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Mi posición en casa de mis tíos fue desde aquel día extremadamente embarazosa. No veía el modo de salir de allí, y lo deseaba muy de veras, porque además de la actitud de mi tío, se me había grabado en lo más vivo la afirmación del moro: que era depresivo sostenerse a expensas del marido de Carmen. Ya se me hacía totalmente insufrible la estéril y dolorosa convivencia, que me obligaba a adivinar y casi a presenciar las intimidades conyugales y atentaba al carácter romántico de mi amor.

¿De qué me servía vivir bajo el mismo techo? Desde la entrevista con el fraile se había producido un cambio en la tití. Me evitaba cuidadosamente, me dirigía las palabras indispensables, y luego se desviaba de mí como si yo estuviese apestado. Su aparente desvío no me desesperaba del todo, porque comprendía la causa, y adivinaba la batalla secreta de aquel espíritu superior; no obstante, mi situación implicaba tal tirantez, tantos rozamientos penosos, tamaña dosis de pachorra en momentos dados, que no había resistencia que alcanzase, ni yo podía responder de que a lo mejor no saltara el resorte.

Por ahora, la victoria del fraile era puramente material. De la moral podía gloriarme yo. ¡Y dijese lo que dijese el moro... cuán débiles mis armas y pertrechos! El Padre, apoyándose en creencias y principios arraigados en el alma de aquella mujer; teniendo por cómplices a la ley y a la sociedad; con el cielo en una mano y el infierno en la otra, para premiar la virtud o castigar el delito... y yo, sin más que el dinamismo del sentimiento; ¡yo, que representaba para Carmen la infracción del deber, la mancha del honor, el atropello de las convicciones, la vergüenza, el crimen y la pérdida del alma! No militaba en mi favor sino la fuerza que en los minerales se conoce por afinidad, y por amor en los seres orgánico-racionales: fuerza que en todos existe latente y sólo aguarda favorable ocasión para revelar su poder. Y así, inerme, o, mejor dicho, armado únicamente con las armas naturales, sabía que en mí recaería el triunfo; que todos los imperativos categóricos de la razón, todos los preceptos y mandamientos de la religión, todos los sermones del Padre, no bastarían para que aquella mujer no aborreciese a su marido y me quisiese a mí muy de adentro... ¡Este era el lauro!

Lauro noblemente ganado si yo salía de casa de mi tío. Era deshonroso residir allí.

Irme pronto... ¿Y de qué manera? Ese problemita sí que no lo resuelve fácilmente una persona colocada en mis circunstancias. Había que decirle a mi tío: «Me voy de su casa de usted». A mi madre: «No quiero estar más con mis tíos. Dispóngase a pagar un dineral de posada, o lo que para sus medios equivale a un dineral». Y al mundo, al microcosmos de nuestro círculo: «Salgo de aquí. Piensen lo que gusten, yo salgo. Bien comprenderán que hay gato encerrado, cuando me voy así, quince o veinte días antes de los exámenes».

Determinado a romper por todo antes que dejarme estar, fui, no obstante, dando largas, trazando el modo de cumplir la palabra al fraile. No me atrevía a volver a San Carlos mientras no pusiese por obra mi resolución. Mi tía, en cambio, visitaba al Padre diariamente, y por ella y por el doctorcillo Saúco sabía yo noticias del estado del enfermo, que, a decir verdad, era lastimoso. Habían hecho con el pobre Aben Jusuf verdaderas diabluras: suponiendo que tenía la enfermedad en el hueso de la pierna, ya le cloroformizaron dos veces para abrirle calicatas en la tibia por medio de barrenos y berbiquíes. «Nada -exclamaba el doctorillo-: que con toda su ciencia (digámoslo muy bajo), Sánchez del Arroyo y el marqués de la Salud le yerran la cura. Han trabajado en él como los carpinteros en la madera. Te digo que me lo han destrozado al infeliz; él creyó dos o tres veces que era la de vámonos, y pidió los sacramentos y se dispuso en regla... Es mozo terne y bragado. No tenía miedo ninguno, por más que confesaba que no le hacía pizca de chiste el morir. ¡Qué lástima de hombre! Pues que aquí te corto, y allí te sajo, y acullá te pincho...; y luego salimos con que no había tal caries del hueso, sino una inflamación del periostio...».

-A mí háblame en castellano claro. Nada de palabrotas.

-Chico, periostio es la membrana que rodea...

-Bueno: ¿qué se deduce de esa membrana? ¿Que el fraile escapa o se las lía?

-No sabemos. Muy comprometido se encuentra, y mucho tiempo andará con muletas, si llega a contarlo. Siempre le quedará un portillo. Lo que te juro es que yo no he visto hombre de más amistades ni que inspire mayores simpatías. Todos le queremos bien, lo mismo internos que profesores; lo mismo las hermanas que los mozos del anfiteatro. Nos tiene seducidos por lo campechano y lo animoso. Diariamente vienen a visitarle muchas señoras. Nos da lástima. Es un tío que ha cumplido bien con las obligaciones de su profesión, haciendo una vida y llevando un régimen muy contrarios a su temperamento... Lo que le sucede es lógico; no debe quejarse; así es que no se queja; dice y repite que está conforme con cuanto disponga Dios. Lo repito: mimado de señoras, como nadie. Una de las más asiduas es tu tía.

Ocurrióseme, al decirme esto el doctorcillo, que para hablar un momento a solas con la tití, lo mejor era esperarla a la entrada o a la salida del hospital. Así lo hice. Le tuve la parada, y al verla bajarse del tranvía de Atocha, acerqueme a ella con rapidez. Sorprendiose al verme, y al través del velo de blonda pude notar el vivo color que se extendió por su rostro.

-Hola... ¿Tú por aquí, Salustio? -me preguntó disimulando-. ¿Vienes a ver al Padre? Sube, que entraremos juntos.

-No vengo a ver al Padre, sino a ti -contesté resueltamente-. Como en casa te me escurres de entre los dedos, tengo que arreglármelas para encontrarte en otros sitios. ¿Quieres hacerme el favor de apartarte de la puerta y oírme? Cuestión de un minuto.

Dudó, y por fin se avino a aproximarse a la esquina de la calle del Fúcar.

-Quiero decirte -pronuncié tratando de hablar con aplomo y no sabiendo reprimir la agitación- que me voy de tu casa. Me voy sin aguardar a que pasen los exámenes. Pretexto, yo lo buscaré; pierde cuidado. Pero no quiero estar más allí.

-Tú... Pues haces bien... Ya me lo esperaba.

-¿Hago bien, verdad?

-Sí... Yo creo que sí.

-Eso quería saber... Nada más. Ahora... vuélvete a San Carlos. Si pasa alguno y nos ve aquí... Vuélvete. No: antes escucha otra palabrita. Me voy de tu casa, pero no me aparto de ti. Contigo estoy siempre, a todas horas. ¿Me has entendido?

Por detrás del enrejado de blonda la vi parpadear, demudarse, querer contestar algo y no poder... Me parecía que el golpear de su corazón hería a intervalos la estirada seda de su corpiño, y que en sus labios palpitaba una frase pretendiendo salir... Mas, en vez de hablar, alargome la mano, que cogí y deshice entre las mías. ¡Ay, Dios! no sabía soltarla... La evidencia de ser querido era para mí tan contundente y tan deliciosa, que me sentía del todo enajenado, en esa situación psíquica en que somos capaces de un desatino, y conociendo bien que es desatino, conocemos igualmente que no podríamos salvarnos de cometerlo. Estábamos los dos así, aturdidos, ella sin desprender su mano, yo sin aflojarla... Pasó un chiquillo silbando y arrastrando un carrito de madera; el estrépito del tranvía hizo retemblar el suelo... y nos encontramos desasidos, ella caminando hacia el hospital, yo inmóvil en la misma esquina.

Aquel día, al regresar a casa, planteé la cuestión de cambio de alojamiento. El pretexto se me había ocurrido al quedarme plantado en la bocacalle como un guardacantón. Aseguré a mi tío que para salir airoso de los exámenes, precisaba repasar con mis condiscípulos. Él me miró, calando con sus duras pupilas hasta el fondo de mi pensamiento. «Tú verás lo que traces -respondiome-. No te digo ni sí ni no. Las fondas cuestan. No sé cómo lo tomará tu madre». Y al mismo tiempo su expresión, más repulsiva cada vez, parecía añadir: «Vete enhorabuena. Tu presencia es ya una rémora para mí. Hice mal en traerte conmigo; me comprometes y me estorbas. Cuantos menos bultos, más claridad».

Me fui sin demora. Escribí a mi madre que me convenía repasar... etcétera... y me instalé en casa de doña Desusa. La compañía de Portal me hizo bien, y por vez primera, después de bastantes meses, pensé en una cosa muy sencilla, muy insignificante, muy tonta... ¡En que sería conveniente aprobar el curso!

¡Realidad brutal y opresora! Cuando más queremos construir libremente el edificio de la vida soñada, acudes tú y nos pegas un empellón, recordándonos que hay en nuestro existir parte de mecanismo, de engranaje fatal, del que sólo nos evadimos por medio de la poesía, la locura o la muerte. ¡Insufrible serie de ruedecitas dentadas, que van mordiéndose y comunicándose el movimiento esclavizado de nuestra fantasía y de nuestra sangre impetuosa, las cuales reclaman imprevistos, aventura, romance, drama!

Todo lo anterior significa que yo no estaba demasiado dispuesto a sufrir el examen. ¡Ay de mí! La atmósfera, cálida ya, de aquellos días de junio olía terriblemente a calabazas. Estábamos los de la Escuela que no nos llegaba la camisa al cuerpo; y sobre todo los que, como yo, se habían permitido divagaciones y extraordinarios, lujo vedado al alumno de ingenieros. Recordaba con horripilación que tenía en mi hoja faltas de asistencia no justificadas, con otras de puntualidad que si no llegaban al corto número reglamentario suficiente para fundar la pérdida del curso, eran bastantes para calificarme de alumno descuidado y para despertar en el tribunal una prevención que había de traducirse por mayor rigor en las preguntas. Así como el acróbata que ha descansado mucho tiempo conoce la falta de flexibilidad en sus articulaciones y teme desgraciarse en la primer plancha, yo, oxidado por mi larga residencia en el país imaginario, me estremecía pensando en el instante crítico del llamamiento.

Con ardor de última hora me enfrasqué en los libros. Ciertas asignaturas no me entraban, no tanto por su dificultad, sino porque antes de meterles el diente había que sacudir la capa de polvo gris del aburrimiento y del fastidio. No se necesita gran esfuerzo intelectual para comprender pasajes como el siguiente, del Tratado de las construcciones en el mar: «Poëy llama la atención sobre una nube de forma especial (globo cirro y globo cúmulo), figurando bolsas o vejigas, indicio seguro de tempestad inminente, que los meteorologistas ingleses denominan Pocky cloud o nube postulada...». Tampoco se requiere ser ningún Newton para hacerse cargo de que «los fracto cúmulos son las nubes más bajas, según Poëy, irregulares y desgarradas en sus bordes, que, moviéndose con gran velocidad, atraviesan rápidamente la región cenital; en lo cual difieren de los cúmulos, que parecen estar inmóviles en el horizonte, por más que según algunos esta inmovilidad sea sólo aparente». ¡Pero apréndase usted el relato de memoria, sin omitir sílaba, y poniendo mucho cuidado en no trabucar los fracto cúmulos y los cúmulos! ¡Atráquese usted en dos o tres semanas, de puertos y señales marítimas, de caminos de hierro, de economía política, de derecho administrativo, de legislación de obras públicas, cuando en el espíritu no hay sino conflagración y tormenta y en la cabeza las vegetaciones rojas y doradas del jardín de la fantasía!

¿Recuerdan ustedes aquella especie de símbolo con que yo solía expresar mi estado moral y psicológico, suponiendo que mi cerebro era un campo de batalla donde lidiaban incesantemente las rectas y las curvas, encarnando las rectas la vida real, el buen sentido y los severos estudios, y las curvas la imaginación y la pasión? Pues en el último período de mis trabajos, cuando convenía apretar las clavijas y echarme en brazos de las rectas, las curvas habían vencido, y un imposible, una novela, un extravío, un fantasma, me sacaban de quicio, entregándome al desorden y a la irregularidad, y retrasando una vez más el término de mi carrera -la emancipación.

Quise recobrar en breve plazo el tiempo malamente perdido. El salir mis tíos a su excursión veraniega me devolvió un poco de serenidad para consagrarme a los libros. En ellos me sepulté, pasándome las noches en claro a fuerza de tazas de ese brebaje que conocemos por café de exámenes, y que hacemos echando un puñado de café a hervir en un puchero hasta que suelta todo el jugo, y bebiéndonos después a pasto la amarga infusión. Fue aquello una desesperada gimnasia mental, una carrera loca para recuperar lo que no se asimila en días, ni en meses. A veces sentía vértigos; parecíame que mi masa encefálica se volvía caldo y que mi sangre se carbonizaba, por falta de sueño, de paseo y de reposo. Me acostaba cuando ya cantaban los pajaritos; dormía cuatro horas escasas, y el cuerpo no me pedía alimento; en ciertos momentos del día tuve hasta fiebre.

Como suele suceder en casos tales, hociqué en lo más fácil precisamente: en el condenado derecho administrativo. Respondí con lucimiento a dos preguntas, y al formularme la tercera, que carecía completamente de importancia, advertí como un agujero en mi cabeza, un espacio vacío donde no se dibujaba ni la nebulosa de una idea referente a aquella parte del interrogatorio. Lo dije con absoluta sinceridad: «No me acuerdo».

Y al regresar a casa, con el suspenso sobre el espíritu, por cuánto no empieza a delinearse sobre el fondo de la memoria la necesaria respuesta... Como placa fonográfica que en momentos dados repite los sonidos un tiempo depositados en ella, mi memoria devolvía automáticamente -cuando no se necesitaba ya- la definición y las palabras mismas del libro... De tal modo me irritó aquella inútil y tardía facultad, que me di un puñetazo en la frente. Si pudiese emprenderla a cachetes con la memoria... la emprendo, de fijo.




ArribaAbajo- XI -

¡Qué a pechos lo tomó mi madre! El tropiezo momentos antes de llegar a la meta la sacó de quicio. Sus cartas tenían que ver. Díjome claramente que me creía entregado a vicios o dominado por alguna bribonaza, la cual bribonaza me apartaba del estudio. «Tu madre es muy lógica y razonable en eso -afirmaba Portal-. ¡Cómo ha de concebir que por patoso y desaborío hayas perdido el año! La verdad es que nadie se lo figura. Si Belén fuese la culpable... hombre, entonces...». El resultado de las sospechas de mi madre fue llamarme a Galicia. Quería verme por sus ojos, regañarme con su propia boca, enterarse de cómo me había dejado la enfermedad, averiguar a ciencia cierta el nombre y las truhanerías de la supuesta pirindonga, embaucadora y sonsacadora de inocentes alumnos... Mamá, desde la Ullosa, pretendía saber al dedillo todos los riesgos, emboscadas y escollos en que puede estrellarse un joven de mi edad, perdido en la vorágine cortesana. Desde este punto de vista, sus cartas eran a veces un tesoro de advertencias cómicas.

Su primer pregunta, al llegar yo a la Ullosa, fue algo parecido a esto: «¿En qué manos caíste? Vamos, sé franco con tu madre. ¿Te envolvieron, te sacaron de tus casillas? No me ocultes nada. ¿Estás malo? Yo haré que te vea el médico de liebre, que es una gran cosa. ¿Y tus tíos? Por fin te dieron la patada, ¿verdad? ¿Te fuiste de allí porque no podías resistirlos; ¿Tu tía es una empalagosa? Ya me lo sospechaba yo». Todo se lo sospechaba la buena de mamá, menos lo único cierto...; y de fijo que si alguien se lo indica, ella responde con indignación: «Mi hijo no es capaz de andar en líos con señoras casadas. tiene más decencia y mejores principios que todo eso. ¡Vaya!».

Desde que descansé en la Ullosa, mi mayor deseo -¿quién lo supone?- fue ver a la tití. ¿Por dónde andaba? De fijo en el Tejo o en Pontevedra... No necesité mucho tiempo para averiguarlo: mi madre, con su plantilla de espías, de repórteres, estaba siempre muy enterada de la vida exterior de aquel matrimonio. Justamente revelaba entonces mamá gran alegría y satisfacción por una particularidad que la lisonjeaba mucho: Carmen Aldao no estaba encinta... «Puede que nos tengan hijos», me decía sin disimular el júbilo. Y yo, con tono y acento muy distintos, impulsado por otras esperanzas, bien diferentes de las de mi madre, contestaba sordamente. «Puede que no los tengan». Pocos días después, mi madre se manifestó alborotada y preocupada por noticias frescas, también referentes al matrimonio. Con aire misterioso vino cierta mañana a despertarme, trayendo en la mano una carta de Pontevedra. «¿No sabes lo que escribe Josefina Montero? -preguntó en tomo enfático, rebosando un interés que no se explicaba por la importancia de la nueva-. Tus tíos se han ido a los baños de la Toja». «¿Está enferma Carmen?», pregunté con ansiedad. «No, es él... Tiene un golpe de erisipela feroz».

Todavía añadió mamá otro parrafito chismográfico. «En Pontevedra no hay más conversación sino de Candidiña, la mujer del señor de Aldao, y lo que va a suceder entre ella y su hijastra. ¿No sabes? El viejo, después que se casó tan de tapadillo y negó la boda a puño cerrado los primeros meses, de repente se desvergonzó y... me sale de bracete con la chiquilla. Es una irrisión verlos así por las calles, ella tan maja y tan sobresaliente y él arrastrando los pies. El bajón que ha dado en poco tiempo don Román, yo no te lo quiero decir, porque no lo crees. Es un espectro. Ella parece que le hizo tragar que ya tuvo un mal parto; y el viejo está que se le cae la baba pura. Te digo que allí se prepara mi sainete. Algunos cuentan si Castro Mera los visita o no los visita... habladurías; pero bien empleadas le están al vejete por la chochez que le entró. Últimamente ella encargó a París un sombrero. ¿Qué tal? ¡Candidiña con sombrero de París!».

Manifesté mi indignación contra semejante abuso, y pocos días más adelante supe, por la acostumbrada estafeta que comunicaba los acontecimientos a mamá, cómo muy en breve regresarían a Pontevedra mi tío y su mujer. «Dice que Felipe viene bastante mejorado. Lo dudo». Y preguntando yo por qué dudaba de la mejoría, respondiome moviendo la cabeza: «Al tiempo. En fin, ahora vienen a Pontevedra porque quieren armar unas fiestas muy lucidas, más lucidas que las del año anterior; y tu tío y Castro Mera son los que revuelven el cotarro... Dicen que no se habrán visto otras iguales. Intrigas de ellos; porque mira, yo te enteraré, para que no te chupes el dedo como los bobos. Dochán... ¿no conoces tú a Dochán? Pues es un tuno muy largo, aún más largo que tu tío, al menos para estas intriguillas de por aquí; en Madrid no sé; hablo de esta tierra. Así que Dochán vio que tu tío se casaba, tomaba el tole y le dejaba el campo libre, discurrió que él podía hacerse dueño de la provincia agarrándose a los faldones de Sotopeña. Procuró metimiento con Lupercio Pimentel, le llevó la corriente, supo adularle en dos o tres cuestiones... En fin, él se las arregló de manera que Sotopeña diese de codo a tu tío y empezase a servirse para todo de Dochán. Por poco le revientan lo de la casa de Correos; sólo que Castro Mera paró el golpe. Pero trinaron el terreno en cuanto se refiere a la diputación: echaron abajo al Presidente, que era suyo, y, plantaron a otro: dos cuartos de lo mismo en las Comisiones; en fin, no hay hechura de tu tío que no dance. Ahora, sólo para darle un bofetón -como que desde que se casó don Román, tu tío anda en pugna con el cuñado-, le regalaron a este la plaza que pretendía en el hospital. Felipe está que brama; y no sabiendo qué hacer para desprestigiar al Santo, dicen que mandó poner en El Teucrense unos artículos terribles descubriendo mil picardías: chanchullos gordos... Además, Castro Mera, que es listo como una pólvora, tanto revolvió y tanto hizo, que consiguió que no le brindasen a Lupercio Pimentel la presidencia del Certamen literario... ¿se dice así? eso, el Certamen. A pretexto de que nos hacía falta un literato muy famoso, les metió en la cabeza convidar a uno que se llama... me acordaré? Sí... Don Apolo Añejo...».

Echeme a reír: conocía al personaje por las pullas de la crítica festiva, por la continua zumba de los estudiantes, que habían personificado en el autor famoso elegido por los pontevedreses la literatura de redoma y la poesía momificada: «Parece -continuó mamá muy seria- que ese señor es el más nombrado en Madrid. Te cuento esto sólo para que veas que llevan la pugna a todos los terrenos tu tío y Dochán. Están a matar. No se sabe quién triunfará; pero ya es una cuestión que se ha enzarzado tanto, que andan furiosos y un día se pegan. ¡Y los periódicos! El Teucrense y La Aurora no hacen sino insultarse. Si se comen... figúrate qué chiripa. Damos a la Peregrina una misa cantada».

Al saber que mis tíos estaban de vuelta en Pontevedra, entrome invencible afán de ver a Carmen otra vez, y resolví ir a toda costa a las fiestas. No dejó de ser empresa bastante ardua: mamá, impresionada por mi fracaso en la carrera, lejos de decirme como otros años: «Diviértete y come, que bastante trabajas en invierno», me repetía la consigna de estudiar, de estudiar a destajo, de recobrar lo perdido. No obstante, puse tal empeño, que conseguí la apetecida licencia: y mi madre se decidió a acompañarme, porque le saldría más cara mi estancia en la fonda que en su casita. Salimos, pues, hacia la capital, la Helenes de los revisteros. Inmediatamente que llegamos pasé a ver a mis tíos; no así mamá, detenida por una cuestión de etiqueta. «Que venga primero Carmen -dijo- que es más joven».

Yo no me paré en tales requisitos y fui... ¿qué es ir? Corrí; creo que me llevaron las piernas solas a aquella casa. Era uh piso chiquito, donde habían metido apresuradamente algunos muebles, residuos de la antigua habitación de mi tío Felipe, hoy alquilada para oficinas de Correos. Los trastos eran viejos y pocos, pero mi tití había conseguido prestarles un aspecto muy agradable de orden y limpieza. La doncella, la galleguita desasnada en Madrid, me conoció, me recibió en palmas y me dejó pasar, sin tomarse ni el trabajo de anunciarme, considerándome parte integrante de la familia.

Entré. Siempre me gustaba sorprender así a Carmiña, porque dada la vehemencia de su carácter, le era muy difícil reprimirse en los primeros momentos y no dejar asomar a la superficie lo interior del alma. Acerté de medio a medio, pues al sentir el ruido de mis pasos, al verme en la sillita donde estaba haciendo labor, la impresión fue tan fuerte, que no sabía qué contestar a mi saludo: se le trababa la lengua. De tal modo se sobrecogió, que yo era entonces el que permanecía relativamente sereno, dueño de mí, el que dominaba la situación, a pesar de mi estudiantil inexperiencia, para los casos pasionales. Cogí sus manos, que en la palma humedecía ligero y helado sudor; la arrastré hasta la ventana, y clavé los ojos en su rostro, que encontré más pálido, más deshecho, más desencajado que nunca. Pugnaba por apartarse, y porque nos sentásemos como en visita, muy formales; pero no lo consentí, y la mantuve junto a los vidrios, sin saciarme de verle la cara. Estábamos tan cerca, que yo, siendo más alto, podría bien fácilmente inclinarme y robarle el supremo bien, el sello de amor, el ansiado beso, favor dulcísimo que implica los restantes; pero me detuvo, más que el respeto, la piedad, el temor de cubrir de vergüenza aquellas mejillas mustias. Si yo la besase, de fijo le quedaría una mancha roja en la faz. Sí; yo veía el beso apetecido señalarlo como la marca que imprimía allá en otros tiempos el hierro candente del verdugo. No: besarla, nunca. Reprimiendo la tentación, le estrujaba las manos, le incrustaba mis dedos en la palma trémula. Ella consiguió por fin llevarme hacia el sofá, y sentándose en él, que señaló la butaca, donde me hundí sin soltarle las manos. Entonces, con acento suplicante y opaco, murmuró:

-Déjame, Salustio; anda.

Aquella voz me rasgó el pecho. La solté. Yo me encontraba tan turbado como ella y comprendía que ni uno ni otro podíamos expresarnos por medio de palabras, y el único lenguaje adecuado sería el abrazo largo y mudo. Con gran sorpresa mía, Carmen se rehízo, cobró aliento, se echó atrás, y pronunció con firmeza:

-Salustio, ya una vez te dije que no me siguieses ni me importunases. Llegó el caso de repetírtelo. No vuelvas por aquí, y menos cuando yo esté sola. No me hagas más desgraciada de lo que soy. ¿Quieres ponerme en el compromiso de que le avise a tu tío que es cosa de cerrarte la puerta? Pues mira que no me arredra el hacerlo. Hay ocasiones en que rompo por todo.

Tardé en responder, haciendo un llamamiento a mi sangre fría. Comprendí que era decisiva la batalla. Me recogí, y sin cólera, como el que ruega, objeté:

-Ya que me echas, permíteme hablar. Quieres que no venga. Yo no puedo vivir sin verte. Tú tampoco respiras: estás desmejoradísima, enferma y triste. Te has ido poniendo así desde el día de tu matrimonio. ¿No te sirve de alivio el verme y el hablar conmigo un rato? ¿Por qué te niegas a recibir esta distracción o este consuelo? ¡Si vieses lo que has variado desde que te dejé! ¿Que no? Bueno, ya no volveré nunca a molestarte; pero explícame siquiera en qué te perjudican mis visitas. ¿Es tu marido quién se opone? ¿O eres tú la que escrupulizas y me despides?

