La voz del narrador desde «La hija del mar» a «El primer loco»: un largo camino hacia la objetividad narrativa1
Marina Mayoral Díaz
Universidad Complutense, Madrid
Rosalía empieza a escribir y a publicar su obra desde una postura plenamente romántica, tanto en su concepción del mundo como en la forma de representarla. La hija del mar es la obra de una jovencita romántica, que se siente -y no le faltan motivos- heroína romántica y que escribe siguiendo la pauta de sus admirados y románticos predecesores: Byron, Hoffmann, Espronceda, Liermontov... El primer loco, última novela de Rosalía, es la obra de una escritora contemporánea de Émile Zola, de Galdós y de la Pardo Bazán, de una novelista que, sin entrar en polémicas sobre realismo o naturalismo, sabe adaptarse a los nuevos tiempos. Su forma de narrar difiere apenas de la de un escritor realista, pero su corazón, que presiente la muerte ya cercana, conserva un romanticismo hondo, depurado, intemporal2. En medio se queda el «Conto gallego» como uno de los más perfectos ejemplos de narración objetiva. Ni en la Pardo Bazán, ni en Clarín, tan admiradores de la objetividad flaubertiana, encontramos una muestra tan sencilla y aparentemente espontánea de desaparición del autor detrás de lo narrado.
En veinticuatro años de vida y de actividad literaria Rosalía recorrió un largo camino desde una a otra manera de narrar. Lo que nos proponemos es ir analizando los distintos momentos de este proceso, pero indicando ya de antemano que no se trata de una línea progresiva, sino de un vaivén, de una alternancia de dos tendencias aunque puede advertirse una cierta progresión hacia la objetividad narrativa.
* * *
Para el escritor
romántico los límites entre los géneros se
diluyen y desaparecen. Su yo angustiado y rebelde no está
dispuesto a someterse a la tiranía de normas y preceptos
literarios. La novela, el drama, el ensayo, hasta el
artículo de periódico se convierten en
subgéneros líricos en los que el desahogo sentimental
y la presencia del yo creador son habituales. Se desespera
«Fígaro» en las páginas de El
Imparcial y muestra sin rubor su corazón a los
burgueses de 1836. Un año más tarde ironiza Mesonero
Romanos ante los tertulianos del Liceo de Madrid acerca de las
extravagancias de aquel sobrino cuya que ha dado en ser
romántico y escribe «fragmentos en
prosa poética»
y cuentos «en verso prosaico»
3.
Todo se le permite al escritor romántico, o casi todo,
aunque si es mujer bastante menos. Carolina Coronado dedica sus
versos «A Alberto» y puntualiza: «Las siguientes composiciones están
dedicadas a una persona que no existe ya. Por eso me atrevo a
publicarlas. Una mujer puede, sin sonrojo, decir a un muerto
ternezas que no quisiera que la oyesen decir a un
vivo»
4.
Gertrudis Gómez de Avellaneda, la divina Tula, se debate
entre el deseo y la vergüenza de pronunciar el nombre de
Ignacio de Cepeda, su gran amor:
|
Rosalía, en
el prólogo a La hija del mar, se refiere muy
claramente a las limitaciones que el ser mujer impone a una
escritora: «Todavía no les es
permitido a las mujeres escribir lo que sienten y lo que
saben»
(O. C., 662). Por eso ella escribe una
novela; para dar salida, una salida aceptada por la sociedad, a los
sentimientos que agitan su alma de mujer. ¿Por qué no
lo hace en verso? ¿Por qué un poeta en un momento
dado siente la necesidad de abandonar el curso directo de la
expresión lírica para crear un mundo aparentemente
ajeno a su intimidad? Quizá porque es una buena forma de
exorcizar los diablos interiores. El personaje novelesco no es el
autor por más que se le parezca, tiene una vida propia, se
le puede mirar a distancia, a veces incluso se rebela contra su
creador como el Augusto Pérez unamuniano, o, sin llegar a
ese extremo, puede adoptar, como el Luis de El primer
loco, posturas ante la vida muy distintas a las de
Rosalía. Pero eso es ya el final de un camino, el comienzo
es mucho más subjetivo, casi biográfico: Teresa, el
personaje de La hija del mar, lleva el mismo nombre que
doña Teresa de Castro, la madre de Rosalía y, como
ella, ha vivido unos amores condenados por la sociedad, cuya
víctima inocente es la hija, Esperanza -Rosalía-,
niña sin padre, que vuelca todo su deseo de cariño
sobre la mujer abandonada. Además, Teresa es poeta y su
poesía, como la de Rosalía, no es aquella que se
considera propia de mujeres: «variada y
grata a los sentidos, llena de perfumes que deleitan»
. La
suya es una poesía grandiosa: «la
única que puede estar en consonancia con los tormentos de un
alma fuerte»
(O. C., 700). La similitud con
versos en los que la autora habla de su propia poesía es
evidente:
|
(O. C., 415) |
Hace ya muchos años estudié el contenido autobiográfico de La hija del mar, insistiendo en los aspectos psicológicos inconscientes de la creación6. Lo que hoy me interesa es la voz consciente de Rosalía: sus comentarios al relato, sus intromisiones, sus digresiones, su presencia de poeta rompiendo la convención del hilo narrativo.
En el
prólogo de su primera novela manifiesta Rosalía que
nunca había tenido intención de publicar nada de
cuanto escribía y que sus versos estaban «condenados desde el momento de nacer a la
oscuridad a que voluntariamente los condenaba la persona que
sólo los escribió para aliviar sus penas, reales o
imaginadas»
. Circunstancias que no especifica la han
llevado a publicarlos y ellos arrastran en pos de sí a la
novela, «relato concebido en un momento
de tristeza y escrita al azar, sin tino y sin pretensiones de
ninguna clase»
. Nace pues la novela de la misma fuente
que la lírica y con la misma finalidad: desahogo de un
espíritu inquieto y dolorido. Por ello no nos puede
extrañar que, aunque la novela está escrita en
tercera persona, con un narrador neutro, omnisciente,
Rosalía intervenga continuamente en el relato, para
comentar, explicar, interpretar a su lector o para entregarse a
soliloquios de tono lírico, que constituyen los mejores
fragmentos de sus primeras novelas y en los que oímos la voz
de una Rosalía que está buscando su verdadera
voz.
En La hija del
mar a esta voz del narrador se le nota a veces cierta
pedantería juvenil, que se manifiesta en la
ostentación de sus conocimientos mediante comparaciones
cultas traídas por los pelos. Así al describir la voz
de un pescador: «Voz robusta que
dominó la algazara, como la voz de Júpiter, de quien
dice Homero, el poeta divino, que serenaba las
tempestades»
(O. C., 664). O prodiga las
referencias a sus poetas preferidos:
(O. C., 676) |
Y no faltan
tampoco las referencias a los clásicos italianos: «Un valle todo hermosura, como sólo la
ardiente imaginación de Ariosto sería capaz de
describirlo»
(O. C., 780).
Otras veces la voz adopta un tono moralizante, a lo Fernán Caballero, autora a quien leía y respetaba por esta época como demuestra su dedicatoria de Cantares Gallegos, y así comenta:
(O. C., 691) |
Y a
propósito de la orgía de los marineros: «groseras escenas, horribles, sin duda alguna, a
nuestros ojos, pero no tanto como debían serlo las que se
ocultan bajo dorados techos, al son de armoniosas
músicas»
(O. C., 720).
En ocasiones, el hilo narrativo se rompe completamente y la voz de Rosalía irrumpe en primera persona para manifestar sus sentimientos sobre lo que está narrando:
(O. C., 736) |
Estas interrupciones producen la impresión de un desbordamiento sentimental, de que, al sentirse Rosalía constreñida por los límites de la ficción novelesca, rompe con ella y busca el cauce más amplio y fluido de la expresión directa en primera persona. Lo mismo sucederá cuando toque el tema de los niños huérfanos o abandonados, al cual siempre fue especialmente sensible. Dos veces en la novela provoca una digresión afectiva. La primera al final del capítulo IX:
(O. C., 740) |
La segunda se encuentra en el capítulo XIX y la digresión se hace en forma de interpelación a las lectoras:
(O. C., 771) |
Estas
interpelaciones al lector son bastante frecuentes en las primeras
novelas. Su carácter retórico se evidencia cuando se
dirigen a alguien que, obviamente, no puede responder como es el
caso de los muertos por amor, a los que encomienda el alma de
Fausto: «A vosotros, los que
descansáis ya en el frío hueco de la
tumba...»
