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ArribaAbajo - VIII -

24 de Febrero.- La tempestad que tenemos encima ha lanzado en Zaragoza chispazos que ponen miedo en los corazones. ¿Qué ha sido? Continuación de la Historia de España, sublevación militar. Malo es que empiecen los soldados con estas bromas, porque serán la Historia o el cuento de nunca acabar. Dice la Gaceta que la intentona fue sofocada al instante, y lo creo, porque en estos duelos puramente españoles entre la fuerza y la ley, el primer golpe suele ser en vago; el segundo ya se verá. Refieren lenguas, no sé si buenas o malas, que el brigadier Hore, impulsor y víctima del movimiento, contaba con más fuerzas de las que efectivamente arrastró a la sedición, y que los compañeros comprometidos le volvieron la espalda en el momento crítico. Es la eterna quiebra y la eterna inmoralidad de estos arriesgados y obscuros negocios, porque a los que desde el borde de la prevaricación se vuelven a la disciplina, les premia el Gobierno con ascensos y honores. En fin, que al pobre Hore le mataron en las calles de Zaragoza... La polaquería se pavonea con su victoria, sin ver el larguísimo rabo que falta por desollar.

Voy creyendo que este Gobierno toma por   —82→   modelo al de la Sublime Puerta. No ha celebrado su triunfo de Zaragoza con actos de clemencia, sino a la manera turca, decretando nuevas proscripciones, y metiendo en las cárceles a cuantos infelices se han dejado coger. Previa declaración del estado de sitio, la policía echó su red para pescar a los periodistas de oposición, y a los directores de los diarios de más ruido. Cayeron Rancés y López Roberts, de El Diario Español; Galilea, de El Tribuno, y Bustamante, de Las Novedades. Los cuatro fueron inmediatamente empaquetados para Canarias. Eusebio Asquerino, que estaba enfermo, pasó de la cama al Saladero, y a Bermúdez de Castro no le valió la procedencia moderada, ni el haber sido Ministro de Hacienda en el Gabinete Lersundi: al romper el día le sacaron de su casa, y en silla de postas, acompañado de guardias civiles, fue a tomar aires al castillo de Santa Catalina de Cádiz... Más listos otros, supieron imitar la viveza escurridiza del sagaz O'Donnell, dándose buena maña para no estar en sus casas ni en las redacciones cuando se personó en ellas la policía para ofrecerles cortésmente sus respetos. No han sido habidos Fernández de los Ríos, ni Montemar, ni Romero Ortiz, ni Barrantes, de Las Novedades; volaron también Coello, de La Época, y Lorenzana, de El Diario Español. Pero ninguno de los pájaros perseguidos ha dado tanta y tan inútil guerra como Cánovas, contra quien se desplegó todo el ejército   —83→   policíaco; ¿sabéis por qué?... Porque en sus conferencias del Ateneo sobre los políticos de la casa de Austria retrató el malagueño a nuestros ministriles en las figuradas personas de don Rodrigo Calderón y del Conde-Duque, describiendo tan al vivo y con tan fino matiz de actualidad sus mañas y picardías, que el público lo celebró como una sátira de las picardías y mañas presentes... Desapareció, como he dicho, Cánovas, burlando a los ojeadores y sabuesos. Pero no ha salido de Madrid: en Madrid está; lo sé, y sé también dónde.

He leído a mi mujer estos párrafos, y le han parecido bien. Después nos hemos puesto a hablar mal del Gobierno, y no porque éste nos haya hecho ningún daño, sino por la imposibilidad de sustraernos al enconado pesimismo del medio ambiente. Repetimos todos los horrores que se dicen de Sartorius y de sus desgraciados compañeros, y luego, por fin de fiesta, dirigimos nuestros tiros a la calle de las Rejas, palacio de Cristina, que es, según la fraseología de los papeles clandestinos, el antro de la corrupción, el inmundo taller de los chanchullos de ferrocarriles, y más, mucho más... es un serrallo, es un pandemónium donde se fraguan todos los planes maquiavélicos contra la Libertad. Observamos luego que el sinnúmero de términos estrambóticos, a troche y moche difundidos por periódicos y hojas volantes, traen harta confusión al pueblo, que los oye y los repite ignorando lo que significan. A este   —84→   propósito me contó Ignacia que la servidumbre de nuestra casa estaba el otro día en gran controversia sobre el significado de la palabra agio. Tanto la oyen, que sienten, ¡pobrecillos!, la necesidad de saber lo que es. Entró mi mujer en el comedor de criados cuando más acalorada era la disputa, y Bonifacia, la pincha, pidiole que sacase de dudas a la reunión. «Señorita, ¿quiere hacer el favor de decirnos qué son agios? Porque dice la Juana que debe ser algo así como ajos echados a perder...». Echose a reír Ignacia, y como Dios le dio a entender despachó la consulta. Pero vino la más gorda. Tiburcio, el mozo de cuadra, planteó a la señorita un problema mucho más grave. «Señorita, ¿quiere decirnos lo que es eso de que tanto hablan los papeles, el pandemónium? (y lo pronunció acentuando la última sílaba), porque, como no sea el pan de munición que se da a los soldados, no sé qué demonches podrá ser». Mi mujer se moría de risa, y no pudo explicarles lo que es pandemónium, porque ella tampoco lo sabe.

-Bueno, querida mía -dije yo a mi cara mitad, cuando acabamos de reír-. Estas jocosidades de la plebe también tendrán un hueco en mis Memorias.

Pues, hijo, mal historiador de tu tiempo serías si no lo hicieras. En nada de lo que ves y oyes hay tanta Historia como en eso que te he contado de los agios y del pandemónium. Ya ves: ¡un pueblo que pide las   —85→   cabezas de sus gobernantes sin saber de qué se les acusa!

-¡Sí lo sabe, sí lo sabe! El pueblo, que no es solamente la clase inferior de la sociedad, sino el conjunto de todos los seres que se llaman españoles, la gran masa nacional, posee la percepción clara de la conducta de sus mandarines. ¿Cómo adquiere este conocimiento? Ello ha de ser por fenómenos morbosos que nota en sí misma, estados eruptivos, congestivos, qué sé yo... por algo que le duele y le pica... Este picor doloroso es la conciencia nacional... Este picor dice: «los que me gobiernan, me engañan, me tiranizan y me roban». La gran masa todo lo sabe. Poco importa que los menos instruidos desconozcan el valor de algunas voces. El enfermo, cuando algo le duele, tampoco sabe designar su dolor con el terminacho científico que le dan los médicos.

-Está muy bien, gran Pepito. Y ahora, ¿por qué no empleas tu perspicacia en buscar a Virginia, para que sus infelices padres tengan algún consuelo?... Tanto hablar, tanto ir y venir los primeros días, y después nada.

-Yo no soy policía. Habrás visto que, en estos tiempos, Dios guarda las espaldas a los que huyen, y protege a los escondidos. Si hay una nube providencial para O'Donnell y Cánovas, haya también para Virginia y su pintor... el pintor de su deshonra. Yo continúo estudiando el caso, que es singularísimo, y hoy mismo he descubierto un   —86→   dato muy importante. Voy a decirlo: esta tarde he visto al Joven Anacarsis guiando un carricoche en la Castellana. En su rostro epíscopo-infantil vi pintada una tranquilidad seráfica y un evangélico menosprecio de los juicios de la opinión. Ya veo claro que Virginia, no aviniéndose a tener por marido a un marmolillo, lo ha tirado al arroyo.

-Pepe, no desbarres... ¡Vaya una moral que sacas tú ahora! Cierto que los Rementerías, hijo y padre, están más frescos que una lechuga. Anoche dio don Mariano José una gran comida...

-A la que asistieron, lo sé, la flor y nata de la polaquería: el imponderable Domenech, Ministro de Hacienda; Saturnino de la Parra, y Eduardo San Román... También se atracó allí, como de costumbre, el cetáceo Mora, y a los postres, al olor del riquísimo café y de los puros de a cuarta, acudió el brigadier Rotalde, que ahora pide la bicoca de ochenta mil duros por las obras del Teatro Real... Y me dice el corazón que se los van a dar. ¡Viva Polonia!... Volviendo a Virginia y al pinturero, te diré que me alegro de que no parezcan.

-¡Pepe, Pepito!... si no fuera por el aquél de que eres mi marido, te tiraba un arañazo... No me hagas reír.

Marzo de 1854.- ¡Bomba, bomba!... ¡Gran novedad, estupenda noticia!... No, no es cosa de la Revolución... Digo, revolución es; pero no la chica, no la de liberales, o   —87→   sean chorizos contra polacos, sino la grande, la de... Ha llegado otra carta de Virginia.

La trajo el correo interior... Aquí la copio, retocándole la ortografía: «Pepillo, mala persona: ¿con que se pone en movimiento la policía para buscarnos? Fastídiate, que no nos encontrarán... Porque recibas ésta con franqueo del Interior, no vayas a creer que estamos en Madrid. Buenos tontos seríamos, y tú más simple que las habas si lo creyeras. Vivimos muy lejos de esa Babilonia sucia; pero no tan lejos que no nos llegue el mal olor... Ya sabemos que se está armando una muy gorda. Yo le pido a Dios y a la Virgen que haiga revolución, que haigan tiros, y que escabechen a tantos lairones... Quiero que por mi manera de escribir comprendas que me estoy golviendo muy ordinaria. Es lo que deseo: jacerme palurda, y olvidarme de que fui señorita del pan pringao y señora de poco acá.

«Para que tú rabies, y hagas rabiar a otros contándolo, te diré que estoy contenta, fuera de la penita que me da el no saber de mis padres. Harás el favor de decirles que me acuerdo mucho de ellos, y les deseo paz y salud. La mía es buena. ¿Quieres que te cuente mi vida? Pues lee. Dos semanas llevamos albergados en un magnífico garitón, llámalo más bien pajar, donde no pagamos alquiler. Nos han dado esta espaciosa vivienda de teja vana y paredes de tablas, con la condición de que trabajemos. ¿En qué? No te lo digo. Él y yo trabajamos, y sin   —88→   gran apuro nos ganamos la casa y el sustento... Dormimos tranquilos, nos levantamos antes que el sol, y oímos los canticios de las aves del Cielo, que nos regocijan el alma. Rendidos nos acostamos a la entrada de la noche; y como a nadie envidiamos ni nadie nos envidia ni tenemos cavilaciones, nos coge pronto el sueño... Hay aquí un prado verde por donde yo ando descalza, Pepe, riéndome mucho de los zapateros. ¡Vaya con el negocio, que harán conmigo! El viento me despeina y me vuelve a peinar: es un peluquero à la dernière, que no pasa la cuenta como Monsieur Pinaud, el de la calle de las Infantas... Más abajo del prado pasa un río, en el cual me meto yo hasta las rodillas y lavo mi ropa y la de Él. Luego la tiendo al sol, y con este aire bendito, pronto se me seca, y me la traigo a casa más blanca que la nieve... ¡Ay, Pepe!, ¡de qué buena gana te convidaría a las sopas que hago yo al anochecer en mi cazuela puesta sobre una trébede!... No has comido nunca cosa más rica. Le pongo de todo lo que encuentro, y encima nuestra alegría, que es la sal, y nuestro buen diente, que es el picante. Son unas sopas que ajuman. Ya ves qué fina me estoy volviendo. Bueno; pues te lo diré en francés: cenamos potage aux finis yerbis, y luego alabamos a Dios, acostándonos en nuestra cama grandísima, que también es de yerbis... Sabrás que no la cambio por la de la Reina.

»¡Qué gusto tan grande no tener que ocuparse de lo que dirá don Efe y don Jota,   —89→   ni de lo que murmurarán las de Eme! Este vivir libre y sano no lo conoces tú, ni ninguno de los desgraciados que se pudren en ese presidio, condenados a pensar en el sastre, en la modista, en lo que traerá el cartero, en lo que dirá el periódico, en si cae el Gobierno, en las pisadas del aguador y en el precio de la carne... Sólo de pensar que he vivido de ese modo, se me nublan las alegrías... ¡Ay, Pepe!, para que le puedas decir a Madrid todo mi desprecio, te pongo aquí una larga fila de emes...

«Con que, mi buen Pepín, haz el favor de poner a un lado la moral, o morral, que gastáis vosotros para disimular tantos crímenes, y dejarnos aquí en paz, o donde estuviéramos. ¡Cuidado con echarnos la policía! Nosotros no hemos hecho daño a naide; semos libres, y el único que podría perseguirme, que es ese Caranarsis, o Acanársilis, ya no me acuerdo, no dará ningún paso contra mí, por la cuenta que le tiene.

»Y ahora, señor morralizador, allá van memorias para los que por mí preguntaren. Al Ernesto, aunque no pregunte, le dirás que estoy muy contenta desde que le he perdido de vista, y como cosa tuya le das una palmadica en las mejillas sonrosadas. A mi suegro, director de La Previsora, por mal nombre El Robo ilustrado, le darás expresiones. Paréceme que le tengo delante cuando, después de atracarse como un buitre en las comidas, se lleva la mano a la boca con finura para tapar un regüeldo. Con las expresiones   —90→   le darás un papirotazo en las narices... como cosa tuya, se entiende. Y si quieres que después del papirotazo te dé don Marianico las gracias, asegúrate la vida aunque sea por dos cuartos al año... A todos los que suelen ir de comistraje a la maldita casa donde tanto pené, les das mis recuerdos, y con disimulo les metes pica-pica por el cuello de la camisa, para que se estén rascando tres días con sus noches. Eso pensé yo hacer con el Ministro de Hacienda, señor Domenech; pero no me atreví. Me parece que le estoy viendo, tan pulcro, tan tiesecito, sin juego de la bisagra del pescuezo. Siempre que tiene que mirar a un lado, ladea todo el cuerpo... Al gordo don José Mora, memorias también, y que deseo que alguien le dé una patada y que vaya rodando, para que reviente y podamos ver lo que lleva dentro de aquel barrigón... A mi tía Cristeta, que es una enredadora, de ti para mí, y la que lleva los chismes a Palacio, le dirás que le deseo una pulmonía. Ella es, para que lo sepas, la que mete en la cámara de la Reina los papeles clandestinos, y al mismo tiempo alcahuetea en otras cosas. Es mi tía y no digo más. En señal del amor que le tengo, te encargo que le levantes las enaguas y le des una buena solfa en semejante parte... Expresiones a la Puerta del Sol, que yo vea convertida en hoguera donde se achicharre tanto pillo; expresiones a la Cibeles, llevándole de mi parte un poco de cordilla para sus leones; memorias al salooon del   —91→   Prado, y le pongo muchas oes para expresar lo que me he aburrido en él; y memorias a los teatros. Te vas a cualquiera, y echas una mirada al público, y le dices de mi parte que estoy contentísima de no verle. Doy gracias a Dios porque me ha concedido oír el ruido del viento en vez de oír palmadas, y el jipío de las actrices...

«Pepito, siento que no conozcas una cosa que yo he descubierto y disfruto en algunos instantes, después que me tomé lo que era mío: mi preciosa libertad. ¿No sabes lo que es esto que yo disfruto y tú no? Pues es la alegría, una onda fresca que sale del fondo del alma y te embriaga, y te hace más enamorada de lo que amas, y más... en fin, no sé decirlo. Tú lo entenderás, porque, como buen entendedor, ya lo eres.