Echose atrás nuevamente en el sofá, y antes de responder me miró. Por instantes resplandecían sus pupilas y se transfiguraba su rostro. Su voz era entera y pura al contestarme:

-Los dos. Mi marido, si comprendiese lo que ocurre, naturalmente que lo desaprobaría; y yo, que estoy enterada, lo desapruebo. Sí, es verdad que ando enferma y triste, y parece que ni ganas tengo de vivir; pero no es porque tú no vengas... Al revés. ¿Cómo te lo explicaré? Atiende bien, trataré de descifrártelo. Un día me dijiste que no atentarías a mi honra... Mi honra es mía, y claro que nadie atentará contra ella, porque no lo consentiré; pero para hablar tú así, es que yo te he dado lugar a que pienses disparates. Esto es culpa mía, culpa mía sólo. Desde luego te digo que en mi conducta hay mucho que censurar. En vez de dar consejos a Cándida, vale más que me observe a mí misma... Ahora me parece que he soltado un despropósito. ¡Ni en mi conducta ni en mis hechos descubro nada que pueda avergonzarme realmente... ¡sólo que mejor sería que no hubiesen mediado entre nosotros ciertas... tonterías, tonterías tunas! Hago mal en hablar contigo de estas cosas; pero siento allá en mis adentros que es mejor que nos expliquemos terminantemente.

-Pues eso deseo. Háblame claro -exclamé impaciente y nervioso.

-Clarísimo. Verás con qué claridad. Tú te has figurado que yo no quiero a mi marido, y hasta que siento por él... así... una especie... de repugnancia. Has tenido valor de decírmelo. Pues supón que fuese verdad. Una mujer que teme a Dios... ¡mira que hablo seriamente! tiene que querer a su marido... y yo he resuelto querer al mío... o morir. Estoy completamente segura de que si no consigo llegar a quererle tanto que lo confieses tú mismo... me muero. Sólo con que puedan los extraños dudar de ese cariño, me convenzo de que he obrado mal hasta hoy. Yo me he obligado solemnemente a quererle, en presencia de quien ni olvida las promesas ni consiente los perjurios. No le debo tan sólo fidelidad, sino amor, y... en ese punto... Por eso me irrito cuando me llamas santa. ¡Bonita santa estoy! ¡La burla que tendrás hecha de mí! Pero ya se acabó... No has de reírte de mis bobadas.

No sabía qué replicar. Contra aquella mujer no tenía argumentos. En el fondo de mi conciencia, su sacrificio me parecía unas veces hueco y vano, otras admirable y sublime; unas veces quintaesenciado, artificioso y estéril, otras espontáneo, heroico y provechosísimo a la moralidad de las generaciones futuras. Era mi doble naturaleza presentándome el pro y el contra de la idea del matrimonio cristiano; eran el tradicionalista y el racionalista que yo llevaba en mí, enzarzados y arañándose.

-¿Sabes -prosiguió ella- lo primero que conviene hacer cuando quiere uno ir derechito por el buen camino? Apartar estorbos y tropiezos. Por eso te repito que no basta haberte salido de casa, sino que es necesario no venir por aquí mucho, y menos cuando Felipe no esté. Ni es decoroso ni conveniente; compréndelo tú mismo, y valdrá más.

La sentencia de extrañamiento no me sobrecogió. La esperaba. Estaba seguro de que Carmen había de parapetarse tras ese muro de papel que consiste en alejar materialmente a un hombre, cuando ese hombre no ignora que es querido. El destierro importaba poco: no así aquella bizarría de la voluntad, nunca vencida, que en el propio sufrimiento buscaba nuevos bríos.

-Bien -murmuré tomando el sombrero-. Me echas de tu casa, sin tener en cuenta lo respetuoso que ha sido siempre mi porte contigo y la consideración absoluta que te he guardado. Creo que me harás justicia confesando que no me he extralimitado nunca. Te veía abatida y lastimada, y aspiraba a servirte de consuelo. No me lo permites. Pues como lo que está dentro del alma a la cara tiene que salir, yo te digo que, no pudiendo verte de cerca ni un minuto, haré las tonterías que son naturales: te seguiré cuando salgas, te pasearé la calle, y en el teatro te miraré.

-No harás eso -respondió- porque como yo no daré pábulo; la gente te tomará por loco.

-He pensado muchas veces si lo estaré -respondí en un acceso de lirismo, sintiendo que el corazón se me ablandaba como mantequilla en verano-. Y otras me parece que tú no estás tampoco en tu sano juicio, tontiña. Ese plan de querer a tu marido o morir... verás tú mi franqueza... es hermoso, muy hermoso: ni presumes toda la hermosura que encierra. Sólo que es la hermosura de la enajenación mental. ¿Has leído el Quijote? Pues eso... pues eso. Eres un Quijote hembra. Me despides... ¡Te acordarás de mí! Me barres... Tu corazón me recogerá. Adiós, por segunda vez te lo digo... Soy profeta. Al tiempo.

Me lancé a la calle y paseé sin rumbo, yendo a dar con mi cuerpo en un banco de la Alameda, a tales horas solitaria. La sombra de los árboles gigantescos, la frescura, la perspectiva del río, debieran recrearme; pero ni observé estas condiciones exteriores. Mi idea fija me vedaba la contemplación de la naturaleza. Cada derrota exaltaba más mi espíritu; cada demostración palmaria de la fortaleza moral de tití me dejaba más ilusionado, más convencido de que en ella, y sólo en ella, se cifraba la perfección femenina. Y por otro lado se me representaban claramente las dificultades, los tropiezos, hasta la esterilidad de la aspiración, que, a poder ser cumplida y satisfecha, no dejaría en pos de sí más que drama, conflicto, vergüenza y dolor para aquella misma mujer a quien yo intentaba subir al pináculo y a la cual deseaba tantos bienes y glorias.

Devanando estos pensamientos, yo atravesaba las fiestas de la Peregrina sin advertir su bullicio mareante. Para mí, ni los paseos en la Alameda, con su música y sus señoritas vestidas de alegres colores veraniegos, ni el teatro con su compañía de zarzuela que nos brindaba La Mascota por décima vez, ni las funciones de iglesia, ni los bailes de los círculos de recreo, ni nada, en fin, de lo que compone el programa de unos festejos provincianos, tenía el menor atractivo, como no me sirviese de pretexto para ver a mi tití, aunque sólo fuera de paso; ¡verla pasar con su marido, descolorida, desmejorada, triste, fea para todos, menos para mí!

En el paseo sorteaba las vueltas para cruzarme con ella una vez más. En los templos, por la mañana, solía encontrarla, y mientras ella oía misa, rezaba o leía en su libro, yo allí me dejaba estar, hasta que mis amigos y mi madre misma se enteraron -pues en los pueblos cunde rápidamente la más insignificante noticia- de que yo frecuentaba las iglesias, y me dieron broma con mi devoción, suponiendo que alguna linda muchacha era el imán que me atraía allí. En el teatro, mientras me suponían absorto en la contemplación con tal o cual polluela de las que descollaban por su palmito o su elegancia en el vestir, yo miraba furtivamente hacia aquel palco platea donde la mujer de mi tío se sentaba modestamente vestida, peinada sin pretensiones, compuesta y grave en su actitud. ¿Notó ella que yo la miraba así? ¿Volvió la cabeza hacia donde me encontrase? Mentiría si dijera que no. La volvió, en efecto, y varias veces, con disimulo, pero con una especie de angustia. Probablemente aquel movimiento sólo quería decir: «Sobrino, a ver si no me comprometes».

Moviose aquellos días de los festejos gran zalagarda en Pontevedra: la pugna entre mi tío y, Dochán alcanzaba su período álgido, y sobreexcitada por la presencia de los beligerantes, daba lugar a una guerra horrible de personalidades y de ataques groseros, ya dirigidos a cara descubierta. El Teucrense y La Aurora de Helenes eran los puestos estratégicos elegidos por los combatientes para disparar desde allí contra el enemigo. Órgano El Teucrense de mi tío, había llegado al extremo de acosar sin rebozo a Dochán de acciones penadas por el Código, no siendo de las menos graves la de haberse llevado a su casa muebles comprados para alhajar los salones de la Diputación. Había cierto sofá, ciertas cortinas y cierta alfombra a que El Teucrense no cesaba de sacudir el polvo. Los dochanistas, en cambio, imputaban a los de mi tío enjuagues mayúsculos: y como el cadáver a flor del agua, tornaban a subir a la revuelta superficie de la política local los chanchullos viejos y enterrados, los que ya han prescrito, los que en Madrid ni vuelven a nombrarse -los solares expropiados, por ejemplo-. Pero todavía estas armas, con ser de tan envenenado filo, no bastaban a los dochanistas, que empezaban a inmiscuirse en la vida privada, hablando del objeto que se propusiera don Felipe Unceta al casarse con la hija de «un propietario rico»; de cómo las segundas nupcias del suegro le «reventaran»; de la inquina entre el yerno, el suegro y el cuñado; y, por último, deslizando insinuaciones sobre malos tratamientos a la esposa, basadas en la decadencia física de esta... A todo se aludía en aquellos momentos, excepto a lo que verdaderamente existía en el fondo de mi alma y en el de la pobre tití... Es que los malignos y los maldicientes, en fuerza del propio instinto dañino que los guía y de la brutalidad de su saña, no toman en cuenta los móviles puramente sentimentales de la humana conducta, ni las delicadezas psíquicas, y llegan a tener ojos y no ver, a tener oídos y no oír. Ante aquella mujer modesta, retraída, apenas engalanada, desmejorada y flacucha, tipo enteramente opuesto al de la adúltera de melodrama que pintan en los artículos morales y los folletines, nadie se imaginaba, ni por asomos, que le saltase el corazón en el pecho cuando veía pasar a un alumno de ingenieros, sobrino de su marido, ni que este sobrino se encontrase pronto a dar por ella el porvenir entero y a mirar con indiferencia al resto de las mujeres. ¡Ah! ¡Si pudiesen sospecharlo! ¡Qué hallazgo para la fracción Dochán!

Aunque mi tío aparentase gran serenidad y soberano desdén (estilo político aprendido en Madrid) hacia las pestilentes habladurías de La Aurora, yo comprendía que le llegaban al alma, y de puertas adentro le veía exasperado, acentuando más la acritud y desigualdad de carácter ya demostrada en Madrid; cosa rara, pues la ecuanimidad de mi tío era en otros tiempos forma propia de su índole cautelosa y prudente. En Pontevedra se susurraba que el ataque de erisipela había sido muy grave, y hasta se lanzaban ciertas especies que no es lícito repetir ni estampar, calumniando su conducta y atribuyéndole desenfrenado libertinaje. Particularmente los dochanistas subrayaban con atroz malignidad aquello de «¿No sabe usted? Estuvo en la Toja temporada larga; veinte días lo menos». Observando a mi tío, no pude menos de advertir en él muy graduado aquel decaimiento físico, cuyos primeros síntomas habíamos advertido casi a la vez la señorita de Barrientos y yo. Dos o tres veces vino a vernos quejándose de inapetencia, y diciendo a mi madre: «Benigna, mujer, hazme unas papas a tu modo... así como en la aldea... a ver si me despiertan el estómago». Al pronto, el plato humeante le atraía, y abriendo un boquete en la harina de maíz, derramaba en él la leche y se preparaba a devorar; pero a la segunda cucharada se le acababa la vocación. «No hay cosa que me guste. Tengo además un cansancio... ¡si vieses! Y me parece que debo de haber enflaquecido. Los pantalones se me caen». Al formular estas quejas el hebreo, mi madre le miraba fijamente, con vivísima expresión de inteligente curiosidad. Los ojos de mamá hablaban, querían decir algo importantísimo y luego... chitón. Una circunstancia me extrañó entonces, y fue advertir cómo mi madre apartaba cuidadosamente el vaso, el plato, la servilleta y los cubiertos de que se había servido mi tío, y los encerraba en el aparador bajo llave. Cierto día que la criada tocó a aquel depósito, le echó mi madre una chillería muy fiera. «Tengo dicho que ahí no... Eso es para don Felipe... Hay tazas de sobra en el alzadero, mujer».

No obstante, al llegar a su plenitud los festejos, en el estado de mi tío se verificó un cambio favorable: le vi repentinamente alegre y animado; él mismo aseguró que recobraba el apetito; y no sé si por esto o porque era inminente la llegada de don Apolo Añejo, a quien él mismo había invitado a presidir el Certamen, con el fin de dar en la cabeza a Pimentel y a los sotopeñistas, mi tío se lanzó de nuevo al combate contra Dochán, y se exhibió mucho, en compañía de su esposa, en calles, paseos y diversiones.

De don Apolo Añejo se habló bastante aquellos días en Pontevedra, discutiéndose con osadía sus méritos y aptitudes para presidir nada menos que un Certamen local. ¡Notoria injusticia, regatear siquiera a tan perínclito varón la palma, ya mustia por la edad, y el laurel, más seco que el de los vasares de cocina, sancionados por cincuenta años de consecuencia literaria, de fidelidad a la escuela poética, cuyo busilis está en nombrar las cosas de rara modo absolutamente contrario a como las nombra todo el mundo, llamando al agua linfa; a los vasos, cráteras; al café, haba insomnífera, y al té, salutífera sinense droga. ¡Ni eran tan fósiles las rimas de don Apolo, que no le hubiese servido de escalón para trepar a ciertos puestos administrativos, y aun a una penumbra política, donde se mantenía, no sin fruto. Diríase a primera vista que para don Apolo había de ser un compromiso el discurso del Certamen; pero el clásico vate lograba ocultar tan diestramente su ignorancia en casi todas las cuestiones humanas y divinas, que esperábamos que sucediese lo mismo en los juegos florales de Helenes.

Mi tío se multiplicaba a todas horas (frase tomada de una crónica de El Teucrense) para organizar una lucida recepción a don Apolo. Los dochanistas le creaban mil dificultades. Ya se entendían con el director del orfeón «Ecos del Lérez», a fin de que no se prestase a dar serenata al señor de Añejo; ya intrigaban en el Casino sumiendo obstáculos a la velada literaria en su honor; ya excitaban el amor propio regional era pro de Lupercio Pimentel, tal cabo hijo del país, y más acreedor a que se le confiase la presidencia del Certamen. Sin embargo, la llegada de don Apolo determinó un período de tregua; el amor propio urbano, el deseo de dejar bien a su ciudad, aplacaron el ánimo de los contendientes, el aspecto entonado del vate, sus medias palabras, recalcadas y acentuadas con enigmáticas sonrisas, le conquistaron aprecio y consideración. Deshízose entonces la prensa, sin distinción de colores, en frases encomiásticas, y dio cuenta minuciosa de los pasos y movimientos del literato insigne: hoy había salido ala calle en compañía de Fulano y Mengano: a la tarde le tocaba extasiarse ante tal iglesia o ruina: a la noche es seguro que iría a «admirar» la iluminación de la Alameda: ayer se dejo decir que las pontevedresas son de canela y azúcar...

La mañana del Certamen -víspera de la función de la Divina Peregrina- reviví en cierto modo aquel mes del año anterior, en que se había verificado la boda de Carmen y principiado para mí la verdadera juventud con los primeros estremecimientos de la pasión. Por las calles de Pontevedra me encontré a Serafín Espiña, tan lejos del sacerdocio como cuando le conocí; al Alcalde de San Andrés; al Ayudante de marina, con toda su familia, mujer, cuñadas y mamones; a don Wenceslao Viñal, individuo del jurado, embutido en su levitón y dignificado con su chistera, y a Castro Viera, del jurado también, calzándose guantes color de zanahoria.

Y después vi entrar en el teatro, donde había de verificarse la literaria solemnidad, a una pareja que llamaba la atención, provocaba maliciosas risas, hacía volver la cabeza a todo el mundo y proyectaba con mi sombra una silueta de caricatura. Érase el señor de Aldao, trémulo, pocho, concluido, con el labio colgante y los pies a rastra, y su esposa, hermoseada, fresca, blanca como la leche, afinada ya, derecha y gentil, elegantemente vestida de seda lila a pintitas negras, y luciendo su capotita de paja que guarnecía, embosacándose en los cabellos rubios, una rosa té. Iban de ganchete, y Cándida -he de confesarlo- no manifestaba ni descoco ni engreimiento con su nueva posición; sólo cierto gracioso aturdimiento infantil, que la indujo, cuando me vio, a amenazarme con el abanico, y a sonreírme con boca y ojos, mostrando unos dientes como piñones entre la cereza partida de los labios.

Yo no entré en el Certamen. Por ser de día y hallarse encendidas las luces todas, dentro reinaba un calor asfixiante, y no merecía la pena de arrostrarlo el oír la leyenda Os Turrichaos, en octavas reales y en dialecto, y premiada con un ejemplar de las Obras de Cervantes; el Himno a Helenes, tintero de plata; el Romance a Nuestra Excelsa Patrona la Divina Peregrina, florero de bronce y cristal... y otras obras destinadas al pozo del olvido, a pesar de que don Apolo las llamó aromadas flores del poético vergel galaico. Tampoco el discurso de Añejo, con sus disertaciones sobre los gay saber y los trovadores de la Edad Media, me seducían gran cosa. Yo sabía que Carmen estaba allí; pero prefería verla al salir, que ahogarme y que aguantar el chaparrón de rimas laureadas. Y a propósito, ya que hago mi autobiografía, declararé que no profeso gran afición ni a los versos excelentes, y que los malos, del género Trinito, lejos de exaltarme la fantasía, me causan una especie de desprecio cómico y, de reacción de prosaísmo. Yo tengo la arrogancia, la presunción de creer que mi historia con Carmiña Aldao es más poesía que el Himno a Helenes.

Al concluirse el discurso resonaron aplausos y, salieron a la puerta unos cuantos espectadores, rendidos de calor, agradecidos a que la perorata sólo hubiese durado hora y media. Entre ellos venía el director de El Teucrense, que me tocó en el hombro.

-¿No sabe lo que acaba de hacer su tío? -me preguntó-. Se encuentra en los pasillos con el suegro y, la mujer, y ni siquiera los saluda. No se habla de otra cosa en el teatro.

-¿Y el discurso de Añejo?

-¡Hombre!... Poquita voz, poquita gracia... unas palabras tan enrevesadas que casi no se entienden... Nos habló de los trovadores y de los troveros...; nos dijo que caminásemos a la apoteosis de Galicia, haciendo muchos Certámenes por el estilo de este que él preside... y nos encargó que no nos extraviásemos imitando a los decadentistas... decadentistas, así como suena. Yo no sé que en Pontevedra haya decadentista ninguno. Me parece que el público entendió: dentistas. Mañana en El Teucrense voy a ver si publico un extracto del discurso: por eso he tomado apuntes. Ahora vuelta al horno, a ver cuándo da fin esa lata de poesías. No nos llega la camisa al cuerpo, de miedo a que el autor de Os Turrichaos nos endilgue su leyenda sin perdonar octava. Esperamos que el Presidente pondrá coto a tamaño abuso. Si no, como decía el cura tartamudo, te... te... tenemos misita hasta las cu... cu... cuatro. ¿Qué hace usted ahí? Entre a oír los cantos de la Musa.

¡Entrar! Preferí darme una vuelta por el pueblo y volver a apostarme a la puerta cuando racionalmente supuse que faltaba poco para acabarse la función. Pero sin duda el autor de Os Turrichaos no había perdonado al público ni una octava triste, pues todavía esperé largo rato. Por fin empezó a vaciarse el local. Todo el mundo, al salir, respiraba como quien se ve libre de una carga enojosa: las fisonomías se dilataban al contacto del aire fresco, y el sol les infundía regocijo; había suspiros de satisfacción y voces que sonaban alegres, sacudiendo el enervamiento de la insufrible ceremonia. Salió Carmen entre su marido y don Apolo: al paso de este grupo la gente abría camino y oíanse murmullos de curiosidad.




ArribaAbajo- XII -

Al otro día del Certamen se celebraba el baile del Casino. Yo tenía seguridad de que la tití asistiría, porche su marido la obligaba a exhibición continua mientras durasen las fiestas y fuese preciso imponerse y ganar prestigio contra los dochanistas. Me preparé a concurrir también al festival, según decía La Aurora, y a las diez ya vagaba como alma en pena al través de aquellos salones, no ocupados a la sazón sino por el Presidente y algún individuo de la directiva, que daban los últimos toques a la decoración y se enteraban de cómo andábamos de flores, polvos de arroz y horquillas en el tocador, «digno de Las mil y una noches», afirmación de La Aurora también. Empezó a acudir la gente en pelotones, pues es raro que en bailes de provincia entre una familia sola, antes suelen reunirse para arrostrar la situación desairada de los primeros momentos. Divanes y banquetas fueron alegrándose con los colores delicados de los trajes de las señoritas, y al tocar la orquesta la primer polka, seis u ocho parejas salieron ya bailando con ímpetu, teniendo el salón por suyo. En poco tiempo aumentó la concurrencia de tal modo, que la circulación se hizo difícil. Y mi tití sin presentarse.

A eso de las doce menos cuarto realizó su entrada del brazo de don Apolo, que desplegaba con ella galantería senil. No hay mujer en el mundo, al menos el mundo tal cual hoy le conocemos, que, por santa que sea, no trate de parecer algo mejor en un baile; y Carmen, a pesar de su completa abnegación, de fijo había consagrado aquella noche un ratito al espejo. Llevaba su acostumbrado vestido blanco, pero refrescado, adornado con piñas de rosas; en el pelo flores naturales y alguna joya discretamente prendida. Sus largos guantes de Suecia disimulaban la ya angulosa línea de sus brazos. No diré que estuviese bonita: había allí tantas caras radiantes y juveniles, que a ellas con justo título pertenecían los honores de la belleza plástica. Mis ojos, sin embargo, apartándose de los lozanos botones de flor, iban en busca de la rosa mística, de la hermosura puramente espiritual, patente en un rostro consumido por la pasión y la lucha. Si yo no viese allí aquel rostro, tal vez hubiese bailado con las lindas muchachas que aguardaban pareja. Pero no quise. Mirarla a hurtadillas era mejor.

A su lado estaba Añejo. Ella le oía y contestaba con afabilidad, tratando de no alzar la voz ni hacer ademanes en que se fijase el concurso. ¿De qué le hablaría don Apolo tan seguido y tan acaloradamente? Supe después que del éxito de su gran Elegía a la rota del Guadalete, oída con suma benignidad por el rey Alfonso XII e impresa a expensas de una corporación doctísima. Mi tío dejó a su mujer entregada a la rota del Guadalete, y dando una vuelta por el salón, no tardó en reunirse con el director de El Teucrense, que, muy deferente y solícito, se le acercó diciendo: «¿Don Felipe, qué hay? ¿Qué se le ocurre?». Estaban tan cerca de mí, que pude oír la respuesta. Con voz más quebrantada de lo que acostumbraba, respondió mi tío: «Hombre, días pasados me sentí muy bien... Pero hoy no sé como ando. Tengo un cansancio y un hormigueo en los pies... Y a veces, dolores. Creo que estoy perdido de reuma. Las pensiones de la vejez, que empiezan a cobrarse ya». «Eh, qué vejez ni que rabo de gaita, ¡si es usted un muchacho! -protestó el periodista-. Cuidarse y no criar bilis, que ya fastidiaremos a los de La Aurora y a la gente que nos impone el Santo. Si le da la gana de mandar, que mande en Compostela, donde posee su distrito y donde ha empleado hasta a los correcanes de la catedral. De aquí hemos de espantarle. Mire usted, don Vicente tendrá todo el talentazo que guste y que la gente le reconoce; pero en sus protecciones toca el violón más que nadie. ¡Cuidado con haber entregado el pueblo a Dochán, a Paredes, a Rivas Moure, a Requenita y a toda esa chusma de La Aurora! Hay días que le entran a uno ganas de hacer una barbaridad. Ayer en el Certamen me cansé de llamarles pillos; y se lo tragaron, porque hoy no chistan». Mi tío moderó el celo del seide, repitiendo: «Calma, calma y mala intención... A don Vicente ya le haremos ver que no le queda más remedio sino venirse a buenas y transigir. Crea usted que a estas horas está harto de Dochán y de los compromisos en que le pone... El asunto de los muebles...». No quise oír más, y dejando al marido y al periodista engolfados en su diálogo, me interné en el salón, atraído por la tití.

Noté que estaba muy acompañada; varias señoras de lo más granado de la población habían ido aproximándose y formando en torno de ella y del señor Añejo ese núcleo superior que inevitablemente se constituye en todo baile o sarao, para desesperación de las que en él no tienen cabida. Un incidente vino a poner de relieve lo que indico.

Cuando las señoras consiguen organizar el susodicho núcleo, desplegan habilidad felina para mantenerlo y evitar la injerencia de elementos extraños o heteróclitos. La media docena de damas que, con mi tití en medio, presidían moralmente el baile, realizando una ingeniosa captación de los divanes, extendiendo las faldas, haciendo que no veían a las que se dirigiesen al mismo punto, habían obtenido el deseado aislamiento. Dos o tres tentativas de inmixtión fueron desconcertadas rápidamente. Pero sobrevino una que demostró la unión, la sorprendente armonía con que se verificaban los movimientos en el pequeño cuerpo de ejército femenil. Y fue que entró por la puerta grande -casi fronteriza al diván- el señor de Aldao, dando la derecha a su esposa, la cual, a decir verdad, venía muy bonita con su traje claro y su cabello rubio empolvado y crespo. La pareja se dirigió como una saeta al diván; y las señoras, con admirable prontitud, se ensancharon, ahuecaron los trajes, y fingiéndose distraídas y abanicándose precipitadamente, imposibilitaron la colocación de la intrusa. Esta, llena de sagacidad, a despecho de su inexperiencia, vio desde lejos la maniobra, y tirando del brazo de su sexagenario marido, le apartó del sitio peligroso. Hubo un momento de curiosa ansiedad en el salón; el lance ocurría durante el descanso, y los hombres habían salido, quedando casi despejado el centro de la sala y permitiendo enterarse de todo. La improvisada señora vaciló; no sabía a qué lado dirigirse; temía otro desaire. Por fin, lo hizo hacia la izquierda, sentándose en la esquina de una banqueta ocupada por algunas señoras, de las menos encopetadas del pueblo; como que entre ellas se contaba la familia de un concejal, almacenista de vinos, y la de un fomentador de San Andrés. El marido de Candidiña, después de acomodarla, hubo de hacer lo que todos, retirarse, dejándola en la embarazosa situación de una mujer sola, blanco de ojeadas poco benévolas, y a quien nadie dirige la palabra. Miró alrededor con cierta angustia, y su rosada faz de angelote se puso repentinamente seria. Para aparecer menos cohibida, hizo gestos, se arregló los encajes del escote, se pasó la mano por el pelo, puso bien la cola, abanicose, y olió la flor que llevaba en el hombro, casi rozando con la mejilla. Su espíritu imploraba un salvador... y el salvador no tardó en aparecerse, en figura de Castro Mera, que de frac, obsequioso y meloso, con el requiebro en los labios y la insolencia en las pupilas, cruzó el salón y se acercó a la señora de Aldao, mostrando más desenfado del preciso. La conversación entre Candidiña y el diputado provincial pasó a animado cuchicheo, y las señoras sentadas al lado de la de don Román empezaron a secretear entre sí, no sin algún severo fruncimiento de cejas y algún movimiento de cabeza que desaprobaba enérgicamente.

