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ArribaAbajoSegunda parte

La música en la escena


El hombre ha descubierto a Dios antes que a sí mismo; pero el descubrimiento lo hizo a través de sí mismo. Y cuando se descubrió, lo hizo a través de Dios. Lo primero que hizo Dios, al crear el mundo, fue una labor de definición, de aclaración: separó la luz de las tinieblas y puso nombre a las cosas, que es una manera de iluminar las cosas mismas32. Habló a la mente del hombre a través de la vista y del oído y, desde el primer día en que el hombre de arcilla roja recibe en su nariz el soplo de Jehová, comienza para él el sin par espectáculo del mundo, con Dios por autor y el hombre por espectador. Teatro, que exactamente quiere decir: lo que se ve33. Lo que se ve alrededor del ara; y este ara es el   —58→   altar de los sacrificios en donde el hombre de gracias a Dios y le ofrece con sus mejores dádivas. El espectador aplaude al autor.

Como en el caso de los mejores dramas, el autor es biógrafo de sí mismo. Dios hace al hombre, su primera tragedia, a hechura propia y a su más fiel semejanza. La primera tragedia que el hombre exhibe en su primer teatro, el teatro de la Naturaleza, es la tragedia de Dios. La historia trágica del dios muerto violentamente. Resucitado, después. El dios, que es vida, luz, fecundidad y sin cuya presencia todo languidece: la espiga teologal, tras de haber cuajado sus granos; las vides cargadas de racimos que rezuman sangre. El pan y el vino, cuerpo y sangre del dios. Comed y bebed: un nuevo ser habrá nacido en vosotros. El dios mismo resucita de entre los muertos: es un dios nuevamente nacido, dos veces nacido: dio-nysos34.

Muere el dios, como el año, después de haberse derramado en dones. El desnudo invierno sucede al otoño ubérrimo para renacer, como Dios, en la Primavera florida, por los días de la Pascua, que quiere decir, el tiempo en que los prados reverdecen; pascua, la tierra jugosa; Pasco, Pastum, Pascere, el pasto, el alimento. Si el teatro   —59→   de los primeros tiempos históricos, es decir, la representación, la vuelta a ocurrir de una acción, de un suceso, de una historia, hubiese nacido entre los trópicos o más allá de los círculos Polares, la historia plástica de la Humanidad, de sus ritos, la magia, las religiones; la de su primer lirismo, la de sus epopeyas, la historia de sus héroes puesta enseguida de bulto en el teatro ante el público que contemplaba alrededor, hubiese sido muy diferente a cuanto ha sido, históricamente, la proyección en el espacio de la conciencia que el hombre tiene de lo transcurrido, es decir, la historia, de la tradición o la fábula, que es lo mismo (porque en nada importa, en este sentido, el hecho en sí, sino la conciencia que el hombre tiene del hecho, haya transcurrido en la realidad objetiva del mundo, o en la realidad subjetiva de su imaginación); proyección que se hace sobre una escena que, en su más prístino significado es la sombra de un bosque35.

Como las líneas en perspectiva, todo se junta en el horizonte histórico. Discernir, seleccionar, separar es la obra del hombre que ve y que piensa. Poesía, canto, danza, evocación, carmen y carma, canto y encanto, rito mágico o religioso, drama, que quiere decir una cosa hecha: templo, que significa el lugar donde se examinaban los augurios, el vuelo de las aves, también el lugar del sepulcro36;

teatro, lo que se ve alrededor del altar, que es, propiamente, una mesa. Todo se une en   —60→   el origen de esa larga perspectiva. Osiris, Thammuz, Adonis, Attis, Jesús, llamado el Cristo37: simbolizaciones solares y cereales que mueren y resucitan como el año mismo; muerte trágica, bajada a los infiernos, transfiguración. Perduración de las especies en lo inmortal del tiempo. La tierra madre recibe los miembros dispersos, como los granos de la espiga; disjecta membra del dios descuartizado en el sparagmos, que es una condición precisa para el rito y el drama; diosa fecunda que devuelve multiplicadas infinitamente las divinas simientes. El hombre, en su microcosmos, despedaza simbólicamente al dios y se lo ingiere, asegurándose así la inmortalidad. Cuando los conquistadores de la Nueva España, acostumbrados en su fe a romper la Santa Hostia en el acto del sacrificio de la Misa llegan a México, se encuentran con otro dios cereal, el dios azteca Huitzilopochtli, cuya imagen de pan, fragmentada, pasa, con su espíritu, al estómago de los fieles en tránsito. Yo soy el pan de la vida: decía Jesús, y debe recordarse que la aldea de Belén, significa en arameo (o en hebreo): la casa del pan.