«Si yo supiera que tranquilizabas a mis padres y les convencías de que no deben llorarme, sería completamente dichosa, y te estaría muy agradecida. Hazlo, por Dios, Pepe; hazlo por tu niño y por tu mujer. A esos tus seres queridos, mando abrazos y besos. Y ya sabes que, sin saber dónde, tiene dos buenos amigos: te lo dice la que lo fue y lo es... Virginia.»



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ArribaAbajo - IX -

Marzo.- Mi mujer y yo:

-Ese idilio... ¿no se dice idilio?, será interrumpido, cuando menos lo piensen, por la Guardia Civil.

-La Guardia Civil, mujer, está ahora muy ocupada con otros idilios.

-Según eso, ¿tú crees que les durará la libertad, y que esa alegría, de que habla la muy bribona, será eterna? ¿Crees que se pueda vivir en ese salvajismo, sin que les salgan mil calamidades, la miseria, la envidia y las malas voluntades de los pueblos, y acaben por hacerse aborrecibles el uno al otro, y maldecir la hora en que se juntaron violando...?

-Acaba, mujer; es frase que se dice sola: violando todas las leyes divinas y humanas...

-Yo, qué quieres, dudo que tanta dicha sea verdad. ¿Sabes lo que es esa chica? Una gran embustera. ¡Sabe Dios, sabe Dios cómo estarán! Llenos de miseria, con más hambre que Dios paciencia, y deseando que la Guardia Civil les coja y les lleve bajo un techo de abrigo, aunque sea la cárcel.

-Yo creo lo contrario: que viven pobres y felices, sin ambición, sin cuidados. En la vida complicada, presa en mil artificios, a   —93→   que nos ha traído la civilización, hemos perdido la idea de la verdadera felicidad.

-Podrá existir la felicidad en un mundo en que todos los seres sean salvajes y buenos; pero ese mundo, ¿dónde está? A las puertas de las ciudades, el salvajismo no puede existir, y si existe tiene que ser de corta duración.

-Quizás; no te digo que no. Nos falta saber en qué se ocupan ella y él, y con qué especie de trabajo se ganan la vida. ¿Son labradores, poseen algún ganado? Esto no lo dice la carta. Supongo que donde ellos viven no habrá puertas que pintar, ni cerraduras que componer.

-Habrá otras cosas y otros oficios; vete a saber... Ya sabes lo que él dijo: «soy amañado para todo». Puede que sea leñador o carbonero; que recoja hierbas para los boticarios; que pesque anguilas o sanguijuelas. Di otra cosa: ¿en la carta no habla de viñas?...

-No nombra viñas, ni dice que beban vino.

-Lo pregunto por ver si los datos de ella casan con uno que hoy me han traído... dato importante, que puede dar mucha luz... Pues verás: ya te dije que las criadas de Virginia me hablaron de una lavandera que por aquellos días iba mucho a la casa, madre de la Casiana, que a nosotros nos sirvió el año anterior. La hemos buscado: dimos ayer con ella... Nos ha dicho que una tarde, entrando en la galería donde el pintor   —94→   estaba dale que dale a la brocha, le oyó decir, como respondiendo a una pregunta que ella le hizo acerca de su familia... de él: «Tengo una hermana casada con un rico de la Villa del Prado». Y ella dijo: «Pues ya le mandará a usted buenas uvas». Por eso te pregunté si en la carta habla de viñas.

-A juzgar por la carta, el sitio en que están no revela la vecindad de una hermana rica, ni de nadie que verdaderamente les ampare. La vida salvaje y mísera de que habla Virginia debe de estar lejos de toda ciudad, villa o villorrio. Presumo yo que es en la falda de la Sierra... en lugar medio despoblado.

-Por sí o por no, llévale pronto este dato al señor Chico, o al Gobernador de la provincia, para que pidan informes al Alcalde de allá, o a cualquier conocido... Todo es empezar, Pepe... Verás cómo de una referencia sale otra, y al fin la verdad y el escarmiento de esos pícaros. Valeria, en cuanto supo el dicho de la lavandera, se fue a ver a unas amigas, que son de un pueblo próximo a ese de las uvas: Cadalso... ¿Hay un pueblo que se llama Cadalso?... Pues las amigas han quedado en escribir... Y ya que hablo de Valeria, Pepe, tengo que contarte... Hoy me he cansado de reñirla. Figúrate: los padres están chochos con ella. Naturalmente, es la honrada, es además la única, porque a la otra la tienen por muerta. Y ella, la muy ladina, se aprovecha... Sabrás que le ha entrado el delirio de la casa   —95→   elegante, de los muebles de última moda, cortinas a la Gobelín, alfombras de moqueta, y reclinatorio y estantitos maqueados... sin contar otras elegancias y refinamientos. No hay mañana que no eche dos o tres horas a tiendas.

-Historia, hija, Historia de España. Sigue.

-Ya sabe que los padres no le niegan nada. Es la buena, es la honrada, es la única. Si les ve reacios, allá van cuatro carantoñas, y ya tienes catequizados a los pobres viejos. Con una mano se limpian la baba que se les cae, y con la otra sacan y acarician la bolsa, que sólo se abre para la niña. Ésta les besuquea, y corre a las tiendas a pagar lo que debe y a traer más, más...

-Historia de España... ¡y qué Historia! Adelante.

-Ayer me la encontré en casa de los Hijos de Sobrino, en Majaderitos, donde fui a comprar tela para los delantales del niño, y en poco más de un cuarto de hora hizo Valeria compras de batista superior para camisas, y de adorno en blanco, por valor de mil y cuatrocientos reales... Después fue a la perfumería de Quiroga, y se dejó una buena porrada de duros.

-Historia nacional, retrato del pueblo español... Sigue... Entre paréntesis: a Valeria le ha sentado bien el matrimonio; se ha puesto muy linda.

-Es una monada... Pues sigo. Como yo, cuando me intereso por una familia, no reparo   —96→   en tomarme todas las libertades, también he reñido a Navascués... como lo oyes: ¡ayer le eché una andanada!... Al hombre, un color se le iba y otro se le venía. Pues ¿no es un dolor ver que esa pobre niña no halle distracciones y alegría más que en las tiendas?... Y todo porque al zángano del marido se le cae encima la casa, y no sabe vivir fuera del Casino y los cafés, demente con la dichosa política. ¿Sabes, Pepe, que, a mi parecer, este joven va por mal camino? ¿Quién le mete a regenerador de la patria? ¡Lucida estaría esta pobre enferma si sus médicos fueran capitanes y tenientes! Navascués es de los que creen que, echando a los polacos, ataremos aquí los perros con longaniza... Pues en los Dos Amigos le tienes mañana, tarde y noche... me lo ha dicho él mismo con una ingenuidad que le honra... allí le tienes siguiendo paso a paso, son sus palabras, el movimiento revolucionario, y sacando la cuenta de los comprometidos, de los que no quieren comprometerse... O mucho me engaño, o este joven nos dará el mejor día un disgusto.

-A mí no. Sigue, hija, sigue: tu capítulo de Historia no tiene desperdicio.

-Yo le he puesto de vuelta y media... «Usted es un simple, Rogelio, o un ambicioso vulgar; y si no es esto, seguramente será otra cosa peor. Todo militar que no se encierre en la esclavitud de la disciplina, es un perjuro... A usted le han dado esa espada y le han puesto ese uniforme para   —97→   que defienda la ley, no para que se meta locamente a cambiarla. ¿Quién es usted para cambiar la ley? Eso es cuenta de otros. Usted no sabe una palabra de leyes, ni ha cogido jamás un libro, como no sea el de la Táctica. ¿De dónde saca toda esa palabrería que ahora usa? Quisiera yo poder oír, por un agujerito, las gansadas que usted y sus amigos hablarán en el café... Ya puede andarse con cuidado. El mejor día le recetan los aires lejanos de Filipinas, o le encierran en una fortaleza, si no es que el niño se va del seguro, y entonces, ¡pobre Rogelio!, sus cuatro tiros no hay quien se los quite».

-Ese caso no llegará, porque triunfarán los sublevados... ahora toca triunfar; lo asegura el historiador... y Navascués tendrá el ascenso que busca. Si he de decirte lo que siento, Ignacia, los militares, siguiendo la rutina histórica, no van a cambiar la ley, sino a restablecerla, a levantarla del suelo en que arrojada fue por la polaquería. Esto debe hacerlo el pueblo, la masa total; pero aquí nos hemos acostumbrado a que el pueblo delegue esa función en los militares, y ya no es fácil cambiar de sistema. Lo que te digo es un hecho, que arranco de las entrañas de la Historia efectiva, muy distinta de esa otra Historia que sale al mundo cubierta de artificios, como una vieja que se adoba el rostro, y todo lo lleva postizo, empezando por el lenguaje. Los militares se sublevan cuando la Nación no puede aguantar   —98→   ya más atropellos, inmoralidades y corrupciones, y en estos casos el brazo militar triunfa, sencillamente porque debe triunfar... Y con esto dimos fin a nuestra charla sabrosa, porque llegó la hora de comer, que todo llega en este mundo.

Abril.- Apenas salgo del fastidioso ataque de reúma que me ha tenido cerca de un mes condenado a encierro, tristeza y emplastos de belladona, me decido a vaciar mis pensamientos sobre el papel de estas Memorias, donde me atormentarán menos que amontonados en el caletre. Allá voy con el material histórico que almacenado tengo aquí; y empiezo por afirmar que la conspiración continúa su labor profunda, pero no se la ve, porque se ha metido bajo tierra y...

Espérense un poco, que aquí llega, como llovido, un asunto al cual es forzoso dar la preferencia. ¿No lo dije? Cartita de esa loquinaria, de esa que ha hecho mangas y de los santos principios, de esa, en fin, que ahora la gaita de resucitar la edad de oro, funesta para los sastres y maestros de obra prima... Llevo la epístola a mi mujer, que la lee en voz alta. Dice así:

«Ay, Pepe, déjame que te cuente las amarguras que he pasado! Te horrorizarás cuando leas esta carta y me tendrás mucha compasión, ¿verdad que sí? Aplacado el sufrimiento mío, puedo contártelo, para que lo sepa María Ignacia, y lo sepan también mis padres y hermana. Tan desgraciada he   —99→   sido, que creí que Dios me castigaba cruelmente; mas ahora veo que no ha sido castigo, sino prueba, y que de ella sale mi alma como de un crisol, con lo que ahora está más fuerte, más brillante; y si no lo crees, entérate de lo que te escribo... Pues sabrás, Pepillo, que hará hoy catorce días, a punto de anochecer, vino del trabajo mi Ley muy alicaído, con la cara arrebatada y quejándose de un horrible dolor de cabeza. (Pongo este paréntesis, querido Pepe, para decirte que le llamo Ley, porque de algún modo he de llamarle, que ahora de él tengo que hablar, y me será preciso nombrarle a menudo; conque Ley, ya sabes.) Su piel abrasaba, y transido de frío daba diente con diente. Le hice acostar y le arropé lo mejor que pude. Todo se me volvía decirle: «Ley, ¿qué tienes?» y él no me respondía: estaba como aletargado, de la fuerza del dolor y de la calentura... Yo, como puedes suponer, angustiadísima; hazte cargo... Ley enfermo; Ley, que es mi vida, como si fuese a perder la suya. ¡Y yo sin tener a quién volverme, ni a quién pedir socorro; yo sola con él, y sin médico ni botica... con las estrellas encima por únicos testigos de lo que me pasaba!...

»En fin, para mis adentros dije: aquí yo con mucho valor, y sobre mí y sobre mi Ley, la voluntad de Dios. Lo primero fue calentar agua: afortunadamente tenía un poco de azúcar morena, como unas dos libras; tenía también algo de vino. Pues a darle   —100→   agua templada con azúcar y unas gotas de vino; no había otra cosa: el corazón me decía que aquello era muy bueno... La noche, ya puedes figurarte cómo fue. Ley, abrasado de calor, a destaparse, apartando con sus manos la paja y la única manta que tenemos, agujeradita; yo a volverle a tapar, y a darle calor con mi cuerpo. Te advierto que nuestra habitación es como una jaula, y que por los costados y techo, las troneras y rendijas dejan entrada libre a los aires de Dios. Y la noche era ventosa; no quiero decirte más...

»En fin, Pepe, lo que te cuento fue principio de una larga y malísima enfermedad, que no sé cómo se llama, pero para mí que es algo como tabardillo; y si en los primeros días pareciome que no iba peor, de repente le entró una tan grande agravación, que llegué a creerme que me quedaba sin Ley... ¡Dios mío, lo que he penado! Ahora que pasó todo, pienso que Dios no está en contra mía, sino a favor: buena prueba me ha dado de ello. Yo no tenía recursos, ni a quién llamar en mi auxilio. Como a distancia de medio cuarto de legua están los vecinos más cercanos. Son dos viejos, marido y mujer, con un nieto enano, idiota y casi mudo, pues sólo dice mu, como los animales. Corrí a darles aviso; fueron a verme; lleváronme unas patatas, más vino, hierbas de malva para cocimiento, hierbas de sanguinaria y pan. Después no volvieron, y mandaban al mudo a que preguntara...   —101→   ¡Pues fueron ocho días, Pepe, que me parecieron ocho siglos! Cada tarde creía yo que mi Ley anochecía y no amanecía, y por las mañanas pensaba que no vería la tarde. No puedes imaginar mi angustia. Siempre he querido a Ley: figúrate si le amé, que por unirme con él tiré al arroyo familia, sociedad, posición, todo. Luego de unirnos, le quise más, sin que mi amor flaqueara ni un punto en ninguna ocasión. Pues viéndole con aquella enfermedad terrible; viendo que se me moría por momentos, sin que yo pudiera evitarlo, le quería y le adoraba de una manera tan loca, que yo no sé, Pepe, no sé que haya palabras con que expresártelo. Y cansada ya de pedir inútilmente a Dios y a la Virgen que no me quitaran a Ley, les pedí con muchísimo fervor que me llevaran a mí también en el instante en que él muriese...

«El día y las dos noches en que llegó al extremo peligro, si muere o no muere, noches y día que no puedo señalar, porque para mí no hay almanaque, ni fechas, ni nada de eso, los pasé como puedes figurarte, abrazada a mi Ley, queriendo darle vida con mi aliento, fija la vista, fijo el oído en su respiración fatigosa, que a cada rato me parecía con un compás más lento, y yo no cesaba de pensar que una de aquellas respiraciones sería la última. Cuando no hacía esto, ponía yo en limpiarle toda mi atención: pensaba que limpiando su cuerpo de la miseria de la enfermedad había de   —102→   salvarle... Y entre tanto, a lo que llamaré mi casa, por darle algún nombre, no llegaba más que el mudo, que desde la puerta decía mu, y con él un perro que se colaba dentro y me revolvía todo. El mudo me veía llorar, y corría con la noticia de que Ley se estaba muriendo. Yo decía: «¿Pero tan mala soy, Señor, que así me abandonas?» A la Virgen de los Dolores, a quien siempre he tenido devoción, le rezaba yo con todo el fervor de mi alma para que me amparase, y me la figuraba con la imaginación, por no tener delante efigie ni estampa en que fijar mis ojos... En la madrugada del último día, viendo a Ley que, después de una gran congoja, se quedó atontadito y como si durmiera, me puse de rodillas, y a grandes voces pedí a la Virgen que me socorriese, dejándome la vida de Ley, o llevándose la mía con la suya. Después de amanecer, le acometió otra congoja tan fuerte que pensé que de ella no volvía... Le di agua con azúcar, que era toda mi farmacia, y se le calmó la sofocación. Pareciome que respiraba mejor. Dijo algunas palabras, le di muchos besos, y me reí para ver si le hacía reír.