(O. C., 767). Pero son más
frecuentes las invocaciones a los seres vivos, posibles lectores, a
los que se dirige ya sea para subrayar una identidad, una similitud
de sentimientos o de conductas, o, por el contrario, para destacar
una diferencia. Invocaciones identificativas son las del
capítulo VII:
(O. C., 713) |
Carácter opuesto, diferenciador, tiene la del capítulo IX:
(O. C., 739) |
En estas
conversaciones con el lector, Rosalía oscila desde el tono
de experimentada suficiencia que acabamos de ver hasta la
identificación afectiva. Pero lo más frecuente es una
postura de una cierta superioridad. Rosalía habla como
persona más experimentada, más informada y más
sensible que sus lectores, de modo que se convierte en introductora
de éstos a mundos para ellos desconocidos ya sea en el
dominio del espíritu o de la naturaleza: «Vosotros, los que vivís en las ciudades y
que no podéis comprender enteramente toda la belleza de que
están llenos esos cariñosos días que preceden
al estío, venid conmigo»
(O. C., 779).
Tanto en la forma como en el tono recuerda a sus versos:
(O. C., 585) |
Esas interpelaciones al lector en la novela recuerdan, en efecto, otras similares de su poesía, pero los versos son mejores. En ellos Rosalía consigue ese punto justo en que la conciencia de ser distinta ya no es orgullo ni desprecio ni condescendencia hacia los otros, sino serena y altiva dignidad, aceptación de un destino. Pero aún tendrán que pasar muchas cosas en su vida para llegar a esa madurez. Sigamos con La hija del mar.
Algunas de las
interpelaciones no son más que meras fórmulas
narrativas, habituales en las novelas de la época y que se
mantendrán hasta bien avanzado el movimiento realista:
«Imaginaos una criatura medio dormida en
los brazos de aquel rudo marinero»
(O. C., 670).
«¿Ignoráis acaso lo que es
esa envidia mortificadora?»
(O. C., 734). Esta
forma interrogativa es muy frecuente y permite a la autora atraer
la atención del lector hacia determinados asuntos o
personajes: «Pero, ¿y Esperanza y
Teresa? ¿Eran acaso más felices que el pobre
niño?»
(O. C., 735). «¿Qué pasaba en la choza de
Teresa?»
(O. C., 770). «¿Qué más
diremos?»
(O. C., 711). «¿Quién sería capaz de
adivinar entonces los pensamientos de aquella alma
sencilla?»
(O. C., 705).
En algunas ocasiones la ruptura de la narración, con la consiguiente aparición de la voz del autor, parece deberse a simple torpeza, a inexperiencia de un narrador que enjareta sus comentarios sin advertir su inoportunidad. Así sucede en el capítulo primero nada más empezar la novela:
Las pescadoras iban, en tanto, apareciendo por los tortuosos caminos que conducían a la playa, y posando sus cestos de mimbre en la arena se sentaban sobre ellos y charlaban juntas, y murmuraban, feo vicio en el que, a pesar de que siempre se achaca a las mujeres, se me antoja creer, y, lo que es más, decirlo, incurren los nombres con demasiada frecuencia. |
(O. C., 665) |
Torpe es también la digresión explicativa sobre el traje regional gallego situada justo en un punto de gran tensión dramática, cuando Fausto ve desde la playa, donde se ha quedado desmayado, alejarse el barco que se lleva a Teresa y Esperanza:
Distinguió sobre cubierta, al lado de aquel hombre pálido que aborrecía, a una mujer toda vestida de negro y a Esperanza, que se conocía por su chambra encarnada, con cinturón de terciopelo negro; por su falda de percal claro, que dejaba descubiertos sus rosados pies; por la gracia, en fin, y la sencillez que encierra el tocado de las hermosas hijas de aquel país desierto. Tiene su traje en aquellos puertos cierto encanto que no he notado hasta ahora en parte alguna; han logrado, seguramente, descifrar el gran enigma, resolver el dificultoso problema de las mujeres, pues a la sencillez añaden la gracia, y a la gracia, la originalidad. |
(O. C., 730) |
A torpeza hay que
atribuir las precisiones innecesarias, que no van a tener
ningún desarrollo posterior ni consecuencia alguna en la
trama: «El día de que hablamos era
un sábado, y, como hemos dicho, estaba claro y sereno, pero
triste»
(O. C., 678).
Un rasgo
más de inexperiencia narrativa me parece el acudir a su
propio juicio de valor para convencer al lector de algo.
Así, después de describir bella y eficazmente el
paisaje de Finisterre, al hablar de sus habitantes e insistir en la
dureza de aquella tierra que en otros tiempos se creía
maldita de Dios, concluye: «Sin embargo,
su corazón es benigno y caritativo para el que se acerca a
las cabañas; jamás he encontrado un carácter
más dulce y bondadoso que el de aquellas pobres
gentes»
(O. C., 676).
Más
interesantes que estas pruebas de inexperiencia son las digresiones
de carácter voluntario, ya en forma de invocaciones o
interpelaciones como las que hemos visto, ya como confesiones
íntimas, confidencias o reflexiones al hilo de la
narración. Así la que inicia diciendo: «El dolor es el eterno compañero de lo
creado... ¿Qué hay en la Tierra que no caiga herido
por su dardo?»
, en donde el ritmo de las frases y la
asonancia en a-o, así como la referencia que vendrá
enseguida a su espíritu «enfermizo
y visionario»
, nos acercan al mundo de su poesía
(O. C., 732-33).
Quizá la más hermosa de todas las digresiones líricas de la novela sea aquella en la que confiesa su preferencia por la felicidad en vida, aunque sea engañosa, a la gloria póstuma. Sus palabras, escritas a los veintidós años, resultan aún más conmovedoras a la vista de lo que fue su destino:
¡Dios mío! ¡Qué rodeada de melancolía aparece siempre esa tardía felicidad con que la casualidad o la fortuna nos brinda cuando no podemos gozar de ella!... ¡La gloria después de la muerte! [...] ¡Oh! ¡Llenadme de felicidad, sembrad flores en torno mío y apartad la hiel de mis labios en tanto existo, vosotros, los que me améis!... Las riquezas, el poder, la gloria... y, sobre todo, el cariño de vuestro corazón, dejadle, dejadle que sonría en torno mío, que engañe los días de mi existencia y que murmure a mi oído en mis últimos instantes un ternísimo adiós [...] Pero en el momento en que mis ojos se cierran a la luz y en que mi sangre cese de animarme, olvidadme si queréis [...] y dejad al tiempo que siembre silencio sobre mi sepulcro [...] El no encierra ya más que unos miserables y leves restos... ¡más tarde, el vacío!... |
(O. C., 769-70) |
Junto a estas irrupciones de la voz del autor que rompen abiertamente con la convención de la objetividad narrativa, hemos de señalar un procedimiento subjetivador mucho más sutil, que se encuentra también en su poesía y que Rosalía manejó siempre con gran habilidad: se trata de la descripción simbólica. Parece en un primer momento que la autora estuviese describiendo objetivamente unos hechos o una situación, pero al seleccionar los elementos de esa realidad y al intensificar alguno de ellos provoca una transformación de esa realidad observada, que cobra una dimensión nueva y transcendente, simbólica: ya no se trata de un hecho concreto y particular sino de algo generalizable y de valor universal. En la novela hay un ejemplo logradísimo de ese procedimiento: es la escena de la matanza de los atunes en la playa. Concluida la pesca, los marineros arrojan sobre la arena los cuerpos aún vivos de estos animales y los rematan a navajazos. Los detalles realistas acaban importando bien poco; lo que se impone al final es la visión de unos seres indefensos que intentan en vano escapar a la muerte:
Ellos se revolcaban en la arena pugnando por acercarse al mar, su elemento y su única salvación; pero eran vanos todos sus esfuerzos. Las olas pasaban casi rozando su cuerpo, y volvían a retirarse hacia su centro, sin prestarles a su paso la vida, que le pedían con su mirada apagada y turbia. La mar se adelantaba rugiendo, pasaba y retrocedía, sin hacer más que borrar en la arena los rastros de sangre con que la manchaban sus hijos. |
(O. C., 679). |
Por boca de su
personaje Esperanza, Rosalía remacha la
interpretación simbólica: «Ellos viven y respiran y deben sentir lo mismo
que todo lo que respira y vive»
(O. C.,
680).
El procedimiento es el mismo que emplea en el poema «Ya no mana la fuente, se agotó el manantial», donde el viajero sediento y los elementos de la naturaleza, el manantial seco y el arroyo fresco, se convierten en símbolos de comportamientos humanos ante el amor7. Allí Rosalía domina mejor el procedimiento, pero aquí el mérito es mayor: convertir a los atunes en símbolo de la existencia humana no es empresa vulgar. Sin embargo, el simbolismo de la tormenta en el capítulo VII me parece más obvio y menos original sin duda: la coincidencia temporal de la agitación de la naturaleza con la conmoción espiritual, erótica, de los adolescentes, le da un carácter más que de símbolo de ilustración o de modelo.
* * *
En Flavio, su segunda novela, Rosalía descubre las ventajas de poner sus opiniones en boca de los personajes, pero eso no le impide seguir expresándolas directamente mediante digresiones de todo tipo.
