaba yo con la tití una vez por semana, los jueves, día señalado para las recepciones. No sabiendo qué hacer, y en la imposibilidad de dar conversación a Carmiña, se la daba a Camila, lo cual me distraía un poco, pues lentamente, bajo el artificio de su educación convencional, iba descubriéndose la naturaleza más fogosa que yo había encontrado nunca. La proximidad de un individuo de mi sexo producía en Camila una impresión que encubría disimulando; a veces adoptaba la expresión cándida y bobalicona de sus hermanas, pero no siempre podía mandar en sus ojos ni en su fisonomía delatora, a no estar yo tan subyugado por otro orden de sentimientos, Camila hubiera sido un peligro para mí; y no porque me gustase, que no me gustaba poco ni mucho, sino porque mujeres de tal condición no necesitan gustar para constituir riesgo. Son el clásico fuego junto a la estopa.

En los saraos barrientescos, tití se manifestaba como cumple a su estado, absteniéndose de cuanto trascendiese a mundanismo: siempre moderada en el vestido y adorno, hallábase tan dispuesta a dar palique, en el rincón del sofá, a las señoras formales, como a teclear polkas y rigodones para que bailase la gente moza.

A lo que no se prestaba nunca era a tocar allí el piano en toda regla. No sé si la tití era una profesora, o algo menos; seguramente una aficionada discretísima. Es imposible sacar mejor partido de un instrumento seco, ingrato y duro como el piano, en que el sonido no se liga al sonido sino a fuerza de inteligencia y sensibilidad en el ejecutante. No se podía comparar la ejecución de Carmiña a esa catarata de notas sonoras, metálicas y brillantes que tanto se aplaude en los conciertos: jamás la vi romper a sudar mientras tocaba, ni hago memoria de que saltase cuerda alguna en el arrechucho de una serie de octavas o de una escala cromática doble. Su manera despuntaba por lo suave, tersa, matizada y sobria. No daba una pifia, ni aplicaba el pedal cuando no hacía falta. Tenía gusto en la elección de piezas: no recuerdo que estudiase fantasías sobre motivos de ópera alguna. Cogía, sí, la ópera entera, e iba leyéndola, divagando, deteniéndose más en los pasajes reconocidamente hermosos, y manifestando al traducirlos que había entendido muy bien su sentido recóndito, el pasional inclusive. Sus trozos predilectos eran sonatas de Beethoven o de Schumann. También tocaba música de iglesia, pero decía ella que no se prestaba el piano, y que tenía capricho de un buen armonio. Capricho, ¡ay! que llevaba pocas trazas de satisfacer, pues mi tío no parecía muy inclinado a aflojar cuartos para fines meramente recreativos.

Cada día se patentizaba mejor que mi tío Felipe Unceta sufría honda crisis: no estaría enfermo del cuerpo, pero debía de estarlo, y gravemente, del espíritu. Su carácter más desabrido y agrio, sus períodos de murria y silencio, la indiferencia en que a ratos caía, indicaban sobradamente que no era su estado de ánimo el propio de un hombre a quien mira con buenos ojos la fortuna, que ha triunfado en su pequeña escaramuza por la existencia, y es dueño de una esposa joven y envidiable como Carmiña Aldao.

Repito que le observaba sin cesar. No me ocupaba en otra cosa; aunque en apariencia me distrajese, volvía siempre al foco o centro de mi vida sentimental, que eran Carmiña y su marido -y aún creo que pudiera invertir los términos diciendo mi tío Felipe y su mujer-. El odio puede ser más irritante y activo que el amor, y yo por odio me convertí en anatómico de dos almas. La historia de mi loca pasión por la tití podía reducirse a un espionaje, pues me bastaba saber las vicisitudes de su espíritu, juzgándome feliz si andaban acordes con las del mío propio. Pues bien: hacia la época a que voy refiriéndome -el mes de mayo- hube de notar (no era ilusión) que la inexplicable sequedad y acedumbre de mi tío para con su mujer tomaban carácter de desvío absoluto. Este desvío, acentuándose gradualmente, se manifestó sin rebozo en dos síntomas.

El primero fue tan significativo en el terreno material, que no dejaría duda ni al más topo. Había en la casa, contiguo al despacho, un gabinete o dormitorio interior, estucado, que servía de ropero: allí colgaba mi tío su vestuario, allí colocaba algún trasto estorboso, y allí se aseaba cuando su mujer tenía ocupado el lavabo de la cámara nupcial. En esta alcoba supletoria existía también una cama de hierro, doblada y arrimada a la pared. Pude cerciorarme de que a principios del mes de mayo la cama recibió colchones y sábanas, y mi tío pasó las noches en ella.

El segundo indicio, puramente moral, aún resultó para mí más luminoso y me produjo mayor satisfacción interna. Fue percibir en el semblante y en toda la persona de la tití -desde que se realizó este apartamiento conyugal- un cambio favorabilísimo. ¿Habéis visto la flor lacia y mustia, que al segarle con delicado corte de tijera el tallo, e introducirla en agua, yergue la cabeza, adquiere color, frescura y gallardía, y lozanea saliéndose del vaso de cristal? Pues así revivió la mujer incomparable, cuando sin intervención suya, sin tener que acusarse de nada, se aflojó el lazo que apretara en mal hora su generosa voluntad. Seguramente que los mártires de la leyenda cristiana irían al suplicio muy animados, cantando muchos himnos y todo lo que ustedes gusten; pero figurémonos que sin necesidad de quemar incienso ante los ídolos, ni de apostatar de la fe, ni de recibir un triste libelo, en aquellos instantes terribles, obtuviesen la conservación de la dulce vida... y crean ustedes que los mártires, sobre todo siendo jóvenes y llenos de esperanza, se pondrían tan contentos. ¿Pues qué? ¿Acaso el mismo Hijo del Hombre, en el Huerto, no se volvió a su Padre, implorando que pasase aquel cáliz, si era posible?

Mi tití no tenía que beber el cáliz ya. No era su culpa si el esposo se alejaba de ella. Ningún acto suyo había ocasionado el aislamiento. Podía cumplir su programa litoral, ser buena a toda costa, y al mismo tiempo no apurar la hiel de deberes tan amargos. Yo veía que los negros ojos de Carmiña recobraban el brillo y la húmeda suavidad de la ventura: que sus ojeras, perdiendo el amoratado color, sólo rodeaban de ligero cerco obscuro los luceros de la cara; que su tez dejaba el tinte rancio de la bilis estancada y reprimida, para adquirir el tono de nácar que presta la sangre cuando circula normalmente; que hasta su buen apetito indicaba plenitud y serenidad, y su risa expansión del ánimo. En resumen, mi tía iba poniéndose guapa.

La satisfacción de tití se revelaba hasta en su modo de herir las teclas. Alegres y brillantes valses, cadenciosas polkas, brotaban de sus dedos, saltando como mariposas juguetonas y aladas de un matorral. Arpegios rápidos, marchas y galopes sonoros nacían de sus manecitas, ya redondeadas y llenas, como son las de las mujeres felices. Otras veces volvía a Schumann y a Beethoven, pero con una reposada languidez que imprimía a aquellas ensoñadoras divagaciones mayor encanto. Las teclas no gemían, ni rezaban ya, o al menos su rezo se parecía a acción de gracias fervorosa.

Hasta en el traje de Carmiña me pareció advertir indicios de ese renacimiento moral que presta valor a los objetos exteriores y nos lleva a reflejar en ellos la situación de nuestro espíritu. Mi tití se componía más; su peinado, siempre sencillo, tenía algunos toques de coquetería modesta; prendía a veces una rama de lila en el pecho; otras un bonito y limpio fichú blanco alegraba su traje, habitualmente obscuro.

En esta ocasión tuve mil de hablarla a solas, porque mi tío se marchaba de casa con diferentes pretextos, y siempre andaba de cabildeos políticos, tejiendo intrigas de menor cuantía, relacionadas con sus proyectos de veraneo en Pontevedra y el influjo que allí deseaba reconquistar. Las tiranías locales, aunque piden frecuentes viajes a la corte, también imponen al tirano residencia en sus dominios. Sucedíale a mi tío lo que a muchos caciques de su misma exigua talla: que no poseyendo condiciones para volar con sus propias alas en Madrid, consiguen dominar una provincia merced al favor de personajes más altos; pero faltándoles este puntal, la acometida de otra medianía hace tambalearse su efímero poder. El adversario de mi tío era Dochán, ambiciosillo rastrero, de habilidad suma, que ya le tenía minados todos los caminos y tomadas todas las vueltas. Había empezado por fundar, contra El Teucrense, otro periodiquín llamado La Aurora de Helenes: esta hoja ladradora y procaz llenaba sus tres páginas con ataques a mi tío y a ciertos paniaguados suyos que, desatendidos por Sotopeña, iban inclinándose hacia el partido conservador o el reformista, únicamente por recurso; porque veían al Santo indiferente a sus quejas, sordo, desde lo alto de la hornacina, a sus postulaciones, y ya se permitían de vez en cuando, seguros de que nada lograban por medio del incienso, apelar a la intimidación, dirigirle estocadas y reticencias, sacando el estribillo aquel de las romanas virtudes. ¡Ancha y pródiga mano y paciencia heroica necesitaba el Santo bendito para satisfacer a todos sus conterráneos, que fundaban en sus milagros la aspiración de hacer del presupuesto la quinta provincia gallega!

A mi tío le pegaba La Aurora sin reparo. Le daba con las de alambre. Salían a relucir diariamente enjuagues y chanchullos, el alquiler de la casa para oficina de Correos, los solares lamosos, los expedientes de carreteras... todo, todo; la eterna miseria de los escándalos de provincia, basura removida sin cesar, que nunca se entierra, y no por indignación vengadora, sino por odios personales, o por desesperación de que otro haya sido autor de la fechoría y usufructuario también. Aparte de las concusiones, le arrojaban a la faz la dureza de su corazón, ajeno a los afectos de familia, y su guerra contra Luciano Aldao, a quien sitiaba por hambre cerrándole el camino de la deseada prebenda del Hospital: en efecto, mi tío desplegaba encarnizamiento horrible contra su cuñado: si pudiese, le reduciría a la miseria.

He dicho que me encontraba muchas veces solo con Carmiña, sentado cerca del piano, oyéndola juguetear con las teclas, o viéndola hacer, labor y repasar la ropa, tarea doméstica que desempeñaba a las mil maravillas. Decir que no se me ocurriese arriesgar un paso decisivo, sería mentir: yo, como es natural, pensé, no sólo en la posibilidad de declararme, sino en la probabilidad de sorprender dormida a la virtud, y robar a su sueño lo que su vigilia no me otorgaría nunca: pensé también que el temporal apartamiento de los cónyuges coadyuvase a mi propósito... Sí, todo lo pensé, y nada hice entonces. Tenía miedo, mucho miedo a que un desplante mío malograse lo obtenido ya: ¿no valía más gozar tan dulce intimidad que exponerme a una ruptura, un castigo, un extrañamiento impuesto por la tití? Calma...

¿Qué podía yo desear? Interrumpidas las relaciones entre ella y su dueño, libre casi, y yo a su lado... Lo demás que lo hiciese el tiempo... o alguna circunstancia fortuita como la de mi enfermedad, circunstancia que yo aguardaba siempre, con la viva fe de los enamorados, fiando en que nuestra convivencia y la soledad de aquella mujer acabarían por inclinarla hacia mí, de modo tan insensible como se inclina el sauce hacia el agua. Y así era. Sin pecar de fatuo comprendía que mi presencia agradaba; que Carmiña se entretenía charlando conmigo; que su juventud se entendía bien con mi juventud; que el interés de su vida lo constituía mi trato, y que la santa «pintada sobre fondo de oro», según la frase de Portal, iba destacándose de la niebla mística, y entrando en más humano ambiente. Mi mismo respeto, mi cautela para no espantarla, contribuían a captarme su corazón. ¡Ah! Era evidente: habían reflorecido aquellos días tan hermosos del Tejo, porque a veces las pupilas de tití adquirían la misma expresión que la tarde en que salimos a pescar en la ría y cogimos el murciélago alevoso; y su voz, inflexiones parecidísimas a las que tuvo en los supremos instantes de mi grave enfermedad... Yo no sabré encarecer lo azucarado de aquellas proximidades y aquellos coloquios, tan inocentes en el terreno positivo.