«El resto de la mañana fue de mayor tranquilidad. A ratos me hablaba, diciéndome con mimo que no me separase de él; que no le hacía falta médico, ni medicinas, ni nada más que verme. Viéndome, creía el pobre que se iría curando... Por fin, a la tarde, observándole despejado y con más animación en los ojos, tuve alguna, muy poca   —103→   esperanza; pero yo me empeñaba en aumentarla pidiéndole a la Virgen y al Señor Crucificado que, después de darme aquel poquito de esperanza, no me la quitasen. A la noche, Ley no tuvo recargo; se despejó mucho, se le animó el rostro, crecieron mis esperanzas... me andaba por toda el alma una luz divina. Me quedé dormida junto a Ley, tan rendida estaba de tantas noches, y él se durmió también. Yo desperté primero, y estuve un gran rato mirándole dormir, y escuchándole la respiración, que ya era sosegada... Despertó Ley, y echándome los brazos me dijo: «Mita, de ésta no muero...». ¡Ay, qué alegría se me metió por los oídos y por los ojos, viéndole y oyéndole! Desde aquella madrugada, ya las esperanzas fueron a más, a más, hasta que he visto a mi Ley salvado... y con mi Ley salvado, ya soy tan feliz, Pepe, que no cambio mi choza por todos los palacios del mundo. Y viendo que la Virgen y el Señor han librado de la muerte a Ley, por el afán y dolor grande con que yo se lo pedí, bendigo mi pobreza, bendigo mi soledad, y no quiero otra vida ni otro mundo.

«Ahora que Ley se va fortaleciendo, y sacudió aquel terrible mal, todo me parece bueno, todo muy bonito; y cuando el viento entra silbando en mi alcázar por los huecos y rehendijas, se me antoja que viene a felicitarme por haber arrancado a Ley de la muerte, con la ayuda de Dios, sin más medicina que mi cariño y las agüitas azucaradas;   —104→   y presento mi cara a los vientos para que me la besen, y les digo: «Venid, aires del Cielo, a ver a Mita contenta...».




ArribaAbajo - X -

Suspendió María Ignacia la lectura, y llevose la mano al pecho, como si el aliento le faltara. Un ratito estuvimos los dos silenciosos, mirándonos. Yo fui el primero en vencer la emoción.

-¿Qué piensas de esto? -le dije-. ¿Te parece que debemos apurar las averiguaciones del sitio en que están, para que pueda ir allá la Guardia Civil y traerles codo con codo?

-Eso no... ¡pobrecitos! Sepamos dónde están para mandarles un par de mantas, ropa, comida... Pero ¿no vivirían mejor en un pueblo, por miserable que fuera?

-Ya ves que no les va tan mal en ese despoblado. Es muy probable que en un villorrio, asistido Ley por curanderos o veterinarios, y metido en un local fétido, no habría escapado de la muerte, mientras que, en la choza ventilada, el cariño de Mita y las agüitas con azúcar le han sacado adelante.

-¿Y por qué la llamará Mita? ¿Qué quiere decir Mita?

-Contracción será de algún nombre cariñoso, inventado por él. Estos amantes libres,   —105→   por borrar la última relación con el mundo que abandonan, suprimen hasta sus nombres de pila.

-Sigue leyendo tú: aún faltan dos carillas... Yo no puedo más. ¡Siento una opresión... y unas ganas de llorar...!

Aquí va el resto de la carta, que yo leí: «Desde que vi a Ley fuera de peligro de muerte, hasta que se recobró y fortaleció, volviendo a ser lo que era, han pasado otros ocho días, en los cuales he tenido que discurrir mucho para sacar adelante a mi amado convaleciente. Pero como ya estaba yo tranquila y contenta, por nada me afligía, y el afán de las dificultades lo compensaba el gusto de vencerlas. Era forzoso alimentar a Ley para que recobrara sus perdidas fuerzas y se le renovara la sangre. Pero carecíamos de todo recurso, y no había más remedio que buscarlo... Yo seguía pidiendo socorro a Dios y a la Virgen, y éstos, a mi parecer, me decían: «busca y encontrarás». Porque no habían de traérmelo los ángeles... Acudí primero a los vecinos de que antes te hablé, y me dieron pan, cebollas y un poco de vino; esto no me bastaba. Algún alimento más delicado necesitaba mi enfermo.

»En esto, llegó un día que me sonó a domingo; en esta soledad conozco los días de fiesta por los sones de campanas que el viento me trae... de campanas llamando a misa en pueblecitos que están distantes. Pero el viento, unos días más que otros, trae los toques de campana tan al vivo, que parece   —106→   que las tienes a un tiro de fusil. Yo le dije a mi Ley, después de arroparle bien y darle unas sopas en vino: «Hoy es domingo, Ley: si tú me prometes estarte aquí bien tapadito, sin que te entren tentaciones de echarte fuera, yo me voy a la iglesia que campanea, y en ella oiré misa y daré gracias a Dios por haberte curado. Y como en derredor de esa iglesia ha de haber un pueblo, después que oiga misa buscaré almas caritativas que me den algo para tu alimento». Y Ley me dijo: «Mita, ve a la iglesia que campanea y da gracias a Dios por haberme salvado. Después buscarás almas caritativas que nos socorran. Te prometo no moverme; pero no tardes más de lo preciso, que estaré muy triste sin ti...». Dejándole tan conforme me puse en camino. Era un día, Pepe, que... me río yo de lo que llamáis días buenos en ese Madrid pestilente... yo no sé decirte cómo aquel día era. Mucha luz, un sol que consolaba sin calentar demasiado, y un aire fresco que, sin alborotar, hacía ruiditos mansos en las encinas... Los pajarillos, las maricas y los cuervos, tan contentos todos, buscando cada cual su remedio... Pues, señor, anduve, anduve, siguiendo la dirección que me indicaban los toques de campanas, y llegué por fin a un cerro, desde donde divisé un campanario, y otro más allá... pero la torre más cercana distaba todavía como un cuarto de hora... No se me apartaba del pensamiento mi pobre Ley, allá tan solito, y los minutos que tardara en volver a su lado me   —107→   parecían siglos. Calculé que si me llegaba hasta el primer campanario, se me iría toda la mañana; y estando en estos cálculos del tiempo y la distancia, tuve una inspiración, Pepe... tuve la idea de oír mi misa en el mismo cerro donde me hallaba. Me arrodillé, mirando al campanario, y rodeada del sol y el viento, con tanto mundo de campiñas y montes delante de mis ojos, le dije al Señor y a la Virgen todo lo que se me ocurría... que no fue poco... y cosas muy sentidas y de mucha religión se me vinieron al pensamiento, y del pensamiento a la boca, puedes creérmelo.

»Cuando yo estaba en lo mejor de mi misa, sonaron más las campanas próximas y otras lejanas, como si hubiera gran festejo y procesión... De rodillas estuve un largo rato, y al concluir mi misa, pensaba que por allí cerca encontraría el socorro que necesitaba para Ley. Yo había visto dos casitas; las volví a mirar: eran blancas, y sus chimeneas echaban humo... Bien podía ser que en ellas vivieran almas caritativas... No había dado yo cuatro pasos hacia las casitas, cuando sentí son de cencerros, y vi que por el cerro subían cabras; tras ellas venían dos hombres y un chiquillo. No creas que me dio reparo de pedirles limosna. Les conté lo que me pasaba, y que había dejado a Ley acostado, convaleciente de una terrible enfermedad. Les rogué que, por el amor de Dios, me dieran un poco de leche, que yo sé trabajar. «Ley también sabe -dije-, y en cuanto   —108→   se ponga bueno trabajaremos y pagaremos la leche que nos den». El más viejo de los pastores, alto y huesudo, con unas barbas muy grandes, que parecían las del Padre Eterno, se encaró conmigo, y poniendo la cara como de enfadarse, y echando un vozarrón que atronaba, me dijo: «Alguna leche le diéremos, mujer; mas no trujo cuenco para llevarla. ¿Llevarla ha en el pañizuelo?» Yo le contesté que no había traído cuenco porque no pensé encontrar rebaños; pero que pediría me prestasen un jarro en aquellas casas de abajo. Y él entonces, echando el vozarrón más fuerte, y enarbolando el palo como si quisiera pegarme, me dijo: «Arrea cacia ti, mujer, que allá te daré la leche».

«Hacia casa me vine, y conmigo el viejo parecido al Padre Eterno, y las cabritas, que eran cuatro, muy saltonas, con las ubres contoneándose entre las patas. Por el camino hablamos poco; el viejo echaba un cantorrio entre dientes. Me preguntó cómo me llamo, y le contesté que me llamo Ana. Nunca declaro mi verdadero nombre. El dijo: «Arrea, moza, que tengo priesa... Voy a bajarme con mis cabras a...» (callo este lugar, que es un soto junto al río). Pues llegamos a casa; me adelanté corriendo para ver si Ley estaba bien arropadito, y le encontré lo mismo que le había dejado... y tan contento de verme. No necesité decirle lo que le traía, porque cuando el viejo y sus cabras entraron en mi guarida, ya tenía yo dispuesto un cazolón bien lavado para la   —109→   leche que el buen pastor quisiera darme.

»Sin decirnos nada, se puso el hombre a ordeñar, y yo a tener el cazolón y a ver cómo salían de los pezones de las ubres los hilos de leche, alternando uno con otro y cayendo con fuerza dentro de la vasija. A medida que ésta se iba llenando, los chorritos levantaban espuma. ¡Ay, Pepe!, lo que entonces sentí, no puedo explicártelo... Viendo los chorritos de leche, y oyendo la musiquita que hacían, aquel rasgueo y aquel chirrís-chirrís, se levantó en mi alma una alegría tan grande, tan grande, que no podía yo tenerla dentro, y me eché a llorar... Mis lágrimas corrían silenciosas. No había más ruido que el de los hilos de leche... Ordeñada una cabra, luego fue el hombre con otra... «Basta, señor», le dije yo con toda mi alegría y mi agradecimiento y mis lágrimas, que no acababan de correr... ¡Ay, Pepe, Pepillo loco!, esta alegría, ni tú ni María Ignacia la habéis sentido nunca, ni sabéis lo que es...».

Suspendí la lectura viendo que mi mujer, vencida de su grande sofocación, rompía en llanto, y con su gesto me decía que callase. Hicimos un descanso, sin cambiar observación alguna, hasta que al fin María Ignacia, recobrado su aliento, pudo decirme: «¡Qué pena siento, Pepe, qué vacío tan grande aquí!... ¡Pobre Mita! Una duda tengo todavía: después la sabrás... También me extraña mucho que en la miseria de esa choza, donde se carece de todo, haya papel, tintero   —110→   y pluma para escribir carta tan larga.

-Espérate un poco. Pasando la vista por el pliego último, me parece que he visto la palabra tintero. Si te parece, acabaré. Ya falta poco». Sigo leyendo: «Puse a cocer la leche, y todo el día estuve dándole a Ley racioncitas cortas y frecuentes, marcando el tiempo con el reloj de mi cuidado. ¡Oh, cómo le gustaba la leche y cómo se relamía de gusto, pidiéndome más, más! Por horas, por minutos, le veía yo reponerse... Pues al siguiente día, a punto del amanecer, el viento me trajo son de esquilas. Salí a ver, y era el Padre Eterno que venía con sus cabras a darnos más leche. «No te apures, Anica -me dijo con su vozarrón, viéndome algo confusa ante tanta bondad-. Ya me la pagarás cuando puedas... y si no puedes, que pase a la cuenta de las ánimas...». Pues asómbrate, Pepe: volvió el pastor otro día y otro, y un porción de días... ya ves cómo me voy afinando de lenguaje... En fin, que Ley sale adelante: pronto volverá al trabajo. Ayer bajé yo a lavar al río... Tan alegre estoy, que a lo mejor me pongo a cantar... canciones mías, cosas que invento. Ni yo misma sé lo que canto, porque es como un gorjeo... Ayer subía yo gorjeando del río, y por el camino, con mi carga sobre la cabeza, decía yo: «Tengo que escribir esto a Pepe, para que él y María Ignacia, las personas que más estimo después de mis padres, sepan lo desgraciada que fui y lo dichosa que soy». En la puerta de mi palacio estaba Ley   —111→   sentadito, esperándome. Yo me quité la carga y senteme a su lado. En aquel momento llegó Mu, el enano de nuestros vecinos: nos traía cebollas, pan y dos lechugas. Como el pobre chico no dice más que mu, y no sé su nombre, Mu a secas le llamo yo. Pues le dije, digo: «Mu, te agradeceré que me traigas el tintero de cuerno y la pluma de tu güelo. Papel tengo yo». En cuanto se fue Mu, le dije a Ley: «¿Te parece que escriba al buen amigo de Madrid todo esto que hemos pasado? Así verán allá que Dios mira por nosotros». Y Ley me dijo, dice: «Cuéntale todo al amigo de Madrid, y él verá, si quiere verlo, que Dios mira por nosotros».

«Ya he salido de la grandísima tarea de esta carta, y créete que no me ha costado poco trabajo concluirla, porque el tintero de cuerno venía muy escaso de tinta, y he tenido que bautizarla, por lo que notarás que esta letra se parece más al agua que a la tinta. Concluyo encargándote... No, no: espérate un poco, que se me olvidaba una cosa.

«Lo que te dije en mi anterior de echarle pica pica al gordo Mora, darle un papirotazo a D. Mariano y unos buenos azotes a mi tía Cristeta, tenlo por no dicho. No hagas nada de eso, que a todos perdono y todo resentimiento se ha borrado de mi alma. Perdón general, perdón hasta para mi tía Cristeta, que fue la que me hizo más daño, porque ya tenía yo a mis padres convencidos de que no debía casarme con Ernestito, cuando   —112→   metió ella sus narices en el negocio; tales cosas dijo a papá y mamá de las riquezas del niño y de lo feliz que iba yo a ser con tantos millones, que les embaucó, y ellos a mí, y al fin pasó lo que sabes. Gracias a que supe descasarme a tiempo, que si no... En fin, no más por hoy.

«Adiós, Pepe: a tu mujer, todos los cariños que se te ocurran; a tu nene, besos mil, y tú recibe, con los afectos de Ley, el de tu amiga - Mita-Virginia».

En silencio hicimos, cada cual a su modo, los primeros comentarios. Suspiraba mi mujer, limpiándose el rostro de lágrimas. Yo esperaba oír sus opiniones antes de manifestar las mías. «Vas a saber -dijo María Ignacia- la duda que tengo... La carta de Virginia me ha conmovido, me ha levantado en el corazón una pena muy grande, y luego un... no sé cómo llamarlo... un tumulto de ideas... Veré si puedo explicarme... No te diré yo que estos cuentos de Virginia sean puro embuste... pero sí sospecho que nuestra pobre amiga se nos ha vuelto poetisa... que posee el arte de adornar los hechos, y de componerlos y retocarlos para que impresionen más a los que han de leerlos. Esto que ha escrito nos ha hecho llorar. ¿Habría producido el mismo efecto contado por ella o visto por nosotros? Ésta es mi duda. Tú me dirás lo que piensas.

