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La trilogía inconclusa de Arturo Uslar Pietri

Spinato Bruschi, Patrizia





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Si compartimos lo que afirman Roland Bourneuf y Réal Ouellet en el primer capítulo de L'univers du roman (1972), cuando valoran la importancia literaria de las posibilidades desechadas con respecto a las elecciones efectivamente hechas por el escritor, aflora apremiante la necesidad de rescatar y de volver a examinar la trilogía inconclusa que Arturo Uslar Pietri entregó a los impresores argentinos en la década de los años sesenta. Efectivamente, la larga y prestigiosa trayectoria artística del escritor venezolano, uno de los más completos y prolíficos del siglo XX, presenta una evidente interrupción narrativa cuando él estaba en la plenitud de su actividad pública. El ambicioso ciclo de El laberinto de fortuna, «estados de gentes que giras y trocas» en las palabras de Juan de Mena puestas en el segundo epígrafe1, se inaugura en 1962 con la novela Un retrato en la geografía, que precede de dos años a Estación de máscaras, mientras que la tercera nunca será editada, dejando incompleta la serie.

Las intenciones del autor están esbozadas por Luis Sormujo en la primera novela, quien con un tono amargo comenta la nueva realidad del país:

todo es petróleo, todo esto es petróleo, todos nosotros somos petróleo. [...] Si por arte de magia alguien quitara bruscamente, en este momento, el petróleo de la vida venezolana, sería como si quitaran el esqueleto de una persona, o el sistema nervioso. [...] Se podría escribir una especie de novela surrealista sobre el petróleo en Venezuela. En la que de repente las gentes se dan cuenta de que están vestidas de petróleo, de que comen petróleo, de que hablan petróleo y a la niña que toca piano se le empegostan los dedos y hay una gran náusea en el país porque de repente todo el mundo descubre que todo huele a ese olorcito medio podrido y pegajoso del petróleo crudo, y que todo está negro rojizo, pegajoso, derretido y mal oliente. Sería una especie del mito de Midas. No que todo lo que toca se le vuelve [352] oro, sino que todas las cosas que lo rodean de pronto se le vuelven petróleo.2



Sin embargo, los proyectos literarios de Uslar Pietri encuentran una expresión más ajustada por boca del protagonista, Álvaro Collado, al final del segundo volumen. Durante un encuentro de un grupo de amigos, el joven presenta su propio proyecto de una novela de nueva concepción, que revele la situación económica y social producida por el petróleo en Venezuela:

Álvaro estaba escribiendo un libro sobre la nueva realidad que había surgido de la riqueza petrolera. [...] Un libro no sobre los hechos, sino sobre las concepciones y el cambio de mentalidad.



-Ya no somos el país rural de hacendados y peones, de guerrilleros y leguleyos que sigue apareciendo en nuestras novelas. Nos hemos convertido en otra cosa y hay que reflejar eso en los libros. La noción mágica de la realidad que el petróleo ha despertado en nosotros. Tal vez una especie de epopeya primitiva. La Odisea del venezolano que no puede regresar a su vida ordinaria perdido entre los dioses y los fantasmas malvados. Todo este delirio que los posee. Ser ricos sin trabajo, ni ahorro. Alcanzar todo sin esfuerzo, los inmigrantes, los especuladores, los intermediarios, los traficantes de influencias, los peladeros que se convierten en urbanizaciones, la sensación de poderse topar en cualquier desván con una lámpara de Aladino. Eso hay que buscar el modo de decirlo. [...] Sería una novela mítica y realista a la vez. Tal vez podría llamarse El laberinto o El Minotauro. El petróleo es como un Minotauro en el fondo de su laberinto por el que andamos perdidos en busca de la riqueza o de la muerte.3

En efecto, se trata de unas novelas diferentes de las que Uslar Pietri había publicado anteriormente: aquí no se sacan noticias de los textos históricos para reconstruir una historia verosímil, ni, como en la literatura de principios de siglo, el paisaje rural constituye el escenario privilegiado. Aquí se empieza por el hic et nunc: la realidad cotidiana, las personas conocidas, el propio marco geográfico ciudadano, los problemas de todos los días que, según el escritor, se originan del petróleo y de la riqueza desmesurada y desordenada que con éste se manifiesta. Uslar Pietri piensa que los hidrocarburos han desempeñado un papel fundamental en el desajuste crónico de los equilibrios económicos, sociales, políticos y culturales de Venezuela, y eso merece ser reproducido en ámbito literario con modalidades nuevas. Concibe, por lo tanto, la idea de un tríptico que refleje la grandiosidad del cambio   —353→   y que desarrolle de la manera más completa posible su epopeya caraqueña, su mural de la revolución petrolera y de sus repercusiones.