Empezaba a mostrarme suma confianza. Hablome varias veces de asuntos de familia, de cómo Candidiña le había escrito una carta pidiendo perdón por su boda, y ella había respondido con otra atestada de buenos consejos. «Pero de esto no le he dicho nada a Felipe -añadió-. Sería probable que se enfadase mucho; y ¿a qué provocar discusiones y malos humores y tonterías? ¿No te parece que hice bien? Yo creo que no es ninguna acción reprensible el haber contestado a Cándida. ¿Qué sacábamos de darla un bufido? Ella con eso no había de volverse más formal. Al contrario, tal vez mi carta influya para sentarle la cabecita a aquella tolitatis... Mira, esto de que Candidiña es una tolitatis te lo digo a ti: que a la gente... ¡líbreme Dios! Si las primeras en desacreditar a una mujer son las personas de su familia, nunca honra tendrá. Yo quiero que Cándida tenga honra, ya que se ha casado con mi padre. Estoy deseando llegar allá para calentarle bien las orejas, y hartarla de sermones. Ella no es tonta, y yo le demostraré claramente la cuenta que trae cumplir con su deber. ¿Sabes lo que voy a decirla? Pues lo siguiente, y en tono bien categórico: -Cándida, mira, sé buena, que no te pesará. Si eres buena, te prometo que aunque no tengas hijos, he de hacer que mi padre te deje cuanto pueda; que asegure tu suerte para toda la vida. Mi pobre padre, por un orden natural, poco tiempo ha de vivir; conserva su decoro los años que viva, y después libre quedas... Yo haré que la pobreza no te angustie... Seré tu mejor amiga, te querré mucho, iré contigo a todos lados, no sufriré que te haga nadie un desaire ni una mala partida... He de conseguir que te trates con todo el señorío de Pontevedra... ¡Vaya! ¿Qué te pensabas tú? Con la del Gobernador, con los marqueses del Remo, con la familia de Filgueira... pero no avergüences a mi padre... ¿lo oyes? porque entonces tendrás en mí la enemiga peor... -Todo esto he de encargárselo a la chiquilla... ¡y si así no consigo nada!... Espero que conseguiré... ¡ojalá!... Cándida es una aturdida, pero no creo que se atreva a cometer el mayor crimen de una mujer... que es faltar a su marido. ¡No, de eso no puede ser capaz!».

Cuando hablaba así, articulando estas palabras para mí tan funestas, me hubiera corrido a besos su sagrada boca.

«Por desgracia -añadía-, Felipe no me permitirá que trate a Cándida. Esto sí que me lo temo. ¡Mis consejos serían tan convenientes para la infeliz! Y no es igual... ¡quia! es enteramente distinto aconsejar por carta, que de viva voz. Felipe ni quiere oír hablar de que yo la trate. Dice que si en público se dirige a nosotros, debemos volverle las espaldas. Te aseguro que esto me tiene disgustadísima».

Prometí que le conseguiría una entrevista clandestina con Cándida, o que iría yo mismo a transmitir los recados.

-¡Bah! no... guasas tuyas -contestó la tití-. ¡Valiente embajador! Lo que harías sería levantar de cascos a mi madrastra. No conviene. No tienes tú formalidad ni suposición para semejante envío de recaditos. Te tiemblo... Salustio... Esa cabeza... Pero mira: otro enredo que me trae muy cavilosa, mucho, es lo de mi hermano. El pobre, cargado de familia: todos los años un chico: papá sin darle gran cosa... y cuanto le diese siempre sería insignificante para mantener el pico a tanta gente menuda. Por eso pretende el empleíto del Hospital, u otra cualquiera que le ayude... Y mira tú, ¿qué trabajo le costaría a Felipe apoyarle en su pretensión? Pues le hace una guerra a muerte... y mi hermano lo va a conseguir por Dochán... ¡Figúrate qué vergüenza! ¡El mayor enemigo de mi marido! Parece que hasta don Vicente Sotopeña se manifestó sorprendido y disgustado al ver que Felipe le tira a degüello al pariente más próximo de su mujer. Tú ya sabes que don Vicente Sotopeña es tan amante de la familia... Nada, por Felipe se moriría de hambre mi hermano...

-Tú -interrumpí-, lo que es a tu hermano, no tienes que agradecerle mucho... Si él te recibe en su casa, no te hubieras casado.

Tití no contestó a esto. Parpadeó, y sus grandes pupilas me contemplaron un segundo. Indudablemente iba humanizándose y saliendo del fondo de oro.

-No importa -contestó-. Que él se haya portado mejor o peor conmigo, no quita para que yo le desee buena suerte y me parezca mal perjudicarle. Es mi hermano, tiene muchos hijos, y es un prójimo. No sé qué daría porque Dios le tocase en el corazón a Felipe. Te aseguro que...

Vi favorable coyuntura para entrar en materia y dije:

-Vamos, tití, confiesa que no eres allá muy dichosa con tu cónyuge.




ArribaAbajo- V -

Carmiña no se arredró. Esperaba sin duda, desde que nos hablábamos así confidencialmente, que tarde o temprano se me fuese a mí la lengua y saliese a relucir la cuestión vedada, la eterna manzana conyugal. Estaba, pues, dispuesta al combate, y a la resistencia apercibida.

-¿Y por qué no he de ser dichosa? -contestó dejando asomar a sus mejillas un carmín puro-. La dicha (no te rías de estos términos) está en nosotros mismos. El que cumple con su obligación y lo hace de buena gana, es feliz. ¿A que no me lo niegas?

-¿Pues no he de negártelo? La felicidad del ser humano consiste en realizar plenamente su destino y los fines propios de la vida, y uno de los fines principalísimos en tu sexo es el amor y la maternidad. Tú no amas ni tienes hijos; luego...

Al tocar este registro, al asestar contra el corazón de la noble mujer este dardo impregnado de ponzoña, vi que ella no esperaba tan rudo ataque. Se puso de color de la grana; sus ojos se entornaron dolorosamente; abrió primero la boca para respirar y beber el aire, como quien recibe tremendo golpe, y luego la cerró, como el que comprende la necesidad de callar a toda costa. Pude conocer mejor el efecto que le había causado mi estocada, en que guardó silencio por algún rato, no acertando ni a reponerse. Y al fin salió con este argumento endeblísimo:

-Cuando Dios no ha querido darme hijos, él sabrá por qué. Nunca debemos rebelarnos contra la voluntad de Dios, que conoce mejor que nosotros lo que nos hace falta.

-Bien, corriente; así será, pero una cosa es resignarse, es decir, fastidiarse, y otra ser feliz. Tú feliz no eres.

-No sé de dónde lo sacas. No parece: sino -repuso ella buscando una escapatoria- que me ves por ahí llorando por los rincones de la casa. Pues me parece que...

-¡Ay, tití! -exclamé acercándome a pretexto de revolver en la canastillita de los hilos y de jugar con los carretes y las estrellas de crochet-. ¡Ay, tití! ¡Las cosas que podía yo contestarte! ¡Ay si te dijese clarito el porqué no lloras por los rincones de la casa! ¿crees que no atisbamos, que no miramos, que no vemos los demás? ¡Bobiña! ¡Pues si yo me paso la vida pendiente de lo que tú haces... de lo que tú sientes... oyéndote la respiración! ¿No había de saber el porqué te baila la alegría en el cuerpo esta temporada? ¡Ay, boba!

Dije esto con todo el fuego que el craso requería. La pobre tití no contaba tampoco con el empleo de armas de tan mala ley, de hoja triangular, que ensanchaban la herida. Se demudó, y sin aparentar enojo, seria, entera, firme, se levantó y salió del gabinete, dirigiéndose al interior de la casa.

¿Me atreveré a referir cuál fue el resultado de nuestra conferencia? Sí; porque en la historia, que voy narrando, el lector no puede ver más que un aspecto de los sucesos, el que tenían para mí; y al través de mis ojos es como ha de considerar el alma de la mujer fuerte. Yo no juro, pues, que los hechos fuesen cual voy a referirlos; sólo puedo afirmar que así se me representaban.

Hizo la casualidad que aquel día diesen un sarao las señoras de Barrientos. Siempre estas cachupinadas se verificaban los jueves; pero tratábase de una extraordinaria, por coincidir el jueves con los días de la señora, que tenía el mal gusto de llamarse Ascensión, nombre sumamente difícil de pronunciar. El caso es que en honor de doña Ascensión se armaba aquella noche baile, sus miajas de concierto casero, y un cachito de buffet. Mi tía se vistió y arregló con esmero evidente; púsose el traje blanco, que no había vuelto a salir desde la noche de bodas; colocó no sin gracia sus joyas en pecho y cabeza: se empolvó, se rizó el pelo ocultando algo, según exigía la moda, su vasta frente; entreabrió el corpiño destapando la garganta, y en suma, procuró -¡caso notable!- presentarse de manera que pudiese atraer las miradas y el deseo. Ya estaba emperejilada así cuando nos sentamos a la mesa; y noté que, con una especie de coquetería febril, intentaba conseguir que se fijase en ella su marido. Me estremecí hasta los tuétanos. No puedo explicar lo que sufría, y aquel suplicio, yo mismo me lo había preparado, sembrando en el alma de la esposa el recelo y los escrúpulos, rasgando brutalmente el velo con que aún procuraba cubrirse para disculpar la alegría de su emancipación. Mis palabras le habían abierto los ojos, y a la luz de mis indiscretas afirmaciones, veía su contento por la ruptura de la intimidad matrimonial, y se espantaba de semejante estado, que no le parecía ortodoxo, ni mucho menos, por lo cual resolvía cargar valerosamente con la cruz y restablecer el trato con su esposo. Marchaba a la unión, como el soldado a la toma del reducto, donde ha de llover sobre su pecho la muerte. ¡Y yo presenciándolo, yo viéndolo, yo sufriéndolo, yo siendo de ello causa involuntaria!

Cuando la tití estuvo engalanada del todo, acudió a solicitar las alabanzas, los requiebros, digámoslo así, del marido. Encerraba un elemento profundamente trágico la acción de aquella mujer santa y pura, de aquella señora recatadísima, remedando los artificios de las cortesanas citando procuran agradar, no va al indiferente recién llegado, sino al mismo hombre que les infunde repulsión y aborrecimiento. «¿Qué te parece, Felipe? -preguntaba la infeliz-. ¿Qué te parece? ¿Está bien? ¿Te gusta cómo me he peinado? ¿Hace mal aquí esta rosa?». Y mi tío, ¡bendición de la Providencia!, posaba en su mujer una mirada distraída y rápida, respondiendo con indiferencia profunda: «Perfectamente... Los hombres entendemos poco de eso».

No lograron nada sus tretas de sublime y honesta coquetería. Nada, nada. Tuve el gusto de comprobarlo. Mas no por eso tragué menos saliva, ni masqué menos hieles. Yo hubiera besado sus pies llamándola santa y heroína... y la hubiera estrangulador, considerando que la santa era una mujer, y que esta mujer se brindaba a otro hombre.

La esterilidad del tremendo sacrificio reflejábase al día siguiente en el rostro de la piadosa sacerdotisa del hogar. Leí en la cara de Carmiña un gozo sereno, y esa especie de sedación plácida que experimentamos después de haber salvado de un gran peligro, y que presta tan simpática expresión al semblante de los marinos veteranos. El sentimiento del deber cumplido se unía al de la indulgencia de la suerte, para templar su ánimo y alumbrarlo con luz de esperanza. Mas sin duda no quería que yo se lo dijese; temía a mi sagacidad. Los primeros días huyó de mí. Costome trabajo reanudar aquellas sabrosas y dulces pláticas de las largas tardes de mayo, cerca del piano o del costurero. Lo conseguí por último, y ella se prestó, entregándose nuevamente a la confianza desde que pudo advertir que no hacía alusiones al asunto escabroso.

Un día, no sé por qué resbaladizos senderos, que yo tintaba de jabón a propósito, llegó la tití a interrogarme acerca de mis amoríos y mis noviazgos. Ella aseguraba que yo tenía novia, de fijo. Yo solía entretenerla contando historias de mis amigos, por supuesto, las contables, pues que cortaría le lengua antes que derramar en los oídos de Carmiña una palabra ofensiva, fea o de dudosa interpretación. ¡No, eso nunca, por ningún motivo ni pretexto! Y sin embargo, cuando me preguntó de mí mismo, entrome un arrechucho tal de franqueza, que desembuché todo, absolutamente todo lo relativo a Belén, escogiendo formas y términos, pero sin quitar punto ni coma en lo esencial. Confesión auricular entera, complaciéndome en inmolar en aras de la virtud la negra oveja del pecado, o sea la mísera Belén. Mi tití me escuchaba con los ojos dilatados de curiosidad, el seno oprimido de interés, el ceño un tanto fruncido; y, al concluir yo, no pudo menos de exclamar con voz opaca:

-¡Ay, Dios mío! ¿Y eso... sigues? ¿Vas a ver a esa... señorita muchas veces?

-¡Señorita! -contesté risueño-. ¡Valiente señorita nos dé Dios! No, tití... ya no voy a ver a esa señorita, como tú dices...

-Bueno; a esa... mujer.

-A esa mujer. Hace lo menos quince o veinte días que no piso aquella casa. Si quieres que no vuelva a pisarla nunca, basta con que digas: «Salustio, te prohíbo que te acerques a Belén». Y cátate que no me acerco en mi vida. Nada, no me acerco. Palabra de Honor.

-¡Hombre... prohibir!... Yo no soy nadie para prohibirte eso. Pero me parece muy mal, muy mal, que vayas ahí ni a ningún sitio donde peques gravemente; y si es lo mismo pedírtelo que mandártelo... te suplico que no vayas. Te lo ruego.