-¿Crees tú que Virginia es artista y obra literaria su carta? Algo de arte hay siempre en todo lo que se escribe, y los hechos, aun   —113→   referidos en forma descarnada, se revisten de un extraño resplandor más o menos vivo, según la sensibilidad de quien los refiere. En la carta de Virginia resplandece la narradora que no carece de habilidad: adorna un poquito. Pero bien se ve que es cierto lo que nos cuenta, y en el sello de verdad está todo el interés y todo el encanto de lo que hemos leído.

-¿Según eso, no crees tú que esa desdichada nos haya salido poetisa, y quiera trastornarnos la cabeza... versificando en prosa, como quien dice?

-No, mujer... No hay en esta carta versificación. El olor de poesía que nos da en la nariz sale de los hechos, y estos son tales, que ninguna de nuestras primeras poetisas o literatas sería capaz de inventarlos... Ateniéndome a la realidad, yo te pregunto: ¿qué hacemos ahora? ¿Perseguimos a Mita y Ley?... Creo que no ha de ser difícil descubrir la guarida, poniéndose a ello con fe y perseverancia.

-Sí... ¿qué duda tiene? Basta de salvajismo. Mita y su hombre merecen mejor suerte y otros medios de vida... Pero espérate un poco, Pepe. ¡Vaya un torbellino que tengo en mi cabeza! Si les descubrimos, será forzoso sacarles de su estado salvaje y de su condición libre. Así lo manda la moral. Dejarles en esa independencia, favorecerles con recursos que les ayuden a campar por sus respetos, será dar una bofetada a todas las leyes divinas y humanas... No habría   —114→   más remedio que poner a cada cual en su lugar, separarles... No, no: esto tampoco puede ser... Discurre tú por mí, que yo no puedo... ¡Separarles a viva fuerza! Eso nunca. Sería un atentado a la moral... ¿a qué moral? ¿Hay por ventura dos morales?

-Yo no sé cuántas hay, ni cuál es la mejor, en el caso de que haya más de una. Mientras esto se averigua, no atentemos a la libertad de nadie, y dejemos a cada pájaro en su nido. ¡La ley!... ¡la moral! Créeme a mí, mujer: si queremos dar con la moral y la ley, busquémoslas en nuestros corazones.

-¡Una moral por este lado, otra moral por el otro! -dijo María Ignacia vacilante y confusa-. Y nuestros corazones en medio... ¡Pobres corazones!, ¿acertaréis a elegir el mejor camino?... En este torbellino de dudas, ¿sabes lo que pienso ahora? Pienso que el soplado hablador don Mariano José no es tan tonto como tú crees. Me suenan en el oído las palabras del asegurador de vidas: «No tenemos divorcio... Estamos muy atrasados».




ArribaAbajo - XI -

Abril de 1854. Recibo un pliego en sobre con filetes de luto. «¡Quién se habrá muerto!», digo al abrirlo, no sin ligero temblor, porque me asustan las defunciones de   —115→   personas conocidas... Resultó que no era un muerto, sino un vivo que coleaba, un papel clandestino titulado El Murciélago... Leo en él furibundas diatribas contra los polacos. Cada párrafo es emponzoñada flecha, o un canto muy duro disparado contra cabezas altas y medianas. Los anuncios son crueles epigramas. «El que desee conseguir un destino, diríjase a don Fulano de Tal. En el Ministerio de Fomento darán razón. La cantidad que se estipule, se ha de dar anticipadamente. No se admiten corredores». Versos no mal construidos ponen en la picota a los Ministros, y en ella reciben una zurribanda de azotes. A San Luis se le llama el condesillo; lacayos a los Ministros; a la Corte, centro de liviandades. En el pie de imprenta se lee: «Editor responsable, don José Salamanca.- Imprenta del Conde de Vilches».

Luego vi que todos mis amigos lo habían recibido. El maldito pájaro, metiéndose por ventanas y puertas, visitaba las moradas de próceres y magnates. ¿Lo habrán encontrado la Reina en su tocador, y el Rey en su reclinatorio? Ya se lo preguntaremos a Cristeta Socobio y a doña Victoria Sarmiento, que me parece a mí que están en el ajo, y se dejan caer del lado de la conspiración. Éstas dos naturalezas astutas, ratoniles, criadas en los escondrijos de Palacio, olfatean ya el nuevo queso... No necesito decir que el periódico misterioso tiene en Madrid un éxito colosal. Su aparición ha sido como un rocío   —116→   del Cielo para las almas resecas del odio al polaquismo. No hay idea de lo que a las muchedumbres regocija y entusiasma ver en letras de molde las opiniones subversivas, que ahogadas nacen en la conversación privada. Se ensancha el pecho viendo que el periódico dice lo que pensamos y aún más, con nuevas gracias, y sin pedir perdón por el modo de señalar. Todo el que posee el primer número de El Murciélago se cree dichoso mortal: lo enseña con precaución; hace constar que lo recibió directamente, con sobrescrito a su nombre, prueba de lo mucho que le estiman los incógnitos redactores; coge a los amigos por la solapa y les conduce al reservado de un café para leerles el papelito; niégase a transmitir a manos extrañas aquel tesoro; ofrece sacar copias, para que corra, y las saca con extrañas adiciones. Todo el mundo quiere ser Murciélago. He leído en las copias del primer número: «La Muñoza y consorte, esa familia rapaz...». Persignémonos.

Mayo.- Ayer puse en conocimiento de don Francisco Chico el único dato que se ha podido adquirir acerca del gavilán que se llevó a la paloma de Rementería. «Se sabe que tiene una hermana casada en la Villa del Prado». Oída esta referencia por el astuto cazador de criminales, se rascó una oreja; después la punta de la nariz, estirando levemente los delgados labios en una sonrisa casi imperceptible. «¿Sabe usted, don Pepito -me dijo-, que ese dato, con parecer   —117→   tan poca cosa, podría ser el primer jalón de un camino seguro? No me pregunte qué pienso, porque no pienso nada. Me dijo usted hace días que el tal es buen tipo; vamos, un chicarrón guapo, despejado él...

-Oí que es guapo; de su despejo, nada sé... Debo advertirle ahora, mi buen don Francisco, que no tengo interés en que los fugitivos sean presos, ni menos que les traigan para que se cebe en ellos la Justicia.

-Vamos, quiere usted que cacemos a la señora sola, para meterla en las Arrepentidas.

-No, no: nada de Arrepentidas, ni de coger a la señora. Mi deseo es tan sólo saber quién es él, y dónde está la pareja. Quiero ponerme al habla con ese irregular matrimonio.

-Pero la Justicia...

-De la Justicia, nada. Dejémosla en sus altares, bien guardada entre papeles.

-¿Y la Moral, don Pepito?

-Dejémosla también, dondequiera que esté metida.

-¡Oh, si aquí tuviéramos divorcio!... Pero estamos muy atrasados.

-Progresemos. En este asunto, el progreso consiste en dejar las cosas como están. ¿No piensa usted lo mismo?

-Por mí... figúrese usted... Adelante o atrás, todo me parece igual. Ya estoy curado de espanto... Dos caras tengo yo: una me sirve para mirar al pasado, otra para mirar al porvenir... Pero a veces, señor mío, me   —118→   equivoco de cara, y cuando me pongo a mirar lo nuevo, veo lo viejo, y viceversa... De modo que ya no sé si empeorando mejoramos, o si mejorando vamos a peor, a peor... En las revoluciones no creo; en la tradición tampoco... He visto progresistas del 40 besándole el anillo a Bonell y Orbe; he visto realistas del 24 tirando del coche de Espartero... ¿Qué más me queda que ver? Pues eso, que descubra a un raptor de casada y a la casada, para dejarles en la libertad de su delito... Pero ¿a mí qué me importa? Se hará como usted quiera, siempre que no se me adelante alguno que le lleve a él a presidio y a ella a las Magdalenas... Yo le aseguro a usted que trataré de averiguar quién es él, y dónde se esconde la parejita. Si yo tuviera personal disponible, pienso que en ocho días saldríamos de dudas. Pero ¿usted sabe cómo estamos con esto de El Murciélago, y la guerra que nos está dando el pájaro maldito? ¡Qué quién lo escribe, que quién lo imprime, que quién pone los sobres, que quién lo reparte!... Averígüelo usted en un Madrid, que cada día es más grande, más poblado de pillos... y con un vecindario que es todo de encubridores...

-Trabajo le mando, don Francisco. Hoy, en Madrid, el que no conspira, tapa, y el que no tapa, está en acecho de la policía, para dar el aviso: «¡Qué vienen!... ¡a esconder!»

-Es verdad. ¿Y en un pueblo así, quién es el guapo que descubre a un Murciélago?

  —119→  

-Si no se me enfada, don Francisco, diré que no está ya descubierto y enjaulado porque usted no quiere. Las imprentas de Madrid no son tantas... El periódico tiene que pasar por multitud de manos, pues no ha de ser un solo hombre el que lo escriba, lo componga y lo tire... Yo policía, le aseguro a usted que el pájaro no se me escapaba.

-¡Ay, don Pepe, qué mal conoce usted el mundo, y este Madrid, este pozo Airón de los delincuentes!... No, no. A usted policía, le pasaría como a mí: no cazaría El Murciélago.

-Porque no querría cazarlo; porque no querría indisponerme con los conspiradores de hoy... a quienes seguramente tendré que obedecer mañana.

-No, no, don Pepito, no... Bien sé que esto está perdido... Pero no somos... no somos tan adulones del que ha de venir.

Al decir esto, su cara de pillo, en la cual no se cuidaba de poner la máscara del disimulo, contradecía sus medias palabras. «¿Cómo me hace creer a mí don Francisco Chico -proseguí- que no sabe dónde está el general O'Donnell? Pues qué, ¿se puede esconder un hombre tan alto, y estar cuatro meses oculto sin que asome un pie, una oreja... un codo?

-¡Vaya si puede... en un Madrid tan grande!

-Naturalmente, usted qué ha de decirme... Y, sin duda, soy yo algo impertinente al hablarle de este modo.

  —120→  

-Eso no: diga lo que quiera...

Y la picardía brillaba ya en su cara, eclipsando a la sagaz reserva del oficio. «¿Cómo me hará creer el policía astuto que no sabe quién escribe El Murciélago?

-Como saberlo, no... como sospechar, sí... Todos los días me traen soplos: no hago caso. Los escritores del pajarraco son dos. El uno creo que no se me despinta. Me equivocaré mucho si no es ese malagueño... el Cánovas.

-Hombre, no.

-Déjeme acabar: el otro... estoy en que es uno de Las Novedades, ese Ríos.

-¿Pues si eso sabe por qué no les mete mano?

-¡Ah! Créame usted que al Cánovas le tengo ganas, muchas ganas; pero no puedo cogerlo».

Se pasaba la mano suavemente por la barbilla y quijada inferior, y sus ojos bajos afectaban un respeto hipócrita. A las expresiones de mi asombro, contestó al fin con este concepto que me dejó helado: «Señor marqués de Beramendi, me aseguran que el Antonio Cánovas está escondido en su casa de usted». El estupor no me impidió negar desde el primer momento con una energía que sobrecogió al fiero polizonte. «Bueno, bueno: no es para incomodarse -dijo mirando al suelo-. Si no está con usted, estará en casa de alguno de sus hermanos, don Agustín o don Gregorio. Para el caso es lo mismo. Negué también que Cánovas   —121→   fuese huésped oculto de mis hermanos; pero Chico, en quien la suspicacia y la desconfianza eran una segunda naturaleza, pareció no darme entero crédito. Levantose del sillón Luis XV, y paseándose delante de mí, metidas las manos en los bolsillos del pantalón, me dijo: «¡Qué venga Dios vivo a dirigir la policía, y veremos lo que hace en este Madrid, donde todo es un juego de compadres!... ¿Cómo hemos de cazar a los conspiradores, si ellos saben esconderse en lugar sagrado, o en burladeros donde no podemos entrar?... Corremos tras de Fulanito: ¿y dónde está Fulanito? Pues en su palacio le tiene, a mesa y mantel, el propio duque de Berwick. «¡Que cojan a Menganito; que nos le traigan vivo o muerto!» Pues nos echamos en busca del Menganito, y descubrimos que habita con el propio don José de Zaragoza... ¡guarda que es podenco!... Pues verá usted: hemos andado locos tras de un tal Bartolomé Gracián, militar él, condenado a muerte, indultado y luego vuelto a condenar... la cabeza más destornillada que echó Dios al mundo... Al fin mis agentes le descubren el rastro. Vamos a echarle mano. ¿En dónde creerá usted que se guarece ese pillo? Pues entre faldas. En las habitaciones altas de Palacio le tienen escondido dos señoras que no quiero nombrar. Naturalmente, allí no podemos... Y no es ése sólo el que ha hecho su burladero en lugares, como quien dice, sagrados. Óigame usted otra: ¿a que no me acierta dónde han   —122→   ido a celebrar sus aquelarres los malditos masones, que yo desalojé de la logia de Tepa? Pues a la casa de una tal Rosenda, frescachona ella y desahogada, que hoy es querida del señor Toja, uno de los primeros saca-platos y mete-sillas de la Casa Grande. Llamamos a la puerta de la Rosenda, una, dos veces, y entramos sin encontrar a nadie. Al día siguiente vino a verme el señor Toja, y aquí entró, andando como un lorito, y me dijo, dice: «Amigo Chico, no se meta en vedado si no quiere tener un disgusto». ¡Pues anda, y que se les lleve a todos el demonio!... Aquí, lo primero de que se cuidan los que revuelven a España es de buscarse un buen fiador... Detrás de cada revolucionario hay siempre un padrino gordo. ¿Qué hemos de hacer nosotros, tristes empleados sin libertad, atenidos a un sueldo? ¿Hemos de ser los únicos que cumplan con su deber, cuando los de arriba no cumplen? Crea usted que en este tabernáculo, ningún santo está en su puesto, ni tampoco en el suyo el Santísimo... Pues que venga el tronicio gordo, y a vivir todo el mundo como pueda. ¡Señores polacos, el que tenga aldabones, que se agarre, y el que no, que se estrelle... porque lo que es el terremoto de la Martinica viene... vaya si viene!

Antes de que yo pudiese contestar a esta honda crítica del ser interno de nuestra patria, don Francisco, parándose ante mí, me sorprendió con esta peregrina proposición: «Ea, don Pepito, ¿quiere que hagamos un   —123→   trato? Si usted no tiene al Cánovas en su casa, de seguro sabe dónde está... Dígamelo... yo no he de prenderle, ¡cuidado! Puede estar tranquilo. Con saber el paradero me conformo... Y a cambio de que usted me diga dónde se esconde el malagueño, me comprometo yo, en el término de tres días, a descubrir los prados en que viven comiendo hierbas la hija del señor De Socobio y el pillastre que la robó».

No me convenía el trato, pues aunque yo supiera el paradero de Cánovas del Castillo, no había de revelárselo por nada de este mundo. Cien veces le aseguré no tener la menor noticia del escondite de mi amigo; pero el muy tunante no me creía: tan metida tiene en el alma la desconfianza. Entiendo yo que constituyen su alma el escepticismo de todo lo bueno y la credulidad de cuanto malo hay en el mundo. La profesión de Chico, ejercida con un sentimiento parecido a la fe, no puede menos de crear grandes profesores de maldad, que nada ven donde la maldad no existe. Sin duda es un pájaro de mucha cuenta este don Francisco. Su vuelo rápido y bajuno se pierde de vista, sin que nadie pueda saber a dónde van a parar sus pensamientos. Y tanto desconfía, que jamás inspira confianza. La proyección de su malicia sobre el espíritu del que le escucha es tal, que, tratándole a menudo, llega uno a sentirse delincuente.

