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La voz del narrador desde «La hija del mar» a «El primer loco»: un largo camino hacia la objetividad narrativa1

Marina Mayoral Díaz


Universidad Complutense, Madrid



Rosalía empieza a escribir y a publicar su obra desde una postura plenamente romántica, tanto en su concepción del mundo como en la forma de representarla. La hija del mar es la obra de una jovencita romántica, que se siente -y no le faltan motivos- heroína romántica y que escribe siguiendo la pauta de sus admirados y románticos predecesores: Byron, Hoffmann, Espronceda, Liermontov... El primer loco, última novela de Rosalía, es la obra de una escritora contemporánea de Émile Zola, de Galdós y de la Pardo Bazán, de una novelista que, sin entrar en polémicas sobre realismo o naturalismo, sabe adaptarse a los nuevos tiempos. Su forma de narrar difiere apenas de la de un escritor realista, pero su corazón, que presiente la muerte ya cercana, conserva un romanticismo hondo, depurado, intemporal2. En medio se queda el «Conto gallego» como uno de los más perfectos ejemplos de narración objetiva. Ni en la Pardo Bazán, ni en Clarín, tan admiradores de la objetividad flaubertiana, encontramos una muestra tan sencilla y aparentemente espontánea de desaparición del autor detrás de lo narrado.

En veinticuatro años de vida y de actividad literaria Rosalía recorrió un largo camino desde una a otra manera de narrar. Lo que nos proponemos es ir analizando los distintos momentos de este proceso, pero indicando ya de antemano que no se trata de una línea progresiva, sino de un vaivén, de una alternancia de dos tendencias aunque puede advertirse una cierta progresión hacia la objetividad narrativa.

*  *  *

Para el escritor romántico los límites entre los géneros se diluyen y desaparecen. Su yo angustiado y rebelde no está dispuesto a someterse a la tiranía de normas y preceptos literarios. La novela, el drama, el ensayo, hasta el artículo de periódico se convierten en subgéneros líricos en los que el desahogo sentimental y la presencia del yo creador son habituales. Se desespera «Fígaro» en las páginas de El Imparcial y muestra sin rubor su corazón a los burgueses de 1836. Un año más tarde ironiza Mesonero Romanos ante los tertulianos del Liceo de Madrid acerca de las extravagancias de aquel sobrino cuya que ha dado en ser romántico y escribe «fragmentos en prosa poética» y cuentos «en verso prosaico»3. Todo se le permite al escritor romántico, o casi todo, aunque si es mujer bastante menos. Carolina Coronado dedica sus versos «A Alberto» y puntualiza: «Las siguientes composiciones están dedicadas a una persona que no existe ya. Por eso me atrevo a publicarlas. Una mujer puede, sin sonrojo, decir a un muerto ternezas que no quisiera que la oyesen decir a un vivo»4. Gertrudis Gómez de Avellaneda, la divina Tula, se debate entre el deseo y la vergüenza de pronunciar el nombre de Ignacio de Cepeda, su gran amor:



¡Salga del pecho -requemando el labio-
el caro nombre de mi orgullo agravio,
de mi dolor sustento!
[...]
¡No, no lo envíes, corazón, al labio!
¡Guarda tu mengua con silencio sabio!
¡Guarda, guarda tu mengua!5


Rosalía, en el prólogo a La hija del mar, se refiere muy claramente a las limitaciones que el ser mujer impone a una escritora: «Todavía no les es permitido a las mujeres escribir lo que sienten y lo que saben» (O. C., 662). Por eso ella escribe una novela; para dar salida, una salida aceptada por la sociedad, a los sentimientos que agitan su alma de mujer. ¿Por qué no lo hace en verso? ¿Por qué un poeta en un momento dado siente la necesidad de abandonar el curso directo de la expresión lírica para crear un mundo aparentemente ajeno a su intimidad? Quizá porque es una buena forma de exorcizar los diablos interiores. El personaje novelesco no es el autor por más que se le parezca, tiene una vida propia, se le puede mirar a distancia, a veces incluso se rebela contra su creador como el Augusto Pérez unamuniano, o, sin llegar a ese extremo, puede adoptar, como el Luis de El primer loco, posturas ante la vida muy distintas a las de Rosalía. Pero eso es ya el final de un camino, el comienzo es mucho más subjetivo, casi biográfico: Teresa, el personaje de La hija del mar, lleva el mismo nombre que doña Teresa de Castro, la madre de Rosalía y, como ella, ha vivido unos amores condenados por la sociedad, cuya víctima inocente es la hija, Esperanza -Rosalía-, niña sin padre, que vuelca todo su deseo de cariño sobre la mujer abandonada. Además, Teresa es poeta y su poesía, como la de Rosalía, no es aquella que se considera propia de mujeres: «variada y grata a los sentidos, llena de perfumes que deleitan». La suya es una poesía grandiosa: «la única que puede estar en consonancia con los tormentos de un alma fuerte» (O. C., 700). La similitud con versos en los que la autora habla de su propia poesía es evidente:


Daquelas que cantan as pombas i as frores,
todos din que teñen alma de muller.
Pois eu que n'as canto, Virxe da Paloma,
      ¡ai! ¿de qué a teréi?


(O. C., 415)                


Hace ya muchos años estudié el contenido autobiográfico de La hija del mar, insistiendo en los aspectos psicológicos inconscientes de la creación6. Lo que hoy me interesa es la voz consciente de Rosalía: sus comentarios al relato, sus intromisiones, sus digresiones, su presencia de poeta rompiendo la convención del hilo narrativo.

En el prólogo de su primera novela manifiesta Rosalía que nunca había tenido intención de publicar nada de cuanto escribía y que sus versos estaban «condenados desde el momento de nacer a la oscuridad a que voluntariamente los condenaba la persona que sólo los escribió para aliviar sus penas, reales o imaginadas». Circunstancias que no especifica la han llevado a publicarlos y ellos arrastran en pos de sí a la novela, «relato concebido en un momento de tristeza y escrita al azar, sin tino y sin pretensiones de ninguna clase». Nace pues la novela de la misma fuente que la lírica y con la misma finalidad: desahogo de un espíritu inquieto y dolorido. Por ello no nos puede extrañar que, aunque la novela está escrita en tercera persona, con un narrador neutro, omnisciente, Rosalía intervenga continuamente en el relato, para comentar, explicar, interpretar a su lector o para entregarse a soliloquios de tono lírico, que constituyen los mejores fragmentos de sus primeras novelas y en los que oímos la voz de una Rosalía que está buscando su verdadera voz.

En La hija del mar a esta voz del narrador se le nota a veces cierta pedantería juvenil, que se manifiesta en la ostentación de sus conocimientos mediante comparaciones cultas traídas por los pelos. Así al describir la voz de un pescador: «Voz robusta que dominó la algazara, como la voz de Júpiter, de quien dice Homero, el poeta divino, que serenaba las tempestades» (O. C., 664). O prodiga las referencias a sus poetas preferidos:

Lugar éste más apartado y salvaje de aquella comarca, tiene cierta ruda belleza, digna de ser descrita por Hoffmann [...]. Si Byron, ese gran poeta, el primero, sin duda, de este siglo, hubiese posado sobre el desnudo cabo de Finisterre su mirada penetrante...


(O. C., 676)                


Y no faltan tampoco las referencias a los clásicos italianos: «Un valle todo hermosura, como sólo la ardiente imaginación de Ariosto sería capaz de describirlo» (O. C., 780).

Otras veces la voz adopta un tono moralizante, a lo Fernán Caballero, autora a quien leía y respetaba por esta época como demuestra su dedicatoria de Cantares Gallegos, y así comenta:

Tal vez, si hubiera nacido en épocas más remotas, se presentaría orgullo de su siglo [...] pero en estos tiempos en que el positivismo mata el genio [...] la pobre pescadora [...] tenía que vagar por aquellas riberas como un alma errante...


(O. C., 691)                


Y a propósito de la orgía de los marineros: «groseras escenas, horribles, sin duda alguna, a nuestros ojos, pero no tanto como debían serlo las que se ocultan bajo dorados techos, al son de armoniosas músicas» (O. C., 720).

En ocasiones, el hilo narrativo se rompe completamente y la voz de Rosalía irrumpe en primera persona para manifestar sus sentimientos sobre lo que está narrando:

¡Oh, Señor de justicia! ¡Brazo del débil y del pobre! ¿por qué no te alzas contra el rico y el poderoso que así oprimen a la mujer? [...]

Hombres que gastáis vuestra vida al fuego devorador de la política, jóvenes de ardiente imaginación [...] almas generosas que tantos bienes soñáis para esta triste humanidad [...] no pronunciéis esas huecas palabras «¡civilización, libertad!» [...] mirad a Esperanza y decidme después qué es vuestra civilización, qué es vuestra libertad...


(O. C., 736)                


Estas interrupciones producen la impresión de un desbordamiento sentimental, de que, al sentirse Rosalía constreñida por los límites de la ficción novelesca, rompe con ella y busca el cauce más amplio y fluido de la expresión directa en primera persona. Lo mismo sucederá cuando toque el tema de los niños huérfanos o abandonados, al cual siempre fue especialmente sensible. Dos veces en la novela provoca una digresión afectiva. La primera al final del capítulo IX:

¡Infelices expósitos! Infelices los que abandonados a la caridad pública desde el momento en que vienen a la vida, vagan después por la Tierra sin abrigo y sin nombre, pobres desheredados de las caricias maternales y de todo cuanto puede dar felicidad al hombre en este valle de dolor, infelices... De ellos es el pan de las lágrimas y de ellos la soledad y el abandono.