-Es lo mismo. No iré, tití, no iré. El pecado no me importa cosa mayor... pero por darte gusto, por darte gusto... ¿lo entiendes?

-Pues no me gusta que lo hagas por darme gusto, sino que debes hacerlo por no ofender a Dios.

-¿Te contentas con que no lo haga?

-A falta de pan, buenas son tortas -respondió festivamente, revelando que le causaba verdadera alegría mi promesa. ¡Malicia y vanidad! Me figuré que también a ella la movía un impulso humano al rogarme que no viese más a la pecadora.

-Mira -le dije espontáneamente-: si dejo de ir a casa de Belén, no me lo agradezcas ni miaja. Puedo jurarte que no la quiero; que no me hace feliz esa historieta.

-Y entonces, ¿por qué vas?

-Phss... Tonterías en que cae uno por... por sosera.

-¿No es bonita?

-Bonita sí; pero ¿qué importa su hermosura? Un objeto que no nos interesa nunca es hermoso, tití. Esto de la hermosura tiene su busilis, como todo. Está en el corazón. Allí sí que se ve claramente lo bonito y lo feo.

Se lo dije mirándola con ojos tan expresivos, que, según entiendo, no pudo dudar del sentido de mis palabras. «Eres un bobo» pronunciaron los labios; pero la animación de la faz, la involuntaria expansión de la sonrisa, parecían murmurar: «Gracias, sobrinito. Me sabe a gloria lo que me dices».

Pronto tuvimos otro nuevo pretexto para confidencias y otro interés común. ¿De qué pensarán ustedes que se trataba? Pues de un suceso que, al parecer, debía sernos casi indiferente a los dos. Es el craso que mi compañero Dolfos, el zamorano, no pudo llegar al codiciado término de sus afanes. El destino le impidió dar cima a la empollación magna y mortal. Faltábanle, para acabar de subir la cuesta, sólo dos escalones, un par de asignaturas, una bicoca; pero la naturaleza se plantó, diciendo: «No paso de aquí. Se ha consumido todo el aceite de la lámpara. Conmigo no se juega impunemente». El asiduo cayó en cama, y todavía, luchando con la disnea, en el último período de una tisis caseiforme, insidiosa al pronto y que al final corrió a galope tendido, aún quería llenarse la cabeza de científico plomo. En el lecho, donde le clavó lo que él llamaba su «catarro de primavera», no soltaba los libros, y mediante piadosa engañifa de la imaginación, mientras los demás veíamos ya su cuerpo en el ataúd, y su pobre cerebro inerte, ahíto de matemáticas sin digerir, él veía el examen decisivo y postrimero, el diploma, la salida de Madrid, la llegada a Zamora, y la anciana paralítica, que al oírle levantaría la cabeza, temblorosa de placer, y no pudiendo moverse del sillón, extendería las manos para tocar más pronto la ropa del nieto querido... Mi tití, sabedora de la apurada situación del buen Dolfos, no se enternecía tanto por ella, como al recuerdo de la viejecita que esperaba a su niño, y que, en vez de recibir al ser amado, dejaría caer en la falda, de las manos inertes, el telegrama horrible...

-¡Dios mío, pobre anciana, pobre señora! -exclamaba Carmiña, inundada de compasión-. ¿Creerás que sueño con ella muchas noches? No la conozco, pero me la figuro; me parece que estoy viéndola. Me parte el alma. No sé qué me sucede cuando pienso en lo que la espera. Di, ¿y él sin aprensión ninguna?

-Ni tanto así. Lleno de ilusiones, persuadido de que en cuanto se meta el calor y pase esta mala temporada y se examine y lo aprueben y salga ingeniero, se largará a Zamora chorreando salud. La condición de su mejoría es acabar la carrera... y el desdichado no la acaba.

-Dejadle con sus quimeras. Tiempo tendrá de saber lo peor. Cuando el médico diga que está muy grave... eso sí... entonces... hay que prepararle y que se confiese. ¿Me das palabra de que no se irá al otro mundo sin sacramentos?

-Te la doy -respondí, dándole también el corazón en una sonrisa-. Por ahora no le desengañamos, ¿a qué? ¡Si así es más dichoso!... Ni a la abuelita de Zamora se le dice nada.

-¿Y no hay esperanza?

-¡Quia! ¡Esperanza! Ninguna. Nos vemos y nos deseamos para conseguir que doña Desusa no le eche de casa. La aseguramos que el médico responde de él... pero la patrona no es lerda, y bien tapisca que el huésped se las lía por la posta.

A los pocos días advertí a Carmiña que aquella noche me quedaría velando a Dolfos, el cual se encontraba ya en los últimos. Mi tití se arrasó en lágrimas al oírlo. Con ímpetu indecible exclamó:

-¡Si vieses de qué buena gana te ayudaría a velar! ¡Me da tanta lástima!

-Si tú vas a velarle, ten por seguro que cura -murmuré piadosamente-. ¡Me acercaba al pasillo, cuando me llamó tití para suplicarme que «no me olvidase del confesor».

No estaba Dolfos para curar, aunque le velasen los serafines. La muerte no soltaba su presa. La abuela no le verá nunca más en este mundo. Sólo llegará hasta ella un papel azul, seco, breve, transmitido por el rayo, que será para la anciana otro rayo de dolor... «El hijo de tu hija está en la caja; le alumbran cuatro cirios. Aunque vengas y le beses, y vuelvas a besarle con toda la ternura de tu corazón dos veces maternal, no abrirá los ojos, no pagará tus caricias, no sonreirá para decirte: Ya tengo carrera... no te apures... desde hoy seré tu sostén. No. El telegrama, sólo el telegrama... y para ti el eterno desconsuelo, hasta que la muerte, que parece olvidarte, te recoja desdeñosamente y te administre la gran medicina».




ArribaAbajo- VI -

Recuerdo los últimos días de mayo, como se recuerdan las fechas críticas; y sin embargo, en ellos no me ocurrió cosa que en apariencia merezca referirse; porque mi historia es rica en detalles internos, pero exteriormente monótona y vulgar. ¿Qué sucedió en aquella quincena, para que yo la distinga y la señale con tinta roja o con piedra negrísima? ¿Qué sucedió? ¡Ah! Una cosa sencilla, legal, sancionada por la sociedad y por Dios; una cosa que debe regocijar a las gentes bien intencionadas... Mi tío pasó de la mayor indiferencia por su mujer, de una especie de separación amistosa, a un acceso de amor conyugal, rabioso casi. El lazo del matrimonio -hasta entonces medio desatado- volvió a apretar estrechamente las gargantas de la pareja.

¿Cómo se verificó aquella reconciliación o ritornelo conyugal? No sabré decirlo: burlaron mi vigilancia, y puedo asegurar que me cogió tan de susto, que dos días antes del fenómeno hubiera jurado que el apartamiento de los esposos era más radical que nunca. En efecto, yo tenía motivos para afirmar que mi tío no sólo huía de su mujer, sino que cortejaba a otras con empeño, amartelado lo mismo que un cadete. Lo supe por Belén, a la cual (¡oh flaqueza humana!) hice entonces dos o tres visitas, a puros ruegos y, ardientes instancias de la pecadora. La cual, con profunda indignación, me enteró de las veleidades eróticas de mi tío. «¿Querrás creer que al tiñoso ese le da por rondarme desde hace unos días? Cartas y todo me ha escrito... Porque yo, con la puerta en las narices... Para lo que había de sacar él... Como si lo viera, iba a dejarme allí un duro en calderilla... Sólo una vez le he de recibir, a ver si me cuenta algo de su mujer».

-¡De su mujer! -exclamé azorado-. ¿Qué tienes tú que ver con ella? Déjala, y no te ocupes de las señoras, que no se acuerdan de ti.

-¡Ay, ay!... -chilló la muchacha-. ¡Pues, hijo, ni que fuera la Santísima Virgen! No te atufes, que yo no voy a comérmela. ¿Es de merengue y se quiebra con tocarla? ¿Sabes que ya me olía a mí que te duele mucho ese lado del cuerpo? ¿Y habrá mamarracho como tu tío, que te tiene en casa, a la verita de su señora? ¡Ay, ay, ay! Nada, lo que digo, si yo me lo calé... Soy perro viejo: a mí no me la das tú, ni veinte como tú. Por eso te me escurres y no hay quien te traiga aquí...

Me puse furioso con la paloma torcaz, y creo que hasta tuve la indelicadeza de decirla tres o cuatro frases duras, más groseras precisamente por dirigirse a quien yo debía reconocimiento y consideración, a falta del amor y del respeto íntimo que no podía profesarle. Mis asperezas encresparon el genio de Belén. Con el rostro encendido de cólera y los ojos preñados de iracundas lágrimas, se acusó de quererme y se maldijo por haber puesto afición tanta en un chisgarabís como yo. Y viendo que en vez de replicar o maltratarla me levantaba para tomar la puerta, corrió a ponerse delante y a estorbármelo, abriendo los brazos con una espontaneidad y vigor de actitud que le envidiaría una tiple en el acto cuarto de Hugonotes.

-¡No, tú no sales!

-Anda, chulapo, indino... pégame si quieres salir!

En los brillantes ojos negros, que despedían centellas; en el seno enhiesto y rígido, destacado por la postura; en las soberbias líneas de aquel cuerpo de mujer que me cerraba el paso había un reto, una provocación apasionada, que de parte de un hombre de su mismo temple, un hombre como el que Belén deseaba en aquel instante despertar en mí, le valdrían el apetecido bofetón, y después una lluvia de salvajes caricias para borrar la equimosis. Pero conmigo, ni lo uno ni lo otro consiguió la hermosa. Me armé de paciencia, me senté en una silla y dije con gran seriedad:

-Hija, ya te cansarás de estar ahí crucificada... Ya bajarás los brazos y me dejarás largarme. Así no creo que te pases el día entero. Es postura muy incómoda. Anda, ponte en la razón y permíteme que me retire con mis honores, acompañándome hasta la puerta si gustas.

Mi calma y mi resolución produjeron efecto mágico. Se aplacó lo mismo que el mar cuando derraman sobre sus irritadas olas un pellejo de aceite. La espuma del furor descendió aplanándose; las airadas pupilas cesaron de lanzar rayos; la invectiva murió en los labios rojos; los brazos, lánguidos y sin brío, descendieron a lo largo del cuerpo... y la domada y subyugada pecadora vino a caer... ¡vergüenza me da escribirlo! a hincarse medio de rodillas ante mí, abrazándome por la cintura, con una especie de humildad desesperada.

«¡Ay, hijo, te vales de que sabes que te requiero y no puedo pasar sin ti!... Perdona, no estés así con ese gesto y esa cara... ni tampoco te rías, que es lo que me irrita más. Soy alguna mona para dar risa. No; reírte no... Menos así, seriote y como si fueses a comerme. Bueno; que tiene una prontos y ligerezas y arrechuchos. Perfecto sólo Dios. Ahora voy a ser una chica modelo. Ya verás como no te armo bronca... pero no te vayas, hijo, y sobre todo atufado. ¿Me das tu palabra de honor de que volverás? No vienes nunca... ¡una vez cada mes! Galleguito, no puede ser... yo voy a ponerme mala. Por eso dice una disparates y se mete con las señoras... Si vienes, seré una malva. ¡Huy, resaladito, qué bien me saben las paces! Cúmpleme un antojo. Pégame un cachete... sin miedo; no duele na... si es por gusto; por gusto...».

Lo que menos me importaba era aquel borrascoso episodio con mi rendida pecadora. En cambio no dejó de hacerme cavilar mi tío volviendo a las andadas y dispuesto a prevaricar. Mas ¡qué fue cuando vi los ímpetus amorosos del hebreo restituidos a su legítimo cauce, concentrados en su esposa!

Manifestose el fenómeno sin preliminares, y sin transición. A los dos días de haber rehusado Belén los homenajes de mi tío, este, sacrificando a los penates, se dedicó a su mujer con entusiasmo. Así como suele decirse que no hay llave para el ladrón de casa, diré que para el observador a domicilio no hay cortina ni biombo. Yo, por obra de la fatal convivencia, sorprendí las gradaciones y episodios de aquella renovada luna de miel. Pude ver al marido comunicativo a la hora del almuerzo, solícito a la del paseo, encandilado a la de la comida, y nervioso e impaciente a la de la velada. Por desgracia era sábado, y yo había renunciado a un teatrillo a que me convidaban Mauricio Parra y otros amigotes, con propósito de acompañar a mi tití, entretenido en ver cruzarse las lanas y juguetear las agujas de madera al través del punto tunecino, o en escuchar trozos del Don Juan o de Roberto. Y he aquí que la resolución de quedarme me obligaba al suplicio de presenciar... Era como si lo presenciase, señores. Yo interpretaba la inequívoca actitud de aquel hombre ansioso de disolver la soñolienta tertulia para quedarse a solas con su mujercita; sus miradas al reloj, sus gestos de impaciencia cuando Camila Barrientos, que había subido un rato a traer no sé qué recadillo de su mamá, tardaba en irse y hojeaba los últimos números de La Ilustración. Yo conocía la expresión del rostro de mi tío en ocasiones dadas; yo no necesitaba averiguar el nombre de lo que relucía en sus ojos e inflamaba su tez... Me puse tan nervioso, tan excitado, tan fuera de mí, que Camila me preguntó:

-¿Salustio, le pasa a usted algo?