La novela comienza
con un soliloquio en primera persona del protagonista, que se
prolonga a lo largo de los dos primeros capítulos.
Rosalía aplica aquí un procedimiento tomado de la
poesía narrativa romántica: la voz del personaje se
independiza del contexto narrativo y configura un monólogo
lírico, a la manera de la Elvira de El estudiante de
Salamanca o el Adam de El diablo mundo, por citar
personajes que aparecen explícitamente nombrados en la
novela (O. C., 903 y 990). Hay que señalar que a la
autora no le interesa para nada la reproducción realista del
lenguaje, por el contrario se trata de una lengua literaria, muy
retórica, rasgo que se mantendrá en los
diálogos de la novela: es una convención literaria
que Rosalía reconoce y acepta, como puede deducirse de su
comentario sobre las diferencias del lenguaje de las mujeres en las
novelas y en la vida, incluido en el capítulo VIII de El
caballero de las botas azules. Partiendo de esa postura no
puede extrañarnos que, en el monólogo inicial de
Flavio, el personaje se exprese unas veces en presente
como refiriéndose a algo que está sucediendo en ese
instante -«Adiós, pues, lugares a
quien no amo»
-, o a verdades de carácter
intemporal -«La vida del hombre sin
libertad no es vida»
. «La
verdadera patria del hombre es el mundo entero»
- y otras
se exprese en pasado, no como si hablase sino como si escribiese
sus recuerdos:
Al atravesar el oscuro salón en donde tantas veces la trémula voz de mis padres interrumpió el silencio en las noches tranquilas de estío, me parecía sentir aún el murmurar suave de sus labios y la tranquila respiración de su seno cariñoso. |
(O. C., 838) |
El procedimiento resulta eficaz para crear un ambiente sin necesidad de descripciones. Las palabras del personaje, su deseo de libertad, su prisa por gozar de la vida, su sensación de sentirse maldecido por los muertos al abandonar el hogar de sus mayores bastan para configurar en torno a él un ambiente romántico y parece ser que esto es lo que le interesa a la autora. Pero, como siempre sucede en Rosalía, el procedimiento va a cuajar y dar sus mejores frutos en su poesía. En Cantares Gallegos encontramos repetidísimo este recurso. Muchos poemas no son más que monólogos de personajes que aparecen, ahora sí, caracterizados por su lenguaje, indicativo de su clase social y su psicología. Así, expresando en alta voz sus preocupaciones, a través de retazos de conversaciones con otro personaje, surgen ante nuestros ojos la jovencita que le pide un novio a San Antonio (O. C., 300), un ama de casa que realiza las tareas de su hogar (O. C., 356), la criada que le cuenta a su amiga una fiesta en la que estuvo (O. C., 362), una devota de Santa Margarita (O. C., 370), o esa otra chica que, aunque el cura le ha dicho que sus amores son pecado, no está dispuesta a renunciar al hombre que le gusta (O. C., 291). En Cantares el procedimiento es eficacísimo, pocas palabras bastan para poner en pie no sólo al personaje sino todo un mundo en torno a él. Dice la joven campesina, replicando a las observaciones del cura:
|
y en torno a ella vemos configurarse ese mundo matriarcal gallego donde el amor como fuerza natural se resiste a las imposiciones de una religión que pretende someterlo. En Flavio quizá lo que falla no sea tanto el procedimiento sino el mundo que se pretende reflejar: un romanticismo de libro, de palabras y gestos altisonantes, que no es el mundo real de su tierra ni tampoco todavía el verdadero mundo romántico de Rosalía.
En el capítulo tercero de la novela se pasa ya a la narración en tercera persona con un autor omnisciente que interviene continuamente en el relato y que lo hace desde una postura de experiencia y desengaño muy ostensible en sus comentarios sobre la sociedad, la vida, el amor, las ilusiones... Veamos algún ejemplo:
¡Ah!, una voz juvenil y llena de entusiasmo halla acogida en todas partes [...] Pero esto es sólo un instante, porque las alegrías de la juventud son como nubes blancas que aparecen con la aurora y que disipa el viento de la tarde. |
(O. C., 843) |
Ese abismo profundo y resbaladizo que llamamos sociedad. |
(O. C., 847) |
Ya no podría borrarse aquel amor de su corazón sino cuando las primeras hojas de la primavera de la vida cayesen a sus pies sucias, marchitas, azotadas por el fiero aquilón de los amargos desengaños. |
(O. C., 921) |
No faltan en esta novela las precisiones innecesarias que ya conocemos y que alargan y entorpecen la narración. Hay una muy graciosa por ingenua. Flavio ve una fuente desde su ventana y le apetece acercarse a ella. El narrador se siente obligado a explicar lo que tiene que hacer para conseguirlo como si se tratase de una dificultosa empresa:
El primer pensamiento que asaltó a Flavio fue recorrer el delicioso retiro, acercarse al tazón de granito de la fuente y refrescar con el agua fresca su frente ardorosa. Pero ¿cómo? Ninguna puerta conducía desde su habitación al lugar deseado. ¿Cómo podría, pues, llegar hasta allí? Lanzando en torno suyo una mirada escudriñadora, pudo observar entonces que la ventana distaba apenas algunos pies del suelo, y él se halló bien pronto debajo de los sauces... |
(O. C., 906) |
También
encontramos los comentarios moralizantes: «Muchos hombres existen como Ricardo en el
mundo, y, sobre todo, muchos maridos, que se atreven luego a
quejarse de la desmoralización de sus esposas»
(O. C., 1001).
Especialmente
interesante por el problema técnico que plantea es la
digresión que se produce en el capítulo XXX en un
momento climático del relato: Flavio, después de
muchas dudas y vacilaciones, se ha arrojado al río dispuesto
a morir. El narrador dice: «... Se
arrojó como un loco a merced de la rápida corriente.
Su cuerpo apareció momentos después en medio del
ancho río, luchando con la muerte»
. Justo en ese
momento el narrador interrumpe el relato para adelantar el
resultado y explicarnos por qué las cosas tienen que ser
así: «Flavio no debía
morir aún, sin embargo... ¿Para qué si no esta
humilde pero verdadera historia?»
. Y Rosalía se
pone a reflexionar ante el lector sobre lo fácil que es
matarse y lo duro que es «sufrir un
día tras otro, ver cómo las ilusiones se desvanecen,
cómo el amor más intenso concluye...»
. En
esa lenta descomposición de la existencia está para
Rosalía la verdadera tragedia: «en esas escenas y en esas historias que se
reproducen sin cesar en torno nuestro, hay más amargura, sin
duda alguna, y existe un fondo más lúgubre y
desgarrador que en las catástrofes violentas que a primera
vista nos aterran»
(O. C., 1027). Por eso Flavio
no debe morir, porque debe ser protagonista de una historia de
amor, pero tal como Rosalía ve el amor, como un sentimiento
«poderoso como la tempestad y pasajero
como ella»
, y para que sus lectores se vayan percatando
lo vuelve a subrayar: «Nosotros hemos
intentado describir una de estas historias en nuestro torpe y
desaliñado lenguaje. Sigamos, pues, a Flavio»
(O. C., 1028). Y retoma la acción en el punto justo
en que la dejó, con el cuerpo flotando en medio del
río.
No creo que en este caso la digresión se pueda atribuir a torpeza como sucedía en el caso del traje regional. Esta es muy larga y desarrolla ideas muy caras a Rosalía. Más bien parece que haya que interpretarla como un desprecio a los elementos de suspense propios de la novela folletinesca. Adelanta el desenlace porque no le interesa el efecto de sorpresa ni la intriga sino el análisis de los sentimientos y la reflexión sobre temas trascendentales de la existencia. De ahí los continuos remansos líricos o reflexivos que interrumpen el hilo de la ya de por sí leve acción. El capítulo XIX es todo él de carácter explicativo: la autora nos hace ver cómo la admiración de su personaje por la joven campesina no es incompatible con un sincero amor por la protagonista:
Un joven poeta que empieza a amar es siempre voluble como los revoltosos vientos que se agitan en la atmósfera antes de que estalle una tormenta [...]. Desearía poder amar a todas las mujeres hermosas [...]. ¿Dudaríamos por esto de su corazón? No. |
(O. C., 920) |
El capítulo
XXI es una digresión sobre las bellezas del amanecer que
acaba con estas palabras: «En tales
momentos creemos eterno el mundo, eterna la vida, eterno cuanto
entonces existe en torno nuestro»
(O. C., 940).