Sigue Mayo del 54.- ¡Pataplum! Otro número   —124→   de El Murciélago. Lo primero que me echo a la cara, al desdoblar el papel, es esta piadosa frase: «Salamanca colgado del balcón principal de la Casa de Correos, sería una gran lección de moralidad». Temblemos, y sigamos leyendo: «A Salamanca se han unido cuantos Ministros ladrones hubo en España, y, por último, se le agrega también el duque de Riánsares para los ruidosos negocios de ferrocarriles». En otro párrafo se burla del Gobernador, conde de Quinto, y de sus inútiles esfuerzos en la persecución de la hoja clandestina; y dice con frescura: «Este Murciélago no podrá ser habido: está en parte más segura de lo que parece, y entra hasta donde S. E. no podrá entrar siempre que quiera». Razón tiene Chico. ¡Ah, los altos burladeros...! Leo esto, que es muy interesante: «Corren por Madrid, y parece que están próximos a imprimirse, algunos versos contra la Reina, en los que se habla hasta de su vida privada... Sabemos que estos versos están escritos y serán publicados por cuenta de los polacos, con el objeto de hacer ver a Su Majestad que la oposición la trata de una manera violenta». ¡Hola, hola! Truena después contra los llamados agios: el regalo de 80.000 duros a Rotalde por las obras del Teatro de Oriente; la concesión a la casa Sangróniz de un servicio de vapores para La Habana, y el empréstito forzoso de 180 millones... Hablando de esta operación, El Murciélago toca el cielo con las negras alas. «¿Y van siquiera a emplearse   —125→   con utilidad del país los 180 millones? Una parte, no pequeña, se invertirá en esos agios, que con el nombre de giros, descuentos, etc., enriquecen a los que comercian con la fortuna pública... Después, 40 millones servirán para pagar el camino de hierro de Langreo...». Y sigue poniendo como chupa de dómine a la que llama familia Muñoz, hasta declarar que es una familia que vende su honra por dinero. Me parece que al pájaro se le va un poco la cabeza. Entre los sueltos cortos, leo: «Dícese que el conde de Quinto ha sido nombrado Gentilhombre. De seguro hace de la llave una ganzúa». Pasa luego revista a los militares que defienden al polaquismo, y no deja hueso sano a Blaser, Lara, San Román y Vistahermosa. Del ejército dice que calla, avergonzado del inmundo cuadro de desmoralización que tiene delante... Se atreve, por fin, con la Reina, contra quien va esta china: «Ya empieza a rodar por la cabeza de mucha gente la idea de un destronamiento...». ¡Qué nos coja confesados!




ArribaAbajo - XII -

Junio de 1854.- Sorprendido fui hace pocas noches, a deshora, por la visita de Rogelio Navascués, esposo de Valeria, al que acompañaba otro sujeto desconocido, que   —126→   por el aire me pareció militar. Ambos vestían de paisano, con afectada traza de señoretes pobres de provincias, de los que años ha llegaban sin más objeto que ver La Pata de Cabra, y hogaño vienen a ponerse en contacto con la novísima civilización, llevándose, como señal o muestra de ella, baratijas de corto precio adquiridas en las tiendas más a la moda. Encarar con ellos en mi despacho, y ver sus fachas, y darme en la nariz olor de conspiradores buscando un escondite, fue todo uno. Lo primero que hizo Navascués fue presentarme a su compañero: «Bartolomé Gracián, Comandante con grado de Teniente Coronel, uno de los más fervientes enamorados de la Libertad... etc...». Luego se rieron los dos del pergenio que traían, alabándose de su agudeza para burlar a los corchetes, y acabaron por poner sus apreciables personas bajo mi amparo, para que yo las guardase en el sagrario de mi domicilio. La verdad, no me inspiraban interés ni lástima, y a ello contribuyó la cínica ligereza con que hablaban de sus trabajos, el menosprecio de sus superiores, y la confianza en salir victoriosos siempre que lograsen una libertad relativa con el escondrijo y la engañosa vestimenta. Además, mi suegro, don Feliciano, con egoísta previsión de hombre acomodado que aborrece toda molestia, me había dicho que nuestra casa no facilitaría el tapujo a patriotas militares o civiles acosados por la autoridad.

De esto hablábamos, cuando entró Valeria   —127→   compungida, y con temblorosa frase y estilo de teatro imploró la hospitalidad, asegurando que sería por poco tiempo, pues la Revolución había de triunfar, y los perseguidos serían prontito los perseguidores. Mi mujer, que desde la pieza inmediata oyó la voz de su amiga, no tuvo más remedio que intervenir tomando su parte en las demostraciones de piedad que el sexo le impone, y no necesitó más Valeria para romper en llanto y hacernos una escena dramática, hiposa y sofocante, de ésas que en la escena nos encocoran y en nuestra casa mucho más. Sin que se nos ocultara que en la tribulación de la señora de Navascués había no poco de artificio, Ignacia y yo nos rendimos al formulismo de la amistad, y los perseguidos fueron amparados. Mas, no siendo posible tenerles en casa por el rigor cívico de mi suegro, discurrimos darles asilo seguro en otra casa de mi familia. Desechada la hospitalidad de mi hermano Agustín, por miedo de comprometer gravemente su furioso ministerialismo, con Gregorio me entendí aquella misma noche para traspasarle el embuchado; y tan bien dispuesta encontré a mi cuñada Segismunda, que no necesité gastar saliva para que consintiera en ser patrona de conspiradores. Obscuros y sutiles negocios, de que hablaré en otra ocasión, han enriquecido a Gregorio en poco tiempo. Segismunda se lanza con ambicioso vuelo a más altas esferas; quiere brillar y meter ruido, poner en su persona relumbrones aristocráticos   —128→   recogidos en medio de la calle, o traídos del invisible Rastro en que van a parar las efectivas grandezas; y aunque las ideas de Gregorio y Segismunda son moderadas, como es ley de gentes que improvisan su posición, ambos ven con gusto que se alberguen en su casa dos caballeros revolucionarios de la clase militar. En estos revueltos tiempos, el conspirar ha llegado a ser de buen tono. A mi hermano, y particularmente a mi cuñada, les halaga que, cuando triunfe la Revolución, se les señale como generosos encubridores de los que hoy son facciosos y mañana serán héroes. ¡Qué no darían por esconder a un O'Donnell, a un Messina, o al avisado malagueño Cánovas del Castillo!

Todo quedó arreglado a media noche, y antes de amanecer, los paladines de la Libertad dieron fondo en el cómodo asilo que con maternal solicitud les preparó la esposa de mi hermano. Y ya muy entrado el día, pidiome audiencia en mi casa un sujeto que se anunció como funcionario de la Seguridad Pública, sin decir su nombre. Picada mi curiosidad, no tardé en recibirle; y si de la persona no puedo decir que fuera interesante, lo que el tal echó de su boca en la visita merece cabida preferente en estas Memorias de mi tiempo. En el hombre vi, como rasgos culminantes del tipo, un bigote negro cerdoso cortado en forma de cepillo, cabellera abundante cortada como escobillón, nariz pequeña y atomatada, bastón de cachiporra,   —129→   gabán claro de largo uso, y sombrero, que en toda la visita permaneció en la mano de su dueño. Ostentaba la pelambre de esta prenda innumerables cicatrices, testimonios de una vida azarosa, estrujones, apabullos, palos ganados en escaramuzas callejeras. Quizás, en alguna reunión tumultuosa, sirvió de asiento a persona de extremada gordura; quizás, antes de cubrir la cabeza de su actual propietario, fue remate del figurado guardián que se arma en medio de las huertas para espantar a los gorriones. Pero si mucho el sombrero decía, más dijo el hombre, y sus manifestaciones encerraron tanta enseñanza, que aquí las copio, sin más enmienda que la supresión de mis observaciones y preguntas en el curso del diálogo. Así parece más clara y compendiosa esta página viva de la Historia Nacional.

«Vuecencia no me conoce, señor don José. Yo soy Sebo... quiero decir que así me llaman, y por Sebo me conoce todo el mundo en Madrid, aunque mi nombre es Telesforo del Portillo. El mote proviene de que nací y me criaron en un taller de extracción de sebo, calle del Peñón, donde mi padre y toda mi familia tenían la industria de velas, que allá por el 48 vino a parar en ruina, por causa de la introducción de la maldita esperma y otras porquerías, sacadas, según dicen, de las ballenas de mar... Desde que yo empecé a discurrir, más que los oficios de mano me gustaban los de cabeza, todo lo que fuera cosa de ilustración, o por mejor   —130→   decir, de literatura. Con otros chicos representaba comedias, y de noche, en mi casa, copiaba versos de algún periódico para aprendérmelos de memoria. Llevado de mis aficiones, el primer pan que gané me lo dieron en la escuela de párvulos de la calle de Rodas, donde serví la plaza de auxiliar dos años cumplidos. Aunque me esté mal el alabarme, yo aseguro que no me faltaban disposiciones para desasnar criaturas. Con la paciencia que Dios me ha dado y cierto don natural para dominar las almas infantiles, hice verdaderos milagros en aquel desbravadero de las inteligencias. A muchos borricos domé, y más de un idiota me debe el dejar de serlo. El maestro, mi jefe, me tenía en grande estimación; era yo su brazo derecho, y en los últimos meses llevaba el peso de la escuela. Pero como nadie me agradecía los servicios que yo prestaba a la Nación, cogiendo de mi cuenta a los españoles chicos para convertirlos de animales en ciudadanos, y como mi estipendio era tan corto que apenas pasaba de dos reales y medio al día, insuficiente para pan y arenque o molleja, me vi precisado a cambiar de oficio. Por aquel tiempo empezó a salirme familia... pues, aunque yo no estaba casado todavía, la que hoy es mi mujer me había dado ya el primer hijo, principio de la cáfila de nueve que ya lleva paridos, de los cuales me viven seis para servir a Dios y a Vuecencia.

»Para no cansarle, señor don José, después   —131→   de mil contradanzas molestando a medio Madrid en busca de colocación, el señor Beltrán de Lis me metió en este pandeldemonio de la policía, que es, hablando pronto y mal, el oficio más perro del mundo... y el más deshonrado, el más comprometido, si no se pone uno al igual de los criminales, y come de ellos y con ellos, para ayuda del gasto de casa... que es muy grande, señor. Los ricos no tienen idea de las fatigas de un padre de familia con seis criaturas, mujer, hermana mayor, y otros parientes que acuden al olor de un triste puchero. Esto no lo sabe el rico, que nos paga míseramente para que le cuidemos su vida y hacienda, y sobre pagarnos tan mal, tan mal, que todo mi haber, pongo el caso, no pasa de nueve reales y medio al día, nos exige que tengamos virtudes... ¡virtudes, señor, virtudes! maniobrando uno entre todos los vicios, y cuando en su casa no le entran a uno por los oídos más que clamores de la mujer: ¡que si los chicos están descalzos, y ella sin camisa, y todos con hambre por la cortedad del alimento! Yo tendré todas las virtudes conocidas, y algunas más, el día en que me las avaloren por moneda corriente, que de otro modo no puede ser. Si quieren virtudes baratas o de gorra, formen un Cuerpo de Policía de anacoretas, clérigos u otra calaña de gente sin familia ni necesidades. Suprímase la familia, seamos todos sueltos, tengamos refectorios públicos para matar el hambre, y habrá virtudes. De otro modo no   —132→   puede haberlas y aquí estoy yo para decir con el corazón en la mano que no soy virtuoso. Gazmoñerías hipócritas no entran en mí. Y frente a un caballero que sabe apreciar las cosas como son, abro primero mi conciencia, después mi boca, y alargo mi mano para que los pudientes me den el pedazo de pan que el Gobierno, mi amo, no quiere darme por mi servicio. Yo huelo donde guisan y allá me voy. Hablo con un caballero, y humildemente le digo: «Señor, Sebo se pone a sus órdenes para todo lo tocante a dejar tranquilos a esos beneméritos Navascués y Gracián, que...».

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

»Gracias, señor, por su ofrecimiento de socorro, que debe hacer efectivo a toca teja, porque en mi casa se carece de lo más preciso... Y paso a informarle de lo que desea saber. Anoche, cuando entraron en su casa el Navascués y el Gracián, vestidos de paisano, di conocimiento al señor Chico, que me ordenó suspender la vigilancia de estos sujetos. Naturalmente, ¿qué vamos ganando nosotros con extremar las cosas? ¿Apurar la ley para que el día de mañana los perseguidos de hoy nos limpien el comedero? Españoles somos todos, con derecho a vivir, y el grano que para nuestro alimento nos tira la Providencia desde el cielo, lo hemos de coger donde caiga... Digo, señor, que si el granito cae en campo revolucionario, allá nos tiramos a comerlo. Revolución quiere decir: «Caballeros, apártense un poco, que ahora vamos los de acá». En fin, que Juanes   —133→   y Pedros todos son unos... y si el señor no se incomoda, le diré que mis chicos andan descalzos...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

»Gracias, señor, por su nuevo ofrecimiento. ¿Quiere saber los antecedentes criminales de esos dos peines? Pues allá van: al Navascués le conozco poco, pues no ha sido de mi parroquia. Le tenía un compañero mío, por quien sé que se pasa la noche comprometiendo a la oficialidad de Constitución y de Extremadura. Al otro, al Gracián, sí le conozco, y más cuenta me tendría lo contrario, porque los porrazos que de él y por él he recibido no se pueden contar. Créame, señor: entre todos los españoles locos, el más rematado es ese Gracián. Si el conspirar no existiese, él lo hubiera inventado. Desde que estrenó el uniforme anduvo en líos de pronunciamiento. Por poco pierde la pelleja en Madrid, el 48, y después en las Peñas de San Pedro. Vive de milagro: le matan y resucita. Es valiente; pero de esos que no pueden vivir sin faltar a la ley. A mujeriego no hay quien le gane. Cuando no engaña a dos, a tres engaña. Las mujeres quieren salvarle, y él no se deja. No hay en la Policía quien no tenga en alguna parte del cuerpo señal de sus manos. Yo, sin ir más lejos, estuve dos semanas con la cara hinchada, porque... verá Vuecencia: quise cogerle una noche, a su salida de Palacio, ¡de Palacio, señor!, que allí tenía su albergue. Me dio tan fuerte golpe que perdí el sentido, y creí que escupía todas las muelas de este lado. A dos compañeros míos,   —134→   otra noche, junto a Caballerizas, les descerrajó un pistoletazo, pasándole a uno el sombrero y quitándole a otro un pedazo de oreja. Intentaron echarle mano; pero él sacó un cuchillo de este tamaño, con perdón, y les acometió con tanto coraje, que si no echan a correr, allí se dejan el mondongo. Asómbrese Vuecencia: hasta hace poco vivía en los altos de Palacio; parece que es sobrino carnal de una señora que vistió el hábito de monja en el convento de Jesús. Don Francisco Chico, cuando le llevamos esta referencia, nos dijo: «Cepos quedos, muchachos. Tres sitios hay donde no debéis meteros nunca: río, rey y religión...».