La trilogía modelada con esas premisas se estrena con la novela Un retrato en la geografía, publicada en enero de 1962 por Losada, en Buenos Aires. El volumen se abre y se cierra con la figura, literaria por su aséptica integridad, del general Diego Collado, pero, en la pausa entre esas dos apariciones, el personaje de carne y hueso va esfumándose a medida que aparecen otras voces, entre las cuales emerge la conflictiva e insegura de su hijo menor. Álvaro Collado, en efecto, puede ser legítimamente considerado como el protagonista de la novela, un anti-héroe que, con sus pensamientos confusos, sus sueños, sus ideales y su ímpetu juvenil, a menudo consigue envolver a las numerosas comparsas que se suceden en la escena y trazar un retrato eficaz de la sociedad ciudadana del comienzo del siglo XX. Caracas aparece como una capital vivaz y activa, animada por numerosas y distintas fuerzas que presagian estímulos innovadores; hombres y mujeres de toda edad y linaje ahora tienen que compartir la necesidad de enfrentar el debate sobre la difícil situación política del país después de una larga dictadura:

Venezuela era una gallera, donde se jugaba el destino de los hombres. O era un patio de presidio. O era aquella inmensa soledad a la que había vuelto Diego Collado.4



El plot, entonces, se origina con las reflexiones del general que, después de quince años de permanencia en la cárcel, se siente completamente aislado del mundo exterior, «lejano y venerado como una leyenda»5. Puesto que sufre de insomnio, tiene todo el tiempo para reflexionar sobre la circunstancia de su detención, sobre el tiempo que transcurre inexorablemente, sobre los inevitables cambios de su ahora remoto núcleo familiar. Los acontecimientos que podrían determinar una amnistía se suceden sin que ninguna decisión se tome en pro de los presos, pero un día, finalmente, se infringe la mistificada inmortalidad del dictador -Juan Vicente Gómez- y se abren las puertas del presidio. A partir de ese preámbulo, decididamente estático por su localización unívoca y por lo tanto muy limitada, toma cuerpo un acontecimiento   —354→   animado principalmente por la incesante rotación de los personajes sobre una escena casi integralmente ciudadana.

El general Collado es el personaje principal de la primera parte de la novela; una vez liberado, es absorbido por una familia que, exactamente como sospechaba entre los muros de la cárcel, ya no le pertenece y que hay que reconquistar con paciencia. El grupo lo acoge como si fuera un querido huésped, que debe ser respetado pero que no tiene derecho a participar plenamente de una vida que le es extraña, debido a su larga ausencia: «nada de aquello le pertenecía, [...] era como un intruso que había surgido de pronto dentro de unas vidas ajenas»6. La mujer, Celmira, emerge para desaparecer casi inmediatannente junto a su pareja, mientras son los hijos los que se imponen a la atención del lector. El primogénito, Rubén, idea un sistema para lucrarse sobre una grande extensión de tierra en una zona rica en petróleo y sobre la cual en el pasado se había encallado la burocracia del dictador. Para asegurarse un soporte legal y los relativos conocimientos útiles para favorecer las prácticas incluye en el proyecto al cuñado Saúl Verrón -protagonista de la segunda parte de la novela-, abogado potente y ambicioso, con el que su ingenua hermana Marta se había casado meses antes.