Del episodio del suicidio -que ya hemos visto cómo
interrumpe- está claro que sólo le interesan las
reflexiones sobre la muerte que el tema suscita y que desglosa en
múltiples matices. Así, por ejemplo, el día en
que Flavio decide matarse no es gris, ni triste; es una
bellísima mañana de finales de invierno en la que se
siente ya el renacer de la primavera. Eso le permite meditar a
Rosalía sobre lo difícil que es aceptar la muerte
cuando todo respira vida alrededor: «La
imagen de la muerte aparece en esos días a la
imaginación del hombre como un horrible sarcasmo, como un
fantasma sangriento y burlón que espanta la
mirada»
(O. C., 1020). En los versos de En
las orillas del Sar, cercano ya el momento de su propia
muerte, Rosalía lo expresará de forma más
dramática: la enferma desahuciada, «sintiéndose acabar en el
estío»
se congratula de que morirá en el
otoño cuando también la naturaleza muere. Pero la
muerte «cruel también con
ella»
, nos dice Rosalía, le perdonó la vida
en el invierno, «Y cuando todo
renacía en la tierra / la mató lentamente entre los
himnos / alegres de la alegre primavera»
(O. C.,
647). Consuela pensar que aquel julio de 1885 fue lluvioso y gris.
Lo cuenta el poeta Lisardo Barreiro que fue a verla poco antes de
morir: «Llovía y el sol alumbraba
apenas entre las nubes»
8.
Al menos en aquella ocasión la naturaleza ya que no la
muerte fue piadosa con Rosalía y disimuló sus galas
de verano para anunciarle con lluvia y nubes la estación del
reposo.
Pero volvamos a Flavio. Desde el punto de vista estrictamente narrativo se advierten dos avances respecto a La hija del mar. El primero es haber asumido esa concepción de la novela lírica en la que las digresiones entran a formar parte de la misma estructura de la novela, como lo demuestra el hecho de que capítulos enteros sean comentarios al relato o intermedios subjetivos. Un avance también, y en este caso hacia la objetividad narrativa, es que muchas de estas reflexiones o expansiones líricas se pongan en boca de personajes, bajo la forma de soliloquios. Este carácter tiene las reflexiones de Flavio en el capítulo XXVII sobre la caducidad de los bienes mundanos, y las del capítulo XXX sobre la fugacidad de la vida. Me queda añadir que, en mi opinión, estas digresiones y soliloquios son lo más interesante de la novela, son la versión en prosa y por cierto muy bella, de los temas más característicos de Rosalía:
¡Y he ahí el hombre [...] He ahí la belleza, el amor, la vida!... Vaso de barro que se quiebra al impulso más leve, inmundo polvo que se deshace, se esparce y no vuelve a reunirse jamás sobre la tierra hasta que la voz del Eterno lo llame en el día de la ira... |
(O. C., 974) |
La vida es un sueño... Menos que esto: una sombra de sueño... Tampoco es esto... ¿Qué es la vida? Ella ha pasado por mí como si no pasase, como ráfaga de viento que azota el rostro sin ser visto y desaparece sin dejar huella alguna [...] ¿Qué ha quedado de los días que fueron? ¿Qué existe en mí de aquellas horas que he sentido correr sobre mi vida?... |
(O. C., 1023) |
La similitud con versos de En las orillas salta a la vista:
|
(O. C., 656) |
* * *
El breve relato «El cadiceño» nada nuevo aporta a lo que ya llevamos visto. Es un retrato de personaje en la línea costumbrista, de carácter satírico, con narrador en primera persona que proclama desde el comienzo su intención realista y crítica y que se justifica ante sus lectores.
Lo más interesante desde el punto de vista narrativo es la deformación del lenguaje del narrador, que imita en ocasiones el de sus personajes, anunciando de este modo, antes de que ellos empiecen a hablar, su rasgo más característico. Así, nada más comenzar el relato, cuando aún el narrador está exponiendo al lector los pros y contras de su empeño dice:
Y a fe que no sé si retirarme de la ventana por temor a un reto de esos que hacen estremecer las inanimadas piedras y temblar las montañas. ¡Han aprendío tanto esos benditos allá por las tierras de María Santísima! Vuelven tan sabios y avisaos. Y un poco más adelante: «A pesar de estar en el mes de junio traen grandes capas y botas bien aforraas y comprías». |
(O. C., 1083-84) |
Cuando los
personajes ya han dicho unas cuantas frases, Rosalía mete
una acotación al diálogo que resume su juicio sobre
ellos: «Cierto es -contesta la patrona,
que es tan cerrada de mollera como ellos-»
(O.
C., 1085). Al final del cuadro vuelve a aparecer la voz del
narrador para condenar sin paliativos a su personaje: «Enfatuado e ignorante, todo lo mira en torno
suyo por encima del hombro, inspirando a los que le oyen el
desprecio a su país y contando maravillas de los que
él ha recorrido»
(O. C., 1091).
El mismo
año de «El cadiceño» publica
Rosalía Ruinas, un relato constituido por tres
retratos de personajes unidos por una leve intriga. Va enmarcado
por un prologuillo en el que la autora explica el título y
anuncia lo que va a contar. El relato lo hace en tercera persona:
«En cierta pequeña, pero
hermosísima villa [...] allí existían a
principios de siglo varias ruinas vivientes»
(O.
C., 1096). Al final de la novelita vuelve a aparecer la voz de
la autora para declarar que los tres personajes existieron en la
realidad.
Se producen en el cuerpo del relato en tercera persona digresiones y comentarios de autor, pero son menos abundantes que en las dos novelas largas anteriores y, sobre todo, encajan mejor en el hilo de la narración. Incluso la digresión más larga, la que se produce al discurrir la autora sobre el papel de los parásitos sociales, queda más integrada en el conjunto (O. C., 1114-1115). Los comentarios parecen más naturales y se empalman perfectamente en el relato sin romperlo. Así, al referirse al gato Florindo, única compañía de uno de los personajes, comenta la autora:
De la amistad íntima con las criaturas de nuestra especie, suele comúnmente sacarse lágrimas y pesares, y todo lo peor que podía acontecerle a la buena señora con el compañero que había elegido era recibir algunos arañazos... |
(O. C., 1097) |
Sólo en dos ocasiones la voz de la autora se hace demasiado ostensible. Una es cuando explica las razones que la llevan a ocultar un dato tomado de la realidad:
... Pudiera dar lugar a una querella contra nosotros entre los habitantes de aquel pueblo, con quienes no queremos estar a mal por nada del mundo. Sus venganzas tienen algo de común con aquella máxima de Maquiavelo: «Calumnia, calumnia, que algo queda». Sépase, pues, que no queremos nunca hacer la menor ofensa al pueblo en cuestión. Cuando tan bien trata a sus amigos, ¿qué hará con sus enemigos? |
(O. C., 1131-32)9 |
La otra
aparición llamativa de la voz del autor es cuando
Rosalía cita a Byron como juez de moralidad: «... aquel salón donde el buen tono, la
modestia y el pudor tenían su morada, salvo, según la
opinión de doña Isabel (y aun de Byron) cuando se
bailaba el vals»
(O. C., 1143).
Encontramos
también a lo largo del relato fórmulas del tipo:
«Fácil será comprender
que...»
(O. C., 1106), «Imagínese, pues, el lector»
,
«Como hemos dicho»
(O.
C., 1109), «Y no se extrañe
el lector»
(O. C., 1113), que no son más
que simples latiguillos narrativos.
Un avance notable hacia la objetividad narrativa lo constituye la utilización de diálogos sin explicaciones del autor, incluso al modo teatral donde figuran los nombres de los hablantes y sus palabras sin indicación alguna, ni acotación. Hasta ahora lo normal habían sido diálogos con explicaciones muy prolijas, del tipo:
-¿Qué? -preguntó Mara más inmutada al escuchar el acento iracundo que Flavio dio a la frase. -Idos... idos... -repetía Mara incesantemente y sin valor para defenderse ni pronunciar una sola palabra más. |
(O. C., 1006-7) |
En ellos, tan importante o más que las palabras de los personajes son las explicaciones del narrador que las acompañan. En Ruinas, sin embargo, se produce el cambio hacia el tipo de diálogo independiente y hay también una pequeña muestra de diálogo teatral (pp. 1110-1111).
La novela siguiente, El caballero de las botas azules, se inicia con un largo diálogo de este tipo que constituye el prólogo a la narración y en el que sólo se dan algunas breves explicaciones, similares a las acotaciones del diálogo en las obras de teatro. Pese a un comienzo tan objetivo, los procedimientos que permiten a la autora intervenir en el relato siguen siendo mayoritarios.
No faltan las habituales interpelaciones al lector:
¿Sabe alguno de nuestros lectores en dónde existe esa calle de nombre tan poco armonioso? |
(O. C., 1206) |
Vosotros, los que veis tranquilos a una pobre hormiga perecer bajo vuestra planta, pensad en la incertidumbre del porvenir y no os fiéis de las sonrisas de la felicidad. |
(O. C., 1214) |
Tú oyes, amigo mío, los secretos que mi labio te confía; pero, ¿sabes acaso lo que queda todavía en el fondo de mi pensamiento? |
(O. C., 1295) |
Más
abundantes todavía son los comentarios del autor a la
acción de la novela. Habla de la austera vida que impone
doña Dorotea a sus discípulas y añade:
«¡Quizá la única que
debiera seguirse en este mundo!»