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

«Razón tiene mi señor don José: dentro de Palacio hay ideas y personas para todos los gustos... Bien dice don Francisco Chico que el piso segundo es una república... Al tercero suelo subir yo, porque allí vive un primo mío, que me debe ochenta y dos reales de unos colchones que mi mujer vendió a la suya, y por cobrárselos a pijotadas, apechugo, en los primeros de mes, con el sin fin de peldaños de aquellas malditas escaleras. Por el primo sé muchas cosas, de ésas que se le dicen a uno para que las calle, y así hago yo... oír y callar. Los magnates se encargan de pregonarlas: ellos, que de presente adulan, por detrás despellejan. El pobre es el que habla siempre bien de las personas altas, pues como está mal comido, no tiene aliento más que para honrar y aclamar. El pobre mal comido dice a todo que sí, porque   —135→   para el no necesitamos tanto aliento como para el no... Por esto, yo sostengo, y no se ría don José, yo sostengo que si el pueblo estuviera bien comido, bien bebido, y asistido en total de sus necesidades, diría que no, viniendo a ser enteramente revolucionario. Lo que oíamos cuando éramos niños, seguimos repitiéndolo de grandes. ¡Viva Isabel! fue el son con que nos arrullaban en nuestras cunas, y ¡Viva Isabel! gritamos hasta la muerte. Es un estribillo que tiene por causa la mala alimentación. Los hambrientos cogen un decir y no lo sueltan en toda la vida. Los señores bien cebados son los que pueden discurrir y hacerse cargo de las cosas públicas, mientras que el pobre sin sustancia es perezoso del cerebro, y no le entran más ideas que las que ya entraron, o sea las que recibió como herencia al mismo tiempo de recibir el patrimonio de su pobreza. Tomando pie de esto, excelentísimo señor, le suplico que mire por Telesforo del Portillo, alias Sebo, que es buen hombre, aunque en este oficio condenado no lo parezca; y puesto Vuecencia a proteger, eche una mano a toda la familia. Verbigracia, el chiquillo mayor de los míos, a su padre sale en lo agudo y a su madre en lo hacendoso. Sabe leer y escribe con buena letra. En esta gran casa podría tener colocación, aunque sólo fuera para llevar y traer recados. Si quiere ponerle librea, mejor, que así se acostumbrará el niño al empaque tieso y a las posturas nobles, como quien dice. La niña   —136→   mayor, aunque me ha salido un poco jorobadita, es muy dispuesta para todo, y un águila para la costura... quiero decir, que cose con primor y que sus dedos vuelan... Bien podría la señora Marquesa traerla acá, y tenérmela empleada de sol a sol en la costura de casa tan grande... De mi esposa, sólo digo que tiene manos de ángel para el planchado en fino, y que en la compostura de encajes da quince y raya a la más pintada... Vea el señor Marqués qué fácilmente puede ayudar y socorrer a este pobre Sebo, a este honrado Sebo, que por las callejuelas de su oficio camina en persecución de las virtudes sin poder encontrarlas, y...».




ArribaAbajo - XIII -

No le dejé concluir: ya el sonsonete de su voz, que había empezado festiva, volviéndose gradualmente cavernosa y lúgubre, retumbaba en mi cerebro como el insufrible aleteo del moscardón. Con un socorro pecuniario correspondí al ofrecimiento de sus servicios, y puse precio razonable a su filosofía policíaca, forma vaga de humanismo no disconforme con mis ideas... Para él sería yo el verdadero Gobierno, el Estado efectivo; y pues mi bolsa suplía las escaseces de la nómina oficial, a mí debía darme Sebo el fruto informativo de su trabajo, entendiéndose   —137→   que jamás haría yo uso inconveniente de tan extraña subrogación. Retirose el hombre muy contento, y aquel mismo día por la tarde medio pruebas del entusiasmo y diligencia con que a mí se acogía, llevándome nuevos informes del Bartolomé Gracián, los cuales avivaron hasta lo indecible la curiosidad que aquel extraño conspirador había despertado en mí. Y el gran Sebo, como si su memoria fuese un canasto repleto de inútiles cosas cuya pesadumbre le estorbaba, vació en mis oídos estos fragmentos de Historia privada.

Es Gracián el más atrevido y el más afortunado mujeriego de España y sus dominios. Su extraordinaria guapeza de figura y rostro le dan las primeras armas; las completa y afina con su increíble atrevimiento y con su exquisita labia para trastornar el seso a las hembras. Desde que fue hombre, declaró guerra sin cuartel a dos principios fundamentales: la moral doméstica y la disciplina militar. Es éste en él un doble apetito, una doble pasión que le coge toda el alma, sin dejar espacio para más. No hay situación política que él no intente destruir con las armas, ni mujer bonita, casada, soltera o viuda, que no quiera conquistar por el amor. Aseguró Sebo que todas absolutamente se le rinden, y extendiéndose en este sabroso asunto, alargaba el hocico, erizando las cerdas de su bigote, y entornaba con picardía sus ojos vivarachos.

-Cuidado, Sebo -le dije-, que eso del   —138→   rendimiento de todas no puede constarle a usted ni a nadie». Y él, afectando imparcialidad y moderación: «Pongamos casi todas, señor don José. Hay en la vida de este hombre un caso que sé por referencia, pues en aquel año, que era el 51, no estaba yo encargado de él, ni le había echado la vista encima. Andaba escondido; sobre él pesaba sentencia de muerte; vivía con una moza muy guapa, que le quería y le cuidaba como si fuera su esposo por la Iglesia, y de la noche a la mañana... No, no es que la abandonara, señor; no es eso... El abandono de la moza bella no tendría nada de particular. Fue un caso más raro y nunca visto. Otra mujer, a quien él no conocía más que de oídas, le robó... robó al Capitán, llevándosele a sitios escondidos para tenerle por suyo... No se ría, señor: es como se lo cuento. Se ven raptos de mujeres en el mundo muchas veces; en el teatro a cada momento. Pero raptos de hombres, así, cogiéndole en un camino, por manos de policías y cargando con él, como se carga a una doncella, no se ha visto, creo yo, más que en el caso del capitán Gracián.

-¿Y la otra, amigo Sebo, la que vivía con él?

-Buscándole estará todavía, pienso yo...

-¿Y él?...

-Un compañero mío que estuvo en el ajo me ha contado que el muy tunante hizo poca o ninguna resistencia... Vamos, que se dejó robar. O algún antecedente tenía ya de   —139→   esa señora ladrona de hombres guapos, o por ser tan listo, le dio en la nariz olor de una barraganía de provecho.

-¡Vaya, que la mujer que tal hizo era de veras arriscada y jaquetona! ¿Y anduvieron policías en ese gatuperio? En él veo yo la mano experta de don Francisco Chico.

-El señor coge las cosas al vuelo, y así no tengo yo que decir nada malo de mi jefe.

-Es un travieso de marca mayor, y sin ningún escrúpulo. Pero la dama ladrona, sólo por idear el robo de un hombre y afrontar las consecuencias, tiene sus puntas de heroína. ¿Quién es, Sebo?

-Pues una solterona que por lunática fue arrojada del convento de Jesús; mujer de cuidado, que, según dicen, es un poco boticaria y un poco droguista. Compone aguas de olor para refrescar el cutis o para pintar el pelo, y bebedizos para echar del cuerpo los demonios, o meterlos en él si a mano viene. Entiendo yo que es bruja, señor, y de aquellas que, por criarse en conventos, saben más que Merlín y su hijo. ¿Me pregunta Vuecencia que qué cargo tiene en Palacio? Pues el de centinela, para ver quién entra y sale, quien priva y quién no priva, y contarle todo a la Madre. La Madre de las Llagas es su verdadera Reina y el amo a quien sirve... Vea el señor si tendrá poder la Boticaria, maniobrando entre dos Reinas, la de acá y la de Jesús...

Al llegar a este punto, se apareció en mi   —140→   mente la figura que yo creí desconocida, y de pronto resultaba persona de mi particular conocimiento. ¡Acabáramos...! En la compleja vida social, sucede a menudo que oímos referir peregrinos hechos, y dudando de su certeza, los atribuimos a individuos fantásticos. Nuestro asombro se asemeja al infantil interés que despiertan los maravillosos cuentos de hadas. Mas por cualquier circunstancia descubrimos que el héroe, o la heroína, de tan singular historia es un ser vivo, le conocemos, le tratamos, y entonces nuestro asombro se concreta, se refuerza con la credulidad, y es clara percepción de la realidad humana. Lo que juzgábamos absurdo, sólo por ser impersonal, nos parece verídico en cuanto el caso se cristaliza en el rostro de una persona conocida.

«Señor Sebo -dije yo interrumpiéndole, no sin alegría-, ya estoy al cabo de la calle. La que usted llama Boticaria, no puede ser otra que doña Domiciana Paredes, hija de un cerero de la calle de Toledo, y amiga íntima de la que lo es de mi familia, doña Victorina Sarmiento. Mi mujer y yo la tratamos, la hemos recibido en nuestra casa, la hemos obsequiado con chocolate, no una sola tarde, sino dos y tres, y por venir en compañía de doña Victorina la hemos mirado como a persona de respeto. Ya sabía yo que en Palacio era embajadora o cónsula de la Madre. La gracia y amenidad de su conversación nos revelan a una mujer de talento. Ahora, oído el informe del rapto de   —141→   Gracián, vemos en ella un entendimiento y un brío de voluntad que la igualan al mismo Napoleón.

-Eso he dicho yo, señor don José... doña Domiciana es un Napoleón... no éste que ahora gobierna en Francia, sino el otro, el que llamaban Primero y acabó sus días en una ínsula. Porque ha de saber Vuecencia que la Boticaria engañó a doña Victorina, haciéndole creer que el Capitán robado era su sobrino, y demostrándoselo con documentos que sacó no sabemos de dónde. Sabe imitar el papel de barbas antiguo, la tinta vieja, y las obleas y lacres del siglo anterior... Pues arrebatado el galán, le escondió en una casa de campo, radicante en el camino real de Aragón, un poco más acá del sitio donde arranca el senderillo de la Fuente del Berro... A poco del secuestro, se ocupó la ladrona de conseguir el indulto de su sobrino, pues ya he dicho que estaba dos veces condenado a muerte por Consejo de guerra... Ello no fue difícil, con las buenas agarraderas de doña Victorina...

-En las gestiones para ese indulto anduve yo también, amigo Sebo.

-Anduvieron muchos. O'Donnell se resistía. Una cartita de Su Majestad amansó los rigores del General. Indultado el Capitán, sus primeras salidas fueron para las conquistas de amor. En tres días hizo estragos en las afueras de la Puerta de Alcalá, cortejando y enloqueciendo a varias mujeres: una en el Parador de Muñoz, otra en la   —142→   huerta de Retena, dos en las casas de Piernas y en el portazgo del Espíritu Santo... Doña Domiciana tocaba con sus manos el santo cielo. Para evitar escándalos, discurrió mandar al galán a Puerto Rico con el general Prim. Ya estaba todo concertado para este viaje; pero la noche en que Bartolomé debía marchar a Cádiz en silla de postas, desapareció como un duende, sin que por ninguna parte le pudiéramos encontrar... Por fin, a los tres días se delató él mismo, en casa del señor Toja... calle del Factor. ¿Y cómo se descubrió ese pillo? Pues rompiéndole la cabeza a un amigo suyo, Nicasio Pulpis... Allí se reunían... dicen que a jugar al tresillo: yo entiendo que a verlas venir. Para mí, Gracián cameló a la Rosenda, que antes fue querida de un tal Castillejo, también de la cáscara amarga, y conspirador de afición, como esos que matan por dar gusto al dedo... Las heridas del Pulpis desbarataron el tapujo del Gracián. Pero el señor Toja, más ciego que un topo, seguía defendiéndole, y entre él y la Rosenda nos le quitaron de las manos. Volvió a parar el hombre a las de la Boticaria, que esta vez en el mismo Real Palacio le aposentó, sin que doña Victorina se llamase a engaño: con tanta sutileza tramó el enredo aquella sabia Napoleona, o Napoleón de las mujeres...

«¿Qué más quiere Vuecencia que le cuente, ilustre señor? Si no se cansa, le diré que por Gracián enloquecieron y se trastornaron   —143→   una tal Eduvigis, esposa de cierto carrerista, y la hija mayor de un gentilhombre, llamada Inés... Fue tal el desatino de ésta, que se propinó una toma de fósforos en aguardiente, porque el galán había faltado a una cita que le dio en la iglesia de la Encarnación... Pasaron días, muchos días, en los que perdí el hilo de estas cosas. Gracián desapareció de Palacio. No hace dos meses que doña Domiciana volvió un día a su casa con el cuerpo lleno de contusiones, un ojo hinchado y el morro enteramente torcido. ¿Qué le había pasado?... Por decir extravagancias, hasta se dijo que en el convento de Jesús anduvieron las monjas a trastazo limpio con una caterva de diablos rabudos y cornudos que entraron por las chimeneas. Y tan estúpida es la gente, y tan desleída en la sangre tenemos los españoles la superstición maldita, que no faltaron personas que creyeran estos disparates... Otras vieron en el rostro de la Boticaria la mano del Gracián. Pero ella se aguantó, y con sus alquimias se puso a la curación de las mataduras, quedándose en un santiamén como nueva. Digo que es bruja, señor, porque como santa no lo es... Gracián vivió algún tiempo en Caballerizas, durmiendo allí de día, y largándose por las noches a la vida de tertulias secretas, en la redacción de algún periódico, o en zahúrdas donde conspiran hasta los gatos... En estas idas y venidas, ya teníamos armada una trampa para cogerle, juntamente con el señor   —144→   de Navascués, cuando se guarecieron los dos en esta casa... Yo pregunto: ¿por seducir mujeres se debe perseguir a un hombre? ¿Y por pronunciarse, qué? ¿De estas dichosas pronunciaciones no han salido todos los Generales que nos mandan? Pues los pronunciados de ayer ya llenaron bien el buche, dejen comer a otros, señor. Yo digo que debe haber turno en las mesas de los ricos, o que alternen, para que podamos alternar también los pobres. Bien nos dice la experiencia que cuando los Gobiernos duran mucho, todo el tráfico se paraliza, la clase menestrala no tiene qué comer, aumentan los robos, las patronas y pupileras están a la cuarta pregunta, la mendicidad crece, disminuye la caridad pública, el abasto de la plaza es malo y carísimo, la carretería se estanca, los taberneros echan más agua al vino, el pueblo se entristece, bajan las rentas de Tabacos y de Loterías, nacen más chiquillos, las calles se desaniman, los sastres perecen, y toda la Nación está como una novia desconsolada, a quien nadie le dice por ahí te pudras.

-Muy bien, muy bien, amigo Sebo. Estamos conformes. Los Gobiernos duraderos originan enormes calamidades. ¿No condenamos la pereza en las personas? Pues peor es en los pueblos. Progresar quiere decir moverse, renovarse, mudar de estado, de postura, de ideales, de ensueños, de vestido, de modas. Hasta los enfermos crónicos y aprensivos abominan del reposo, cambian   —145→   de enfermedades, y cada día inventan una nueva. No basta variar de médico; hay que variar de dolores. «Ya no me duele aquí, sino aquí». Progresar es cambiar de amigos, de novias, de afeites, de juegos, de aires. España es un mendigo que se aburre de estar siempre pidiendo en la misma esquina. «Vámonos a la de enfrente, que por ésta no pasa nadie». España no necesita de la acción consolidadora del tiempo, porque no tiene nada que consolidar; necesita de la acción destructora, porque sus grandes necesidades son destructivas. Las revoluciones, que en otras partes desequilibran la existencia, aquí la entonan. ¿Por qué? Porque nuestra existencia es en cierto modo transitoria, algo que no puede definirse bien. Yo la veo como si el ser nacional estuviera muriendo y naciendo al mismo tiempo. Ni acaba de morirse ni acaba de nacer. Por eso apetece el movimiento, la variación de ambiente, de personal, el cambio de hombres públicos, a ver si éstos son menos sepultureros y más comadrones. ¿Me entiende usted, amigo Sebo?