Osiris, esposo de Isis (según Herodoto), hermano, además, según Plutarco, o hijo (según Lactancio) de la diosa pródiga bajo cuya advocación festejaban los egipcios la crecida fecundante del Nilo, eran las divinidades coetáneas de Adonis y Afrodita celebradas en Amatunta, la famosa ciudad chipriota. Los ritos con que se   —61→   festejaba a estas últimas divinidades semitas -que pasaron a Grecia setencientos años antes de Cristo, conforme Isis y Osiris eran honrados en la Roma imperial, dentro aún de los primeros tiempos cristianos-, coincidían en Biblos con los que en Egipto se tributaban inmemorialmente a Osiris. El mito sirio de Adonis y Afrodita o, mejor, Astartea se confunde con el mito frigio de Cibeles y Atis, y con el de Dionysos en distintas localidades helénicas. Osiris, Thammuz o Adonis eran venerados por el mismo tiempo en el Imperio antiguo egipcio y la vieja Babilonia, en la Creta minoica, que abarca desde la época de las pirámides hasta los primeros tiempos helénicos, después en Siria, en la época de su esplendor: divinidades cereales que simbolizaban la muerte y resurrección del año, el ciclo eterno de las Estaciones.

Osiris era un dios popular y a su cuenta el pueblo egipcio fue cargándole multiplicidad de atributos. Hijo del dios de la tierra (Seb) y de la diosa del cielo (Nut) causó al nacer una conflagración astronómica, porque el furioso esposo legítimo de esa diosa, que era Ra, el dios-sol, la condenó a parir fuera de los días normales al año y a los meses; cosa aparentemente imposible de no haber mediado Toth, el Hermes griego, quien jugando a los dados con la luna la fue entreteniendo de tal modo que el año normal lunar llegó a extenderse hasta 365 días. Osiris nació, pues, el día 25 de diciembre, el primero de los cinco días suplementarios del calendario egipcio.

Suceso extraordinario, en efecto, y resonante, de tal modo que a su nacimiento una voz se extendió por todo el orbe diciendo que el dios de todos los nacidos acababa de nacer. El magno sacerdote del templo de Tebas oyó esa voz en su oído, que le decía que el Rey   —62→   del Mundo era nato. Osiris, en efecto, descendió de los cielos, reinó sobre los egipcios y les enseñó el modo de adorar a los dioses, mientras que Isis, su hermana y esposa, les adiestró en el arte de cultivar el trigo y la cebada haciéndoles cesar en sus hábitos de canibalismo. Osiris, además, recogía los frutos de los árboles, los racimos de las vides y comenzó a hacer fermentar el vino. Después viajó por todo el mundo, divulgando sus enseñanzas y allá donde las cepas no maduraban bajo un sol débil enseñó a sus tristes moradores el otro arte subalterno de brasear la cerveza, a más de ilustrarlos con su palabra, tan preclara que Osiris fue conocido como el de la palabra verdadera, esto es, evangélica.

Osiris volvió a Egipto cargado con las riquezas que sus enseñanzas le habían granjeado por todos los países que había recorrido, y desde entonces comenzó a elevarse como un dios. Pero su hermano Set sintió envidia y tramó un complot contra él, encerrándole con engaños en un cofre que arrojó al Nilo. Isis, desesperada, se convirtió en un milano y comenzó a buscar el cuerpo de su hermano-esposo. En esa forma volátil concibió un hijo, el niño Horus.