(O. C., 1208).
Habla de las burlas de las niñas a Melchor y comenta:
«¡Pícara malicia que con
nosotros nace!»
(O. C., 1217). Describe un baile
y no falta el comentario burlón: «... Fue de ver cómo aquellas gentes
honorabilísimas, a pesar de lo bien nacidas que eran,
hubieron de rendir culto esta vez más a la debilidad
humana»
(O. C., 1222). Y lo mismo sucede cuando
aparecen en escena críticos y literatos: «... Mal que les pese a las musas, son casi
siempre sus elegidos fatalmente inclinados más bien que a la
sencillez de los campos, a las pompas mundanas»
(O.
C., 1231).
Los comentarios se convierten con frecuencia en digresiones. Así, partiendo de la distancia entre el modo de hablar de las mujeres en las novelas y en la vida real, se enreda la autora en una larga disquisición sobre el papel de las mujeres en la sociedad, sus méritos y deméritos (pp. 125455). Otra vez parte de los diferentes gustos de padres e hijos acerca de los maridos, para concluir en una consideración de tono íntimo sobre la fugacidad de la dicha humana (O. C., 1277). La tertulia en una casa de clase media la lleva a discurrir sobre la importancia que tiene el matrimonio en la vida del hombre y de la mujer (O. C., 1307).
Por primera vez
encontramos en una novela comentarios de carácter
técnico a su propia obra, referidos no al contenido sino a
la forma. Hay que señalar respecto a esto que Rosalía
fue muy consciente de su manera de hacer literaria y que las
alusiones, casi siempre burlescas, a su forma de escribir encierran
un fondo de verdad evidente cuando en Cantares Gallegos
dice: «Canteí
como mal sabía / dandolle
reviravoltas»
está señalando
el rasgo formal más característico no sólo del
libro sino de toda la poesía popular gallega: el
«leixa-pren», las vueltas, las reiteraciones. Cuando en
Follas Novas
se burla de sus versos:
|
(O. C., 492) |
es consciente de la extrañeza que producían las combinaciones métricas y rítmicas que estaba utilizando. Lo mismo sucede aquí. Observemos cómo anuncia al lector que va a hacer una digresión:
Y he aquí cómo en guerra con el sentimentalismo, puerta de escape de todos los escritores tan ramplones como el autor de El caballero de las botas azules y de otros muchos aficionados a las novelas terriblemente «histórico-españolas», nos inclinamos a escribir ahora algún parrafillo melancólico-poético, tomando por tema nada menos que la Corredera del Perro. |
(O. C., 1206) |
Me parece evidente
que Rosalía sabe que está haciendo algo que
también hacían escritores como Fernández y
González, autor de novelas «terriblemente
histórico-españolas»
, pero también
sabe que lo que está mal no es el procedimiento, la
irrupción de lo lírico en lo narrativo, sino el
escaso talento con que se hace, es decir, que se convierta en
«puerta de escape de escritores
ramplones»
. La alusión a su propia obra no tiene
aquí más valor que el de hacer de un tópico de
modestia un juego cervantino de literatura dentro de la literatura;
ella sabe muy bien que el parrafillo «melancólico-poético»
que se dispone a enjaretar nunca podrá ser acusado de
sentimentalismo, ni el autor de El caballero de las botas
azules de ramplón. La digresión es sencillamente
una de las más bellas y serenas reflexiones de
Rosalía sobre el carácter efímero de las
ilusiones juveniles:
Larga es la vida, corta la juventud, y sus flores son de una fugitiva belleza, a las cuales hacen guerra tempestades que con ellas viven y mueren. No; no hay primavera para las flores juveniles del alma; sólo hay estío y otoño; por eso cuando se han marchitado no queda de ellas ni tallo ni cenizas. Sólo queda el recuerdo, en tanto no se debilita la memoria. |
(O. C., 1206) |
De igual forma y
con idéntico talante al acabar otra digresión
escribe: «Mas volviendo a coger el hilo
de nuestro relato que, al parecer se enreda y desenreda como suelta
madeja»
(O. C., 1308). No es, por tanto, ni
descuido ni torpeza, sino que a sume los riesgos de una estructura
suelta en la cual la digresión es tan importante como la
narración.
La
utilización de fórmulas narrativas del tipo «Sólo Dios sabe cómo hubieran
salido de tal atolladero»
(O. C., 1217),
«Le dejaremos, pues, hasta que quiera la
fortuna que le encontremos de nuevo»
(O. C.,
1274-75), me parece, sin embargo, un rasgo de comodidad. Eran
fórmulas habituales y Rosalía las acepta sin
cuestionar su utilidad. También me parece un rasgo digno de
comentarse que Rosalía utiliza a sus personajes como
portavoces de sus ideas sin preocuparse de si son o no coherentes
con la psicología de ellos. Así la crítica de
los duelos (O. C., 1194) o la disertación sobre lo
que deben ser las ocupaciones de las mujeres (O. C., 1306)
puestas en boca del Caballero de las botas azules nos parecen
adecuadas, pero nos resulta chocante que una señora
frívola se ponga a criticar la literatura de la época
(O. C., 1225-26) o que los contertulios del odioso Pelasgo
ironicen sobre los folletines (O. C., 1237).
Frente a esta presencia abrumadora del autor en la novela, hay que hacer notar, sin embargo, que por primera vez también se dan momentos en los que desaparece totalmente de la escena, por breve tiempo, eso sí, pero con una desaparición total que deja al lector confuso acerca de lo que está oyendo. Así sucede en el prólogo, un diálogo entre el Hombre y la Musa que el lector ha de interpretar como Dios le dé a entender, porque la verdad es que no resulta nada claro10. Sin llegar a este extremo, en algunas escenas de costumbres encontramos también diálogos independientes, por ejemplo el que tiene lugar en la casa del empleado de Hacienda (O. C., 1312-13) cuando la señora intenta convencer a su esposo de la necesidad de gastar sus ahorros en vestir bien a las niñas casaderas. En el capítulo XVII se suceden varios de este tipo; las palabras de los personajes, sin necesidad de ningún comentario del autor, permiten adivinar lo que está sucediendo: el interés del maestro Ricardito Majón por Mariquita y cómo la honra de ésta ha quedado en entredicho por la aparición del Caballero.
* * *
Todos los relatos que hemos comentado hasta ahora presentaban unas características comunes desde el punto de vista narrativo: la presencia del autor es evidente y las únicas diferencias entre ellos se referían a la mayor o menor habilidad para intercalar lo lírico, lo personal en el relato y a la aparición de algunos rasgos de objetividad narrativa. Pero de pronto nos encontramos con una obra que nos desconcierta por el cambio que supone en la postura del narrador: se trata de «Conto gallego». En él, el desarrollo de la acción queda encomendado al diálogo de los personajes, limitándose el narrador a la presentación de los mismos y a brevísimas descripciones de carácter objetivo. Aunque el narrador es omnisciente no hace apenas uso de sus prerrogativas y lo que sabemos de los personajes no nos lo ha explicado como es habitual hasta ahora en Rosalía, sino que se hace patente por las palabras y los actos de esos personajes. Oyéndoles hablar nos damos cuenta de que Lorenzo es desconfiado, misógino y pobre mientras que Xan se nos muestra como persona acomodada, ingenuo y confiado. Las palabras de la viudita y sus miradas a Lorenzo cuando se presenta como heredero del muerto la muestran como sutil diplomática y el contraste entre su llanto y el rápido consuelo nocturno como hipócrita y falsa.
¿Pero
qué piensa Rosalía de esa fábula
misógina? ¿Dónde han quedado sus comentarios
burlones, sus críticas, sus reflexiones al hilo del relato,
sus juicios sobre los actos y conductas de sus personajes?
Sencillamente han desaparecido. Es incluso difícil decir si
participa o no de la misoginia del relato. El único momento
en que se trasluce algo personal es justo al comienzo, cuando al
referirse a la edad de los dos amigos dice que «contaban de anos o maldito número de
tres veces dez»
, alusión inequívoca al
«¡malditos treinta años! /
funesta edad de amargos desengaños»
de El
Diablo Mundo de Espronceda, obra que ya había influido
en la concepción del personaje de Flavio.
Bouza
Brey11
da como fecha posible de redacción una amplia etapa que va
desde la composición de Cantares Gallegos a la de
Follas Novas.
En Cantares encontramos un cuento versificado: el de
Vidal, el pobre a quien nadie en la aldea daba «a proba do
porco»
. En él Rosalía incluye
una nota justificando su inserción en el libro, a pesar de
no ser la glosa de un cantar, porque «polo de ahora non penso
facer en gallego nengún libro de
contos»
. Esto nos hace pensar que
«Conto gallego» es
posterior a la publicación de la obra, pero sobre todo nos
inclina a retrasar la fecha las diferencias con el cuento
versificado de Vidal. En éste se dan los mismos comentarios
de autor y las mismas digresiones que hemos visto en sus relatos en
prosa, y en cuanto al contenido, pese a criticar la falta de
generosidad de los pudientes para con el pobre, predomina una
visión optimista y grata de la vida y de su tierra;
recuérdese que el primer verso dice precisamente «Aló no
currunchiño mais hermoso»
y que
Vidal acaba siendo rico. Por el contrario, «Conto gallego» es objetivo
en su forma y pesimista en su contenido.
