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La venida del Mesías en gloria y majestad

Tomo I

Observaciones de Juan Josafat Bem-Ezra

Manuel Lacunza



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  —III→  

I. H. S.

Si recibimos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios.


(San Juan, Epístola I, versículo 9).                


Si testimonium hominum accipimus, testimonium Dei majus est.


De Epist. I, B. Joannis apost. cap. V.                


Si a Dios no creemos ¿a quién creeremos?


(San Ambrosio sobre San Lucas, libro IV, capítulo 5).                


Si Deo non credimus, cui credimus?


Div. Ambrosii, LIB. IV, in Lucam, cap. V.                


Lo que podemos interpretar propiamente, interpretarlo por figura, es propio de los incrédulos, o de los que procuran apartarse de la fe.


(Maldonado sobre San Mateo, VIII, 12).                


Quod proprie interpretari possumus, id per figuram interpretari proprium est incredulorum, aut fidei diverticula quaerentium.


Maldonatus in Math. cap. VIII, ver. 12. [V]                





ArribaAbajoAdvertencia sobre esta edición

En los anales de la Bibliografía no se halla ejemplo de una suerte semejante a la que ha tenido la obra presente. Pocos escritos de materias religiosas han excitado tanto la curiosidad, y la admiración de los inteligentes, y sin embargo no conocemos una sola producción del espíritu humano que haya sido tan mutilada, tan estropeada, tan corrompida por las copias, y las impresiones. Aun las que se han hecho lejos de los países sometidos al yugo de la intolerancia religiosa están llenas de defectos capitales: de modo que hasta ahora el público no ha podido formarse una idea cabal del magnifico monumento elevado por Lacunza a las ciencias eclesiásticas.

El objeto de esta edición es llenar un vacío de que con tanta razón se han quejado los aficionados a los buenos libros: mas no ha sido fácil conseguirlo, y una ligera enumeración de los trabajos que   —VI→   se han empleado, bastará para dar a conocer los obstáculos que ha tenido que vencer el Editor.

Se han comparado todas las copias manuscritas, y todas las ediciones que se han podido haber a las manos; confrontando las variantes, escogiendo el sentido que ha parecido más análogo a las miras del Autor, y supliendo con el auxilio de tantas copias diferentes, las faltas que en todas ellas se notaban.

Con la edición de México de 1825 se ha evitado el enlace de los textos Latinos con los Castellanos, y las alteraciones y yerros con que el original había sido desfigurado.

La edición de Londres, y algunas copias manuscritas, han servido para reemplazar los numerosos pasajes suprimidos en la ya citada de México, y estas adiciones esenciales forman más de 20 páginas.

Ha sido preciso traducir los textos latinos de las cartas y discursos que forman la última parte de la obra: operación que ha presentado algunas dificultades, porque, como en obsequio de la uniformidad pareció conveniente seguir la versión del padre Scio en los lugares de la Sagrada Escritura, y como en las ediciones anteriores muchas de estas citas están   —VII→   equivocadas, ha sido necesario examinar libros enteros de la Biblia, para descubrir el yerro y corregirlo.

Se ha confiado a un buril diestro la copia del retrato del Autor, y se ha hermoseado la edición con tres estampas, análogas a otros tantos pasajes del Apocalipsis, que merecerán sin duda la aprobación de los inteligentes.

La rectificación de la ortografía, y de la puntuación, y la corrección de las pruebas han corrido a cargo de dos literatos Españoles, acostumbrados a esta clase de tareas.

El Editor cree haber satisfecho sus miras, y se lisonjea con la esperanza de que los Americanos sabrán apreciar este nuevo testimonio del celo con que trabaja en su obsequio.



  —XVII→  

ArribaAbajoDictamen que para la impresión de esta obra, dio en Cádiz el año de 1812 el Muy Reverendísimo Padre Fray Pablo de la Concepción, carmelita descalzo de dicha ciudad

SEÑOR PROVISOR Y VICARIO;

Pocas cosas se han encomendado a mi cuidado que hayan puesto mi ánimo en tanta perplejidad y angustia como la censura que Vuestra Señoría me manda dar sobre la obra intitulada: La venida del Mesías en gloria y majestad, compuesta según aparece por Juan Josafat Ben-Ezra, que se supone judío convertido a nuestra religión cristiana, católica, apostólica, romana. La causa de mi angustia, señor, es la misma grandeza de la obra, y el conocerme, como en realidad me reconozco, incapaz de dar sobre ella un dictamen firme y seguro, que deje tranquila mi conciencia, y la descargue de la responsabilidad que se teme, ora la condene, ora la apruebe.

Habrá ya como veinte años que leí por la primera vez dicha obra manuscrita con todo el interés y atención de que soy capaz. Desde entonces se excitó en mí un vivo deseo de adquirirla a cualquiera costa, para leerla muchas veces, estudiarla, y meditarla con todo el empeño que ella   —XVIII→   se merece y que yo pudiese aplicar. Logré mi deseo en efecto, y ya hay algunos años que tengo a mi uso una copia, que he releído cuantas veces me lo han permitido las demás ocupaciones anexas al santo ministerio sacerdotal, y a los deberes de mi profesión. Todas las veces que la he leído, se ha redoblado mi admiración al ver el profundo estudio que tenía su autor de las Santas Escrituras, el método, orden, exactitud que adornan su obra, y sobre todo la luz que arroja sobre los más oscuros misterios y pasajes de los libros santos.

La verdad, la abundancia, la naturalidad de los pasajes que alega de la Santa Escritura, así del Antiguo como del Nuevo Testamento, de tal manera inclinan el entendimiento al asenso de su sistema, que me atrevo a decir: que si lo que él dice es falso, jamás se ha presentado la mentira tan ataviada con el sencillo y hermoso ropaje de la verdad, como la ha vestido este autor, porque el tono de ingenuidad y de candor, la misma sencillez del estilo, el convite que siempre hace a que se lea todo el capítulo, y capítulos de donde toma, y que preceden o siguen a los pasajes que alega, la correspondencia exacta no sólo de las citas sino también del sentido que a primera vista ofrecen los sagrados textos, todo esto, digo yo, da tan fuertes indicios de verdad, que parece imposible rehusarle el asenso, a no estar obstinadamente preocupado en favor del sistema contrario.

Sin embargo, cuando considero los muchos siglos que han pasado en la Iglesia, sin que en todos ellos se haya hablado de este sistema sino como de una opinión fabulosa,   —XIX→   cuando advierto que unos padres y doctores tales como Jerónimo, Agustino y Gregorio, y todos los teólogos que los han seguido, la miran con aversión, y algunos la tratan de error, no puedo dejar de estremecerme y temblar, pareciéndome menos arriesgado errar con tan sabios y santísimos maestros, que acertar por aventura, siguiendo mi propia inclinación y dictamen.

Verdad es, y esto me tranquiliza algún tanto, que la materia que se controvierte deja en salvo la fe de la Santa Iglesia, y que sea cual fuere el extremo que se abrace, por ambas partes hay una sola fe, y un solo Señor Jesucristo, a quien los dos partidos creen y adoran por su Dios. Todos creemos, y lo cantamos en el símbolo, que este rey soberano ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos: éste es el artículo de nuestra fe, del cual jamás se ha desquiciado ni desquiciará la Iglesia católica, ni ninguno de sus fieles hijos. La controversia, pues, sólo se versa sobre el modo y circunstancias de esta venida que todos creemos. Es decir, que la opinión común de nuestros tiempos ciñe la venida de Jesucristo a sólo el acto terrible y solemnísimo de juzgar definitivamente a todo el linaje de los hombres, y dar, públicamente a cada uno por toda la eternidad el premio o castigo que merezcan sus obras; y nuestro autor, sin excluir ni dudar de la verdad de este juicio, la extiende a que de antemano a este último testimonio de la soberanía y divinidad de nuestro Señor Jesucristo asiente por un tiempo su trono y tabernáculo entre los hombres, todavía viadores, habite con ellos, que estos sean todo su pueblo, y el Señor   —XX→   sea su Dios conocido y adorado por ellos. Sabemos que esta opinión no es nueva, y que los padres de los cuatro primeros siglos de la Iglesia, entre los cuales se cuentan discípulos de los mismos apóstoles, pensaron de este modo, sin que tampoco condenasen a los que opinaban de otro, según se colige de las expresiones de San Justino Mártir en su diálogo con el judío Trifón.

Si se abandonó la opinión o sentencia de estos primeros padres, y desde el siglo quinto en adelante ha prevalecido hasta nuestros días la contraria con tanta firmeza y seguridad, es a mi entender, lo uno por los groseros errores que los herejes del siglo III y IV mezclaron a la sana doctrina de aquellos santos, y lo otro porque la inmensa erudición y venerable autoridad del máximo doctor San Jerónimo, que se declaró abiertamente contra los Milenarios, sin distinguir entre los católicos y herejes, pudo hacer que se envolviesen todos en la condenación general de su doctrina. Lo que parece cierto es que la opinión de los Milenarios sin la mezcla de los errores que introdujeron en ella los herejes era tan común y tan seguida de los católicos, que el mismo San Jerónimo lo da claramente a entender en la introducción del libro XVIII de los comentarios sobre Isaías; pues habiendo dicho que una grandísima multitud de los nuestros seguían en este único punto la sentencia de Nepos y de Apolinar, añade estas notables palabras: Bien preveo cuantos se levantarán contra mí1. Que es manifestar   —XXI→   claramente lo extendida que estaba la opinión contraria a la del santo doctor. Y es de advertir, que los comentarios sobre Isaías, cuyo último libro es el 18, los concluyó el santo entrado ya el siglo V, hacia el año de 409. Prueba convincente de que en aquella época era muy común en la Iglesia la idea del reino de Jesucristo en la tierra, que es el fondo de la sentencia de los Milenarios. Mas como la inmensa doctrina, autoridad, y merecido nombre de San Jerónimo se había declarado contra aquel pensamiento, en lo que también lo siguió el grande doctor San Agustín, fue perdiendo terreno, y por último se abandonó como asunto que no interesaba a la pureza de la fe, que se miraba todavía muy remoto, y al que de otra parte se habían mezclado errores groseros justísimamente condenados por los doctores eclesiásticos y por la Iglesia misma.

Mas esta infalible y prudentísima maestra de la verdad, al paso que ha condenado los errores de Cerinto y demás herejes que mancharon con sus groserías el puro sistema de los Milenarios, nada ha decidido contra estos, como reflexionan bien los autores que han escrito los catálogos de los herejes y herejías, y singularmente Alfonso de Castro, minorita, en su apreciable obra Adversus hereses. Por manera que esta sentencia no tiene contra sí, sino la autoridad de los padres y teólogos desde los fines del quinto siglo en adelante. Grande y muy digna de nuestra veneración es la autoridad de tantos, tan sabios y santos doctores; mas con todo eso no basta para colocar su sentir entre   —XXII→   las verdades de fe, no habiéndose sancionado por la infalible autoridad de la Iglesia Santa. Todo lo cual persuade y declara bien el autor en el discurso de su obra.

En virtud de estas reflexiones se tranquiliza por esta parte mi espíritu, y sólo tiene que luchar con el profundo respeto que le merecen unos doctores a todas luces tan venerables. Pero habiendo aprendido de ellos mismos, y entre otros de San Agustín, que sólo a los divinos libros y a la decisión de la Santa Iglesia se debe dar un asenso ilimitado, rendido y absoluto; bien se podrá sin temeridad examinar el sistema del autor, aunque contrario a estos sabios doctores, y ver si el aparato de las pruebas y de los testimonios que alega en favor de su sentencia, merece nuestra aprobación o nuestra censura, y esto es lo que voy a ejecutar en cumplimiento del mandado de Vuestra Señoría.

Dos puntos capitales, entre muchos otros de menor consideración, son el fondo y la clave del sistema de Ben-Ezra. El primero es que Jesucristo ha de venir a nuestro globo con todo el aparato de majestad y gloria que nos describen los libros divinos, no sólo para dar en él la sentencia definitiva sobre todos los hijos de Adán, sino también para reinar en este mundo antes que llegue el tiempo de esta sentencia, para ser conocido a una de todas las naciones de la tierra, y para que haya una época feliz en nuestro globo en que todos sus habitantes, capaces de razón, conozcan y adoren a Jesucristo por Hijo de Dios vivo, y de consiguiente a su Padre que nos le envió para nuestra salud, con todos los demás misterios que enseña   —XXIII→   nuestra sagrada religión. El segundo, que en el principio de aquel dichoso tiempo, los judíos que con tan admirable providencia se conservan dispersos y abatidos entre las naciones, han de convertirse a Jesucristo, lo han de reconocer por su Mesías, y han de volver a ser el pueblo amado de Dios, a quien adorarán en verdad y en espíritu, con provecho universal del mundo entero.

Estos dos puntos que, como dije ya, son los esenciales en el sentencia del autor, me parecen demostrados teológicamente con la multitud de autoridades de la santa Escritura que alega en su abono, y con la claridad con que ellas los expresan; y si estos puntos, que son los principales en que se oponen los dos sistemas, los juzgamos teológicamente demostrados, se salva la sustancia de la obra y el primer objeto de su autor. Todos los demás artículos que en ella se tocan, van ordenados a estos dos grandes acontecimientos, y a declarar en lo posible el modo con que han de verificarse; y aunque muchos de ellos son en sí mismos de la mayor consideración, mas respectivamente al sistema vendría a ser indiferente que sucediesen de la manera que el Josafat dice, apoyado siempre en la Escritura, o que sucediesen de otro modo. Así que, aunque se llegara a probar que alguno o muchos de estos puntos no serían conforme los explica el autor, no por eso se desquiciaría y caería lo esencial de su sistema.

No dejo de conocer, sin embargo, que la obra ofrece algunas dificultades de peso, que si hubiera vivido el autor, ya se las habría yo expuesto para que me las explicase   —XXIV→   y resolviese; y ahora con más razón lo haría, y las esforzaría en esta censura. Pero con todo, ellas no me parece pueden oscurecer la copia de luces con que nos persuade la sustancia de su sistema. Por lo cual, y por las profundas y largas reflexiones que sobre todo él tengo hechas, mi dictamen es, que en dicha obra no se contiene cosa alguna contra nuestra santa fe, antes bien puede servir para conocer y declarar muchas verdades, cuyo conocimiento no era de absoluta necesidad en los primeros siglos de la iglesia, pero que en nuestros tiempos es indispensable conocerlas. Y por lo respectivo a las costumbres, no sólo no contiene cosa alguna contra ellas, sino que por el contrario puede contribuir mucho a su reforma, como se verá por los motivos que ligeramente voy a apuntar.

Primeramente da una idea magnífica llena de gloria y majestad de nuestro Señor Jesucristo y de su inmenso poderío, con lo cual estimula a temerlo y amarlo, que es la fuente de toda justicia. Infunde además un profundo respeto a la veracidad de las Santas Escrituras, y empeña a su lectura a todos los fieles, y muy particularmente a los sacerdotes, a los cuales pertenece más que a otros su exacta inteligencia y su explicación. A los verdaderos cristianos llena de temor y temblor, al mostrarlos por el desenfreno de las costumbres amenazados de la funestísima calamidad que ahora están sufriendo los judíos de ser arrojados del salón de las bodas, que es la Iglesia, a las tinieblas exteriores de la incredulidad, en las que perdido Jesucristo nuestro Salvador, se pierden eternamente ellos. A los incrédulos   —XXV→   e impíos que han renunciado la fe que profesaban, les pone presente con energía y verdad, la horrenda suerte a que están reservados si no detestan sus blasfemias y errores, y si no cesan de pelear contra el Señor y contra su Cristo. A todas las clases de los hombres puede ser provechosa, porque los hace entrar en sí mismos, considerar su eterno destino, y evitar así su propia ruina y la desolación de toda la tierra, pues ya nos dijo Dios por un profeta: enteramente ha sido desolada toda la tierra: porque no hay ninguno, que considere en su corazón2.

Por todo lo cual juzgo que se puede, y aun debe permitir su impresión. Mas debo advertir por lo perteneciente al ejemplar que Vuestra Señoría me ha enviado, que está lleno de yerros de imprenta, así en el texto como en las citas. Algunos están corregidos, pero aún faltan muchos que enmendar, lo cual es indispensable con toda prolijidad por manuscritos exactos, antes que se dé a la imprenta, si Vuestra Señoría permite que se dé, pues en materia de tanta monta cualquier yerro puede dañar mucho.

Este es mi dictamen, salvo meliori. Dado en este convento de Carmelitas Descalzos de la ciudad de Cádiz a 17 de diciembre de 1512.

Fray Pablo de la Concepción.



  —XXVII→  

ArribaAbajoObservaciones sobre la segunda venida de Jesucristo o análisis de la obra de Lacunza (jesuita) sobre esta importante materia.

Cuando al contemplar el estado presente de la Iglesia no se perciben por todas partes sino motivos de dolor, el espíritu se trasporta naturalmente a las promesas que se le han hecho en los libros santos: promesas magníficas, cuyo cumplimiento cerrará todas sus llagas, y será para ella, según la expresión del apóstol, un regreso de la muerte a la vida. El análisis que anunciamos de la grande e importante obra de Lacunza, es muy propio para fomentar esta esperanza, y para satisfacerla.

El objeto del Padre Manuel Lacunza es probar que la segunda venida de Jesucristo, que nosotros esperamos, y que es uno de los artículos de nuestra fe, no sucederá como se cree comúnmente el día último del mundo, sino mucho tiempo antes; que ella será seguida de la conversión de todos los pueblos de la tierra, y de una larga paz, que el Apocalipsis explica por el número determinado de mil años; que después de esto, Satanás, a quien Dios aflojará el freno, comenzando de nuevo sus seducciones, llegará al fin a corromper aun otra vez a todas las naciones, menos una; y que entonces Jesucristo, que no habrá dejado la tierra, subiendo sobre su trono, juzgará a todos los hombres.