Carmiña, involuntariamente, volvió la cabeza y clavó en mí sus pupilas... Yo pagué la mirada. Creo que nunca nos entendimos como en aquel momento. La ojeada de ella decía categóricamente: «¿Qué es esto? Una prueba inesperada, un castigo de Dios con el cual no contábamos. Pero no te asustes: tengo ánimo y fuerzas. Verás tú cómo me crezco. Y después de todo, no haré más que cumplir con mi deber». Y mi mirar le contestaba: «Tú lo tomas así, como un ángel que eres; pero yo, que soy un diablo, sufro y me retuerzo, como deben de retorcerse y sufrir los diablos allá en las mansiones infernales».

Mi tío se salió con la suya. Aún no habían dado las once cuando consiguió echarnos. Camila Barrientos me clavó el puñal hasta la cruz, diciendo a la tití: «Hoy tu marido te contemplaba como si estuviese haciéndote el oso. Se le caía la baba. Una novena para que nos toque otro así». Corrí a mi cuarto, y me encerré en él, más enloquecido que la noche de la boda, en el Tejo. Traté de enfrascarme en el estadio, de leer periódicos, de hojear una novela... ¡Imposible! Rugiendo de ira y de pena, apagué la luz, me encerré con llave y me tumbé sobre la cama. Acordábame de Luis Portal, que solía decirme: «Cuando está uno rabioso y dado a Barrabás, un cigarro es el mejor entretenimiento. En echando unas chupadas, es macho lo que la imaginación se distrae...». En semejante momento sentía yo amargamente no fumar ni tener cigarrillos; y por un capricho de mi alma enferma, se me antojaba que si fumase, pasaría como por encanto aquel malestar, aquella ponzoña de la acre saliva, aquella calentura de la sangre requemada.

El día siguiente, a la hora de almorzar, tuve un consuelo del orden negativo, como todos los míos en tan desdichada página amorosa; y fue ver en la faz de la tití, más enarcadas aún que en la mía, las huellas de un combate moral y un quebranto físico muy profundo. Bastara una noche para desencajar su rostro y dar a sus facciones, donde antes brillaba la frescura de la juventud, una expresión de agonía como la que tiene la cara de la Virgen que los pintores representan viendo expirar en la Cruz a su Hijo. La palidez de la tití era azulada, sus ojeras lívidas, y los movimientos que hacía para desdoblar la servilleta, servirse o beber, parecían automáticos. Ni uno ni otro comimos, puede decirse. Mi tío, en cambio, lo hizo con ganas; no obstante, al venir a la mesa el tercer plato, comenzó a fijarse en la actitud de Carmiña, y por vez primera noté en su fisonomía una expresión de extrañeza y recelo, lo mismo que si acabase de caer en la cuenta de que su mujer... Clavó en ella la vista y su mirada suspicaz le quiso registrar el alma: ideas que acaso no habían cruzado por su mente, se condensaron, y una expresión irónica timbró su voz al decir:

-¿Qué te sucede, Carmen? ¿No comes? Parece que no tienes apetito. Estás así como si te sucediese algo raro.

-He comido -respondió ella.

-No es verdad. No has probado la tortilla ni los riñones, la chuleta se queda ahí. ¿No guisa a tu gusto la cocinera? ¿Por qué no mandas que te hagan otra cosa?

¡Sombra de la sospecha, ligera nube que pasas rozando apenas el espíritu y dejas en él para siempre tu negror! ¿Atravesaste entonces por la imaginación del hebreo? ¿El genio cauteloso de su raza se reveló en aquellos instantes decisivos de su vida? ¿Alumbraste también con siniestra luz la conciencia de aquella mujer purísima, casta, noble, pero mujer al fin de carne y hueso, hija y descendiente de Eva, vehemente y apasionada en el fondo, aunque sujeta al yugo de la virtud por las áureas ligaduras de la fe más acendrada? ¿La dijiste lo que no quería creer?

Al notar el marido la absorción y desgana de la esposa, las mejillas de Carmiña pasaron de la palidez a un rojo vivo; temblor violento la sacudió, y con su indispensable séquito de acongojados sollozos declarose en ella el ataque de nervios... que, digan lo que gusten los saineteros y los escritores festivos, rara vez se presenta en la mujer a no provocarlo una causa honda, psíquica, algo que hiere en el corazón femenino sentimientos profundos o pudores recónditos y sagrados...

El ataque duró poco: un minuto escasamente. En seguida reaccionó la tití: bebió agua, se levantó y contestó a las obstinadas y recelosas interrogaciones de su marido:

-Sí, puede que no esté bien... ¡Qué disparate! ¡Qué ha de valer esto la pena de llamar al médico! Me acostaré un rato... En tomando tila... Si ya no tengo nada; nada absolutamente.

No pude resistir más: despedime y salí. Me eché a la calle con objeto de disipar una exaltación que, comprimida, fermentaría y me conduciría a algún desatinado extremo. Fuime en busca del bálsamo tranquilo, de Luis Portal, que siempre había de calmarme un poco. Pero no tuve la suerte de encontrarle. Era domingo, supe por Trinito que estaba con de expedición en el Pardo.




ArribaAbajo- VII -

Cuando evoco el recuerdo de los días siguientes, creo evocar el de una larga pesadilla; y, sin embargo, no pasarían de quince; pero en ellos mi estado moral fue tan penoso y violento que pensé que mis nervios se desatasen definitivamente. Mi tío, después del episodio del comedor, en vez de alejarse de su mujer, se mostraba con ella más que nunca... ¿diré rendido? No; pero solícito y afanoso, como quien echa de ver que ha descuidado el cultivo de una finca importante y se propone reparar la omisión. A alguna idea semejante, característica de la naturaleza codiciosa del hebreo, respondía indudablemente aquel no apartarse de Carmiña ni de día ni de noche, aquella especie de frenesí conyugal, aquella intimidad restablecida plenamente, con circunstancias propias de luna de miel. Y si no eran rasgos de propietario celoso de sus derechos, ¿qué significaban la frialdad repentina que me demostraba a mí, el no dirigirme la palabra en la mesa, el concederme sólo pocas, humillantes y secas frases, citando antes puede decirse que sólo charlaba conmigo? Mi posición en la casa, durante la feroz quincena, llegó a ser depresiva, análoga a la de un pariente sostenido por caridad, o de un importuno tácitamente despachado a cada momento, y que no acaba de entender las indirectas. Aquella tirantez debieron de percibirla hasta los criados, aunque eran dos ejemplares célticos traídos del riñón de Galicia, que a duras penas empezaban a desasnarse, cuanto más a leer en el alma de sus amos -lectura que es la borla de doctor de los sirvientes-. Pero la hostilidad y el desdén de mi tío eran tales, que saltaban a los ojos. Notolos Camila Barrientos, y una noche se emancipó hasta embromarme disimuladamente sobre lo celoso que era el tío y lo desagradable que resultaba la posición de un muchacho alojado en casa de un matrimonio. Como yo estaba tan desequilibrado, recuerdo que se me fue la lengua y contesté muy destempladamente a la presunta señorita candorosa. La cual, en vez de formalizarse, me pidió excusas en voz queda, y como yo se las implorase a mi vez, me dijo algo que me preocupó, no sé si porque a la sazón todo me preocupaba.

-Su tío de usted me parece que ha cambiado muchísimo de carácter. Antes era una persona bastante corriente; bromeaba con nosotras, estaba de buen humor, discutía... Ahora parece, o enfermo, o maniático. ¿No se ha fijado usted? Pues fíjese: lo notó mamá lo mismo que nosotras.

Camila, al decir esto, apoyaba el dedo en la frente. En idéntico sitio se me clavó a mí la idea sugerida por la señorita: «Efectivamente -pensé- que es raro pasar de la total indiferencia por una mujer, a tales extremos. ¿Estará mi tío lunático?».

Semejante conjetura... ¿lo confesaré? se me presentó desde el primer instante, no negra y fúnebre como debiera, sino en cierto modo grata y consoladora. «Si se vuelve loco, pierde de hecho la soberanía doméstica, la autoridad sobre su mujer, la fuerza moral y el carácter de jefe de familia. Un loco es un ser que carece de alma, y la humanidad racional lo expulsa de su seno. El loco no posee derechos sociales y civiles; el loco no tiene mujer, ni hijos, ni amigos siquiera. Si mi tío se trastorna, el resultado será igual que si se divorciase. El lazo roto queda, y ella sola en el mundo, porque un loco no acompaña, ni presente ni ausente. ¿Habrá un efecto manía?...». La tensión de mi voluntad llegaba a desearlo. ¡Y de ahí a otros deseos va tan poco!

No tardé en dar el paso que me separaba del terreno en que ya se desatan las voliciones y nos arrastran al crimen, pero al crimen mental, típico frecuente en nuestra enervada época. Recuerdo que aquellos días me tentó el diablo a dedicarme a lecturas dramáticas y tempestuosas, de esas que agitan el corazón y anublan la conciencia, y entre ellas se contó una traducción de Hamleto, que me produjo efecto muy hondo, induciéndome a comparar la irresolución, la ebullición moral y la inacción física del extraño príncipe de Dinamarca con mis propios sentimientos. Y en medio de la lectura, me hirió de pronto, embargando mis potencias, aquella rara frase: «Cuando acaricio a mi segundo esposo, mato segunda vez al primero». Comprendí entonces que mientras más virtuosa e invencible es una mujer, más fatalmente desea su enamorado la muerte del marido; y vi también, por modo clarísimo, que mi pasión desatada no era sino el odio antiguo a mi tío el hebreo, odio inveterado ya, que había tomado distinta forma, pero que subsistía implacable.

Si el deseo matase como la estricnina, y existiera inoculación por la voluntad, mi tío se hubiese muerto cien veces. A solas, con los codos en la mesa y la frente sostenida entre mis palmas febriles, yo me saciaba del sueño fúnebre, y me entregaba al detestable goce de figurarme a mi tío extendido en el féretro, con los ojos cerrados y las manos cruzadas. La pujanza con que me dominaba este deseo era tal, que nunca ansia amorosa me subyugara así. Si me hubiesen dicho entonces: «Elige entre tu tía vencida, demente, roja de vergüenza y de pasión, o tu tío rígido, yerto, cadáver...», sin vacilar optaría por lo segundo.

Claro es que no se me ocultaba la monstruosidad de la idea. Tanto la comprendía, que ansiando libertarme de la absurda y estéril figuración, solicité más que nunca el trato de Portal, única persona capaz de librarme de mis obsesiones y combatir a los endriagos y vestiglos de la fantasía con las armas de la risa y del ingenio. Desgraciadamente, mi simpático Sancho Panza andaba entonces ocupadísimo, no sólo en la empollación de fin de curso, sino con su otra gran empollación sentimental, la anglomanía que se le había metido en el cuerpo. A pesar de sus alardes de independencia y despreocupación, de asegurar que él tomaba aquello con extraordinaria filosofía y tranquilidad, respondo de que si se perdiese mi oportunista, que le buscasen al canto de , porque no desperdiciaba coyuntura de estar con ella.

Para ver algunos ratos a Portal fue preciso seguirle a su polo magnético, o sea a casa de los Mos. Me empeñé en ser presentado, y no habría transcurrido media hora desde la presentación, cuando percibí lo que mi orensano se guardaba bien de confesar: que el padre de era, al mismo tiempo que cabeza de patriarcal familia... ministro del Señor, o en lenguaje más llano, clérigo protestante.

¿Por qué se lo tendría tan calladito el camarada? Yo lo había sospechado alguna vez, sin verdadero fundamento, puesto que Luis, al preguntarle las condiciones del futuro suegro, invariablemente respondía: «Conste que no voy allí con carácter de yerno... pero el papá de es un sujeto apreciabilísimo... y la mamá... ¡Ah! Lo que es esa... No he visto nada igual». El cuidado en no especificar la profesión del apreciable sujeto no había dejado de escamarme... Repito que me cercioré de la verdad al poco rato de haberme sentado en el sofá del señor Baldwin -que así se llamaba el pastor.

Este tenía el tipo agigantado y pletórico de la pura raza sajona; eran sus patillas del mismo color que la tez, exceptuando la frente, blanca y tersa como la de un niño. En tres años de residencia en Madrid no había logrado amoldar su laringe a la pronunciación española; y ningún inglés de sainete o caricatura dice cosas más grotescas que el señor Baldwin cuando intentaba servirse de nuestro idioma para algo que no fuese gruñir: «Buons dis... com stá».

Nadie encontraría explicación satisfactoria al fenómeno de que la comunión evangélica hubiese enviado a tierras apostolizables tan tosco misionero, a no existir la misionera o pastora mistress Baldwin, mujer singular, a quien tuve desde el primer instante por un milagro en su género.