-La verdad, señor: no lo entiendo muy bien.

-Digo que el ser nacional está en todo este siglo muriendo y naciendo. Los hombres públicos y cuantos de política se ocupan, incluso los militares, sepultan y al propio tiempo vivifican... La nación quiere mudanzas y revoluciones, para que el nacer sea fijo y se acabe el morir.

  —146→  

-Ahora lo entiendo menos, excelentísimo señor.

-Pues sí: húndanse los gobiernos, vengan revoluciones, para que el país se despabile y aprenda a vivir a la moderna, y salgan hombres de gran poder, y tengamos más medios de ganar la vida, y se acabe el morir lento de un pueblo.

-Ahora entiendo, porque... como dijo el otro: los pueblos no mueren.

-Se modifican, se refunden. España no ha encontrado el molde nuevo. Para dar con él tiene que pasar todavía por difíciles probaturas, y sufrir mil quebrantos que la harán renegar de sí misma y de los demás... Pero si el señor Sebo no tiene interés en que lleguemos a desentrañar este punto hondísimo de histórica filosofía, pasemos el rato en el examen de los hechos, alegres o tristes, patéticos o graciosos, más interesantes que esas peregrinas imitaciones de la realidad que llamamos novelas. Celebramos ver ensanchado el campo de la verosimilitud. Nada es mentira, amigo Sebo: la verdad se viste con los arreos de lo fabuloso para cautivarnos más, y cuando ve que la contemplamos embobados, suelta la risa, se quita el disfraz y nos dice: «Mentecatos, no soy arte: soy... yo».

-Quiere decir que estas cosas parecen cosas de poetas, y aquí el poeta no es otro que el mundo de Dios... Aún no he contado al señor todos los enredos del Gracián, ni los apuros de doña Domiciana para tenerle sujeto.

  —147→  

-No es conveniente, buen Sebo, que ahora prosiga usted relatando estas verdades que parecen mentirosas... Con lo referido basta por hoy, que la acumulación de pasajes interesantes en cualquier historia produce en el oyente un efecto congestivo... Economicemos el asombro, y sujetemos a medida el examen recreativo de los hechos humanos... Necesito comunicar a mi mujer estos descubrimientos, y que ella y yo, en íntima conversación, nos solacemos comentándolos. Los ricos que no tienen nada que hacer, se morirían de tedio si no alegraran su vida, en que todo está hecho, pasando revista a la vida de los demás... Vea usted en qué consiste la única felicidad de los ricos, precisamente por ricos, ociosos: son felices mirando y midiendo la infelicidad ajena... Mi mujer ha salido a visitas. Ya se me hacen largos los minutos que dure su ausencia más del término regular... Paréceme que siento abrir la puerta... Es ella... Haga el favor de ver...

-Es la señora Marquesa...

-Retírese, amigo Sebo, y venga pronto, que tengo que encomendarle un asunto...

-¿De mujeres, excelentísimo señor? -dijo Telesforo en voz baja, dulzona, después de aguardar a que los pasos de María Ignacia se perdieran en el pasillo.

-De mujer... pero no sola... que donde hay mujer hay hombre.



  —148→  

ArribaAbajo - XIV -

Estupor, miedo, risa causó en María Ignacia la revelación de las inauditas aventuras donjuanescas de nuestra venerable amiga Domiciana. ¡Cuán verdadero es que en visita toda persona nos parece juiciosa y de intachable moral! Conocíamos a la monja Boticaria por haberla recibido en nuestra casa más de una tarde, en compañía de Victorina Sarmiento, antigua relación de los Emparanes. Nos había cautivado la conversación amena, el delicado gracejo de la buena señora, y sus felices ocurrencias expresadas con la dicción más pura, dentro de los términos más decorosos. Encantados la oíamos todos los de casa, y ausente, consagrábamos a su recuerdo alabanzas salidas del corazón. Referíanos episodios del claustro, ridiculeces ingenuas de algunas monjas, poniendo en sus relatos toda la sal compatible con la piedad y el respeto de la religión; y si nos hablaba de tipos y escenas palaciegas, hacíalo con exquisito comedimiento, sin que el menor roce de su lengua, siempre muy pulcra, empañara nombres ni manchara reputaciones, aun las más equívocas. ¡Quién nos había de decir que aquella simpática jamona, todavía fresca, más graciosa de palabra que de hocico, divierte sus ocios de exclaustrada en cacerías y robos de   —149→   hombres guapos! ¡Qué cosas se ven, y cuán caprichosas, en su inmenso reino, son la flora y la fauna del vivir humano! ¡Qué infinita variedad de formas, qué extravagancia en algunas, qué sencillez elemental en otras! Llamamos original a lo que vemos por primera vez, y nuevo a lo viejo que no conocíamos. Todos los casos morales tienen la misma edad, como los tipos vegetales. La Naturaleza lo inventó todo de una vez, y ya no inventa; no hace más que combinar las ocasiones y escenarios en que nos descubre sus secretos: así llamamos a lo que, después de visto por millones de ojos en cien generaciones, pasa ante los ojos nuestros...

Tan pronto risueña como asustada, mi cara esposa expresaba de este modo sus turbadas ideas: «Me da miedo el descubrimiento de acciones tan contrarias a lo que hemos visto y creído. Con tales sorpresas acabaremos por dudar de todo. ¡Vaya con doña Domiciana! Necesito que pase algún tiempo para formar un juicio claro de esa mujer. Lo que es ahora, no puedo decirte con verdad si se empequeñece o se engrandece a mis ojos. Es que... veamos si acierto... es que las debilidades achican, y los grandes actos de voluntad agigantan. Domiciana es débil, Domiciana es fuerte. ¿Con cuál de las dos mujeres nos quedamos?

-Yo me quedaría siempre con la fuerte. En Napoleón Bonaparte, la acción enérgica eclipsa todo lo demás: los errores, las vanidades, las infamias menudas...

  —150→  

-¿Y qué me dices del don Juan ése? ¡Valiente sinvergüenza! Pero ¿el tipo del seductor de oficio existe todavía? ¿No me dijiste que había pasado, como los poetas pastoriles y los bandidos generosos?

-Pasan, sí... pero vuelven.

-No sé qué me repugna más: si el hombre degradado que hace del amor criminal una profesión, o las bribonas que se dejan burlar por un tunante de esa ralea. La que cae en semejante trampa es tonta, o está moralmente perdida antes de que la pierdan... Ahora, Pepe mío, ya lo estoy viendo, la primera idiota a quien pondrá las paralelas ese canalla, será su patrona, tu cuñada Segismunda.

-Esa improvisada señorona no es vulnerable en su imaginación, sino en su vanidad y en su interés. No siente otra poesía que la de los diamantes, joyas y objetos de valor... Gracián, según entiendo, es pobre, y su arsenal se compone de palabras y artificios amorosos. Más que por Segismunda, que no tiene un pelo de tonta, temo yo por Valeria, ligerita de cascos y sin consistencia en nada... digo, es consistente en la pasión por los muebles bonitos y los trajes elegantes.

-¿Qué diferencia ves entre las dos hermanas?

-La diferencia que hay entre una muñeca y una mujer. Valeria es un juguete; Virginia, una fuerza.

-Ese burlador de profesión, con ser ridículo,   —151→   y sus víctimas unas pobres ilusas, me causa miedo. ¿Y has dicho que conspira contra la Autoridad, contra todos los Gobiernos? En buenas manos está la salvación de la Patria... No le deseo la muerte; pero sí una encerrona larga en cualquier castillo donde no entren mujeres...

-Es un soñador, que no se conforma con la realidad, y busca siempre lo que está detrás de lo visible...

-Y detrás de lo visible, ¿qué se encuentra?...

-Se encuentra... lo que se busca... una imagen que al encarar con ella nos dice: «No soy lo que quieres... Lo que quieres viene detrás...». Y así sucesivamente hasta lo infinito...

-Pues el que persiste en buscar lo que no encuentra, o es un loco, o necio de solemnidad.

-Es un descontento, un ambicioso, un investigador de almas. Puedes creerlo: el tal Gracián me interesa y deseo tratarle...

-¡Ay, Pepe, Pepito, ya te me estás echando a perder!... ¿Volveremos a las andadas... a la persecución de lo invisible?

Sigue Junio.- Tan a pechos ha tomado sus obligaciones de soplón el diligente Sebo, que ya me fatiga. Los cuentos que un día y otro me trae, y que enredándose como las cerezas salen de su boca de caníbal, enriquecen mi conocimiento con preciosos datos de la vida real, los cuales vienen a mí mezclados con salpicaduras poco gratas de la saliva   —152→   del comunicante... Creyera yo que sus bigotes cerdosos son un hisopo automático, que rocía bendiciones mientras su palabra les da realidad fonética. En fin, el hombre me dice tantas cosas, que ya no tiene mi memoria cabida para conservarlas: unas se me olvidan; a otras no doy crédito; las hay que me causan enojo porque aclaran demasiado los senos recónditos de la vida, y destruyen el sabroso misterio.

Mi mujer ha tomado entre ojos al policía revelador: cree que sus continuas, minuciosas confidencias alteran mi ecuanimidad; ha llegado a ver en él como un diablo que viene a posesionarse de mí trayendo la forma propia de nuestra época, no ya cuernos, rabo y escamas, sino el cortado bigote de rígidas hebras, como un cepillo, y el bastón de agente de la Seguridad Pública. Debo, según mi mujer, ponerle bonitamente en la calle. No soy de esta opinión, porque entre infinitas referencias menudas, que son como los dichos del vulgo recogidos a espuertas en medio del arroyo, me ha traído algunas de un valor inapreciable.

«Por este diablo de Sebo -dije a María Ignacia- sé que O'Donnell está escondido en la Travesía de la Ballesta, número 3. Tres jóvenes que yo conozco, Vega Armijo, Cánovas y Fernández de los Ríos, le ponen en comunicación con tres Generales, que aparentan servir al Gobierno. ¿Quiénes son? Aún no me lo ha dicho mi diablo. Lo que sí sabe es que el Regimiento de Extremadura   —153→   y el segundo Batallón de Constitución han picado el anzuelo. Tendremos guerra en las calles. Ya puedes ir haciendo provisiones para la encerrona que nos espera... ¡Ah!, también está en el ajo nuestro amigo Echagüe, que manda el Príncipe. Cuidado, no te olvides de almacenar vituallas, como para un largo asedio... Pues sí: el general O'Donnell, hoy perseguido, mañana triunfante, se aloja en un piso segundo: escalera empinada... portal obscuro y mingitorio. En tan vulgar mansión reside la cabeza de la España política y militar de mañana. ¿No lo crees?

-Cuéntaselo a papá. Según él, lo que se dice de Mesina y de Dulce es invención de desocupados. Ni esos caballeros, ni otros que andan en bocas de la gente, han pensado en volverse contra el Gobierno. El Ministro de la Guerra, señor Blaser, llamó a Dulce y le metió los dedos en la boca. Pero Dulce, poniéndose la mano en el pecho, juró que él es leal, y tal y qué sé yo...

-Haz provisiones, mujer mía, y tu papá, que es un inocente, lo agradecerá mucho. Madrid será, el día menos pensado, mañana quizás, una plaza sitiada. Se me ocurre que debemos comprar dos buenas cabras, y habilitar para establo una de las habitaciones más ventiladas... Figúrate que la tremolina dura tres días, cuatro... ¿De dónde sacaremos la leche?... Asegurada la subsistencia para toda la familia, nada me importa que Madrid sea un campo de batalla: vengan tiros,   —154→   lucha, sacudimientos; sean allanadas las moradas de los soberbios; las viejas rutinas caigan; ábrase paso la vida nueva...

-¡Jesús, Jesús, ya te veo trastornado!... Pero ¿no deliras? ¿Será menester que compremos las cabritas?

-Sí... Para que den leche a nuestro hijo prisionero... Al propio tiempo le proporcionamos un juguete vivo.

14 de Junio.- «¿Sabes, mujer mía, lo que ocurre? Encerrémonos aquí, y hablemos. No se entere nadie de lo que voy a contarte, que es reservadísimo. Llevaría el cuento a don Félix Jacinto Domenech, y éste a San Luis, y San Luis a Blaser... No, no: esto queda entre nosotros. ¡Y luego pensarás mal del pobre Sebo, que es para mí el susurro de la Historia: hoy habla bajito, y mañana lo dirá todo a gritos!... Pues ayer, ayer estalló la revolución... No, digo... quiso estallar; pero tuvo que dejar el estallido para mejor ocasión. Verás: Cánovas... No, no fue Cánovas; déjame que ponga orden en mis recuerdos... Vega Armijo, tan joven y ya revolucionario, sacó de su escondrijo al general don Leopoldo O'Donnell... Eran las cinco de la mañana cuando el coche arrancó de la Travesía de la Ballesta... ¿A dónde iban? A Canillejas, mujer, un pueblo agreste, más allá de las Ventas del Espíritu Santo. En esto, Cánovas... No, no: Dulce... Debí empezar por decirte que Dulce sacó muy temprano la Caballería... con el fin laudable de maniobrar...   —155→   y que Echagüe maniobraba también en las afueras de la Puerta de Alcalá... Todos maniobraban, y maniobrando se les fue la mañana, mientras esperaba O'Donnell en un mesón de Canillejas... el caballo a la puerta, ensillado con montura de teniente general. Todo el que pasaba por allí pudo verlo; lo vio la Policía... Esperó Leopoldo más tiempo del regular. ¿Y Dulce qué hacía? Y los Regimientos de Extremadura y Constitución, ¿dónde estaban? En el Cuartel de San Francisco... Habían prometido salir... pero no se determinaron... Querida mujer, ya no necesitas traer provisiones ni comprar las cabritas. Todo ha fracasado... A la fuerza expansiva de las ideas ha vencido una fuerza mayor, la inercia, la formidable pesadumbre de las almas que no vuelan ni corren... ¿Y O'Donnell? Pues mohíno volvió de Canillejas a su lugar, o sea la mísera casa de la Travesía. Me le figuro arrastrando por el suelo su mirada, el largo cuerpo en curva, Quijote irlandés, lúgubre y desaborido, sin la cómica elegancia del manchego».