Yo contemplaba a mi tití desde lejos, y pude notar que no perdía detalle de esta escena. Dos o tres veces advertí en su rostro señales de contrariedad y desazón reprimida, y esos movimientos nerviosos mal disimulados que se escapaban a la mujer cuando las conveniencias sociales la obligan a permanecer en un punto y su deseo la lleva a otro. No pudiendo contenerse más, hizo a don Apolo una graciosa indicación con la cabeza y la mano, y el cantor de Guadalete se inclinó, ofreciendo el brazo con apresuramiento y deferencia. Cruzaron el salón, y, a mi parecer, tití lo verificaba con la dignidad de una reina, con la ligereza de un hada y con la divina sonrisa de una virgen. Y sin dejar de sonreír, entre la expectación general, acercose a su madrastra, le tendió la mano, y mientras Cándida balbucía, temblando de emoción y de sorpresa: «Muchas gracias... Carmiña...» la honesta y sublime mujer se inclinó, posó los labios en la frente de la chicuela, y empujándola familiarmente por los hombros, la enganchó casi del brazo de Añejo, a la vez que ella tomaba el de Castro Mera, diciendo con dulce autoridad: «¡Me toca a mí!». Cuando atravesaron el recinto para ir a instalarse en el diván, se oiría el volar una mosca. En cambio, medio minuto después las acaloradas conversaciones sotto voce remedaban el zumbido de una colmena.

«Hizo mal. -No, pues a mí me parece que muy bien. -Es una escena, de todos modos. -¿Usted lo haría? -Yo no; yo pienso de otra manera; soy muy poco democrática; esa fregatriz no es para alternar con las señoras desde sus principios. -Pero, en fin, es la mujer de su padre, y consentir que lo ponga en berlina... -¿Usted cree que al cabo no lo pondrá? -Es un golpe de efecto. -No, un rasgo de humildad y de modestia. Es muy buena Carmiña: mire usted que la conozco desde que nació. -Yo también, señora. -¿Y el marido? -¡Ay! ¡Unceta! Ese es más atravesado que Caín; va a armar la de pópulo, porque desde que se casó el suegro no quiere tratarle. -¡Jesús! ¡A ver qué cara pone cuando vuelva del salón de descanso!... -Mire usted con gafe expansión le habla la hijastra a la madrastra...». -Etcétera, etcétera.

Mi tía, en efecto, dirigía la palabra cariñosamente a Cándida, le hacía los honores y la presentaba a las demás señoras del grupo, quienes, comprendiendo la buena obra, se asociaban a ella por medio de sonrisas, atenciones y celo. De común acuerdo manifestaron a Castro Mera cierta frialdad, y el tenorio provinciano cesó de revolotear alrededor del grupo. Entonces me acerqué yo. El señor de Aldao, asomándose a la puerta del salón, buscaba con la vista a su mujer, y esta, radiante de orgullo, le hizo una seña, a que el viejo obedeció con cuanta agilidad permitían sus años, acercándose al diván. Si mi tití no se encontrase sobradamente recompensada de su acción generosa por la satisfacción de su conciencia, le daría mejor premio la alegría pueril que iluminó el rostro del viejo al encontrar a su mujer sentada allí, en medio de la crema de la sociedad. Entre la hija y el padre se entabló un diálogo en que nada significaban las palabras, y todo la expresión. Sobre la faz de Carmiña, coloreada por la excitación del suceso, creí ver escrita en caracteres de luz esta divisa: «Honrar padre y madre».

El reverso de la medalla fue la entrada de mi tío. No puedo expresar la transformación de su rostro judaico cuando, al regresar al salón, se dio cuenta de la gran novedad. Primero mostró no querer acercarse al diván; después cambió de propósito, y fue aproximándose lentamente. Ya al lado de su mujer, y haciendo que no veía a don Román ni a Cándida, ordenó: «Vámonos, que es tarde».

Carmiña no se arredró. Obediente hasta el fanatismo en tantas ocasiones, en alguna era insubordinada hasta la heroicidad. Púsose en pie, sin apresurarse nada; se despidió de su padre, de don Apolo, de las señoras; y por último, echando a Cándida los brazos al cuello, le dijo no sé qué al oído. El efecto del secreteo fue tal, que la muchacha exclamó con decisión: «Si te vas tú, yo también quiero irme: Román, marchémonos en seguida». Y, en efecto, las dos señoras tomaron a un tiempo sus abrigos, y sólo en la calle se separaron, dirigiéndose a sus respectivas casas.

El que tenga la paciencia de leerme puede juzgar de la marejada que en el baile se produjo. Donde bramó más tempestuosa fue en el bando de Dochán. Formose un círculo, en que un redactor de La Aurora, Requenita, comentaba durísimamente la acción de sacar a la señora de Unceta del baile, escurriéndose desde ese terreno al de las apreciaciones sobre la conducta política y privada de mi tío. Por allí cerca andaba el director de El Teucrense, que replicó de manera insultante y personal, diciendo que al menos el mobiliario de mi tío no era adquirido por ninguna corporación, y disparando luego contra el mismo Requenita, con alusiones a los fondos de cierta suscripción, que habían dado fondo en el bolsillo del redactor de La Aurora. La disputa paró en una especie de reto. «Ahí fuera me lo dirá usted, si quiere», contestó Requenita a la provocación más directa de su adversario. Intervinimos, los calmamos, y al parecer se sosegó la batalla.

A eso de las cinco de la madrugada, que es tanto como decir que el sol alumbraba ya, salíamos juntos del Casino el director de El Teucrense y yo. Habíamos cenado, y aturdidos por el sueño y unas copas de detestable seudo Champaña, mirábamos con sorpresa la claridad del día, cuando al poner el pie en la calle se arrojaron sobre nosotros cuatro o cinco individuos, vociferando interjecciones. Eran los de la turbia Aurora periodística. Venían armados de garrotes, y el primer lampreazo cayó, sonoro y magnífico, sobre las espaldas del director de El Teucrense, que retrocedió, pálido de susto, gritando: «¡Indecentes... canallas!». El siguiente fue para mí, y me alcanzó en el sombrero, que por fortuna resguardó mi cabeza. Pero segundaron, y sentí el golpe en la mano, tan doloroso, que encendió mi furia, y en vez de pedir auxilio, me arrojé sobre el que acababa de herirme, lo desarmé, y con su propio bastón le perseguí, sin conseguir atizarle, porque apeló a la fuga. A todo esto ya se habían reunido varios rezagados del baile, con esa prontitud que tienen las gentes para enterarse de los acontecimientos y acudir a su teatro. Levantaron del suelo al de El Teucrense, que se quejaba de puntapiés y pisotones, amén de los bastonazos; y a mí también quisieron acudirme con remedios farmacéuticos y caseros, éter, agua, vinagre. Mi juvenil orgullo se rebeló. Protesté: «Si no tengo nada. Total, un palo en la mano. ¿Ven ustedes? No hay hueso roto. La manejo bien». La agresión había sido tan imprevista, que yo no sabía el nombre de mi apaleador. «Se llama Rivas Moure. Es uno que por influencias de Dochán desempeña interinamente una cátedra del Instituto». Sin querer, y como si masticase alguna cosa pesada e indigesta, al retirarme a mi casa iba murmurando: «Rivas Moure, Rivas Moure». La mano me escocía. Por fortuna era la izquierda.




ArribaAbajo- XIII -

Y digo por fortuna, porque, a la verdad, el ser apaleado e inutilizado a causa y en defensa de mi tío me parecía la mayor primada en que pudiese incurrir en el mundo. Era indudable que en concepto de sobrino de don Felipe Unceta me habían pegado, y esta injusticia de la suerte me envenenaba la sangre. Hasta entonces, en las diferentes trifulcas con compañeros, yo había vapuleado sin volver por las tornas. Ahora me zurraban a traición, y recibía el palo que a mi tío iba dirigido moralmente. ¡Rayos y truenos! En mi interior repetía: «Rivas Moure... ¡Ah! Yo te pillaré».

Hubiera dedicado a esta caza el día, si la casualidad no lo dispusiese de otro modo, quizá más oportuno y conducente a mis planes. Presentose en mi casa azoradísimo, a cosa de las once, cuando aún tenía yo la mano envuelta en paños de árnica y estaba acostado, el director de El Teucrense, descolorido y desencajado, y en pocas palabras me enteró de que le ocurría un lance... un lance serio, comprometidísimo: y era que La Aurora, sobre haber lucido para él de tan desapacible modo, ahora quería completar la desazón, y a las diez de la mañana le había enviado dos padrinos, los señores Dochán y Rivas Moure, cuya visita tenía por objeto buscar «solución honrosa» al conflicto provocado por la mañana a la salida del baile. «De modo que -decía el pobre diablo, pues en el fondo no era otra cosa el director- aquí me tiene usted, después de que me han agredido brutalmente, metido de cabeza nada menos que en un desafío. ¡Le digo que nuestra misión es una serie de amarguras! Un desafío... Yo había pensado en usted para padrino: en usted y en don Felipe, si quisiese...; pero de seguro que no querrá... por lo cual, si le parece, iremos ahora a solicitar el concurso del señor Castro Mera. No, a mí no crea que me intimida el lance, como lance... Pero siempre son disgustos: tiene uno hermanas, familia a la cual se debe... y ¡ya ve! no agrada la idea de dejarla en el desamparo...».

Me volví en la cama y solté la risa. «Tranquilícese -contesté al bueno del director-. No dejará usted desamparadas a sus hermanas por ahora. Es más: si se guía usted por mí, y si Castro Mera me entiende y se adapta a mis instrucciones, yo le prometo que ni siquiera habrá lance ninguno. Voy a levantarme, y, saldremos reunidos. Usted hágame el favor de enderezar el cuerpo, de ladear el sombrero y de encender un pitillo y fumar con macho garbo mientras andemos por esas calles. Porque esté seguro de que nos siguen los pasos y atisban todo cuanto hagamos hoy. Al ir a casa de Castro Mera, daremos un rodeo para pasar por delante de la redacción de La Aurora... Que sí, hombre, que sí; que no saldrá nadie ni con un junquillo. Respondo yo. ¡Ay!... Y por la calle... ni palabra del objeto de nuestra correría. Procuraremos hablar alto, y de cosas indiferentes: de Os Turrichaos, del frac de don Apolo Añejo, o de las chicas guapas, o de un rayo que las divida... pero del desafío, ni esto».

Salimos, en efecto, juntos, no sin que yo, por lo que potest contingere, me hubiese provisto de un recio palo de tojo, cortado en mi monte patrimonial de la Ullosa, y capaz de dar mucho juego manejado con arte. El director de El Teucrense, siguiendo mis consejos, iba engallado y firme, aunque no tan provocativo como yo le quisiera.

Al acercarse a la esquina por donde había que torcer para pasar ante la redacción de La Aurora, mostró olvidarse de lo convenido, e inclinarse a echar por el camino más corto; pero no lo sufrí, y girando resueltamente hacia la izquierda, me metí por la calle que nos conducía a la misma boca del lobo, o sea la temida redacción... «Ánimo. Nada de prisas. Nada de torcer la cabeza», deslicé al oído de mi apadrinado. No me engañaba al presumir que serían notados nuestros menores pasos y movimientos. Detrás de los cristales de las vidrieras había curiosos ojos, oídos que pretendían sorprender algún fragmento de nuestra conversación, lenguas que comentaban nuestra actitud, y particularmente la del periodista. La imprenta de La Aurora, a planta baja, estaba entreabierta: allá en el fondo se veía la máquina, los galerines con la composición, y dos o tres hombres de blusa que rodeaban a un individuo de americana, en quien reconocimos al punto al famoso Requenita, iniciador de la zambra del Casino. «Ahora se nos echan encima», murmuró el de El Teucrense apretándome el codo. «Haga usted como yo -respondí-; mire usted para dentro frunciendo mucho las cejas». Hízolo así; Requenita, fingiendo no habernos visto, se internó en las profundidades de la redacción; nadie asomó, ni ganas, y en paz y en gracia de Dios llegamos al portal de Castro Mera.

Nos recibió el diputado provincial de babuchas blancas y en mangas de camisa; también él acababa de salir de la cama en aquel momento y, se disponía a rasurarse.

Apenas enterado del objeto de nuestra visita noté con sorpresa que estaba tan aturrullado y receloso, como si a él mismo, y no al periodista, tocase cruzar el hierro. Al verle que se le podía recoger con cucharilla, comprendí la necesidad de que yo me atribuyese facultades dictatoriales. «Déjenme ustedes a mí -les dije-. Respondo de lo que ocurra. En último caso, me bato por el señor. Pero pierdan cuidado, que no llegará la sangre al río. Todo esto de los desafíos es guagua. Pamema pura. No sé a qué viene tenerles tanto asco, si al fin nunca vemos enterrar a ningún individuo muerto en un lance de honor. Esta madrugada corrimos más peligro con los garrotes de esos mamarrachos. ¿Quiere usted quedar con lucimiento, sí o no? Pues denme plenos poderes y facultades omnímodas. Usted, señor director, ya no nos hace maldita la falta. Se va usted a su redacción, o a su casa, o a donde se le antoje, y escribe usted para el número de mañana un artículo que en sustancia diga esto: ‘Los barateros y matones que se reúnen en número de cinco para agredir a dos personas inermes, son víctimas de un caso fulminante de canguelitis cuando las cosas se formalizan y se llevan al terreno del honor’. Como al partido de ustedes lo que más le conviene es inutilizar a Dochán, aluda usted claramente a Dochán mismo, y asegure que sus seides forman la nueva cuadrilla de apaleadores. Esta tarde leeremos el artículo y le daré el visto bueno. Lo demás corre de mi cuenta». Recuerdo que Castro Mera me dio un golpecito en la espalda, murmurando: «¡Chico listo! Veo que conoce usted la brújula... Sostener al tío contra viento y marea... ¡Soberbio! No tiene Dochán un segundo por el estilo».

Llevé aquel negocio militarmente. Castro Mera y yo nos personamos en casa de Dochán, sin aguardar a que él viniese a buscarnos y sospechase que huíamos de la quema. Un tanto sorprendido por lo enérgico y glacial de nuestra actitud, el jefe de los enemigos de mi tío hizo llamar a Rivas Moure, que entró en la sala cabizbajo y nos saludó sin mirarnos a la cara. Yo le medí desde el primer instante con ojeada despreciativa, afectando dirigir la conversación a Dochán exclusivamente. Mi arenga se dividió en tres puntos: primero, que sentíamos que los señores de La Aurora se nos hubiesen adelantado, porque desde la emboscada del Casino, nuestro apadrinado deseaba encontrar alguien en quien castigar debidamente: la indigna agresión; segundo, que siendo el ofendido el director de El Teucrense, entendía que el duelo durase hasta quedar inutilizado uno de los combatientes; tercero, que no podía contentarse con un palito más, dado con la hoja de un sable sin filo, sino que exigía la pistola, a veinte pasos, avanzando, hasta conseguir «sus propósitos».

A medida que yo hablaba, el semblante irónico y cauteloso de Dochán se oscurecía, y Rivas Moure, que tenía un hociquito de comadreja, exangüe y mal barbado, fijaba con azoramiento las pupilas en la punta de sus botas, no atreviéndose a levantar la consternada faz. Por último, rompieron el silencio, se resolvieron a mirarse, y puestos de acuerdo con aquella ojeada, Dochán articuló:

-Lo que ustedes proponen... no se han fijado ustedes bien... Yo no puedo aceptar responsabilidades gravísimas. Vivimos en una época y un país civilizado...

-Pues a veces parece mentira; y si no que lo diga el señor Rivas Moure -contesté volviéndome hacia el catedrático suplente, el cual torció la cabeza y se paso verdoso.

-En fin, nosotros... -balbució Dochán.

-Nuestro deber es impedir una escena cruenta... un día de luto...

-El duelo es inmoral -añadió sentenciosamente Dochán, levantando un dedo corto y peludo.

-Lo inmoral, señor Dochán -respondí muy despacio, recalcando las sílabas-, es que nuestras costumbres políticas se hayan rebajado tanto, que forme parte de ellas el insulto, el apaleamiento y la agresión traicionera, sin que nadie proteste con un acto digno. El señor director de El Teucrense ha sido agredido de la manera más vil, cuando ni tenía medios de defensa ni amigos que le guardasen las espaldas; y bastante hace al admitir una satisfacción en el terreno que pisan los caballeros, pues estaría en su derecho si, imitando y llevando a la perfección los procedimientos de su adversario, le clavase una bala en la sien, donde quiera que lo encontrase. Conste así, y ruego a ustedes que tomen este asunto con toda la seriedad que exigimos. Esperamos pronta respuesta, y volveremos a recogerla a las cuatro de la tarde.

Castro Mera y yo salimos de allí disputando. El abogado estaba atónito de mi ardimiento, y a la vez alarmadísimo, temiendo que los otros se las tendrían tiesas: «Amigo Castro -le dije-, esta tarde, a las cuatro y media, redactará usted un modelo de acta que dará las doce. Esa gente es tan osada y cínica como blanca de sangre. Capaces de atacar por la espalda cuando van en mayor número, no lo son de ponerse uno a uno ante el cañón de una pistola, en un lance. Sólo pido de plazo hasta las cuatro y media. Estoy tan seguro del resultado, que no apuesto, porque sería, en puridad, robarle a usted los cuartos».

Realizáronse completamente mis vaticinios. A la tarde, Dochán y Rivas Moure, hechos un caramelo de puro corteses, nos ofrecieron todo género de satisfacciones, jurando que sólo la exagerada caballerosidad y delicadeza de su apadrinado había sido causa de una mala inteligencia, y de una provocación que, en su entender, «no procedía». No solamente el redactor jefe de La Aurora, señor Requena, da a ustedes las satisfacciones más cumplidas...

-Sí... pero ¿y el bastonazo? -pregunté encarándome con Rivas Moure.

-Aquí somos gente formal -interrumpió Dochán-. No damos importancia a lo que carece de ella... Un acaloramiento... Cuando asiste uno a bailes y fiestas y pasa algún rato en el buffet... Usted comprende... Por lo demás...

-Bueno, pues que conste en el acta la borrachera del señor redactor -indicó Castro Mera, que, ya envalentonado por el giro que tomaba la cosa, se permitía hasta decir chistes.

-¿Y qué es lo que iban ustedes a hacer además de dar en el acto las satisfacciones más cumplidas?

-Pues además... queríamos decir a ustedes... que de hoy en adelante La Aurora no... vamos, guardará consideraciones... a El Teucrense... y... y a su director... Porque es realmente aflictivo que en el estadio de la prensa se realicen esos pugilatos... La prensa, en cumplimiento de... de su misión sagrada... debe marchar unánime, gestionando los intereses vitales de la región... Es doloroso que se den ciertos espectáculos...

-Vamos -dije a media voz, pero no tanto que no pudiese oírlo Rivas Moure-. De ayer a hoy han descubierto que la misión de la prensa... ¡Botarates! Gato escaldado...

Extendió el acta Castro Viera, con todas aquellas retractaciones y satisfacciones que pudiésemos desear; firmáronla por su apadrinado ellos, y por el nuestro nosotros; y así que la doblamos y la guardó Castro Mera en su bolsillo, reinó embarazoso silencio, hasta que lo rompió Dochán, proponiendo que nos fuésemos al café a solemnizar el fausto acontecimiento del desenlace de tan enojoso asunto. Aceptamos, y nos instalamos ante una mesa donde el camarero depositó inmediatamente el servicio de café y la clásica garrafita de coñac. Fundiose el hielo, y la conversación se hizo animada. Los padrinos de La Aurora estaban indudablemente satisfechos, por la terminación, si no muy gloriosa, al menos bien pacífica del lance, y hasta se permitían bromear con nosotros y manifestar una cordialidad que parecía anuncio de próxima reconciliación entre los partidos dochanista y uncetista. Aquella era la ocasión que espiaba yo para extraerme la hiel del cuerpo. Rompiendo el mutismo que guardaba y dejando mi café intacto, me puse de pie y dije lo más alto que pude:

-Señor Rivas Moure... usted creía sin duda que al sentarme aquí era con ánimo de tomar café en su compañía. Pues estaba equivocado, muy equivocado. Lo que yo buscaba era coyuntura favorable de decirle a usted que no tomo ¡ni gloria! con rufianes y cobardes que apalean a traición.

Y sin añadir una palabra más, cogí la taza del café abrasando, y la arrojé contra la cara de Rivas, donde se estrelló, poniéndole de perlas. Alzose un tumulto; se interpusieron; Castro Mera me sacó de allí... y a poco oía un regular sermón de mi madre, trémula de susto y de indignación contra «ese pillete de Rivas, que ya el año pasado engañó a una muchacha, y la plantó con un chiquillo en el vientre».




ArribaAbajo- XIV -

¡Divina Peregrina, y cómo vino al día siguiente la buena de La Aurora! Sueltos embozados y misteriosos: otros que se clareaban; un largo artículo titulado Manos ocultas; unos versos macarrónicos que ocupaban casi toda la tercera plana; el número entero, en fin, consagrado a demostrar esta palmaria verdad: que mi tío Felipe Unceta tenía a sueldo un ejército de espadachines, matones, entre los cuales figuraban, en primera línea, su sobrino y el director de El Teucrense; que con este ejército aterrorizaba y cohibía y ahogaba la voz de la prensa imparcial; pero que no le valdría la treta, porque ellos (los de La Aurora) estaban determinados a irse al bulto y a no entretenerse con espantapájaros y testaferros, imponiendo severo correctivo al que se escondía cobardemente detrás de sus mesnadas, pues ya encontraría modo de llegar hasta su inviolable persona. Mezcladas con estas indirectas del Padre Cobos venían otras no menos ofensivas; salían por centésima vez los solares, con lujo de pormenores aún inéditos, y se hablaba de ciertos incidentes ocurridos en el baile entre un suegro y un yerno, una hijastra y una madrastra, incidentes que habían procurado el donoso espectáculo de una reconciliación de familia, hecha en público por la esposa sin anuencia del esposo.

Con el periódico en el bolsillo salí a pasear mi efervescencia y mi berrinche. Echando mano de toda la filosofía que tengo de reserva, pensaba para mi sayo: «¿Qué se hace aquí? ¿Sentarles la mano de verdad, o mandarles al cuerno? Delibera, Salustio. Comprendo que te molesten algo ciertas estupideces, que te indigne la mala fe de presentarte como un seide de tu tío, una especie de sicario asalariado para tirar tazas de café hirviendo a la cara de sus adversarios políticos. Pero reflexiona y hazte cargo de una cosa, que te refrescará la sangre, impidiéndote cometer las barbaridades que se te ocurren. El razonamiento a que debes atender para calmarte, no tiene vuelta de hoja. La Aurora no se lee fuera de aquí, y aquí todo el mundo sabe cómo las cosas han pasado: luego ni aquí ni fuera puede perjudicarte. A quien perjudicará unas miajas será a tu tío y a su prestigio político. Supongo que dirás que por allí te las den todas».

Con estas reflexiones me aplaqué. Sin embargo, dediqué la tarde a pasear los sitios más públicos, a fin de que no dijesen que me escondía: y puedo asegurar que por ningún punto del horizonte vi rastro de Rivas Moure ni de otras gentes de su calaña. A pesar de que duraba aún la tornafiesta de la Peregrina, ellos se habían retirado huyendo del mundanal ruido.

Al recogerme a casa para cenar, encontré a mi madre agitadísima: hasta que me esperaba en la escalera para desahogar más pronto.

-¿No sabes? -dijo precipitadamente-. Todo se vuelve líos. Ahora vamos a tener huéspedes en la Ullosa. Yo salgo para allá mañana en el coche de la tarde, y ellos pasado en una carretela que alquilan. ¡Bonito jaleo se me prepara! Y me parece que allá no tengo azúcar, y que se me acabó todo el dulce de pera. No sé cómo voy a salir del compromiso. Sólo esto me faltaba: encontrarme con tu tío y su mujer a cuestas...

-¿Cómo? -pregunté no menos alterado que mi madre-. ¿Dice usted que mi tío y su mujer se van a la Ullosa? ¿Pero por qué? ¿Qué novedades son esas? ¿Usted los convidó?

-¿Convidarlos? Chiquillo, ¿qué dices? ¿Qué novedades han de ser? Canguelo... celotipia... o como le llaméis al miedo, para no llamarle por su verdadero nombre. Está Felipe que no le llega la camisa al cuerpo con lo que decía ayer La Aurora y con todos los belenes y desafíos de estos días atrás. A mi modo de ver, recela que los de Dochán se proponen inutilizarle o matarle, para que no les haga sombra y puedan ellos cortar la carne a su santo gusto... Está con esa aprensión que no ve por dónde pisa.

-¿Pero se lo ha dicho a usted?

-¡Hombre! no; él le echa la culpa a la enfermedad, y sale con que los médicos le mandan respirar aires de campo...; y como al Tejo no quiere ir, porque no le da la gana de hacer las paces con el suegro, mira por cuánto no me cae a mí la pejiguera...

-Mamá, ¿qué importa? -contesté calurosamente-. Ya les obsequiaremos lo mejor que se pueda. Lo que hay de cierto es que no es muy airoso para mi tío el largarse ahora. Creerán que está muerto de miedo...

-¡Ya se ve!... Y creerán la verdad pura -confirmó mi implacable mamá.