El cuerpo de Osiris fue flotando por el río hasta que arribó a Biblos en la costa fenicia. Un árbol magnífico creció al punto y encerró en su tronco el cuerpo del dios-rey. Este hecho de un árbol vinculado a la muerte de un dios es importante. Ciertos espíritus benévolos aparecían alternativamente en una forma vegetal o humana y Attis, el Osiris frigio, estaba encerrado dentro de un pino cuya adoración ha pasado, por los países del norte de Europa, a la humanidad cristiana. La pasión, muerte y resurrección de Attis simboliza la dispersión de las semillas, la sequedad aparente y enseguida el reverdecimiento del mundo vegetal en formas folklóricas que llegan hasta nosotros en los mayos o may poles, palos   —63→   floridos alrededor de los cuales se celebran danzas rituales en varios países de Europa, y, en España, en diferentes regiones. El pino, sin embargo, es un árbol siempre verde, pero no siempre fructífero. Su verdor perenne, aunque sombrío, se parece al de la hiedra, cuyas hojas se ofrecían en homenaje a Attis y cuya forma lobulada servía para tatuar a los servidores de su culto que, ellos también, como los sacerdotes de Cibeles, la gran madre Tierra, podían parecer verdes y frescos pero eran infecundos. La castración sacerdotal constituye, asimismo, una larga y dolorosa historia hasta que, transformados los ritos mágicos en un alto simbolismo religioso por la virtud del sentido ético creciente, esa castración pasó, a su vez, a ser una alegoría de la pureza moral; más vestida, siempre, con los colores más sombríos38.

Cuando Cristo, el ungido, muere en un árbol seco, el lugar del drama es un monte estéril39. Por su costado abierto brota la sangre redentora de la Humanidad creyente, polen fecundante de la Fe. Cristo y su patíbulo se unen en tan estrecho simbolismo que la simple forma de la cruz implica todo un mundo de significados espirituales, y las dos ramas del árbol de la cruz se convierten en los brazos que brindan a los fieles un cobijo eterno. Del dios que hace renacer a quienes lo beben en las vides de Dionysos al espíritu de inmortalidad   —64→   que transfieren las sustancias cristianas, la capacidad de simbolización mítica de la humanidad parece haber cumplido enteramente su ciclo.

Osiris fue el primer dios, al parecer, que sufrió el despedazamiento, el sparagmos capital en la divina tragedia, aunque en la suya, la dispersión de sus miembros se verificase después de haber quedado encerrado su cuerpo muerto en el tronco de aquel brezo gigantesco. Una noche de luna, Tifón, es decir, Set, el mal hermano, descubrió el cofre, sacó el cuerpo y lo cortó en trozos que desparramó por todo Egipto. Isis levantó un templo allá donde encontró uno de los miembros, aunque alguno hubo que no pudo servir de base para esa piadosa arquitectura, de no haber sido submarina, porque el miembro en cuestión se lo tragó un pez: símbolo grave, pues que se trataba de un órgano directamente relacionado con la reproducción. Aquel órgano que los sacerdotes de Cibeles la próspera, y de Attis, ofrecían en holocausto a esas divinidades, fecundas pero exigentes. El mítico toro que en la civilización minoica estaba dedicado al Dionysos cretense, no fue, en Egipto, sino un buey, el buey Apis, dedicado al culto de Osiris. Dócil animal, que con su colega Mnevis abren el surco donde las semillas esperan su resurrección.

Osiris, despedazado como Adonis, fue, igual que él, sonoramente lamentado por sus hermanas, que lanzaron al viento sus ayes, pronto acompasados en el treno, simiente, a su vez, de los géneros líricos, y aun de los cánticos que deploran la muerte anual del Redentor de los cristianos. Mas aquellos cánticos llegaron al Cielo. El Sol padre envió un delegado suyo a Isis, que, con otras piadosas mujeres, envolvieron los trozos de Osiris en suaves lienzos, siguiendo la tradición egipcia con los muertos, mientras que Isis, abanicaba los yertos despojos. Osiris revivió, siendo bienvenido con los nombres   —65→   de Señor de lo Profundo, Señor de lo Eterno, juez de los Muertos. Bajo este aspecto, reunió a los grandes sacerdotes de todo Egipto y comenzó a pesar los hechos buenos y los malos de todos los difuntos, adjudicándoles su merecido para la Eternidad.

Solemnes ceremonias fueron organizadas en honor de Osiris y de Isis. En primer término, la resurrección de Osiris se extendió a todos sus creyentes y, para ello, se practicó con todos los difuntos el piadoso ritual que evocaba el que las mujeres de Osiris tributaron a su cuerpo lacerado. Enterrado en Abydos se hizo de este lugar, al finalizar el viejo Imperio, un santuario tan venerado como lo es el Santo Sepulcro de Jerusalén a varios millares de años de distancia, aunque el sitio no esté muy lejano en el espacio. Aquel lugar se convirtió en tierra sagrada para los enterramientos, y los que no eran suficientemente ricos para disfrutar de tan grande privilegio lograron extender su benéfico efecto al recinto de los templos.