(O. C., 740)                


La segunda se encuentra en el capítulo XIX y la digresión se hace en forma de interpelación a las lectoras:

A vosotras, hermanas mías en sexo y corazón; a vosotras las de tiernos sentimientos y alma compasiva, es a quienes suplico que tendáis la mano a esos desamparados seres [...] Tendámosles la mano todas las mujeres... ¿No son ellos el fruto de nuestra debilidad o de nuestro crimen?


(O. C., 771)                


Estas interpelaciones al lector son bastante frecuentes en las primeras novelas. Su carácter retórico se evidencia cuando se dirigen a alguien que, obviamente, no puede responder como es el caso de los muertos por amor, a los que encomienda el alma de Fausto: «A vosotros, los que descansáis ya en el frío hueco de la tumba...» (O. C., 767). Pero son más frecuentes las invocaciones a los seres vivos, posibles lectores, a los que se dirige ya sea para subrayar una identidad, una similitud de sentimientos o de conductas, o, por el contrario, para destacar una diferencia. Invocaciones identificativas son las del capítulo VII:

Vosotros, los que hayáis soñado desde la infancia [...] los que hayáis seguido con los ojos llenos de lágrimas la hermosa nube que a la hora del crepúsculo se esconde entre vapores [...] comprenderéis mejor que nadie los informes pensamientos de la niña que sueña.


(O. C., 713)                


Carácter opuesto, diferenciador, tiene la del capítulo IX:

Vosotros, los que no hayáis sentido nunca esas pasiones devoradoras en donde muere el orgullo y se pisan los celos [...], vosotros, los que no os hayáis olvidado de vosotros mismos para pedir de rodillas al tirano que os domina una sola mirada de amor [...] quizá no comprenderéis a Teresa.


(O. C., 739)                


En estas conversaciones con el lector, Rosalía oscila desde el tono de experimentada suficiencia que acabamos de ver hasta la identificación afectiva. Pero lo más frecuente es una postura de una cierta superioridad. Rosalía habla como persona más experimentada, más informada y más sensible que sus lectores, de modo que se convierte en introductora de éstos a mundos para ellos desconocidos ya sea en el dominio del espíritu o de la naturaleza: «Vosotros, los que vivís en las ciudades y que no podéis comprender enteramente toda la belleza de que están llenos esos cariñosos días que preceden al estío, venid conmigo» (O. C., 779). Tanto en la forma como en el tono recuerda a sus versos:



Vosotros, que lograsteis vuestros sueños,
¿qué entendéis de sus ansias malogradas?
Vosotros, que gozasteis y sufristeis,
¿qué comprendéis de sus eternas lágrimas?

Y vosotros, en fin, cuyos recuerdos
son como niebla que disipa el alba,
¡qué sabéis del que lleva de los suyos
la eterna pesadumbre sobre el alma!


(O. C., 585)                


Esas interpelaciones al lector en la novela recuerdan, en efecto, otras similares de su poesía, pero los versos son mejores. En ellos Rosalía consigue ese punto justo en que la conciencia de ser distinta ya no es orgullo ni desprecio ni condescendencia hacia los otros, sino serena y altiva dignidad, aceptación de un destino. Pero aún tendrán que pasar muchas cosas en su vida para llegar a esa madurez. Sigamos con La hija del mar.

Algunas de las interpelaciones no son más que meras fórmulas narrativas, habituales en las novelas de la época y que se mantendrán hasta bien avanzado el movimiento realista: «Imaginaos una criatura medio dormida en los brazos de aquel rudo marinero» (O. C., 670). «¿Ignoráis acaso lo que es esa envidia mortificadora?» (O. C., 734). Esta forma interrogativa es muy frecuente y permite a la autora atraer la atención del lector hacia determinados asuntos o personajes: «Pero, ¿y Esperanza y Teresa? ¿Eran acaso más felices que el pobre niño?» (O. C., 735). «¿Qué pasaba en la choza de Teresa?» (O. C., 770). «¿Qué más diremos?» (O. C., 711). «¿Quién sería capaz de adivinar entonces los pensamientos de aquella alma sencilla?» (O. C., 705).

En algunas ocasiones la ruptura de la narración, con la consiguiente aparición de la voz del autor, parece deberse a simple torpeza, a inexperiencia de un narrador que enjareta sus comentarios sin advertir su inoportunidad. Así sucede en el capítulo primero nada más empezar la novela:

Las pescadoras iban, en tanto, apareciendo por los tortuosos caminos que conducían a la playa, y posando sus cestos de mimbre en la arena se sentaban sobre ellos y charlaban juntas, y murmuraban, feo vicio en el que, a pesar de que siempre se achaca a las mujeres, se me antoja creer, y, lo que es más, decirlo, incurren los nombres con demasiada frecuencia.


(O. C., 665)                


Torpe es también la digresión explicativa sobre el traje regional gallego situada justo en un punto de gran tensión dramática, cuando Fausto ve desde la playa, donde se ha quedado desmayado, alejarse el barco que se lleva a Teresa y Esperanza:

Distinguió sobre cubierta, al lado de aquel hombre pálido que aborrecía, a una mujer toda vestida de negro y a Esperanza, que se conocía por su chambra encarnada, con cinturón de terciopelo negro; por su falda de percal claro, que dejaba descubiertos sus rosados pies; por la gracia, en fin, y la sencillez que encierra el tocado de las hermosas hijas de aquel país desierto. Tiene su traje en aquellos puertos cierto encanto que no he notado hasta ahora en parte alguna; han logrado, seguramente, descifrar el gran enigma, resolver el dificultoso problema de las mujeres, pues a la sencillez añaden la gracia, y a la gracia, la originalidad.


(O. C., 730)                


A torpeza hay que atribuir las precisiones innecesarias, que no van a tener ningún desarrollo posterior ni consecuencia alguna en la trama: «El día de que hablamos era un sábado, y, como hemos dicho, estaba claro y sereno, pero triste» (O. C., 678).

Un rasgo más de inexperiencia narrativa me parece el acudir a su propio juicio de valor para convencer al lector de algo. Así, después de describir bella y eficazmente el paisaje de Finisterre, al hablar de sus habitantes e insistir en la dureza de aquella tierra que en otros tiempos se creía maldita de Dios, concluye: «Sin embargo, su corazón es benigno y caritativo para el que se acerca a las cabañas; jamás he encontrado un carácter más dulce y bondadoso que el de aquellas pobres gentes» (O. C., 676).

Más interesantes que estas pruebas de inexperiencia son las digresiones de carácter voluntario, ya en forma de invocaciones o interpelaciones como las que hemos visto, ya como confesiones íntimas, confidencias o reflexiones al hilo de la narración. Así la que inicia diciendo: «El dolor es el eterno compañero de lo creado... ¿Qué hay en la Tierra que no caiga herido por su dardo?», en donde el ritmo de las frases y la asonancia en a-o, así como la referencia que vendrá enseguida a su espíritu «enfermizo y visionario», nos acercan al mundo de su poesía (O. C., 732-33).

Quizá la más hermosa de todas las digresiones líricas de la novela sea aquella en la que confiesa su preferencia por la felicidad en vida, aunque sea engañosa, a la gloria póstuma. Sus palabras, escritas a los veintidós años, resultan aún más conmovedoras a la vista de lo que fue su destino:

¡Dios mío! ¡Qué rodeada de melancolía aparece siempre esa tardía felicidad con que la casualidad o la fortuna nos brinda cuando no podemos gozar de ella!... ¡La gloria después de la muerte! [...] ¡Oh! ¡Llenadme de felicidad, sembrad flores en torno mío y apartad la hiel de mis labios en tanto existo, vosotros, los que me améis!... Las riquezas, el poder, la gloria... y, sobre todo, el cariño de vuestro corazón, dejadle, dejadle que sonría en torno mío, que engañe los días de mi existencia y que murmure a mi oído en mis últimos instantes un ternísimo adiós [...] Pero en el momento en que mis ojos se cierran a la luz y en que mi sangre cese de animarme, olvidadme si queréis [...] y dejad al tiempo que siembre silencio sobre mi sepulcro [...] El no encierra ya más que unos miserables y leves restos... ¡más tarde, el vacío!...


(O. C., 769-70)                


Junto a estas irrupciones de la voz del autor que rompen abiertamente con la convención de la objetividad narrativa, hemos de señalar un procedimiento subjetivador mucho más sutil, que se encuentra también en su poesía y que Rosalía manejó siempre con gran habilidad: se trata de la descripción simbólica. Parece en un primer momento que la autora estuviese describiendo objetivamente unos hechos o una situación, pero al seleccionar los elementos de esa realidad y al intensificar alguno de ellos provoca una transformación de esa realidad observada, que cobra una dimensión nueva y transcendente, simbólica: ya no se trata de un hecho concreto y particular sino de algo generalizable y de valor universal. En la novela hay un ejemplo logradísimo de ese procedimiento: es la escena de la matanza de los atunes en la playa. Concluida la pesca, los marineros arrojan sobre la arena los cuerpos aún vivos de estos animales y los rematan a navajazos. Los detalles realistas acaban importando bien poco; lo que se impone al final es la visión de unos seres indefensos que intentan en vano escapar a la muerte:

Ellos se revolcaban en la arena pugnando por acercarse al mar, su elemento y su única salvación; pero eran vanos todos sus esfuerzos.