Por lo que concierne a Álvaro, «Tenía todo el aspecto de esos jóvenes que hablaban en los mítines de barrio con una oratoria gritona y desenfrenada»7, animado por puro idealismo y sinceros propósitos para una radical renovación de la nación hacia la democracia. Después del paréntesis, completamente femenino, que ocupa la tercera parte de la novela, Álvaro monopoliza el escenario desde la cuarta hasta la novena y última sección: el joven frecuenta los círculos literarios más inquietos de la capital movido sobre todo por un fuerte espíritu patriótico, pero en realidad no quiere y no consigue identificarse con una particular corriente política. Cuando su amigo Geremías Centalla lo exhorta para que defina su propia posición, él vacila, sintiéndose incómodo, exactamente como Fernando Fonta en Las lanzas coloradas al ingresar en un grupo masónico:

Soy una persona que cree en la libertad, que respeta la dignidad del hombre, que quiere justicia para todos, que no quiere dictaduras. [...] yo no veo la necesidad [355] de ponerme una etiqueta. Yo quiero comprender las cosas con mi cabeza, analizarlas, discutirlas. [...] sería insincero si dijera que soy un liberal convencido o un socialista convencido. Soy un hombre que piensa y que trata de buscar su camino.8



Sin embargo, Álvaro se da cuenta de que esa postura, manifiestamente autónoma, despierta perplejidad y resentimiento entre los amigos, y por lo tanto capta la ineluctabilidad de participar más activamente en sus iniciativas y convertirse, muy a su pesar, en un mero «ejecutor de órdenes»9; de esta manera evita que le envíen al ostracismo y él se alivia de la angustia típica de los que tienen siempre que tomar decisiones independientes. En la que ya concibe como una misión, Álvaro llega al punto de convencer a sus compañeros para actuar drásticamente en contra del gobierno y participa en la ocupación de la universidad, «símbolo de la libertad de la Patria»10, donde desgraciadamente mata a un policía. Después de esta amarga experiencia, decide escuchar el consejo paterno y elige la dolorosa vía del exilio para evitar el encarcelamiento; sus familiares lo acompañan al puerto, donde lo espera un barco que lo ha de llevar a Europa. Para Álvaro la separación de las cosas queridas representa una verdadera muerte: «Todo lo veía con una avidez angustiada de querérselo llevar, de quererlo apresar y arrastrar dentro de sí»11; «Era su mundo que lo dejaba. Gran barco de sombras y de soledades»12, pero ya percibe la posibilidad del regreso por una pequeña luz en el horizonte: «en ella sentía viva [...] el ansia de resurrección que es el hombre»13.

Es interesante notar cómo Uslar Pietri se proyecta fundamentalmente sobre dos personajes de esta novela, constantemente tratando de encontrar una aclaración interior, una justificación y una completa absolución ante el lector que bien conoce sus personales «errores» de juventud. Si Álvaro, por un lado, puede ser un digno representante de sus inquietudes de la adolescencia tardía, el intelectual Luis Sormujo14, por   —356→   el otro, representa al escritor ya renombrado que, gracias a su experiencia y a su sabiduría, puede ser un guía paternal para el joven en el camino de la vida. Una síntesis lapidaria de los dos personajes la ofrece, en las últimas páginas de la novela, Higinio Montesdeoca, cuando define a Álvaro como «Un joven que busca en los hechos lo que sólo puede hallarse en los pensamientos»15; en efecto, éste acogerá el consejo del anciano, aprendiendo a convertir en la palabra escrita sus propias inquietudes.

A distancia de un año de la publicación de la novela examinada, Guillermo Meneses la incluye con cierto entusiasmo en su balance de la actividad literaria venezolana de 1962. Él cree firmemente en el perfeccionamiento del proyecto y subraya su esencial polimorfismo:

Si se pretende señalar la novela de Uslar como colección de retratos, se niega la característica esencial de la narración. Podría ser, en todo caso, la obtención de síntesis, la yuxtaposición de situaciones que no surgen de una sola experiencia. De acuerdo con «Un retrato en la geografía» se llegaría a la conclusión que no son tan diferentes los hombres y que determinados acontecimientos producen pareja calidad humana. Los acontecimientos venezolanos presentados por Uslar Pietri no han contribuido, al parecer, a formar excepcionales seres; la materia presentada es sucia y baja. Tal vez se tenga como base esencial de este libro de Uslar la contradicción entre sanas intenciones y resultados mezquinos, entre limpios ideales y torcidas empresas.16



En opinión de Orlando Araujo, sin embargo, la novela carece del tenso equilibrio «del contar agarrando, mordiendo y desanudando»17, por lo tanto el interés del lector disminuye: y «cuando el relato se hace moroso o extensamente dialogante, sucede un descoyuntamiento, un andar sin ganas, una pérdida lineal de garra en el lenguaje, en fin, una caída»18. Pero, en mi opinión, el tipo distinto de novela adoptado por Uslar Pietri no necesita la tensión mencionada por Araujo; además, aunque se trate del primer experimento en este sentido, creo que el escritor consigue plenamente mantener al lector amarrado a la intrincada telaraña de los diálogos, aunque el argumento de la obra no es particularmente   —357→   interesante ni de universal interés.