  —XXVIII→  

La obra está dividida en tres partes: la primera está dedicada a separar de sí la nota de Milenario, que se pone a todos los que interpretando la Escritura en su sentido natural, creen que después de la segunda venida de Jesucristo habrá verdaderamente sobre la tierra una paz de mil años. Lacunza hace ver que es necesario distinguir muchas especies de milenarismos. Unos condenados por los padres, y otro que ha quedado siempre intacto, y que aún formaba el común sentir de los fieles en los primeros siglos de la Iglesia: y que su sistema, conforme a este milenarismo, se diferencia enteramente de los otros. En la segunda parte detalla las3 pruebas, tomadas principalmente de dos célebres profecías de Daniel, que son la estatua de los cuatro metales, y las cuatro bestias; de lo que se dice en el Apocalipsis del Anticristo y su fin; y en Amós, como en otros muchos lugares de la Escritura, del restablecimiento de la casa de David. Observa que a sus pruebas podría añadir otras muchas, pues los libros santos las presentan por todas partes en gran número; pero que se limita a éstas, que le parecen suficientes, y por no ser interminable. Sorprende la superioridad con que él discute estos textos; y su explicación de las dos profecías de Daniel es con particularidad su obra maestra. En la tercera parte explica Lacunza, cuáles serán las consecuencias de la segunda venida de Jesucristo; y esta última parte, llena de luces sobre una multitud de puntos muy interesantes, no es menos instructiva que la anterior. Admira sobre todo, lo que concierne al nuevo templo anunciado por Ezequiel, y su destrucción. Lacunza encuentra allí cosas que se habían escapado a casi todos los comentadores, y hace inteligibles nueve capítulos enteros de este profeta, en los que generalmente se convenía no entenderse nada.

Este análisis, cuyo autor deja para otra vez reparar las   —XXIX→   equivocaciones que cree hallar en la obra de Lacunza, está terminado con una noticia biográfica, por la que sabemos que Lacunza, nacido en Chile4 el año de 1731, entró en la compañía de Jesús en 1747, y profesó5 en 1766. Al siguiente año, expatriado como todos los Jesuitas de los dominios españoles, vino con muchos de sus cohermanos americanos a fijarse a Italia en Imola en la Romanía, en donde pasó muchos años en cierta clase de ociosidad, a que lo condenaban la ignorancia de la lengua del país, la escasez de libros, y la encíclica del papa Ganganelli, que prohibía a todos los Jesuitas las funciones del ministerio eclesiástico.

«Después de cinco años de mansión en Imola, continúa la noticia, Lacunza separado voluntariamente de toda sociedad, se alojó algún tiempo en un arrabal, y después en el recinto y cerca de la muralla de la ciudad: dos habitaciones del piso bajo le dieron un retiro aun más solitario, en donde ha vivido por espacio de más de veinte años como un verdadero anacoreta.

»Para no distraerse de su plan de vida, se servía a sí mismo, y a nadie franqueaba la entrada a su habitación. Tenía la costumbre muy singular de acostarse al despuntar el día, o poco antes, según las estaciones. Acaso arrebatado por el gusto de la astronomía que había tenido desde su juventud, le era grato estar en vela mientras estaban visibles los astros en el cielo, o quizá apreciaba este tiempo de recogimiento y de silencio como el más favorable al estudio. Se levantaba a las diez, decía misa, y después iba a comprar sus comestibles; los traía, se encerraba, y los preparaba por sí mismo. Por la tarde daba siempre solo un paseo en el campo. Después de la cena iba como   —XXX→   a escondidas a pasar un rato con un amigo; y vuelto a su casa, estudiaba, meditaba, o escribía hasta la aurora. Tal fue su régimen invariable hasta 17 de junio de 1801, época de su muerte. Su cadáver fue hallado la mañana de este día en un foso de poca agua cerca de la ribera del río que baña los muros de la ciudad. Se presumió que él había caído allí la víspera, al hacer su paseo ordinario.

»He dudado por algún tiempo, dice el redactor, si hablaría de esta circunstancia, por la propensión general que hay a juzgar mal de los que tienen semejante fin: mas es necesario renunciar alguna vez de esta preocupación tan injusta, como temeraria, que llegaría hasta hacernos dudar de la salvación de muchas personas, cuyo nombre es de bendición en la Iglesia, y de muchos con quienes hemos vivido, a quienes honramos, y cuya memoria nos es muy cara. La mejor preparación para la muerte es la de todos los días, no la del momento, muchas veces sospechosa, y casi siempre insuficiente. ¡Ah! ¿cuál es, pues, el motivo de temer? O más bien ¿cuántas no son las razones de esperar respecto de un sacerdote que, por el testimonio de los que lo han conocido, tuvo siempre una conducta irreprensible; que retirado casi enteramente del mundo, no tenía parte en su corrupción; cuyo tiempo estaba dividido entre la oración y el estudio; y que en este estado, celebrando todos los días los santos misterios, era fortalecido todos los días con el sagrado viático, destinado para sostenernos en los últimos instantes? Lo esencial es estar siempre dispuesto, y tener la lámpara siempre encendida. Con tales disposiciones la muerte puede ser pronta, puede ser repentina; pero ella no es imprevista: ¿y no es ésta la única temible?»

La obra de Lacunza compuesta en español, ha sido impresa en Londres en 1816 en cuatro volúmenes en octavo mayor. Hay una traducción latina hecha a la vista   —XXXI→   del autor, sólo conocida en Italia, en donde circula en manuscrito, y parece haber tenido una honrosa acogida entre los literatos. «Muchos, sin embargo, se escribe de aquel país, vituperan el sistema de Lacunza. Los unos no han leído más que copias desfiguradas, los otros que lo censuran sin haberlo leído, son movidos por un sentimiento de piedad laudable en su principio, pareciéndoles peligrosa toda novedad en materia de dogma. Yo pienso lo mismo, dice el redactor del análisis; pero sin dejarse llevar a todo viento de doctrina, ¿no se debe homenaje a las verdades nuevas que es posible descubrir? La escritura es un vasto campo abierto a nuestras investigaciones. Ciertas verdades están allí depositadas, explicadas en términos claros, y enseñadas uniformemente por la tradición: ellas sirven de fundamento a nuestra fe. Otras más oscuras, sobre las cuales no hay tradición, sino solamente juicios diversos y opiniones inciertas, se encuentran allí igualmente. Estas son propiamente el objeto del trabajo de los comentadores; y cuando a fuerza de meditaciones han llegado a reconocerlas, y desprenderlas de lo que las ofuscaba, y ponerlas en la evidencia sin lastimar en alguna manera a las primeras, les debemos sin duda el testimonio del reconocimiento, muy lejos de disgustarnos por sus afanes; así como se debe a la verdad, luego que se presenta, la sumisión y el asenso.»

No podemos menos que recomendar a nuestros lectores la adquisición de este compendio de la obra de Lacunza, que es verdaderamente, como dice el autor del análisis, un tratado exelente, lleno de luces, y el más completo y profundo que tenemos sobre la materia de los últimos tiempos. El sabio, a quien debemos este análisis, ha probado hace tiempo por otros escritos el fervor de su celo ilustrado, y la extensión de sus conocimientos en materias religiosas6.



  —XXXIII→  

ArribaAbajoAl Mesías Jesucristo, hijo de Dios, hijo de la Santísima virgen María, hijo de David, hijo de Abraham

SEÑOR;

El fin que me he propuesto en esta obra (lo sabe bien Vuestra Merced) es dar a conocer un poco más la grandeza y excelencia de vuestra adorable persona, y los grandes y adorables misterios, los nuevos y los añejos7, relativos al Hombre Dios, de que dan tan claros testimonios las Santas Escrituras. En la constitución presente de la Iglesia y del mundo, he juzgado convenientísimo proponer algunas ideas, no nuevas sino de un modo nuevo8, que por una parte me parecen expresas en la Escritura de la verdad; y por otra parte se me figuran de una suma importancia, principalmente para tres clases de personas.

Deseo y pretendo en primer lugar, despertar por este medio, y aun obligar a los sacerdotes a sacudir el polvo   —XXXIV→   de las Biblias, convidándolos a un nuevo estudio, a un examen nuevo, y a nueva y más atenta consideración de este libro divino, el cual siendo libro propio del sacerdocio, como lo son respecto de cualquier artífice los instrumentos de su facultad, en estos tiempos, respecto de no pocos, parece ya el más inútil de todos los libros. ¡Qué bienes no debieramos esperar de este nuevo estudio, si fuese posible restablecerlo entre los sacerdotes hábiles, y constituidos en la Iglesia por maestros y doctores del pueblo Cristiano!

Deseo y pretendo lo segundo, detener a muchos, y si fuese posible, a todos los que veo con sumo dolor y compasión correr precipitadamente por la puerta ancha y espacioso camino9 hacia el abismo horrible de la incredulidad; lo cual no tiene ciertamente otro origen sino la falta de conocimiento de vuestra divina persona: y esto por verdadera ignorancia de las Escrituras Sagradas, que son las que dan testimonio de Vuestra Merced10.

Deseo y pretendo, lo tercero, dar alguna mayor luz, o algún otro remedio más pronto y eficaz a mis propios hermanos los judíos, cuyos padres son los   —XXXV→   mismos de quienes desciende Cristo segun la carne11.

¿Qué remedio pueden tener estos miserables hombres, sino el conocimiento de su verdadero Mesías a quien aman, y por quien suspiran noche y día sin conocerlo? ¿Y cómo lo han de conocer, si no se les abre el sentido? ¿Y cómo se les puede abrir suficientemente este sentido en el estado de ignorancia y ceguedad en que actualmente se hallan, conforme a las Escrituras12, si sólo se les muestra la mitad del Mesías, encubriéndoles y aun negándoles absolutamente la otra mitad? ¿Si sólo se les predica (quiero decir) lo que hay en sus Escrituras perteneciente a vuestra primera venida en carne pasible, como redentor, como maestro, como ejemplar, como sumo sacerdote, etc.; y se les niega sin razón alguna lo que ellos creen y esperan, según las mismas Escrituras, aun con ideas poco justas y aun groseras, perteneciente a la segunda?

¡Oh Señor mío Jesucristo, bondad y sabiduría inmensa! Todo esto que pretendo por medio de este escrito, si algo se consigue por vuestra gracia, debe redundar necesariamente en vuestra mayor gloria, pues esta la habéis puesto en el bien de los hombres.   —XXXVI→   Por tanto debo esperar de la benignidad de vuestro dulcísimo corazón, que no desecharéis este pequeño obsequio que os ofrece mi profundo respeto, mi agradecimiento, mi amor, mi deseo intenso de algún servicio a mi buen Señor, como quien me ha alcanzado misericordia para serle fiel13.

Si como yo lo deseo, y me atrevo a esperarlo, se siguiese de aquí algún verdadero bien, todo él lo ofrezco humildemente a vuestra gloria, y lo pongo, junto conmigo a vuestros pies: y en este caso pido, Señor, con la mayor instancia, vuestra soberana protección; de la cual tengo tanta mayor necesidad, cuanto temo, no sin fundamento, grandes contradicciones, y cuanto soy un hombre oscuro e incógnito, sin gracia ni favor humano; antes confundido con el polvo, y en cierto modo contado con los malvados14. Me reconozco, no obstante, y me confieso por vuestro siervo, aunque indigno e inútil, etc.

Juan Josafat Ben-Ezra.



  —XXXVII→  

ArribaAbajoPrólogo

No me atreviera a exponer este escrito a la crítica de toda suerte de lectores, si no me hallase suficientemente asegurado: si no lo hubiese hecho pesar una y muchas veces en las mejores y más fieles balanzas que me han sido accesibles, si no hubiese, digo, consultado a muchos sabios de primera clase, y sido por ellos asegurado (después de un prolijo y riguroso examen) de no contener error alguno, ni tampoco alguna cosa de sustancia digna de justa reprensión.

Mas como este examen privado (que por mis grandes temores, bien fundado en el claro conocimiento de mi nada, lo empezé a pedir tal vez antes de tiempo) no pudo hacerse con tanto secreto que de algún modo no se trasluciese, entraron con esto en gran curiosidad algunos otros sabios de clase inferior, en quienes por entonces no se pensaba, y fue necesario, so pena de no leves inconvenientes, condescender con sus instancias. Esta condescendencia inocente y justa ha producido, no obstante, algunos efectos poco agradables, y aun positivamente perjudiciales: ya porque el escrito todavía informe se divulgó antes de tiempo y sazón; ya porque en este estado todavía informe se sacaron de él algunas copias   —XXXVIII→   contra mi voluntad, y sin serme posible el impedirlo; ya también y principalmente, porque algunas de estas copias han volado más lejos de lo que es razón, y una de ellas, según se asegura, ha volado hasta la otra parte del océano, en donde dicen ha causado no pequeño alboroto, y no lo extraño, por tres razones: primera, porque esa copia que voló tan lejos, estaba incompleta, siendo solamente una pequeña parte de la obra; segunda, porque estaba informe, no siendo otra cosa que los primeros borrones, las primeras producciones que se arrojan de la mente al papel, con ánimo de corregirlas, ordenarlas y perfeccionarlas a su tiempo; tercera, porque a esta copia en si misma informe, se le habían añadido y quitado no pocas cosas al arbitrio y discreción del mismo que la hizo volar; el cual aun lleno de bonísimas intenciones, no podía menos (según su natural carácter bien conocido de cuantos le conocen) que cometer en esto algunas faltas bien considerables. Yo debo por tanto esperar de todas aquellas personas cuerdas a cuyas manos hubiese llegado esta copia infeliz, o tuviesen de ella alguna noticia, que se harán cargo de todas estas circunstancias; no juzgando de una obra por algunos pocos de papeles sueltos, manuscritos, e informes, que contra la voluntad de su autor se arrojaron al aire imprudentemente, cuando debían más antes arrojarse al fuego. Esto último pido yo, no sólo por gracia, sino también por justicia, a cualquiera que los tuviese.

  —XXXIX→  

Hecha esta primera advertencia que me ha parecido inevitable, debo ahora prevenir alguna leve satisfacción a dos o tres reparos generales y obvios, que ya se han hecho por personas nada vulgares, y por consiguiente se pueden hacer.

Primer reparo

El primero y más ruidoso de todos es la novedad. Está (dicen como temblando, y sin duda con óptima intención) en puntos que pertenecen de algún modo a la religión, como es la inteligencia y explicación de la Escritura Santa, siempre se ha mirado, y siempre debe mirarse con recelo y desecharse como peligro; mucho más en este siglo en que hay tantas novedades, y en que apenas se gusta de otra cosa que de la novedad, etc.

Respuesta

La primera parte de esta proposición ciertamente es justa y prudentísima, así como la segunda parte parece imprudentísima, injustísima, y por eso infinitamente perjudicial. La novedad en cualquier asunto que sea, mucho más en la inteligencia y exposición de la Escritura Santa, debe mirarse siempre con recelo, y no admitirse ni tolerarse con ligereza: mas de aquí no se sigue que deba luego al punto desecharse como peligro, ni reprobarse ligeramente por sólo el título de novedad. Esto sería cerrar del todo la puerta a la verdad, y renunciar para siempre a la esperanza de entender la Escritura Divina. Todos   —XL→   los intérpretes, así antiguos como no antiguos, confiesan ingenuamente (y lo confiesan muchas veces ya expresa ya tácitamente sin poder evitar esta confesión) que en la misma Escritura hay todavía infinitas cosas oscuras y difíciles que no se entienden, especialmente lo que es profecía. Y aunque todos han procurado con el mayor empeño posible dar a estas infinitas cosas algún sentido o alguna explicación, saben bien los que tienen en esto alguna práctica, que este sentido y explicación realmente no satisface; pues las más veces no son otra cosa que una pura acomodación gratuita y arbitraria, cuya impropiedad y violencia salta luego a los ojos.

Ahora digo yo: estas cosas que hasta ahora no se entienden en la Escritura Santa, deben entenderse alguna vez, o a lo menos proponerse su verdadera inteligencia; pues no es creíble, antes repugna a la infinita santidad de Dios, que las mandase escribir inútilmente por sus siervos los profetas15. Si alguna vez se han de entender, o se ha de proponer su verdadera inteligencia, será preciso esperar este tiempo, que hasta ahora ciertamente no ha llegado. Por consiguiente será preciso esperar sobre esto en algún tiempo alguna novedad. Mas si esta novedad halla siempre en todos tiempos cerradas absolutamente todas las puertas, si siempre se ha de recibir y mirar como peligro, si siempre se ha de reprobar por solo el título de novedad, ¿qué esperanza puede quedarnos? El preciso título de novedad, aun en estos   —XLI→   asuntos sagrados, lejos de espantar a los verdaderos sabios, por píos y religiosos que sean, debe por el contrario incitarlos más, y aun obligarlos a entrar en un examen formal, atento, prolijo, circunstanciado, imparcial de esta que se dice novedad, para ver y conocer a fondo, lo primero: si realmente es novedad o no; si es alguna idea del todo nueva, de que jamás se ha hablado ni pensado en la iglesia católica desde los apóstoles hasta el día de hoy, o es solamente una idea seguida, propuesta, explicada y probada con novedad. En lo cual no pueden ignorar los sabios católicos, religiosos y píos, que hay una suma diferencia y una distancia casi infinita. Lo segundo: si esta novedad o esta idea solo propuesta, seguida, explicada y probada con novedad, es falsa o no; es decir, si se opone o no se opone a alguna verdad de fe divina, cierta, segura, e indisputable, si es contraria o no contraria, sino antes conforme a aquellas tres reglas, únicas e infalibles de nuestra creencia, que son: primera, la Escritura Divina entendida en sentido propio y literal; segunda, la tradición, no humana, sino divina: la tradición, digo, no de opinión sino de fe divina, cierta, inmemorial, universal y uniforme (condiciones esenciales de la verdadera tradición divina); tercera, la definición expresa y clara de la Iglesia congregada en el Espíritu Santo.