Como en las religiones oficialmente establecidas, tal la católica, el culto de Osiris tenía dos maneras de celebrarse, una de carácter hierático, sacerdotal, en el recinto del templo, y otra, popular, en calles y plazas o en lo que equivaliese a ellas en las ciudades egipcias. Esta última, que reviste generalmente la forma de procesiones, cuando interviene en ellas la masa de fieles, o tipos especiales de adoración casera, (imágenes ingenuamente decoradas, altarcillos, candelillas) daba lugar a fiestas movibles, como las de la Semana Santa, reguladas por un códice cuyas razones dependían principalmente del calendario. Las ceremonias rústicas en honor de Osiris estaban relacionadas con su calidad de dios cereal, y queda una reminiscencia de ellas en la bendición de los campos todavía celebrada en algunos puntos de España. El rito mágico del agua derramada iniciaba   —66→   aquellos ritos campestres, así como, en este otro caso, el agua bendita que el sacerdote asperje por los prados en flor con el hisopo no tiene ya nada que ver cor el significado de purificación que tiene en la Misa. Los jardines de Osiris, también existentes en el ritual de Adonis llegan hasta Andalucía en las proximidades de la Semana Santa. Consisten en sembrar en un plato, que contiene tierra húmeda, semillas de fácil germinación como trigo y cebada, cañamones y lentejas. La imagen de Osiris, encerrada en un féretro rodeado de luminarias (que se dedicaban a todos los difuntos) era conducida al sepulcro donde esperaba el momento de su resurrección. Ante sus ojos se colocaba la crux ansata, la cruz con mango, que era el símbolo egipcio de la vida eterna. El sentido esotérico del desmembramiento del dios como desparramamiento de semillas se observa en otros ritos en los que Osiris era enterrado con granos de trigo y cebada, que se aventaban a la resurrección del dios; o bien, los granos se introducían en una imagen de Osiris hecha de tierra húmeda, y la germinación pronosticaba la prosperidad de la nueva cosecha. En otros casos, un niño recién nacido simbolizaba la resurrección de Osiris y el eterno comenzar de la vida40.

Isis, que como Cibeles era también una divinidad relacionada con la abundancia, con la fertilidad, fue objeto de cultos similares en distintos países y a través   —67→   de multitud de siglos. Sus sacerdotes, afeitados y tonsurados la celebraban con cánticos de madrugada y anochecer, como maitines y vísperas. Los segadores egipcios la invocaban con lamentos al cortar las espigas, creyendo que herían a Osiris. Su imagen llena de joyas y en doliente actitud era sacada en procesiones en las que se derramaba agua santificada. El niño Horus mama en su seno como Jesús infante en el de su madre María.

Algunos intérpretes de los viejos mitos prefieren considerar a Osiris como un dios solar, y la reminiscencia de la vinculación astronómica a ciertos aspectos del cristianismo se observa en las tinieblas que suceden en el monte Calvario a la muerte del Cristo-Sol, así como la luna sobre la cual pone su pie la Virgen-Madre, que responde a toda una larga serie de simbolizaciones. Pero esa interpretación parece desechada desde el momento en que autoridades como Herodoto y Plutarco aseguran la identidad de los ritos de Osiris, Adonis y Dionysos, principalmente, como símbolos del ritmo de las estaciones; no por su marcha astronómica, sino por su sentido utilitario de la alimentación, mucho más primitivo. En Biblos, en la costa fenicia, el ritual en honor de Adonis era tan semejante al de Osiris entre los egipcios que algunas gentes aseguraban que era realmente a Osiris a quien reverenciaban. Uno de los aspectos comunes consistía en las lamentaciones corales de las mujeres (aunque pudiera también haber hombres y muchachos) que deploraban la muerte de Adonis, en torno del sepulcro donde el hermoso dios yacía envuelto en lienzos, unas veces para ser conducido al sepulcro, otras para ser arrojado al mar y para resucitar, en algunos casos, al siguiente día. Vamos a ver enseguida la trascendencia que tiene este treno ritual en el nacimiento de la tragedia y cómo esa lamentación coral es el núcleo sustancial de la música que la acompaña. Trenos y lamentaciones   —68→   pasan al Viejo Testamento y continúan hoy, con ese nombre, en las fiestas de la Semana Santa dentro del templo. A la música de flautas tristes (así las denominaban todavía nuestros viejos fundadores del teatro nacional en sus primeros bocetos dramáticos) se unían los lloros, ayes y golpes de pecho que, unos, continuaron largo tiempo en la Sinagoga y establecieron una forma de lectura de los libros sagrados41. Otros, a la vez que en ella, perduran entre los católicos como señal de contrición, (así las prosternaciones), mientras que el afeitado de las cabezas se ha guardado solamente como distinción de la clase clerical. Un punto curioso sobre el que no puedo extenderme se refiere a este rito depilatorio en las mujeres que veneraban a Astarté, la Isis fenicia y la Afrodita chipriota-helénica. Esas mujeres debían ofrecer sus trenzas a la divinidad en signo de aflicción por la muerte de Adonis del cual se consideraban esposas por delegación, y es sabido el sacrificio de sus crenchas que a la hora de encerrarse en el claustro conventual hacen hoy todavía las doncellas advocadas a ser esposas del Señor.