Darío Villanueva y José María Viña Liste perciben una continuidad, desde el punto de vista temático, entre las novelas de Uslar Pietri, la interacción entre individualidad y coralidad, los conflictos de la adolescencia, la divergencia entre pensamiento y acción:

Un retrato en la geografía reitera un planteamiento que ya viene de la primera novela del autor, la interacción de lo individual y lo colectivo, que aquí está presente también, respectivamente, en el aprendizaje y maduración de un joven protagonista [...] y en la búsqueda de las señas de identidad venezolanas por parte de personajes intelectuales [...]. No falta la vinculación expresa entre alguna de las fallas de la convivencia nacional y las raíces españolas reforzado esto por la guerra civil del 36 como telón de fondo inexcusable en toda la segunda parte de la novela.19



Al final de octubre de 1964 la Editorial Losada publica también la segunda novela de la trilogía, Estación de máscaras, en la que se continúan fielmente todas las acciones y los personajes del primer volumen y al mismo tiempo se echan los cimientos para el desarrollo sucesivo del tríptico.

El nuevo texto, menos extenso que el primero, recupera el enredo a pesar del salto temporal: Álvaro, que en la novena parte de Un retrato en la geografía partía hacia el exilio solo y desconsolado, a escondida de todos, ve llegar el momento de su rescate y resurrección con el anhelado regreso a su patria. Al comienzo parece como si la narración se conectara exactamente con el mismo punto en el cual había sido interrumpida en la novela anterior; en realidad, pronto se declara explícitamente que han pasado diez años: «Habían terminado aquellos lentos años, tan llenos, tan cambiantes, y que, sin embargo, no habían sido sino como una víspera»20. A bordo de un buque que ya ha llegado a las orillas del continente americano y que dentro de cinco días entrará en el puerto de Guaira, Álvaro se presenta aún esquivo e introvertido, como si las experiencias pasadas vividas en el extranjero -por cuanto vagas, siempre fuente de crecimiento- hubieran significado muy poca cosa. Sus elucubraciones parecen gravitar sobre su compromiso de ayudar moral y económicamente a la familia del agente de policía que involuntariamente había matado durante los desordenes en   —358→   la universidad, y sobre el próximo encuentro con personas casi desconocidas: «Ya no cabía espera, olvido ni aplazamiento. Ahora iba al encuentro [...] de seres nuevos y terribles, porque nada de lo que había dejado lo iba a reencontrar»21.

Con gran maestría Uslar Pietri nos da la impresión de que está empezando la narración in media res, pero de repente recupera con mesurados flash back las líneas generales de los acontecimientos anteriores. Siempre con el fin de dejar bien explicados los antecedentes, se detiene progresivamente a hablar de los personajes evocados por Álvaro y traza su perfil para facilitar la implicación del lector.

En ciertos aspectos, el arranque de Estación de máscaras trae a la memoria el incipit de O País do Carnaval, novela de 1930, donde el joven Paulo Rigger regresa a su patria después de siete años de ausencia por motivos de estudio. También el personaje de Jorge Amado había permanecido en la mistificada capital francesa donde, además de un convencional currículum universitario, había acumulado toda una serie de experiencias que lo habían vuelto cínico e indiferente. Tanto Álvaro como Paulo, en el buque que los conduce a su casa, parecen consultar a un mar mudo e indiferente, que refleja todas sus insatisfacciones y la consiguiente ansia de salvación. Ambos buscan un objetivo que oriente su vida, de nuevo en su país de origen, cuya identidad también están buscando. La confusión en la que se encuentran es simbolizada de manera evidente por el clima carnavalesco que los acoge a su llegada a la patria, y que acentúa más «el juego de la extrañeza y del no conocer»22.