Lejos de temer un examen formal por esta parte, o por las tres reglas únicas e infalibles, arriba dichas, es precisamente el que deseo y pido con toda la instancia   —XLII→   posible; ni temo otra cosa sino la falta de este examen, exacto y fiel. Si las cosas que voy a proponer (llámense nuevas, o solo propuestas y tratadas con novedad) se hallaren opuestas, o no conformes con estas tres reglas infalibles, y si esto se prueba de un modo claro y perceptible, con esto sólo yo me daré al punto por vencido, y confesaré mi ignorancia sin dificultad. Mas si a ninguna de estas tres reglas se opone nuestra novedad, antes las respeta y se conforma con ellas escrupulosamente: si la primera regla que es la Escritura Santa no sólo no se opone, sino que favorece y ayuda, positivamente, claramente, universalmente; si por otra parte las dos reglas infalibles nada prohíben, nada condenan, nada impiden, porque nada hablan, etc.; en este caso ninguno puede condenar ni reprender justa y razonablemente esta novedad, por sólo el título de novedad, o porque no se conforma con el común modo de pensar. Esto sería canonizar solemnemente como puntos de fe divina, las infinitas inteligencias y explicaciones puramente acomodaticias con que hasta ahora se han contentado los intérpretes de la Escritura, prescindiendo absolutamente de la inteligencia verdadera, como saben, lloran y se lamentan los eruditos de esta sagrada facultad, especialmente sobre las profecías.

Segundo reparo

El sistema o las ideas que yo llamo ordinarias sobre la segunda venida del Señor, se dice, y por   —XLIII→   consiguiente se puede decir, son la fe y creencia de toda la Iglesia católica, propuesta y explicada por sus doctores, los cuales en esta inteligencia y explicación no pueden errar, cuando todos o los más concurren a ella unánimemente. Es verdad (se añade con poca o ninguna reflexión) que en los tres o cuatro primeros siglos de la Iglesia se expone de otro modo por algunos, y se diría mejor por muchos y aun por muchísimos de sus doctores, como veremos a su tiempo; pero vale más, prosiguen diciendo, catorce siglos que cuatro, y catorce siglos más ilustrados, que cuatro oscuros, etc.

Respuesta

En toda esta declamación tan breve corro despótica, yo no hallo otra cosa que un equívoco constituido. Primeramente se confunde demasiado lo que es de fe y creencia divina de toda la Iglesia católica, con lo que es de fe y creencia puramente humana, o mera opinión: lo que creemos y confesamos todos los católicos como puntos indubitables de fe divina, con las cosas particulares y accidentales que se han opinado, y pueden opinarse sobre estos mismos puntos indubitables de fe divina. Esta palabra fe o creencia, puede tener y realmente tiene dos sentidos tan diversos entre sí, y tan distante el uno del otro, cuanto dista Dios de los hombres. Aun en cosas pertenecientes a Dios y a la revelación, no solamente puede haber y hay entre los fieles dentro de la Iglesia católica una fe y creencia toda divina, sino también   —XLIV→   una fe y creencia puramente humana: aquella infalible, esta falible; aquella obligatoria, esta libre.

Esta última, en cosas accidentales al dogma, y que no lo niegan, antes lo suponen, se llama con propiedad, opinión, dictamen, conciencia, buena fe, etc. En este sentido toma San Pablo la palabra fe, cuando dice: Y al que es flaco en la fe, sobrellevadlo, no en contestaciones de opiniones: cada uno abunde en su sentido16. Una opinión por común y universal que sea, puede muy bien ser en la Iglesia una buena fe, sin dejar por eso de ser una fe puramente humana, y sin salir del grado de opinión: más esta buena fe, o esta fe y creencia por buena e inocente que sea, no merece con propiedad el nombre sagrado de fe y creencia de la Iglesia católica, si no es en caso que la misma Iglesia católica, congregada en el Espíritu Santo, haya adoptado como cierta aquella cosa particular de que se trata, declarando formalmente que no es de fe humana sino divina, o porque consta clara y expresamente en la Escritura Santa, o porque así la recibió y así la ha conservado fielmente desde sus principios.

De aquí se sigue legítimamente que aquellas palabras, cuya sustancia se halla en toda clase de escritores eclesiásticos de dos o tres siglos a esta parte: esto se pensó en los cuatro primeros siglos de la Iglesia; pero valen más catorce siglos en que se ha pensado   —XLV→   lo contrario, etc. son palabras de poca sustancia, y se adelanta poquísimo con ellas. Cuatro siglos de una opinión, y catorce de la otra contraria opinión, si no se produce otro fundamento u otra razón intrínseca, valen lo mismo que cuatro autores de una opinión, y catorce de la opinión contraria en un asunto todo de futuro, que no es del resorte de la pura razón humana. Aunque aquellos cuatro siglos o aquellos cuatro autores se multipliquen por 400, y aquellos catorce siglos se multipliquen por 4.000 o por 40.000, jamás podrán hacer un dogma de fe divina, precisamente por haberse multiplicado por número mayor: ni por esta sola razón podrán cautivar un entendimiento libre, que en estas cosas de futuro se funda solamente en la autoridad divina; y de ella sola, manifestada claramente, o por la Escritura Santa o por la decisión de la Iglesia, se deja plenamente cautivar. Por consiguiente, los cuatro, y los catorce así autores como siglos, si no se produce otra verdadera y sólida razón, deberán quedar eternamente en el estado de mera opinión o fe puramente humana, y nada más.

Ahora, estando las cosas de que hablamos en este estado de opiniones o de oscuridad, sin saberse de cierto donde está la verdad, ¿quién nos prohíbe ni nos puede prohibir en una causa tan interesante, buscar diligentemente esta verdad? Buscarla, digo, así en los catorce como en los cuatro. Y si en ninguno de ellos se halla clara y limpia; pues al fin han sido opiniones y no han salido de esta esfera,   —XLVI→   quién nos puede prohibir buscar esta verdad en su propia fuente, que es la Divina Escritura? No se trata aquí de buscar en las Escrituras la sustancia del dogma: este ya se conoce, y se supone conocido, creído y confesado expresa y públicamente en toda la Iglesia católica. Se trata solamente de buscar en las Escrituras algunas cosas accidentales, cuya noticia cierta y segura, aunque no es absolutamente necesaria para la salud, puede ser de suma importancia, no solamente respecto de los católicos, sino respecto de todos los cristianos en general, y también quizá mucho más respecto de los míseros judíos. Aunque en estas cosas de que hablo accidentales al dogma, hay o puede haber en la Iglesia alguna buena fe, no siempre puede reputarse racional y cristianamente por fe de la Iglesia, o por fe divina que es lo mismo. Si este falso principio se admitiese o tolerase alguna vez, ¿qué consecuencias tan perjudiciales no debíeran temerse?

Tercer reparo

Pocos años ha salió a luz en italiano una obra intitulada: segunda época de la Iglesia, cuyo autor se llama Enodio Papiá. Como en la obra presente, cuyo título es: La venida del Mesías en gloria y majestad, se leen cosas muy semejantes a las que se leen en aquella (aunque propuestas y seguidas de otro modo diverso), es muy de temer, que ambas tengan una misma suerte; esto es, que ésta última sea puesta luego como lo fue aquella en el índice   —XLVII→   romano. Por tanto sería lo más acertado obviar con tiempo a este inconveniente, oprimiéndola en la cuna, y haciéndola pasar desde el vientre al sepulcro17 sin discreción ni misericordia.

Respuesta

Los que así discurren o pueden discurrir, me parece, salvo el respecto que se les debe18, que o no han leído la primera obra de que hablamos, o no han leído la segunda; o lo que parece más probable, no han leído ni la una ni la otra, sino que hablan al aire, y se meten a juzgar sin el debido examen, y sin conocimiento alguno de causa. La razón que tengo para esta sospecha, es la misma variedad de sentencias que han llegado a mis oídos sobre este asunto casi por los 32 rumbos; porque ya me acusan de plagiario, como que he tomado mis ideas de Enodio Papiá; ya que sigo en la sustancia el mismo sistema; ya que me conformo con él en los principios y en los fines, diferenciándome solamente en los medios; ya en suma, por abreviar, que aunque disconvengo de este autor en casi todo; pero a lo menos convengo con él en el modo audaz de pretender desatar el nudo sagrado e indisoluble del capítulo XX del Apocalipsis; como si no fuesen reos de este mismo delito todos cuantos han intentado explicar el mismo Apocalipsis.

Ahora para satisfacer en breve a tantas y tan diversas   —XLVIII→   acusaciones, me parece que puede bastar una respuesta general. Primeramente, yo protesto con verdad ante Dios y los hombres, que de esta obra de que hablamos, ni he tomado ni he podido tomar la más mínima especie. La razón es única; pero decisiva: a saber, porque no he leído tal obra, ni la he visto aún por de fuera, ni tampoco he oído jamás hablar de ella a persona que la haya leído. Lo único que he leído de este mismo autor, es la exposición del Apocalipsis, en la cual se remite algunas veces a otra segunda obra que promete, esto es, a la segunda época de la Iglesia. Mas esta exposición del Apocalipsis, lejos de contentarme, me desagradó tanto, y aun más, que cuanto he leído de diversos autores, porque aunque apunta algunas cosas buenas en sí mismas, no las funda sólidamente, sino que las presenta informes, y aun disformes sin explicación ni prueba. Algunas otras parecen duras e indigeribles: otras extravagante, otras no poco groseras y aun ridículas: por ejemplo, todo lo que dice sobre la batalla de San Miguel con el dragón del capítulo XII, etc., a lo que se añade aquel error (que por tal lo tengo) de poner tres venidas de Cristo, cuando todas las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento, y el símbolo apostólico, no nos hablan sino de dos solas: una que ya sucedió en carne pasible, otra que debe suceder en gloria y majestad, que los apóstoles San Pedro y San Pablo llaman frecuentemente la revelación o manifestación de Jesucristo. De estos y otros defectos que he   —XLIX→   hallado en la exposición del Apocalipsis de este autor, infiero bien que podrá haber otros, o iguales o mayores en su segunda obra, a que algunas veces se remite.

Aunque esta segunda obra ciertamente no la he leído, como protesté poco ha, mas por un breve estracto de ella que me acaba de enviar un amigo cuatro días ha, comprendo bastante bien, que así el sistema general de este autor, como su modo de discurrir, distan tanto del mío, cuanto dista el oriente del ocaso. Exceptuando tal cual extravagancia, su sistema general, me parece el mismo que propuso el siglo pasado el sabio jesuita Antonio Vieira en una obra que intituló Del reino de Dios establecido en la tierra. Así como este sistema, me parece el mismo en sustancia que el de muchos santos padres y otros doctores que cita, y también de otros que han escrito después. Todos los cuales suponen como cierto, que algún día todo el mundo, y todos los pueblos y naciones, y aun todos sus individuos se han de convertir a Cristo y entrar en la Iglesia, y cuando esto sucediere, añaden, entonces entrarán también los judíos para que se verifique aquello de San Pablo: que la ceguedad ha venido en parte a Israel, hasta que haya entrado la plenitud de las gentes. Y que así todo Israel se salve, como está escrito19, y aquello del Evangelio, y será hecho un   —L→   solo aprisco, y un pastor20. Por consiguiente suponen que ha de haber otro estado de la Iglesia mucho más perfecto que el presente, en que todos los habitadores de la tierra han de ser verdaderos fieles, y en que ha de haber en la Iglesia una grande paz y justicia, y observancia de las divinas leyes, etcétera.

La diferencia que hay entre el sentimiento de los doctores sobre este punto, no es otra en mi juicio, sino que unos ponen este estado feliz mucho antes del Anticristo; pues dicen que el Anticristo vendrá a perturbar esta paz. Otros, y creo que los más, lo ponen después del Anticristo, por guardar del modo posible ciertas consecuencias de que hablaremos a su tiempo. Así admiten, sin poder evitarlo, algún espacio de tiempo entre el fin y el Anticristo, y la venida gloriosa de Cristo. Enodio parece que sigue este último rumbo; y no había por qué reprenderlo de novedad, si no pusiese al empezar esta época, otra venida media de Cristo a destruir la iniquidad, ordenar en otra mejor forma la Iglesia y el mundo; haciéndolo venir otra vez al fin del mundo a juzgar a los vivos y a los muertos21: sobre lo cual parece que debía haberse explicado más. Yo que no admito, antes repruebo todas estas ideas, por parecerme opuestas al Evangelio y a todas las Escrituras, ¿cómo podré seguir el mismo sistema? Pues ¿qué sistema sigo? Ninguno, sino   —LI→   solamente el dogma de fe divina que dice: y desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos22. Y sobre este dogma de fe divina sigo el hilo de todas las Escrituras sin interrupción, sin violencia y sin discursos artificiales, como podrá ver por sus ojos cualquiera que los tuviese buenos.

Puede ser no obstante que yo convenga con Enodio Papiá, como puedo convenir con otros autores, en algunas cosas o generales o particulares: ¿y qué? ¿Luego por esto sólo podrá confundirse una obra con otra? ¿En qué tribunal se puede dar semejante sentencia? La obra de Enodio, como de autor católico y religioso, es de creer que contiene muchísimas cosas buenas, inocentes, pías, verdaderas y probables; y también es de creer, que en estas se hallen algunas otras conocidamente falsas, duras, indigestas, sin explicación ni pruebas, etcétera; pues por algo ha sido reprendida. De este antecedente justo y racional, lo que se sigue únicamente es, que cualquiera que convenga con este autor en aquellas mismas cosas que son reprensibles, merecerá sin duda la misma reprensión; la cual no merecerá, ni se le podrá dar sin injusticia, si sólo conviene en cosas indiferentes o buenas, o verdaderas, o probables. ¿No lo dicta así invenciblemente la pura razón natural?

En suma, la conclusión sea, que la obra de Enodio y la mía, siendo dos obras diversísimas, y de diversos autores, deben examinarse separadamente,   —LII→   y dar a cada una lo que le toca, según su mérito o demérito particular. Ni aquella se puede examinar ni juzgar por esta, ni esta por aquella. Esta especie de juicio repugna esencialmente a todas las leyes naturales, divinas y humanas. Fuera de que yo nada afirmo de positivo, sino que propongo solamente a la consideración de los inteligentes; proponiéndoles al mismo tiempo con la mayor claridad de que soy capaz, las razones en que me fundo; y sujetándolo todo de buena fe al juicio de la Iglesia a quien toca juzgar del verdadero sentido de las Escrituras23. Al juicio de los doctores particulares también estoy pronto a sujetarme, después que haya oído sus razones.



  —LIII→  

ArribaAbajoDiscurso preliminar

Vencido ya de vuestras instancias, amigo y señor mío Cristófilo, y determinado aunque con suma repugnancia a poner por escrito algunas de las cosas que os he comunicado, me puse ayer a pensar ¿qué cosas en particular había de escribir, y qué orden y método me podría ser más útil, así para facilitar el trabajo, como para explicarme con libertad? Después de una larga meditación en que vi presentarse confusamente muchísimas ideas, y en que nada pude ver con distinción y claridad, conociendo que perdía el tiempo y me fatigaba inútilmente, procuré por entonces mudar de pensamientos. Para esto abrí luego la Biblia, que fue el libro que hallé más a la mano, y aplicando los ojos a lo primero que se puso delante, leí estas palabras con que empieza el capítulo IX de la Epístola a los Romanos. Verdad digo en Cristo, no miento: dándome testimonio mi conciencia en el Espíritu Santo; que tengo muy grande tristeza y continuo dolor en mi corazón. Porque deseaba yo mismo ser anatema por Cristo, por amor de mis hermanos, que son mis deudos según la carne, que son los Israelitas, de los cuales es la adopción de los hijos, y la gloria, y la alianza, y la legislación, y el culto, y las promesas: cuyos padres son los mismos, de quienes desciende   —LIV→   también Cristo según la carne, etcétera.24 Con la consideración de estas palabras, no tardaron mucho en excitarse en mí aquellos sentimientos del apóstol; mas viendo que el corazón se me oprimía avivándose con nueva fuerza aquel dolor, que casi siempre me acompaña, cerré también el libro, y me salí a desahogar al campo. Allí, pasado aquel primer tumulto, y mitigado un poco aquel ahogo, comencé a dar lugar a varias reflexiones.

Conque ¿es posible (me acuerdo que decía), conque es posible que el pueblo de Dios, el pueblo santo, la casa de Abraham, de Isaac, y de Jacob, hombres los más ilustres, los más justos, los más amados y privilegiados de Dios, con cuyo nombre el mismo Dios es conocido de todos los siglos posteriores, diciendo: yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob... este es mi nombre para siempre, y este es mi memorial, por generación y generación25: un pueblo que había nacido, se había sustentado, y crecido con la fe y esperanza del Mesías. Un pueblo preparado de Dios para el Mesías, con providencias y prodigios   —LV→   inauditos por espacio de dos mil años: que este pueblo de Dios, este pueblo santo tuviese en medio de sí a este mismo Mesías por quien tantos siglos había suspirado, que lo viese por sus propios ojos con todo el esplendor de sus virtudes; que oyese su voz y sus palabras de vida, siempre admirado, suspenso y como encantado, de las palabras de gracia que salían de su boca26; que admirase sus obras prodigiosas, diciendo y confesando que: bien lo ha hecho todo: a los sordos los ha hecho oír, y a los mudos hablar27; que recibiese de su bondad toda suerte de beneficios, y de beneficios continuos así espirituales como corporales, etcétera; y que con todo eso no lo recibiese, con todo eso lo desconociese, con todo eso lo persiguiese con el mayor furor; con todo eso lo mirase como un seductor, como un inicuo, y como tenía anunciado Isaías, lo hubiese con los malvados contado28; con todo eso, en fin, lo pidiese a grandes voces para el suplicio de la cruz? Cierto que han sucedido en esta nuestra tierra cosas verdaderamente increíbles, al paso que ciertas y de la suprema evidencia.