A mis noticias contestó María Ignacia felicitándose del fracaso del movimiento. Mala es, según ella, la polaquería; pero los conjurados no traen otro fin que quitar de las manos polacas el ronzal con que sujetan a esta pobre bestia de la Nación... El ronzal cambiará de mano; pero en éstas o las otras manos, continuarán las mismas mataduras en el pescuezo nacional. No lo dijo así mi   —156→   mujer. Expresó la idea, que yo adorno a mi gusto al vaciarla en estas Memorias. «Ven acá, esposa mía -le dije, movido del prurito español de las discusiones-, ven acá: ¿qué hablas ahí de ronzales? ¿No hallas diferencia entre la polaquería, que es la política mohosa, rutinaria, y esta revolución juvenil, que trae espíritu y modos nuevos?... Fíjate en lo que llamamos pléyade... en esta trinca de muchachos leídos, como que todos ellos saben francés, y nos sacan a cada momento ejemplos mil de los pueblos extranjeros. Conoces a Ríos Rosas, le has visto y hablado en casa de Bravo Murillo. Es aquel rondeño, de áspera fisonomía, de palabra premiosa que revela su austeridad... Conoces a Cánovas, el chico de Málaga que discurre con juicio sereno, y sabe esclarecer las cuestiones que nos parecen más obscuras... Conoces a Gabriel Tassara, poeta y orador, que viene a ser lo mismo... Los tres hacen versitos, o los hicieron cuando iban a la escuela. La poesía es el germen de la Sabiduría política. De Cánovas y de Ríos Rosas espero yo que sean humanas alquitaras: sus privilegiadas cabezas destilarán la sensibilidad andaluza, para obtener el puro espíritu lógico... La lógica no es más que el zumo y la esencia de la poesía... No te rías, mujer... Pues en esta brillante cáfila de jóvenes salidos del estado llano, ponme también a Fernández de los Ríos, Ortiz de Pinedo, Nicolás Rivero, Martos... A todos les conozco. Abogados son los más, y están bien enterados de cómo se hacen   —157→   y se deshacen las leyes. Veo que te ríes de mí, y no sigo... Si he de decirte la verdad, yo tampoco tengo en estas cosas más que una fe relativa. Los pueblos desgraciados se enamoran de lo nuevo... Y si en esos seres desgraciados están en mayoría los hambrientos, el entusiasmo por las revoluciones es delirio. Analizando y desmenuzando la llamada opinión, encontramos este voto atomístico: «Comemos poco y mal; queremos comer más y mejor». Por esto los ricos bien comidos no labramos más que una opinión artificial, de resonancia hueca. La verdadera opinión, el verdadero sentimiento público, es el hambre.

-Divagas, Pepe, y lo que temo es que recaigas en los trastornos que llamabas efusiones, y que tanto nos dieron que sentir...

-La Sociedad divaga, yo no... Yo estoy quieto en mi casa, y ella es la que da vueltas en derredor mío... Yo estoy harto y quieto, viendo venir la siniestra procesión de los estómagos vacíos, viendo pasar las revoluciones.




ArribaAbajo - XV -

Con tanta prevención me habla mi mujer del oficioso Sebo, y tal ojeriza le manifiesta, que acabo yo por asustarme de las corrupciones que el tal me cuenta. Dudo de la veracidad del soplón, y siento que va infiltrando   —158→   en mí dosis graduales de espíritu maligno. Y anoche, cuando se retiraba después de contarme nuevas atrocidades amorosas y políticas del Gracián, me faltó poco para padecer la más vulgar alucinación de las comedias de magia. Sebo desaparecía por la ventana, o al través de la pared, despidiendo chispas de su bigote cerdoso... Tras sí dejaba olorcillo de azufre.

Volvió al siguiente día con una carta, que me entregó diciendo estas palabras infernales, acompañadas de un destello sulfúreo: «Por este papel, excelentísimo señor, el general O'Donnell le llama a Vuecencia para conferenciar sobre el movimiento que se prepara.

-¿Qué me cuenta el amigo Sebo? ¿Le ha dado a usted la carta el General, en propia mano?

-No, señor. Entraba yo en el portal al mismo tiempo que el portador de la carta, el cual es un chico aprendiz de hojalatero. Y como yo conozco a ese rapaz, y sé que ha llevado papelitos al general Messina, a don Antonio Cánovas y a otros, deduzco que la carta es de O'Donnell, a quien ya llaman por ahí el General libertador. Puso el aprendiz la carta en manos del portero, y de las manos del portero la cogí yo para subirla al señor don José». Mientras esto decía Sebo, reconocí en el sobre la escritura de Virginia. Mi estupor fue grande, más que por la letra del sobrescrito, por la relación que el endemoniado cuentero estableció entre la pobre   —159→   Mita y el buen don Leopoldo. ¿Qué podía ser esto?... A mis dudas y confusión acudió el policía con nuevas referencias que no esclarecían el asunto: «Ya dije al señor don José que el número 3 de la Travesía de la Ballesta es por la calle del Desengaño el número 22. Son dos casas que se comunican por dentro. En la del Desengaño, tienda, tiene su habitación y taller un maestro hojalatero llamado José María Albear.

-Basta, Sebo. ¿Y usted me asegura que esta carta la trajo el aprendiz de la hojalatería?

-Entre su mano y mi mano, señor Marqués, sólo estuvo un momento la del portero... Puedo averiguar el nombre del chico; puedo cogerle, traerle acá...

-Dejemos por ahora ese dato... De la carta, puedo decir antes de leerla que tiene miga, ¡vaya si la tiene!...

-Para mí, señor Marqués, le ofrecen a Vuecencia una cartera en el primer Gabinete que formen los revolucionarios.

-Puede que eso sea... -dije yo abriendo la carta y pasando rápidamente la vista por ella-. En efecto, algo de eso es... Retírese por hoy el buen Sebo, que esto es para leído y tratado despacito por mi mujer y yo. Vuélvase mañana...».

De mala gana se fue el diablo, y yo corrí en busca de María Ignacia, que estaba lavando al pequeño: «Mira, mira: carta de Mita... ¿Y no sabes quién la ha traído? Asómbrate, la ha traído Sebo. ¡Para que hables   —160→   mal del pobre Sebo!... Ya tenemos a Mita y Ley bajo nuestra mano. Ya son nuestros, gracias a O'Donnell, a Sebo, al hojalatero...

-¿Qué dices, hombre?

-Digo que acabes. Quiero que la leamos juntos.

Momentos después leía María Ignacia: «Pepillo, ya no estamos donde estábamos. Días ha, pensamos que debíamos mejorar de vida, tener madriguera más cómoda y comer algo de más sustancia. Como nuestro ajuar nos permite mudarnos tan fácilmente, levantamos el campo, y nos pusimos en camino. ¿Hacia dónde? No te lo diré. Sabrás, sí, que tenemos amigos, y que almas generosas hay dispuestas a protegernos... Pues llevando sobre nosotros lo que poseemos, carga muy llevadera para los dos, rompimos marcha una mañanita por los campos y laderas de Dios. Donde nos parecía bien, descansábamos; comíamos de lo nuestro, sin pedir nada a nadie. ¿Qué nombre daban antiguamente a los pueblos, familias o personas que andaban de un lado para otro? Es una palabra que ya no se usa en sociedad: mónadas o nómanas. Pues bueno: somos caminantes, no vagabundos, puesto que sabemos a dónde vamos. Nos dirigimos a una tierra que a mi parecer no es muy bonita, pero sí de más avío para el trabajo. Seguiremos de salvajes; pero no tan metidos en el reino de la soledad. No siento más sino que lleguemos cerca de Madrid... tan cerca que me   —161→   dé en la nariz la tufarada de vuestra civilización... olor de cuadra, olor de pucheros recalentados, olor de boticas... ¡qué asco!»

«Hemos pasado por caseríos y pueblos. No te digo sus nombres; ni estoy tampoco muy segura de saberlos. La Geografía escrita me interesa poco; la que voy yo estudiando con mis ojos y mis pisadas... o patadas, como quieras... me interesa más. Te escribo en la sacristía de la parroquia de un pueblo, que no es de los más chicos ni de los más feos. Vele ahí que el sacristán es amigo nuestro, y nos cree marido y mujer. En verdad que lo somos ante Dios y ante nuestras conciencias, y con eso nos basta. Pero tememos que se nos descubra el engaño, y venga la maldita ley con su cara de vieja legañosa y nos suelte una sentencia bárbara. Por esto te escribo, querido Pepe, te escribo para que tú y tu mujer, la simpática María Ignacia, se interesen por nosotros, y corten el paso a esa ley entrometida y sin entrañas. Vosotros sois personas influyentes, y en este país las personas de influjo lo pueden todo. Por amistad y recomendaciones, en España se hace picadillo de las leyes. Los ricos, si a más de ricos están un poco arrimados a la política, son los amos de vidas y haciendas; y ya que su egoísmo hace tantas iniquidades, haga su caridad alguna vez una obra buena... Esto lo aprendí cuando vivía con mis padres, y aún más en el suplicio de aquel matrimonio; después lo he visto mejor en los campos, donde a cada   —162→   triquitraque se ve una víctima de esos que ahí llamáis altos funcionarios, prohombres, eminencias de la Banca, de la Política, etc., los cuales vienen a ser o celebridades de figurón, o bandidos, verdaderos truhanes con traje y ringorrangos de caballeros. Bandidos hay de la Política, que explotan al Pueblo; bandidos eclesiásticos, que echan bendiciones, y otras clases de bandolerismo ilustrado, como don Mariano, mi ex suegro, del cual no puedo decir que santa gloria haiga, porque desgraciadamente no ha reventado todavía. ¡Ay, Pepe, lo que aprende una cuando se hace salvaje, cuando se mete tierra adentro por el verdadero país, y ve de cerca sus miserias, y siente el latido de la sangre de la Nación!

«Verás en esto que te escribo un porción de disparates, Pepe; pero yo te digo: «Hazte salvaje como yo; bájate a lo más hondo de lo que mi ex suegro llama capas sociales, a esta capa de la pobreza que vive sobre el terruño, y verás las verdades netas. Por desageraciones las tenéis los de allá. Pero yo me río de ti y de tus sabidurías, sacadas de libros y discursos. Yo soy una ignorante que ha leído en el libro grande de las cosas tales como son, y ha visto de cerca la España en cueros, musculosa, cargada de cadenas. Viviendo en ella y con ella es como nos instruimos. Yo sé más que tú, porque sé lo que cuesta el pedazo de pan negro que se llevan a la boca, para no morirse de hambre, cientos de miles de españoles...». En   —163→   fin, no te digo más de esto, porque no siendo salvaje como yo, nunca llegarías a comprender mis barbarismos. Vamos al por qué de esta carta.

»Nos fijaremos en un pueblo que no está lejos de Madrid, y en él trabajaremos honradamente para ganarnos la vida. Como el aquél de nuestro trabajo nos ha de poner en comunicación con la maldita Corte, me temo que no nos valga el recurso de los falsos nombres con que nos hemos rebautizado... Tememos, querido Pepe, que entre curas, polizontes, o algún alcaldillo de los que son criados de los poderosos, nos hagan una mala partida. ¡Vaya, que si nos cogen y nos llevan a Madrid atados codo con codo! No sé por qué, tanto Ley como yo confiamos en que tú evitarías nuestra persecución. Y ahora pregunto: ¿estás dispuesto a protegernos, Pepe, asegurándonos contra las asechanzas de esa condenada justicia? Hemos roto la ley, hemos hecho mangas y capirotes de los que nos parecían falsos respetos o mentirosas idolatrías. Para que nos separemos Ley y yo, será menester que antes nos descuarticen... Conque ¿nos proteges?, ¿sí o no?

»Y ahora viene la gran dificultad. Para que tú puedas contestar a mi pregunta, buen Pepillo, he de romper el secreto de nuestra residencia, o valerme de una tercera persona, y ambas cosas son de mucho peligro, porque no me fío de nadie, y aun a ti mismo   —164→   te tengo un poquitín de miedo. Cavilando en esta dificultad estuve toda la noche, y hoy toda la mañana, sin que haya podido resolver nada a la hora en que te escribo... Llega el momento de seguir nuestra viajata, y me dan prisa, mucha prisa para que concluya ésta, y pueda salir para Madrid llevada por los geniecillos del aire. Rabia, rabia, que no sabes ni sabrás cómo va mi carta, ni quién la lleva... Pues no tengo más remedio que poner punto aquí. La cuestión batallona de tu respuesta se queda sin resolver; pero de aquí a mañana espero que se cuaje la idea, que anda por mi caletre como una papilla. Perdona que materialice estas cosas del pensamiento. Desde que soy salvaje, tengo más sal en la mollera, más pesquis. Antes, en mi vida de señorita, no se me cuajaba ninguna idea. Todas se quedaban en estado parecido a la clara de huevo, como una baba, como un moco, y en mi vida de señora casada sólo cuajó una idea, la de descasarme, como lo hice, y de ello no me arrepentiré nunca. Pues verás cómo ahora el talentazo que me ha dado mi escapatoria encontrará un bonito ardid para que sepamos si estás decidido o no a protegernos contra curas y curiales, y contra guindillas, que son la peor gente del mundo... No puedo seguir por hoy. Un día o dos tardaré en volver a escribirte. Prepárate. ¡Ay, Pepe, ten compasión de este matrimonio montaraz que con nadie se mete, y se contenta con que le dejen vivir!... Yo le digo a Ley que nos vayamos   —165→   a Marruecos, donde él tiene un hermano que se ha hecho moro y está en grande; pero Ley no se determina: no desespera de encontrar aquí un buen acomodo para ganar el pan, y comerlo juntos... De ti depende, Pepillo... Hasta mañana... A Ignacia y a tu niño, mil besos de vuestra amiga -Mita.

Impacientes quedamos mi mujer y yo, aguardando la anunciada clave para comunicar con la pareja silvestre, aunque en rigor no la necesitábamos, porque Sebo nos ofreció traer a nuestra presencia al aprendiz de hojalatero, y someterlo a un interrogatorio, del cual habíamos de sacar la verdad. Dispuestos estábamos ya a la cacería del chico, cuando llegó la carta. Mita me proponía un medio de los más inocentes para mostrarle mis buenos propósitos en su favor. ¿Qué tenía yo que hacer? Pues un papel semejante al de los novios de la categoría más angelical, que se pasan el día tomando las medidas de la calle en que su amor reside, y regocijando a los vecinos y transeúntes con los signos de una telegrafía candorosa. No me imponía Mita más que tres paseos de ida y vuelta en la calle del Desengaño, entre San Basilio y Portaceli, en día y hora fijos, y había de llevar un pañuelo blanco en la mano derecha, no enteramente desplegado, sino en forma que fuese bien visible a distancia. Podía, sí, hacer que me sonaba, como si padeciese un fuerte romadizo; mas no guardarme el pañuelo en el bolsillo. Esta   —166→   deambulación de hombre constipado era la fórmula muda con que yo me comprometía solemnemente a ser depositario leal del secreto de su residencia.

A mi mujer y a mí nos pareció ridícula esta telegrafía de galán sensible, trota-calles, y además innecesaria, pues, decididos a proteger a la pareja volante, teníamos medio más seguro y serio para ponernos al habla con ella. Mejor que los paseos, pañuelo al aire, para que me viese el hojalaterillo de la calle del Desengaño, era que nos desengañásemos pronto y bien, cogiendo al tal chico y trayéndolo a nuestra presencia. El astuto Sebo, a quien di conocimiento, por la tarde, a solas, de la carta de Mita, opinó que eran puras pamplinas los telégrafos propuestos por la señora libre, y me prometió detener al chiquillo y traerle a casa. «Es su hermano, señor. Me consta que es hermano no precisamente de ella, sino de él, vulgo cuñado, y se llama Rodrigo Ansúrez.

-Ansúrez, Ansúrez... Le conozco... conozco a toda la familia... Familia trashumante... castillo de Atienza...