Las fiestas fenicias ocurrían en la primavera, cuando la rosa carmesí y la anémona escarlata brotan de la sangre de Adonis. El nombre de esta flor que aparece en Siria por nuestra Semana Santa deriva de Naaman, un nombre afectuoso dado a Adonis que los árabes conservan todavía, y el persa Omar también recuerda que la rosa roja está teñida con sangre prócer y que el jacinto adornó quizá alguna cabeza amable.

La presencia de la rosa, como flor dedicada a Adonis, indica lo avanzado de la estación, en algunos casos, pero debe recordarse la floración prematura en aquellos   —69→   climas suaves, desde Andalucía a las costas de Palestina. En Cerdeña, Sicilia y Calabria las fiestas de Adonis se celebraban en junio, pasándose insensiblemente a confundirlas con las fiestas de San Juan. El árbol de la mirra estaba asimismo dedicado a Adonis, al que se le ofrecía en forma de incienso, según un rito que los hebreos idólatras de Astartea, la reina del Cielo, tomaron de Babilonia.

La conexión de estos dioses cereales no ya con el grano aventado de la espiga, sino molido en forma de harina se muestra en las fiestas equivalentes que los árabes celebraban en el mes de julio en honor de Tammuz (Ta-uz) acompañadas de los consiguientes lloros y lamentos; pero su rito, desprovisto de sentido trascendente, les lleva a no ingerir esa harina, sino que al contrario hacen prohibición de ella mientras duran las fiestas. Entre los árabes, la adopción de este culto tiene un significado histórico, que no desdeñan los comentaristas, a saber: que marca el fin de su época trashumante, muy posterior, por lo tanto a los ritos mediterráneos; más la persistencia de la veneración a Adonis es tan radical en la costa42 que algún escritor cristiano menciona la confusión que se hacía en el propio solar de Judea. Según eso, Jesús niño habría derramado lágrimas en el vallecito próximo a Belén donde las mujeres plañían la muerte de Adonis.

El buey Apis, vinculado al culto de Osiris era, entre los cretenses, tan viejo como ellos; toro fabuloso que, conocido como Minotauro, hacía estragos entre la juventud de los primeros. tiempos helénicos. Pero diré enseguida por qué: ahora quiero señalar tan sólo de pasada   —70→   que a los árboles sagrados entre los pueblos de culturas agrícolas, también llamadas femeninas por algunos arqueólogos y en las cuales, como en los coros de plañideras a la muerte de esos dioses cereales, la música ritual estaba dirigida por mujeres, corresponde el respeto a animales propiciatorios entre las culturas pastoriles, nómadas, o en aquellas donde la caza era la principal fuente de alimentación e industria. Como el egipcio que cantaba lamentaciones por la muerte de Osiris mientras segaba la mies, el cazador respeta al animal que sacrifica, buscando, merced a ceremonias de desagravio, el desenojo de su espíritu irritado por la persecución. Los animales ofrecidos en holocausto a la divinidad llegan hasta los tiempos históricos de la Biblia, y perduran, entre los israelitas, en el carnero pascual cuyo festín tiene caracteres rituales. El símbolo, dulcificado en carácter, pasa a la oveja del Buen Pastor y al cordero cristiano43.