Mas de este sumo mal, infinitamente funesto y lamentable (proseguía yo discurriendo) ¿quién sería la verdadera causa? ¿Serían acaso los publicanos, los pecadores, las meretrices, por no poder sufrir la santidad de su vida, ni la pureza y perfección de su doctrina? Parece que no, pues el Evangelio mismo nos asegura que: se acercaban a   —LVI→   él los publicanos y pecadores para oírle29; y esto era lo que murmuraban los Escribas y Fariseos: y los Fariseos y los Escribas murmuraban diciendo: éste recibe pecadores y come con ellos30; y en otra parte: si este hombre fuera profeta, bien sabría quién, y cuál es la mujer que le toca; porque pecadora es31. ¿Sería acaso la gente ordinaria, o la ínfima plebe siempre ruda, grosera y desatenta? Tampoco: porque antes esta plebe no podía hallarse sin él; esta lo buscaba, y lo seguía hasta en los montes y desiertos más solitarios; esta lo aclamaba a gritos por hijo de David y rey de Israel; esta lo defendía y daba testimonio de su justicia, y por temor de esta plebe no lo condenaron antes de tiempo: mas temían al pueblo32.

No nos quedan, pues, otros sino los sacerdotes, los sabios y doctores de la ley, en quienes estaba el conocimiento y el juicio de todo lo que tocaba a la religión. Y en efecto, estos fueron la causa y tuvieron toda la culpa. Mas en esto mismo estaba mi mayor admiración: cierto que es esta cosa maravillosa, les decía aquel ciego de nacimiento, que vosotros no sabéis de dónde es, y abrió mis ojos33. Estos sacerdotes, estos doctores, ¿no sabían lo que creían? ¿No sabían lo que esperaban? ¿No leían las Escrituras de que   —LVII→   eran depositarios? ¿Ignoraban, o era bien que ignorasen que aquellos eran los tiempos en que debía manifestarse el Mesías, según las mismas Escrituras34? ¿No eran testigos oculares de la santidad de su vida, de la excelencia de su doctrina, de la novedad, multitud y grandeza de sus milagros? Sí: todo esto es verdad, mas ya el mal era incurable, porque era antiguo; no comenzaba entonces, sino que venía de más lejos: ya tenía raíces profundas.

En suma el mal estaba en aquellas ideas tan extrañas y tan ajenas de toda la Escritura, que se habían formado del Mesías, las cuales ideas habían bebido, y bebían frecuentemente en los intérpretes de la misma Escritura. Estos intérpretes, a quienes honraban con el título de Rabinos, o Maestros por excelencia, o de Señores, tenían ya más autoridad entre ellos que la Escritura misma. Y esto es lo que reprendió el mismo Mesías, citándoles las palabras del capítulo XXIX de Isaías. Hipócritas, bien profetizó Isaías de vosotros... diciendo: Este pueblo con los labios me honra, mas su corazón está lejos de mí. Y en vano me honran, enseñando doctrinas y mandamientos de hombres, porque dejando el mandamiento de Dios, os asís de la tradición de los hombres. Bellamente hacéis vano el mandamiento de Dios, por guardar vuestra tradición35.

  —LVIII→  

Pues estos son, concluía yo, estos son ciertamente los que nos cegaron y los que nos perdieron. Estos son aquellos doctores y legisperitos, que habiendo recibido, y teniendo en sus manos la llave de la ciencia, ni ellos entraron, ni dejaron entrar a otros. ¡Ay de vosotros, doctores de la ley, que os alzasteis con la llave de la ciencia! vosotros no entrasteis, y habéis prohibido a los que entraban36. En las Escrituras están bien claras las señales de la venida del Mesías, y del Mesías mismo: su vida, su predicación, su doctrina, su justicia, su santidad, su bondad, su mansedumbre, sus obras prodigiosas, sus tormentos, su cruz, su sepultura, etcétera. Mas como al mismo tiempo se leen en las mismas Escrituras, y esto a cada paso, otras cosas infinitamente grandes y magníficas de la misma persona del Mesías, tomaron nuestros doctores con suma indiscreción éstas solas, componiéndolas a su modo, y se olvidaron de las otras, y las despreciaron absolutamente como cosas poco agradables. ¿Y qué sucedió? Vino el Mesías, se oyó su voz, se vio su justicia, se admiró su doctrina, sus milagros, etcétera. Él mismo los remitía a las Escrituras, en las cuales como en un espejo fidelísimo lo podían ver retratado con suma perfección: Escudriñad las Escrituras... y ellas son las que dan testimonio de mí37. Pero todo en vano; como ya no había más Escritura que los Rabinos, ni más ideas del Mesías, que las que nos daban nuestros doctores; ni   —LIX→   los mismos Escribas y Fariseos y legisperitos conocían otro Mesías que el que hallaban en los libros y en las tradiciones de los hombres, fue como una consecuencia necesaria que todo se errase, y que el pueblo ciego, conducido por otro ciego, que era el sacerdocio, cayese junto con él en el precipicio. ¿Acaso podrá un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en el hoyo?38

Ahora amigo mío: dejando aparte y procurando olvidar del todo unas cosas tan funestas y tan melancólicas, que no nos es posible remediar, volvamos todo el discurso hacia otra parte. Si yo me atreviese a decir, que los Cristianos en el estado presente, no estamos tan lejos como se piensa de este peligro, ni tan seguros de caer en otro precipicio semejante, pensarías sin duda que yo burlaba, o que acaso quería tentaros con enigmas, como la reina Saba a Salomón. Mas si vieras que hablaba seriamente sin equívoco ni enigma, y que me tenía en lo dicho, paréceme que al punto firmaras contra mí la sentencia de muerte, clamando a grandes voces sea apedreado: y tirándome vos mismo, no obstante nuestra amistad, la primera piedra. Pues señor, aunque lluevan piedras por todas partes, lo dicho dicho: la proposición la tengo por cierta, y el fundamento me parece el mismo sin diferencia alguna sustancial. Oíd ahora con bondad, y no os asustéis tan al principio.

Así como es cierto y de fe divina, que el Mesías prometido en las Santas Escrituras vino ya al mundo; así del mismo modo es cierto y de fe divina, que habiéndose ido   —LX→   al cielo después de su muerte y resurrección, otra vez ha de venir al mismo mundo de un modo infinitamente diverso. Según esto creemos los cristianos dos venidas, como dos puntos esenciales y fundamentales de nuestra religión: una que ya sucedió, y cuyos efectos admirables vemos y gozamos hasta el día de hoy: otra que sucederá infaliblemente, no sabemos cuándo. De ésta pues os pregunto yo: ¿si estas ideas son tan ciertas, tan seguras y tan justas, que no haya cosa alguna que temer ni que dudar? Naturalmente me diréis que sí, creyendo buenamente que todas las ideas que tenemos de esta segunda venida del Mesías son tomadas fielmente de las Santas Escrituras, de donde solamente se pueden tomar. Amén, así lo haga el Señor: despierte el Señor las palabras que tú profetizaste39.

No obstante yo os pregunto a vos mismo, con quien hablo en particular: ¿si con vuestros propios estudios, trabajos y diligencia habéis sacado estas ideas de las Santas Escrituras? Así parece que lo debemos suponer, pues siendo sacerdote, y teniendo como tal, o debiendo tener la llave de la ciencia, apenas podréis tener alguna excusa en iros a buscar otras cisternas no tan seguras, pudiendo abrir la puerta y beber el agua pura en su propia fuente. Mas el trabajo es, que no podemos suponerlo así, porque sabemos todo lo contrario por vuestra propia confesión. ¿Qué necesidad hay, decís confiadamente, de que cada uno en particular se tome el grande y molestísimo trabajo de sacar en limpio lo que hay encerrado en las Santas Escrituras,   —LXI→   cuando este trabajo nos lo han ahorrado tantos doctores que trabajaron en esto toda su vida? Y si yo os vuelvo a preguntar si estáis cierto y seguro como lo pide un negocio tan grave, que son ciertas y justas todas las ideas que halláis en los doctores sobre la segunda venida del Mesías, temo mucho que no os dignéis de responderme, tratándome de impertinente y de necio. Mas yo, por eso mismo os muestro al punto como con la mano aquel mismo peligro de que hablamos, y aquel precipicio mismo en que cayeron mis judíos.

Uno de los grandes males que hay ahora en la Iglesia, por no decir el mayor de todos, paréceme que es la negligencia, el descuido, y aun el olvido casi total en que se ve el sacerdocio del estudio de la Sagrada Escritura. Del estudio, digo, formal, no de una lección superficial. Vos mismo podéis ser buen testigo de esta verdad, pues siendo sabio, y como tal aplicado a la bella literatura, habéis tratado y tratáis con toda suerte de literatos. Entre todos estos, ¿cuántos escriturarios habéis hallado? ¿Cuántos que siquiera alguna vez abran este libro divino? ¿Cuántos que le hagan el pequeño honor de darle lugar entre los otros libros? Acuérdome a propósito de lo que en cierta ocasión oí decir a un sabio de estos; esto es: que la Escritura Divina, aunque digna de toda veneración, no era ya para estudio formal, especialmente en nuestro siglo en que se cultivan tantas ciencias admirables llenas de amenidad y utilidad. Que basta leer lo que cada día ocurre en el oficio, y caso que se ofreciese dificultad sobre algún punto particular,   —LXII→   se debía recurrir no a la Escritura misma, sino a alguno de tantos intérpretes como hay. En fin, concluyó este sabio diciendo y defendiendo que el estudio formal de la Escritura le parecía tan inútil como seco e insulso. Palabras que me hicieron temblar, porque me dieron a conocer, o me afirmaron en el conocimiento que ya tenía del estado miserable en que están, generalmente hablando, nuestros sacerdotes; y por consiguiente los que dependemos de ellos. Si la sal pierde su virtud, ¿qué cosa dará sabor a las viandas?40

Mas volviendo a nuestro asunto, me atrevo, señor, a deciros, y también a probaros en toda forma, que las ideas de la segunda venida del Mesías que nos dan los intérpretes, cuanto al modo, duración y circunstancias, y que tenemos por tan ciertas y tan seguras, no lo son tanto que no necesitan de examen. Y este examen no parece que puede hacerse de otro modo, sino comparando dichas ideas con la Escritura misma, de donde las tomaron o las debieron tomar. Si esta diligencia hubieran practicado nuestros escribas y fariseos, cuando el Señor mismo los remitía a las Escrituras, ciertamente hubieran hallado otras ideas infinitamente diversas de las que hallaban en los rabinos, y es bien creíble que no hubieran errado tan monstruosamente.

¿Qué quieres amigo que te diga? Por grande que sea mi veneración y respeto a los intérpretes de la Escritura, hombres verdaderamente grandes, sapientísimos, eruditísimos y llenos de piedad, no puedo dejar de decir lo   —LXIII→   que en el asunto particular de que tratamos, veo y observo en ellos con grande admiración. Los veo, digo, ocupados enteramente en el empeño de acomodar toda la Escritura Santa, en especial lo que es profecía, a la primera venida del Mesías, y a los efectos ciertamente grandes y admirables de esta venida, sin dejar o nada, o casi nada para la segunda, como si sólo se tratase de dar materia para discursos predicables, o de ordenar algún oficio para tiempo de adviento. Y esto con tanto celo y fervor, que no reparan tal vez, ni en la impropiedad, ni en la violencia, ni en la frialdad de las acomodaciones, ni en las reglas mismas que han establecido desde el principio, ni tampoco (lo que parece más extraño), tampoco reparan en omitir algunas cosas, olvidando ya uno, ya muchos versículos enteros, como que son de poca importancia; y muchas veces son tan importantes, que destruyen visiblemente la exposición que se iba dando.

Por otra parte los veo asentar principios, y dar reglas o cánones para mejor inteligencia de la Escritura; mas por poco que se mire, se conoce al punto que algunas de estas reglas, y no pocas, son puestas a discreción, sin estribar en otro fundamento que en la exposición misma, o inteligencia que ya han dado, o pretenden dar a muchos lugares de la Escritura bien notables. Y si esta exposición, esta inteligencia es poco justa, o muy ajena de la verdad (como sucede con bastante frecuencia) ya tenemos reglas propísimas para no entender jamas lo que leemos en la Escritura. De aquí han nacido aquellos sentidos diversos de   —LXIV→   que muchos abusan para refugio seguro en las ocasiones pues por claro que parezca el texto, si se opone a las ideas ordinarias, tienen siempre a la mano su sentido alegórico. Y si este no basta, viene luego a ayudarlo el anagógico a los cuales se añade el tropológico, místico, acomodaticio, etcétera, haciendo un uso frecuentísimo, ya de uno, ya de otro, ya de muchos a un mismo tiempo, subiendo de la tierra al cielo con grande facilidad, y con la misma bajando del cielo a la tierra al instante siguiente, tomando en una misma individua profecía, en un mismo pasaje, y tal vez en un mismo versículo, una parte literal, otra alegórica, otra anagógicamente, y componiendo de varios retazos diversísimos, una cosa, o un todo que al fin no se sabe lo que es. Y entre tanto la Divina Escritura, el libro verdadero, el más venerable, el más sagrado, queda expuesto al fuego, o agudeza de los ingenios, a quien acomoda mejor, como si fuese libro de enigmas.

No por eso penséis, señor, que yo repruebo absolutamente el sentido alegórico o figurado (lo mismo digo a proporción de los otros sentidos). El sentido alegórico en especial, es muchas veces un sentido bueno y verdadero, al cual se debe atender en la misma letra, aunque sin dejarla. Sabemos por testimonio del apóstol San Pablo, que muchas cosas que se hallan escritas en los libros de Moisés, eran figura de otras muchas, que después se verificaron en Cristo. Y el mismo apóstol en la epístola a los Gálatas capítulo cuarto, habla de dos testamentos figurados en las dos mujeres de Abraham, y en sus dos hijos Ismael   —LXV→   e Isaac, y añade, las cuales cosas fueron dichas por alegoría41: mas como sabemos por otra parte que las epístolas de San Pablo son tan canónicas como el Génesis y Éxodo, quedamos ciertos y seguros, no menos de la historia, que de su aplicación: ni por esta explicación, o alegoría, o figura, dejamos de creer, que las dos mujeres de Abraham, Agar y Sara, eran dos mujeres verdaderas, ni que las cosas que fueron figuradas, dejasen de ser o suceder así a la letra, como se lee en los libros de Moisés. No son así los sentidos figurados que leemos, no solamente en Orígenes (a quien por esto llama San Jerónimo siempre intérprete alegórico, y en otras partes, nuestro alegórico) sino en toda suerte de escritores eclesiásticos, así antiguos como modernos; los cuales sentidos muchísimas veces no dejan lugar alguno, antes parece que destruyen enteramente el sentido historial, esto es, el obvio literal. Y aunque regularmente dicen verdades, se ve no obstante con los ojos que no son verdades contenidas en aquel lugar de la Escritura sobre que hablan, sino tomadas de otros lugares de la misma Escritura, entendida en su sentido propio, obvio, y natural literal; y ellos mismos confiesan, como una verdad fundamental, que sólo este sentido es el que puede establecer un dogma, y enseñar una verdad.

Con todo esto, dice un autor moderno, la Escritura Divina no se ha explicado hasta ahora de otro modo, de como se explicó en el cuarto y quinto siglo: esto es, de un modo más concionatorio, que propio y literal; o por un respeto   —LXVI→   no muy bien entendido a la antigüedad, o también por ser un modo más fácil y cómodo, pues no hay texto alguno, por oscuro que parezca, que no pueda admitir algún sentido, y esto basta. Esta libertad de explicar la Escritura Divina en otros mil sentidos, dejando el literal, ha llegado con el tiempo a tal exceso, que podemos decir sin exageración, que los escritores mismos la han hecho inaccesible, y en cierto modo despreciable. Son estas expresiones no mías, sino del sabio poco ha citado42. Inaccesible a aquellas personas religiosas y pías, que tienen hambre y sed de las verdades que contienen los libros sagrados, por el miedo de caer en grandes errores, que los doctores mismos les ponderan, si se atreven a leer estos libros sagrados sin luz y socorro de sus comentarios, tantos y tan diversos. Y como en estos mismos comentarios lo que más falta y se echa menos, es la Escritura misma, que no pocas veces se ve sacada de su propio lugar, y puesta otra cosa diferente, parece preciso que a lo menos una gran parte de la Escritura, en especial una parte tan principal como es la profecía, quede escondida y como inaccesible a los que con buena fe y óptima intención desean estudiarla: vosotros no entrasteis y habéis prohibido a los que entraban43. Lo que si bien es falso hablando en general, a lo menos en el punto presente me parece cierto por mi propia experiencia.

Los comentadores, hablando en general, no entraron ciertamente en muchos misterios bien sustanciales y bien   —LXVII→   claros, que se leen y repiten de mil maneras en los libros sagrados. Esto es mal, y no pequeño; mas el mayor mal está en que prohíban la entrada y cierren la puerta a otros muchos que pudieran entrar, dándoles a entender, y tal vez persuadiéndoles con sumo empeño, que aquellos misterios de que hablo, son peligro, son error, son sueños, son delirios, etcétera, que aunque en las Escrituras parezcan expresos y claros, no se pueden entender así, sino de otro modo, o de otros cien modos diversos, según diversas opiniones; menos de aquel modo, y en aquella forma en que los dictó el Espíritu Santo. Y si a personas religiosas y pías la Escritura Divina se ha hecho en gran parte inaccesible por los comentadores mismos, a otras menos religiosas y menos pías, en especial en el siglo que llamamos de las luces, se ha hecho también nada menos que despreciable, pues se les ha dado ocasión más que suficiente para pensar, y tal vez lo dicen con suma libertad, que la Escritura Divina es, cuando menos, un libro inútil; pues nada significa por sí mismo, ni se ha de entender como se lee, sino de otro modo diverso que es necesario adivinar. En fin, que cada uno es libre para darle el sentido que le parece. Así el temor respetuoso de los unos, y el desprecio impío de los otros, han producido por buena consecuencia un mismo efecto natural; esto es, renunciar enteramente al estudio de la Escritura, lo que en nuestros días parece que ha llegado a lo sumo.

Todo esto que acabo de apuntar, aunque en general y en confuso, me persuado que os parecerá duro e insufrible,   —LXVIII→   mucho más en la boca o pluma de un mísero judío. Vuestro enfado deberá crecer al paso que fuéremos descendiendo al examen de aquellas cosas particulares, tampoco examinadas, aunque generalmente recibidas; pues en estas cosas particulares de que voy a tratar, pienso, señor, apartarme del común sentir, o de la inteligencia común de los expositores, y en tal cual cosa también de los teólogos. Esta declaración precisa y formal que os hago desde ahora, y que en adelante habéis de ver cumplida con toda plenitud, me hace naturalmente temer el primer ímpetu de vuestra indignación, y me obliga a buscar algún reparo contra la tempestad. Digo contra la censura fuerte y dura, que ya me parece oigo antes de tiempo.