Las olas pasaban casi rozando su cuerpo, y volvían a retirarse hacia su centro, sin prestarles a su paso la vida, que le pedían con su mirada apagada y turbia. La mar se adelantaba rugiendo, pasaba y retrocedía, sin hacer más que borrar en la arena los rastros de sangre con que la manchaban sus hijos.


(O. C., 679).                


Por boca de su personaje Esperanza, Rosalía remacha la interpretación simbólica: «Ellos viven y respiran y deben sentir lo mismo que todo lo que respira y vive» (O. C., 680).

El procedimiento es el mismo que emplea en el poema «Ya no mana la fuente, se agotó el manantial», donde el viajero sediento y los elementos de la naturaleza, el manantial seco y el arroyo fresco, se convierten en símbolos de comportamientos humanos ante el amor7. Allí Rosalía domina mejor el procedimiento, pero aquí el mérito es mayor: convertir a los atunes en símbolo de la existencia humana no es empresa vulgar. Sin embargo, el simbolismo de la tormenta en el capítulo VII me parece más obvio y menos original sin duda: la coincidencia temporal de la agitación de la naturaleza con la conmoción espiritual, erótica, de los adolescentes, le da un carácter más que de símbolo de ilustración o de modelo.

*  *  *

En Flavio, su segunda novela, Rosalía descubre las ventajas de poner sus opiniones en boca de los personajes, pero eso no le impide seguir expresándolas directamente mediante digresiones de todo tipo.

La novela comienza con un soliloquio en primera persona del protagonista, que se prolonga a lo largo de los dos primeros capítulos. Rosalía aplica aquí un procedimiento tomado de la poesía narrativa romántica: la voz del personaje se independiza del contexto narrativo y configura un monólogo lírico, a la manera de la Elvira de El estudiante de Salamanca o el Adam de El diablo mundo, por citar personajes que aparecen explícitamente nombrados en la novela (O. C., 903 y 990). Hay que señalar que a la autora no le interesa para nada la reproducción realista del lenguaje, por el contrario se trata de una lengua literaria, muy retórica, rasgo que se mantendrá en los diálogos de la novela: es una convención literaria que Rosalía reconoce y acepta, como puede deducirse de su comentario sobre las diferencias del lenguaje de las mujeres en las novelas y en la vida, incluido en el capítulo VIII de El caballero de las botas azules. Partiendo de esa postura no puede extrañarnos que, en el monólogo inicial de Flavio, el personaje se exprese unas veces en presente como refiriéndose a algo que está sucediendo en ese instante -«Adiós, pues, lugares a quien no amo»-, o a verdades de carácter intemporal -«La vida del hombre sin libertad no es vida». «La verdadera patria del hombre es el mundo entero»- y otras se exprese en pasado, no como si hablase sino como si escribiese sus recuerdos:

Al atravesar el oscuro salón en donde tantas veces la trémula voz de mis padres interrumpió el silencio en las noches tranquilas de estío, me parecía sentir aún el murmurar suave de sus labios y la tranquila respiración de su seno cariñoso.


(O. C., 838)                


El procedimiento resulta eficaz para crear un ambiente sin necesidad de descripciones. Las palabras del personaje, su deseo de libertad, su prisa por gozar de la vida, su sensación de sentirse maldecido por los muertos al abandonar el hogar de sus mayores bastan para configurar en torno a él un ambiente romántico y parece ser que esto es lo que le interesa a la autora. Pero, como siempre sucede en Rosalía, el procedimiento va a cuajar y dar sus mejores frutos en su poesía. En Cantares Gallegos encontramos repetidísimo este recurso. Muchos poemas no son más que monólogos de personajes que aparecen, ahora sí, caracterizados por su lenguaje, indicativo de su clase social y su psicología. Así, expresando en alta voz sus preocupaciones, a través de retazos de conversaciones con otro personaje, surgen ante nuestros ojos la jovencita que le pide un novio a San Antonio (O. C., 300), un ama de casa que realiza las tareas de su hogar (O. C., 356), la criada que le cuenta a su amiga una fiesta en la que estuvo (O. C., 362), una devota de Santa Margarita (O. C., 370), o esa otra chica que, aunque el cura le ha dicho que sus amores son pecado, no está dispuesta a renunciar al hombre que le gusta (O. C., 291). En Cantares el procedimiento es eficacísimo, pocas palabras bastan para poner en pie no sólo al personaje sino todo un mundo en torno a él. Dice la joven campesina, replicando a las observaciones del cura:


¡Que é pecado... miña almiña!
Mais que sea,
¿Cal non vai si é rapaciña,
buscando o ben que desea?


y en torno a ella vemos configurarse ese mundo matriarcal gallego donde el amor como fuerza natural se resiste a las imposiciones de una religión que pretende someterlo. En Flavio quizá lo que falla no sea tanto el procedimiento sino el mundo que se pretende reflejar: un romanticismo de libro, de palabras y gestos altisonantes, que no es el mundo real de su tierra ni tampoco todavía el verdadero mundo romántico de Rosalía.

En el capítulo tercero de la novela se pasa ya a la narración en tercera persona con un autor omnisciente que interviene continuamente en el relato y que lo hace desde una postura de experiencia y desengaño muy ostensible en sus comentarios sobre la sociedad, la vida, el amor, las ilusiones... Veamos algún ejemplo:

¡Ah!, una voz juvenil y llena de entusiasmo halla acogida en todas partes [...] Pero esto es sólo un instante, porque las alegrías de la juventud son como nubes blancas que aparecen con la aurora y que disipa el viento de la tarde.


(O. C., 843)                


Ese abismo profundo y resbaladizo que llamamos sociedad.


(O. C., 847)                


Ya no podría borrarse aquel amor de su corazón sino cuando las primeras hojas de la primavera de la vida cayesen a sus pies sucias, marchitas, azotadas por el fiero aquilón de los amargos desengaños.


(O. C., 921)                


No faltan en esta novela las precisiones innecesarias que ya conocemos y que alargan y entorpecen la narración. Hay una muy graciosa por ingenua. Flavio ve una fuente desde su ventana y le apetece acercarse a ella. El narrador se siente obligado a explicar lo que tiene que hacer para conseguirlo como si se tratase de una dificultosa empresa:

El primer pensamiento que asaltó a Flavio fue recorrer el delicioso retiro, acercarse al tazón de granito de la fuente y refrescar con el agua fresca su frente ardorosa. Pero ¿cómo? Ninguna puerta conducía desde su habitación al lugar deseado.

¿Cómo podría, pues, llegar hasta allí?

Lanzando en torno suyo una mirada escudriñadora, pudo observar entonces que la ventana distaba apenas algunos pies del suelo, y él se halló bien pronto debajo de los sauces...


(O. C., 906)                


También encontramos los comentarios moralizantes: «Muchos hombres existen como Ricardo en el mundo, y, sobre todo, muchos maridos, que se atreven luego a quejarse de la desmoralización de sus esposas» (O. C., 1001).

Especialmente interesante por el problema técnico que plantea es la digresión que se produce en el capítulo XXX en un momento climático del relato: Flavio, después de muchas dudas y vacilaciones, se ha arrojado al río dispuesto a morir. El narrador dice: «... Se arrojó como un loco a merced de la rápida corriente. Su cuerpo apareció momentos después en medio del ancho río, luchando con la muerte». Justo en ese momento el narrador interrumpe el relato para adelantar el resultado y explicarnos por qué las cosas tienen que ser así: «Flavio no debía morir aún, sin embargo... ¿Para qué si no esta humilde pero verdadera historia?». Y Rosalía se pone a reflexionar ante el lector sobre lo fácil que es matarse y lo duro que es «sufrir un día tras otro, ver cómo las ilusiones se desvanecen, cómo el amor más intenso concluye...». En esa lenta descomposición de la existencia está para Rosalía la verdadera tragedia: «en esas escenas y en esas historias que se reproducen sin cesar en torno nuestro, hay más amargura, sin duda alguna, y existe un fondo más lúgubre y desgarrador que en las catástrofes violentas que a primera vista nos aterran» (O. C., 1027). Por eso Flavio no debe morir, porque debe ser protagonista de una historia de amor, pero tal como Rosalía ve el amor, como un sentimiento «poderoso como la tempestad y pasajero como ella», y para que sus lectores se vayan percatando lo vuelve a subrayar: «Nosotros hemos intentado describir una de estas historias en nuestro torpe y desaliñado lenguaje. Sigamos, pues, a Flavio» (O. C., 1028). Y retoma la acción en el punto justo en que la dejó, con el cuerpo flotando en medio del río.