Entre todas las caras desconocidas de la multitud festiva de Caracas emergen las de Lázaro Agotángel y Eladio Flores: si el lector oye por primera vez estos nombres, pronto descubre que también el protagonista tiene sólo una vaga idea de los personajes que lo están esperando. Lázaro, en particular, contenderá peligrosamente la escena al exiliado, totalmente a oscuras del carisma y de la personalidad que él había reconstruido románticamente alrededor de la figura del primogénito de su víctima. Desde Europa, Álvaro había pedido que sus parientes se pusieran en contacto con la viuda del policía y la acogieran   —359→   con sus hijos bajo su protección: ésta, que efectivamente necesitaba de una ayuda económica, en un principio parece razonablemente desconfiada y hostil, pero después cede a los halagos de las mujeres que le ofrecen su apoyo.

Mientras que los Collado no parecen dudar que su hijo esté actuando en buena fe, Soledad Hernández y su primogénito perciben inmediatamente, y con gran sentido práctico, la originalidad de la ayuda proclamada como gratuita y desinteresada. Ya la respuesta de la viuda al pésame por la desgracia es áspera: «¿Y por qué la van a sentir? Si ustedes no nos conocen»23. Sin embargo, es Lázaro el que comprende plenamente la esencia de la intervención de Álvaro: «¿Él fue el que se pegó a mi papá?»24 lo que hiere el orgullo materno de Celmira Collado y provoca su reacción:

-Mi hijo no ha matado a nadie, pero como es un hombre responsable y estaba entre los estudiantes el día en que ocurrió esa desgracia, siente que tiene una parte de responsabilidad en todos esos hechos y en sus consecuencias; ¿comprende ahora?

Lázaro la oía desafiante:

-No, no comprendo, pero eso no importa. Lo que importa es que a mi papá le pegaron dos tiros y lo mataron en el patio de la Universidad. Y ahora la señora tiene remordimientos. No ve que su hijo estaba allí. Su hijo también tiene remordimientos. Para los ricos las cosas se arreglan fáciles25.



Para el general Collado la iniciativa de ayudar al joven huérfano no tiene sentido, ante todo porque «Esos muchachos de la calle tienen malas costumbres y es muy difícil enderezarlos»26; y, además, porque la matanza

no fue sino la consecuencia desgraciada de una acción colectiva. Como la guerra. Si el que toma parte en una guerra se fuera a sentir responsable de todos los muertos y todos los males que sufre el enemigo, se volvería loco27.



De todos modos, decide aislarse y dejar que su mujer y su hija actúen según los deseos del exiliado.

Con el tiempo efectivamente Lázaro se revela indomable y poco grato al reducido ámbito de sus benefactores: rechaza sus fracasos   —360→   como aprendiz en la escuela de artes y profesiones, su imagen de protegido por la familia Collado, el trabajo en el despacho del abogado Verrón y entra en las gracias del coronel Abel Maldonado, del cual consigue llegar a ser hombre de confianza. Su oportunismo y su ambición desenfrenada lo conducen pronto a ocupar posiciones de cierto relieve, lo que hace cambiar de opinión a aquellos que antes lo despreciaban: hasta la familia Collado se ve obligada a pedir su ayuda.

A su llegada a Venezuela, Álvaro experimenta una sensación de molestia y percibe la imposibilidad de comunicar con los que lo rodean: no reconoce su propia adhesión al grupo familiar, ni al grupo ciudadano, ni al nacional. Si ya en el pasado se había distinguido por su anticonformismo y la originalidad de sus posiciones, ahora está cada vez menos dispuesto a aceptar las poco lisonjeras novedades y a dejarse implicar en juegos políticos que le parecen mezquinos y ridículos, finalizados sólo al enriquecimiento personal y no al bienestar del país.