Paréceme una cosa naturalísima, y por eso muy excusable, que aun antes de haberme oído suficientemente, aun antes de poder tener pleno conocimiento de causa, y aun sin querer examinar el proceso, me condenéis a lo menos por un temerario y por un audaz; pues me atrevo yo solo, hombrecillo de nada, a contradecir a tantos sabios, que habiendo mirado bien las cosas, las establecieron así de común acuerdo. Lejos sea de mí, si acaso no lo está, el pensar que soy algo respecto de tantos y tan grandes hombres. Los venero y me humillo a ellos, como creo que es no sólo razón, sino justicia. Mas esta veneración, este respeto, esta deferencia, no ignoráis, señor, que tienen sus límites justos y precisos, a los cuales es laudable llegar, mas no el pasar muy adelante. Los doctores mismos no nos piden, ni pueden pedirnos que se propasen estos límites   —LXIX→   con perjuicio de la verdad: antes nos enseñan con palabra y obra; todo lo contrario, pues apenas se hallará alguno entre mil, que no se aparte en algo del sentimiento de los otros. Digo en algo, porque apartarse en todo, o en la mayor parte, sería cuando menos una extravagancia intolerable. Yo sólo trato un punto particular, que es, LA VENIDA DEL MESÍAS, que todos esperamos. Y si en las cosas que pertenecen a este punto particular, hallo en los doctores algunos defectos, o algunas ideas poco justas, que me parecen de gran consecuencia, ¿qué pensáis, amigo, qué deberé hacer? ¿Será delito hallar estos defectos, advertirlos, y tenerlos por tales? ¿Será temeridad y audacia el proponerlo a la consideración de los inteligentes? ¿Será faltar al respeto debido a estos sapientísimos doctores, el decir que, o no los advirtieron por estar repartida su atención en millares de cosas diferentes, o no les fue posible remediarlas en el sistema que seguían? Pues esto es solamente lo que yo digo, o pretendo decir. Si a esto queréis llamar temeridad y audacia, buscad, señor, otras palabras más propias que les cuadren mejor. ¿Qué maravilla es que una hormiga que nada entre el polvo de la tierra, descubra y se aproveche de algunos granos pequeños, sí, pero preciosos, que se escapan fácilmente a la vista de una águila? ¿Qué maravilla es, ni qué temeridad, ni qué audacia, que un hombre ordinario, aunque sea de la ínfima plebe, descubra en un grande edificio dirigido por los más sabios arquitectos, descubra, digo, y avise a los interesados que el edificio flaquea y amenaza ruina por alguna parte   —LXX→   determinada? No ciertamente porque el edificio en general no esté bien trabajado según las reglas, sino porque el fundamento sobre que estriba una parte del mismo edificio, no es igualmente sólido y firme como debía ser.

¿Se podrá muy bien tratar a este hombre de ignorante y grosero? ¿se podrá reprender de audaz y temerario? ¿se le podrá decir con irrisión que piensa saber más que los arquitectos mismos, pues estos teniendo buenos ojos edificaron sobre aquel fundamento? ¿y no es verosímil que mirasen primero lo que hacían, etcétera? Mas si por desgracia los arquitectos en realidad no examinaron el fundamento por aquella parte, o no lo examinaron con atención, si se fiaron de la pericia de otros más antiguos, y estos de otros; si en esta buena fe edificaron sin recelo, no mirando otra cosa que a poner una piedra sobre otra; en este caso nada imposible, ¿será maravilla que el hombre grosero e ignorante descubra el defecto, y diga en esto la pura verdad? Con este ejemplo obvio y sencillo deberéis comprender cuanto yo tengo que alegar en mi defensa. Todo se puede reducir a esto solo, ni me parece necesaria otra apología.

Debo solamente advertiros, que como en todo este escrito que os voy a presentar, he de hablar necesariamente, y esto a cada paso, de los intérpretes de la Escritura; o por hablar con más propiedad, de la interpretación que dan a todos aquellos lugares de la Escritura pertenecientes a mi asunto particular; temo mucho que me sea como inevitable el propasarme tal vez en algunas expresiones o palabras, que puedan parecer poco respetuosas, y aun poco   —LXXI→   civiles. Las que hallaréis en esta forma, yo os suplico, señor, que tengáis la bondad de corregirlas, o sustituyendo otras mejores, o si esto no se puede, quitándolas absolutamente. Mi intención no puede ser otra que decir clara y sencillamente lo que me parece verdad. Si para decir esta verdad no uso muchas veces de aquella amable discreción, ni de aquella propiedad de palabras que pide la modestia y la equidad, esta falta se deberá atribuir más a pobreza de palabras que a desprecio o poca estimación de los doctores, o a cualquiera otro efecto menos ordenado. Tan lejos estoy de querer ofender en lo más mínimo la memoria venerable de nuestros doctores y maestros, que antes la miro con particular estimación, como que no ignoro lo que han trabajado en el inmenso campo de las Escrituras, ni tampoco dudo de la bondad y rectitud de sus intenciones. Así mis expresiones y palabras, sean las que fueren, no miran de modo alguno a las personas de los doctores, ni a su ingenio, etcétera, miran únicamente al sistema que han abrazado. Este sistema es el que pretendo combatir, mostrando con los hechos mismos, y con argumentos los más sencillos y perceptibles, que es insuficiente, por sumamente débil, para poder sostener sobre sí un edificio tan vasto, cual es el misterio de Dios que encierran las Santas Escrituras; y proponiendo otro sistema, que me parece solo capaz de sostenerlo todo. De este modo han procedido más de un siglo nuestros físicos en el estudio de la naturaleza, y no ignoráis lo que por este medio han adelantado.

Esta obra, o esta carta familiar, que tengo el honor de presentaros, paréceme bien (buscando alguna especie de   —LXXII→   orden) que vaya dividida en aquellas tres partes principales a que se reduce el trabajo de un labrador: esto es, preparar, sembrar, y recoger. Por tanto, nuestra primera parte comprenderá solamente los preparativos necesarios, y también los más conducentes, como son allanar el terreno, ararlo, quitar embarazos, remover dificultades, etcétera. La segunda comprenderá las observaciones, las cuales se pueden llamar con cierta semejanza el grano que se siembra, y que debe naturalmente producir primeramente yerba, después espiga, y por último, grano en la espiga44. En la tercera, en fin, procuraremos recoger todo el fruto que pudiéremos de nuestro trabajo.

Yo bien quisiera presentaros todas estas cosas en aquel orden admirable, y con aquel estilo conciso y claro, que sólo es digno del buen gusto de nuestro siglo; mas no ignoráis que ese talento no es concedido a todos. Entre la multitud innumerable de escritores que produce cada día el siglo iluminado, no deja de distinguirse fácilmente la nobleza de la plebe: es decir, los pocos entre los muchos. ¿Qué orden ni qué estilo podéis esperar de un hombre ordinario de plebe, de los pobres, a quien vos mismo obligáis a escribir? ¿No bastará entender lo que dice, y penetrar al punto cuanto quiere decir? Pues esto es lo único que yo pretendo, y a cuanto puede extenderse mi deseo. Si esto sólo consigo, ni a mí me queda otra cosa a que aspirar, ni a vos otra cosa que pedir.





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ArribaAbajoParte primera

Que contiene algunos preparativos necesarios para una justa observación



ArribaAbajoCapítulo I

De la letra de la santa escritura


Párrafo I

1. Todo lo que tengo que deciros, venerado amigo Cristófilo, se reduce al examen serio y formal de un solo punto, que en la constitución o sistema presente de la Iglesia y del mundo, me parece de un sumo interés. Es a saber: si las ideas que tenemos de la segunda venida del Mesías, artículo esencial y fundamental de nuestra religión, son ideas verdaderas y justas, sacadas fielmente de la Divina Revelación, o no.

2. Yo comprendo en esta segunda venida del Mesías, no solamente su manifestación, o su revelación, como la llaman frecuentemente San Pedro y San Pablo, sino también todas las cosas que a ella se ordenan inmediatamente, o tienen con ella relación inmediata, así las que deben precederla, como las que deben acompañarla, como también   —2→   todas sus consecuencias. Si no me engañan mis ojos, me parece a mí que veo todas estas cosas con la mayor distinción y claridad en la Santa Escritura, y en toda la Escritura. Me parece que las veo todas grandes y magníficas, dignas de la grandeza de Dios, y de la persona admirable del hombre Dios. Lejos de hallar dificultad en componer y concordar las unas con las otras, me parece que todas las veo coherentes y conformes, como que todas son dictadas por un mismo espíritu de verdad, que no puede oponerse a sí mismo. Es verdad, que muchas de estas cosas no las entiendo; quiero decir, no puedo formar una idea precisa y clara del modo con que deben todas suceder; mas esto ¿qué importa? La sabiduría de Dios, que es ante todas cosas, ¿quién la rastreó?45 ¿Soy yo acaso capaz de comprender el modo admirable con que está Cristo en la eucaristía? Con todo eso lo creo, sin entenderlo; y esta creencia fiel y sencilla, es la que me vale para hallar en este sacramento el sustento y la vida del alma.

3. Esta reflexión, que sin duda es el mayor y el más sólido consuelo, la extiendo sin temor alguno a todas cuantas cosas leo en las Santas Escrituras. Y lleno de confianza y seguridad, me propongo a mí mismo este simple discurso. Dios es en todo infinito, y yo soy en todo pequeño; Dios puede hacer con suma facilidad infinito más de lo que yo soy capaz de concebir; luego será un despropósito infinito que yo piense poder medirlo por la pequeñez de mis ideas; luego cuando él habla, y yo estoy cierto de que habla, deberé cautivar mi entendimiento y mi razón en obsequio de la fe; luego deberé creer al punto cuanto me dice, y esto no del modo con que a mí se me figura, sino precisamente de aquel modo, y con todas aquellas circunstancias que él se ha dignado de revelarme, pueda o no pueda yo comprenderlas; porque mi fe es la que se me pide, no mi inteligencia.   —3→   Con este discurso, no menos óptimo que sencillo, yo siento, amigo, que se me dilata el corazón, mi fe se aviva, mi esperanza se fortifica, y siento en suma otros efectos conocidamente buenos, que no hay para que decirlos aquí.

4. Mas como el deseo de entender es naturalísimo al hombre, y muchas veces laudabilísimo, si se contiene en sus justos límites, busco la inteligencia de aquellas cosas que ya creo, y de que sólo hablo: esto es, las pertenecientes a la segunda venida del Mesías, que en lo demás no me meto. Busco, digo, la inteligencia de estas en los intérpretes de la Escritura. Y ¿qué sucede? Os parecerá increíble, y como el más solemne despropósito, lo que voy a decir: os digo delante de Dios, que no engaño46, a poco que he registrado los autores sobre los puntos de que hablo, siento desaparecer casi del todo cuanto había leído, y creído en las Escrituras, quedando mi entendimiento tan oscurecido, mi corazón tan frío, y toda el alma tan disgustada, que ha menester mucho tiempo y muchos esfuerzos para volver en sí.

5. Como esto me sucedía muchas veces, o por decirlo con más propiedad y verdad, siempre que leía los interpretes sobre los puntos arriba dichos; cansado un día de tanto disgusto, comencé a pensar entre mí, que sin duda podría ser un trabajo útil el aplicarme todo a un examen atento y prolijo de las explicaciones e inteligencias que hallaba en los intérpretes, confrontándolas una por una con la Escritura misma, digo, con el texto explicado, y con todo su contexto, sin espantarme más de lo que es justo y debido del argumento, por autoridad. Esto que leo con mis ojos, decía yo, teniendo en las manos la Biblia sagrada, es cierto y de fe divina. Dios mismo es el que aquí habla, es imposible que Dios falte47. Lo que leo en otros libros, sean los que sean, ni es de fe, ni lo puede ser; ya porque en   —4→   ellos habla el hombre, y no Dios, ya porque unos me dicen una cosa, y otros otra, unos explican de una manera, y otros de otra; ya en fin porque me dicen cosas muy distantes, muy ajenas, y tal vez muy contrarias a las que me dice clara y expresamente la Biblia sagrada. Hallando, pues, entre Dios y el hombre, entre Dios que habla, y el hombre que interpreta, una grande diferencia y aun contrariedad; ¿a quién de los dos deberé creer? ¿Al hombre dejando a Dios, o a Dios dejando al hombre? Diréis sin duda lo que dicen y predican frecuentemente los mismos intérpretes: esto es, que debo creer al uno y al otro; a Dios que habla, y al hombre que interpreta, es decir, a Dios que habla, mas no en aquel sentido literal, sencillo y claro que muestra la letra, y en que parece que habla, sino en otro sentido recóndito y sublime que el intérprete descubre, y en que explica lo que Dios ha hablado. Y esto so pena de inminente peligro, so pena de caer en grandes errores, como ha sucedido, dicen, a tantos herejes, y a tantos otros que no eran herejes, sino católicos y píos.

6. Poco a poco, amigo, paremos aquí un momento. ¿os parece, hablando formalmente, que puede haber algún peligro real en creer con sencillez y fidelidad lo que se lee tan claro en la Divina Escritura? Pienso que no os atrevierais a decir tanto de los escritos de San Jerónimo, o de algún otro célebre doctor. ¿Peligro en la Divina Escritura? ¿peligro en entenderla, y creerla como se entiende y cree a cualquier escritor? ¿peligro en creer a Dios infinitamente veraz, santo y fiel, en todas sus palabras48, sin pedir primero licencia al hombre escaso y limitado? No ignoro el ejemplar tan común y decantado con que se pretende probar este peligro: es a saber; que la Escritura Divina habla frecuentísimamente de Dios, como si realmente tuviese ojos, oídos, boca, manos y pies, diestra y siniestra, etcétera; todo lo cual dicen no puede entenderse literalmente, o según la letra: pues siendo Dios un espíritu   —5→   puro, nada de esto le puede competer. Mas, ¿por qué no le debe competer? ¿por qué no puede entenderse todo esto propísimamente según la letra? ¿qué error hay en creer y afirmar, que Dios tiene realmente ojos, oídos, boca, manos, etcétera? Cualquiera que lee la Escritura, sabe fácilmente por ella misma, si es que no lo sabía de antemano, como lo deben saber todos los cristianos, que el verdadero Dios a quien adora, es un espíritu puro y simplísimo, sin mezcla alguna de cuerpo o de materia. Si esto sabe, esto sólo le basta, aunque sea de tenuísimo ingenio, para concluir al punto y comprender con evidencia, que los ojos, oídos, boca y manos que la Escritura Divina atribuye a Dios, no pueden ser de modo alguno corporales, sino puramente espirituales, del modo que sólo pueden competer a un puro espíritu. ¿Y si esto entiende, si esto cree, no entenderá y creerá una cosa infinitamente verdadera? ¿Cómo nos ha de hablar Dios para que le entendamos, sino con nuestro lenguaje y con nuestras palabras? ¿Dónde está, pues, en este ejemplar el peligro del sentido literal?

7. El peligro, amigo, no digo sólo remoto y aparente, sino próximo y real, está por el contrario en creer al hombre que interpreta, cuando éste se aparta de aquel sentido propio, obvio y literal, que muestra la letra con todo su contexto; cuando quita, o disimula o añade alguna cosa que se oponga, o se aleje, o no se conforme enteramente con el sentido literal. Y si no, decidme: ¿por qué no admiten, antes condenan como peligrosa, o a lo menos como dura e indigesta, aquella célebre proposición del doctísimo Teodoreto? Éste en la cuestión 39 explicando el Génesis, sobre aquellas palabras: hizo también el Señor Dios a Adán y a su mujer unas túnicas de pieles, y vistiolos49, para negar, como lo hace, que Dios diese a Adán y a Eva tal vestido de pieles, dice así: no conviene seguir el sentido literal desnudo de la Escritura Santa,   —6→   como verdadero; sino buscar la sustancia que en él se encierra, porque la misma letra, algunas veces dice una falsedad50. O esta proposición no es falsa, ni dura, ni reprensible, o lo son, junto con ella, todas las amenazas que nos hacen, y los miedos que nos meten de peligro y precipicio en el sentido literal de la Escritura.

8. Observad aquí de paso una cosa bien importante, pues la hallaréis practicada con bastante frecuencia: este sabio obispo de Siro, creyó verosímilmente que era buena, cierta y segura aquella opinión, tan común en su tiempo como en el nuestro, y tan sin fundamento ahora como entonces; esto es, que la transgresión de nuestros primeros padres sucedió en el mismo día de su creación; algunos les hacen la gracia hasta el día siguiente, y otros se extienden hasta el octavo, cuando más. En esta suposición, le pareció increíble que tan presto hallase Dios pieles verdaderas con que vestirlos, lo cual sólo podía suceder en una de dos maneras; o criando de nada dichas pieles, o quitándolas a algunos animales. Lo primero, no; porque ya había concluido su obra51. lo segundo tampoco, porque los animales acabados de criar no habían tenido tiempo para multiplicarse, ni es creíble que pereciese aquella especie a quien le quitó la piel. luego el vestido que dio Dios a los delincuentes, no pudo ser de verdaderas pieles, sino de alguna otra cosa que no se sabe.

9. Este discurso le pareció a este sabio bueno y concluyente, como les parece a otros que lo siguen. Siendo el discurso bueno y concluyente, que está muy lejos de serlo, como que estriba en una cosa falsa, o no cierta suposición, se sigue forzosamente esta disyuntiva: luego o la Divina Escritura dice una cosa falsa, o la transgresión de nuestros padres no sucedió tan presto como se supone. Esto último no se puede decir, porque es contra la opinión   —7→   común de los doctores, y esta opinión común es una cosa más sagrada que la Escritura misma; luego que lo pague la Escritura; luego la Escritura Divina dice y afirma una cosa falsa. Por tanto, para no oponerse a la opinión común, establezcase resueltamente esta regla general: no conviene seguir el sentido literal desnudo de la Escritura Santa, como verdadero; sino buscar la sustancia que en él se encierra, porque la misma letra, algunas veces dice una falsedad52. Tengo por cierto que esta regla general, según se presenta, la miraréis, no sólo como falsa, no sólo como dura, no sólo como poco reverente, sino también como peligrosa y perjudicial. No obstante, no dejo de temer con gran fundamento, que el uso de esta misma regla general os parezca tal vez conveniente, útil, y aun necesario en las ocurrencias.