Al día siguiente salió en el coche de línea, dejándome a mí el encargo de acompañar a los tíos en la carretela. Protesté, aunque la comisión me sabía a gloria; pero al advertirme que era «encargo expreso de Felipe», dejéme convencer, y a las seis de la mañana me vi encerrado en la estrecha cárcel de un cajón sustentado en cuatro ruedas, frente a la mujer querida, respirando su atmósfera y sintiendo por vez primera, desde el famoso vals del Tejo, un año hacía ya, el contacto de sus finos piececitos y de su cuerpo delicado; contacto que me crispaba los nervios y me haría olvidar toda moderación, si el recelo de angustiarla no me sirviese de poderoso freno...

A medida que apretaba el calorcillo y el polvo de la carretera subía en ráfagas turbias, metiéndose por las ventanillas del carruaje, mi tío, acometido de sueño o de modorra, recostara la cabeza en el rincón, y cerrara los párpados. El sol, colándose al través de las cortinas de percal, introducía, por donde estas no ajustaban, una flecha de luz, que bañaba el rostro del hebreo -donde se advertía cierta demacración- y su cuello, salpicado de placas rojizas. Así adormecido, con los ojos cerrados y algo retraídos hacia el cráneo, la boca apretada y las ventanas de la nariz llenas de transparente sombra, parecía un cadáver, y por vez primera se fijo mi pensamiento en la hipótesis de la muerte natural de aquel hombre, único obstáculo a mi dicha. «Está enfermo en realidad: se me figura que lo que tiene es serio. Ha cambiado mucho, ahora lo noto. Su tipo era sanguíneo y fuerte, mientras que en la actualidad tiene un aspecto de mortificación...». Y después de volver a mirarle, yo discurría: «No lo puedo sentir. Si se muere, casi digo que la acierta, dejando a su mujer en libertad y a mí a la puerta del ciclo».

No sé si Carmen interpretó la expresión de mi rostro: lo cierto es que me miró de un modo raro e indefinible, llevando los ojos de su marido a mí, y de mí a su marido. La conversación se arrastraba: apenas si trocábamos alguna palabrilla, adormilados y enervados por el calor y el polvo, mecidos por la trabajosa oscilación del coche, que casi no movían los jacos rendidos de otras viajatas y agobiados de tábanos y moscas. Abanicábase mi tití, y la brisa que levantaba su abanico enfriaba el sudor en mis sienes, causándome una sensación deliciosa...

Llegamos a mis dominios a las tres, exhaustos de fatiga, como si hubiésemos hecho a pie la jornada... Mi madre nos esperaba ya y tenía preparados refrescos, leche, fruta. La tarde la pasamos gratamente fuera de casa, mi tití de bata de percal y sombrerón de paja tosca, divirtiéndose mucho con el gallinero y los establos -pues en mi humilde casita patrimonial no existían jardines, aunque pegados a la tapia crecían rosales, celindas y geranios, flores vulgares con que armé un ramillete para regalárselo a Carmiña-. El reposo después de la sofocación del viaje; la serenidad de la naturaleza, que siempre se comunica al espíritu; la libertad y amenidad del campo, prestaban a mi tía un poco de animación, algo de carmín en las mejillas, y agilidad de los movimientos, infundida por la certeza de que no atisbaba la sociedad. Mi tío, quejándose de dolor en los huesos, se había tumbado en un sofá, y Carmen, mi madre y yo quedamos dueños de la huerta.

Aquella tarde, y también al otro día (el lugar, la ocasión y mis años explican, si no disculpan, el fenómeno), rompiose algún tanto la valla del respeto interior que ofrecía a mi tití en holocausto; hizo la sangre su oficio, y noté con terror que si antes me dominaba al tenerla próxima o encontrarme a solas con ella, la inmunidad había desaparecido, y el amor dantesco ya se revelaba vivo y humano, como arraigado en las entrañas. Sentíame capaz de incurrir en desacatos, no sólo indelicados, sino odiosos, que me enajenasen para siempre una voluntad secretamente mía, y me abochornasen después. Me temía a mí mismo, como temen los propensos al suicidio acercarse a la boca de un abismo o sacar el cuerpo fuera por la barandilla de una torre. Me proponía vencerme en absoluto; pero no estaba seguro de conseguirlo, a menos que me ayudasen las circunstancias.

Diré de qué horrible manera me ayudaron.

Al tercer día de nuestra estancia en la Ullosa, mi madre y mi tío salieron juntos con objeto de ver algunos sembrados y majuelos, orgullo de la cultivadora. Ambos iban de sombrero de paja y sombrillas de crudillo, forradas de verde. Yo me quedé leyendo y soñando, encendida la sangre con la idea de que Carmiña estaba a pocos pasos de mí, en la soledad de aquella casa, donde sólo se cría el pesado zumbido de las moscas, y alguna que otra vez, a lo lejos, la orgullosa, retadora y melancólica voz del gallo en el corral. El sol, el silencio, el misterio de las ventanas entornadas para procurar un poco de frescura, eran incentivos de mi imaginación, gotas de lava derramadas por mis venas. ¡Tenerla allí, tan cerca, y no cerciorarme de que positivamente me quería! Y el caso es que se me figuraba que si ella viniese y me diese de palabra, sólo con una palabrita, el bálsamo consolador de la esperanza y de la promesa, aquel entendimiento y aquella inquietud dolorosa se desvanecerían en un soplo.

¿Dónde estaría? Encerrada en su cuarto, de fijo, por no encontrarse conmigo a solas. En estor pensaba, cuando prestando atención, oí su voz en el establo, a mis pies. Los establos, en la Ullosa, forman la planta baja, y encima dormimos los racionales, por lo cual mi madre sostiene que no existe en el mundo mansión que reúna tales condiciones de salubridad. Yo atendí a la voz, que pronunciaba cariñosos adjetivos en dialecto, palabras tiernas: no tardé en comprender que iban dirigidas al recental, cría de la vaca, la madre había salido sin duda a pastar al monte, y el ternerillo, sólo en la cuadra, mugía saudosamente, a pesar de decirle mi tía tantas cosas dulces, y de ofrecerle pan. Dudé al pronto, pero por fin descendí al establo, y a despecho de la media oscuridad que en semejantes sitios reina, divisé a Carmiña con su bata de percal, remangada de brazos y presentando al becerro un puñado de hierba tierna y húmeda. El gracioso animal sacaba su hocico tibio y sedoso, pasándole: a mi tía por las manos la áspera lengua, y mojándola de baba clara y pura como la de un niño. Sus ojos nos miraban cándidos y asombrados; sus doradas orejillas cortas se empinaban sobre su infantil testuz. Era imposible no deleitarse con tan gentil y precioso bicho, y la tití me lo dijo en cuanto me acerqué.

-¡Cosa más mona!... Tráele hierba, verás cómo se la zampa... Te digo que es una judiada dejarlo solito. ¡Pobriño... anda, come, bobo, come!

La obscuridad del establo no me permitía ver a mi interlocutora sino de una manera vaga, que me alentaba a pronunciar palabras atrevidas. Y seguramente iba a deslizarme, cuando entró, sudoroso y limpiándose la frente con la manga, un gañán, el mozo de labranza de mi madre, que nos presentó, muy envueltas en un pañuelo de algodón para que no se manchasen los sobres, diez o doce cartas y unos cuantos periódicos. Salí a la luz, miré los sobres uno por uno, y como todos venían dirigidos a mi tío, se los entregué a Carmiña. Los periódicos iba a guardármelos; pero viendo entre ellos dos números de La Aurora, les quité la faja en un santiamén y busqué en el texto algo que se refiriese a nuestras recientes tragedias, recelando encontrar alusiones a la precipitada marcha que bien podía parecer cobarde fuga, y en efecto lo era, por parte de mi tío al menos. Lo primero con que tropezaron mis ojos fue un artículo titulado: «Retirada vergonzosa». En él ponían a mi tío de vuelta y media por haber tomado las de Villadiego. Y en el numero siguiente, otro artículo, cuyo encabezado y contexto me parecieron harto graves. Rezaba el epígrafe:«Los hijos de Israel, o un trozo de historia retrospectiva»; y allí, exhibido con lujo de erudición -robada sin duda a la cobarde complacencia de don Wenceslao Viñal-, se hacía la descripción física de mi tío, relacionándola con su origen judaico; se hablaba de los judaizantes castigados por al Inquisición, sobre todo del azotado Juan Manuel Cardoso Muiño; se daba vaya a los «aristócratas» que mezclaban su sangre con una sangre tan impura, y se establecía cierto paralelo entre la procedencia y las mañas de don Felipe, el cual, no pudiendo prestar a usura como sus abuelos, se dedicaba a chupar la sangre de la provincia. El artículo, aunque lleno de procacidad e insolencia, revelaba maña para eludir la denuncia ante los Tribunales, sin dejar por eso de mortificar, herir y levantar roncha. No sé por qué, al arrugarlo con involuntaria ira, me atravesó la mente este pensamiento: «¿Sabrá ella que está casada con un judío?». Creo que me sugirió tan mala idea la familiar palabra judiada, empleada por la tití para calificar el hecho de separar al ternerillo de su madre. Ni siquiera reflexioné que si mi tío era hebreo, me alcanzaba a mí la mancha de familia: y tendiendo a la tití el periódico, la dije: «Carmiña, lee. Mira a dónde llegan los rencores políticos».

Se asomó también a la puerta del establo, y leyó. La observé entre tanto. Sin duda la lectura confirmaba presentimientos antiguos, repugnancias indefinibles hasta entonces, estremecimientos del alma que no podían justificarse por ninguna razón material y tangible. La aversión quedaba explicada ya. Aquella cara de judío no la dibujaba la imaginación antojadiza; su marido parecía un sayón... porque lo era; y el horror instintivo acertaba más que los razonamientos.

Devolviome el periódico sin pronunciar palabra, y subiendo la escalera, se encerró en su cuarto con llave.

Mamá y mi tío regresaron pronto. Comimos, y hasta dormimos un rato de siesta, pues en el vallecito de la Ullosa, encerrado entre colinas, el calor, en las horas meridianas, era intolerable. A eso de las cuatro vino mi tío a llamar a mi puerta, y entró en el cuarto, diciéndome:

-Salustio... ¿Conoces tú por aquí cerca algún médico formal y que sepa su obligación?

-¿Aquí cerca? -respondí-. El de Cebre no es malo; es un hombre estudioso y que se toma interés por los enfermos... Una vez asistió a mamá en unas anginas. Pero... ¿qué sucede? ¿Está indispuesta... mi tía?

-No... ¿Qué distancia hay hasta Cebre?

-Hay tres leguas que andar, lo menos. No importa; enviaremos al criado.

-¡Bah! -respondió-. No merece la pena. Iré a Pontevedra... es preferible. Lo que tengo no vale nada probablemente. Por la mañana tomamos una ración de sol más que regalar; yo traía ya la sangre quemada con los belenes de estos días... y creo que se me ha arrebatado la erisipela un poco. Se me han formado ampollitas... ¿ves? -añadió remangándose el puño de la camisa y enseñando su brazo velludo-. Luego reventarán... El soleado es dañosísimo para esto de los humores.

Sin duda a causa de la antipatía que me inspiraba el paciente, se me figuró muy, repugnante el aspecto de las ampollas, y me costó algún esfuerzo fijar en ellas los ojos. Ofrecime a ir en persona a Cebre y traer al médico si hacía falta. «No -contestó mi tío-. Voy yo a Pontevedra, ida por vuelta, a consultar a Saúco, que esta allí, según he visto en los periódicos. Pero se me figura que no hay necesidad. Con un poco de agua de vegeto me pondré tan bueno. Hice una imprudencia en exponerme al sol de justicia de esta mañana. Tu madre se moría si no me enseñaba la viña nueva. Además está uno desazonado, porque aquella gente... En fin, cuestión de refrescos. Irritación y nada más».

No se volvió a hablar aquel día del padecimiento. Ni yo pensaba en él, dedicándome a estudiar en el rostro de Carmiña los efectos de la revelación contenida en el artículo de La Aurora. ¡Ah! Se veían tan patentes como si los hubiese escrito un dedo de fuego en su fisonomía. El esfuerzo de un mes para querer a su marido era inútil; el desvío instintivo se sobreponía ya, la naturaleza recobraba sus derechos, y al contacto del deicida estremecíase profundamente la cristiana...

A la mañana siguiente se me pegaron a mí las sábanas. Me habían desvelado toda la noche mis sugestiones de pasión y de odio, mis livianos pensamientos y la desazón de girar en aquella especie de círculo vicioso o devaneo estéril en que consumía mis mejores años, la savia de mi cerebro, y las fuerzas de mi alma. Mientras corrían las horas nocturnas, yo cavilaba si no sería mejor hacer de una vez algo, malo o bueno, disparatado o razonable, pero decisivo; algo que pusiese fin a la situación ambigua, rara y casi tonta de enamorado platónico; algo, en suma, que me desentumeciese y me resolviese el problema, aunque fuese echándolo todo a rodar. Fluctuando así pasé, lo repito, de claro en claro la calurosa noche veraniega, y sólo al amanecer concilié un sueño letárgico: de modo que a cosa de las diez aún no me había rebullido, ni por asomos. Incorporeme sobresaltado al oír que entraba en mi dormitorio una persona que abrió de golpe las maderas, arrojando sobre mis ojos y mi cara un torrente de luz solar y exclamando en el tono con que gritaría «¡Fuego!»:

-¡Salustio, Salustio!

Abrí los párpados, aturdido todavía. Era mamá. Aunque embargadas mis potencias por el sueño, presentí o adiviné que algo grave, gravísimo, ocasionaba su entrada en mi cuarto a deshora y aquel extraño acento. Me froté los ojos, me estiré, moví la cabeza y vi que el rostro de mamá expresaba un sentimiento mixto: sorpresa, miedo, espanto y cierta satisfacción misteriosa... Se inclinó sobre mi cama y dejó caer estas palabras:

-¿Sabes qué ocurre? Salustio... ¿sabes?

-¿Qué? No... ¿cómo he de saber? Carmiña...

-¡Carmiña! Sí, ¡buena Carmiña te dé Dios! Tu tío...

-¿Ha reñido con ella?... ¿La?...

-Tu tío -dijo enérgica y rápidamente- ha pasado la noche con calentura y dolores; cree que tiene un ataque de erisipela, una inflamación de la sangre...

-Bien, ¿y?...

-¡Y lo que tiene es el mal de San Lázaro!... -articuló mi madre, con los ojos dilatados de horror.




ArribaAbajo- XV -

¿El mal de San Lázaro? -repetí sin comprender aún claramente el sentido de la tremenda palabra.

-Bueno, la lepra -respondió mi madre emitiendo la voz entre sus dientes apretados y con una expresión que no es posible imitar ni repetir.

La revelación produjo su natural efecto. Mudo yo de estupor en los primeros instantes, y silenciosa ella para dejar que me penetrase bien de la trascendencia de la noticia, nos mirábamos de hito en hito, y a fuerza de ocurrírsenos un tropel de ideas, no formulábamos ninguna. Mi madre fue la primera a recobrar la palabra, y con el acento dramático de la mujer del pueblo que narra un asesinato de que ha sido testigo presencial, dio salida al torrente de sus impresiones.

-Te digo que es lepra, tan cierto como que tu padre está en la sepultura. Yo ya me lo tenía tragado hace tiempo. No creas que me coge de susto. Pero estas cosas siempre afectan, cuando uno las ve así de realce. Felipe es el vivo retrato de la abuela... y, la abuela murió lazarada también. ¿No te decía yo que Dios es muy justo y no deja sin castigo las fechorías?

-¡Mamá, está usted loca! -exclamé interrumpiéndola-. No puede ser; ese mal ya no existe; es una enfermedad de otros tiempos, de allá de la Edad Media, y ahora ni se ve ni se sabe que la padezca ninguno. Son desvaríos; vamos, que no.

-¿Que nadie la tiene? ¿Que no la padece nadie? -prorrumpió mamá casi con furia-. Sí, fíate en Dios y no corras... En Marín te enseñaría yo más de cinco pobretes leprosos; y esos no la ocultan. Lo que sucede es que en los señores siempre se llama erisipela o humor herpético. Ni en el potro confiesan la verdad: ¡buena gana! Y nosotros debemos hacer lo mismo, porque es una mancha muy grande para la familia y una vergüenza horrorosa.

-Vergüenza ni mancha, no -protesté-. ¿Qué culpa tiene nadie de sus padecimientos? El estar enfermo no es afrenta -respondí, mientras en mis adentros una desazón involuntaria me desmentía.

-¡Qué ideas tan disparatadas traéis de Madrid! -porfió mi madre con tenacidad invencible-. ¿No te parece vergüenza ser de familia de judíos y de lazarados? Hay cosas que da risa oírlas. ¡Sois más extravagantes! Vergüenza y grandísima; y si se corriese por allí, te perjudicaría para casarte hoy o mañana. Tú erre que es erisipela, y de la erisipela no te me sales. Pera yo quise decírtelo, primero por desahogar, segundo para que vivas avisado, y además para que me aconsejes lo que hacemos.

-¿Lo que hacemos? -repetí sin comprender el alcance de la pregunta.

-¡Pues claro! -repuso mamá sorprendida-. ¿Crees que me voy a quedar con la lepra en casa, así tan fresca y tan conforme? ¿Crees que voy a exponerme a que se nos pegue? ¡Cualquier día! Desde que me he convencido de que la cosa es lo que me figuré, ni paro ni sosiego: les dejaría campanado en la Ullosa y me largaría yo a donde Cristo dio las tres voces, contigo por supuesto.

-¡Pero mamá, esa es una inhumanidad! -objeté alarmado-. ¡Dejar a Carmiña sola con el marido, en semejantes circunstancias! ¿Usted no conoce que no puede ser?

-¿Que no puede ser? -contestó mamá admiradísima-. ¿Y por qué? ¿Qué obligación tengo yo de aguantar a Felipe ahora? Su mujer es su mujer; que lo asista, que para eso le tomó de marido; ¿pero nosotros? ¿Me haces el favor de decirme a qué santo lo habíamos de sufrir? ¿Qué le debemos? Nos ha despojado, nos ha robado...

-¡Chist!... No levante usted la voz... -pronuncié en tono suplicante, echándome de la cama y buscando mis zapatillas y mis calcetines.

-Me ha robado lo mejor de mi legítima: como es la pura verdad, no hay por qué ocultarlo -arguyó mi madre, a quien el pavor de la repugnante enfermedad hacía perder toda noción de prudencia, y hasta olvidarse de su propio interés-. Me ha dejado en cueros, bien sabes que te lo he dicho, y lo que le sucede es castigo justísimo de Dios; ya te anuncié que el día menos pensado se lo encontraría tu tío encima de la cabeza.

-Mamá -respondí pasándome el pantalón-: no sabes el efecto que me produce oírte esas disparates. ¿Conque Dios anda vara en mano sacudiendo a los que a ti te molestan?

-¡Disparates son los tuyos! -replicó ella intrépidamente-. ¿Conque Dios no premia ni castiga? ¿Conque Dios no les da a los pícaros su merecido, aquí en este mundo y en el otro? ¿Conque cualquiera puede hacer lo que se le antoje, coger el pan del huérfano y de la viuda, y Dios le deja campar por su respeto? Salustiño, yo no se tanto como tú, ni he estudiado, ni leo libros; pero ciertas cosas las entiendo lo mismo que los sabios... ¡y pobres de nosotros si se precisase mucha sabiduría para entenderlas!

Abrocheme agitadamente el chaleco. No acertaba a entrar los botones en los ojales. Mis torpes dedos se negaban a servirme. Renunciando a discutir con mamá, en la seguridad de no convencerla ni poder sacarla de sus convicciones bíblicas, duras y rencorosas, mi único deseo era ver a Carmiña, cerciorarme de la realidad del caso atroz, y discurrir por dónde se aminoraría la gravedad del conflicto. Pensaba en esto al hacerme descuidadamente el lazo de la chalina, encontrándose ya mis potencias enteramente despejadas, como suele ocurrir cuando nos sorprende a mitad del sueño una novedad importante, que nos llama al terreno de la acción. Incierto de la verdad, y deseoso de apurarla, me volví hacia mi madre preguntando:

-¿Pero tú estás bien segura de que es lepra, lepra auténtica? Tus conocimientos en medicina...

-¿Que si estos segura? Como yo fuese médico, a ciencia me ganarían otros... ¡pero lo que es a golpe de vista! Tengo yo ojo de diablo. Además, he visto lazarados mil veces. En la Toja los hay a docenas. En Marín teníamos uno que venía diariamente a casa a pedir limosna: traía su taza para el caldo, y nosotros le dejábamos otra llena en el portal; porque comprenderás que se tomaban mil precauciones, y todas eran pocas. ¡A mí me da eso una grima!...

-Pues, mamá, si lo tenemos en la masa de la sangre, quien menos debe asustarse somos nosotros.

-Hombre... lo tenemos y no lo tenemos -replicó con su ilógico tesón-. Quien sacó aquí cara de judío es tu tío Felipe, y a él es a quien se le ha transmitido el mal. La prueba es que yo nunca tuve aprensión de padecerlo, ni de que lo padecieses tú.

-Y entonces -argüí-, ¿por qué te empeñas en que ahora aislemos al tío, si no hemos de contraer la enfermedad?

-¡Pamplinas! -gritó mi madre tercamente-. El preservarse nunca sobra. Lo primero somos nosotros. Él que se las arregle. Bien rico es: no le faltarán enfermeras ni médicos.

-Pero -insistí-, ¿estás convencida?...

-¡Si estoy convencida! ¡he visto la úlcera!... ¡Esta mañana tenía la ropa interior pegada al cuerpo!

-¿Y él... sospecha?

-¡Ni por asomo! Erisipela y más erisipela. Le echa la culpa al sol de ayer.

Yo estaba vestido ya, y me había pasado por los soñolientos ojos la toalla húmeda. Planteme delante de mi madre, en interrogadora actitud, como el que dice: «Bueno, ¿y en qué quedamos? ¿Cómo desenredamos la situación? Porque quiero saber a qué atenerme».

-Pues, hijo -declaró mamá con su acostumbrada resolución-; yo no soy de las que se atollan ni de las que se quedan en la estacada. Esta misma tarde a Pontevedra, o ellos, o nosotros. Lo más prudente y natural me parecería que lo hiciesen ellos, en busca de facultativo; pero como Felipe tiene un miedo que no ve a que le apaleen los de La Aurora, acaso le dé por estarse aquí hasta Dios sabe cuándo: tal vez hasta que se vuelva a Madrid: ya ves tú si sería pacheca. De modo que si ellos no se afufan, somos tú y yo los que esta misma tarde, por la diligencia, tomamos el portante sin dilación. Ahí les queda la casa, la criada, las ropas... que regularmente tendré que quemarlas toditas cuando tu tío se marche, porque yo no me acuesto en sus sábanas; primero pido limosna para comprar otras nuevas.

La oía aterrorizado. ¿De manera que iba a permanecer allí Carmiña, sola, con su marido atacado de tan horrible mal?

-Mamá, vete tú, si quieres. Yo no tengo aprensión. Me quedo para lo que haga falta.

-¿Que no te vienes? ¡Pero estás de remate? ¿Crees que voy yo a dejarte aquí, ni a consentir que se te pegue el mal por locuras y quijotismos y bobadas? ¿Tantas obligaciones le debes a tu tío que te juegas por él la salud? Salustiño, mira que no me incomodes... Tú te vienes a la tardecita.

-Tiempo perdido, mamá... No he de ir.

-¿Cómo que no? -exclamó mi madre, agotada ya su escasa provisión de paciencia-. ¿Cómo que no? ¿Se puede saber quién manda aquí?

-Tú, en todo menos en esto -contesté deseoso de no enfadarla, y tuteándola en broma como hacía muchas veces.

-No; no me vengas con guasas y con tonterías, que entonces me pongo aún más frenética -gritó la vehemente criatura en tono indescriptible-. Has hecho cuanto se te ha antojado; me has perdido el año, y no te he dicho una palabra siquiera (lo cual no era verdad, pues me había dicho varias). Pero si ahora se te antoja coger la lepra por tu gusto...

-Por Dios, no alce usted la voz... Cállese... ¡Que va a enterarse Carmiña!

-Pues que se entere. ¡Caramba con tantos miramientos y tantos circunloquios! Yo no sé si entiendo lo que te pasa con tus tíos, pero estás hecho un sorbete para ellos, todo derretido y acaramelado. A la fuerza Felipe te hace concebir que hoy o mañana te protegerá. No te fíes de él... y ahora menos, que por un orden natural... ¡No te comprometas, te lo aconseja tu madre!... Esos días atrás, en Pontevedra, te pusiste en peligro de que te anduvieran en las costillas... Me viniste a casa con la mano izquierda estropeada... ¡Aún tienes la señal... no la escondas! ¿Y todo porqué? ¡Por sostener el partido de tu tío contra Dochán! No pensé que le quisieses tanto... Ahora vas a exponerte a ganar la muerte... ¡Mándale a paseo, que yo, para que acabes tu carrera, soy capaz de ponerme a servir!...

Decía estas incoherencias accionando y gesticulando mucho en tono ya suplicante, ya colérico, hasta que por último, cogiéndome por la solapa de la americana, lanzó el ultimátum:

-Si no quieres obedecerme, a mí que hablo sólo por tu bien, te pego un bofetón... y no tienes más remedio que venirte.

La tomé en brazos, triunfando de su desesperada resistencia, y besándola en el pelo, porque escondía la cara, contesté:

-Presentaremos la otra mejilla. ¡Tendrá chiste que me pegues sobre la barba! Mamá, no chochees, no desbarres. Ni tú ni yo podemos salir de aquí dejando a tu hermano enfermo y a su esposa sola con él.

-Pues ya verás si los dejo o no los dejo -respondió mamá-. Y a ti hago que te ate el mozo del ganado, y atadito te llevo.

La casualidad o la suerte lucieron que no se preciase echar mano de estos remedios heroicos. El hebreo se presentó a la hora del desayuno, como solía, pero muy desmadejado y lacio, anunciando que aquella misma tarde, por el coche de línea, iba a tomar el tren par a seguir a Vigo, pues comprendía que su estado de salud reclamaba consulta formal, en toda regla. «Esta erisipela es molestísima. Es preciso atender al vicio de la sangre, que se ha revelado ahora más fuerte que antes de ir a la Toja, me parece. Tengo entendido que Sánchez del Arroyo está en Vigo dando baños a su familia. Podré saber su dictamen».