No creo que en este caso la digresión se pueda atribuir a torpeza como sucedía en el caso del traje regional. Esta es muy larga y desarrolla ideas muy caras a Rosalía. Más bien parece que haya que interpretarla como un desprecio a los elementos de suspense propios de la novela folletinesca. Adelanta el desenlace porque no le interesa el efecto de sorpresa ni la intriga sino el análisis de los sentimientos y la reflexión sobre temas trascendentales de la existencia. De ahí los continuos remansos líricos o reflexivos que interrumpen el hilo de la ya de por sí leve acción. El capítulo XIX es todo él de carácter explicativo: la autora nos hace ver cómo la admiración de su personaje por la joven campesina no es incompatible con un sincero amor por la protagonista:

Un joven poeta que empieza a amar es siempre voluble como los revoltosos vientos que se agitan en la atmósfera antes de que estalle una tormenta [...]. Desearía poder amar a todas las mujeres hermosas [...]. ¿Dudaríamos por esto de su corazón? No.


(O. C., 920)                


El capítulo XXI es una digresión sobre las bellezas del amanecer que acaba con estas palabras: «En tales momentos creemos eterno el mundo, eterna la vida, eterno cuanto entonces existe en torno nuestro» (O. C., 940). Del episodio del suicidio -que ya hemos visto cómo interrumpe- está claro que sólo le interesan las reflexiones sobre la muerte que el tema suscita y que desglosa en múltiples matices. Así, por ejemplo, el día en que Flavio decide matarse no es gris, ni triste; es una bellísima mañana de finales de invierno en la que se siente ya el renacer de la primavera. Eso le permite meditar a Rosalía sobre lo difícil que es aceptar la muerte cuando todo respira vida alrededor: «La imagen de la muerte aparece en esos días a la imaginación del hombre como un horrible sarcasmo, como un fantasma sangriento y burlón que espanta la mirada» (O. C., 1020). En los versos de En las orillas del Sar, cercano ya el momento de su propia muerte, Rosalía lo expresará de forma más dramática: la enferma desahuciada, «sintiéndose acabar en el estío» se congratula de que morirá en el otoño cuando también la naturaleza muere. Pero la muerte «cruel también con ella», nos dice Rosalía, le perdonó la vida en el invierno, «Y cuando todo renacía en la tierra / la mató lentamente entre los himnos / alegres de la alegre primavera» (O. C., 647). Consuela pensar que aquel julio de 1885 fue lluvioso y gris. Lo cuenta el poeta Lisardo Barreiro que fue a verla poco antes de morir: «Llovía y el sol alumbraba apenas entre las nubes»8. Al menos en aquella ocasión la naturaleza ya que no la muerte fue piadosa con Rosalía y disimuló sus galas de verano para anunciarle con lluvia y nubes la estación del reposo.

Pero volvamos a Flavio. Desde el punto de vista estrictamente narrativo se advierten dos avances respecto a La hija del mar. El primero es haber asumido esa concepción de la novela lírica en la que las digresiones entran a formar parte de la misma estructura de la novela, como lo demuestra el hecho de que capítulos enteros sean comentarios al relato o intermedios subjetivos. Un avance también, y en este caso hacia la objetividad narrativa, es que muchas de estas reflexiones o expansiones líricas se pongan en boca de personajes, bajo la forma de soliloquios. Este carácter tiene las reflexiones de Flavio en el capítulo XXVII sobre la caducidad de los bienes mundanos, y las del capítulo XXX sobre la fugacidad de la vida. Me queda añadir que, en mi opinión, estas digresiones y soliloquios son lo más interesante de la novela, son la versión en prosa y por cierto muy bella, de los temas más característicos de Rosalía:

¡Y he ahí el hombre [...] He ahí la belleza, el amor, la vida!... Vaso de barro que se quiebra al impulso más leve, inmundo polvo que se deshace, se esparce y no vuelve a reunirse jamás sobre la tierra hasta que la voz del Eterno lo llame en el día de la ira...


(O. C., 974)                


La vida es un sueño... Menos que esto: una sombra de sueño... Tampoco es esto... ¿Qué es la vida? Ella ha pasado por mí como si no pasase, como ráfaga de viento que azota el rostro sin ser visto y desaparece sin dejar huella alguna [...] ¿Qué ha quedado de los días que fueron? ¿Qué existe en mí de aquellas horas que he sentido correr sobre mi vida?...


(O. C., 1023)                


La similitud con versos de En las orillas salta a la vista:


Tiempos que fueron, llantos y risas,
negros tormentos, dulces mentiras,
¡ay! ¿en dónde su rastro dejaron,
      en dónde, alma mía?


(O. C., 656)                


*  *  *

El breve relato «El cadiceño» nada nuevo aporta a lo que ya llevamos visto. Es un retrato de personaje en la línea costumbrista, de carácter satírico, con narrador en primera persona que proclama desde el comienzo su intención realista y crítica y que se justifica ante sus lectores.

Lo más interesante desde el punto de vista narrativo es la deformación del lenguaje del narrador, que imita en ocasiones el de sus personajes, anunciando de este modo, antes de que ellos empiecen a hablar, su rasgo más característico. Así, nada más comenzar el relato, cuando aún el narrador está exponiendo al lector los pros y contras de su empeño dice:

Y a fe que no sé si retirarme de la ventana por temor a un reto de esos que hacen estremecer las inanimadas piedras y temblar las montañas. ¡Han aprendío tanto esos benditos allá por las tierras de María Santísima! Vuelven tan sabios y avisaos. Y un poco más adelante: «A pesar de estar en el mes de junio traen grandes capas y botas bien aforraas y comprías».


(O. C., 1083-84)                


Cuando los personajes ya han dicho unas cuantas frases, Rosalía mete una acotación al diálogo que resume su juicio sobre ellos: «Cierto es -contesta la patrona, que es tan cerrada de mollera como ellos-» (O. C., 1085). Al final del cuadro vuelve a aparecer la voz del narrador para condenar sin paliativos a su personaje: «Enfatuado e ignorante, todo lo mira en torno suyo por encima del hombro, inspirando a los que le oyen el desprecio a su país y contando maravillas de los que él ha recorrido» (O. C., 1091).

El mismo año de «El cadiceño» publica Rosalía Ruinas, un relato constituido por tres retratos de personajes unidos por una leve intriga. Va enmarcado por un prologuillo en el que la autora explica el título y anuncia lo que va a contar. El relato lo hace en tercera persona: «En cierta pequeña, pero hermosísima villa [...] allí existían a principios de siglo varias ruinas vivientes» (O. C., 1096). Al final de la novelita vuelve a aparecer la voz de la autora para declarar que los tres personajes existieron en la realidad.

Se producen en el cuerpo del relato en tercera persona digresiones y comentarios de autor, pero son menos abundantes que en las dos novelas largas anteriores y, sobre todo, encajan mejor en el hilo de la narración. Incluso la digresión más larga, la que se produce al discurrir la autora sobre el papel de los parásitos sociales, queda más integrada en el conjunto (O. C., 1114-1115). Los comentarios parecen más naturales y se empalman perfectamente en el relato sin romperlo. Así, al referirse al gato Florindo, única compañía de uno de los personajes, comenta la autora:

De la amistad íntima con las criaturas de nuestra especie, suele comúnmente sacarse lágrimas y pesares, y todo lo peor que podía acontecerle a la buena señora con el compañero que había elegido era recibir algunos arañazos...


(O. C., 1097)                


Sólo en dos ocasiones la voz de la autora se hace demasiado ostensible. Una es cuando explica las razones que la llevan a ocultar un dato tomado de la realidad:

... Pudiera dar lugar a una querella contra nosotros entre los habitantes de aquel pueblo, con quienes no queremos estar a mal por nada del mundo. Sus venganzas tienen algo de común con aquella máxima de Maquiavelo: «Calumnia, calumnia, que algo queda». Sépase, pues, que no queremos nunca hacer la menor ofensa al pueblo en cuestión. Cuando tan bien trata a sus amigos, ¿qué hará con sus enemigos?


(O. C., 1131-32)9                


La otra aparición llamativa de la voz del autor es cuando Rosalía cita a Byron como juez de moralidad: «... aquel salón donde el buen tono, la modestia y el pudor tenían su morada, salvo, según la opinión de doña Isabel (y aun de Byron) cuando se bailaba el vals» (O. C., 1143).

Encontramos también a lo largo del relato fórmulas del tipo: «Fácil será comprender que...» (O. C., 1106), «Imagínese, pues, el lector», «Como hemos dicho» (O. C., 1109), «Y no se extrañe el lector» (O. C., 1113), que no son más que simples latiguillos narrativos.

Un avance notable hacia la objetividad narrativa lo constituye la utilización de diálogos sin explicaciones del autor, incluso al modo teatral donde figuran los nombres de los hablantes y sus palabras sin indicación alguna, ni acotación. Hasta ahora lo normal habían sido diálogos con explicaciones muy prolijas, del tipo:

-¿Qué? -preguntó Mara más inmutada al escuchar el acento iracundo que Flavio dio a la frase.

-Idos... idos... -repetía Mara incesantemente y sin valor para defenderse ni pronunciar una sola palabra más.


(O. C., 1006-7)                


En ellos, tan importante o más que las palabras de los personajes son las explicaciones del narrador que las acompañan. En Ruinas, sin embargo, se produce el cambio hacia el tipo de diálogo independiente y hay también una pequeña muestra de diálogo teatral (pp. 1110-1111).