El símbolo del nuevo curso es Lázaro, «doctor en mañas, licenciado en vivezas, profesor de ardides, veterano en dolos y engaños»28, con quien Álvaro no quiere tener nada que ver; el que creía un huérfano confuso y vulnerable revela ser, al contrario, un joven independiente y astuto, que poco a poco se perfila como un antagonista ideal. Desde el primer encuentro, casual, en un sitio público, resulta evidente que nada los une y desde el principio se tratan con desconfianza y agresividad. Álvaro pone pronto en claro que él no quiere dejarse arrastrar por la embriaguez del poder que parece inebriar a la camarilla: los que cuentan en Caracas son siempre los del mismo grupo de amigos y conocidos, con un cambio generacional muy reducido y una modesta contribución desde el exterior de las clases aristocráticas y militares. Dentro de ese círculo cerrado, Álvaro oye hablar sólo de mujeres, de negocios y de conspiraciones y se da cuenta de que uno puede ser descalificado en el momento en que decide que no quiere dar la impresión que está a punto de obtener «un ministerio o un millón»29.

Incluso su mujer ideal, el ser inalcanzable y perfecto al cual había asociado «el espíritu de la tierra»30, la imagen de Venezuela31, ya no es   —361→   la misma: separada de su marido, la Zulka tan refinada, misteriosa y llamativa de su juventud pasa a compartir el ámbito rudo y limitado de Lázaro, muy consciente éste del valor que tiene la mujer para Álvaro. Pero la desilusión por el frustrado encuentro, femenino y nacional, en el cual había puesto tantas esperanzas e ilusiones, ahora se ve mitigado por el fulgurante impacto que causa en él su hija, cuya figura monopoliza la segunda mitad de la novela:

Era como una aparición. La imagen de Zulka limpia de todo tiempo y de toda imperfección. Había un callado esplendor de vida animal y vegetal en sus ojos, en su piel, en su voz. La voz era más cálida y más llena que la de Zulka, La cabellera que le caía sobre los hombros, bronceada y ligera, le enmarcaba los ojos profundos e intensos, la piel mate luminosa, la sonrisa segura y un gesto imperioso de la cabeza32.



Sibila le parece pronto más impetuosa, más auténtica y, con el pasar del tiempo, aún más sensible e inteligente que su madre, tanto que llega a substituirla en la imaginación del joven.

Los días sucesivos a su llegada a Caracas son para Álvaro días de asentamiento y de orientación: aparentemente es libre de hacer lo que más le gusta y al mismo tiempo parece dispuesto a aceptar sugerencias y novedades. Un poco superficialmente, tal como había ocurrido diez años antes, deja que el cuñado, el hermano y el omnipresente Lázaro lo pongan al corriente de todos los secretos y las conspiraciones en acto: de la inminencia de un golpe de estado y del empeoramiento de las condiciones clínicas del general Collado. Álvaro rechaza comprometerse, atrayéndose las críticas de la colectividad, y empieza a aislarse, cuando todo el mundo parece interesado en colaborar con la nueva junta. «Toda esta gente descarada, posesiva, sedienta, mandona, gozona, ostentosa, vulgar y pueril me repugna»33, confiesa a Zulka: no son tanto las ideas o las doctrinas lo que le disgustan, sino las actitudes cínicas del mundo de Lázaro.

Es posiblemente por esto que Álvaro se deja tentar una vez más por los mitos de su juventud en la nueva conspiración urdida por Centalla; pero cuando se da cuenta de que no hay nada distinto más allá de la forma, durante una reunión decisiva se retira declarando su propia falta de confianza en ese tipo de acción: «Nuestra vida es como un teatro en   —362→   el que no hay sino la constante repetición de un solo acto. Apenas termina cuando vuelve a comenzar»34. En efecto, poco después, es nuevamente detenido, pero en esta ocasión no acepta la intercesión familiar y decide enfrentarse solo a la situación. En realidad es Lázaro el que interviene directamente y lo pone, a pesar suyo, en libertad.