Yo, sin tocar al chocolate ni al vaso de leche que me habían puesto enfrente, consideraba a mi tío con ardiente curiosidad, sufriendo esa fascinación que ejerce sobre nosotros lo horrible y lo repulsivo, lo que nos estremece y nos plantea el enigma del dolor y la miseria humana. Quería leer en su fisonomía descolorida y como infartada, en su cuello, sembrado de rojas flictenas, el secreto de la incurable enfermedad, transmitida de padres a hijos, mejor dicho, de abuelos y nietos, disuelta en las gotas de sangre judía que corrían por las venas de nuestra raza. «No sabe lo que tiene -pensaba yo-: ni ella lo sospecha tampoco. ¡Vaya una situación y un caso! ¿Qué haremos ahora? ¿Se le dice o se le oculta? ¿Cuál resultará más piadoso: revelar la verdad, o encubrirla hasta el último instante? ¿El médico tendrá valor para desengañarla? ¿Obrará piadosamente, encubriéndosela? ¿Qué va a ser de esta infeliz? ¿Como soporta el asco y el miedo y la congoja? Una mujer que siempre miró a su marido con repulsión invencible, ¿qué será ahora? En cuanto lo sepa, la vida se le hace imposible». Y por virtud instantánea del terrible misterio cuyo velo se había descorrido para mí, noté en mi corazón y en mis sentidos un cambio singular. La vez del juvenil y ardoroso deseo que me torturaba pocas horas antes, percibí una especie de adormecimiento de la vida sensitiva: pareciome que se purificaba todo en mí; que podía mirar a Carmiña como se mira a los ángeles, anafroditas de suyo: es más: la idea de su forzada convivencia con el leproso, me infundió esa pureza o frigidez que se desarrolla a la cabecera de un enfermo grave, al pie de un lecho de muerte, en los supremos instantes dolorosos de nuestra pobre y flaca humanidad. Sentí mi amor mutilado o deparado -conforme se entienda- y me pareció, al ofrecer aquella gran oblación íntima, que ya estaría así hasta la consumación de los siglos; que me había purificado para siempre.

A la tarde les vi marchar con la desesperación de no poder acompañarles, de no haber trocado dos palabras a solas con Carmiña, de no saber si mi madre se equivocaba, y de perder de vista al ser querido cuando le esperaban horas tan crueles. Las fibras más profundas de mi alma me dolían al despedirme de la mujer ligada a aquel hombre sentenciado a espantoso género de muerte. Presentía su calvario, adivinaba mis torturas, y temblaba por ella en muchos terrenos. ¿No era contagioso el mal? ¿No caería sobre su cabeza como el rayo? ¿No iba ella también a ser leprosa?

Así que les hubo despedido mi la carretera, mi madre se volvió a casa. Con sus propias manos acarreó leña, la apiló, le puso cebo de ramas secas debajo, y prendiendo fuego con mi papel retorcido empapado en petróleo, armó en el patio una fogarada idéntica a las que hacen los muchachos en la noche de San Juan. Así que crujió la leña, mamá arrancó las sábanas de la cama de mis tíos (las sábanas que estimaba tanto, hiladas y tejidas caseramente del lino que ella misma cultivara); sacó las toallas, los vasos, las servilletas, el mantel, los platos, los cubiertos, todo cuanto había servido para los huéspedes, y sin un momento de vacilación, de prisa, a brazados, lo arrojó a las llamas. Quedaba en el cuarto de los huéspedes un pañuelo que tití llevaba al cuello, un pañuelo de seda. Lo arrojó también; y hasta que el fuego no lo hubo consumido todo, derritiendo el metal blanco y estallando el vidrio, no se retiró de allí la inquisidora.




ArribaAbajo- XVI -

No volví a tener noticias del matrimonio lo menos en quince días. ¡Decir lo que me consumía y desesperaba entretanto! ¡Oh falta de dinero, estorbo a cualquier grande acción, rémora invisible que nos sujeta más fuertemente que todas las cadenas y prisiones del mundo, eterna cortapisa de nuestros mejores impulsos, cable que nos amarras a la realidad, matadora de los ensueños y enemiga de la libertad como ningún tirano! ¡Ira de Dios! ¡Verme con barbas, lleno de amor y de zozobra, saber que la mujer amada atraviesa el más amargo trance, y no ser dueño de ofrecerle ayuda, compañía, consuelo!

A veces me calmaba un poco la esperanza de que mamá se hubiese equivocado de medio a medio, lo cual no sería sorprendente. Ella no era ninguna autoridad en medicina, ni mucho menos, y su fogosa imaginación y sus preocupaciones tradicionales podían extraviarla. ¿Acaso hay lepra en el mundo? ¿Acaso persiste esa enfermedad bíblica y gótica? ¿Quién se acuerda de San Lázaro ya? ¿Dónde vemos una leprosería? ¿Padece de semejantes dolencias ninguna persona de cierta educación, de regulares medios de fortuna? ¿No era pesadilla o calenturiento antojo suponer que mi tío la padeciese?

Transcurrida la quincena, una carta de Carmiña a mi madre me hizo entrever un rastro de luz. Decía que el achaque de Felipe no presentaba mejoría notable; que Sánchez del Arroyo no estaba en Vigo, y que deseosos de consultar a un médico de nombre, habían resuelto adelantar unos cuantos días el regreso a Madrid. «Felipe tiene aprensión, mucha aprensión», añadía la esposa. «Como le falta apetito y le molestan los dolores, discurre que el facultativo a quien vea en Madrid le enviará, aprovechando lo que queda de otoño, a algunos baños o aguas que le sienten mejor que le sentaron los de la Toja. El cree que estos estaban contraindicados, y que de allí procede todo su mal». Y a final de la carta, como un inciso, añadía: «Yo muy bien. Aquí he comido perfectamente, y los baños de mar me han repuesto». Estas indicaciones me hicieron cavilar: «¡Generosa mentira! -pensé-. Su objeto es persuadirme de que no le faltan fuerzas para llenar los deberes de esposa, por más difíciles que sean. Ahí me dice con disimulo: -Sobrino, no flaquearé. Verás cómo tengo valor-. Pero a mí no me engaña. Comprendo mejor que nadie su estado. ¡La repugnancia, el asco, el terror, la protesta de la naturaleza contra una enfermedad de esa índole! ¡Un matrimonio indisoluble! Imposibilidad de apartarse de él e imposibilidad de acercarse...». Mi imaginación, ya sin freno, bordó sobre este tema crueles variaciones, representándome cosas hechas para crispar los nervios a quien los tuviese más adormilados y pacíficos. ¿Pero creen ustedes que en mi fuero interno, me resignaba a dejar marchar los sucesos como Dios quisiera? Nada de eso. Yo tenía mis planes y mis resoluciones, que había de poner por obra, sin dilación y sin remedio. Como que me proponía nada menos que ser el salvador de mi tití, y redimirla de aquella espantable tribulación. Yo me convertiría en ángel de su guarda o en compañero de su martirio. Mi amor, al depurarse, había adquirido refinamientos y delicadezas mayores, y me sentía modelo por cierto resorte caballeresco e ideal, que me impulsaba a todo linaje de abnegación.

No veía el momento de salir camino de la corte española. Ansiaba -pienso que como nunca- ver a mi tití, saber la verdad de lo que le pasaba, cuál era el estado de su salud y de su espíritu, y ofrecerme y entregarme a ella sin reserva alguna. Cuando llegó el ansiado momento, mi madre se encerró conmigo para leerme la cartilla y encargarme que hiciese... precisamente lo contrario de lo que tenía determinado hacer. «Por casa de tu tío aporta lo menos que puedas. Pararás en la fonda de doña Jesusa. Procura, mira que te lo encargo, no verles; discúlpate con que tienes mucho que estudiar; y si Felipe te da la mano, no la cojas: con disimulo te apartas, fingiéndote distraído... ¿ves? así -y mamá representaba a lo vivo la escena de hacerse el sueco-. Mira que ese mal se pega: y tú, para más, tienes la misma sangre que tu tío; al fin, digan los médicos lo que se les antoje, de una casta somos, que no podemos negarlo; y no tendría nada de particular que donde menos se piensa retoñase... Ojo, que te lo encargo. La posada la pago yo; no necesitas andar complaciéndolo a él para que nos ayude: que si por buscar la herencia atrapamos la muerte, esa sí que es ruina. No, hijiño: que cada uno mire por sí: no te metas en aventuras, ni hagas el caballero andante».

Prometí seguir al pie de la letra tan sabios consejos, y emprendí el viaje, ansioso de suprimir la distancia y plantarme de un vuelo en Madrid. En lo del hospedaje obedecí, claro está, instalándome en casa de doña Jesusa, por más que entonces desearía yo a par del alma compartir la vivienda de mis tíos; y no era que me propusiese ningún torcido y siniestro fin. ¡Sedme testigos de ello, árboles del soto de la Ullosa, que me visteis muchas tardes entregado a sueños dignos del hidalgo manchego en los riscos de la sierra!

La hora de llegada del correo no era a propósito para visitar a nadie. ¡Una noche más de incertidumbre! Por la mañana, en cuanto me fue posible, corrí a la calle de Claudio Coello. En el portal tuve un momento de escepticismo. Viendo a la portera que me saludaba, apoyándose en su vetusta escoba; encontrando la escalera invariable, los evonymus del patio nada crecidos, el aspecto de las cosas tranquilo e idéntico a sí propio... me aferré a la idea de la irrealidad del drama interior. «Ni hay tal lepra, ni tales sacrificios, ni tal amor, si me apuran». Metí las manos en los bolsillos, dudé un segundo... y al fin tomé la escalera, subiéndola de tres en tres escalones, como los chicos. Me introdujo la criada en la sala... ¡Gran polka bailada por el corazón!... Alzose el portier del gabinete... y con verdadera sorpresa mía salió a recibirme... ¿quién pensará el lector? Ni más ni menos que el fraile moro.

-¡Usted por aquí, Padre!

-Más que usted de verme me admiro yo de encontrarme en el mundo de los vivos... -contestó el fraile, cuyo aspecto confirmaba plenamente su aseveración. Estaba amojamado, verdoso, amarillento, y con los ojos caídos y mortecinos: su andar dificultoso se apoyaba en una muleta de palo liso, sin cojín ni adornos de clavazón dorada-. Ya no soy aquel Padre Moreno que usted conoció -añadió tristemente-. Mi robustez se deshizo como la espuma. Dos operaciones horrorosas he sufrido, ambas con aplicación de cloroformo; me han barrenado los huesos, y creo que me han extraído los tuétanos a la vez. Si le digo a usted que un día, al hacerme la cura, pregunté qué era aquello que me sacaban... me contestan que unas hilas... ¡y era el tendón que llaman de Aquiles, que salía deshecho! Pero ¿qué se le ha de hacer? Dios no quiso llevarme todavía... y por aquí estoy. ¿Viene usted a saber de su tío?...

-Justamente... -tartamudeé-. Quería enterarme de cómo sigue, y saludar a Carmen.

-Pues no sé si ahora podrá salir. Creo que están haciéndole la cura...; y como puede decirse que quien la hace es ella, porque nunca permite descansar en el practicante...

-De modo -pregunté articulando lentamente y fijando mis ojos preguntones, casi magnéticos a fuerza de irradiar voluntad, en los del fraile-; de modo que sigue su curso el mal?

-¿La erisipela? -contestó Aben Jusuf cruzando con sobrehumano vigor su mirada con la raía-. Sigue, ¡pues claro está!...

-¿La erisipela? -pronuncié, ya enteramente seguro de lo que pretendía averiguar, es decir, que mi madre no se había engañado y el fraile también lo sabía.

-La erisipela, el padecimiento que se le declaró este verano en Pontevedra -dijo él con serenidad.

-Oiga usted, Padre -supliqué, inspirado por una idea repentina-. ¿Quiere usted hacerme un favor? Ya que en este momento no me es posible ver a los tíos... véngase usted a dar un paseíto conmigo... y a tomar una taza de café.

-¡Ay! ¡Paseíto! ¡Usted cree que habla con el Silvestre Moreno del otro verano! -respondiome con melancólica resignación el fraile-. Con esta pata coja no podré andar como Dios manda lo menos en diez meses... Vaya usted aplazando el paseo para entonces.

-Pues véngase usted a mi fonda... La verdad por delante: necesito hablar con usted en reserva. Tomaremos un coche, y no tendrá usted que estropearse la pierna mala.

-¿Y a qué necesita usted celebrar semejante conferencia? -interrogó el moro vendiéndose caro, y manifestando cierta coquetería espiritual.

-Pues figúrese usted que se trata de hacer confesión -respondí llevándole el genio.

-¡Confesión! Están verdes... -objetó moviendo la encanecida testa.

No obstante, logré persuadirle a que se viniese conmigo. Servile de apoyo hasta que nos metimos en un simón, y creyendo que era el sitio más seguro para hablar, tomé por horas el coche y le mandé ir al paso por la ronda. Y allí, encajonado, alentado por la proximidad material, que tanto ayuda a la expansión, me expliqué con entera franqueza. La lealtad de mis propósitos me prestaba energía.

-Padre, usted sabe mejor que yo lo que el marido de Carmen padece. Usted conoce esa enfermedad al dedillo; ha estado usted en África, ha tenido mil ocasiones de verla, de saber que es contagiosa, y que es mortal. No me lo niegue.

-Lo que no me explico -contestó el fraile arrugando el entrecejo- es cómo se encuentra tan enterado el caballero Salustio. Eso sí que me admira.

-Lo sé -dije sonriendo desdeñosamente-, no por ninguna indiscreción epistolar, como usted está figurándose, sino porque en nuestra familia esa enfermedad es hereditaria; salta una generación, y se presenta cuando menos la esperamos. Hay en nosotros sangre israelita, y tenemos por ella ese legado cruel.

-Bien cruel, efectivamente -respondió pensativo y apiadado el Padre-. Es cosa tremenda, y crea usted que si yo conociese ese antecedente antes de casarse Carmen, la diría: «considera a lo que te expones...».

-¿Lo ve usted? -exclamé triunfante-. ¿Ve usted cómo acertaba yo al opinar que esa boda era un atentado y un desastre?

-Poco a poco. Tantos como desastre y atentado, no. Usted cree que la vida ha de componerse de una serie de dichas y venturas, y en eso se equivoca mucho, porque la vida es una prueba, y a veces una sucesión de pruebas que acaba con la muerte. A su tía de usted, la señora de don Felipe, le envía Dios una prueba más dura y más amarga; pero ya sabe Dios dónde hiere, porque ni su alma es del temple común, ni ella está cortada por el patrón de la mayor parte de las señoras. Carmen es la mujer cristiana, se lo dije a usted en cierta ocasión... precisamente cuando tuve el gusto de que nos conociésemos...; y si yo, hablando humanamente, preferiría que hubiese sido dichosa aquí y en el otro mundo, como confesor diré a usted que no lamento demasiado verla en este apuro, porque es un medio de que luzca en todo su esplendor la hermosura de su alma.

-Padre Moreno -objeté con acento hosco y dolorido-: es usted tan buen fraile, tan buen fraile... que ya no tiene entrañas ni corazón. A fuerza de virtud, suprime usted la humanidad, como quien suprime un estorbo, o la pisotea como a un bicho. No contento con eso, se mira usted en el espejo de su propia perfección, hasta el extremo de desconfiar de los simples mortales, juzgándoles radicalmente incapaces de intención honrada y de limpieza de propósitos. ¡Apuesto un duro a que no consiente usted en lo que propongo!

-¿Y usted qué va a proponerme? Sepamos. Por supuesto, en su juicio acerca de mí hay manifiesta exageración; vamos, que me ve al través de un cristal teñido de colores enteramente fantásticos. Usted, señor positivista, hace del Padre Moreno -que es la misma prosa, el hombre más a la pata la llana- uno de esos frailes de drama o de novelón por entregas; si me descuido, me atribuye que vengo a prenderle para entregarle al Tribunal de la Inquisición. No tengo pizca de Torquemada: soy bastante razonable... me parece.

-Pues ya que se juzga tolerante y, humano -argüí-, veremos cómo toma la proposición que yo voy a dirigirle. Usted saldrá de Madrid dentro de pocos días, según entiendo. Además, no está usted en situación de cuidar enfermos, sino de mirar por sí mismos y reponer algo, si es posible, los quebrantos de la salud. Carmiña se queda aquí sola... peor que sola; bregando con un enfermo asqueroso, expuesta a que desfallezca su ánimo, y a que, con todo su heroísmo, sus fuerzas le hagan traición. Pues bien; no se oponga usted a que yo la ayude en la asistencia de su esposo.

Una carcajada, no amarga e irónica, sino muy franca, sorprendente en un hombre débil y dolorido aún, brotó de los labios del Padre Moreno.

-Usted perdone que me ría -dijo-, pero es que no lo puedo remediar. ¡Naranjas con el alumno de ingenieros! Tengo que reírme, y mejor es que me ría que no que me formalice y armemos la de Roncesvalles. De modo que usted cree que su mamá le envía aquí para hacer de hermana de la Caridad? Y otra cosa, amiguito. ¿Piensa que los cuidados de usted complacerían al infeliz paciente como la asistencia tiernísima de la esposa amante?

-Ea, Padre Moreno -exclamé saliendo de mis casillas, como solía siempre que me arrollaba el fraile maldito-: a mí no me venga usted con retóricas de púlpito, ni me trastee con palabritas insidiosas. Ya sabe que yo estoy en el secreto: Carmiña es una esposa honrada, la más honrada de todas las esposas del mundo; pero no puede ser una esposa amante... ¡y la razón me parece bien sencilla! porque no está enamorada de su esposo.

-Y de usted sí,¿verdad? -replicó ya en tono de mofa punzante el Padre Moreno.

Titubeé. Estaba cogido. Yo protestaría, pero... la verdad es que el Fraile había dado en el hito y traducido mi pensamiento exactamente. Para salir del apuro, resolví meterlo todo a barato por el lado del honor y la delicadeza.

-¿De modo que usted supone que en esta proposición mía hay malicia, hay algún fin dañado, algún siniestro propósito? ¿Me juzga usted tan real? ¿Me atribuye ni la sombra de una idea ofensiva para Carmen: Le juro, Padre -puede que usted no lo crea ni se fíe de mi palabra-, que hoy por hoy es sagrada para mí la mujer de mi tío; que usted no estará a su lado con más pureza que yo. Si se muere su marido, me casaré con ella; entretanto, seré su hermano, y hermano más respetuoso no lo ha tenido ninguna mujer desde que hay mundo y fraternidad.

El Padre se revolvió en su asiento, afianzando con dos dedos los anteojos que usaba desde que la enfermedad le había acortado la vista. Luego se remangó la manga del sayal, como si quisiera pegarme, movimiento familiar en él; y en seguida me miró y volvió a soltar la risa.

-¡Caramelo! No puede negarse que es usted muy chusco. No tenía usted precio para actor cómico, señor mío de mi mayor respeto. Vamos, lo dicho; es usted de oro, y de plata, y de todos los metales preciosos. ¿Pero no comprende, inocente, que yo, que ni soy director de su conciencia de usted, ni presumo que su conciencia de usted gaste el lujo de tener director, no necesito enterarme de si usted lleva intenciones limpias o sucias y va con buen o mal fin? ¿No conoce que eso a mí no me preocupa, sino en cuanto le considero prójimo? Por usted me alegraré de que sea verdad... y la cuestión de conciencia, aquí termina. Si con algún título pudiera yo meterme en esta danza, sería como amigo de usted, para desengañarle y, quitarle las telarañas de los ojos. Sólo que no querrá usted consentir la extirpación de esa catarata moral; y entonces, el cirujano no tendrá más recurso sino dejarle con su padecimiento, hasta que venga la experiencia y le opere.

-¿Y en qué consiste mi catarata, vamos a ver? -pregunté algo preocupado por el aplomo y seguridad del fraile.

-Pues... ¿quiere usted saberlo? ¿Se convencerá? ¿No me saldrá echando por las de Pavía?

-Ni por pienso... Diga usted.

-Consiste su catarata en que cree usted que Carmen puede desear que la ayuden a asistir a su marido, y no es cierto, porque Carmen aspira a llevarse ella sola la gloria de la asistencia; consiste en que cree usted que Carmen aborrece a su esposo, y Carmen le ama. Estos son sus errores, sus cataratas morales. ¿Cuánto va a que no las he batido?

-¡Padre! -exclamé-, perdemos el tiempo en conversaciones tontas. Lo perdemos lastimosamente: siento decírselo. Porque usted me habla como a un niño de tres años, prescindiendo de que hace bastantes más que tengo uso de razón; y por lo tanto, no puede convencerme. Desautoriza sus palabras la falta de sinceridad.

-¿De sin-ce-ri-dad? -deletreó picarescamente el fraile.

-¿No está usted asegurando que Carmiña ama... -así, textualmente-, ama a su marido?

-Y me ratifico en ello.

-Pues yo insisto, Padrecito Moreno...; por ese camino no se va a ninguna parte. Mis ojos, mi juicio, mi inteligencia, que no me la ha dado Dios para adorno, sino para que me guíe y me sea útil, gritan a voces lo contrario. Padre Moreno, no le molesto a usted más. Ahora me toca a mí: se ha acabado nuestra conversación.

-¡Eh! ¡Caramelo! -exclamó el Padre con uno de aquellos chispazos de vigor que revelaban al antiguo Aben Jusuf-. ¡Poquito a poco, que de Silvestre Moruno nadie se despide así! Fraile soy, a mucha honra, y también hombre de vergüenza y de verdad. Le he dicho a usted que Carmiña ama a su marido... y usted me sale con que no le amaba. Pues acuérdese usted de lo que le aviso: hoy le ama... y el tiempo se encargará de probarle a usted mi veracidad. Cuando se lo pruebe ¡naranjas! me debe usted una satisfacción. La de reconocer que ha sido bastante terco.

-Entonces... le han vuelto a Carmen el corazón del revés, como un guante.

-Exactamente. ¿Cree usted que no puede ser? ¡Vaya si puede, señor mío! Hace media hora que hablamos como cotorritas, y no nos entendemos, ni trazas, porque tampoco entendemos el mundo ni la vida de la misma manera. Usted cree que no hay en esto de las relaciones conyugales más que el capricho, la golosina de la imaginación, el frenesí de los sentidos... o una chifladura muy superferolítica, de esas que se leen en los versos o se cantan en las óperas; y que si inspira cierta prevención un esposo robusto y sano, doble repugnancia ha de infundir el mismo esposo lleno de lacras, herido por la mano de Dios con un mal repugnante e inmundo. Pues ahí verá usted las consecuencias de ser pagano, como lo es usted, por desgracia. La persona que tiene un alma disciplinada por el cristianismo, lejos de aborrecer el sufrimiento, ve en él la ley universal, la gran norma de la humanidad, que sólo nace para sufrir y para merecer otra vida mejor que esta. Me ha contado fray Ceferino González -porque yo no soy, sabihondo, soy un pobre teólogo, y santas pascuas- que ahora los filósofos más de moda, aun entre ustedes mismos, los racionalistas, reconocen esta verdad, y están conformes en que el mundo no es más que un abismo de dolor, y que hay un velo de ilusión que nos lo pinta de diferente manera, extraviándonos y haciéndonos perder de vista la realidad. Pues la verdad que ahora, al cabo de los años mil, descubren los filósofos flamantes, la tenemos olvidada de puro sabida los cristianos. Al convencernos de que el dolor es la ley, y que nadie la elude, se nos desarrolla una virtud llamada caridad. Si a la caridad se añade la gracia, se nos inmuta el corazón, y amamos el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. ¿Usted dice que el padecimiento del marido de Carmen es asqueroso? ¡Ya lo creo que lo es! No lo sabe usted y si se acercase a asistirle, se me figura que toda la resolución de que hace usted alarde iba a llevársela el diablo. Bueno; pues en la Edad Media, ese mismo mal existía y abundaba, y era acaso más repugnante que hoy, porque no había para combatirlo tantos medios científicos como actualmente; tantos desinfectantes, verbigracia. Y las Santas y los Santos más grandes de la Iglesia estaban -permítame usted la frase- enamorados, lo que se dice enamorados, de los leprosos. Les daban los nombres más cariñosos y tiernos; les consideraban como a hijos o hermanos. Eso, dirá usted, es contra la naturaleza humana, que busca lo sano y lo hermoso, y rechaza lo que mortifica los sentidos. Pues ahí verá usted, ¡caramelo! Por eso le decía yo que no podíamos entendernos. Porque usted sólo ve la naturaleza y lo terrenal, y yo veo lo sobrenatural, pero realísimo, puesto que en otros siglos se encontraba a cada paso, y en este todavía se encuentra.

-¿Y usted cree -pregunté sin darle crédito alguno- que a mi tía la ha herido esa gracia a que se refiere?

-¡Váyase usted al recaramelo! -me contestó bruscamente el fraile-. No sé a qué gasto saliva. No me entiende: estoy hablando chino... La experiencia le enseñará.

-¿Vuelvo, señorito? -dijo el auriga, cuando toqué al vidrio del clarens.

-Sí; Claudio Coello... número tantos...

-¿O quiere que le lleve a otro sitio, Padre?

-Si le es lo mismo, déjeme en la puerta de San Carlos.




ArribaAbajo- XVII -

La experiencia, sí... pero, ¿cómo me iba a gobernar para adquirirla? Porque era dificilísimo ver despacio a tití, que salía poco del cuarto del enfermo; y en este cuarto la permanencia se me figuraba ingrata en demasía. Resolví esperar al domingo para pasar allí cierto tiempo y sacar algo en limpio acerca del actual estado de cosas.

No me faltaba conversación en la casa de huéspedes, porque conviene saber que Luis Portal, ya dueño de su diploma, pero no colocado todavía, no se había movido de Madrid, donde al llegar yo, le encontré... ¡oh asombro! reñido, enteramente reñido con la inglesa.