La novela siguiente, El caballero de las botas azules, se inicia con un largo diálogo de este tipo que constituye el prólogo a la narración y en el que sólo se dan algunas breves explicaciones, similares a las acotaciones del diálogo en las obras de teatro. Pese a un comienzo tan objetivo, los procedimientos que permiten a la autora intervenir en el relato siguen siendo mayoritarios.

No faltan las habituales interpelaciones al lector:

¿Sabe alguno de nuestros lectores en dónde existe esa calle de nombre tan poco armonioso?


(O. C., 1206)                


Vosotros, los que veis tranquilos a una pobre hormiga perecer bajo vuestra planta, pensad en la incertidumbre del porvenir y no os fiéis de las sonrisas de la felicidad.


(O. C., 1214)                


Tú oyes, amigo mío, los secretos que mi labio te confía; pero, ¿sabes acaso lo que queda todavía en el fondo de mi pensamiento?


(O. C., 1295)                


Más abundantes todavía son los comentarios del autor a la acción de la novela. Habla de la austera vida que impone doña Dorotea a sus discípulas y añade: «¡Quizá la única que debiera seguirse en este mundo!» (O. C., 1208). Habla de las burlas de las niñas a Melchor y comenta: «¡Pícara malicia que con nosotros nace!» (O. C., 1217). Describe un baile y no falta el comentario burlón: «... Fue de ver cómo aquellas gentes honorabilísimas, a pesar de lo bien nacidas que eran, hubieron de rendir culto esta vez más a la debilidad humana» (O. C., 1222). Y lo mismo sucede cuando aparecen en escena críticos y literatos: «... Mal que les pese a las musas, son casi siempre sus elegidos fatalmente inclinados más bien que a la sencillez de los campos, a las pompas mundanas» (O. C., 1231).

Los comentarios se convierten con frecuencia en digresiones. Así, partiendo de la distancia entre el modo de hablar de las mujeres en las novelas y en la vida real, se enreda la autora en una larga disquisición sobre el papel de las mujeres en la sociedad, sus méritos y deméritos (pp. 125455). Otra vez parte de los diferentes gustos de padres e hijos acerca de los maridos, para concluir en una consideración de tono íntimo sobre la fugacidad de la dicha humana (O. C., 1277). La tertulia en una casa de clase media la lleva a discurrir sobre la importancia que tiene el matrimonio en la vida del hombre y de la mujer (O. C., 1307).

Por primera vez encontramos en una novela comentarios de carácter técnico a su propia obra, referidos no al contenido sino a la forma. Hay que señalar respecto a esto que Rosalía fue muy consciente de su manera de hacer literaria y que las alusiones, casi siempre burlescas, a su forma de escribir encierran un fondo de verdad evidente cuando en Cantares Gallegos dice: «Canteí como mal sabía / dandolle reviravoltas» está señalando el rasgo formal más característico no sólo del libro sino de toda la poesía popular gallega: el «leixa-pren», las vueltas, las reiteraciones. Cuando en Follas Novas se burla de sus versos:


Todos empedregullados
e de cotomelos todos,
parecen feitos adrede
para leerse a sopramocos.


(O. C., 492)                


es consciente de la extrañeza que producían las combinaciones métricas y rítmicas que estaba utilizando. Lo mismo sucede aquí. Observemos cómo anuncia al lector que va a hacer una digresión:

Y he aquí cómo en guerra con el sentimentalismo, puerta de escape de todos los escritores tan ramplones como el autor de El caballero de las botas azules y de otros muchos aficionados a las novelas terriblemente «histórico-españolas», nos inclinamos a escribir ahora algún parrafillo melancólico-poético, tomando por tema nada menos que la Corredera del Perro.


(O. C., 1206)                


Me parece evidente que Rosalía sabe que está haciendo algo que también hacían escritores como Fernández y González, autor de novelas «terriblemente histórico-españolas», pero también sabe que lo que está mal no es el procedimiento, la irrupción de lo lírico en lo narrativo, sino el escaso talento con que se hace, es decir, que se convierta en «puerta de escape de escritores ramplones». La alusión a su propia obra no tiene aquí más valor que el de hacer de un tópico de modestia un juego cervantino de literatura dentro de la literatura; ella sabe muy bien que el parrafillo «melancólico-poético» que se dispone a enjaretar nunca podrá ser acusado de sentimentalismo, ni el autor de El caballero de las botas azules de ramplón. La digresión es sencillamente una de las más bellas y serenas reflexiones de Rosalía sobre el carácter efímero de las ilusiones juveniles:

Larga es la vida, corta la juventud, y sus flores son de una fugitiva belleza, a las cuales hacen guerra tempestades que con ellas viven y mueren. No; no hay primavera para las flores juveniles del alma; sólo hay estío y otoño; por eso cuando se han marchitado no queda de ellas ni tallo ni cenizas. Sólo queda el recuerdo, en tanto no se debilita la memoria.


(O. C., 1206)                


De igual forma y con idéntico talante al acabar otra digresión escribe: «Mas volviendo a coger el hilo de nuestro relato que, al parecer se enreda y desenreda como suelta madeja» (O. C., 1308). No es, por tanto, ni descuido ni torpeza, sino que a sume los riesgos de una estructura suelta en la cual la digresión es tan importante como la narración.

La utilización de fórmulas narrativas del tipo «Sólo Dios sabe cómo hubieran salido de tal atolladero» (O. C., 1217), «Le dejaremos, pues, hasta que quiera la fortuna que le encontremos de nuevo» (O. C., 1274-75), me parece, sin embargo, un rasgo de comodidad. Eran fórmulas habituales y Rosalía las acepta sin cuestionar su utilidad. También me parece un rasgo digno de comentarse que Rosalía utiliza a sus personajes como portavoces de sus ideas sin preocuparse de si son o no coherentes con la psicología de ellos. Así la crítica de los duelos (O. C., 1194) o la disertación sobre lo que deben ser las ocupaciones de las mujeres (O. C., 1306) puestas en boca del Caballero de las botas azules nos parecen adecuadas, pero nos resulta chocante que una señora frívola se ponga a criticar la literatura de la época (O. C., 1225-26) o que los contertulios del odioso Pelasgo ironicen sobre los folletines (O. C., 1237).

Frente a esta presencia abrumadora del autor en la novela, hay que hacer notar, sin embargo, que por primera vez también se dan momentos en los que desaparece totalmente de la escena, por breve tiempo, eso sí, pero con una desaparición total que deja al lector confuso acerca de lo que está oyendo. Así sucede en el prólogo, un diálogo entre el Hombre y la Musa que el lector ha de interpretar como Dios le dé a entender, porque la verdad es que no resulta nada claro10. Sin llegar a este extremo, en algunas escenas de costumbres encontramos también diálogos independientes, por ejemplo el que tiene lugar en la casa del empleado de Hacienda (O. C., 1312-13) cuando la señora intenta convencer a su esposo de la necesidad de gastar sus ahorros en vestir bien a las niñas casaderas. En el capítulo XVII se suceden varios de este tipo; las palabras de los personajes, sin necesidad de ningún comentario del autor, permiten adivinar lo que está sucediendo: el interés del maestro Ricardito Majón por Mariquita y cómo la honra de ésta ha quedado en entredicho por la aparición del Caballero.

*  *  *

Todos los relatos que hemos comentado hasta ahora presentaban unas características comunes desde el punto de vista narrativo: la presencia del autor es evidente y las únicas diferencias entre ellos se referían a la mayor o menor habilidad para intercalar lo lírico, lo personal en el relato y a la aparición de algunos rasgos de objetividad narrativa. Pero de pronto nos encontramos con una obra que nos desconcierta por el cambio que supone en la postura del narrador: se trata de «Conto gallego». En él, el desarrollo de la acción queda encomendado al diálogo de los personajes, limitándose el narrador a la presentación de los mismos y a brevísimas descripciones de carácter objetivo. Aunque el narrador es omnisciente no hace apenas uso de sus prerrogativas y lo que sabemos de los personajes no nos lo ha explicado como es habitual hasta ahora en Rosalía, sino que se hace patente por las palabras y los actos de esos personajes. Oyéndoles hablar nos damos cuenta de que Lorenzo es desconfiado, misógino y pobre mientras que Xan se nos muestra como persona acomodada, ingenuo y confiado. Las palabras de la viudita y sus miradas a Lorenzo cuando se presenta como heredero del muerto la muestran como sutil diplomática y el contraste entre su llanto y el rápido consuelo nocturno como hipócrita y falsa.

¿Pero qué piensa Rosalía de esa fábula misógina? ¿Dónde han quedado sus comentarios burlones, sus críticas, sus reflexiones al hilo del relato, sus juicios sobre los actos y conductas de sus personajes? Sencillamente han desaparecido. Es incluso difícil decir si participa o no de la misoginia del relato. El único momento en que se trasluce algo personal es justo al comienzo, cuando al referirse a la edad de los dos amigos dice que «contaban de anos o maldito número de tres veces dez», alusión inequívoca al «¡malditos treinta años! / funesta edad de amargos desengaños» de El Diablo Mundo de Espronceda, obra que ya había influido en la concepción del personaje de Flavio.

