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La transformación del cine mudo al sonoro en España (1929-1931). Los costes económicos

Ramiro Gómez Bermúdez de Castro





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Antes de iniciar cualquier estudio, económico o no, sobre la transformación de un sistema industrial y la adaptación de una nueva tecnología, como la que supuso la implantación del cine sonoro en España a partir de 1929, es preciso situar el tiempo histórico en el que se desarrolla la transformación. No tendría en otro caso la menor implicación si no fuera porque el período 1929-1935, años durante los que se moderniza el sistema de proyección de muchas salas cinematográficas españolas (aunque no de todas), es el más complejo y estudiado de la reciente historia de España. Son seis años en los que se pasa de un régimen a otro, en los que en dos ocasiones se levantan armas contra la recién nacida Segunda República, y constituyen el germen de una triste guerra que por espacio de mil días destrozó física y moralmente a una de las generaciones más valiosas de cuantas haya producido el genio español.

La primera película sonora, El cantor de jazz (The jazz singer, 1927), de Alan Crosland, llega a España con dos años de retraso, estrenándose en Madrid durante el mes de junio de 1929, en versión muda porque se carecía de los equipos de proyección sonoros. El público barcelonés tiene más suerte, porque en septiembre de aquel mismo año se estrena La canción de París (Innocents of Paris, 1929), de Richard Wallace, en el cine Coliseum, donde se ha instalado el procedimiento de proyección sonora de la Western Electric1.

El 26 de diciembre de 1929 el general Primo de Rivera, preocupado por el creciente malestar social y las continuas críticas a la dictadura por parte de todos   —100→   los sectores del país, decide consultar su continuidad con el único sustento que le queda: sus compañeros de arma. Al recibir una respuesta negativa decide presentar su dimisión al Rey dos días después. A la monarquía de la Restauración le queda un año, tres meses y diecisiete días de vida. Se ha consumido en errores políticos y económicos, que la nación resume en un solo responsable: el propio Rey.

En este contexto la transformación del cine mudo al sonoro en España, que debería de haber sido una transición tecnológica, solucionable con una inversión económica, se convierte en uno de los momentos más críticos de nuestra historia cinematográfica.

La caída de la dictadura y la posterior proclamación de la República traen anejas la crisis económica y la recesión de las inversiones: «Los españoles ricos comenzaron inmediatamente a transferir sus capitales a los bancos extranjeros, y los círculos financieros internacionales acogieron con escepticismo al nuevo régimen. Tanto el primer ministro de Hacienda, Prieto, como su sucesor, Jaume Carner, vieron que su primer y más importante objetivo era estabilizar la peseta [...]. A mediados de 1932 la peseta había conseguido la estabilidad y los déficits de los presupuestos de 1932 y 1933 de Carner fueron mucho menores que los de la dictadura.»2.

Todos los historiadores que han estudiado la España contemporánea coinciden en señalar que la estructura económica española, al finalizar la monarquía, es «anormal y poco moderna», con una base agrícola y ganadera «que representaba más de la tercera parte del patrimonio y de la renta nacional: 106.000 millones de pesetas respecto a un total de 271.000 millones y 13.000 millones frente a 32.000 respectivamente». La capacidad exportadora de la industria española es escasa y los mejores años se han quedado atrás, durante la Primera Guerra Mundial. A principios de los años treinta el 21,6 por ciento de la población española vive en capitales de provincia y la balanza de pagos positiva que registra 1930 no será contabilizada de nuevo hasta 19423.

Ante este panorama no es de extrañar que la industria cinematográfica carezca de inversiones para la adaptación de infraestructuras, ya que, por una parte, los medios financieros recelan del futuro y de los resultados de cualquier inversión   —101→   en tan críticos momentos y, por la otra, no existe una consideración unánime frente a la innovación que supone el cine sonoro.

Este hecho repite un esquema de carácter internacional. Las primeras películas sonoras provocan el escepticismo de muchos y muy importantes espectadores4. Incluso algunos autores cinematográficos están en un principio contra lo que consideran una moda pasajera. También entre los escritores cinematográficos la opinión está dividida:

«Como arte independiente (el cine sonoro) refleja pero no crea. Queda una copia mitad teatro, mitad cinema. Hasta ahora no nos parece digno de recoger la herencia dejada por el discreto film mudo.»

«Todos los salones que no se preparan a equiparse con aparatos sonoros se están preparando a desaparecer.»5.