-Pero chacho, ¿cómo ha sido eso? -preguntele atónito-. ¡Si estabas hecho un arrope manchego! ¡Si no se te podía resistir!

-¡Ahí verás tú! -respondió el oportunista, agarrándose febrilmente a mi brazo y paseando conmigo, arriba y abajo, por el reducido cuartuco-. Eso te probará que soy todo un hombre, y que no me dejo llevar de la fantasía, ni del capricho, ni de la pasión. Si tomases ejemplo de mí, mejor te fuera. A mí no me arrastra el corazón, o lo que sea, a cometer insensateces y a comprometer mi provenir.

-Bueno; déjate de filosofías, y vengan detalles. ¿Por qué has tronado con tu ?

-¡Hijo!... Por trescientas mil cosas. Mejor dicho, no... sólo por una... pero menudita. ¡Bagatela! La señorita Baldwin quería... ¡no se le ocurre ni al diablo! quería casarse conmigo. Y no para más adelante, cuando yo tenga unas miajas de porvenir, cuando me abra mi surco... Ahorita, inmediatamente... Para irnos juntos a Ciudad Real, adonde estoy, destinado.

-¡Hombre!... ¿Pues no decías que no pensaba en casaca, y que era una mujer superior, y así y andando?

Mi amigo me miró con sus ojos ardientes, hinchados y cercados de negras ojeras.

-Eso parecía... Cualquiera lo hubiese pensado... Pero, hijo... así que me vieron metido en harina, me echaron la red. Fue una conspiración sumamente curiosa, en que toda la familia Baldwin tomó parte. Dieron por hecho que nos casábamos: ya conoces el sistema. Los chiquitines me llamaban brother; la pastora me decía a veces: «Luis, hijo mío...». Abusaban de mí como si ya tuviese puesta la coyunda; me empleaban sin escrúpulo y sin duelo en sus obras de propaganda y evangelización, y yo quisiera que me vieses ocupado en corregir pruebas de un folleto titulado La gran crisis, donde se profetiza que el jueves 5 de marzo de 1896 serán arrebatados al cielo, sin morir, ¡ciento cuarenta y cuatro mil cristianos!

-¡Bah! Exageras.

-¡Qué he de exagerar! No te rebajo un cristiano de los ciento cuarenta y cuatro mil. Aquí conservo ejemplares del folletito, parto de la musa de mi reverendo ex suegro el señor Baldwin, o, mejor dicho, de la pastora. Mira ese grabado: la mujer encarnada sobre la bestia bermeja. ¡Qué mono! Representa a Roma. ¿No ves la tiara?

-Pero entonces, aquella señora Baldwin tan fina y tan lista... ¿está loca, o qué?

-Yo no sé qué responderte. Es una cosa muy rara. Creo que la cultura y la sensatez de esa gente no pasan del exterior: hay un barniz simpático, que encubre un fanatismo delirante y una intransigencia cruel. , educada de otra manera, sería un encanto de muchacha: no puede negarse. Porque hay allí tesoros... Pero le han inoculado el virus...

-¡Santa Bárbara! -exclamé cogiéndome la cabeza con las dos manos-. ¿Pues no pretendías haber descubierto en ella el ave Fénix... la mujer del porvenir? ¿En qué quedamos? Veo que se te han caído los palos del sombrajo completamente. ¡Qué variación!

-¡Qué quieres! -profirió con amargura Luis-. Yo tengo el defecto de ver claro...

-¿A última hora?

-¡Más vale tarde que nunca! -añadió con despecho-. He penetrado más allá de lat cáscara... y resulta que era de plaqué y saltaba al apoyar el dedo. Hoy por hoy, no sé si te diga que prefiero el tipo de nuestra mujer ignorante y cerril a una marisabidilla como . Las cosas a medias, los conatos siempre tienen algo de aborto, cierto sello ridículo. La instrucción de es embolada, es ñoña; sólo sirve para confirmar preocupaciones, no para desterrarlas dejando libre el campo intelectual. A le han enseñado a pintar, pero sin estudio del modelo vivo, flores y pájaros únicamente; toca el piano... como cualquiera; a Shakespeare lo lee, conformes... pero en edición expurgada; conoce la historia de su país... según un compendio para niños; en suma, chacho, cuando yo creía encontrar su espíritu igual al de un varón... me suena a hueco, lo mismo que el de las demás hembras, y además lo estorban unas florecitas de trapo y unos requilorios de altar de convento...

-¿Y cuándo has notado eso tú? -pregunté al oportunista.

-¡Bah! Inmediatamente -afirmó alzando los hombros-. Pero no quería convencerme, porque... -Riose nerviosamente-. ¡Esto del amor es una cosa empecatada!

-¿Y reñisteis por eso sólo?

-Reñimos -contestó Portal repentinamente exaltado y, echando chispas por los ojos y lumbres por su amplia faz- el día en que me planteó la crisis e hizo cuestión de gabinete la inmediata boda. Yo me solivianté... y ella no, al contrario: estaba más serena, y más cándida, y más guapa que nunca... ¡Erre en que hacía un papel desairado, y en que a su edad ya su madre llevaba tres años de matrimonio, y, habían nacido ella y William, el mayor de los chicos... ¡Estuve por decirle que la indemnizaría del retraso! Desde que empezamos la polémica, me trató de usted... ¡Y si vieses qué sonido tan particular, tan seco, le daba al usted la muchacha! Yo, haciéndola mil reflexiones... y nada, tiempo perdido... como si hablase a esa cama de hierro...

Calló un instante el oportunista, y sus cejas se contrajeron con sombría expresión. Al cabo de algunos segundos añadió con esfuerzo:

-Llegué a figurarme que esa mujer no me ha querido nunca. Sí, adquirí el convencimiento...

-¿Por qué se quiso casar pronto?

-¡Bah! Por eso no precisamente... Hay que fijarse en las caras, los gestos, la manera de mirar... Lo que uno cuenta no da jamás idea de lo que ha sucedido. Quisiera que la vieses. Parecía un mercader discutiendo un negocio... Aquel corazón es de berroqueña; es un témpano, mejor dicho... ¡Un témpano! No sé cómo pude llegar a ilusionarme tanto al principio, y personificar en la mujer nueva nada menos. ¡Corteza, cáscara, mentira! Pero yo, en mis trece. De casaca no quise ni prometer, ni soltar prenda. ¡Si vieses con qué tranquilidad me despachó! Yo en la puerta, y ella de espaldas, rígida, sin llamarme... Pero se lleva chasco, que con Mathew tampoco se casa. ¡Buena gana tiene el mozo!

-Mathew... ¿Quién es ese? ¿Un rival?

-Un cajero que se trajo de Inglaterra la compañía Stirling. ¡Un inglesito más antipático! Y piensa en bodas lo mismo que yo. Ya verá la señorita cómo se lleva chasco... Mathew no se casa... ¡Como no se case con una botella de gin!...

Al hablar así, el rostro de mi amigo se descomponía, contrayéndose de ira reconcentrada y revelando oculto sufrimiento.

-Pues si resulta que no es lo que tú soñabas -le dije- debes alegrarte del trueno.

-Y me alegro... ¿Quién lo duda? ¿Crees que lloro? Así que me largue a Ciudad Real... bailaré de gusto. ¡Ventaja mayor! Pero no todos se mostrarían tan enteros. Esto requiere mi fuerza de voluntad.

No guise dar broma a mi amigo, porque me parecía crueldad manifiesta. Conocí que estaba herido de punta de amor, tanto o más que yo mismo; que rebosaba despecho y amargura, y que pacía de tripas corazón. Ya me encontraba yo versado en los misterios del antojo amoroso, de ese diablo que se nos aloja en las entrañas y no nos deja vivir, y figureme que la traducción más fiel y ajustada de ciertas biliosas melancolías, de ciertas alegrías sin pretexto, y aun de ciertos desórdenes en que vi caer a mi sensato amigo, no tenían otra explicación sino la de haberse quedado su alma cautiva entre los deditos de la bella zagala evangélica.

Antes de avistarme con mi tío hablé confidencialmente al doctorcillo Saúco, su médico de cabecera desde que Sánchez del Arroyo había interrumpido sus visitas, nunca muy frecuentes, como de facultativo llegado ya a la cúspide de la reputación. Al pronto intentó mi paisano disimular conmigo y convencerme de que la enfermedad de don Felipe Unceta no era sino una «degeneración cutánea»; pero persuadido de que yo estaba en autos, cantó de plano el hombre. «Entonces, hijo, ya que lo sabes... Pero guardame el secreto; es decir, guárdetelo a tí propio; que si se enteran por ahí de que te viene de casta... Por supuesto, tú no tienes nada que temer. Si acaso, tus hijos; esta enfermedad casi siempre salta una generación. A veces también se extingue, a fuerza de tiempo y de cruzamientos de sangre. Lo que va siendo raro es que se presente tan de mano armada y, con proceso tan rápido como en tu tío. Esta... esta es de órdago. Ya se le van anestesiando las extremidades. Los músculos empiezan a atrofiarse».

-Pero yo creí que no había semejante enfermedad en el mundo.

-¡Vaya si la hay! Sólo que a esa clase de padecimientos, en las personas acomodadas, los llamamos de dientes afuera dermatosis, degeneraciones cutáneas... y adelante con los faroles. No son frecuentes, sin embargo, en la esfera social de tu tío los casos de lepra.

-¿Y tiene cura? -pregunté con ansiedad, aunque presumiendo la respuesta.

-¡Cura...! El cura, hijo... si es buen católico ese señor. Sólo caben paliativos. Y la cosa va de prisa. A quien compadezco es a la pobre señora. Tu tío será dentro de poco un montón de lacería, como Job en su estercolero. La Edad Media en estos casos aislaba rigurosamente, y dicen que a los gafos se les ponía al cuello una campanillita para que huyese de ellos la gente sana. Hoy tendemos encima de ciertos males repugnantes un velo de ácido fénico... y se acabó. Mucha desinfección, pero igual podredumbre. Y aquí tienes un caso en que yo entiendo que procedía la disolución del matrimonio.

Después de estas advertencias facultativas, cualquiera presume cómo iría yo de preocupado cuando el domingo logré por fin tiempo y oportunidad de ver al enfermo y a la enfermera... No sé qué frío misterioso me traspasaba los huesos al subir las escaleras, al llamar, al entrar en el cuarto de mi tío... Encontrábase este arrellanado en un sillón, con un periódico sobre las rodillas: sin duda acababa de leerlo. A su lado, tití hacía labor. Cuando yo llegué, ella tenía la cabeza baja: así es que lo primero que atrajo mis miradas fue el rostro del enfermo.

Había en él algo que impresionaba siniestramente, tal vez por su misiva inmovilidad, pues noté que le faltaba el juego expresivo de las facciones, sin duda a causa de la atrofia muscular de que hablara el doctorcillo. No estaba, sin embargo, ni muy desfigurado, ni enflaquecido en demasía. Sus cejas y pestañas habían desaparecido casi, y en la parte inferior de sus mejillas noté manchas lívidas y siniestras. Mi angustia creció al comprobar la tremenda verdad del pronóstico de mi madre. Era el mal sagrado y pavoroso de la Biblia, que al cabo de tantos siglos caía nuevamente sobre la raza de Israel!...

Mi tío, al verme, hizo lo que acaso por suspicacia hacen todos los enfermos de finales considerados contagiosos: me tendió la mano, ya algo retorcida por la gafedad, y mostró intención de apretármela. Yo no vacilé, y se la entregué explícitamente, llevado de un instinto de delicadeza; pero, al tocar la suya, me subió una náusea al galillo. El horror tradicional a aquel formidable castigo del cielo surgía del fondo de mi alma, y mi diestra se estremeció en la del leproso...

Tití se había levantado para saludarme. También me alargó su manecita, cuyo contacto me sorprendió, porque no estaba calenturienta. Entonces me atreví a mirarla de frente, y admiré el cambio de toda su persona. Ya no mostraba decaimiento, ni demacración, ni ojeras, ni aquel terror que se grabara en su rostro cuando en la Ullosa comprendió que era de estirpe hebrea su marido. La vida brillaba en sus serenos ojos; su tez, aunque no sonrosada, tenía la tersura que presta el equilibrio de los humores; había cobrado carnes, y en sus brazos y talle observé dulce plenitud de formas. Su actitud misma se diferenciaba completamente de la de antes. Ahora mostraba una tranquilidad resuelta, una presencia de espíritu que casi podía confundirse con el gozo. Si yo conociese menos los quilates del alma de la tití, creería que la alegraba la enfermedad de su marido. Lo cierto es que su transformación la favorecía notablemente: era otra mujer, y mujer capaz de inspirar todos los desvaríos de la fiebre amorosa. Y, sin embargo, yo, que había ardido por la triste y desmejorada criatura vista en Pontevedra, hoy me reconocía perfectamente dueño de mis sentidos: abismado en la idea de la enfermedad, no creía que pudiese mi imaginación inflamarse nunca en aquella atmósfera.

-Hoy nos acompañarás a la mesa, Salustio -advirtió mi tío, dirigiéndose a su mujer-. Que le pongan un plato. Vente todos los domingos: yo no puedo salir, y me darás conversación. Se aburre uno de estar así sujeto, tan encerrado, tan privado del trato de gentes...

-¿Y cómo se encuentra usted? -dije, por decir algo.

-Hombre... ¡qué sé yo!... Saúco siempre me anima, y se ríe de mí... Dice que pasaré mal invierno tal vez, pero que a la primavera estaré muy aliviado. Ya ves que aún me queda buen rato de rabiar... Se me agarró de veras el condenado reumatismo, y como está complicado con la erisipela, de ahí se originan estos malditos fenómenos o degeneraciones cutáneas... Lo peor de todo, que está uno hecho un sucio; que no se puede presentar ni en el Congreso ni en ninguna parte, hasta que empiece a quitarse esto del pescuezo y de la cara... Vamos, que está uno impresentable; y aquí en Madrid no se admite la gente sino charolada y lustrosa... Lo siento, porque Dochán en el interregno se despacha a su gusto y me hace por allí barrabasadas...

No contesté. ¡Me parecía tan cómicamente fúnebre oír a aquel hombre sentenciado a muerte interesarse por mezquindades de política local!

-Si pudiese cuidar -añadió-, aún daría mis vueltas por ciertos Centros, y divertiría a toda aquella pandilla de los Dochanes, los Requenas y los Rivas Moure. Precisamente ahora tienen descontento a don Vicente, y lo pasarían bastante mal si yo no estuviese inutilizado.

La voz de tití se alzó entonces, timbrada con la misteriosa sonoridad que indica que lo que se dice sale del alma.

-No pienses en esas niñerías, Felipe -murmuró amistosa y eficazmente-. Piensa en tu curación, si Dios quiere permitir que te cures pronto. Allá los de Pontevedra que se arreglen como gusten. Primero eres tú. Yo no entiendo de medicina, pero me parece que la condición necesaria para sanar debe de ser tranquilizar el espíritu, ¿no es cierto, Salustio? Y cuando por casualidad nos viene un mal de esos que no tienen remedio... entonces... ¡cada vez se necesita más el sosiego del ánimo, la resignación y el desprecio de las menudencias!

Al decir esto, recogió el periódico, que se le había caído a su marido de las manos casi inertes; y comprendiendo sin duda la conveniencia de distraer su espíritu y quitarle de la cabeza los pensamientos relativos a su mal, que pudieran abrumarle, fue preguntándome mil cosillas de la Ullosa, de mi madre, de la huerta...

-¡Si vieses el becerrito! -la dije-. ¿Te acuerdas qué chiquitín? Podíamos llevarle en brazos como a una criatura... Pues ahora se ha hecho un ternero hermosísimo. Está casi tan grandote como la madre...

La evocación de este recuerdo inofensivo y bucólico la hizo ruborizarse algún tanto.

-Carmen -indicó el enfermo-: siento mucho frío aquí. ¿Por qué no enciendes?

La verdad es que el aire era templado y suave, y que no hacía la chimenea maldita falta; pero sin duda el frío del hebreo era aquel que radica en la médula y gira por las venas llevado por la aglobulia. Carmen accedió a su deseo prontamente: la leña estaba colocada ya haciendo pirámide, y las satillas en su punto: con aproximar un fósforo bastó para conseguir en breve hermosa llama. Mi tío se acercó a ella, tendiendo los pies con movimiento más propio de la estación boreal que de un otoño tan benigno. Carmen y yo seguimos charlando de la Ullosa. Otras veces, en presencia de su marido, no solía ser tan íntima y afectuosa nuestra charla. Ahora se notaba en su manera de cruzar la palabra conmigo, que no sentía encogimiento alguno, que me hablaba... como se hablan los que no tienen ningún secreto, nada sobreentendido, que el mundo debe ignorar.

Cuando más engolfados estábamos en nuestra inocente conversación, en que el enfermo tomaba alguna parte, aunque no mucha, como si el hablar le costase esfuerzo, de pronto la tití saltó en la silla.

-Huele a chamusquina -dijo mirando alrededor y sacudiendo el borde de su falda-. ¿Qué es lo que arde, Salustio?

Me acerqué a la chimenea... y vi que lo que ardía, despidiendo humo y tufo insufrible, era la zapatilla del enfermo, cuyo pie izquierdo se apoyaba casi en uno de los inflamados troncos.

-¡Tío que se abrasa usted! -grité; y uniendo la acción al aviso, desvié la butaca y le pase fuera del alcance del fuego. Su mujer, al hacerse cargo de lo que sucedía, se precipitó, se echó de rodillas y arrancó del pie la zapatilla, por un lado medio carbonizada. Salieron adheridos a ella fragmentos del calcetín, y por el tejido de algodón vi extenderse, formando geométricas ondulaciones, la llama. En el sitio descubierto del pie había una llaga estremecedora... Carmen exhaló un grito.

-¡Pero si te has achicharrado el pie! -exclamó alarmada, palpando la quemadura, que era profunda y extensa-. ¡Te lo has abrasado!... ¡Hasta huele a carne tostada!

-No puede ser... ¡Si no me duele! -contestó el enfermo.

-¡Te digo que te has quemado!... -respondió ella con acento doloroso y compasivo-. No muevas el pie, que voy a buscar bálsamo, un trapo y una venda.

-Yo iré, Carmen; explícame dónde está todo eso -pronuncie, ofreciéndome con solicitud.

-Gracias; tendrías que tardar... yo vuelvo en un instante.

Salió rápidamente, y, en efecto, al minuto volvería, trayendo lo necesario. Arrodillose ante el enfermo, y con precauciones infinitas, mucho aplomo y mucho mimo, curó la llaga, aplicándole el bálsamo empapado en un trapo limpio, doblado en dos. De tiempo en tiempo alzaba la cabeza con inquietud.

-¿Pero no sientes dolor ninguno? ¿Ninguno, ni miaja?

-No, mujer -articuló el esposo-. Sin duda me ha insensibilizado los tejidos la erisipela. Ese pie me parece que no es mío. No te tomes tanta molestia: haz con él lo que quieras, por que no siente.

Vendado ya el pie, Carmen trajo un calcetín y pasó todos los trabajos del mundo para meterlo por encima de la venda. Logrolo; fue por otras zapatillas, y al cabo depositó el lastimado miembro sobre un cojín, rodando la butaca al punto donde le pareció que el enfermo disfrutaría del calor sin miedo a contingencia semejante. Al ejecutar estas acciones, se acusaba de lo ocurrido. «Culpa mía... Por no mirar... A los enfermos no debe perdérseles nunca de vista. Ya no volverá a sucederme, Felipe. Ahora quiera Dios que venga pronto el doctor Saúco... No, no creo que deje de dar una vuelta por aquí esta noche. Ya nos dirá lo que conviene poner a la quemadura. Porque yo no me atrevo a aplicar remedios sin que Saúco me los disponga».

Habiéndome repetido el enfermo con insistencia el convite de acompañarles a comer, hube de aceptar, temeroso de que mi negativa se interpretase como asco o miedo al contagio horrible. Entre Carmiña y yo le ayudamos a pasar al comedor -pues decía que quedándose en su cuarto le entraba murria-. No fue fácil la traslación. Aquel hombre que, al abrasarse un pie, no había sentido asomo de molestia en sus tejidos achicharrados, tenía, al adoptar la posición vertical, tan agudos dolores en los huesos, que en el momento de incorporarse exhaló un gemido ronco, y luego una maldición ahogada entre dientes. Pasado el primer instante, quiso ir solo, y nos mandó que le soltásemos: así lo hicimos, y empezó a andar mirando fijamente hacia sus pies y tambaleándose...

-Felipe... -dijo la tití en suplicante tono- Felipe... por Dios... apóyate en mí. Tengo miedo de que te caigas. Con el pie así lastimado... Cógete.

Sostenido por ella, hizo la breve travesía, y al sentarse suspiró profundamente, como quien sale de una faena terrible. Antes de que empezásemos a comer, mi tití fue más de media docena de veces a la cocina, a que el caldo del enfermo estuviese bien colado y bien desalado, a que no le sazonasen la carne, a filtrarle el agua, con otras menudencias de enfermería íntima. Yo entretanto aguardaba, y mis ojos, sin querer, se fijaban en la loza blanca del plato sopero vacío colocado delante de mí, y en el cristal de los vasos, donde aún el vino tinto no lanzaba sangrientos reflejos. ¿Lo pongo aquí o no lo pongo? ¡Sí! ¡Vaya toda la verdad en su desnudez, más bella, para el que sabe considerarla, de lo que son jamás las galas de la mentira! En aquel momento me parecía el colmo del sacrificio y del espanto comer en semejante vajilla y beber en vasos semejantes. ¡Compartir los manjares del leproso! Una horripilación interna me cerraba el estómago lo mismo que recio tapón. Es verdad que ya me había desayunado con mi tío en la Ullosa, sospechando que tenía lepra; pero es distinto: entonces no estaba seguro de que lo fuese; no la había visto en toda su fealdad; no había respirado sus miasmas... «No, lo que es hoy, no entra bocado en mi cuerpo... En ese borde del vaso puso los labios... y esta cuchara la habrá introducido cien veces en la boca...».

Cuando la tití regresó al corredor y, ocupó su silla, atravesaba yo uno de esos instantes críticos, en que un sudor se va y otro se viene, y la voluntad flaquea, más aplanada por un insignificante obstáculo que ante alguna empresa dificilísima. Sentía que no me era posible tocar a la comida; que iba a atragantárseme o a causarme los efectos del mareo. ¿Quién me había mandado aceptar? No, no podía...; estaba viendo siempre el pie del malato, los tejidos lacerados por la enfermedad y, por el fuego; notaba el espantoso dolor inquisitorial de la achicharrada carne...

Mi tití cogió la sopera, la destapó, me sirvió sopa... Ya su marido y ella esgrimían la cuchara, y empezaban a comer. Hice un esfuerzo, llevé una cucharada a la altura de la boca... para devolverla al plato sin probarla, pues había en mi garganta un obstáculo, algo que materialmente impedía, como una compuerta, el paso de los alimentos. Entonces Carmen alzó los ojos, y los puso en mí con serenidad majestuosa. Aquella ojeada era la que yo me temía. Torcí la faz; pero las grandes pupilas negras me seguían, y con energía magnética me obligaban a que me volviese y respondiese a la mirada. No era un mirar airado ni desdeñoso: estaba impregnado de piedad..., pero de piedad algún tanto compasiva... lo peor, lo más mortificante. Parecían decir: ¿Lo ves, sobrino? Ahí tienes tú hasta donde llega la caridad racionalista y el valor romántico, que no se apoya en creencia ninguna. ¡Fantasmón! ¡Tantas plantas como has echado... y no puedes ni tomar una cucharada de alimento aquí! ¡Miren qué gran valentía se le pide al caballero andante este! Engullirse un plato de sopa de tapioca... Ni más ni menos. ¿Pues a que no lo engulle? ¡Pobretín, y qué lástima me estás dando! ¡Para que te pusiesen a ti a desempeñar mis funciones y a curar llaguitas!».

Y yo sin tragar la cucharada... Al cabo mi tití sonrió como debe de sonreírse un serafín que se burla de algún diablillo de escalera abajo... y me dijo con desesperante bondad:

-Salustio, si no tienes ganas, no comas... Me parece que hoy has almorzado tarde.

-Muy tarde, por cierto -respondí cobardemente, vencido, desmoralizado, seguro de que no podía dominarme hasta deglutir la maldita sopa-. A las tres... figúrate... y fuerte.. con Portal y otros amigos... Ahora me sería imposible...; pero por no desairaros...

-Pues por Dios, nada de violentarse -indicó ella, subrayando las palabras.

Respiré, y aparté el plato. Repentinamente aliviado del pánico de comer allí, se me desató la lengua, y hablé con animación, tratando de meter gran bulla para ocultar mi ayuno. Ni café me presté a tomar, a despecho de las instancias de mi tío, que porfiaba a fin de que yo probase algo. A cosa de las nueve se alzó el mantel, y nos quedamos en el comedor un ratito de tertulia: hablose de Aurora Barrientos, que estaba próxima a contraer nupcias con su notario, de lo poco que ahora subían las niñas y la mamá... Esto lo indicó mi tío, con cierta irritación en la voz. «De los enfermes todo el mundo escapa», murmuró sordamente. Poco después de las nueve vino Saúco; enterose del incidente del fuego, hizo las preguntas que son de rigor en casos tales, recetó, añadió varias advertencias... y al indicar que se retiraba, yo, que no me resistía a mí mismo, que creía ahogarme en aquella atmósfera, me escapé con él... sin tender la mano a mi tío.




ArribaAbajo- XVIII -

En el portal aspiré amplia bocanada de aire.

-¡Ay, Saúco! -le dije-. ¡Qué oficio el vuestro!

-Parece que te hizo impresión la vista de don Felipe... -murmuró el doctor-. No me extraña. El que no está familiarizado con ciertos males... ¿Y qué tal el episodio de hoy? Es la forma anestésica, la muerte de los tejidos: los nervios se destruyen completamente, de manera que tu tío pudo quemarse el pie enterito sin notarlo, hasta que el fuego llegase a la parte sana... Te digo que esta enfermedad es pavorosa. Pero ya se le ha curtido a uno la piel. ¿Quieres venirte a Apolo a oír una pieza?