Párrafo II

10. ¿Pues no han errado tantos, os oigo replicar, no han caído en el peligro y perecido en él, por haber entendido la Escritura así como suena según la letra? ¿No ha sido para muchos de gravísimo escándalo el sentido literal de la Escritura? Os digo, amigo, resueltamente que no y otra vez y otras cien veces os digo que no. Los errores que han adoptado tanto, así herejes, como no herejes, no han nacido jamás del sentido literal de la Escritura, antes han nacido evidentemente de todo lo contrario: esto es, de haberse apartado de este sentido, de haber entendido o pretendido entender otra cosa diversa de lo que muestra la letra, de haber creído o pensado que hay o puede haber algún error en la letra, y con este pensamiento haber quitado o añadido alguna cosa, ya contraria, ya ajena y distante de la misma letra. Leed con atención la historia de las herejías, por cualquier autor de los muchos que han escrito sobre este asunto, y os veréis precisado a confesar que no ha habido una sola originada del sentido obvio y literal de la Escritura, hablo del origen verdadero   —8→   y real, no pretextado maliciosamente. Tengo presente el catálogo de las herejías, que trae San Agustín hasta su tiempo, en que se comprenden todas, o las más de las que había impugnado San Irineo, y después de él San Epifanio. Y he reflexionado no poco sobre las que han nacido después; lejos de hallar su origen en la letra de la Escritura, lo hallo siempre en todo lo contrario, en no haber querido conformarse con esta letra, o con este sentido literal.

11. Esta es la razón, como testifica San Agustín en el libro segundo de doctrina cristiana, porque la santa Iglesia, congregada en el Espíritu Santo, cuando ha hablado y condenado alguno de estos errores, no ha hecho otra cosa que mirar la letra de la Escritura sobre aquel asunto: esto es, el texto, y el contexto tomado todo a la letra, según aquel sentido, que ocurre obvia, clara y naturalmente. Ni jamás la Iglesia ha definido verdad alguna, añado que ni lo ha podido, ni lo puede hacer, sacando el texto de su sentido obvio y literal, y pasando su inteligencia a otro sentido diverso, que se aparte de la letra, y mucho menos que se oponga a la letra. ¿Qué más hubieran querido los herejes? Hubieran triunfado irremediablemente.

12. No solamente la Iglesia Santa, congregada en el Espíritu Santo, sino también todos los antiguos padres, y todos cuantos doctores han escrito después contra los herejes, han observado siempre, o casi siempre la misma conducta. Digo casi siempre, porque es innegable que tal vez con el fervor de la disputa, salieron muy fuera de esta regla, y muy fuera de este límite justo y preciso, que no puede vadearse53. Mas entonces es puntualmente, cuando nada concluyeron y nada hicieron. Esto es visible y claro a cualquiera persona capaz de reflexión, que lea estas disputas o controversias, así antiguas como nuevas. Y la razón misma muestra que así debía entonces, y siempre debe suceder, porque si lo que se impugna es ciertamente error, o es error contra alguna de aquellas infinitas verdades   —9→   de que la Escritura Divina da testimonio claro y manifiesto, o no. Si no, toda la Divina Escritura de nada puede servir para impugnar y destruir aquel error, aunque se amontonen textos a millares, porque ¿cómo se podrá conocer esta verdad contraria a aquel error, sino precisamente por la letra, o por el sentido literal de la Escritura? El decir; esto se puede, esto significa o se debe entender, no satisface: y por consiguiente no basta, cuando no se pruebe por otras razones hasta la evidencia: y esta prueba real y formal, no es razón que se tome solamente de este o de aquel otro autor, que así lo pensó, sino de la Escritura misma, o en este lugar, si la letra lo dice claramente, o en otros lugares en que se explica más. Debe, pues, decirse con verdad: esto dice aquí la Divina Escritura; de otra suerte nada se concluye.

13. Los herejes más corrompidos, y más desviados de la verdad, pretendieron siempre confirmar sus errores con la Escritura, como si fuese esta alguna fuente universal de que todos pueden beber a su satisfacción, o como aquel maná de quien dice el Sabio, acomodándose a la voluntad de cada uno, se volvía en lo que cada uno quería54. Pretendían, digo, hacer creer, que en la Escritura estaban, y que de ella los habían sacado; mas en la realidad los llevaban de antemano, independiente de toda Escritura; y lo más ordinario, los llevaban más en el corazón que en el entendimiento. Y habiéndolos adoptado, y tal vez sin adoptarlos ni creerlos, iban a la Escritura divina a buscar en ella alguna confirmación o alguna defensa, sólo por espíritu de malignidad, de emulación, de odio, de independencia y de cisma: ¿y qué sucedía? Sucedía, y es bien fácil que suceda así, que o hallaban en la Escritora algún texto, con tal cual viso favorable, o ellos mismos le hacían fuerza abierta para que se pusiese de su parte, ya quitando, ya añadiendo, ya separando el texto de todo su contexto, para que dijese por fuerza lo que realmente no decía. Los Maniqueos, por ejemplo, defendían sus dos principios, o dos dioses, uno   —10→   bueno y otro malo; uno causa de todo el bien que hay en el mundo; otro causa de todos los males así físicos como morales, que afligen y perturban a los míseros hijos de Adán. Habiendo registrado para esto con sumo cuidado y diligencia toda la Divina Escritura, hallaron finalmente aquellas palabras de Cristo: todo árbol bueno lleva buenos frutos; y el mal árbol lleva malos frutos. No puede el árbol bueno llevar malos frutos, ni el árbol malo llevar buenos frutos55. El gozo de un hallazgo tan importante, debió ser tan grande para estos sabios, apenas racionales, que no les dio lugar para leer otra línea más, que inmediatamente se sigue en grande deshonor de su segundo principio: todo árbol que no lleva buen fruto, será cortado y metido en el fuego56. Este segundo principio, que podían haber discurrido, siempre hace males, y nunca bienes; luego alguna vez será cortado y metido en el fuego: luego no puede ser ni llamarse Dios, ni principio con propiedad alguna; luego no puede haber más que un solo y verdadero Dios, principio y fin de todas las cosas, infinitamente bueno, benéfico, sabio y santo; luego no puede haber otro principio, u otro origen del mal que el mismo hombre, con el mal uso de su libre albedrío, don inestimable que le dio el Criador, para que pudiese merecer su eterna felicidad; pues no era cosa digna de Dios, llevar por fuerza a su reino piedras frías, duras, inertes, sin movimiento y sin vida. Todo esto podrían haber concluido aquellos doctores del mismo texto que alegaban, si lo hubieran leído todo con buenos ojos. Más como estos ojos estaban tan viciados, era consecuencia necesaria que todo se viciase. Si tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo será resplandeciente: mas si fuere malo, también tu cuerpo será tenebroso57.

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14. Así se cumplió entonces a la letra en estos herejes, y se ha cumplido, se cumple y cumplirá siempre lo que dice la misma Escritura: quien busca la ley, lleno será de ella; y el que obra con hipocresía, tropezará con ella58. Leyendo la Escritura con tan malos ojos, o con intenciones tan torcidas, ¿qué maravilla es que en lugar de la verdad que no buscan, hallen el error y el escándalo que buscan? ¿Qué maravilla es que hallado lo que buscan para ruina de sí mismos59, en ello se obstinen, como en un hallazgo de suma importancia, para poder defender de algún modo y llevar adelante sus errores? Se les mostraba entonces, y se les muestra hasta ahora su mala fe, en sacar el texto de su contexto, y en darle otro sentido diversísimo y ajenísimo del obvio y literal; pero todo en vano. Su respuesta no fue entonces, ni hasta ahora ha sido otra, que avanzar otro y otros errores, mezclados siempre con calumnias y con injurias. ¿Podremos con todo esto decir, que estos y otros errores semejantes han tenido su origen en la letra de la Escritura?

15. Demos un paso más adelante: avanzó Calvino, y algunos otros, que le precedieron y le siguieron, que Jesucristo no está real y verdaderamente presente en el sacramento de la Eucaristía. Y como si esto fuese claro y expreso en la Escritura, desafiaban a cualquiera que fuese a la disputa, con tal que no llevase, ni usase de otras armas que de la misma Escritura; a quien protestaban un sumo respeto y veneración, con hipocresía hablando mentira60. Vos o yo verbigracia que soy católico, y tengo suficiente conocimiento de causa, admito de buena gana el desafío, y entro a la disputa con la Biblia en la mano; mas antes de abrirla, les pido de gracia que muestren aquel lugar o lugares de la Escritura, de donde han sacado esta novedad. La presencia real de Cristo en la Eucaristía, añado, cuenta ya tantos   —12→   años de posesión, cuantos tiene la Iglesia del mismo Cristo, la cual como consta de la tradición constante y universal, y también de todas las historias eclesiásticas, siempre lo ha creído, lo ha enseñado, y lo ha practicado. Así lo recibió de los Apóstoles, y así lo halla expreso en las mismas Escrituras. Yo pues, como todos los católicos, estamos en posesión legítima de esta presencia real; y una posesión legítima inmemorial, basta y sobra para fundar un derecho cierto.

16. No basta, me responden tumultuosamente: cuando se halla, y se produce en juicio algún instrumento o escrira auténtica que prueba lo contrario, va por tierra la posesión inmemorial. Bien: muéstrese, pues, digo yo, este instrumento, esta escritura para ver lo que dice, y en qué términos habla. Por más esfuerzos que hacen, y por más que vuelven y revuelven toda la Biblia, nada producen en realidad, nada muestran, ni pueden mostrar, que destruya, que contradiga, que repugne de algún modo a mi posesión y a mi derecho. ¿Dónde está, pues, este lugar de la Escritura Santa? ¿De dónde, por tomarlo literalmente, bebieron este error? Por el contrario, yo les muestro, no uno, sino muchos lugares de la misma Escritura que están claramente a mi favor. Les muestro en primer lugar, los cuatro Evangelistas61, que lo dicen con toda claridad, cuando hablan de la última cena. San Juan, aunque nada dice en esta ocasión, ocupado enteramente en otros misterios admirables que los otros Evangelistas habían omitido; pero ya lo dejaba dicho y repetido en el capítulo seis de su Evangelio; mi carne verdaderamente es comida: y mi sangre verdaderamente es bebida. El que come mi carne, y bebe mi sangre, etcétera. El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo62. Les muestro en fin la instrucción que sobre   —13→   este punto da el Apóstol San Pablo a la Iglesia de Corinto y en ella a todas las demás, diciendo que lo que aquí les enseña, lo ha recibido inmediatamente del Señor: porque yo recibí del Señor, etcétera63, y amenazando con el juicio de Dios a los que reciben indignamente este sacramento, no haciendo la debida distinción entre el pan ordinario y el cuerpo del Señor: porque el que come y bebe indignamente, etc.64

17. Mostrados todos estos lugares de la Escritura, claros e innegables, sólo les pido, o por gracia o por justicia, que no les quiten su propio y natural sentido, que es aquel obvio y literal que muestran las palabras; pues esto no es lícito hacer, ni aun con los escritos del mismo Calvino. Si no atreviéndose a negar una petición tan justa, me conceden el sentido obvio y literal, para los textos de que hablamos, con esto sólo, sin otra diligencia, tenemos disipado el error; no hay necesidad de pasar a otros argumentos, está concluida la disputa. Mas si mi petición no halla lugar, si se obstinan en negar que la Escritura Divina dice lo que ven nuestros ojos; si pretenden que diciendo una cosa, se entienda otra, etcétera, el error irá siempre adelante, y tendremos disputa para muchos siglos.

18. Lo que digo de este error en particular, digo generalmente de todos cuantos errores y herejías han perturbado, afligido y escandalizado la Iglesia. Yo ninguno hallo en la historia y en la serie de diez y siete siglos, que no haya tenido el mismo principio. Una vez depravado el corazón, es bien fácil que tras él se deprave el entendimiento, y facilísimo también depravar todas aquellas escrituras auténticas que pueden hacer oposición. Esta depravación de las Escrituras, que tan común ha sido en todos tiempos, empezó ya desde el tiempo de los Apóstoles, como apunta San Pedro en su segunda epístola al capítulo III, y dice: las que adulteran los indoctos e inconstantes, para   —14→   ruina de sí mismos65. Y desde entonces hasta ahora, siempre se ha notado en estos hombres inestables una de dos cosas: eso es, que, o han alterado y corrompido el texto, añadiendo o quitando alguna palabra, o si esto no han podido, a lo menos impunemente se han obstinado no obstante en negar que el texto dice lo mismo que dice, y lo que lee al punto el que sabe leer. ¿Y por qué todos estos esfuerzos, sino por miedo de la letra? ¿Por qué tanto miedo a la letra, sino porque debe caer y desvanecerse infaliblemente su opinión, si se cree y admite lo que dice la letra? Luego no es la letra la que los ha hecho errar.

19. No hablo ahora de aquellos otros inestables que han combatido otras verdades, las cuales aunque no constan claramente de la Escritura, no por eso dejan de serlo; y este es todo su argumento. No constan claramente de la Escritura; luego no son verdades; luego se pueden negar y despreciar sin escrúpulo alguno. ¡Pésima consecuencia! Se les responde: porque fuera de aquellas infinitas verdades, que constan claramente de la Escritura, según la letra, hay todavía algunas otras que recibió la Iglesia por la viva voz de sus primeros maestros, los cuales las recibieron del mismo modo por la viva voz del hijo de Dios ya resucitado, apareciéndose por cuarenta días, y hablándoles del reino de Dios66, y también por inspiración del Espíritu Santo que en ellos habitaba; las cuales verdades ha conservado siempre fiel y constantemente desde sus principios: siempre las ha creído, las ha enseñado, las ha practicado pública y universalmente en todas partes, y en todos tiempos, sin interrupción ni novedad sustancial, como son estas cinco principales; primera, el símbolo de su fe, segunda, los siete sacramentos, tercera, la jerarquía, cuarta, la perpetua virginidad de la Santísima Madre del Mesías, quinta, la Escritura misma, como ahora la tenemos, sin más variedad que   —15→   la que es indispensable en las versiones de una lengua a otra.

20. Algunas otras verdades señalan los doctores, las cuales o no son tan seguras, o no son tan interesantes, o se pueden reducir a estas cinco, a quienes no se les halla otro principio que los Apóstoles. Así decimos confiadamente con San Ambrosio: despréciense los argumentos cuando se trata de buscar la fe, y calle la dialéctica; porque entonces se cree a la Iglesia y no a los filósofos67. Importa, pues, poquísimo que no se hallen estas verdades en las Escrituras. Basta que no se halle lo contrario clara y expresamente, que en este caso, cualquiera tradición dejará de serlo, o por mejor decir quedará convencida de falsa tradición. Y basta que la Iglesia las haya siempre creído, siempre enseñado, y siempre practicado. Los que a todo esto no se rindieren, darán una prueba más que suficiente para pensar que todo el mal está en el corazón. Por consiguiente, no queda para ellos otro remedio, si acaso este nombre le puede competir, que aquel terrible y durísimo que ya está registrado en el Evangelio: y si no oyere a la Iglesia, tenlo como un gentil, y un publicano68.

Párrafo III

21. Cuanto a los católicos y píos, que alguna vez erraron, o mucho o poco, decimos casi lo mismo que de los herejes; mas con esta grande y notable diferencia que hace toda su apología; que si en algo erraron alguna vez, su error no fue de corazón, sino de entendimiento, y cuando llegaron a conocerlo, lo retractaron al punto con verdad y simplicidad. Mas si buscamos con mediana atención el verdadero origen de estos errores, lejos de hallarlo en la letra o sentido literal de la Escritura, lo hallamos siempre o casi siempre en todo lo contrario. Todos los errores que se   —16→   atribuyen a Orígenes, hombre por otra parte grande y célebre por su sabiduría y santidad de vida, parece cierto que no tuvieron otro principio. Siendo joven tuvo la desgracia de entender y practicar en sí mismo un texto del Evangelio. No digo ya según su sentido obvio y literal, que esto es falsísimo, sino en un sentido grosero, ridículo, ajeno del espíritu del Evangelio, y de la letra misma, que no dice ni aconseja tal cosa. Como esta mala inteligencia le costó cara, empezó desde luego a mirar con otros ojos la Escritura, inclinando siempre su inteligencia, no ya a lo que decía, sino a alguna cosa muy distante, que no decía. Casi cada palabra debía tener otro sentido oculto, que era preciso buscar o adivinar. Y la Escritura en sus manos no era ya otra cosa más que un libro de enigmas.

22. Alegaba para esto el texto de San Pablo: porque la letra mata; y el espíritu vivifica69: el cual entendía del mismo modo, y con la misma grosería como había entendido aquel otro: hay castrados que a sí mismos se castraron por amor del reino de los cielos70. Fundado en un principio tan falso, como era la inteligencia de la letra mata; ¿qué maravilla que errase? Maravilla hubiera sido lo contrario; como lo es que sus errores no fuesen más y mayores de los que se hallan en sus escritos. Si acaso son suyos y no prestados por los infinitos enemigos que tuvo, todos los errores que corren en su nombre, que esto no está todavía bien decidido.