Bouza Brey11 da como fecha posible de redacción una amplia etapa que va desde la composición de Cantares Gallegos a la de Follas Novas. En Cantares encontramos un cuento versificado: el de Vidal, el pobre a quien nadie en la aldea daba «a proba do porco». En él Rosalía incluye una nota justificando su inserción en el libro, a pesar de no ser la glosa de un cantar, porque «polo de ahora non penso facer en gallego nengún libro de contos». Esto nos hace pensar que «Conto gallego» es posterior a la publicación de la obra, pero sobre todo nos inclina a retrasar la fecha las diferencias con el cuento versificado de Vidal. En éste se dan los mismos comentarios de autor y las mismas digresiones que hemos visto en sus relatos en prosa, y en cuanto al contenido, pese a criticar la falta de generosidad de los pudientes para con el pobre, predomina una visión optimista y grata de la vida y de su tierra; recuérdese que el primer verso dice precisamente «Aló no currunchiño mais hermoso» y que Vidal acaba siendo rico. Por el contrario, «Conto gallego» es objetivo en su forma y pesimista en su contenido.

El cuento da la impresión de ser una obra maldita de Rosalía. ¿Por qué no la publicaron los sucesivos receptores del original? Don Manuel de Castro y López su primer editor en 1923 explica en una nota introductoria cómo llegó a sus manos12: en 1873 don Florentino Corbeira se lo entrega a don José M.ª González que lo conserva «cuidadosamente» hasta 1920, un año antes de morir, en que se lo entrega a don Manuel de Castro, quien tarda tres años en decidirse a publicarlo en su Almanaque Gallego de Buenos Aires. Al hacerlo manifiesta su extrañeza de que Rosalía, «bonísima hija, leal esposa y santa madre» se haya complacido en escribir tal relato. Esa impresión debió de ser bastante general.

En el cuentecillo en gallego no hay censura, el narrador se limita a contar unos hechos que dejan muy mal paradas a las mujeres: no es moralizante, es simplemente pesimista sobre la condición femenina. Esto es, en efecto, nuevo en la prosa, pero Rosalía ha hecho en poesía cosas muy semejantes. En Cantares Gallegos ya hemos visto cómo aparece con frecuencia una voz sin ningún elemento descriptivo en torno y esa voz no es la de Rosalía, ella ha desaparecido detrás de esos personajes que hablan por su cuenta y dan una visión del mundo que no es la de la autora: la fe sencilla de los campesinos, el desenfado amoroso de las mocitas, la simplicidad de las mujeres que disfrutan en una romería del buen vino y la buena mesa nos indican la capacidad de Rosalía para desaparecer cuando quiere detrás de lo que cuenta.

No siempre la realidad tras la que se oculta y que nos transmite es grata o simpática. A veces es triste o mezquina, a veces desgarradora. Citaré sólo un ejemplo, contundente por su brevedad: esa voz de mujer, amargada, resentida, harta de esperar en vano, que nos anuncia que va a dejar morir lo único que le queda del hombre ausente:


Non coidaré xa os rosales
que teño seus, nin os pombos;
que sequen, como eu me seco,
que morran, como eu me morro.


(O. C., 532)                


«Conto Gallego» nace de ese mismo talante: refleja una realidad dolorosa sin comentarios, porque, evidentemente, detrás de, o, mejor dicho, a través del humor, lo que se ve es una sociedad pobre e injusta en la que la viuda sin hijos tiene que recurrir a artimañas para subsistir, ha de ganarse la benevolencia del sobrino heredero y si no basta con dejarle el único lecho de la casa lo comparte con él para así asegurarse el futuro. Las palabras de la mujer no dejan muchas dudas sobre el motivo que la lleva a aceptar el lugar en la cama que el hombre le ofrece: «si antes fon rica e casada, agora son viuda e probe, e canto tiven meu agora teu é, que a min non me queda mais que o ceo y a terra»13. Cuando el hombre le promete casarse con ella para que siga disfrutando de lo que hasta entonces fue suyo, la mujer accede a sus demandas. El origen del cuento puede hallarse en la tradición misógina popular, pero en la versión de Rosalía tampoco los hombres quedan muy bien: uno es un bobalicón, un Xan predestinado a los cuernos por su bobería y el otro un malicioso, un enredador a quien su listeza sólo sirve para amargarse en soledad ya que ni siquiera tiene el dinero suficiente para comprarse un caballo y no andar a pie por esos caminos de Dios.

Lo absolutamente novedoso del relato es la forma de contarlo, la ausencia de intervenciones de autor, su imparcialidad ante los hechos, que configuran una narración de una modernidad inesperada, insólita en su tiempo, porque incluso han desaparecido las fórmulas narrativas que implican al lector y que perduran en obras de autores realistas de finales del siglo tan partidarios de la objetividad como Clarín. Sólo en algunos cuentos de la Pardo Bazán, muy posteriores a estas fechas encontramos una imparcialidad narrativa semejante.

Probablemente la misma modernidad del cuento, la extrañeza que produjo debió de provocar en Rosalía la vuelta a formas menos radicales, ya que en los relatos en prosa posteriores encontramos de nuevo mezcla de procedimientos objetivos y subjetivos y sólo en Follas Novas en algunos poemas se da la desaparición total detrás del personaje.

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En 1881 publica Rosalía tres escritos de carácter costumbrista en los que su postura respecto al tema de la objetividad narrativa es muy variable.

«Padrón y las inundaciones», publicado en La Ilustración Gallega y Asturiana, es un relato de tono íntimo, casi confesional. Con razón decía Bouza Brey que en él se encuentra «la más escalofriante confidencia que de una obsesionante idea de suicidio nos dejó Rosalía»14. Se refiere al párrafo que dice:

Tiene el agua en su monotonía algo que nos encanta y llama, aun desde lejos, cual si, como en otros tiempos, viésemos todavía en ella un lecho blando en donde reposar a cualquier hora de las angustias y fatigas sin término que envenenan ciertas existencias.


Ya desde las primeras líneas se anuncia el tono personal, íntimo del relato: «Huyendo al eterno clamoreo de las Campanas de Compostela, cuyos ecos [...] parecen perseguir con saña los ánimos entristecidos [...] hemos vuelto una vez más a refugiarnos en la casa solariega» (O. C., 1531).

Las referencias personales son constantes y la coincidencia con versos de En las orillas es llamativa:

En otros días, saltaba yo del lecho toda alborozada al percibir el primer reflejo del día, para ver cómo tras del Miranda se abría paso la luz por entre nubes de color naranja [...]. Todo esto [...] llenábame en otros tiempos el alma de no sé qué dulces imágenes que mi fantasía juvenil doraba a maravilla y llenando el corazón [...] de contentamientos que casi pudiera decirse infantiles15.




Oigo el toque sonoro que entonces
a mi lecho a llamarme venía
con sus ecos que el alba anunciaban,
mientras cual dulce caricia
un rayo de sol dorado
alumbraba mi estancia tranquila.

Puro el aire, la luz sonrosada.
¡Qué despertar tan dichoso!
Yo veía entre nubes de incienso
visiones con alas de oro
que llevaban la venda celeste
de la fe sobre sus ojos...


(O. C., 572)                


«Costumbres gallegas» apareció en Los Lunes de El Imparcial y Rosalía prodiga en el escrito afirmaciones que no tienen más fundamento que su palabra: «En verdad que no es posible encontrar gentes de índole más bondadosa que los que pueblan nuestras comarcas marítimas». Lo mismo sucede cuando habla de la costumbre que se conoce con el nombre de «prostitución hospitalaria»:

Entre algunas gentes tiénese allí por obra caritativa y meritoria el que, si algún marino que permaneció por largo tiempo sin tocar tierra, llega a desembarcar en un paraje donde toda mujer es honrada, la esposa, hija o hermana pertenecientes a la familia, en cuya casa el forastero haya de encontrar albergue, le permite por espacio de una noche ocupar un lugar en su mismo lecho16.


Rosalía califica la costumbre de «acto humanitario» y resalta «la buena intención que entraña». Su postura no es, pues, objetiva, pero no encontramos en el artículo las referencias personales, íntimas que veíamos en el anterior.

El más objetivo de estos cuadros de costumbres de 1881 es, sin duda, «El Domingo de Ramos». En él la autora utiliza con frecuencia expresiones de carácter impersonal o indefinidas: «Recuerdos hay en la trabajosa existencia del hombre que son para él como el día primaveral en medio del invierno» (O. C., 1498), «Al ver aquellos movibles bosques [...] aquellas alegres muchedumbres [...] las gentes, piadosas, llegan a imaginarse si el Redentor del mundo [...] no irá a aparecer de nuevo» (O. C., 1499). No es el «yo» íntimo, sino «las gentes» o «los mozos» o cualquier otro sujeto, incluso un «nosotros» generalizable: «fiestas en las que nuestras madres [...] nos vestían y adornaban, en las que el padrino o la madrina nos regalaban frutas y convites» (O. C., 1498). Las únicas referencias personales aparecen cuando habla de unas palmeras que ve desde su ventana y cuya soledad lamenta: «pensamos si será verdad que las plantas, como los hombres, pueden ser presas de mortales nostalgias» (O. C., 1502).

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Llegamos ya a la última de las novelas de Rosalía. El Primer loco es, dejando aparte «Conto Gallego», el más objetivo de sus relatos en prosa si atendemos a la forma, y el más íntimo, el más personal por su contenido.