El cuento da la
impresión de ser una obra maldita de Rosalía.
¿Por qué no la publicaron los sucesivos receptores
del original? Don Manuel de Castro y López su primer editor
en 1923 explica en una nota introductoria cómo llegó
a sus manos12:
en 1873 don Florentino Corbeira se lo entrega a don José
M.ª González que lo conserva «cuidadosamente»
hasta 1920, un
año antes de morir, en que se lo entrega a don Manuel de
Castro, quien tarda tres años en decidirse a publicarlo en
su Almanaque Gallego de Buenos Aires. Al hacerlo
manifiesta su extrañeza de que Rosalía, «bonísima hija, leal esposa y santa
madre»
se haya complacido en escribir tal relato. Esa
impresión debió de ser bastante general.
En el cuentecillo en gallego no hay censura, el narrador se limita a contar unos hechos que dejan muy mal paradas a las mujeres: no es moralizante, es simplemente pesimista sobre la condición femenina. Esto es, en efecto, nuevo en la prosa, pero Rosalía ha hecho en poesía cosas muy semejantes. En Cantares Gallegos ya hemos visto cómo aparece con frecuencia una voz sin ningún elemento descriptivo en torno y esa voz no es la de Rosalía, ella ha desaparecido detrás de esos personajes que hablan por su cuenta y dan una visión del mundo que no es la de la autora: la fe sencilla de los campesinos, el desenfado amoroso de las mocitas, la simplicidad de las mujeres que disfrutan en una romería del buen vino y la buena mesa nos indican la capacidad de Rosalía para desaparecer cuando quiere detrás de lo que cuenta.
No siempre la realidad tras la que se oculta y que nos transmite es grata o simpática. A veces es triste o mezquina, a veces desgarradora. Citaré sólo un ejemplo, contundente por su brevedad: esa voz de mujer, amargada, resentida, harta de esperar en vano, que nos anuncia que va a dejar morir lo único que le queda del hombre ausente:
|
(O. C., 532) |
«Conto Gallego» nace de ese
mismo talante: refleja una realidad dolorosa sin comentarios,
porque, evidentemente, detrás de, o, mejor dicho, a
través del humor, lo que se ve es una sociedad pobre e
injusta en la que la viuda sin hijos tiene que recurrir a
artimañas para subsistir, ha de ganarse la benevolencia del
sobrino heredero y si no basta con dejarle el único lecho de
la casa lo comparte con él para así asegurarse el
futuro. Las palabras de la mujer no dejan muchas dudas sobre el
motivo que la lleva a aceptar el lugar en la cama que el hombre le
ofrece: «si antes fon rica
e casada, agora son viuda e probe, e canto tiven meu agora teu
é, que a min non me queda mais que o ceo y a
terra»
13.
Cuando el hombre le promete casarse con ella para que siga
disfrutando de lo que hasta entonces fue suyo, la mujer accede a
sus demandas. El origen del cuento puede hallarse en la
tradición misógina popular, pero en la versión
de Rosalía tampoco los hombres quedan muy bien: uno es un
bobalicón, un Xan predestinado a los cuernos por su
bobería y el otro un malicioso, un enredador a quien su
listeza sólo sirve para amargarse en soledad ya que ni
siquiera tiene el dinero suficiente para comprarse un caballo y no
andar a pie por esos caminos de Dios.
Lo absolutamente novedoso del relato es la forma de contarlo, la ausencia de intervenciones de autor, su imparcialidad ante los hechos, que configuran una narración de una modernidad inesperada, insólita en su tiempo, porque incluso han desaparecido las fórmulas narrativas que implican al lector y que perduran en obras de autores realistas de finales del siglo tan partidarios de la objetividad como Clarín. Sólo en algunos cuentos de la Pardo Bazán, muy posteriores a estas fechas encontramos una imparcialidad narrativa semejante.
Probablemente la misma modernidad del cuento, la extrañeza que produjo debió de provocar en Rosalía la vuelta a formas menos radicales, ya que en los relatos en prosa posteriores encontramos de nuevo mezcla de procedimientos objetivos y subjetivos y sólo en Follas Novas en algunos poemas se da la desaparición total detrás del personaje.
* * *
En 1881 publica Rosalía tres escritos de carácter costumbrista en los que su postura respecto al tema de la objetividad narrativa es muy variable.
«Padrón y las inundaciones», publicado en La
Ilustración Gallega y Asturiana, es un relato de tono
íntimo, casi confesional. Con razón decía
Bouza Brey que en él se encuentra «la más escalofriante confidencia que de
una obsesionante idea de suicidio nos dejó
Rosalía»
14.
Se refiere al párrafo que dice:
Tiene el agua en su monotonía algo que nos encanta y llama, aun desde lejos, cual si, como en otros tiempos, viésemos todavía en ella un lecho blando en donde reposar a cualquier hora de las angustias y fatigas sin término que envenenan ciertas existencias. |
Ya desde las
primeras líneas se anuncia el tono personal, íntimo
del relato: «Huyendo al eterno clamoreo
de las Campanas de Compostela, cuyos ecos [...] parecen perseguir
con saña los ánimos entristecidos [...] hemos vuelto
una vez más a refugiarnos en la casa solariega»
(O. C., 1531).
Las referencias personales son constantes y la coincidencia con versos de En las orillas es llamativa:
En otros días, saltaba yo del lecho toda alborozada al percibir el primer reflejo del día, para ver cómo tras del Miranda se abría paso la luz por entre nubes de color naranja [...]. Todo esto [...] llenábame en otros tiempos el alma de no sé qué dulces imágenes que mi fantasía juvenil doraba a maravilla y llenando el corazón [...] de contentamientos que casi pudiera decirse infantiles15. |
|
(O. C., 572) |
«Costumbres
gallegas» apareció en Los Lunes de El
Imparcial y Rosalía prodiga en el escrito afirmaciones
que no tienen más fundamento que su palabra: «En verdad que no es posible encontrar gentes de
índole más bondadosa que los que pueblan nuestras
comarcas marítimas»
. Lo mismo sucede cuando habla
de la costumbre que se conoce con el nombre de «prostitución
hospitalaria»
:
Entre algunas gentes tiénese allí por obra caritativa y meritoria el que, si algún marino que permaneció por largo tiempo sin tocar tierra, llega a desembarcar en un paraje donde toda mujer es honrada, la esposa, hija o hermana pertenecientes a la familia, en cuya casa el forastero haya de encontrar albergue, le permite por espacio de una noche ocupar un lugar en su mismo lecho16. |
Rosalía
califica la costumbre de «acto
humanitario»
y resalta «la
buena intención que entraña»
. Su postura no
es, pues, objetiva, pero no encontramos en el artículo las
referencias personales, íntimas que veíamos en el
anterior.
El más
objetivo de estos cuadros de costumbres de 1881 es, sin duda,
«El Domingo de Ramos». En él la autora utiliza
con frecuencia expresiones de carácter impersonal o
indefinidas: «Recuerdos hay en la
trabajosa existencia del hombre que son para él como el
día primaveral en medio del invierno»
(O.
C., 1498), «Al ver aquellos
movibles bosques [...] aquellas alegres muchedumbres [...] las
gentes, piadosas, llegan a imaginarse si el Redentor del mundo
[...] no irá a aparecer de nuevo»
(O. C.,
1499). No es el «yo»
íntimo, sino «las
gentes»
o «los
mozos»
o cualquier otro sujeto, incluso un «nosotros»
generalizable: «fiestas en las que nuestras madres [...] nos
vestían y adornaban, en las que el padrino o la madrina nos
regalaban frutas y convites»
(O. C., 1498). Las
únicas referencias personales aparecen cuando habla de unas
palmeras que ve desde su ventana y cuya soledad lamenta: «pensamos si será verdad que las plantas,
como los hombres, pueden ser presas de mortales
nostalgias»
(O. C., 1502).
* * *
Llegamos ya a la última de las novelas de Rosalía. El Primer loco es, dejando aparte «Conto Gallego», el más objetivo de sus relatos en prosa si atendemos a la forma, y el más íntimo, el más personal por su contenido.
La novela se plantea como un largo diálogo entre dos personajes, en el que uno de ellos cuenta al otro la historia de su pasión amorosa. El diálogo se interrumpe con la aparición de la mujer amada cuya presencia provoca una exaltación que lleva definitivamente al protagonista a la locura. Un colofón en tercera persona resume los últimos sucesos.