Aacute;lvaro se cree perseguido y condenado por los que lo rodean; le parece que todos traman en su contra, hasta vuelven a proponerle el exilio. Fundamentalmente no puede aceptar el éxito de Lázaro y que un personaje como éste represente a la nación: «no puedo resignarme a que él sea el país. Yo lo admitiría y lo aceptaría si él ocupara su sitio. Pero es que lo ha invadido y lo ha desnaturalizado todo»35. En la ilusión evolutiva de Lázaro todo está en venta, todo corre hacia un futuro no bien determinado: no existen valores que defender, por los cuales luchar. Álvaro no acepta la idea de marcharse, precisamente porque cree en su propio país, aunque éste está en las manos de gente a las que no estima:

No me voy a ir. Voy a quedarme. En mi país a hacer mi país, a rescatarlo de los que lo han hecho cautivo, de los que lo han doblegado y torcido. Y aquí me voy a estar agarrado, apechugado, solo, o con quien quiera acompañarme. Aunque sea como Noé, para tener que fundar de nuevo la raza y la fauna después de que pase el diluvio36.



Y si por el momento no puede tomar parte activa en la vida pública del país, por lo menos puede permitirse soñar con un futuro mejor y seguir, dentro de sus posibilidades, un camino propio: como, por ejemplo, el que lo conduce al amor exclusivo de Sibila, sin compromisos ni vergonzosas sumisiones. La muchacha representa la inocencia de sus ideales juveniles, y es por eso por lo que la busca y percibe la necesidad de tenerla a su lado sin tener que dar cuentas de ello a nadie:

Era la que buscaba desde el fondo de los años y de los vericuetos de las andanzas. Era como agua en la garganta. [...] Todo había llegado a ella y era ella a la que buscaba. Ahora lo sabía con la más honda certidumbre. Ahora no quería, ni podía, ni sabía regresar37.



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El final rosado de la novela presenta una estructura típicamente cinematográfica. Sobre la escena de las bodas de Álvaro y Sibila, que recompone mágicamente todos los contrastes personales, sociales y políticos, se inaugura una nueva era para el joven, que con su esposa quiere construir el futuro de su país. Después de una rapidísima descripción de las convenciones de las nupcias, la cámara imaginaria se detiene sobre los convidados a la ceremonia y esa visión de conjunto casi parece ser la despedida de los actores y comparsas con el público fiel que los ha acompañado.

Los dos últimos capítulos echan patentemente los cimientos de la última parte de la trilogía, que posiblemente habría consagrado los ideales puros y leales de la pareja. Álvaro ha decidido cuál será su camino y se yergue como un juez divino en el examen de todos los que podrían merecer de entrar en su reino futuro; pero pronto se da cuenta de la megalomanía que esa idea impone y corrige la perspectiva de sus proyectos:

Tal vez, más que juzgar y condenar había que ganar a los hombres, con el ejemplo de la fundación y del trabajo y del servicio. Si él se pusiera a lo suyo tesoneramente y si hubiera muchos que se pusieran a lo suyo tesoneramente, a hacer sementera y familia y granero.

Más que por los corredores de un tribunal sin término había que andar por el campo abierto de la vida real. Fundar vida y fundar obra con una dimensión humana abarcable.

No importaba que los otros no quisieran entender ahora. Algún día tendrían que entender. Ni se iba a humillar, ni se iba a ir, pero tampoco iba a exigir que los demás se humillaran o se fueran.

Era tiempo para empezar y no era perdido ni extraviado el camino que lo había llevado a aquella convicción. Había que suspender el juicio inagotable y recomenzar con todos partiendo de las tareas simples e inmediatas de la vida humana38.



A pesar de la fragilidad del personaje principal, a menudo poco creíble y en general un poco estático, el contexto del tríptico parece ya consolidado y se presta a la natural conclusión del tercer volumen con la apoteosis de Álvaro y el tan esperado y soñado rescate de Venezuela. La obra está, en resumidas cuentas, bien construida y al lector no le cuesta perdonar las pequeñas incongruencias en la construcción de los personajes; la arquitectura es sólida y está claro que, más que la psicología, interesa un cuadro de conjunto, el fresco venezolano que se viene   —364→   delineando. Si en la primera novela asistimos a la transición dinámica desde la dictadura de Gómez, en la segunda los cuadros empiezan a parecer más inmóviles; la gente habla y entreteja tramas más que actuar a la luz del día, en el marco de una situación política cada vez más precaria a causa de las ambiciones de los gobernantes, que se alternan con las mismas modalidades anticonstitucionales en el poder de la nación. Es posible que en los proyectos del autor se llegara, con la tercera novela, al triunfo de todos los que tenían principios, ideales que hasta aquel momento habían sido puesto en sordina: sobre todo, el «niño perpetuo», como lo llama Lázaro39, en el que se reflejan el optimismo y la confianza del autor que, después de muchos años de desilusiones, en estos años está a punto de realizar su sueño presidencial.