La novela se plantea como un largo diálogo entre dos personajes, en el que uno de ellos cuenta al otro la historia de su pasión amorosa. El diálogo se interrumpe con la aparición de la mujer amada cuya presencia provoca una exaltación que lleva definitivamente al protagonista a la locura. Un colofón en tercera persona resume los últimos sucesos.

Por primera vez Rosalía acierta en la creación de un personaje de estirpe cervantina: Luis es un «loco cuerdo», como don Quijote, como el Maximiliano Rubín galdosiano: seres a quienes su desvarío les lleva a equivocarse en lo superficial y a acertar en lo profundo, en lo transcendental. Su amigo e interlocutor, Pedro, representa el buen sentido, la lógica, la razón que, por contagio con la locura del protagonista, se acerca también, como Sancho, al mundo del misterio, de lo irracional.

Las intervenciones del autor son breves y esporádicas. La presentación de los personajes se hace después de que les hayamos oído hablar, de modo que el lector tiene su propia idea acerca de ellos. El uno parece un idealista absoluto, un visionario, quizá un loco. Esa duda no la aclara el narrador, bien al contrario la acentúa:

... Era imposible comprender, al verle, si una enfermedad mortal le devoraba ocultamente, o se hallaba en terrible lucha consigo mismo y con cuanto le rodeaba.

En la expresión de su rostro [...] había algo que se escapaba al análisis de los más suspicaces y versados en el arte de sorprender por medio de los rasgos de la fisonomía los secretos del corazón y las cualidades del alma.


(O. C., 14 04-5)                


Parece aludir Rosalía a lo que entonces se consideraba ciencia psicológica: la frenología o las teorías del doctor Gall, cuya carta craneal o craneoscopia empezó a conocerse en la época romántica, pero siguió vigente hasta comienzos del siglo XX.

Interviene, pues, el narrador para destacar la imposibilidad de precisar los rasgos del carácter de su personaje, su fluctuación entre la fantasía y la realidad y así insiste todavía: «Dijérase que hablaba como escribía Hoffmann», y acaba transcribiendo lo que los demás dicen de él: «El que le escuchaba concluía por decirse asombrado: -Ignoro si en realidad es o no un loco sublime» (O. C., 1409).

Nunca se había tomado tanto cuidado Rosalía para caracterizar a un personaje: primero le oímos hablar, después lo describe el narrador y añade lo que otros personajes piensan de él. El procedimiento es absolutamente similar al de los novelistas realistas. Sólo en dos ocasiones la voz del narrador se hace excesivamente notoria. Una es cuando ratifica la opinión de un personaje: se asusta Pedro porque cree observar en su amigo «un no sé qué de sobrenatural», y el narrador añade: «En efecto, el semblante de Luis tenía entonces algo de esa expresión vaga y azorada que se nota en el de algunos agonizantes» (O. C., 1487). La otra es hacia el final del relato cuando anuncia que va a ocurrir algo extraordinario: «... Pasó entonces en aquel santo retiro, donde tantas veces los frailes habrían meditado en las cosas eternas y celestiales, una tan terrena como terrible y difícil de describir» (O. C., 1491).

A esto y al epílogo, que luego comentaremos, se reducen las intervenciones del autor. Las muestras de objetividad narrativa son aquí mayores y más logradas que en ninguna de sus novelas precedentes.

Los diálogos le permiten contraponer opiniones y puntos de vista sin necesidad de que el autor intervenga. El protagonista habla de su amada como de un ser excepcional y maravilloso: «¡Cuánto hay en ti de belleza única, divina, incomprensible!». Su amigo, por el contrario, la considera despreciable: «Criatura insípida, henchida de sí misma y vacía de sentimientos e ideas» (O. C., 1418).

Esta óptica deformadora del amor la expresa también en sus poemas -recuérdese, por ejemplo, «En sus ojos rasgados y azules»-. El amor o es espejismo traicionero o, en el mejor de los casos, ilusión que el tiempo desvanece -recuérdese Flavio o poemas como «Tú para mí, yo para ti, bien mío»-. Pero en su última novela las cosas van a discurrir de distinta manera. Sin que el autor intervenga con comentarios, a través de las palabras del protagonista se va configurando un a teoría del amor de carácter platónico: el amor como búsqueda incesante de la otra mitad del ser, teoría que en el Romanticismo justificó muchas veces el cambio, la inconstancia. Dice Luis:

Vamos en busca de lo nuevo porque no nos ha satisfecho ni llenado lo que hemos ido dejando atrás, porque hay una fuerza interior que nos impele a ir más lejos, siempre más lejos, en busca de aquello a que aspiramos, de nuestra otra mitad, del complemento de nuestro ser.


(O. C., 1420)                


La Avellaneda lo había formulado años atrás con palabras parecidas en «El porqué de la inconstancia»:


Unas y otros nos quedamos
de lo ideal a distancia
y en todos es la inconstancia
constante anhelo del bien17.


Luis ha encontrado, según dice, esa otra mitad y desde entonces el amor es para él fuente de perfección y conocimiento, camino hacia el Creador: «... ¡Buscaba yo a Dios en alas de mi terreno amor, y cómo de esta manera me sentía más capaz de adorar al que todo lo ha creado!» (O. C., 1426).

Las palabras de los personajes, sus diálogos van configurando dos posturas ante la vida: realista, racional, la de Pedro; idealista, inmune a los desengaños de la experiencia, la de Luis.

El protagonista no se deja abatir. Como don Quijote, elabora a su modo los datos de la realidad, los integra en una visión más amplia donde cobran un sentido nuevo. Por ello no acepta que la actitud de su amada se deba a frivolidad o engaño: cuando se ha inspirado un amor así piensa que tiene que haber un lazo que una esas dos almas:

No es posible inspirar una pasión como la que yo siento por ella y ser ajeno e indiferente a aquellos que para siempre hemos encadenado a nuestro destino, ni puede [...] depender de nosotros la vida, la felicidad, la eterna esperanza de una criatura, aun la más miserable, sin que deje de existir entre nuestra naturaleza y la suya cierta íntima y secreta relación, cierta fuerza oculta que nos liga a ella.


(O. C., 1449)                


Su antagonista mantiene la postura opuesta:

Ilusiones, todas ilusiones -repuso Pedro-. Yo creo, por el contrario, que si existen realmente fuerzas secretas que pueden influir en nuestros destinos, esas fuerzas nos separan precisamente de los que nos aman y nosotros amamos, y nos separan con una crueldad que hace pensar con cierto supersticioso temor en la preponderancia y dominio del mal sobre el bien.


(O. C., 1449)                


Es éste el momento culminante de la novela, cuando asistimos al enfrentamiento de dos posturas antagónicas sobre el sentido de la vida. ¿Cuál es la de Rosalía? ¿Con cuál de los dos interlocutores se identifica? No es fácil decirlo, porque el narrador ha quedado reducido a una voz casi neutra que se limita a introducir los diálogos, haciendo sólo indicaciones sobre el tono de voz o el gesto que acompaña a las palabras: «Replicó Luis con acento profético», «exclamó Pedro impaciente y sin poder contenerse al oír la fervorosa exclamación de su amigo», «añadió Luis, mirándole con cierta severidad» (O. C., 1449-54).

Esta imparcialidad del narrador no es, casual, obedece a razones profundas. Ya no se produce la división en «buenos» y «malos» que veíamos en novelas anteriores. Las posturas de los dos amigos son defendibles ambas, una escéptica y pesimista sobre la posible felicidad, la otra de un idealismo transcendental, que va más allá de los desengaños de la existencia. Creo que se ha producido un desdoblamiento de la personalidad de Rosalía y que las dos posturas representan momentos distintos en su concepción del mundo.

La actitud de Pedro, escéptica en amor y pesimista acerca de las posibilidades de felicidad responde a actitudes de Rosalía plasmadas en poemas de Follas y En las orillas, pero fue superada por otra postura más idealista, más despegada de su propia experiencia dolorosa, que sólo se plasmó en escasas poesías y muy ampliamente en el personaje de El primer loco. Al ignorar la fecha exacta de redacción de muchas de sus composiciones poéticas no podemos dar como segura una evolución cronológica, quizá se trate de posturas coexistentes en el tiempo, pero nos inclinamos a pensar que sí hubo una evolución. A medida que se aproxima a su propia muerte, Rosalía se abre más al misterio, se hace más receptiva al mundo del más allá y a posturas de idealismo extremado. Obsérvese como ejemplo la similitud entre un pasaje de El primer loco, otro de «Padrón y las inundaciones» escrito, sin duda, en 1881 y un poema de En las orillas:

... no se comunican contigo, sin duda, los que vagan sin cesar en torno nuestro en invisible forma o acaso no los entiendes, pero yo los siento, percibo y comprendo, aun cuando no pueda verlos [...]. No sólo envueltos en las tinieblas los espíritus de los que fueron en el mundo vuelven a él [...] en todo están y giran a nuestro alrededor de continuo, viviendo con nosotros en la luz que nos alumbra, en el aire que respiramos.


(O. C., 1410. El primer loco)                


Me parecía que resucitan a mi alrededor, en invisible forma, todos aquellos que conmigo habían morado bajo este techo, y muchos otros que aquí nacieron y murieron y no pude conocer, porque existieron mucho tiempo antes que yo viniese al mundo.


(O. C., 1536. Padrón y...)                