Por primera vez
Rosalía acierta en la creación de un personaje de
estirpe cervantina: Luis es un «loco
cuerdo»
, como don Quijote, como el Maximiliano
Rubín galdosiano: seres a quienes su desvarío les
lleva a equivocarse en lo superficial y a acertar en lo profundo,
en lo transcendental. Su amigo e interlocutor, Pedro, representa el
buen sentido, la lógica, la razón que, por contagio
con la locura del protagonista, se acerca también, como
Sancho, al mundo del misterio, de lo irracional.
Las intervenciones del autor son breves y esporádicas. La presentación de los personajes se hace después de que les hayamos oído hablar, de modo que el lector tiene su propia idea acerca de ellos. El uno parece un idealista absoluto, un visionario, quizá un loco. Esa duda no la aclara el narrador, bien al contrario la acentúa:
... Era imposible comprender, al verle, si una enfermedad mortal le devoraba ocultamente, o se hallaba en terrible lucha consigo mismo y con cuanto le rodeaba. En la expresión de su rostro [...] había algo que se escapaba al análisis de los más suspicaces y versados en el arte de sorprender por medio de los rasgos de la fisonomía los secretos del corazón y las cualidades del alma. |
(O. C., 14 04-5) |
Parece aludir Rosalía a lo que entonces se consideraba ciencia psicológica: la frenología o las teorías del doctor Gall, cuya carta craneal o craneoscopia empezó a conocerse en la época romántica, pero siguió vigente hasta comienzos del siglo XX.
Interviene, pues,
el narrador para destacar la imposibilidad de precisar los rasgos
del carácter de su personaje, su fluctuación entre la
fantasía y la realidad y así insiste todavía:
«Dijérase que hablaba como
escribía Hoffmann»
, y acaba transcribiendo lo que
los demás dicen de él: «El
que le escuchaba concluía por decirse asombrado: -Ignoro si
en realidad es o no un loco sublime»
(O. C.,
1409).
Nunca se
había tomado tanto cuidado Rosalía para caracterizar
a un personaje: primero le oímos hablar, después lo
describe el narrador y añade lo que otros personajes piensan
de él. El procedimiento es absolutamente similar al de los
novelistas realistas. Sólo en dos ocasiones la voz del
narrador se hace excesivamente notoria. Una es cuando ratifica la
opinión de un personaje: se asusta Pedro porque cree
observar en su amigo «un no sé
qué de sobrenatural»
, y el narrador añade:
«En efecto, el semblante de Luis
tenía entonces algo de esa expresión vaga y azorada
que se nota en el de algunos agonizantes»
(O.
C., 1487). La otra es hacia el final del relato cuando anuncia
que va a ocurrir algo extraordinario: «... Pasó entonces en aquel santo retiro,
donde tantas veces los frailes habrían meditado en las cosas
eternas y celestiales, una tan terrena como terrible y
difícil de describir»
(O. C., 1491).
A esto y al epílogo, que luego comentaremos, se reducen las intervenciones del autor. Las muestras de objetividad narrativa son aquí mayores y más logradas que en ninguna de sus novelas precedentes.
Los
diálogos le permiten contraponer opiniones y puntos de vista
sin necesidad de que el autor intervenga. El protagonista habla de
su amada como de un ser excepcional y maravilloso: «¡Cuánto hay en ti de belleza
única, divina, incomprensible!»
. Su amigo, por el
contrario, la considera despreciable: «Criatura insípida, henchida de sí
misma y vacía de sentimientos e ideas»
(O.
C., 1418).
Esta óptica deformadora del amor la expresa también en sus poemas -recuérdese, por ejemplo, «En sus ojos rasgados y azules»-. El amor o es espejismo traicionero o, en el mejor de los casos, ilusión que el tiempo desvanece -recuérdese Flavio o poemas como «Tú para mí, yo para ti, bien mío»-. Pero en su última novela las cosas van a discurrir de distinta manera. Sin que el autor intervenga con comentarios, a través de las palabras del protagonista se va configurando un a teoría del amor de carácter platónico: el amor como búsqueda incesante de la otra mitad del ser, teoría que en el Romanticismo justificó muchas veces el cambio, la inconstancia. Dice Luis:
Vamos en busca de lo nuevo porque no nos ha satisfecho ni llenado lo que hemos ido dejando atrás, porque hay una fuerza interior que nos impele a ir más lejos, siempre más lejos, en busca de aquello a que aspiramos, de nuestra otra mitad, del complemento de nuestro ser. |
(O. C., 1420) |
La Avellaneda lo había formulado años atrás con palabras parecidas en «El porqué de la inconstancia»:
|
Luis ha
encontrado, según dice, esa otra mitad y desde entonces el
amor es para él fuente de perfección y conocimiento,
camino hacia el Creador: «...
¡Buscaba yo a Dios en alas de mi terreno amor, y cómo
de esta manera me sentía más capaz de adorar al que
todo lo ha creado!»
(O. C., 1426).
Las palabras de los personajes, sus diálogos van configurando dos posturas ante la vida: realista, racional, la de Pedro; idealista, inmune a los desengaños de la experiencia, la de Luis.
El protagonista no se deja abatir. Como don Quijote, elabora a su modo los datos de la realidad, los integra en una visión más amplia donde cobran un sentido nuevo. Por ello no acepta que la actitud de su amada se deba a frivolidad o engaño: cuando se ha inspirado un amor así piensa que tiene que haber un lazo que una esas dos almas:
No es posible inspirar una pasión como la que yo siento por ella y ser ajeno e indiferente a aquellos que para siempre hemos encadenado a nuestro destino, ni puede [...] depender de nosotros la vida, la felicidad, la eterna esperanza de una criatura, aun la más miserable, sin que deje de existir entre nuestra naturaleza y la suya cierta íntima y secreta relación, cierta fuerza oculta que nos liga a ella. |
(O. C., 1449) |
Su antagonista mantiene la postura opuesta:
Ilusiones, todas ilusiones -repuso Pedro-. Yo creo, por el contrario, que si existen realmente fuerzas secretas que pueden influir en nuestros destinos, esas fuerzas nos separan precisamente de los que nos aman y nosotros amamos, y nos separan con una crueldad que hace pensar con cierto supersticioso temor en la preponderancia y dominio del mal sobre el bien. |
(O. C., 1449) |
Es éste el
momento culminante de la novela, cuando asistimos al enfrentamiento
de dos posturas antagónicas sobre el sentido de la vida.
¿Cuál es la de Rosalía? ¿Con
cuál de los dos interlocutores se identifica? No es
fácil decirlo, porque el narrador ha quedado reducido a una
voz casi neutra que se limita a introducir los diálogos,
haciendo sólo indicaciones sobre el tono de voz o el gesto
que acompaña a las palabras: «Replicó Luis con acento
profético»
, «exclamó Pedro impaciente y sin poder
contenerse al oír la fervorosa exclamación de su
amigo»
, «añadió
Luis, mirándole con cierta severidad»
(O.
C., 1449-54).
Esta imparcialidad del narrador no es, casual, obedece a razones profundas. Ya no se produce la división en «buenos» y «malos» que veíamos en novelas anteriores. Las posturas de los dos amigos son defendibles ambas, una escéptica y pesimista sobre la posible felicidad, la otra de un idealismo transcendental, que va más allá de los desengaños de la existencia. Creo que se ha producido un desdoblamiento de la personalidad de Rosalía y que las dos posturas representan momentos distintos en su concepción del mundo.
La actitud de Pedro, escéptica en amor y pesimista acerca de las posibilidades de felicidad responde a actitudes de Rosalía plasmadas en poemas de Follas y En las orillas, pero fue superada por otra postura más idealista, más despegada de su propia experiencia dolorosa, que sólo se plasmó en escasas poesías y muy ampliamente en el personaje de El primer loco. Al ignorar la fecha exacta de redacción de muchas de sus composiciones poéticas no podemos dar como segura una evolución cronológica, quizá se trate de posturas coexistentes en el tiempo, pero nos inclinamos a pensar que sí hubo una evolución. A medida que se aproxima a su propia muerte, Rosalía se abre más al misterio, se hace más receptiva al mundo del más allá y a posturas de idealismo extremado. Obsérvese como ejemplo la similitud entre un pasaje de El primer loco, otro de «Padrón y las inundaciones» escrito, sin duda, en 1881 y un poema de En las orillas:
... no se comunican contigo, sin duda, los que vagan sin cesar en torno nuestro en invisible forma o acaso no los entiendes, pero yo los siento, percibo y comprendo, aun cuando no pueda verlos [...]. No sólo envueltos en las tinieblas los espíritus de los que fueron en el mundo vuelven a él [...] en todo están y giran a nuestro alrededor de continuo, viviendo con nosotros en la luz que nos alumbra, en el aire que respiramos. |
(O. C., 1410. El primer loco) |
Me parecía que resucitan a mi alrededor, en invisible forma, todos aquellos que conmigo habían morado bajo este techo, y muchos otros que aquí nacieron y murieron y no pude conocer, porque existieron mucho tiempo antes que yo viniese al mundo. |
(O. C., 1536. Padrón y...) |
Y en el poema
«Del antiguo camino a lo largo» cuando nos describe el
soto de robles, profundo y silencioso, por el que acostumbra a
pasearnos dice: «Siempre allí
cuando evoco mis sombras / o las llamo, respóndenme y
vienen»
(O. C., 592).