Los productores saben que el público quiere cine sonoro, y que es cuestión de tiempo su implantación definitiva, pero han de medir su producción, ya que es más cara y no todos los cines están preparados para su difusión. La adaptación de los proyectores no se está haciendo sino paulatinamente. Precisamente la rapidez de la progresión es lo que marca el dinamismo en el sector económico cinematográfico de cada país. En Estados Unidos la inversión es fortísima y al finalizar 1930 el 40 por ciento de sus casi veinte mil salas de cine disponen de proyectores sonoros. En ese mismo año, en España, hay cinco instalaciones, tres en Madrid y dos en Barcelona, sobre una estimación de poco más de tres mil cines. Justo antes de iniciarse la guerra, con un parque de tres mil trescientos treinta y siete cines, hay mil quinientos sesenta y ocho con sistemas sonoros, lo que representa un 47 por ciento sobre la cifra total6. Resulta evidente que la comparación de las estructuras económicas entre Estados Unidos y España no es posible, ni mucho menos en el sector cinematográfico.

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Aunque no existe una facilidad en la obtención de datos precisos, ya que el estudio económico sobre la cinematografía española no abunda, se puede establecer, gracias a las aportaciones investigadoras de otros sectores, que en 1930 había veinticuatro sociedades en el sector cine. Dieciocho de ellas habían sido fundadas a partir de 1920. Los capitales más comunes estaban entre las 100.000 y 500.000 pesetas, dato curioso, pues muchos años después, y hasta la implantación de la legislación moderna en materia de sociedades anónimas por imperativo de la Comunidad Europea (1989), han seguido fundándose productoras cinematográficas con capitales de 100.000 pesetas, si bien la cifra más común se ha centrado entre un millón y dos millones de pesetas. Cantidades que, en cualquier caso, no cubrían los costes de producción de un film (en 1957, las producciones españolas tienen un coste medio aproximado entre dos y tres millones).

En 1930 el sector cine, en lo que a sociedades mercantiles se refiere, disponía de un capital nominal de ciento diez millones, si bien una empresa de Barcelona, Cinematografía Nacional Española (Cinaes) «representaba la parte del león con setenta y cinco millones de capital social»7.

En cuanto a la producción cinematográfica los datos no están tampoco uniformados y existen diferencias entre varios autores. Entiéndase que en la actualidad las cifras de producción están recogidas en los anuarios del Ministerio de Cultura, a través del Instituto de Cinematografía y de las Artes Audiovisuales, y que desde acabada la Guerra Civil el control sobre el cine español por parte del Estado hace que existan datos emitidos desde una sola fuente. Algo que es imposible encontrar desde los inicios del cine hasta algo después de la Guerra Civil no sólo por desconocimiento, sino por la dificultad añadida de la situación del patrimonio cinematográfico español del que tan sólo se conserva una pequeña parte.

Así, José María Caparrós cita la producción española del periodo republicano con algunas diferencias sobre Santiago Pozo y éste cita la producción de 1928 en 58 películas, desglosándolas por las capitales donde han sido producidas: 44 en Madrid, 7 en Valencia, 4 en Oviedo, 2 en Barcelona y 1 en Bilbao, lo que   —103→   tampoco coincide con la recopilación que hacemos sobre las publicaciones de Méndez-Leite:

AñosCaparrósPozoGubernMéndez-Leite8
192637
192736
19285828
192915
19304*
1931111
19325467
19331491713
193423182122
193534253735
193626262819
* 4 mudas, 1 sonora.

A pesar del desacuerdo en las cifras es notoria la baja de producciones en la transición entre el mudo y el sonoro. La producción española se anima a partir de 1932 y 1933, años en los que se dispone de estudios cinematográficos sonoros con los que editar películas, que coinciden con la creación de los estudios Orphea de Barcelona, CEA de Madrid y ECESA de Aranjuez.

Mientras, se produce otro cine, hablado en español y que procede de los estudios de Hollywood en buena medida, aunque también se realiza en Joinville (París), donde Paramount tiene reclutados a buena parte de nuestros actores, Imperio Argentina entre ellos. Las cifras de esta producción también sufren diferentes consideraciones, siendo el investigador Caparrós Lera uno de los que ha tratado de recoger y resumir la totalidad de estas cifras, señalando las películas para Gubern en 123 hasta 1936, 113 para Alfonso Pinto, 197 para Manuel Rotellar y en 129 para el propio Caparrós sobre la base de 197 en Hollywood más 29 de Joinville y 2 en París y Londres. Emilio Sanz de Soto, que también cita a Pinto, habla de unos 95 films, producidos en español en Hollywood entre 1930 y 1935. Lejos de entrar en polémica de cifras y usando como referencia las de Rotellar referidas a Hollywood9, obtendremos el siguiente cuadro:

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193019311932193319341935
42345899

Así, se puede observar, en los primeros años, una muy superior producción de películas habladas en español, que no son naturalmente de nacionalidad española, y cuyo único objetivo es la colonización comercial de nuestras pantallas, que por otra parte se encuentran entre 1929 y 1932 desabastecidas de cine sonoro.