Accedí. Me iría a cualquier parte, con tal de distraerme, de no pensar más en las miserias de nuestro infeliz organismo. Saltamos del tranvía y nos bajamos ante el vestíbulo de Apolo, que la luz eléctrica alumbraba con lunares resplandores. Acababa justamente de alzarse el telón, y representaban una de esas piececillas inmortalmente bobas, en que un tío procedente de Cuba llega de pronto a sorprender a un sobrino, suponiéndole casado y padre de familia, mientras el pillín del muchacho se ha mantenido soltero. Al anuncio de la venida del pariente ricachón, unas complacientes amiguitas se prestan a improvisarle al sobrino hogar completo, con mujer, suegra, cuñadas y chiquitines, a fin de que el de los ingenios (estos tíos antillanos de comedia siempre poseen ingenios a patadas) se enternezca y no retire su protección al calaverilla. En los quid pro quo a que da lugar la suposición de estado civil, consiste toda la sal de la pieza, bien reída por el candoroso público. Iba comenzando a enterarme del imbroglio, cuando a poco me arranca un grito la presencia de la actriz que salía sacudiendo los muebles con un plumero, en el papel de maritornes... No cabía duda: a pesar de la cascarilla y del colorete, conocí a Cinta, que realizaba al fin sis aspiraciones de «artista lírica», si bien en la esfera más humilde.

Puedo asegurar que mientras no vi a aquella criatura, ni por asomos me acordaba de la existencia de su hermana, la buena moza Belén, que me había distinguido siempre con constantes e inmerecidos favores. Su recuerdo, de ordinario indiferente, o punto menos, para mí, me produjo efecto extraño, no sentido jamás: algo que se parecía a la efusión, mitad romántica y mitad ardorosa, de un corazón joven que aspira impetuosamente a la dicha... Mezclen ustedes y agiten en un vaso la nostálgica embriaguez del recuerdo y la savia juvenil que es como el cráter en actividad, y obtendrán el filtro que me hechizó en aquel instante, obligándome a decir a Saúco que «me había olvidado de un negocio tan urgente... que no podía esperar a ver cómo acababa el enredo de la familia postiza...». Y dejando al mediquín con más que regular escama, corrí, corrí, empujando a los transeúntes y sorteando los carruajes, hacia la calle de las Hileras... Un recelo me acuciaba: si no estuviese en casa Belén, o si, estando, no me recibiera por... por cualquier motivo, archidesagradable para mí entonces.

No habían apagado todavía el gas del portal. Serían poco más de las diez. Me disponía a llamar a la puerta, cuando observé que se encontraba entornada solamente. En el recibimiento no había luz, y avanzando con precaución para no tropezar en algún mueble, vi a lo lejos una dudosa claridad procedente de la sala, y arriesgándome a sufrir las consecuencias de mi imprudente osadía, me dejé guiar por aquel resplandor, y entré en la pieza siseando quedito: «¡Belén! Psss... ¡Belén!». La sala estaba vacía, sin mueble alguno: aparecía inmensa, y en ella retumbaban los pasos y se ahuecaba la voz. Habían desaparecido los espejos, el entredós, las colgaduras... La claridad se debía a un quinqué de petróleo colocado en el suelo. Empujé la puerta del gabinete, entreabierta también, y un grito femenil respondió a mi entrada... «¡Chiquilla!». «¡Dios, qué asombro! ¡Ay, apareció de mi alma!». Dos brazos mórbidos se ciñeron a mi cuello; mi hálito ardiente me calentó los labios, murió en ellos un suspiro... y me encontré caído en la meridiana, con la cabeza de la pecadora sobre mis hombros...

-¡Qué reguapa estás! -la dije con admiración al cabo de un minuto.

-¡Zalamero, invencionista! -contestó estrechándome con furia.

No era zalamería, no, ni ganas. Nunca la gallarda escultura de su cuerpo ostentara líneas más acreedoras al cincel pagano, ni su cara más hermosa palidez, ni sus labios remedaran mejor a la granada madura, salpicada de gotas de leche. Acaso al incremento real de su belleza sumaba yo el elemento subjetivo, y en mis ojos, sedientos de robustez y vitalidad, era donde se reflejaba tan magnífica y tentadora la gran mujer. Sorprendida en el deshabillé más incorrecto, Belén calzaba chapín de raso, vestía un faldellín de peluche carmesí con encajes negros, y sobre su arrogante busto jugueteaba una pañoleta de rejilla atada atrás. No me cansaba de tocar sus brazos firmes, sus apretadas carnes, murmurando con idolatría: «¡Qué sana estás... qué fresca y qué guapetona!... Te mordería lo mismo que si fueses un albérchigo». «No... -tortoleaba ella en voz arrulladora- no, trapacero, si tú no me quieres a mí... Sino que vienes de allá, no me has visto hace tiempo y taentrao capricho... Lo conozco que taentrao...».

Cuando la dejé resollar un poco, me reveló el secreto de la desaparición de los muebles. «Una pastelá. Que Armiñón se casó con una prima suya, viuda, ricachona... y no lo suelta. No, él, como portar, se ha portado a lo caballero: me regaló una cantidad redondita... mil duros en cuatros. Dice que viva con eso y que sea de hoy pa endelante de bien. ¡No parece sino que antes era una cualquier cosa! Y figúrate tú si alcanzan mil duros para ser mujer de bien. Me dio horror de consejos... Que vendiese los muebles, la ropa y las alhajas, que despidiese a aquella doncella tan finica y me mudase a un pisito... En eso le atendí, porque... mientras no se tercia cosa de provecho... este cuesta mucho. Hoy, por la mañana han venido las prenderas y arramblado con la sala toda. Pero aquí, en mi gabinete y mi dormitorio, no se ha tocado aún a cosa ninguna. Y me alegro, ya que la Virgen de la Paloma te trajo esta noche. ¡Qué morenillo vienes, pedazo de gloria! Así me gustas requetemás».

Habría transcurrido cosa de media hora, cuando... ¡oh naturaleza insaciable, molino que no se para nunca! dejaste oír tu voz allá en el fondo de mi estómago vacío... Bien recordarán ustedes que no había probado alimento en casa del tío Felipe.

Mis mandíbulas se desencajaron con histérico sollozo; veló mis ojos leve niebla; noté como si me barrenasen las vísceras, y un desfallecimiento se apoderó de mí... La individua me contemplaba con inquietud. «¿Qué te pasa? ¿Estás malito?». Sonreí, me incorporé sobre un codo, y murmuré con esfuerzo: «Chiquilla, si vieses... No he comido hace bastantes horas... Dame un sorbo de vino, si lo tienes a mano».

¡La merienda que allí se armó en pocos minutos! Corrió la pecadora al corredor y a la despensa, trayendo copas, platos, cubiertos, pan, salchichón, ternera fría, botellas... el descorchador. «¡Ay qué fortuna!», exclamaba a cada objeto que dejaba sobre el lavabo, o en el suelo, o donde Dios quería. «Pues si vendo hoy, las botellas, me luzco... La Paca me las quiso comprar, y me decía la muy lagartona: -Suelta ese Champán, mujer, que tú no vas a bebértelo, y yo te lo pago a peseta botella... -¡Mira que a peseta! Y costaron a quince cuando se trajeron el día de San Telesforo... Anda, que si las vendo... se me desgracia ahora el lunche».

No tardó el lunche en organizarse, no escaso de bebidas ni de manjares, y a medida del deseo. Alborozada con mi presencia, Belén encendió las bujías color de rosa del tocador, echó a la puerta de la calle llavín y cerrojo, y se empeñó en que abriésemos desde el principio una botella de Champán, para que hubiese alegría y fiesta. «Si se las han de llevar esas ladronas de solemnidá en una mala peseta, bebámoslas, hijo... que van mejor empleadas».

Yo no sé si por el estado de vacuidad de mi estómago, o por virtud natural del vino bullicioso, desde la tercer copa me pareció que se verificaba en mí un cambio singularísimo, cuyos efectos expliqué a Belén, que se reía, tomando mis explicaciones por efectos de la incipiente turca. «Mira, salada, antes de entrar a verte, yo tenía sobre el corazón una telilla gris, pegajosa y fría como las telarañas. Y desde que te he visto, la telaraña se me quitó, o, mejor dicho, fue volviéndose una gasa brillante, más finita y más dorada cada vez, que ahora es una espumilla de oro... Una espumilla que crece, y se alborota, y forma obras, y me sube todo alrededor, como un mar... ¡Pero qué mar!... ¡ay! ¡tan bonito! Nado en él... floto... no me sumerjo... ¿Lo ves?», añadía haciendo el ademán del que da paladas.

-Es la espuma del Champán propiamente -explicó la pecadora, riendo con libertina carcajada y sacudiendo su negro cabello fosco, semejante a melena de león.

-No... no es el Champaña... No creas que confundo los colores... El Champaña es líquido, hija... y esta espuma de que te hablo me parece fluida... un fluido universal... que lo penetra todo...

Me incliné sobre su orejita, encendida como la grana, y murmuré:

-¡Tonta, si es la vida! ¡La vida misma... una cosa inmensa, que no se concluye! La vida se presenta así... en días que van y que vienen y que se enfurecen o se aplacan... como un mar... La vida es... una diosa; hubo épocas en que los pueblos la adoraban... La vida es hermosísima; toda se vuelve luces, y flores, y risas, y... No me hables de enfermedades ni de muerte... ¡cosas tan antipáticas! Morir... sin que se sepa que morimos... sin visajes, ni porquerías, ni remedios... y que no se nombre la muerte... porque es una evolución o una modificación de la vida... es seguir viviendo. ¿Verdad que tú estás... sanita... como las manzanas? ¡Ay, qué sanita!

Ella se rio con expansión, de aquellos disparates ordenados.

-La vida... -dije aproximándola más a mí- la vida... eres tú.

-¿Soy yo una diosa, según eso? -preguntó envanecida la pecadora.

-Una diosa... Sí... ¡ya lo creo! del paganismo, hija, del paganismo... la única religión que hizo del mundo un paraíso terrenal... porque el cristianismo... francamente, pichona... es una religión... así... muy lúgubre... de... de gente que ni come... ni bebe... ni... ni...

Belén abría de par en par sus magnéticos ojazos, sin comprender a qué venía todo aquello, ni qué relación guardaban con el casa presente los dislates que salían de mi boca. Pero yo no me reía de su cara entre atónita y curiosa, porque empezaba a no distinguirla tal cual realmente era. La buena moza me parecía más alta, más mujerona, más rica en colorido, y en formas más espléndida; sus labios eran del tamaño y color de una rosa gigantesca, hecha de llama y sangre... El resto de la figura la veía al través de una bruma dorada y pálida, movible cortina salpicada de danzarines puntos blancos que incesantemente se entrecruzaban, bajaban, subían, se proyectaban en rocío de aljófar, como el chorro de agua al despedirlo el pulverizador... Me froté los ojos, porque aquella gasa sutil me los cegaba... y entonces vi a Belén mucho menos. Solo sentí el aterciopelado contacto de su falda de peluche, sobre la cual me parece que recliné la frente para aletargarme.




ArribaAbajo- XIX -

Serían las doce de la mañana cuando empecé a despertarme, con acíbares en la boca, las sienes estallando de jaqueca, el hígado pesado como plomo, y en el alma esa inexplicable desolación, ese pesimismo obscuro y hondo de los días que siguen a las noches orgiásticas. En medio de mi sopor oía un ruidito semejante al que hacen las teclas del piano cuando se las hiere en seco estando el instrumento desencordado del todo; eran los tacones de la pecadora, que daba mil vueltas por el cuarto, en puntillas, y entraba de vez en cuando, para volver a salir con algún objeto en las manos o en la falda. Sin duda a cada salida cuidaba de mirar hacia mí, pues al punto se dio cuenta de que yo estaba despierto, y llegándose e inclinándose a mi oído murmuró: «No hagas caso... Duerme más si se te antoja. Están ahí las prenderas, y les voy sacando a la sala las cosas, para que las vean y las ajusten... ¡Infundiosas como ellas, venir a tales horas! Si te incomodan, mira... las plantifico en la calle».

No contesté. Me levanté como si me impulsase un resorte. ¡Yo sí que quería plantarme donde la perdiese de vista! Su pelambrera enredada; su bata de rica seda, con el encaje hecho jirones; el chapaleteo de su calzado; su misma hermosura, su frescor intacto después de la noche toledana, me empalagaban como empalaga el último bocadillo de piña de América o de otro dulce muy rápido y gustoso. Bascas de la materia, ¡cómo asombráis el espíritu! ¡Cómo le recordáis su origen, su fin, su esencia divina! ¡Lástima que algunas veces os retraséis en el camino, y llegaréis solo en buena sazón para chapuzarnos en las amargas aguas de arrepentimiento de que hablaba el Salmista!

Necesité violentarme para no tratar mal a la desdichada. Comprendí la brutalidad que les entra de sobremesa a ciertos hombres. Me disculpé con jaquecas y molestias gástricas, y ella empeñándose en llamar a un médico, en aplicarme compresas de agua de colonia, en darme calcio... Por fin logré zafarme, y en mi casa me lavé de pies a cabeza, me cambié de ropa, y me juré a mí mismo ir a la calle de Claudio Coello a borrar la mala impresión de la comida... «Salustio, ahora veremos si eres hombre o pelele. Anoche te portaste... Vergüenza debías tener. ¡Para eso tanto bravucar con el Padre Moreno, tanto echártela de redentor y hermano de Carmen... y ayer, sólo con la idea de que el enfermo bebía en aquel mismo vaso, ya no pudiste catar bocado, ya te pusiste a soñar disparates y acabaste por hacer de una pendanga nada menos que la encarnación de la vida!... No tienes tú, no, el coraje de esa mujer sencilla y modesta... Y lo que es ella te ha calado... Anoche es seguro que le infundiste lástima. ¡Rehabilítate hoy!».

Cuando el propósito de rehabilitación me llevó a casa de mi tío, eran las cinco de la tarde, y la criada, al abrirme la puerta, me indicó que en el corredor encontraría a su señora.

Allí me dirigí, y esta vez Carmen, al verme, no mostró aquella extraña emoción de otras veces, cuando impensadamente me presentaba. Saludome muy cordial, y su fisonomía no perdió la irradiación dulce y serena que ya había notado en ella el domingo anterior. Estaba en pie, de bata floja, recogido el pelo al descuido, y arreglando loza en el chinero.

-¡Qué milagro! -la dije-. ¿Cómo no te encuentro al lado del tío Felipe? Me han dicho que no sales de allí.

-Es una exageración -contestó tranquilamente, y sonriendo sin interrumpir su tarea-. El mal no requiere estar siempre allí, como no sea para que no se aburra de verse solo. ¡Viene tan poca gente! Pero hoy casualmente ha llegado de Pontevedra Castro Mera, y me lo entretendrá un ratito. Yo, con eso, me he escapado a dar una vuelta por aquí.

Continuó arreglando. Las tazas, las copas, bajo su mano inteligente, se situaban en orden y con lucimiento, y en su bolsillo, a cada movimiento del brazo, se oía, sonoro y claro más que nunca, el tilinteo de las llaves.

-Carmen -pregunté tomando una silla-: ¿y qué te parece a ti del estado del enfermo? ¿Le encuentras alguna mejoría? ¿Esperas que sanará? Nadie puede saberlo mejor que tú, que le cuidas.

Se volvió hacia mí con un plato de china en la mano, y antes de responder, lo pensó un poco. Luego dijo lentamente, con voz nublada y sinceramente dolorida:

-No le encuentro mejoría ninguna. Al contrario. Tiene unos dolores horribles, y cada día se le presenta en alguna parte del cuerpo nueva llaga. Estos días empieza la garganta a afectársele. No: lo que es mejorar, no mejora. Se me figura, al contrario, que pierde más terreno del que el médico sospecha o da a entender.

-¿Y tú... -murmuré acercándome a ella y hablando muy bajito- sé franca... sabes... lo que tiene?

El plato chocó con las otras piezas de loza al depositarlo en el estante, y ella respondió tan bajo como había hablado yo mismo:

-Sí.

Callamos los dos un instante. Ella arreglaba, pero ya alterada y febril, y la loza y el cristal se embestían con frecuencia. Fui el primero a recobrar el uso de la palabra, y acercándome y tomándole las manos según acostumbraba otras veces, exclamé:

-Carmiña, mira, tengo que pedirte un favor... pero un favor muy grande... Ya te suelto, mujer... Yo te he obedecido siempre que me leas suplicado alguna cosa... ahora compláceme tú... ¿me complacerás? ¿me lo prometes? Si ya has adivinado de lo que se trata, si ya lo entendiste... ¡A mí no me digas!... Atiende; por ahora sufres con mucho valor la asistencia... estás empezando, como quien dice... Lo que llevas bregado, no es nada para lo que te queda por bregar... Tú no te formas ni idea de cómo va a ponerse ese hombre... Tu marido llegará a criar gusanos en vida -murmuré estremeciéndome y temblando con solo el pensamiento-. ¡Ay! Día vendrá, Carmen, en que no podrás resistir, en que llegarás al límite de tus fuerzas, porque todo en el mundo tiene límites... Pues... yo... yo puedo prescindir de estudios y de todo... escucha... y ayudarte, ayudarte... Verás cómo me vengo aquí y me porto... Te respondo de mi estómago y de mi voluntad... No llevo mira interesada alguna... quiere decir que no soy el de antes... ¿me comprendes? Si falto a mi programa... échame a la calle. Y esto no te lo ofrezco como favor, no: te lo ruego... será una satisfacción inmensa para mí. Es la única felicidad a que aspiro. Tití... anda... ¡no me lo niegues!

Interrumpida su labor, se quedó ante mi reflexionando, mirándome fijamente al fondo de las pupilas. Y al cabo, con voz apacible, pronunció:

-Salustio, te lo agradezco muchísimo. Tienes muy buen corazón, y no dudo que me lo ofreces de verdad, con el mejor deseo del mundo: además, siendo pariente tan próximo de Felipe, yo no había de impedirte que te acercases a su cama cuando está enfermo. Pero en cuanto a que llegue a fatigarme la asistencia... en eso, te equivocas. No me cansará, aunque dure diez años. Tengo muchísima mayor provisión de energía de la que tú te figuras. Mi energía aumenta con las circunstancias. Desde que Felipe está así, me he vuelto más robusta, más comedora; cuatro lunas de sueño me bastan... En fin, que estoy desconocida.

-Supongamos -insistí- que tú enfermases, que esa provisión de fuerzas se agotase... ¿Qué harías? ¿No me permitirías auxiliarte, ni siquiera a ratos? ¡Ay, Carmen! No tienes para mí buena voluntad...

-Sí la tengo, sí la tengo -respondió ella-. Sólo que tú tampoco te fijas en las circunstancias. ¿Crees que los enfermos se acostumbran a todas las personas indistintamente: ¡Quia, hijo! Nones. Se les forma hábito de una persona... y ha de ser precisamente aquella, y no otra, la que los cuide. Con Felipe me está pasando esto. Si le falto yo, se halla sin sombra. Poco me puedo desviar de su lado. A los dos minutos me llama. Desengáñate, los pobres enfermos se habitúan... ¡y quítales de la cabeza la afición o la costumbre, o como tú quieras calificar esa manera de ser!

-¿Por qué no dices el cariño? -respondí irónicamente.

-¡Pues sí, el cariño! -afirmó ella con toda la efusión de su alma-. ¿Cómo no han de preferir a aquella persona que más les quiere?

-¡Aquella persona que más les quiere! -repetí como quien no entiende lo que oye.

-Pues claro. ¿Le ha de querer nadie tanto como yo? -dijo con naturalidad, al par que con ímpetu, la esposa.

Sentí un dolor al lacio izquierdo, como si me taladrasen las telillas del corazón con taladro muy fino; mis riñones se contrajeron, fenómeno que siempre he notado en los momentos en que un desengaño me hiere o siento profundamente mortificado mi amor propio, y con voz bronca y agitada respiración, supliqué:

-Carmen, no te engañes. Las mentiras, por generosas y nobles que sean, manchan la boca. Tu no puedes mentir, porque siempre fuiste para mí la verdad personificada. Como si nos oyese Dios...

-Ya nos oye -declaró ella con hermosa solemnidad.

-Pues porque nos oye... contesta: ¿es verdad eso de que quieres a tu marido?

-Más que he querido a nadie en este mundo.

Sentí la puñalada, y en vez de un grito, arrojé secamente esta insigne vulgaridad:

-Pues, hija, no lo comprendo. Pero qué aproveche.

Y la tití, con acento severo y quizás un tanto desdeñoso, repuso:

-Es natural que no lo comprendas. ¡Ojalá llegues a comprenderlo algún día! No te deseo mayor bien.

Se volvió con propósito de marcharse, y yo la detuve por la bata, tembloroso de pena y de corajina.

-Carmen, por Dios... Carmen... ten compasión de mí. Todo lo que aseguras será como el Evangelio... no lo discuto... pero explícamelo, ábreme los ojos, dame luz para que lo entienda... Necesito entenderlo... Me vuelvo loco. Es natural, muy natural; está muy en carácter en ti que asistas bien a tu marido, que le cuides, que te desvivas por él, que realices todos esos milagros... ¡Como que tú eres... ya lo sabes, vamos... no te lo repito, no te me pongas así! Pero una cosa es eso, y otra el querer... El querer se clava en las entrañas, ¿y quién lo saca de allí? ¿Me vas tú a convencer de que le quieres? Imposible.

Ella accedió, casi risueña, a detenerse; y sentándose en la silla más próxima a la mía, habló confidencialmente, sin rebozo.

-Me pones en un apuro, Salustio... ¿Cómo me gobierno para explicártelo? A mí me parece que ciertas cosas no tienen explicadera. Se caen tanto de suyo, que si me haces discurrir sobre ellas, entonces... entonces sí que no las voy a entender. La verdad es que yo fui bastante mala con mi marido mientras estuvo sano. ¿No te acuerdas tú?

-¡Sí me acuerdo! -confirmé ardientemente-. Le profesabas horror... esto sí que no lo discutirás... horror... Cuando se apartaba de ti, entonces te ponías contenta y de aspecto saludable... En cambio cuando se mostraba asiduo... estabas como el que pasa una enfermedad peligrosa... De manera que...

La tití, al oírme, iba enrojeciéndose, enrojeciéndose, primero por las mejillas, hasta que luego la oleada de sangre se extendió a la frente, la barbilla, y hasta creo que por la raíz de los cabellos...

-Pues... -dijo con ahogo, reprimiéndose acaso para no dar salida a importunas lágrimas- precisamente por todo eso que estás diciendo, cuanto haga yo ahora es poco para borrar lo de antes, y estoy agradecidísima a Dios porque me ha concedido medios de reparar mi conducta anterior. Es cierto que lo hacía yo así... no sé cómo, sin querer y sin poderlo remediar, porque me incitaba una cosa interior, una prevención o una manía; pero no me disculpo con eso, porque las manías raras se vencen; cuando una mujer se casa, adquiere compromisos muy sagrados, y no hay sino llenarlos... ¡y acabose!... Nadie me había obligado a casarme con Felipe, y en vez de quererle, parece que andaba buscando todos los pretextos para apartarme de él... Entonces, Dios... que es tan bueno... se armaría de paciencia, y diría para sí: «¿Hola? ¿Frialdades tenemos? Pues yo haré que te veas en la precisión de acercarte a tu marido... y que no puedas desviarte de él ni un minuto. Yo le mandaré una enfermedad que sólo tú tendrás arranque para asistírsela... ¿No has querido admitir en tu corazón el cariño de esposa, en las condiciones naturales? Pues yo haré que lo admitas, quieras que no, por medio del sacrificio y de la prueba...». ¿Tú no creerás una cosa, Salustio? Cuando Dios nos manda la copa de ajenjo, si la bebemos de buena gana, sabe a almíbar... y si la tomamos con repugnancia, entonces se le nota todo el amargo, o más aún del verdadero amargo que tiene... Yo al principio (no te lo oculto) hice esto venciéndome, porque me parecía que era mi obligación, mi deber; y un deber hasta de caridad con un... Pero así que me resolví y dije para adentro: «Carmen, Carmen, esto lo has de ejecutar y no hay más remedio, así se hunda el mundo...» me pareció que ya se me quitaba de encima todo el peso del trabajo, ¡y más todavía! que empezaba a entrarme por Felipe una cosa que no había sentido nunca... así como un... un apego... una ley...

-Dilo de una vez... ¿Amor?...

-Ya voy creyendo que sí, que así debe llamarse... -respondió firmemente la sacerdotisa del hogar-. Por lo menos crece todos los días... a cada paso es mayor, y me recompensa más de las pocas fatigas que sufro... Cuanto más cuido a mi marido, más me acostumbro a cuidarle y menos tengo que vencerme para tocar sus llagas... En términos que ahora -mira tú... ¡no te rías!- me daría así como... envidia... o celos... si otro viniese a compartir mi tarea y a ser para él lo que yo soy actualmente.

-Y él... -pregunté con sarcasmo, para ocultar mi decepción y mi furia- él ¿qué tal? ¿También estará contigo muy amoroso y tierno?...

-¡Vaya si lo está! -afirmó ella con efusión indecible, dejando ya sin rubor alguno, transparentar al borde de sus pestañas las lágrimas-. Si tú vieses lo que el pobre ha cambiado para mí... te admirarías.

-¿Tan derretido anda? -indiqué con igual retintín e ironía.

-¡No es eso! -exclamó con su alma entera en los labios la santa mujer-. ¡No finjas que no te enteras, Salustio! Es que ahora... ¿cómo te diría yo? ha caído una valla que había entre nosotros... se ha fundido una especie de gran pedazo de hielo... y yo no sé... me mira de otro modo... me habla con diferente eco de voz... no puede estar sin mí un instante; no se arregla si yo no le acudo; pero no solamente me llama porque me necesita para cuidarle, sino a todas horas: mi compañía la reclama moralmente; es su único consuelo. Antes, cuando estaba robusto y sano, se pasaba el día fuera de casa, y a la noche, al tiempo que volvía, yo... en fin, que apenas nos hablábamos, puede decirse. Ahora charla conmigo, me pregunta a cada rato mil cosas, me suplica que esté siempre cerca... Hasta... ¡mira tú! hasta la llave del dinero... que no la soltaba nunca... pues aquí está, ¿ves? -exclamó sacando el manojo de llaves, y repicándolo triunfalmente-. Parece que le han cambiado el alma... o que me la han cambiado a mí... y tal vez será a los dos... Lo cierto es... ¡cuidado que no te engaño!...