Me parece evidente
que en El primer loco Rosalía ha conseguido
objetivar, presentar como una figura desligada de su persona, la
imagen de «la loca»
que
aparece ya en su primera novela y que plasmará
magistralmente en forma subjetiva, aplicándola a sí
misma, en el poema «Dicen que no hablan
las, plantas, ni las fuentes, ni los pájaros»
: es
la imagen de un ser que trasciende la realidad mediante sus propios
sueños, que ve las canas en su cabeza y pone sus pies,
aterida, sobre la escarcha del prado, pero que sigue
soñando, «pobre, incurable
sonámbula / con la eterna primavera de la vida que se
apaga»
. Siempre me ha parecido impresionante el acierto
de esa contraposición en presente: seguir soñando con
la eternidad de algo que se apaga, que estamos viendo apagarse ante
nuestros ojos. La realidad no es nada, al final el loco acaba
teniendo razón y más importante que la ventura es el
esfuerzo y el ánimo. Nuestro escepticismo se estrella contra
la fe inquebrantable del primer loco que, ante el abandono de su
amada, afirma: «Dios fue, no ella, quien
la apartó de mi camino»
(O. C.,
1455).
Las similitudes
del personaje con su creador son grandes, como hemos visto: los dos
hablan y se relacionan con toda naturalidad con el mundo del
Más Allá. Su aceptación del dolor es
también la misma. Dice Rosalía en el poema «No
va solo el que llora»: «...
conmigo lo llevaba todo / llevaba mi dolor por
compañía»
. Luis afirmará: «Pasado lo agudo del dolor, ese mismo dolor
volvió a ser mi único y querido
compañero»
(O. C., 1478). Pero hay un
rasgo que independiza al personaje y le aleja de su creadora, rasgo
que es precisamente el eje de su personalidad: la pasión
amorosa. En los verbos de En las orillas la mujer
desengañada del amor dirá:
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(O. C., 651-52) |
Luis, por el contrario, declarará el carácter indestructible de su amor, consustancial con su propia naturaleza:
Tendría el Supremo Hacedor que destruirme y volver a formarme de otra manera para que dejase de amarla como la amo, y desearla como la deseo. Y siendo ésta en mí tendencia natural, irresistible y ajena a mi voluntad, ¿por qué soy culpable de ella? |
(O. C., 1487) |
En el epílogo de la obra, la voz del autor se hace patente para manifestar cuál es su postura ante el personaje y ante los hechos a los que tanto ella como el lector han asistido como testigos.
Desde una situación de narrador omnisciente nos informa de que la amada de Luis se había olvidado totalmente de él y que, por tanto, su encuentro en el bosque, que ha provocado la crisis del protagonista, fue puramente casual.
Enseguida, esa voz
narradora se convierte en la voz de Rosalía, mediante
comentarios al relato que revelan ya sus propias preocupaciones,
sus obsesiones: el temor a la locura, la duda de si la muerte pone
fin de una vez a las penas del espíritu: «Y, en efecto, murió: primero de la peor
de las muertes, la locura, y después (muy pronto), de la que
en apariencia al menos, da aquí término a nuestras
penas»
(O. C., 1493).
Unas líneas
más adelante, Rosalía puntualiza que Luis ha muerto
sin realizar sus sueños de reforma, sin «dar principio siquiera a la soñada
regeneración de su país, ni menos ser uno de sus
apóstoles y mártires, cuando esto último le
hubiera sido cosa harto hacedera»
(O. C.,
1493-94). Está aludiendo, sin duda, a su propia
situación, recordemos que sus artículos sobre
costumbres gallegas en Los lunes de El Imparcial
habían levantado críticas contra ella que la hirieron
profundamente. Sigue, ya en línea de confidencia, hablando
del bosque de Conjo:
... lugar de soledad, adonde, como Luis, solemos ir. todos los que le amamos a consolarnos de nuestras penas y pensar que bien pronto iremos a reunirnos con él en el mundo de los espíritus los que todavía arrastramos nuestra existencia en este valle de dolores. |
(O. C., 1494) |
Todavía
oiremos la voz de Luis, ya demente, invocando a Berenice y
llamándola para reunirse con ella en el Más
Allá. Y Rosalía cierra la novela con un comentario
personal: «¡Quién pudiera
descorrer los velos de la eternidad, para saber si los
sueños amorosos, si las ansias inmortales de Luis pudieron
cumplirse en otros mundos!»
.
Esta aparición de la voz de la autora, tras haber mantenido la objetividad narrativa a lo largo de toda la novela, no es un procedimiento raro en Rosalía, aunque sí en prosa. Lo había utilizado, junto a otras técnicas de carácter perspectivista, en Follas Novas. Veamos algún ejemplo. En el poema que comienza «Para a vida, para a morte», asistimos a un diálogo amoroso entre una pareja: el hombre pide y ofrece fidelidad y entrega absoluta, cuerpos y almas irán juntos hasta la eternidad. La mujer acepta. La última estrofa es un comentario del autor en el que enjuicia los hechos y da de ellos una imagen que al lector le resulta absolutamente sorprendente:
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No nos
podíamos imaginar por las palabras del diálogo que se
tratara de una «seducción». Parecido efecto de
contraste encontramos en el poema que empieza
«¡Ánimo compañeiros!» en el que
asistimos a la animosa arenga de un emigrante que ve en la partida
una aventura positiva: «Toda
a terra é dos homes / Aquel que non veu nunca mais que a
propia / a iñorancia o consome»
.
Tras sus palabras, la autora pone el contrapunto
desesperanzado:
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En el poema «O forno está sin pan, o lar sin leña», tras una introducción descriptiva, Rosalía reproduce en estilo indirecto libre los pensamientos de los labradores que se resisten a abandonar su pobre casa:
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Al final, la voz
de la autora pone de nuevo el contrapunto negativo: «¡Ai!, o que en ti
nacéu, Galicia hermosa, / quere morrer en
ti»
.
Si me he entretenido en poner ejemplos es porque me parece evidente que Rosalía no desconocía, a estas alturas, las técnicas de la novela realista: sabe desaparecer cuando quiere detrás de sus personajes y sabe contar desde ellos, utilizando incluso ese recurso del estilo indirecto libre que fue tan grato a Clarín, a la Pardo Bazán, a Galdós, a los grandes novelistas de finales del siglo. Pero, curiosamente, utiliza estas técnicas más en su poesía que en sus novelas y, sobre todo, las pone al servicio de una concepción del mundo que sigue siendo romántica.
Nos preguntábamos al comienzo de este trabajo por qué un poeta busca el cauce indirecto de la novela para expresar su mundo. Rosalía no reconocía barreras entre ambos modos de expresión, todo salía de la misma fuente, de una necesidad de sacar fuera su mundo interior. Pero la novela le permite, además, objetivarlo, verlo como algo ajeno y tomar posturas frente a él.
En El primer loco ha sacado de sí misma una concepción del amor idealista y platónico, le ha dado voz y vida, posibilidad de convencer. Y también ha sacado a su antagonista y le ha dado la voz de la experiencia y del desengaño. ¿Y cuál ha sido el resultado? Según como se vea, o como se lea: la historia de un pobre loco al que una mujer frívola y vulgar engaña mientras que él la considera un ser divino y único con quien espera reunirse en la eternidad. O la historia de un iluminado, de un ser clarividente que ha superado los límites que impone la naturaleza y es capaz de comunicarse con los espíritus de los que ya han abandonado la tierra; un hombre que ve más allá de las apariencias y que se da cuenta de que tanto él como su amada no son sino instrumentos de un destino superior cuya finalidad no pueden comprender; un ser que espera que las ansias inmortales del hombre no sean solamente una burla cruel y absurda.
Rosalía,
que tantas veces a lo largo de su obra nos ha dicho que el amor es
un espejismo, un engaño, o, en el mejor de los casos, una
ilusión que el tiempo desvanece, Rosalía, la
escéptica, la desengañada del amor, aparece al final
de la novela para mostrarnos una última actitud de
esperanza, como si la presencia cercana de la muerte inclinase la
balanza hacia el lado del idealismo. Ni condena a su personaje, ni
se burla de él. Le oye convocar a su amada en su delirio y,
abandonando la concha del apuntador, sale al proscenio para
decirnos: No sé si Luis está en lo cierto, pero me
gustaría creerlo. Más bellamente, con sus palabras:
«¡Quién pudiera descorrer
los velos de la eternidad, para saber si los sueños
amorosos, si las ansias inmortales de Luis pudieron cumplirse en
otros mundos!»
.