Nada tenía de la inglesa rara, seca y angulosa, tipo convencional en las letras y en el arte. Muy al contrario. Para pintar a mistress Baldwin fielmente, hay que servirse de los tonos más armoniosos y suaves, las líneas más exquisitas y el más discreto claroscuro. Su rostro poseía esa uniformidad de color que hace tan aristocráticas las cabezas al pastel: sobre su blancura de perla destacábase el gris de acero de los ojos, en los cuales resplandecían algunas chispas áureas al sonreír. Sus facciones finas, pero de grandioso dibujo, expresaban constante afabilidad artificiosa, ya casi natural a fuerza de persistencia. Vestía con dignidad y decoro sumo: de azul marino o de negro, generalmente de seda, lo cual hacía que al andar o al sentarse su ropa tuviese un crujido muy señoril; llevaba al cuello una cadena de oro de muchas vueltas, sostén de la sabonetilla siempre en hora, reluciente por virtud del uso; y sobre sus cabellos grises del gris polvoriento con que encanecen las rubias, alisados en bandós, usaba una especie de platito de encaje blanco, nítido de limpieza, planchado tonto una servilleta y que acentuaba el óvalo algo ajado, pero de contorno puro, de su faz.

Desde que se entraba en la esfera de aquella mujer de tan distinguido continente, era imposible no ver en ella el punto matemático donde todos los radios tenían que converger y unirse. Su marido, hombrachón que la hubiera pulverizado de una guantada; sus hijos, alguno de ellos ya con veinte años y un aspecto de vigor para dar envidia a la raquítica raza española; sus hijas, entre las cuales descollaba ; sus tertulianos, y... es preciso decirlo de una vez, sus feligreses, sus ovejas, marchaban a paso redoblado por la ruta que les señalaba la mano prolongada, flexible, adornada con anticuados anillos, de la pastora.

Semejante mujer había nacido para el trono, o, por mejor decir, para cardenal-ministro de un rey absoluto. Rebosaba en ella ese don de mando, esa autoridad encubierta por dulcísimas formas, patrimonio de las abadesas. Su sonrisa y sus modales tan refinadamente adantados encubrían la voluntad más templada y férrea que ha dado nunca de sí la tierra de la perseverancia y del cerrado fanatismo. Bajo las apariencias hercúleas del marido, no había sino un pelele, un muñeco de trapos, que jamás poseyó la energía necesaria para sostener su desairado papel de apóstol de una creencia aborrecible a la inmensa mayoría de los españoles, y que a los mismos descreídos o racionalistas no nos cae en gracia. El señor Baldwin se hubiera largado de España con viento fresco a las primeras de cambio, si no le mantuviese la barra de acero, forrada en piel de guante, que tenía por esposa. Ella, la pastora, era quien se aferraba en hacer reflorecer los áureos tiempos de la calle de la Madera durante los años revolucionarios: ella quien ideaba obras pías con fines de propaganda y ediciones de libros catequéticos; ella quien... ¿Pero a dónde voy con reseñar las proezas de la matrona insigne? Todo saldrá en la colada de la ciencia histórica, cuando algún sabio del siglo XXIII escriba otros Heterodoxos novísimos. La verdad es que al ver así a mistress Baldwin, recostada en su butaca, apoyados los pies en un cojín, el codo puesto en el velador cargado de álbumes, ilustraciones, revistas y enormes diarios ingleses, era cosa de pensar que aquella señora vivía consagrada exclusivamente a recibir a sus amigos con un chic de duquesa anciana.

Cuando entré yo en casa de los pastores, serían las cinco de la tarde. Dispensome la pastora atentísima acogida; y no digo cordial, porque de cordialidad no se trataba allí. Hízome sentar frontero a ella, y me preguntó minuciosamente por mi familia, mis estudios, mis aficiones. Al saber que me gustaba la música, puso los ojos en blanco, y su cara adquirió expresión beatífica. ¡Oh! ¡La música! Luego, al tratarse de mi carrera, elevó otro salmo entusiasta a la ciencia. ¡Oh! ¡La sciensia! Después, sonriéndome con una sonrisa que parecía estrenada para mí, me fue enseñando multitud de tesoros que formaban un pequeño museo: hierbajos, algas y conchas recogidas en Australia por ella, y que guardaba prensadas entre hojas de libros: y por último, en tono misterioso y confidencial, apoyó el dedo en la boca, y con el mismo aspecto extático, silabeó: «Van a cantar las niñas».

Cuatro vi acercarse al piano, pero ya entre ellas mis ojos habían distinguido a , sin necesidad de seguir la dirección de las miradas de Luis. Hube de confesar interiormente que, respecto a su hermosura, no exageraba el oportunista. Por lo regular nos inclinamos a encontrar defectos físicos en las novias de nuestros amigos, como si así desahogásemos el involuntario despecho que causa la felicidad ajena, la amorosa sobre todo. Pues a pesar de esta tendencia, me vi precisado a reconocer que valía un imperio la señorita . Deliciosa mezcla o fusión de los dos tipos paterno y materno, atestiguaba a la vez la fidelidad y legalidad de la pastora y las ventajas del cruzamiento entre sajones y normandos para la selección sexual. El color, la frescura de amanecer, la plasticidad del tipo, procedían indudablemente del pastor, que allá en sus verdes años sería un mocetón como un roble; y la finura de los rasgos, la distinción y pulcritud, de la madre. Sus ojos eran los de la pastora, ya acerados y dominadores, bañados aún en el fluido amoroso de la juventud. Por lo demás, Portal la había fotografiado: era exactísimo lo del oro del pelo, casi ceniza, lo de la blancura, y hasta lo de los hoyos tentadores que se dibujaban, a cada jugueteo del reír, en las mejillas tersas, aterciopeladas por el vello de un cutis del Norte, que aún no lograra curtir el recio clima continental de la metrópoli española.

Semejante pedazo de hembra explicaba todos los desvaríos en que pudiese caer el más escéptico y sesudo de los mortales. Si a los dones naturales reunía la señorita aquella sorprendente cultura de que mi amigo hablaba siempre, no se podía negar que Luis, al descubrir la joya británica, había tenido un hallazgo. Involuntariamente me sentí penetrado de consideración hacia Portal; convine en que aquel mozo había sabido desenterrar la gran mujer, y justifiqué sus hipérboles y su jactancia.

Al pronto, la casa de los Mos me causó la misma impresión favorable, por su aspecto de orden y bienestar. La familia Baldwin había elegido una calle aseada y tranquila, sin malos olores de mercados y tiendas, ni estrépito de coches; desde sus ventanas se recreaba la vista en el arbolado de un jardín fronterizo, ventaja inestimable en Madrid; en su saloncito los muebles eran prácticos y cómodos; había libros, grabados, flores; la familia aparecía limpia, sociable, disciplinada... Mi respeto hacia el pesquis de Luis se acrecentó, y a hurtadillas le dirigí un guiño que en nuestra charla familiar se traduciría así: «¡Al pelo!».

Mas transcurridos los primeros instantes, después de haber visto y admirado los tesoros botánicos y zoológicos de la pastora, cuando las niñas se llegaron al piano para cantar, recordé que Luis me había ensalzado a su como a «la mujer del porvenir», hembra superior al nivel general de su sexo, libre de preocupaciones enfermizas; varonil en el mejor sentido de la palabra, que es el que implica fuerza, entendimiento y resolución. Hablo, por supuesto, poniéndome en lugar de Luis; pues quien haya seguido el desarrollo de mi vida afectiva al través de estas páginas, comprenderá de sobra que no prefiero tal clase de mujer, sino que estoy por la otra, la del pasado, la que por espacio de diecinueve siglos ha venido siendo el ideal de la humanidad; la que en cierto modo ya lo era antes, pues sus rasgos esenciales difieren poco de los que trazaba Salomón en un bosquejo que no se ha borrado de la memoria humana. Pero aunque no me fuese posible aceptar más tipo femenino que el que cifraba Carmen, colocándome en el punto de vista de mi amigo, era capaz de discernir si realizaba aquel prodigio de la sociedad futura: la mujer nueva.

Si lo realizaba, no tardaría ella en manifestarlo, y en percibirlo yo. La seguí atentamente con los ojos cuando se acercaba al piano, a fin de acompañar a Alicia, su hermana segunda, que representaba de catorce a quince años, y llevaba todavía suelto y colgando el hermoso cabello semialbino. La chica perfiló una canción inglesa, que es tanto como decir sosa y agria, cuya letra sentimental trataba -a lo que pude advertir- de un niño huérfano, abandonado por ciertos tíos muy crueles, que pide limosna, y acaba por quedarse tiesecito entre la nieve una noche de Christmas, a la puerta de un palacio donde se celebra espléndido festín. Acabada la tonadilla, sustituyó a Alicia su hermana Beth o Elizabeth, entonando otra canción no menos insulsa, sólo que en ella no se trataba de niño huérfano, sino de la aspiración del alma que quiere tener alas para volar a la gloria, a la verita de los querubines. «Wings! -mayaba la chiquilla-. Wings... my God... wings!».

Pensé que después de la segunda cantata no nos diesen más música, pero engañeme, porque inmediatamente salió al redondel un chiquitín, Edward, de calcetines cortos, pierna al aire y guedeja blonda, el cual nos regaló (ni al diablo se le ocurre) el terceto de los ratas en la Gran Vía. ¡El terceto de los ratas! ¡Quién imaginara verlo salir de labios de aquel angelito, nacido en la quinta parte del mundo, pues Edward era australiano!

No se había acabado el catálogo de las sorpresas: así que hubo cantado y representado el Benjamín, veo que se levanta la pastora, elige un cuaderno de música y se arrima al piano, rodeada de sus hijas, sin que faltase del corro el australianito. Calose la pastora las galas de oro: quitose delicadamente sus mitones de seda, que puso, bien doblados, sobre el velador; y contrayendo las cejas y apretando los labios como quien ejecuta una acción importante y absorbente, y acompañándose ella misma, rompió a entonar un cántico religioso, en que andaban como por su casa las souls y los sins (no pude entender más del texto). Al concluir la primer estrofa, toda la familia, agrupada en torno del instrumento, coreó el estribillo, y el mismo reverendo Baldwin, acercándose, poniendo su diestra sobre la cubierta del piano, arqueando su poderoso y elefantino esternón, sostuvo con voz becerril los agrios falsetes de las muchachas. Miré a la cara de la pastora, y también a . De los semblantes de las dos mujeres se había borrado la expresión habitual, en la una fina e insinuante, en la otra alegre y juvenil, sustituyéndolas -especialmente en la madre- cierta exaltación sombría y dura, como se nota en los personajes de algunos cuadros de martirio. Volvime a fin de ver qué gesto pondría Luis, y observé que estaba medio en sombra y con la cara vuelta.

Acabado por fin el concierto, nos brindaron una taza de té excelente, acompañada de una copa de Jerez y de ciertas golosinas que, si no recuerdo mal, se llaman cracknells. Me convidaron a que volviese, a que frecuentase la casa, y la pastora sobre todo me dijo con sorprendente cortesía: «¡Oh! ¡Oh! Creemos que usted no dejará de venir a vernos de cuando en cuando...».

Al salir murmuré casi al oído de Portal:

-Esta gente será buenísima, todo lo que gustes; pero, vamos, que en devoción no se quedan atrás de la tití. A mí me huelen más a sacristía: te lo advierto.

-Ya sabes -respondió mi atraigo secamente- que los protestantes observan y practican su religión. No son como nosotros.

-¿Lo dices en son de alabanza?

-Sí y no -repuso un poco amostazado-. Sobre eso habría mucho que hablar.

-¿Y por qué tu , esa señorita tan ilustrada, les deja a sus hermanos cantar adefesios?

-¡Qué sé yo! -exclamó el oportunista-. ¡Qué importa! Vamos, ¿qué tal? ¿No es guapa?

-De primera. Eso no puedo negártelo.




ArribaAbajo- VIII -

Y entretanto, ¿qué hacía la tití? ¡Ay! es lo único que aliviaba mi rabioso tormento: sufrir, sufrir probablemente cien veces más que yo. Sorprendida y arrollada por la repentina asiduidad del esposo, doblaba el cuello; pero se desmejoraba, demacrábase su faz, y sus ojos relucían, como ascuas atizadas por la fiebre, detrás de los negruzcos párpados. Cualquier indiferente pensaría, al mirarla: «Esta mujer está enferma. Peligra si no se cuida».