Al llegar aquí, sus ojos resplandecieron, su semblante tomó expresión celestial, y sus labios murmuraron suavemente:

-Cuando me casé... tú ya sabes cómo fue aquello... es indudable que yo hubiese preferido... tal vez... no casarme... o... cualquier persona... en fin... Pues hoy... si me dicen qué estado elijo... con los ojos cerrados respondo que este entre todos los del mundo; y si me dan a escoger marido... con los ojos cerrados también, digo que el que tengo... ¡y ninguno más! Clavó en mí sus luminosas pupilas al repetir:

-¡Ninguno... ninguno más!

No callaba. Como siempre, tascaba el freno, admiraba, protestando, al mismo tiempo una voz mofadora preguntaba en mis adentros: «¿Es esto virtud, extravagancia, o desvarío? ¿Llega a estos límites el tipo ideal que tú te has forjado? Que esta mujer cuide y atienda a su marido enfermo, bien; pero que por el hecho de verle así, atacado de mal tan asqueroso, se considere prendada de él y le anteponga a todo el mundo... ¿cabe en lo racional y en lo posible?». Y la voz, contestándose a sí propia, susurraba misteriosamente: «Hay enigmas del sentimiento que la razón más embrolla que aclara. El concepto del deber estricto es insuficiente en ciertas situaciones. Los grandes milagros los hace el amor; las acciones más sublimes vienen de la locura. La tití nunca ha sido una mujer equilibrada y flemática: una mujer equilibrada cuida a su esposo, pero no se entusiasma con él porque esté hecho un jeroglífico de lacras y miserias. Donde acaba el raciocinio empieza la iluminación. Tu tití es una iluminada. Tiene aureola».

-¿De modo, Carmen -la dije-, que estáis tan amartelados tu marido y tú, que no quepo entre vosotros? ¿Ni de ayuda acertaré a servirte? ¿Te sobro, en toda la extensión de la palabra?

Ella tuvo una de las transiciones que solía, de ángel a mujer, o, mejor dicho, a chiquilla ingenua y traviesa. Y mirándome y entornando los ojos con cierta malicia, contestó:

-¡Ay, Salustio! ¡En qué apuro te pondría si aceptase tus proposiciones! ¡Quien te vería pasarte cuatro meses... seis... un añito entero, ayunando al traspaso, como ayunaste el otro domingo!

-¡Búrlate! -exclamé-; haces bien, porque estuve aquel día más sandío aún de lo que piensas. Ponme a prueba hoy, y me portaré como un hombre... ya que no como una mujercita de tu temple, que nos planta la ceniza en la frente a los hombres todos. Y toda vez que hasta la ocasión de rehabilitarme me quitas... sé al menos benigna en una cosa.

-¿En cuál?

-Confiesa... ea, confiesa que antes de enamoricarte de tu marido... me quisiste un poco... a mí, a este pecador... y en cierta ocasión me cuidaste casi tanto como a él.

-No lo niego... Es decir, lo del cuidado.

-¿Y lo otro?

-No contesto. Sólo el contestar sería ya un resbalón -dijo seriamente-. Vamos allá, que Castro Mera se habrá largado y estará solito el enfermo.

Tuve que seguirla, y entrar con valor, no fuera que se riese de mi poca entereza la tití. Se me hizo más fácil que el primer día tomar y estrechar la mano del leproso. Me acerqué a él con estudiada naturalidad, y busqué diferentes pretextos para tocarle la ropa y aproximarme bien. A eso de las siete salí de aquella casa, pero estaba decretado que no pasase quince minutos más sin volver a ver a Carmiña.

Es el caso que al tiempo de ir a cruzar yo por delante del piso primero, vi entreabrirse suavemente la puerta de las señoras de Barrientos, que era la de la derecha, y salir por ella una mujer, muy velada, que miró con precaución hacia atrás, al recibimiento obscuro, y luego cerró nerviosamente, con mano trémula, procurando hacer el menor ruido posible. Luego, ciñendo más aún el velo a la cara, descendió las escaleras con paso azorado y rápido... sin fijarse en que yo la seguía. En el aspecto, en el talle, en el modo de andar, había conocido a una de las señoritas de Barrientos; pero ¿cuál? Eran a primera vista tan semejantes, que la averiguación se hacía difícil. De todos modos, fuese la que fuese, parecía suceso tan inusitado ver a una de las inseparables salir de un modo furtivo, enteramente sola, entre luces y con tal agitación, que comprendí que allí pasaba algo de no pequeña importancia. Eché detrás de la señorita, y en el portal la alcancé. Ella, al sentir pasos de alguien que le iba a los alcances, se volvió y ahogó un grito. El velo se entreabrió, y entonces pude distinguir perfectamente las facciones de Camila Barrientos. ¿Por qué asustada? ¿Por qué, en vez de saludarme, huyó de mí en tan desatada carrera, que a mi vez tuve que apretar los talones? A diez pasos más allá de la casa estaba parado un coche de punto. Asomó la cabeza por la ventanilla un hombre, y el sombrero casi me petrificó cuando reconocí en el que iba dentro esperaba a Camila, ¡al novio de su hermana Aurora!

Latigazo al jamelgo... Arrancó el coche echando chispas, y allí me quedé yo, de una pieza, sin saberlo que me pasaba, ni si alguna ilusión juguetona se quería divertir en retozar conmigo... Así que me repuse del pasmo, empecé a discurrir qué haría. ¿Subir y contárselo a Carmen? ¿Que ella informase a la mamá? Estas dudas me clavaron en el piso de la calle, y allí creo que me estaría aún, si un grito desesperado, una interpelación de agonía no resonasen impensadamente detrás de mí, y dos damas en pelo, jadeantes, alarmadísimas, en quienes reconocí a mi tía y a la viuda de Barrientos, no se agarrasen cada una de un brazo mío, exclamando a la vez:

-¿Ha visto usted a mi niña?

-Camila... ¿por casualidad la has visto salir tú?

-¡Eh! Sí, la he visto... Acabo de verla... -tartamudeé, sin saber a cuál de las dos atendiese.

-¿Por dónde va?

-¿Hacia qué lado tomó?

-¿Te dijo algo?

-¿Cómo no la llamó usted?

-Pero ¡por Dios, señoras!... Si no me dejan ustedes respirar! Ya voy, ya explico... Abrió la puerta con mocho tiento; bajó delante de mí, como si huyese; por más que pretendí alcanzarla, no pude. Se tapaba con el velo; iba como trastornada. Ahí en la esquina se ha metido en un simón...

-¿Sola? ¿Sola?

-Con... con un caballero -respondí, no atreviéndome a añadir la más negra.

La bóveda celeste, cayendo sobre la venerable cabeza cana de la señora de Barrientos, no la hubiese aplastado tan pronto. Quiso hablar y no pudo; se echó atrás; se puso carmesí... luego violeta... y exclamó roncamente:

-¡Eeeh... aaah! ¡Se... señ... un... coche... un... hom...! ¡No... no... pue...!

Cogimos entre mi tití y yo a la matrona, que no daba cuentas de sí, y en vilo, pasando las penas del purgatorio, la subimos por la escalera. Entramos en el piso primero como una bomba... Renuncio a describir el espectáculo que ofrecía la casa. Aurora y sus dos hermanitas, abrazadas, lloraban en un rincón... Mi tití me dijo, compadecida y azarada:

-¿Búscales, Salustio!... A ver si das con ellos...

-No te apures, Carmiña -contesté-. Ya parecerán. A estas horas de fijo no tienen gana de que los encuentren. ¿Y qué? En vez de casarse Aurora, se casará Camila... Tratándose de unas hermanas tan unidas, tanto monta.

-¿Pero era el novio de su hermana? -preguntó la tití gravemente.

-¡Qué! ¿no lo sabías?

-No, pero... casi te diré que no me sorprende. Tenía yo mis barruntos... ¡Pobre familia! Los regalos comprados, el equipo listo...

-¡Bah! El amor no se para en dificultades -murmuré por lo bajo, con ánimo de ver qué me contestaba.

Calló al pronto, y, por fin, mirándome con serenidad y desabrochando uno a uno los corchetes que ocultaban las opulentísimas bellezas del busto de la señora de Barrientos, respondiome:

-A eso no se llama amor, sino felonía. Aurorita -añadió alzando la voz-: tráigame usted la antihistérica.




ArribaFinal

Provisto hacía algún tiempo de mi diploma en la Escuela de Caminos, hallábame una noche en Aranjuez, adonde me habían llevado mis primeros deberes profesionales, hospedado en aquella fonda que aún conserva las mamparas de damasco rojo de la época en que se enorgullecía llamándose residencia del Príncipe de la Paz. Anunciáronme que había llegado de Madrid un caballero deseoso de verme y saludarme; mandé que entrase al punto, y sin tardanza me dio los brazos Luis Portal, mi condiscípulo y amigote.

Después de las exclamaciones consiguientes, Portal se dispuso a explicarme el objeto de su venida tan a deshora y cuando ni por soñación contaba yo con su visita.

-Es bastante raro... Te sorprenderá, pero no hagas aspavientos, que en el fondo no hay qué... Mañana, en Madrid... ¡Krrr! -e imitaba con la lengua el sonido que hace al abrirse una navaja de muelles-. Tengo el antojo de que tú me apadrines...

-¿Lance?

-No, digo, sí... Boda.

-¿Te casas? -articulé estupefacto-. ¿Así, tan de sopetón? En tu última carta -la recibí hará diez días- ni mentabas intenciones semejantes.

-¡Ahí verás tú!... Ni yo me lo imaginaba tampoco hace una semana. Estaba en Ciudad Real, y descuidadísimo... Pero un día se me presenta allí ... ¡Si vieses qué peripecias!... El diablo lo añasca todo... Casamiento y mortaja...

-¡Ah bonachón, pedazo de pan! ¿Pues no decías que para ti no se había cortado la casaca? ¿Pues no decías que la fuerza de voluntad... y que el carácter... y que los hombres... y que nadie te la daba a ti?...

Portal no contestó: sonrió, miró de soslayo hacia la punta de sus botas llenas de polvo, y una expresión maliciosa e infatuada pasó por su rostro anchísimo, curtido ya por el sol de los ejercicios de la profesión ingenieresca.

-¡Pch!... No podía fallar: sospechaba que habías de salirme con eso... No cabe duda; la vida no puede teorizarse; gracias si la vamos practicando a tropezones...; y la teoría es el reverso de la práctica. Estas cosas vienen así... rodadas: no porque uno las busque, ni las prepare, ni las arregle; y así como no puede prepararlas... ¡corcho! tampoco las puede rehuir.

-¿Pues no te habías desilusionado? ¿Pues no reconocías que ... vamos, no era tu ideal, ni por semejas? ¿No me confesaste que cualquier muchacha sencilla e ignorante te parecía preferible? ¿No armaron un complot su mamá y ella y hasta los chiquillos, para cogerte en la red (textuales palabras tuyas).

-Bien... yo acaso me expresé aquel día con cierta exageración. Estaba fuera de juicio. No hay que tomar al pie de la letra lo que dice un enamorado emberrechinado. no es la mujer nueva, convenido; pero acaso no es tiempo aún de que esa hembra excepcional aparezca en nuestra sociedad y la modifique... Entretanto, es una real mujer, que me tiene ley, que dejaría por mí la proporción más brillante... y eso supone algo, compadrito. Mathew... ¿ves tú? se casaba, iba al ara de Himeneo, si a ella se le antojase. No es invención, no; cartas cantan... Y el tal Mathew tiene muchas libras...

-¿De carne?

-¡Esterlinas, caracoles!

-¿Y dices que mañana? ¡Estoy, turulato!

-Cabal... Todo lo he arreglado al vuelo... Si es locura... ¡mejor! Alguna locura se ha de hacer en la vida..., chacho...: y las locuras, en caliente, que es cuando tienen mejor substancia. Estoy, convencido de que los locos la aciertan más que los cuerdos. Nuestro siglo está enfermo de sensatez: nuestra generación, hipocondríaca de formalidad y de tanto calcular las consecuencias de los actos pasionales... Yo creo que es hora de tocar a rebato. ¿Qué opinas?

-Que antes no pensabas así. Todo se te volvía prudencia, reflexión, oportunismo y cuquería.

-Pues... velay. La vida es una serie de velays! No me hagas observaciones. Los que nunca hemos roto un plato, de repente... ¡cataplum! nos dejamos caer y rompernos una vajilla entera.

-Pues ya que hoy no tienes tren para volver a Madrid, y que es la última noche que pasamos juntos -le dije- me entran ganas de leerte unos borrones que escribí... una especie de novela o de autobiografía... sobre todo aquello... ¿bien te acordarás? aquel infundio mitad amoroso y mitad psicológico que tuve con la mujer de mi difunto tío Felipe. En el cuaderno sales a relucir a cada paso, y te servirá como de remordimiento, porque escribí tus frases y tus sanos consejos y tus doctrinas para entender bien la aguja de marear en esto de amoríos y bodas. ¿No te molestará el oírlo?

-Al contrario, me gustará mucho -afirmó mi amigo-. Haz que traigan una maquinilla de café y los ingredientes para confeccionarlo; pide para mí dos cajetillas de cigarros, porque me olvidé de comprar antes de venirme; di también que suban un par de botellitas de alemana; y... soy todo oídos, a ver qué resulta de ese engendro.

Saqué del cajón mis apuntes, en los cuales había encontrado delicioso entretenimiento, un baño de frescura, que me desimpresionaba del último período de mis aridísimos estudios. Portal me escuchó con atención, convertida luego en interés; protestando algunas veces por medio de un movimiento de cabeza, cuando le parecía menos exacta la narración; aprobando otras, y riendo a la evocación del recuerdo ya casi borrado; y sólo me interrumpió repentinamente hacia el final, a tiempo que yo entraba de lleno en el relato de los últimos meses de la enfermedad de mi tío. «¡Alto ahí!» dijo, arrojando el cigarro que chupaba.

-¿Qué se te ocurre? -pregúntele.

-Hacerte una observación -respondió- para el caso de que algún día destinases esos borrones a la publicidad; tentación en que caerás ¡cómo si lo viese! porque ningún joven de nuestra época se conforma a archivar sus estudios (inspiraciones les llamaban antes). Si encajas eso por ahí... en periódico o revista... debes, en mi concepto, suprimir todos los capítulos donde pintas los progresos y los caracteres de la enfermedad de tu tío. Créeme: al público no le gustan esas descripciones brutalmente naturalistas, y cuanto más a lo vivo las dibujes, más antipáticas le serán. No obligues al que haya de leerte a oler un frasquito de sales, ni bragas que las señoras nerviosas cierren tu libro sin acabarlo.

-Ya conozco que el asunto no es de lo más ameno... Por otra parte, no pienso dar esto a la prensa. (Al hablar así otra me quedaba, pues yo tenía resuelto, para mi sayo, que no eran tan despreciables los apuntitos que no mereciesen hacer gemir los tórculos.) Pero supón que me entrase la manía de lanzarlo a los famosos cuatro vientos de la publicidad: ¿no sería un contrasentido segregar cabalmente esos capítulos en que la figura de tití aparece, no ya sobre fondo de oro, sino sobre un rompimiento de gloria, como el de las Concepciones de Murillo? Es cierto que no ocurren en esa parte de mi narración sucesos variados y sorprendentes; ¿pero te parece poco semejante asistencia, hecha con abnegación tal? Dices que es repugnante. ¿Pues y la Biblia, cuando describe a Job rayéndose la podre con un casco de teja?

-¡Bah! ¡De la Biblia acá... no nos hemos vuelto poco delicados! Créeme, guarda para ti esos detalles clínicos, esa poesía farmacéutica, y, pasa como sobre ascuas por encima del mal de tu tío. Peor es meneallo, rapaz. Conténtate con decir que se puso malito, y que se fue empeorando, empeorando... hasta que estiró la pata.

-¡Pero te repito que entonces mutilo completamente el carácter y la imagen de Carmiña! -objeté dolorido-. Si no la seguimos paso a paso en el camino del calvario; si no la vemos casi abandonada de todo el mundo; negándose a llamar a una monja, porque su esposo no quería atenciones más que de su mujer; habiéndosele despedido los criados por pánico de «coger el mal»; pasándose las noches en vela, rendida, febril, sin probar alimento en veinticuatro horas, obligada a lavar ella misma las vendas y los trapos...

-¡Huy, hijo! Vendas, trapos... ¡Todo eso apesta a Hospital, a fénico, a pus! ¡No lo nombres siquiera! Toma mi consejo. Insisto en que no debes decirlo. El arte no desciende ahí. El arte debe ser una selección... El artista pasa al través de la naturaleza haciendo lo mismo que haría un paseante inteligente y delicado: recogiendo las florecitas para atarlas y formar un ramillete y colocarlo en un lindo búcaro para que adorne su casa, recree los ojos y embalsame el aire. La ciencia... ya es diferente: el botánico puede coger las hierbas malas, feas y ponzoñosas, y guardarlas con cariño, y estudiarlas y clasificarlas...

-Pero si yo no tengo pretensiones de artista, ni Cristo que lo fundó -contesté con la menor dosis de sinceridad posible.

-Hablamos para el caso de que las tuvieses. Suponiendo que ese libro de tu autobiografía fuera a imprimirse, yo le daría un tajo; yo me pararía en firme en aquel incidente... verás... La escapatoria de Camila Barrientos con el novio de su hermana... Porque creo que esa vez fue la última que se cruzaron entre Carmiña y tú palabras relativas al drama de pasión que indudablemente existía entre ambos, muy tapadito, pero muy auténtico. Después, para que no se ignorase en qué había parado la cosa, pondría un epílogo... la muerte de tu tío... y nada más. Nada más por ahora, quiero decir, porque tus confesiones traen cola, chacho; a los dos o tres años de estar casado con la tití... han de sucederte cosas dignas de la pluma de Balzac. Sigo en mi idea... esta clase de mujeres tan santas, tan excelentes y admirables, no pueden hacernos felices a nosotros... y nuestra vida a su lado sería un infierno. En fin, hoy no es día de que yo predique a nadie... Estoy desautorizado. Se ha llevado pateta mi prestigio.

-Vamos -indiqué-, lo que pasa es que a ti, en tu estado de ánimo actual, no te hacen gracia esas páginas dolorosas. Pues las salto... y si quieres, de palabra te contaré cómo se murió mi tío, pues fue un momento en que experimenté yo una emoción bastante rara. No tengas miedo: abreviaré, porque conozco que estás muriéndote de soñarrera... y hoy es jugarte una serranada el no dejarte dormir.

Sonrió el orensano, y yo continué:

-En los últimos meses de la enfermedad, mi tío no se dejaba ver de nadie, más que de su mujer y del médico. A mí se me prohibió la entrada. Yo hubiera insistido; pero me lo impidió una interminable carta de mamá, donde me anunciaba el propósito de venir a Madrid para obtener que su hermano testase en mi favor, como era justo. La tal carta me hizo adoptar dos resoluciones: primera, la de engañar a mamá, evitando a toda costa que viniese, afirmándole que mi tío estaba resuelto a dejarme su fortuna toda; segunda, la de no poner los pies en la casa mientras durase el mal. Parecíame esto de elemental delicadeza; no sé si en mi resolución entraría por algo la poca gracia que me hacía el contagioso y horrible padecimiento.

Una tarde vino a mi fonda el Padre Moreno, solicitando hablarme. Yo ignoraba que el fraile moro hubiese regresado a Madrid; le creía convaleciente en el convento de Chipiona. Díjome que había venido a Madrid para activar y despachar ciertos asuntos de su Orden, «que a usted le importan un pito», añadió con su brusca familiaridad acostumbrada, y que se alegraba, porque así lograra reducir y consolar al marido de Carmen, el cual, a fuerza de tanto padecer, enterado ya de su verdadera situación, estaba «dado a Barrabás, y sin querer aceptar la voluntad de Dios, ni confesarse. Ya le tenemos como un guante -prosiguió Aben Jusuf- y ahora lo que desea es verle a usted en estas últimas horas...».

-¿Tan malo esta?

-Dice el médico que no pasará de esta noche o de la madrugada. La anemia, producida por las lesiones interiores y sus consecuencias, es lo que le acaba. Lo que es por el mal propiamente dicho... viviría diez años, si vida puede llamarse la de un leproso.

-¿Y quiere verme? ¿Sabe usted que no tengo ganas de ir?

-Pues venga usted sin ganas -contestó el fraile, terciándose el manteo o capa eclesiástica, y echando delante con resolución. Ya no usaba muleta; estaba otra vez hecho un valiente.

Le seguí; ¡qué remedio! subí las escaleras, crucé el pasillo, entré en el cuarto, y a la débil luz de una lamparilla y en el fundo de la cama que en otro tiempo fue tálamo nupcial, vi mi objeto de forma indistinta: la cabeza del enfermo envuelta en vendas múltiples. Una voz ronca y extraña, como la de los sordomudos, me llamó; sin duda la enfermedad alterara las cuerdas vocales... Mi tití, que había entrado conmigo, se colocó a los pies de la cama, y al otro lado de ella se situó el Padre Moreno.

-Sal... us... tio... -pronunciaba el enfermo tan dificultosamente, que una misteriosa tristeza compasiva se apoderó de mí-. Es... toy... muy...

-No hable usted, tío... -supliqué aproximándome más, arrostrando el olor de éter mezclado con el de la descomposición cadavérica que exhalaba ya aquel cuerpo-. Si tiene usted algo que decirme... Carmen lo hará por usted.

-Carm... hija... ven... -articuló el desgraciado.

Carmen se acercó también, pero sollozando, con el rostro oculto en el pañuelo.

-Yo hablaré, señor de Unceta... No se fatigue -intervino el Padre-. Lo que quiere su tío es decirle que... vamos... que allá en otro tiempo... cuando murió el señor abuelo de usted y se hicieron las partijas... tal vez no hubiese toda la equidad posible en el reparto de los cupos... y que hoy, en estos momentos solemnes...

Al llegar a este punto, el viviente cadáver pretendió incorporarse, ladeose un tanto, y de entre sus vendas y del fondo de su destruida laringe salió un acento... ¡qué acento, señor!... Decía: «Salustio... per... perdóname... y dile a... a... tu madre que... me perd...». ¡Qué espantoso daño me hizo aquello! Se me apretó la garganta, se me cortó el aliento, y exclamé ahogándome:

-No me pida usted perdón... Le ruego que no me lo pida usted... Yo soy quien debe...

-Su señor tío -interrumpió el Padre secamente, como si le molestase la escena- está animado de sentimientos tan equitativos, que hizo ayer sus disposiciones dejándole a usted la parte mejor de su caudal... El total no, porque también favorece en el testamento a su señora, que le ha asistido... como usted sabe y le consta... y que le ha dado pruebas de cariño inmenso.

-¡Tío! -exclamé fuera de mí-: ¿por qué hizo usted ese disparate...? Todo, todo a Carmiña... Ella lo merece; yo ni lo merezco, ni los quiero, ni lo admito. Me ocasiona usted el mayor disgusto... No me deje usted nada. Renuncio... ¡Por Dios! He concluido mi carrera, y a mi madre le sobra con qué vivir. No necesito bienes. Por Cristo, borre usted mi nombre de su testamento.

- Felipe -suplicó a su vez la tití con voz empañada por el llanto- déjaselo todo a tu hermana, todo, todo; y yo, si no me quieren en casa de mis padres, con ella me iré a vivir, caso de que tú faltases... que nos sucederá, porque Dios te conservará la vida.

-Basta de porfías -intervino el fraile-. No sean bobos por exceso de desinterés. Don Felipe estuvo acertadísimo en el reparto de su hacienda. Si logra algún alivio en su enfermedad, ya tendrá tiempo de modificar la última voluntad que ayer dictó. Ahora -por si se empeorase- que piense en Dios, en su justicia y en su misericordia. Carmen, échese usted un rato. Salustio y yo velaremos... Saúco no tardará en venir a pasar la noche también... Al hacer el Padre esta proposición, el tronco del enfermo se agitó, sus manos entrapajadas salieron de entre las sábanas, y con sobrehumano esfuerzo gritó claramente:

-¡No te vayas... Carmiña!

Ella se precipitó al lecho. Con el rostro casi transfigurado, con la expresión angelical de la Santa Isabel de Murillo, se desplomó sobre el leproso, murmurando: «¡Felipe, queridiño, corazón mío, si no me voy!». Y sobre aquellos labios, roídos por el asqueroso mal, con una vehemencia que en otra ocasión me hubiese estremecidos de rabia hasta los mismos tuétanos, apoyó su boca, firme y largamente, y sonó el besos santo... Mi tío, galvanizado, consiguió incorporarse; pero el esfuerzo retiró probablemente la sangre de su cerebro... y cuando su cabeza volvió a recaer sobre la almohada, ya vidriaba sus ojos la agonía. ¿Qué más te diré?... El Padre Moreno dijo la recomendación del alma, a que contestamos Carmen y yo... Nada, lo que puedes suponerte...

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-¿Cuál fue ese fenómeno raro que notaste entonces? -preguntó el curioso Portal.

-Que el corazón me aumentó de tamaño... No te rías, se me ensanchó atrozmente... y fui cristiano por espacio de una hora lo menos.

El orensano parecía reflexionar.

-¿Y cuándo te casas con la viuda? -pronunció al fin.

-¡Vaya una ocurrencia! Está con su luto riguroso... y padeciendo, pues acabada la asistencia, se vieron las resultas de tanta fatiga en el quebranto de su salud. A Pontevedra se ha vuelto. Sé de ella por mi madre.

En aquel instante amanecía, y los canoros ruiseñores de Aranjuez, desde la frondosa copa de los árboles centenarios, saludaban al nuevo día con sus arpadas lenguas.

-¿Sabes -indicó Portal- que este sitio es precioso? Mira qué alborada nos dan los pájaros... Y luego la habitación grande y fresca, el piso de azulejos... Voy, a venirme aquí a pasar la primer noche.