Y en el poema «Del antiguo camino a lo largo» cuando nos describe el soto de robles, profundo y silencioso, por el que acostumbra a pasearnos dice: «Siempre allí cuando evoco mis sombras / o las llamo, respóndenme y vienen» (O. C., 592).

Me parece evidente que en El primer loco Rosalía ha conseguido objetivar, presentar como una figura desligada de su persona, la imagen de «la loca» que aparece ya en su primera novela y que plasmará magistralmente en forma subjetiva, aplicándola a sí misma, en el poema «Dicen que no hablan las, plantas, ni las fuentes, ni los pájaros»: es la imagen de un ser que trasciende la realidad mediante sus propios sueños, que ve las canas en su cabeza y pone sus pies, aterida, sobre la escarcha del prado, pero que sigue soñando, «pobre, incurable sonámbula / con la eterna primavera de la vida que se apaga». Siempre me ha parecido impresionante el acierto de esa contraposición en presente: seguir soñando con la eternidad de algo que se apaga, que estamos viendo apagarse ante nuestros ojos. La realidad no es nada, al final el loco acaba teniendo razón y más importante que la ventura es el esfuerzo y el ánimo. Nuestro escepticismo se estrella contra la fe inquebrantable del primer loco que, ante el abandono de su amada, afirma: «Dios fue, no ella, quien la apartó de mi camino» (O. C., 1455).

Las similitudes del personaje con su creador son grandes, como hemos visto: los dos hablan y se relacionan con toda naturalidad con el mundo del Más Allá. Su aceptación del dolor es también la misma. Dice Rosalía en el poema «No va solo el que llora»: «... conmigo lo llevaba todo / llevaba mi dolor por compañía». Luis afirmará: «Pasado lo agudo del dolor, ese mismo dolor volvió a ser mi único y querido compañero» (O. C., 1478). Pero hay un rasgo que independiza al personaje y le aleja de su creadora, rasgo que es precisamente el eje de su personalidad: la pasión amorosa. En los verbos de En las orillas la mujer desengañada del amor dirá:



[...]
No es tiempo ya de delirar, no torna
       lo que por siempre huyó.

[...]
¡Amor, llama inmortal, rey de la Tierra,
      ya para siempre ¡adiós!


(O. C., 651-52)                


Luis, por el contrario, declarará el carácter indestructible de su amor, consustancial con su propia naturaleza:

Tendría el Supremo Hacedor que destruirme y volver a formarme de otra manera para que dejase de amarla como la amo, y desearla como la deseo. Y siendo ésta en mí tendencia natural, irresistible y ajena a mi voluntad, ¿por qué soy culpable de ella?


(O. C., 1487)                


En el epílogo de la obra, la voz del autor se hace patente para manifestar cuál es su postura ante el personaje y ante los hechos a los que tanto ella como el lector han asistido como testigos.

Desde una situación de narrador omnisciente nos informa de que la amada de Luis se había olvidado totalmente de él y que, por tanto, su encuentro en el bosque, que ha provocado la crisis del protagonista, fue puramente casual.

Enseguida, esa voz narradora se convierte en la voz de Rosalía, mediante comentarios al relato que revelan ya sus propias preocupaciones, sus obsesiones: el temor a la locura, la duda de si la muerte pone fin de una vez a las penas del espíritu: «Y, en efecto, murió: primero de la peor de las muertes, la locura, y después (muy pronto), de la que en apariencia al menos, da aquí término a nuestras penas» (O. C., 1493).

Unas líneas más adelante, Rosalía puntualiza que Luis ha muerto sin realizar sus sueños de reforma, sin «dar principio siquiera a la soñada regeneración de su país, ni menos ser uno de sus apóstoles y mártires, cuando esto último le hubiera sido cosa harto hacedera» (O. C., 1493-94). Está aludiendo, sin duda, a su propia situación, recordemos que sus artículos sobre costumbres gallegas en Los lunes de El Imparcial habían levantado críticas contra ella que la hirieron profundamente. Sigue, ya en línea de confidencia, hablando del bosque de Conjo:

... lugar de soledad, adonde, como Luis, solemos ir. todos los que le amamos a consolarnos de nuestras penas y pensar que bien pronto iremos a reunirnos con él en el mundo de los espíritus los que todavía arrastramos nuestra existencia en este valle de dolores.


(O. C., 1494)                


Todavía oiremos la voz de Luis, ya demente, invocando a Berenice y llamándola para reunirse con ella en el Más Allá. Y Rosalía cierra la novela con un comentario personal: «¡Quién pudiera descorrer los velos de la eternidad, para saber si los sueños amorosos, si las ansias inmortales de Luis pudieron cumplirse en otros mundos!».

Esta aparición de la voz de la autora, tras haber mantenido la objetividad narrativa a lo largo de toda la novela, no es un procedimiento raro en Rosalía, aunque sí en prosa. Lo había utilizado, junto a otras técnicas de carácter perspectivista, en Follas Novas. Veamos algún ejemplo. En el poema que comienza «Para a vida, para a morte», asistimos a un diálogo amoroso entre una pareja: el hombre pide y ofrece fidelidad y entrega absoluta, cuerpos y almas irán juntos hasta la eternidad. La mujer acepta. La última estrofa es un comentario del autor en el que enjuicia los hechos y da de ellos una imagen que al lector le resulta absolutamente sorprendente:


Cal ó paxaro a serpente
cal á pomba o gavilán,
arrincóuna do seu niño
e xa nunca a él volverá.


No nos podíamos imaginar por las palabras del diálogo que se tratara de una «seducción». Parecido efecto de contraste encontramos en el poema que empieza «¡Ánimo compañeiros!» en el que asistimos a la animosa arenga de un emigrante que ve en la partida una aventura positiva: «Toda a terra é dos homes / Aquel que non veu nunca mais que a propia / a iñorancia o consome». Tras sus palabras, la autora pone el contrapunto desesperanzado:


¡No sembrante a alegría,
no corazón o esforzo,
i acampana armoniosa da esperanza,
lonxe, tocando a morto!


En el poema «O forno está sin pan, o lar sin leña», tras una introducción descriptiva, Rosalía reproduce en estilo indirecto libre los pensamientos de los labradores que se resisten a abandonar su pobre casa:


¡Que ha de facer, Señor si o desamparo
       ten ó redor de sí!
¿Deixar a terra en que nacéu i a casa
       en que espera ter fin?
¡Non, non, que o inverno xa pasóu i a hermosa
       primavera vai vir!
¡Xa os árbores abrochan na horta súa,
       xa chega o mes de abril!...


Al final, la voz de la autora pone de nuevo el contrapunto negativo: «¡Ai!, o que en ti nacéu, Galicia hermosa, / quere morrer en ti».

Si me he entretenido en poner ejemplos es porque me parece evidente que Rosalía no desconocía, a estas alturas, las técnicas de la novela realista: sabe desaparecer cuando quiere detrás de sus personajes y sabe contar desde ellos, utilizando incluso ese recurso del estilo indirecto libre que fue tan grato a Clarín, a la Pardo Bazán, a Galdós, a los grandes novelistas de finales del siglo. Pero, curiosamente, utiliza estas técnicas más en su poesía que en sus novelas y, sobre todo, las pone al servicio de una concepción del mundo que sigue siendo romántica.

Nos preguntábamos al comienzo de este trabajo por qué un poeta busca el cauce indirecto de la novela para expresar su mundo. Rosalía no reconocía barreras entre ambos modos de expresión, todo salía de la misma fuente, de una necesidad de sacar fuera su mundo interior. Pero la novela le permite, además, objetivarlo, verlo como algo ajeno y tomar posturas frente a él.

En El primer loco ha sacado de sí misma una concepción del amor idealista y platónico, le ha dado voz y vida, posibilidad de convencer. Y también ha sacado a su antagonista y le ha dado la voz de la experiencia y del desengaño. ¿Y cuál ha sido el resultado? Según como se vea, o como se lea: la historia de un pobre loco al que una mujer frívola y vulgar engaña mientras que él la considera un ser divino y único con quien espera reunirse en la eternidad. O la historia de un iluminado, de un ser clarividente que ha superado los límites que impone la naturaleza y es capaz de comunicarse con los espíritus de los que ya han abandonado la tierra; un hombre que ve más allá de las apariencias y que se da cuenta de que tanto él como su amada no son sino instrumentos de un destino superior cuya finalidad no pueden comprender; un ser que espera que las ansias inmortales del hombre no sean solamente una burla cruel y absurda.

Rosalía, que tantas veces a lo largo de su obra nos ha dicho que el amor es un espejismo, un engaño, o, en el mejor de los casos, una ilusión que el tiempo desvanece, Rosalía, la escéptica, la desengañada del amor, aparece al final de la novela para mostrarnos una última actitud de esperanza, como si la presencia cercana de la muerte inclinase la balanza hacia el lado del idealismo. Ni condena a su personaje, ni se burla de él. Le oye convocar a su amada en su delirio y, abandonando la concha del apuntador, sale al proscenio para decirnos: No sé si Luis está en lo cierto, pero me gustaría creerlo. Más bellamente, con sus palabras: «¡Quién pudiera descorrer los velos de la eternidad, para saber si los sueños amorosos, si las ansias inmortales de Luis pudieron cumplirse en otros mundos!».





 
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