Ocurrióseme un día hacer lo que nunca hiciera: seguirla cuando fuese por la mañana a sus devociones. No sospechando que la atisbaba nadie, de fijo que se entregaría libremente a aquella pena, único alivio de las mías propias. Puse por obra mi resolución. Dejando clases y dejándolo todo (¡qué me importaban las clases! ¡qué me importaba cosa alguna!), me aposté en la esquina para aguardar a que saliese Carmen. La vi aparecer, devocionario en mano, rosario en muñeca, velo de blonda a la cara, no sé si por modestia o porque el eterno instinto de coquetería de la mujer la enseña a entrecubrir el rostro cuando en él asoman los estragos de la pena o de la edad. Iba con paso ligero, como persona deseosa de hacer ejercicio y respirar aire sano. Por la calle de Jorge Juan hacia la plaza de Colón, y desde allí, con gran sorpresa mía, en vez de tomar hacia el Prado para dirigirse a las Pascualas, subió por la ronda de Recoletos. Diríase que, más que iglesia y oraciones, necesitaba esparcimiento; soledad, un paseo agitado, que le infundiese la ilusión de cierta libertad momentánea. Iba aprisa, tan aprisa, que el seguirla me costaba trabajo. Corría lo mismo que si huyese de sí propia, o de algún perseguidor. No de mí; ni me había visto, ni me evitaría aunque me viese: al menos tal era mi convicción íntima.

Al final de la ronda dudó un instante qué dirección tomaría; por fin, describiendo con viveza un arco de círculo, se metió por la luenga calle de Minagro. «¡Cosa más rara! -discurría yo-. Lo que es por aquí, no habrá ninguna iglesia de las que ella suele frecuentar». No la había tampoco en la calle del Cisne, por donde torció hacia Chamberí. Era evidente que aquel correteo insensato ni tenía objeto, ni finalidad, ni cosa que lo valga. Al fin llegó a las inmediaciones de una iglesia; dudó breves instantes, y acabó por no pasar el umbral del templo. Este suceso, insignificante en apariencia, me dio en qué discurrir.

¿No iba a la iglesia? ¿Por qué? ¿Es que no se atrevía a consultar con Dios sus pensamientos? ¿Es que Dios no tenía ya fuerzas para consolarla? ¿Es que la desesperación avasallaba tanto su espíritu, que no le permitía acudir adonde siempre encontraran alivio sus males?

Casualmente la misma tarde se vio mi tío obligado a ir al salón de Conferencias para activar no sé qué intriga y Carmen se quedó en casa. Por no infundirla recelo, yo también salí, pero volví al cuarto de hora. Llamé despacito, a fin de que ella no prestase atención al campanilleo. Entré haciendo el menor ruido posible hasta su cuarto, y la sorprendí como deseaba.

Sentada, o, por mejor decir, caída en el diván; con la labor abandonada sobre el regazo; la cesta de los ovillos de lana a sus pies; las manos cruzadas y casi crispadas en torno de las rodillas; los ojos enturbiados por el dolor; la boca contraída en amargo pliegue; los pies juntos, como si cansados de recorrer penosos caminos, aspirasen a inacción eterna... así la encontré. Yo había entrado sin que me viera, y pude considerarla buen rato. Al fin, no sé si el magnetismo con que la mirada llama por la mirada, u otra causa inexplicable, la avisó de mi presencia: se estremeció, se puso en pie, y sin decir palabra me dejó acercarme.

Cuando me vio a su lado, súbitamente, adoptando una resolución, pronunció algo semejante a lo que leerán ustedes:

-Oye, Salustio: voy a pedirte un favor por Dios y por lo que más quieras. Que no hagas estas tonterías de acecharme y de seguirme. Tú llevarás la mejor intención del mundo; pero confiesa que es una conducta rara... y, sobre todo, que me haces mucho daño, creyendo hacerme bien; que me angustias. Te lo repito: me afliges, me agobias, me mortificas atrozmente. Si es eso lo que te propones...

-Carmen -le contesté con no menor vehemencia, y nombrándola, acaso por primera vez, sin el diminutivo regional-: tú ves visiones, y quieres hacérmelas ver a mí. Ni te molesta el interés que te demuestro, ni ese es el camino. Al contrario, te agrada: es lo único que te consuela. Y como te consuela y te agrada, pobre mártir, por eso, cabalmente por eso, tienes escrúpulos de una compensación tan insignificante, y has determinado privarte de ella. Lo sé, lo sé, lo adivino...

-Pues adivinas tonterías, y no sabes lo que te dices -contestó ella briosamente, muy nerviosa y accionando como si fuese a pegarme-. Ni hay tal alivio, ni tal compensación, ni absolutamente nada de eso. El llamarme mártir es un romanticismo bobo. Hazme el obsequio de decirme en qué soy mártir. ¡Mártir, mártir! ¡A cualquier cosa llaman martirio! ¡Qué ridiculez!

Bajo el influjo de su exaltación, accionaba, sus mejillas se arrebataban, llenábanse sus ojos de reprimidas lágrimas. Pero yo no me arredré; comprendí lo crítico de la situación, lo campal de la batalla, y que la misma cólera de mi tía daba un mentís a sus afirmaciones. Conocí que estaba la señora de Unceta en uno de esos momentos en que el sentimiento hierve y se desborda, y en que se puede sacar partido de la fermentación del alma. Si yo me hallase enteramente dueño de mí, tranquilo y frío, a no dudarlo, tenía asegurada la mejor parte en la lucha; pero lo malo es que yo también empezaba a hervir. Mi sangre bullía, mi lengua no acertaba a dar forma a los pensamientos.

-Tití, cálmate -le dije-. Razonemos. No me niegues que tu vida es un martirio... Mira que yo, con esta manía de acecharte, sé mejor que tú misma lo que te pasa. Te he seguido día por día. ¡Como que no pienso en otra cosa, y que a eso aplico todo mi conato!

-Muy mal hecho -arguyó la tití llorando casi.

-Muy mal, convenido, como quieras... detestablemente... pero es así. Desde el Tejo, desde tu conferencia con el fraile... ya ves que te lo confieso sin ambages ningunos... desde el Tejo, no he perdido ripio. He visto la paciencia valerosa de los primeros días... y la procesión que andaba por adentro; que andaba, señora, no me lo oculte usted. Después la alegría de la emancipación, cuando... cuando se... aflojaron... ciertos nudos. ¡Ay, tití! ¡Qué alegre y qué guapa te habías puesto entonces! ¿A que no me lo confiesas? Y luego... lo de ahora... la calentura, la quina que tragas, lo que te consumes allá en tu interior... No, déjame acabar, que lee de decírtelo. ¿Conque no es esto suplicio, y suplicio cruel? ¿O los martirios sólo consisten en aquellas salvajadas que cuenta el Año Cristiano, los potros y los ecúleos, y los garfios de hierro que arrancan las costillas? ¡Carmen, Carmen! A otros engañarás, a mí no. No sólo eres mártir, sino que eres santa, y a los santos...

Completé la frase con la acción; me incliné, y cogiendo a bulto, por donde pude, la bata de mi tía, la besé. Ella se echó atrás con violencia, y gritó saltándosele las lágrimas:

-Como vuelvas a decir ni a hacer bobadas así... o me voy de casa, o digo a mi marido que te ponga en la calle. Me estás molestando, pero de verdad, con tus consuelos, y tus novelerías, y tus comedias. Si me llamas santa otra vez, créelo, no te dirijo la palabra en mi vida, suponiendo que te mofas de mí descaradamente. ¡Cuidado con mi santidad! ¿Y quién te mete a ti a hablar de santos? Tú tienes unas ideas religiosas... así, nada más que medianas; lo que es de santos, confiesa que no entiendes ni pizca. Vaya que si yo fuese santa... ¿para qué quería más? ¡Pues ya me había caído el premio gordo! ¡Santa! Me daría por contenta con ser buena, sin añadiduras. Tú no has leído vidas de santas ni de santos. Lo menos que hicieron fue dejarse cortar la cabeza o asar en las parrillas (al decir esto, se rió nerviosamente). ¿Crees tú que se contentaron con morir, y que por esa hombrada sola se fueron al cielo derechitos? ¡Anda, anda! La vida de los santos, antes del instante de prueba, había sido ya una serie de méritos. No habían aborrecido a nadie; habían dominado constantemente sus pasiones, y habían vivido como ángeles. Y yo...

-Y tú te juntas al que aborreces -interrumpí-, y tú te alejas del que... te es simpático... y tú trituras tus pasiones como la santa más pintada. No me vengas con santas a mí... Ninguna hizo más que tú.

-¡Ave María, qué barbaridad! -exclamó sinceramente-. Si no estuviese tan incomodada por tus desatinos, ahora me reía a carcajadas yo. Hay para estarse riendo un año (y al decir esto se le soltó una lágrima gruesa, rápida y de esa bonita forma de perla que tienen las de las imágenes). Te digo que sí, que a carcajadas me reía, hombre. Las santas que siendo reinas se fueron a los hospitales a cuidar enfermos asquerosos; las santas que andaban llenas de cilicios que les hacían llagas y costras; las santas que comían diariamente un mendrugo de pan o unas hierbas cocidas y mezcladas con ceniza... ¡Hijo! No me salgas con simplezas; soy una pecadora... y esta conversación es ociosa y tontísima. No viene al caso que la llevemos más adelante.

Sentí una revolución en mi ser. No me reprimo en aquel instante si me ofrecen la gloria. Estábamos solos en la casa, porque los criados hallábanse recluidos en la cocina, al extremo del largo pasillo. Comprendí que rara vez vería a mi tití tan fuera de su reserva acostumbrada; o, mejor dicho, no reflexioné sobre el caso, sino que me dejé llevar del instinto, el más seguro consejero en guerra y en amor, y ataqué a la pobrecilla con este inesperado ardid:

-Pues ya que te empeñas... pecadora serás. Si es pecado lo que se hace contra toda voluntad, lo que nos impone una fuerza superior a nosotros mismos... entonces, pecadora eres, a pesar de tus buenos propósitos.

Alzó la cabeza y me miró con inquietud y ansiedad.

-¿Que te repugna tu esposo? (osadamente). ¿Que no le puedes sufrir? Pues más mérito si le sufres. ¿Que mi compañía te presta... alguna distracción... o algún consuelo? Pues más mérito... más mérito si huyes de mí, y no me permites que me acerque, y ahora mismo te desvías y te arrinconas en el diván para no tocarme ni al pelo de la ropa. ¡Santa, santiña! También para ti hay tentación y corona... No todos los cilicios son de cerdas, ni es el pan duro y las hierbas sin sal la comida que peor sabe... ¿Verdad, Carmiña? ¿Verdad? Di que sí.

Articulé estas últimas palabras en voz baja, y con ese tono ahogado, que ni se finge, ni se oye impunemente. Fascinada por el mismo terror que la causaban sus impresiones, mi tití calló, volviendo el rostro. Así permaneció un momento, que yo aproveché para asir otra vez su vestido (no me atreví a las manos) y besarlo con tal unción, que ella gritó como si la mordiese en su carne:

-¡Salustio! ¡Salustio!... De vergüenza estoy que no sé lo que me pasa... O te vas, o salgo a la ventana y grito... Te digo que te vayas... y, también que no vuelvas a hablarme en tu vida de semejantes cosas... Es lo más ridículo y lo más bochornoso... Pero tú ¿qué te has figurado? Hasta me tiembla la voz... ¿No comprendes que es una cobardía muy grande meterse con quien no tiene defensa?... ¡Cobarde! No me importa que te parezca mal... Y mira, con verte tan inconveniente me crezco yo... Ahora te digo que vas a irte por la posta.

Yo me había corrido algo en aquella extraña conversación. No podía retroceder; no había términos hábiles. Además, mi sangre, mi cabeza, mi corazón, eran cráteres furiosos. No contesté, pero mi mismo silencio me dio fuerzas para sujetarla por la ropa y cogerla con dulce violencia las manecitas contra las cuales apoyé mis mejillas ardorosas y mis ojos y restregué la frente sintiendo felicidad indecible, balbuciendo sílabas que pretendían, sin conseguirlo, formar palabras. Levanté después la cara y miré a Carmiña sonriendo, enajenado de ventura, sin soltar sus delgadas muñecas. Era mi mirada más elocuente que cuantas declaraciones pudiesen dirigirse a una mujer. Mi tití no necesitaba que yo le dijese lo que sentía; mis ojos, mi actitud, mi turbada voz sobraban para declararme. Hubo un momento en que por el rostro de ella se esparció otra sonrisa tan luminosa como la mía; pero duró muy poco, reemplazándola una expresión de terror vivísima. Sin enfado, sin cólera, en tono suplicante, exclamó:

-Déjame, por Dios. Tengo que arreglarme y bajar a casa de Barrientos.

-No es verdad. Acaban de salir a paseo. Las he visto yo. Estate. Ni te toco, ni te sujeto (y al decir esto aflojé las manos). Quiero convencerte de lo fácil que es matarle a uno de alegría. ¡Yo creo que estoy enfermo ya de... de esto...! ¡Ay!, permíteme que respire, porque soy capaz de ahogarme.