«Sonámbulo de libros, atontado de palabras, lelo de teorías»40, incluso Uslar Pietri ve materializarse la posibilidad de demostrar la bondad de sus convicciones, lo positivo de una larga experiencia madurada entre América y Europa. Después de regresar a Venezuela desde Francia, en 1934, Arturo Uslar Pietri reviste cargos prestigiosos con los sucesores de Gómez; durante el gobierno de López Conteras colabora en los Ministerios de Hacienda, de Asuntos Exteriores y, a la edad de treinta y tres años, es Ministro de la Educación; bajo Medina Angarita ocupa el cargo de Secretario a la Presidencia de la República y de Ministro de Hacienda y de Asuntos Interiores. Con la llegada de Betancourt, Uslar tiene que emprender la vía del exilio y, aunque en 1950 Pérez Jiménez le consiente regresar, vuelve a aparecer en la escena política sólo siete años después. En las vísperas de un nuevo golpe de estado, el escritor está entre los firmantes de una petición para el restablecimiento del régimen democrático, y por eso es arrestado y detenido en la cárcel hasta el siguiente cambio de gobierno. En 1963, con garra y determinación, se presenta como candidato de un grupo de «independientes» a las elecciones presidenciales: a pesar de las previsiones entusiásticas, no obtiene el éxito esperado, pero no se desanima. Al año siguiente consolida los resultados que había obtenido transformando su grupo electoral en un partido, el Frente Nacional Democrático, del cual es secretario general. En el texto programático Uslar Pietri consigna su concepción política, social y económica: es una ocasión   —365→   preciosa para difundir sus ideas de manera capilar en escala nacional y, en caso de victoria, para intentar realizar en la práctica, su utopía nacional41. Todas las convicciones maduradas en ámbito gubernamental las expone de manera clara y ordenada, siguiendo un nacionalismo democrático fundado en la plena confianza en los recursos propios del país; postula así la existencia de «una Venezuela posible»42, realizable por medio del desarrollo y de la utilización de todas las riquezas materiales y humanas. El partido se propone superar la rigidez de las organizaciones políticas existentes, para conceder el máximo espacio a las aportaciones individuales de cada miembro, huye de las definiciones doctrinarias e ideológicas, intentando canalizar los estímulos que provienen de los distintos sectores sociales para el progreso de la nación. Alrededor del Frente se reúnen individuos de distinta proveniencia, acomunados por la aceptación de determinados valores éticos y políticos propugnados en nombre de la libertad y de la justicia y motivados a trabajar activamente para afirmar esos valores sin abusos y con el respeto que merece a cada ser humano. Sin embargo, el curso de los acontecimientos no favorece a «Arturo, el hombre»: en 1966 se disuelve la formación gubernativa y dos años después Uslar Pietri abandona el partido. El año 1973 marca el definitivo alejamiento del escritor de la vida política y el Frente se disgrega, después de múltiples fracasos electorales.

Por lo menos hasta 1964, fecha de publicación de la segunda novela, Uslar Pietri parece creer razonablemente en la posibilidad de ver realizadas sus ambiciones políticas; pero cuando éstas empiezan a desvanecerse, pierde sentido también el proyecto del tríptico, dedicado a reflexionar en clave narrativa sobre el sueño de un grupo de idealistas. Por lo tanto, parece que han sido las desilusiones políticas las que han hecho imposible el proyecto literario ya iniciado y las que han inhibido la escritura, o la publicación, de lo que evidentemente habría terminado por ser considerada como la simple teorización de la estéril utopía nacional de un gran hombre de letras. El pudor del escritor, que por un lado nos ha privado de la conclusión del ciclo, por otro lado no   —366→   puede anular los indudables plagios de dos novelas sui generis a lo largo de su producción: la crítica tiene el deber de volver a considerarlas para resaltar la fe de un hombre que durante toda su vida ha creído firmemente en la fuerza del acto literario y de sus posibilidades para reflejar y, a veces, modificar, los destinos de la gente y de una nación.





 
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