23. Este ejemplar que pongo de Orígenes, lo podéis aplicar sin temor a todos cuantos han errado en la exposición de la Escritura, o contra alguna verdad de la Escritura, que estos son los errores de que aquí hablamos, sean estos antiguos o modernos, sean de santos o no lo sean. Si erraron contra alguna verdad de la Escritura, este error parece que no podía nacer sino de dos principios: o porque dejaron el sentido literal de aquel lugar, en cuya inteligencia   —17→   erraron, o porque lo siguieron fielmente, y se acomodaron a él. Si lo primero; luego en esto está el peligro y el precipicio. Si lo segundo; luego no es falsa, sino buena y segura la regla de Teodoreto: la misma letra algunas veces dice una falsedad71. Luego no es verdadera, sino falsa y peligrosa, aquella regla primaria y fundamental, que asientan todos los doctores con San Agustín. Es a saber: que la Escritura Divina se debe entender en su propio y natural sentido, según la letra, o según la historia, cuando en ello no se hallase alguna contradicción clara y manifiesta, lo cual está muy lejos de suceder.

Párrafo IV

24. Pues ¿no es verdadera aquella sentencia del Apóstol y doctor de las gentes, la letra mata, y el espíritu vivifica72? ¿No es verdad, según esta sentencia, que la Escritura Divina, entendida a la letra, mata al pobre simple que la entiende así: mas vivifica al sabio y espiritual que la entiende espiritualmente? Os respondo, señor, con toda cortesía, que lo que dice San Pablo, es una verdad, y una verdad de grande importancia; mas no lo es, sino una falsedad grosera y aun ridícula, la interpretación que acabáis de darle.

25. La letra de que habla el Apóstol, como puede ver cualquiera que tuviese ojos, no es otra que la ley grabada con letras sobre piedras73, que Dios dio a su pueblo por medio de Moisés. Esta letra, o esta ley escrita, comparada con la ley de gracia, dice el santo que mata. ¿Por qué? No solamente porque mandaba con rigor y con amenazas terribles, ya de muerte, ya de otros castigos y calamidades; no solamente porque aquella ley descubrió muchas cosas que de suyo eran pecado, las cuales, aunque habían hasta entonces reinado en el mundo, no todas se habían imputado, no habiendo ley expresa que   —18→   las prohibiese como dice a los Romanos: mas no era imputado el pecado, cuando no había ley74. Mataba pues aquella ley, o no vivificaba como lo hace la ley de gracia porque no dio, ni daba espíritu: es decir, que cuando se promulgó en el monte Sinaí, no se dio junto con ella el espíritu vivificante. No era todavía su tiempo. Lo reservaba Dios para otro tiempo más oportuno, en que el Mesías mismo, concluida la misión de su eterno Padre sobre la redención del mundo, resucitase y fuese glorificado: porque aún no había sido dado el espíritu, por cuanto Jesús no había sido aún glorificado75.

26. Por el contrario, la ley de gracia en el día de su promulgación no se escribió otra vez en tablas de piedra, sino en las tablas del corazón76: no con letras formadas y materiales, sino con el espíritu vivificante de Dios vivo, que en aquel día se difundió abundantemente por Jesucristo en los corazones simples y puros de los creyentes, dejándolos iluminados, enseñados y fortalecidos para abrazar aquella ley y cumplirla con toda perfección, no ya por temor como esclavos, sino por amor como hijos de Dios, de que el mismo espíritu les daba testimonio y prenda segura. Porque el mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu, etc.77

27. Pues como este espíritu que entonces se dio, no fue una cosa pasajera, limitada a aquel solo día, sino permanente y estable, que se debía dar en todos tiempos, y a todos los creyentes que quisiesen darle lugar. Por eso dice el Apóstol que el espíritu de la ley de gracia vivifica; y no vivifica, antes mata la ley escrita, porque no había   —19→   en ella tal espíritu. Esto es lo que sólo dice San Pablo, y esta es en sustancia la explicación que dan a este texto los autores juiciosos, cuando llegan a él. Digo, cuando llegan a él, porque no siempre que lo citan proceden con el mismo juicio. Muchas veces se ve, que a la inteligencia literal de un texto claro de la Escritura, le dan el nombre de inteligencia, según la letra que mata, aludiendo sin duda al la letra mata de San Pablo, mas lo entienden en aquel sentido que ni tiene, ni puede tener. Leed el libro sobre el espíritu y la letra de San Agustín, y allí hallaréis desde el principio la censura que merecen los que pretenden defenderse con este texto para dejar el sentido propio de la Escritura, y pasarse a la pura alegoría. La alegoría es buena, cuando se usa con moderación, y sin perjuicio alguno de la letra; la cual se debe salvar en primer lugar. Asegurada ésta, alegorizad cuanto quisiereis, sacad figuras, moralidades, conceptos predicables, etcétera, que puedan ser de edificación a los que leyeren, con tal que no se opongan a algún otro lugar de la Escritura, según su propio y natural sentido.

Párrafo V

28. No se puede negar que muchas cosas se leen en la Escritura, que tomadas, según la letra, y aun estudiando prolijamente todo su contexto, no se entienden. Pero ¿qué mucho que no se entiendan? ¿Os parece preciso y de absoluta necesidad, que todo se entienda y en todos tiempos? Si bien lo miráis, esta ignorancia, o esta falta de inteligencia en muchas cosas de la Escritura, máximamente en lo que es profecía, sucede por una de dos causas o porque todavía no ha llegado su tiempo, o porque no se acomodan bien, antes se oponen manifiestamente a aquel sistema, o a aquellas ideas que ya habíamos adoptado como buenas. Si para muchas no ha llegado el tiempo de entenderse, ni ser útil la inteligencia, ¿cómo las pensamos entender? ¿Cómo hemos de entender aquello de la sabiduría infinita que Dios quiso dejarnos revelado, sí, pero   —20→   ocultísimo debajo de oscuras metáforas, para que no se entendiese fuera de su tiempo? La inteligencia de estas cosas, no depende, señor mío, de nuestro ingenio, de nuestro estudio, ni de la santidad de nuestra vida; depende solamente de que Dios quiera darnos la llave, de que quiera darnos el espíritu de inteligencia. Porque si el gran Señor quisiere, le llenará de espíritu de inteligencia78, y Dios no acostumbra dar sino a su tiempo; mucho menos aquellas cosas que fuera de su tiempo pudieran hacer más daño que provecho. Los antiguos es innegable, que no entendieron muchas cosas que ahora entendemos nosotros, y los venideros entenderán muchas otras, que nos parecen ahora ininteligibles; porque al fin no se escribieron sino para algún fin determinado, y este fin no pudiera conseguirse, si siempre quedasen ocultas. Ocultas estaban, y lo hubieran estado toda la eternidad sin escribirse, ni habría para que usar esta diligencia inútil e indigna de Dios.

29. De un modo semejante discurrimos sobre la segunda causa de nuestra falta de inteligencia. Si algunas cosas, y no pocas, de las que leemos en las Escrituras no se acomodan con aquel sistema, o con aquellas ideas que hemos adoptado, antes se les oponen manifiestamente, ¿cómo será posible en este caso que las podamos entender? Al paso que el sistema nos parezca único, y nuestras ideas evidentes, a esa mismo paso deberá crecer la oscuridad de aquellas Escrituras, que son visiblemente contrarias, y algunas veces contradictorias. Se harán en todos tiempos esfuerzos grandísimos por los mayores ingenios para conciliar estos dos enemigos; mas serán inútiles necesariamente. ¿Por qué razón? Por la misma que acabamos de apuntar. Porque nuestro sistema nos parece único, y nuestras ideas evidentes. Y siendo así todos los esfuerzos que se hicieren, no se encaminarán a otro fin que hacer ceder a las Escrituras, para que se acomoden al sistema,   —21→   quedando éste victorioso sin haber perdido un punto de su puesto. Mas como la verdad de Dios es esencialmente inmutable y eterna, incapaz de ceder a todos los esfuerzos de las criaturas; esta misma firmeza inalterable vendrá a ser por una consecuencia natural, toda la causa de su oscuridad: como si dijéramos, este lugar de la Escritura y otros semejantes, no se pueden acomodar a nuestro sistema con todos los esfuerzos que se han hecho; luego son lugares oscuros; Niego se deben entender en otro sentido; luego será preciso buscar otro sentido, el más a propósito para que se acomoden, a lo menos para que no se opongan al sistema.

30. Este modo de argumentar, os parecerá sin duda poco justo; y no obstante, es increíble el uso que tiene. Y ¿quién sabe, amigo (guardad por ahora este secreto hasta que lo veáis por vuestros ojos en toda la segunda parte), quien sabe si aquellas amenazas que nos hacen, de error y peligro en el sentido literal de la Escritura, miran solamente a estas cosas inacomodables al sistema que han adoptado? Estas amenazas no se extienden ciertamente a toda la Escritura; pues ellos mismos buscan, y admiten en cuanto les es posible este sentido literal. Con que sólo deben limitarse a algunas cosas particulares. ¿Cuáles son estas? Son aquellas puntualmente, y a mi parecer únicamente, cuya observación y examen es el asunto primario de este escrito, pertenecientes todas a la segunda venida del Señor.



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ArribaAbajoCapítulo II

De la autoridad extrínseca sobre la letra de la Santa Escritura


Párrafo I

31. En la inteligencia y explicación de muchísimos lugares de los Profetas, y casi únicamente en aquellos que de algún modo pertenecen a nuestro asunto principal, es facilísimo notar que los intérpretes de la Escritura, habiendo buscado y seguido por un momento el sentido literal, o el que llaman con este nombre; no siéndoles posible llevar muy adelante dicho sentido, se acogen en breve a la pura alegoría, pretendiendo que éste es el sentido a que se dirige especialmente el Espíritu Santo. Si les preguntamos con qué razón, y sobre qué fundamento nos aseguran que aquél es el sentido literal, no obstante que a los dos o tres pasos se ven precisados a dejarlo; y que aquel otro alegórico o figurado es el que intenta especialmente el Espíritu Santo, etcétera, nos remiten por toda respuesta a la autoridad puramente extrínseca. Esto es, que otros antiguos doctores los entendieron y explicaron así. Este argumento tomado de la autoridad, que en otros asuntos de dogma y de moral puede y debe mirarse como bueno y legítimo, en el asunto de que hablamos no parece tan justo. Así como sin agraviar a los doctores más modernos, les podemos pedir razón de su inteligencia, cuando ésta no se conforma con la letra del texto; así del mismo modo podemos pedirla a los antiguos, porque al fin la autoridad de estos, por grande y respetable que sea, no puede fundarse sobre sí misma. Éste es un privilegio muy grande, que únicamente pertenece a Dios. Debe pues fundarse esta autoridad, o en la Escritura misma, si esta lo dice claramente,   —23→   o en la tradición universal, inmemorial, cierta, constante, o en alguna decisión de la Iglesia congregada en el Espíritu Santo, o finalmente en alguna buena y sólida razón.

32. Todo esto en sustancia es lo que decía San Agustín a San Jerónimo en aquella célebre disputa epistolar que tuvieron estos dos grandes doctores sobre la verdadera inteligencia del capítulo segundo de la epístola de San Pablo a los Gálatas. Las razones que producía San Agustín, y con que impugnaba el sentimiento de San Jerónimo, parecían clarísimas y eficacísimas. Tanto que el mismo San Jerónimo, no hallando modo de eludir su fuerza, antes confesándola tácitamente, se acogió por último recurso a la autoridad extrínseca, alegando en su favor la autoridad de San Juan Crisóstomo, de Orígenes, y de algunos otros padres griegos que habían sido de su misma opinión, a lo cual responde San Augustín con estas palabras, dignas de toda consideración. Te confieso, que el estimar infalible a un escritor es un honor que aprendí a tributarlo solamente a los libros llamados canónicos; pero si en otros escritos hallo algo que me parezca contrario a la verdad, sin embarazo digo, o que el código está errado, o que el intérprete no penetró el sentido, o que yo no he podido entenderlo. Sea cual fuere la santidad y doctrina de los autores, siempre los leo bajo el concepto de no creer que sea verdadero lo que dicen, porque ellos así lo juzgan, sino porque me lo persuaden o con la autoridad de algún texto canónico, o con alguna razón de peso79.

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33. El mismo santo doctor, para no negarse a sí mismo, protesta en otro lugar que él no quiere que se haga otra cosa con sus escritos, sino lo que él mismo hace con los escritos de otros doctores. Esto es, tomar lo que le parece conforme a la verdad, y dejar o impugnar lo que le parece contrario o ajeno de la misma verdad. Porque las disputas de los hombres, por católicos y respetables que sean, no merecen la misma fe que los escritos canónicos: de manera que no podamos, salvo el honor que les es debido, apartarnos o impugnar sus sentencias, siempre que viéremos en ellas algo que contradiga a la verdad, que con el auxilio divino nosotros u otros hubiéremos alcanzado. Esta es mi conducta con los escritos ajenos, y ésta es la que quiero se observe con los míos80.

34. Pues como en las cosas particulares que vamos a tratar, la autoridad extrínseca es el único enemigo que tenemos que temer, y el que casi a cada paso nos ha de hacer la más terrible oposición; parece conveniente, y aun necesario, decir alguna palabra sobre esta autoridad, dejando desde ahora presupuesto y asentado lo que hay cierto y seguro en el asunto. La autoridad de los antiguos padres de la Iglesia, es sin duda de sumo peso, y debemos no sólo respetarla, sino rendirnos a ella enteramente; no a ciegas, ni en todos los casos posibles, sino en ciertos casos, y con ciertas precauciones y limitaciones que enseñan los teólogos, y que practican ellos mismos frecuentemente. Ved aquí una proposición general en que todos convienen. «Cuando todos, o casi todos los padres de la Iglesia, concurren unánimemente en la explicación o inteligencia de algún lugar de la Escritura, este consentimiento unánime   —25→   hace un argumento teológico, y algunas veces de fe, deque aquella y no otra es la verdadera inteligencia de aquel lugar de la Escritura.»

35. Esta proposición general, cierta y segura, admite no obstante algunas limitaciones, no menos ciertas y seguras, en que del mismo modo convienen los doctores. La primera es: que el lugar de la Escritura de que se habla, pertenezca inmediatamente a la sustancia de la religión, o a los dogmas universales de la Iglesia, como también a la moral. Esta limitación se lee expresa, en el decreto del Concilio de Trento, sección cuarta, en que manda que ninguno se atreva a interpretar la Santa Escritura, haciéndole violencia para traerla a su propia opinión: en cosas pertenecientes a la fe, y a las costumbres que miran a la propagación de la doctrina cristiana, violentando la sagrada Escritura para apoyar sus dictámenes contra el sentido que le ha dado y da la Santa Madre Iglesia, a la que privativamente toca determinar el verdadero sentido e interpretación de las sagradas letras; ni tampoco contra el unánime consentimiento de los santos padres81.

36. Segunda limitación: que aquella explicación o inteligencia que dan al lugar de la Escritura, la den todos o los más unánimemente, no como una mera sospecha o conjetura, sino como una verdad de fe. Tercera limitación: que aquel punto de que se habla, lo hayan tratado todos o los más de los padres, no de paso, y sólo por incidencia en algún sermón u homilía, sino de propósito determinado; probando, afirmando y resolviendo que aquello que dicen es una verdad, y lo contrario un error. Algunas otras limitaciones ponen los doctores, que no hay para qué apuntarlas aquí. Para nuestro propósito bastan estas tres que son las principales82.

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Párrafo II

37. No temáis, amigo, que yo no respete la autoridad de los antiguos padres, ni que quiera pasar los límites justos y precisos de esta autoridad. Los puntos que voy a tratar: lo primero, no pertenecen inmediatamente al dogma ni a la moral. Lo segundo, los antiguos padres no los trataron de propósito; apenas los trataron de paso, y esto algunos pocos, no todos ni los más. Lo tercero, los pocos que tocaron estos puntos, no convinieron en un mismo sentimiento; sino que unos afirmaron, y otros negaron. Esta circunstancia es de sumo interés. Cuarto, en fin: ni los padres que afirmaron, ni los que negaron, si se exceptúa San Epifanio, de quien hablaremos a su tiempo, trataron de errónea la sentencia contraria. Esta censura es muy moderna y por jueces muy poco competentes. San Jerónimo, que era uno de los que negaban, dice expresamente, que no por eso condena, ni puede condenar a los que afirmaban: la que aunque no sigamos, porque muchos varones eclesiásticos y mártires la llevan... reservamos al juicio del Señor83.

38. Por todo lo cual parece claro, que quedamos en perfecta libertad para seguir a unos, y dejar a otros: para seguir, digo, aquella opinión, que miradas todas las razones, y pesadas en fiel balanza nos pareciere más conforme mejor diré, únicamente conforme a la autoridad intrínseca, o a todas las Santas Escrituras del viejo y nuevo Testamento.

39. Concluyamos este punto para mayor confirmación con las palabras del gran Bosuet. Este sabio y juicioso escritor en su prefacio a la exposición del Apocalipsis, para allanar el paso al nuevo rumbo que va a seguir, se propone primero algunas dificultades. Entre otras, la primera es la autoridad de los antiguos padres, y el común sentir de los intérpretes, los cuales han entendido en el Apocalipsis, no   —27→   las primeras persecuciones de los tres primeros siglos de la Iglesia, sino las últimas que deben preceder a la venida del Señor. A esta dificultad responde de este modo, número trece.

40. «Pero los más novicios en la teología saben la resolución de esta primera dificultad. Si fuese necesario para explicar el Apocalipsis reservarlo todo para el fin del mundo, y tiempos del Anticristo, ¿se hubiera permitido a tantos sabios del siglo pasado entender en la bestia del Apocalipsis, ya al Anticristo en Mahoma, ya otra cosa, que Enoch y Elías en los dos testigos del capítulo once?... El sabio ex-Jesuita Luis del Alcázar, que escribió un gran comentario sobre el Apocalipsis, de donde Grocio tomó muchas de sus ideas, lo hace ver perfectamente cumplido hasta el capítulo veinte, y se ven los dos testigos sin hablar una palabra de Elías, ni de Enoch. Cuando le oponen la autoridad de los padres, y de algunos doctores, los cuales con demasiada licencia quieren hacer tradiciones y artículos de fe de las conjeturas de algunos padres; responde que otros doctores han sentido de otro modo diverso, y que los padres también variaron sobre estos asuntos, o sobre la mayor parte de ellos. Por consiguiente que no hay ni puede haber en ellos tradición constante y uniforme; así como en otros muchos puntos, donde los doctores, aun católicos, han pretendido hallarla. En suma, que éste es un asunto no de dogma, ni de autoridad, sino de pura conjetura. Y todo esto se funda bien en la regla del Concilio de Trento, el cual no establece ni la tradición constante, ni la inviolable autoridad de los santos padres en la inteligencia de la Escritura, sino en su unánime consentimiento, y esto solamente en materia de fe y costumbres.» Todo esto que dice Mr. Bosuet, recibidlo, amigo, como si yo mismo os lo dijese en respuesta a la única dificultad que tengo contra mí. Entremos en materia.