Me levanté y di tres o cuatro agitados paseos por el gabinete. Reía y lloraba a un tiempo. El convencimiento de la realidad tanto tiempo sospechada me aturdía, y, a poder, me hubiera alejado de allí como el niño que roba dulces y tiene prisa de huir para comérselos a solas. Mi tía, encogida en el ángulo del diván, escondía la cabeza entre las manos. Lo que para mí era revelación de ventura, constituía para ella el espanto del descubrimiento de un crimen. Ahora veía la mujer fuerte que yo no era meramente el sobrinillo cariñoso y animado, la cara simpática de la familia, sino el hombre -aquel ser que la mujer apetece como la materia apetece la forma- el único hombre del mundo, porque los demás no tenían existencia real en la esfera del sentimiento... Ahora comprendía que su alma, al huir de los brazos conyugales, donde sólo quedaba el cuerpo inerte, se iba en busca de otra alma, la mía, sin saberlo, y sin permiso de la honrada voluntad. Ahora averiguaba por qué no tenía ánimos para entrar en la iglesia, por qué adelgazaba, por qué sufría, por qué le hacía daño el sonido de las teclas al recorrerlas sus dedos, por qué se sentía tan nerviosa, tan alterada y tan... así... cuando la mujer buena ha de poseer un espíritu apacible, respirar placidez y serenidad, y dejar las crispaciones y las borrascas para las conciencias culpables y los corazones manchados e infieles...

En medio de mi alteración adiviné todo esto. El respeto, la lástima, el cariño delirante, me dictaron la línea de conducta más discreta con semejante mujer y en situación tal. Y fue acercarme a ella y decirla:

-Carmiña, ya me voy... Salgo de casa. No quiero que tengas por mí ni un minuto de contrariedad. No te pregunto nada. Sé cuanto me importaba saber. Ahora no te acecho más. Soy para ti como un hermano... ¿lo oyes? Quita esas manos de la cara, y déjame que te vea... que ya me marcho.

Separó las manos y apareció con los ojos secos, asombrados, mortalmente pálida. Pero al verme sonreír y dirigirme hacia la puerta, su mirada fue calmándose y destellando luz.




ArribaAbajo- IX -

Hay coincidencias. Quien lo niegue desconoce el juego variadísimo y complicado de la vida sentimental; quien lo niegue vegeta, o, mejor dicho, deja cristalizarse con regularidad, por el proceso mineralógico, los casos que en su existencia puedan presentarse.

Al otro día de la fecha, memorable para mí, de la que en novelesco estilo se llamaría la escena del diván, entró mi tío a la hora del almuerzo, teniendo en las manos una carta: y al desplegarla, dijo con tono del que da una rara noticia:

-¿No sabes quién está en Madrid, aquí mismo?

Carmiña, levantando los ojos que tenía clavados en el mantel, preguntó con la indiferencia del que espera pocas contingencias felices:

-¿Quién?

-El Padre Moreno.

¡Que si le hizo eco la nueva! Una impresión fulminante. Saltó en la silla y exclamó con voz entrecortada de júbilo:

-¿Que está... aquí? ¿Desde cuándo? ¿Y por qué no vino a vernos ya?

-Pues está hace dos días...; pero toma, entérate de la carta, y verás en qué consiste que no haya venido.

Tití se apoderó del papel, con esa trepidación de la mano y esa rapidez de movimiento que delatan la sacudida eléctrica del espíritu. Leyó para sí prontamente, interrumpiendo la lectora con frecuentes exclamaciones. «¡Ay, Jesús! ¡Y yo que no sabía nada! ¡Pues el Padre no me había escrito ni esto! ¡Ave María Purísima! ¡Qué decidido! ¡Ay, pobre!... Cojo el velo y allí me voy. ¿Vienes, Felipe?

-Ve tú ahora -dijo el marido demostrando que no le seducía la excursión-. Yo iré por la tarde, o mañana. No estoy vestido, y tengo que contestar una carta muy larga a Castro Mera.

-¿Pero qué le sucede al Padre? -interrogué con curiosidad-. ¿Puede saberse? Sentiré que sea cosa desagradable o mala.

-Cosa mala sí... ¡Vaya si es mala! -exclamó con su acostumbrada vehemencia mi tía-. Y una cosa que yo se la estaba profetizando siempre. Me lo sacan de Marruecos, un clima tan caliente, y lo meten allá en Compostela a aguantar humedades y fríos. Lo natural; ha cogido una enfermedad que lo ha doblado, y se ha tenido que ir a Andalucía en busca de mejor temperatura. Y apenas llega a Andalucía, ve que el mal es más grave de lo que pensó, y tiene que venirse aquí a que le hagan una operación, probablemente dolorosa. ¿Y sabes dónde se encuentra? En San Carlos. Tiene allí un amigo, el médico Sánchez del Arroyo. Hay que ir a verle sin tardanza. Su carta es alarmante; se conoce que el Padre está aprensivo. Pues él poca aprensión acostumbraba gastar... Era valiente como él solo. Para que se asuste y diga que va a morirse... Allá me voy sin más.

-Almuerza primero -advirtió su marido.

¡Valiente almuerzo! En el comedero de un pájaro cabría. Antes de los postres se levantó, y a poco rato volvió a presentarse vestida de mañana, con aquel sencillo trajecito negro y aquel velo de blonda que yo conocía tan bien. Entró como indecisa, apoyándose en la sombrilla de tafetán tornasol y sacudiendo los guantes, que no se había calzado aún. Miró a su marido y le hizo una seña, llevándosele a un rincón para decirle algo muy reservado. Por discreción me aparté, pero no tanto que no viese el gesto indefinible que acostumbraba a hacer mi tío cuando se veía obligado a gastos que no figuraban en su presupuesto. La tití no tardó, sin embargo, en deslizar en su bolsillo un bullete dado por el esposo.

Por la tarde aproveché las pocas horas que tenía libres, yéndome también a San Carlos. Quiso la casualidad que al doctorcillo Saúco le tocase aquel día hacer guardia, pues era uno de los seis profesores que turnan en la asistencia del hospital. Mi paisano manifestó gran alegría al verme y se empeñó en hacerme cumplidamente los honores de la casa.

-Es precioso que veas las clínicas, y los baños, y el museo, y el paraninfo, con el techo de Padró... Mira, tu fraile no está en ninguna clínica, ya lo supondrás: le hemos dado el cuarto que se reserva para los enfermos de campanillas. Es un fraile muy tratable; ya nos hemos hecho tan amigos en las pocas horas que hace que le conozco. Sube... es por aquí al final de este pasillo, antes de la balconada... ¿Se puede entrar?... Que sí... Pasa, hombre.

Pasé, en efecto, y el fraile, al ver entrar a una visita, se incorporó trabajosamente en la butaca.

A un mismo tiempo veía yo dos figuras, y las dos eran del Padre Moreno; pero ¡cuán diferentes! La primera, la que yo había conocido en el Tejo pocos meses antes: aquel fraile moreno, tostado por el sol de África, de brillantes ojos, cetrina tez, vigorosas proporciones, negro pelo, cuello robusto, voz timbrada y viril, fuertes músculos, viva complexión y ánimo arriesgado y pronto. Y la segunda, la actual, un hombre amarillo como los cirios, consumido, de ojos pálidos, de mejillas hundidas, en que la descuidada barba tendía una triste pincelada azul, negruzca a trechos; de cabello que casi se había vuelto gris y donde ya no se destacaba con energía la tonsura; de manos enflaquecidas, de labios sumidos, de encorvado dorso.

Daba dolor ver así a Aben Jusuf. Creo que si le encuentro en la calle no le conozco: tanto le había envejecido y desemblantado el mal. Él, en cambio, me reconoció a pesar de mis barbas, y con voz que intentaba ser como la de otros tiempos, me saludo:

-¡Hola!... Felices, don Salustio... ¿Conque también usted viene a ver a este pobre fraile?

-¡Vaya! -me apresuré a decir medio abrazándole- y con mucho gusto. Vía sabe usted que se le quiere, Padre Moreno, y que tiene en mí un amigo de verdad. He sentido bastante saber que está usted malo. ¿Cómo se encuentra? ¿Qué es ello?

Con un rezago de su antigua marcialidad, me contestó Aben Jusuf:

-¿Que qué tengo? Hijo, poca cosa... Una pierna que casi no sé si es de mi cuerpo o del ajeno. ¡Una pierna que tal vez sea preciso... rsss! o ¡ssrrr!

Hizo el ademán del que saja con un bisturí y del que sierra con un serrucho. Yo protesté, estremeciéndome como si fuese a sufrir la cruenta operación.

-Vamos, Padre... Valdrá más el ruido que las nueces. En diciendo que le reconocen y que le ponen unas hilas... ya está usted dado de alta.

-Bien, bien; eso se verá... y eso es lo que menos importa. Dios sabe lo que ha de hacer conmigo.

-¿No le decíamos todos -interrumpí regañando- allá en la Ullosa, ¿se acuerda?, que no le convenía el clima de Compostela? Aquella humedad, aquel frío... ¡Para un moro!

-Mire usted, caballero Salustio... lo que más conviene es hacer lo que se debe. Créalo... ¿Me ve usted en este estado, con la pierna así y con esta cara que parece que acaban de desenterrarme? Pues no me hallo descontento, ni cosa que lo valga. En todas partes se pueden coger enfermedades... ¿No le parece lo mismo? En todas. Los males vienen pronto. Paciencia. Diga -añadió haciendo un esfuerzo y señalando hacia la mesilla colocada a su lado-: ¿quiere un buen habano? No tenga reparo en aceptar, que casi puede decirse que fuma usted de lo suyo. El doctor Saúco ya tuvo la amabilidad de aceptar uno, y lo alabó.

Volví la cabeza y vi el cajón abierto, con falta de dos puros no más, con sus ataduritas de los colores nacionales, y comprendí para qué objeto le había pedido cuartos Carmiña a su esposo.

-Padre Moreno -respondí-, yo no le puedo dar cigarros, porque soy un estudiantillo que no se permite esos lujos; pero algo haré por usted. Vendré aquí a menudo; y si necesita que le velen o que le acompañen, me ofrezco a todo.

-Mil gracias. Aquí me atienden perfectamente. Ningún enfermo con familia se puede alabar de mejor asistencia. Sólo el doctor Saúco, que me abandona... Me mata de sed.

-¿No quiere usted admitir favores míos? -exclamé un tanto molestado por el tono en que se expresaba el fraile.

-Al contrario. Los quiero admitir, sí. Y tanto los quiero admitir... que he de pedirle uno muy gordo.

-¿De qué se trata?

-Ya hablaremos, ya hablaremos -respondió él mordiendo la punta del puro y disponiéndose a prenderle fuego.

Saúco, entendiendo a media palabra, se acercó al fraile, y señalando a un frasquito:

-Ahí queda la poción... No se olvide usted de tomarla a cada cuarto de hora...

Nos dejó libres, y entonces el fraile se preparó a hablar, echando una lenta y golosa chupada.

-Y ese favor que quiere pedirme... sepamos... ¿está en mi mano hacerlo?

-Claro que está. De otro modo no se lo pediría.

-Sepamos con qué se come el favor.

-Pues... No crea que mi enfermedad está en la lengua. Hablo más claro que nunca. Lo diré en dos palabras. Con cualquier pretexto... queda a cargo de usted el inventarlo; y sin dilación ninguna... Yo le ruego... que se marche de casa de su tío, a una posada.

Me quedé suspenso, mudo, sin saber qué contestar ni qué cara poner.

-Se lo suplico a usted, caballero -insistió el fraile-. Ya ve usted cómo han puesto sus achaques al Padre Moreno, para que llegue a suplicar estas cosas. Que si yo estuviese en mi estado normal, pudiendo andar con mis piernas y servirme de mis brazos... no le pediría a usted... ¡Caramelo! ¡Qué había de pedir!

Incorporose en la silla, olvidado de su padecimiento, transfigurado, echando chispas. Desde que había empezado el corto diálogo, animárase gradualmente; sus pómulos de cera dejaran transparentar la infusión de la sangre, y me pareció verle restaurado a su prístino ser, arrogante, fiero, intrépido, como en sus tiempos mejores.

-Padre... -murmuré-. Poco a poco... Eso que me indica no es tan fácil de hacer como usted tal vez cree; y me parece a mí que, cuando menos, tengo el derecho de preguntar: ¿por qué se me pide que dé ese paso?

-Pues yo tengo el derecho de no contestarle -respondió el Padre, sosteniendo aún su repentina animación-; pero no quiero hacer uso de él, y respondo sin ambages, categóricamente, con arreglo a mi genio y a mi tipo. Deseo que salga usted de casa de don Felipe, porque no debió entrar en ella nunca; porque si está aquí el hijo de mi padre, no se comete semejante pifia; porque a su tío le cegó el buen deseo... o la idea de ahorrar unos ochavos... cuando discurrió la incongruencia de que usted viviese a mesa y mantel con un matrimonio joven... o nuevo, o como se le antoje llamarle; y porque en todo este arreglo de vida familiar, ha habido poca prudencia y tacto y ninguna sal en la mollera, y, es tiempo de poner coto a semejantes chapucerías.

Dijo esto el Padre con tono cada vez más coercitivo; pero de repente le vi palidecer, llevarse la mano al muslo y derrumbarse en el sillón, exhalando un gemido sordo.