De los quinientos títulos sonoros que se estrenan en España durante 1931, solamente tres son españoles y «los 497 restantes han dejado en nuestras aduanas seis millones de pesetas de los 200 que pasan anualmente la frontera para el pago de cintas proyectadas en España»10.

Un resumen facilitado por José Manuel Palacio Arranz, sobre un «vaciado de información» del diario ABC en 1931, indica que los estrenos de films, durante el citado año en los cines madrileños Avenida, Callao, Palacio de la Música, Prensa, Rialto y Royalti, se reparten entre los siguientes países:

PaísesEneroFebr.MarzoAbrilMayoJunioJulioAgostoSept.OctubreNov.Dic.Total
USA67117574441310482
Alemania2241112112118
Francia223321133323
G. Bretaña11114
España1233312419
URSS11114
Italia11

De los cines citados sólo dispone de equipos sonoros el Palacio de la Música, que los instala en octubre de 1929; el Rialto lo hace en septiembre de 1932; el Royalti que estaba en la calle de Génova y que hoy no existe en marzo de 1934; el Avenida en agosto de 1934, y el Callao y Prensa, de los que no hay datos   —105→   concretos de la fecha de su instalación, pero que se puede calcular con instalaciones sonoras no antes de 193211.

Mudo o sonoro, se deduce una precaria situación para el cine español y una clara ventaja del film norteamericano en bastante consonancia con nuestra actualidad, en donde sólo el 10,41 por ciento de las recaudaciones de las taquillas es para el cine español, siendo el 72,51 por ciento para el norteamericano12.

El coste de las producciones españolas no se incrementa en los primeros años por el hecho de que exista cine sonoro. Simplemente, no se pueden producir films sonoros en España porque no hay aparatos de registro. La importación no se plantea dadas las circunstancias económicas y la endeble industria nacional. Muy a pesar de las expectativas que ofrece un supuesto mercado americano de «133 millones de ciudadanos, hijos de nuestros conquistadores, (que) están esperando la voz de la madre España»13, que ha tentado al físico norteamericano Lee DeForest, inventor del diodo, una válvula que revoluciona el mundo del sonido, a pasearse por España para vender su patente con todos los derechos para los países de habla hispana; o que ha motivado a la familia Casanova a hacerse con el control de la Compañía Industrial del Film Español, SA (Cifesa): «Hasta los oídos de Vicente Casanova llegaron los poderosos cantos de sirena, según los cuales con la llegada del sonoro el cine español habría de convertirse en una industria de grandes posibilidades en función del colosal mercado (España y Sudamérica) que podía disponer»14. Lo cierto es que no fue tal el mercado, que el ingeniero DeForest vendió una patente para un procedimiento absolutamente incompatible que no tuvo mucho éxito y que motivó que la primera película española planteada con aquel sistema apenas si se estrenara15, y que el negocio de los Casanova en América lo fuera, pero menos.

Las primeras películas sonoras españolas son mudas, con sonorización posterior: La aldea maldita (1929), de Florián Rey, adquirida por Pathé Consortium y estrenado en Francia con una banda sonora, grabada en París, en base a una partitura compuesta por Rafael Martínez del Castillo, hermano del realizador; Zalacaín el aventurero (1927), de F. Camacho, y Prim (1930), de José Buchs. También existe la aventura extranjera del productor Saturnino Ulargui,   —106→   quien en 1929 realiza La canción del día, de G. B. Samuelson, que se rueda íntegramente en los estudios British International Pictures Ltd. (Elstree, Londres), y que tiene un coste de once mil libras, lo que supone, al cambio de aquel año, una suma entre las 327.000 y las 389.000 pesetas, y de las que se señala «sólo recuperó la mitad». En ese mismo tiempo El misterio de la Puerta del Sol ha costado 18.000 pesetas...16.

Las cifras de producción de la época no son exactas en todos los casos. No hay datos oficiales y comprobados de los costes de producción hasta que el Estado subvenciona en función de estos. Y aun así no se pueden considerar como fiables de no mediar una auditoría, lo que no ocurre hasta bien recientes fechas. Los escritores cinematográficos han estudiado tangencialmente los precios de la producción española, y cuando lo hacen también ofrecen datos no coincidentes. Victoriano López García da como válido un coste de 23.484 pesetas para Rosa de Levante (1926), de Mario Roncoroni. De tres años es Rosario la Cortijera, de José Buchs, para el que Antonio Cuevas da una cifra de 60.000 pesetas, y La verbena de la Paloma (1921), también de Buchs, ha costado 42.000 pesetas.