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ArribaAbajoCapítulo III

Se propone el sistema ordinario sobre la segunda venida del Mesías, y el modo de examinarlo.


Párrafo I

41. Toda la Escritura Divina tiene tanta y tan estrecha conexión con la persona adorable del Mesías, que podemos con verdad decir, que toda habla de él, o en figura, o en profecía, o en historia; toda se encamina a él, y toda se termina en él, como en su verdadero y íntimo fin. Nuestros Rabinos no dejaron de conocer muy bien esta grande e importante verdad, mas como entre tantas cosas grandes y magníficas que se leen casi a cada paso del Mesías en los profetas, y en los salmos, encontraban algunas poco agradables, y a su parecer indignas de aquella grandeza y majestad, como no quisieron creer fiel y sencillamente lo que leían, y esto porque no podían componer en una misma persona la grandeza de las unas con la pequeñez de las otras; como en fin, no quisieron distinguir, ni admitir en esta misma persona, aquellos dos estados y dos tiempos infinitamente diversos, que tan claros están en las Escrituras, tomaron finalmente un partido, que fue el principio de nuestra ruina, y la raíz de todos nuestros males. Resolvieron, digo, declararse por las primeras, y olvidar enteramente las segundas.

42. En consecuencia de esta imprudente resolución formaron, casi sin advertirlo, un sistema general que poco a poco todos fueron abrazando, diciendo los unos lo que habían dicho los otros, y sin más razón que porque los otros lo habían dicho, se aplicaron con grande empeño a acomodar a este sistema, que ya parecía único, todas las profecías, y todas cuantas cosas se dicen en ellas, resueltos a no   —29→   dar cuartel a alguna, fuese la que fuese, si no se dejaba acomodar. Quiero decir, que aquellas que se hallasen absolutamente inacomodables al sistema, o debían omitirse como inútiles, o lo que parecía más seguro, debía negarse obstinadamente que hablasen del Mesías: pues había otros profetas y justos, a quienes de grado o por fuerza se podían acomodar. Sistema verdaderamente infeliz, y funestísimo, que redujo al fin a todo el pueblo de Dios al estado miserable en que hasta ahora lo vemos ¡que es la mayor ponderación! Mas dejando estas cosas como ya irremediables, y volviendo a maestro propósito, entremos desde luego a proponer, y también a examinar atentamente las ideas que nos dan los doctores cristianos de la venida del mismo Mesías, que todos estamos esperando. Dicen, o suponen como una cosa cierta, que estas ideas son tomadas de las Santas Escrituras: ¿pero será cierto esto? Ya que sea cierto en lo general, ¿será también cierto que son fielmente tomadas, sin quitar ni añadir, ni disimular cosa alguna; y poniendo cada pieza en su propio lugar? Así me parece que lo debemos suponer, cautivando nuestros juicios en obsequio de tantos sabios que han edificado sobre este fundamento, suponiéndolo bueno, sólido y firme. Yo también por la presente lo quiero suponer así, sin meterme a negar o disputar antes de tiempo. No obstante; como el asunto se me figura de sumo interés, y por otra parte nadie me lo prohíbe, quiero tener el consuelo de beber el agua en su propia fuente, de ver, digo, tocar y experimentar por mí mismo, la conformidad que tienen, o pueden tener estas ideas con la Escritura misma, de donde se tomaron, pues es cosa clara que causará mucho mayor placer el ver a Roma, por ejemplo, con sus propios ojos, que verla en relación o en pintura.

Párrafo II

43. Todas las cosas generales y particulares que sobre este asunto hallamos en los libros, reducidas a pocas palabras, forman un sistema, cuya sustancia se puede proponer   —30→   en estos términos; Jesucristo volverá del cielo a la tierra en gloria y majestad, no antes, sino precisamente al fin del mundo, habiendo precedido a su venida todas aquellas señales que se leen en los evangelios; en los profetas y en el Apocalipsis. Entre estas señales, será una terribilísima la persecución del Anticristo, por espacio de tres años y medio. Los autores no convienen enteramente en todo lo que pertenece a esta persecución. Unos la ponen inmediatamente antes de la venida del Señor, otro, y creo que son los más, advirtiendo en esto un gravísimo inconveniente, que puede arruinar todo el sistema, se toman la licencia de poner este gran suceso algún tiempo antes, de modo que dejan un espacio de tiempo, grande o pequeño, determinado o indeterminado, entre el fin del Anticristo y la venida de Cristo. En su lugar veremos las razones, que para esto tienen84.

44. Poco antes de la venida del Señor, y al salir ya del cielo, sucederá en la tierra un diluvio universal de fuego, que matará a todos los vivientes, sin dejar uno solo: lo cual concluido, y apagado el fuego, resucitará en un momento todo el linaje humano, de modo que cuando el Señor llegue a la tierra, hallará todos los hijos de Adán, cuantos han sido, son y serán, no solamente resucitados, sino también congregados en el valle de Josafat, que está inmediato a Jerusalén. En este valle, dicen, se debe hacer el juicio universal. ¿Por qué? Porque así lo asegura el profeta Joel en el capítulo III. Y aunque el profeta Joel no habla del juicio universal, como parece claro de todo su contexto; pero así entendieron este lugar algunos antiguos, y así ha corrido hasta ahora sin especial contradicción. No obstan las medidas exactas que han tomado a este valle algunos curiosos, para ver como podrán acomodarse en milla y media de largo con cien pasos de ancho aquellos poquitos de hombres, que han de concurrir de todas las partes del mundo, y de todos los siglos, porque al fin se acomodarán   —31→   como pudieren, y la gente caída e infeliz, dice un sabio, cabe bien en cualquier lugar por estrecho que sea.

45. Llegado pues el Señor al valle de Josafat, y sentado en un trono de grande majestad, no en tierra, sino en el aire, pero muy cerca de la tierra, y colocados también en el aire todos los justos, según su grado, en forma de anfiteatro; se abrirán los libros de las conciencias, y hecho público todo lo bueno y lo malo de cada uno, justificada en esto la causa de Dios, dará el juez la sentencia final, a unos de vida, a otros de muerte eterna. Se ejecutará al punto la sentencia, arrojando al infierno a todos los malos junto con los demonios, y Jesucristo se volverá otra vez al cielo, llevándose consigo a todos los buenos.

46. Esto es en suma todo lo que hallamos en los libros; mas si miramos con alguna mediana atención lo que nos dicen y predican todas las Escrituras, es fácil conocer que aquí faltan muchas cosas bien sustanciales, y que las que hay, aunque verdaderas en parte, están muy fuera de su legítimo lugar. Si esto es así, o no, parece imposible poderlo aclarar, y decidir en poco tiempo, porque no solo se deben producir las pruebas, sino desenredar muchos enredos, y desatar o romper muchos nudos.

Párrafo III

47. Todos saben con solos los primeros principios de la luz natural, que el modo más fácil y seguro, diremos mejor, el modo único de conocer la bondad y verdad de un sistema, en cualquier asunto que sea, es ver y experimentar, si se explican en él bien todas las cosas particulares que le pertenecen; si se explican, digo, de un modo natural, claro, seguido, verosímil, y si se explican todas, sin que queden algunas que se opongan claramente, y no puedan reducirse sin violencia al mismo sistema. Pongamos un ejemplo.

48. Yo quiero saber de cierto, si es bueno o no, el sistema celeste antiguo, que vulgarmente se llama de Tolomeo. No tengo que hacer otra cosa, sino ver si se explican   —32→   bien, de un modo físico, natural, fácil y perceptible, todos los movimientos y fenómenos, que yo observo clara y distintamente en los cuerpos celestes. Yo observo clara y constantemente, sin mudanza ni variación alguna, que un planeta, verbi gratia Marte, aparece a mis ojos sin comparación mayor, cuando está en oposición con el sol, que cuando está en sus cuadraturas; observo en este mismo planeta, que no siempre sigue su carrera natural, sino que algunas veces, en determinado tiempo vuelve atrás caminando un espacio bien considerable en sentido contrario, otras veces también en determinado tiempo se queda muchos días inmóvil, y como clavado en un mismo lugar del cielo, observo con la misma claridad al planeta Venus, unas veces encima del sol, otras debajo entre el sol y la tierra, observo a Júpiter rodeado de otros cuatro planetas, que lo tienen por centro; y por consiguiente ya están más altos, ya más bajos, ya en un lado, ya en otro, etc. A este modo observo otras cien cosas, bien fáciles de observar, las cuales, aunque ignoro como serán, no por eso puedo dudar que son.

49. Quiero, pues, explicar éstas y otras cosas semejantes en el sistema antiguo de Tolomeo. Pido esta explicación a los filósofos y astrónomos más celebrados: a los Egipcios, Griegos, Árabes y Latinos. Veo los esfuerzos inútiles que hacen para darles alguna explicación, oigo las suposiciones que procuran establecer, todas arbitrarias, inverosímiles e increíbles. Contemplo con admiración los excéntricos y los epiciclos, a donde se acogen por íntimo refugio. Después de todo, certificado en fin, de que en realidad nada explican, de que todo es una confusión inaclarable, y una algarabía ininteligible, con esto solo quedo en verdadero derecho para pronunciar mi sentencia definitiva, la más justa que en todos asuntos de pura física se ha dado jamás, diciendo, que el sistema no puede subsistir, que es conocidamente falso, que se debe proscribir, y desterrar para siempre de la compañía de los sabios, tenga, pues, los defensores o patronos que tuviere, sean tantos, cuantos   —33→   sabios han florecido en dos o tres mil años, cítense autoridades a millares de todas las librerías del mundo; yo estoy en derecho de mantener mi conclusión, cierto y seguro de que el sistema es falso, que nada explica, y los mismos fenómenos lo destruyen.

50. Si en lugar de este sistema sale otro, el cual después de bien examinado, y confrontado con los fenómenos celestes, se ve que los explica bien de un modo claro y natural, que satisface a todas las dificultades, y esto sin violencia, sin confusión, sin suposiciones arbitrarias, etc., aunque este nuevo sistema no tenga más patrón que su propio autor, ni más autoridades que las pruebas que trae consigo, esta sola autoridad pesará más en una balanza fiel, que todos los volúmenes, por gruesos que sean, y que todos los sabios que los escribieron; y cualquier hombre sensato que llegue a tener suficiente conocimiento de causa, los abandonará al punto a todos con el honor y cortesía que por otros títulos se merecen; admitiendo de buena fe la excusa justa y racional de que al fin en su tiempo no había otro sistema; y así trabajaron sobre él, en la suposición de su bondad. No olvidéis, amigo, esta especie de parábola.

Párrafo IV

51. Sin apartarnos mucho de aquella propiedad, que pide una semejanza, podemos considerar a toda la Biblia Sagrada como un cielo grande y hermosísimo, adornado por el espíritu de Dios con tanta variedad y magnificencia, que parece imposible abrir los ojos, sin que quede arrebatada la atención. Esta vista primera, así en general y en confuso, excita naturalmente la curiosidad o el deseo de saber, ¿qué cosas son aquellas, qué significan, cómo se entienden, qué conexión o enlace tienen las unas con las otras, y a qué fin determinado se encaminan todas? Excitada esa curiosidad, lo primero que se ofrece naturalmente es ir a buscar en los libros lo que han pensado y enseñado los doctores, cómo han explicado aquellas cosas, y qué luces nos han dejado para su verdadera y plena inteligencia.

  —34→  

52. Si después de muchos años de estudio formal en esta especie de libros, si después de haberles pedido una explicación natural y clara de algunos fenómenos particulares que nos parecen de suma importancia, si después de confrontadas estas explicaciones con los fenómenos mismos, observados con toda exactitud, no hallamos otra cosa que suposiciones y acomodaciones arbitrarias; y éstas las más veces violentas, confusas, inconexas y visiblemente fuera del caso: ¿qué quieren que hagamos, sino buscar otra senda más recta, aunque no sea tan trillada? Buscar, digo, otro sistema en que las cosas vayan mejor; esto es lo que voy luego a proponer85 a vuestra consideración. Acaso   —35→   me diréis, que para proponer otro nuevo sistema, había de haber impugnado el antiguo en toda forma, y demostrado su insuficiencia. Yo también lo había pensado así; mas después me ha parecido mejor tomar otro camino más corto, y sin comparación menos molesto. Quiero decir: propuestos los dos sistemas, y quitados algunos embarazos al segundo, entrar desde luego a la observación de algunos fenómenos particulares, pidiendo al uno y al otro una observación justa y clara. Así se ahorrará mucho trabajo, y al mismo tiempo se podrá ver de una sola ojeada, cual de los dos sistemas es el mejor, o cual debe ser el único; porque es cosa clara, que aquel sistema será el mejor, que explique mejor los fenómenos; aquel deberá mirarse como único, en donde únicamente se pudiesen bien explicar.



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ArribaAbajoCapítulo IV

Se propone otro nuevo sistema


53. Antes de proponer este sistema, Cristófilo amigo, deseo en vuestro ánimo un poco de quietud, no sea que os ocasione algún susto repentino, y sin hacer la debida reflexión, deis voces contra un enemigo imaginario, haciendo tocar una falsa alarma. El sistema, aunque propuesto, y seguido con novedad, no es tan nuevo, como sin duda pensaréis; antes os aseguro formalmente, que en la sustancia es mucho más antiguo que el ordinario: de modo, que cuando éste se empezó a hacer común, que fue hacia los fines del siglo cuarto de la Iglesia, y principios del quinto, ya el otro contaba más de trescientos años de antigüedad. No obstante, atendiendo a vuestra flaqueza: o a vuestra preocupación, no lo propongo de un modo asertivo, sino como una mera hipótesis o suposición. Si ésta es arbitraria, o no, lo iremos viendo más adelante, que por ahora es imposible decirlo. Mas sea como fuere, esto es permitido sin dificultad, aun en sistemas a primera vista los más disparatados; porque en esta permisión se arriesga poco, y se puede avanzar mucho en el descubrimiento de la verdad.

Sistema general

54. Jesucristo volverá del cielo a la tierra, cuando llegue su tiempo, cuando lleguen aquellos tiempos y momentos, que puso el Padre en su propio poder86. Vendrá acompañado, no solamente de sus ángeles, sino también de sus santos ya resucitados: de aquellos digo, que serán juzgados dignos de aquel siglo, y de la resurrección de los   —37→   muertos87. He aquí, vino el Señor entre millares de sus santos88. Vendrá no tan de prisa, sino más despacio de lo que se piensa. Vendrá a juzgar no solamente a los muertos, sino también y en primer lugar a los vivos. Por consiguiente este juicio de vivos y muertos, no puede ser uno solo, sino dos juicios diversísimos, no solamente en la sustancia y en el modo, sino también en el tiempo. De donde se concluye (y esto es lo principal a que debe atenderse) que debe haber un espacio de tiempo bien considerable entre la venida del Señor que esperamos, y el juicio de los muertos, o resurrección universal.

55. Éste es el sistema. Os parecerá muy general, y no obstante yo no quisiera otra cosa, sino que se me concediese el espacio de tiempo de que acabo de hablar: con esto solo yo tenía entendidas, y explicadas fácilmente todas las profecías. Mas, ¿será posible conceder este espacio de tiempo en el sistema de los intérpretes? ¿Y será posible negarlo en el sistema de la Escritura? Esto es lo que principalmente hemos de examinar y disputar en todo este escrito. Vos mismo seréis el juez, y deberéis dar la sentencia definitiva, después de vistos y examinados todos los procesos; que antes de esta vista y examen, sería injusticia manifiesta contra el derecho sagrado de las gentes.

56. Y en primer lugar, yo me hago cargo de algunas graves dificultades que hay para admitir o dar algún lugar a este sistema, las cuales luego quisierais proponerme. Todo se andará con el favor de Dios, si queréis oírme con bondad, y no condenarme antes de tiempo. Un astrónomo que quiere observar el cielo, entre otros muchos preparativos, debe esperar con paciencia una noche serena, pues cualquiera nube o niebla, que enturbie la atmósfera, por poco que sea, impide absolutamente una observación exacta y fiel. A este modo, pues, para que nosotros podamos hacer   —38→   quieta y exactamente nuestras observaciones, deberemos esperar con paciencia, no digo ya que se aclare el aire por sí mismo, porque esto sería un esperar eterno, sino esperar que se aclare con nuestro trabajo y diligencia, procurando en cuanto está de nuestra parte, disipar algunas nubes, que pueden, no solo incomodar, sino impedirlo todo. Yo no hago mucho caso de aquellas nubecillas sin agua, que desaparecen al primer soplo; pero me es preciso mirar con atención algunas otras, que muestran un semblante terrible con grande apariencia de solidez.

57. La primera es: que el sistema que acabo de proponer tiene gran semejanza, si acaso no es identidad, con el error, o sueño, o fábula de los chialistas, que otros llaman chiliastas o milenarios, y siendo así no merece ser escuchado, ni aun por diversión.

58. La segunda: que yo pongo la venida del Señor en gloria y majestad, mucho tiempo antes de la resurrección universal, y por otra parte digo y afirmo, que vendrá con sus millares de santos ya resucitados. De aquí se sigue evidentemente, que debo admitir dos resurrecciones: una, de los santos que vienen con Cristo, otra, mucho después, de todo el resto de los hombres. Lo cual es contra el común sentir de todos los teólogos, que tienen por una cosa ciertísima, y por una verdad sin disputa, que la resurrección de la carne debe ser una y simultánea, esto es, una sola vez, y en todos los hijos de Adán, sin distinción en un mismo tiempo y momento. Las otras dificultades se verán en su lugar.



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