-¡Ay... ay... Moreno, Moreno! -pronunció hablando consigo mismo-: Moreno, ¡qué echadito que estás a perder! Hijo, eres una pura plasta... Salustio, ¿quiere usted pasarme ese vaso de agua o de porquería, que está ahí? ¿La cucharita? Apuremos esta pócima.

Hice lo que me pedía; tomó el remedio, y recostó la cabeza sobre el almohadillado del respaldo. Así que dio señales de reanimarse, anudé la desatada conversación:

-Padre... usted comprende que yo no puedo salir ahora de casa de mis tíos. Llamaría la atención. Los exámenes se acercan; estamos a las puertas de junio...

El Padre me miró con leve expresión burlona.

-No entre usted a examen. Se lo aconseja Silvestre Moreno. Lo que es este año... perdigón, como dicen ustedes.

No dejó de amoscarme aquella ironía y aquel afán de meterse en lo que, a mi entender, ni le iba ni le venía al fraile moro.

-Hablemos con calma, Padre -dije resueltamente-. Usted, con ese ruego o, mejor dicho, esa orden de despejar el terreno que me está dando, parece suponer cosas que... vamos... pueden redundar en ofensa de Carmen.

-De la señora de su tío de usted.

-Bien, de la señora de mi tío... Como usted guste. Hablemos clarito, sin circunloquios ni reservas mentales. A mí no me duelen prendas. Hace un año próximamente que nos hemos conocido... ¿verdad? y aquel mismo día conocí yo también a la señorita de Aldao. A un tiempo supimos usted y yo que ella se casaba sin amor y hasta con repugnancia verdadera; y al saberlo... usted, Padre, aprobó... y yo desaprobé y protesté, y lo dije. ¿Se acuerda de nuestra conversación, la tarde de la boda, en el soto del Tejo, cuando usted rezaba sus horas tan pacífico y yo casi lloraba? ¿Sí o no? ¿Se acuerda?

-Sí señor... me acuerdo... -contestó el fraile-. ¿Y a qué viene recordármelo?

-¿A qué? Yo aseguraba que aún teníamos medio de deshacer la boda; profetizaba que era un desatino, pero gordo... y usted me mandó a paseo... y me dijo que tenía una jumera. ¿Es verdad, o no es verdad?

-Como el Evangelio. Y la tenía usted; sólo que por lo patético y lo fino.

-Bueno: el asunto es que usted no hizo maldito caso de mis presentimientos. Ha pasado un año, y en él ha perdido usted de vista a Carmiña. Vuelve a encontrarla... y como yo se lo pronostiqué: desgraciada, triste, enferma de repulsión... ¡y ahora el Padre no querrá confesar que me sobraba razón por cima de los pelos!

-Lo que oigo -gritó el fraile ya montado en cólera- me da ganas de enviar al rábano la pata mala, y levantarme y hacer con usted una atrocidad. Todo es puro desatino y absurdos sin ningún fundamento: perdone usted si me expreso con tanta claridad... ¿Carmen desgraciada? ¿Y por qué? Va usted a descifrarme ese enigma. ¿En qué la falta su esposo? ¿Qué motivos razonables de disgusto la da? ¿No la quiere, no la acompaña? ¿No la trata bien, según su carácter, que cada cual tenemos el nuestro? ¿Qué plato la ha tirado a la cabeza? ¡Me indignan -y repito que pido a usted excusas si la forma es ruda y poco parlamentaria- las alharacas con que usted me viene!

-Y a mí me indigna su modo de sentir y de pensar de usted, Padre -repliqué no menos airado que el moro-. ¿De modo que en no tirando platos ni solfeando con una tranca, ni trayéndose a casa una pindonga, ya no tiene derecho a quejarse una mujer como Carmen Aldao? ¿Lo cree usted de buena fe? ¿Se atrevería a jurar que no es indispensable en el matrimonio la paridad y la simpatía de las almas, el cariño mutuo, todo lo que allí falta y faltará siempre? ¿Piensa usted que una mujer elevada, sincera, efusiva, amante, puede resignarse a vivir con un hombre sórdido, bajo, inmoral e intrigante, esclavo de la materia? ¿Es así? Según el criterio de usted, en extendiendo los dedos y refunfuñando cuatro palabras en latín, las incompatibilidades más profundas desaparecen, y los espíritus se asimilan y se funden por ensalmo? Una bendición... y acabose todo. ¿Ya no hay más?

-Y para usted -replicó el Padre, dominándose a fuerza de pulso interior y articulando con voz sonora y profunda- el matrimonio es asunto de mero deleite; en no gustándole el cónyuge a la cónyuge, y viceversa... lazo roto. Dios ha de crear para nuestro uso propio y exclusivo un ser exento de faltas, enteramente conforme al patrón que se traza nuestra fantasía; y si resulta que no es aquello... ¡zas! allá van el sacramento y los deberes al traste. El sensualismo...

Esta palabra cruda y teológica me hirió en el alma, y salté protestando.

-Padre, ustedes los sacerdotes que ejercen en el confesionario, y se han abstenido del trato con mujeres, no distinguen de colores, no ven más que un aspecto de las cosas, y a veces calumnian los sentimientos más nobles y más limpios. Calumnia involuntaria, pero calumnia al fin, y calumnia que irrita a los que nos sentimos inocentes. Usted al parecer me atribuye la suposición de que mi tía no es feliz con su marido porque este no la agrada así... materialmente, en sus condiciones físicas. Lo cual es una enormidad, y ¡no se lo perdono a usted!

-¡Naranjas y piñones! -exclamó el fraile ya fuera de sí-. ¿Conque no hay sensualidad del espíritu ni extravíos de la imaginación? Y, además, a mí no me venga usted con flores retóricas. Yo no comulgo con ruedas de molino. Detrás de esos descontentos que usted supone, habría -si no fuesen fantásticos e inventados por usted- lo que hay en el fondo de todas las cosas de la misma índole: el fuego de la concupiscencia y el aguijón del diablo. Por fortuna nada de eso existe más que en la fantasía de usted. Carmen es feliz con su esposo: todo lo feliz que se puede ser por acá, en este valle de... rabietas: su conciencia y su honor están intactos, y si yo quiero que usted se salga de la casa, no es porque vea en su presencia peligro, sino porque puede verlo el mundo, y la fama con un soplo se enturbia. Usted, que me recordaba hace poco nuestra conversación en el soto del Tejo, ¿se acuerda también de lo que tratamos en la Ullosa? Me parece que le dije que no le tendría por hombre honrado si se acercaba de una manera sospechosa a la mujer de su tío.

¿Por qué me escocieron tanto estas palabras del fraile? ¿Es que veía surgir formidable obstáculo, no al logro de mis deseos, pues yo no los fijaba en cosa concreta, sino a mi reciente y deliciosa plenitud de felicidad ideal? No lo sé. Sólo afirmo que sus palabras me encresparon, y que en un arranque de independencia y rebeldía, determinado a echarlo todo a rodar, exclamé:

-Pues, Padre, tengo el sentimiento de decirle lo que no le he dicho hasta la fecha. Que es usted para mí una persona respetabilísima, apreciable como pocas, simpática, digna; que estoy convencido de ello y que lo repetiré en todas partes; pero de ahí a que yo le tome por doctor infalible en cuestiones de moral, va tanto como de aquí a Montevideo. Yo puedo ser honrado a carta cabal, aunque no se lo parezca, y si porque me interesa una mujer que es infeliz -infeliz, infeliz, aunque usted lo niegue- pierdo para usted el prestigio de hombre honrado, juro que me importa un bledo. Vamos a llevar la cuestión al terreno más arduo, para que vea que soy franco y que no me duelen prendas más que a usted. Suponga que, efectivamente, estoy enamorado de mi tía Carmen. Pues esto será una desgracia para mí, y acaso un peligro para ella (ya ve que concedo bastante); pero lo que es a mi honradez... ni le quita ni le pone.

Hice de propósito una pausa, a fin de que la frase siguiente cayese como una piedra sobre el cráneo de Aben Jusuf.

-¡Ni a la de ella tampoco!

¿Quién pintará la metamorfosis que al oír esta última herejía se obró en el semblante del fraile moro? Sus ojos vibraron llamas y fuego, rodando en las órbitas, con todo el brío de sus tiempos mejores las facciones, ya tan acentuadas de suyo, se movieron como si las levantase un cataclismo interior, dibujándose en ellas arrugas profundas y fuertes, rígidas, casi metálicas; en el primer momento, no pudiendo hablar, aspiró desesperadamente el aire, según debe de hacer el que se asfixia. Pero aquella violenta impresión no se derramó en palabras, porque el hombre segundo, el que la religión de Cristo había injertado en el salvaje tronco de aquella alma de africano, se sobrepuso y venció; y recobrando, mediante un esfuerzo inaudito, la calma... respondiome en voz algo bronca y demudada aún:

-Pues... señor mío... si está usted tan conforme consigo mismo y no ve en su comportamiento nada digno de censura, no tenemos más que hablar. Usted cree que introducirse en las casas, bajo la protección y el amparo de los parientes próximos a fin de atentar en una forma o en otra a su honor y combinar pian pianino el adulterio y el incesto, no son acciones reprobables ni hay en ellas nada que desdiga de los principios de un cumplido caballero. Yo pienso de diferente manera; pero como usted, por otra parte, no tiene allá unos principios religiosos excesivamente claros, mi voz carece de autoridad sobre usted, y cuanto yo le diga le suena a mojiganga. Cese, pues, toda conversación ociosa, y desde hoy cese usted también de ver y de tratar al Padre Moreno. Porque yo, en cumplimiento de mi obligación, no podría menos de dirigir a usted alguna advertencia que de fijo se le haría impertinente... y no tenemos tampoco la flema en el bolsillo. Deje a este pobre enfermo, y siga su rumbo. Pero tenga entendido lo que voy a añadir: aquí no habrá lucha: porque Carmen, aunque no es santa ni virgen, como usted dice sacrílegamente, es mujer de bien y sabe a lo que está obligada; y si lucha hubiese... entre usted, joven y lleno de recursos y atractivos, y Silvestre Moreno, envejecido ya y probablemente enfermo de lo que ha de llevarle al hoyo... Moreno sería el vencedor. No le digo más.

Yo escuchaba paseando por la habitación de arriba abajo y con las manos metidas en los bolsillos; sintiendo en mi interior, en el estómago y en las entrañas, esa trepidación ardiente que notamos en circunstancias críticas. Mi batalla era secreta, y no por eso menos empeñada y furiosa. Luchaba con mi orgullo, con mi pasión, con mi carne toda, para no volverme y decir al fraile... lo que le dije por fin, en irresistible impulso de mi conciencia y de mi alma.

-Padre... respecto a luchas y victorias, hablaremos; pero tocante a lo otro... para que vea usted... ¡tiene usted razón! Razón que le sobra. No es delicado vivir en esa casa... lo comprendo, lo reconozco: mi misma posición es humillante, particularmente desde hace algún tiempo...; y saldré de ella, mi palabra de honor, pronto, pronto... lo más pronto posible. No dude que saldré...; y adiós, Padre.

Mostré querer marcharme sin tenderle las manos, y él me llamó con cordialidad súbita.

-Venga acá, venga acá... Usted en religión pensará como quiera, pero conserva un fondo de sentimientos delicados que me agrada. Y vamos a ver, ¿qué mal le ha hecho a usted Carmen para que dude de que yo sería el vencedor en la lucha, si tal lucha existiese?

-Padre, de eso no quería tratar; conste que es usted quien me pincha. Supongamos que hay lucha... si no... ¿a qué viene esta discusión? Hay lucha... pues usted vencerá... ¡estoy cierto de que sí!, en lo exterior, en el terreno positivo... ¿me explico? ¿me entiende?

-¡Demasiado! -contestó gravemente el fraile.

-¡Y lo mejor de todo... es que yo, en ese particular, no deseo -tan cierto como que quiero a mi madre- que salga usted derrotado!

-Adelante -articuló Aben Jusuf ceñudo y pensativo.

-Mi victoria es de otro género... ¡Mi reino no es de este mundo! -pronuncié con ligera ironía, que el Padre debió de encontrar pesada-. Hay una esfera en la cual siempre saldré triunfante... y esa me basta... ¡Y usted ahí sí que no llega! Ese es el imperio de la libertad. ¡En el quinto piso del alma, Padrecito... ni usted... ni nadie!...

El moro callaba. Alzó sus ojos al techo de la enfermería, y las movibles facciones de su rostro adquirieron una expresión, casi desconocida para mí, de exaltado misticismo. Sonrió luminosamente, y me dijo con mezcla de unción y desdén:

-En todos los pisos entra Jesucristo cuando se le antoja.

Al salir pregunté al doctorcillo Saúco qué padecía el fraile. Mi paisano movió la cabeza.

-¿Qué ha de tener? Era un hombre como una loma... Tenía cuerda para cien años; pero hizo una vida impropia de naturalezas tan robustas. Máquinas de esa potencia, están mejor andando que paradas. Él, si no se ha parado del todo, ha clavado, cuando menos, ruedas muy importantes... y ahí tienes las resultas. Lo que padece es serio. Regularmente se impondrá la operación.



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