Ya en el cine sonoro existen dos tipos de cifras, según que el film sea una producción independiente o bien se haga en el seno de las grandes compañías. Para Sor Angélica (1934), de Francisco Gargallo, se señalan 180.000 pesetas. Del mismo año, la primera obra que produce Cifesa, La hermana San Sulpicio, de Florián Rey, cuesta 600.000 (Cuevas), si bien se obtiene por cifras fuentes 350.000, con el comentario «un coste un poco superior a la media». La verbena de la Paloma en su versión sonora (1935) de Benito Perojo, llega a las 940.000, y los famosos Nobleza baturra (1935) y Morena Clara (1936), ambos de Florián Rey, 450.000 y 520.000, respectivamente. De 1936 también, El bailarín y el trabajador, primera película de Luis Marquina, producida por CEA, los estudios rivales de Cifesa, cuesta 480.000 pesetas. García Maroto contribuye con su testimonio al afirmar que su serie Una de... costó: Una de fieras (1935), 14.0000; Una de miedo (1935), 16.000, y Una de ladrones (1936), 18.000. Aunque, naturalmente, eran films cortos de trescientos a seiscientos metros de longitud17.

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Usando la citada Rosa de Levante como referencia, se puede establecer que el coste medio de una película muda en 1929 podía estar rondado las 60.000 pesetas. Obtenido ese precio para la producción sin sonido sería fácil hacer un cálculo de lo que podría costar un film «parlante», aplicando la teoría de añadir los nuevos elementos materiales. El problema técnico de ajustar la banda de sonido en la misma película fue resuelto por los especialistas de laboratorios, al igual que el acoplamiento en discos. El proceso desembocaba, en el caso del sonido óptico, finalmente implantado, en un negativo de sonido impresionado sobre una película ortocromática, que ya existía y que por lo tanto no había que investigar sobre ella ni pagar coste suplementario por tal concepto; incluso era más barata que la película pancromática industrializada por Eastman desde los años veinte. Sin embargo, la grabación de esa pista de sonido exigía materiales, dos personas más que incorporar al equipo de rodaje y el mayor inconveniente: otro ritmo de rodaje. Si un film mudo de diez rollos era factible de ser rodado en dos semanas, el sonoro podía duplicar la duración del rodaje, y que las «tomas» tenían que ser válidas ahora no sólo por cámara, sino también por los «ingenieros de sonido». Ya se sabe que en cine casi nada sale a la primera y que no siempre la toma buena de sonido es la toma buena de imagen. Esto exige repetir hasta la conjunción de ambas.

La impresión de sonido exigía también la adaptación de la maquinaria de rodaje. Las cámaras se han de dotar de motores para conseguir una velocidad continuada de 24 imágenes por segundo, lo que supone un gasto adicional de un tercio más de película (el cine mudo tiene una velocidad aproximada de 16 a 18 imágenes); se ha de adaptar el formato de ventanilla, ya que se reduce la superficie de imagen cediendo tres milímetros para la banda de sonido y deben ser insonorizadas, embutiéndolas en unas engorrosas cajas que complican su manejo. Los aparatos de iluminación deben ser rectificados para no emitir ruido o rebajarlo, haciéndolo imperceptible para el micrófono. Los travellings deben ser perfeccionados para evitar que chirríen. Finalmente, los lugares de rodaje necesitan silencio. Los estudios han de disponer platós convenientemente insonorizados.

La maquinaria del sonoro es más complicada y su precio de alquiler es superior. El consumo de negativo se duplica (amén del incremento del tercio señalado) por la necesidad de disponer de una banda de sonido, con al menos los mismos metros que la de imagen. Técnicos y artistas cobran más porque trabajan más días. El tiraje de copias resulta más caro (entre un 15 y un 25 por ciento) y el trabajo de montaje se torna más lento, ya que hay que crear dos bandas. El único ahorro, pequeño, es la confección de los intertítulos.

Todo ello nos conduce a calcular un incremento global del 100 por ciento. Es decir, el mismo film realizado en mudo por 60.000 pesetas, precisará   —108→   120.00018 para su proceso en sonoro, ello naturalmente referido a un proceso industrial, carente del voluntarismo que, demasiadas veces, caracterizaba al cine español.

Cantidad que, como vemos con el resultado de La canción del día, podía perfectamente asumir el mercado español. Ya que sobre un coste duplicado por el rodaje fuera de España sólo se obtuvo por su exhibición la mitad de la inversión.

Por otra parte, el éxito de las primeras cintas españolas sonoras es incuestionable. Como ejemplo la referida La hermana San Sulpicio, de la que Cifesa, muy orgullosa, declaraba que hacía recaudaciones hasta entonces no conseguidas por ningún film19. La rentabilidad de las primeras películas sonoras españolas que se integran en la maquinaria industrial está fuera de toda duda. La creación de estudios de rodaje para sonido en Barcelona y Madrid y el ritmo de producción hacen que desde la normalización de la producción española (1933) hasta el inicio de la Guerra Civil, se pueda considerar como uno de los períodos más fecundos de nuestro cine, muy a pesar del escaso número de títulos que todavía conservamos. Pero eso ya es otra historia.





 
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