Símbolos pecuarios, correlativos al animal   —71→   adjudicado al culto dionisíaco, el cual, modestamente no es ya el toro cretense, que es un animal caro, sino el rústico chivo o macho cabrío cuya principal simbolización, la potencia sexual, puede bien ser comparada a la del toro. El mito es, sin duda, anterior a la pérdida de aquellos órganos de Osiris que hicieron más propia la dedicación del buey y, junto a aquel mito, se observa otra circunstancia que puede agradar a los escritores que piensan en un origen festival y deportivo para las sociedades modernas, teoría que se enlaza inmediatamente con el establecimiento del teatro como fiesta pública nacida en los ritos religiosos de la pasión, muerte y resurrección de los dioses cereales o ampelíferos.

En una isla de no muy grande extensión, como son las del Mar Egeo, aunque Creta fuese la más dilatada de ellas, el mar es el camino normal para el mundo exterior y un depósito tan natural de riquezas alimenticias como lo era el silo o montón de trigo para los constructores de las pirámides. Animales como el toro tenían que parecer, por decirlo así, excesivos dentro de aquel limitado recinto, y su fuerza combativa, su furor, desproporcionados. Sin fauna mayor, el toro había de parecerles fácil símbolo de la fuerza, de la agilidad agresiva, en una relación más próxima que la del león de los desiertos sirios y mesopotámicos que probablemente ellos no vieron nunca, pero que utilizaron decorativamente como guardianes de sus ciudades, colocándolo en sus puertas (así los minoicos en Grecia, mientras que el toro quedó con los de Creta). Aquel toro minoico, el Minotauro, consumía, -era la tradición- la flor de la juventud prehelénica cada vez   —72→   que la primavera rebrotaba. ¿Por qué? ¿Es que esas juventudes en flor eran sacrificadas en holocausto al Minotauro? Hasta hace poco, poco se sabía de él y de los cretenses, pero un fresco recientemente descubierto en las excavaciones realizadas en el palacio de Minos, cerca de la aldea de Knossos, nos proporciona una clave a todo evento, basada en ese concepto festival y deportivo de cuya extensión a la sociedad griega va a nacer el arte del teatro.

No es este arte, precisamente, el que muestra el fresco del palacio de Minos, sino otro apenas cultivado hoy en algunos países del extremo Mediterráneo y, mucho más allá, llevado por ellos, al país entre dos mares, entre Atlántico y Pacífico. Este arte ha sido denominado por los sabios arqueólogos como una taurokathapsia o sea, más claramente, el salto a través de las astas del toro; suerte practicada por medio de una garrocha allá donde la lidia de toros es un deporte más que un rito, aunque entre considerablemente en ella una minuciosidad ritual44.

Un joven y una doncella colaboran en ese fresco con el mancebo que ejecuta el arriesgado número. El toro embiste alargando el cuello y echando por delante las patas enteramente según lo acostumbrado, y el muchacho saltador cae, tras de hacer un semicírculo en el aire, en los brazos de la esbelta joven que lo esperaba. Fácilmente ocurriría que el saltarín quedase mal herido, a poco que no ejecutase con limpieza su suerte, la cual, dadas las circunstancias, la habilidad de los lidiadores y la capacidad del toro para ser toreado (cosa que no existe con otros animales) no habría de ser la única; todo, lo cual nos lleva a la conclusión asimismo arriesgada,   —73→   pero no improbable, de que las fiestas del Minotauro fuesen un anticipo de la lidia de reses bravas, y que los adolescentes arrebatados a sus hogares prehelénicos no se distanciaban mucho de los que hoy abandonan los suyos con idéntico objeto, en Camas y Gelves... arrabales de Sevilla, varios miles de años después. Conviene no olvidar que en los propíleos del mismo palacio se almacenaban los jarros de aceite y trigo que se embarcaban para África y España y que quizá alguno de sus cargadores o marineros poseería cierta experiencia en aquel arte peligroso, del mismo modo que otros la poseían en el manejo de las crusmata o castañuelas y en el de la danza que llevaron hasta los prostíbulos gaditanos. Los arqueólogos hacen notar que en Knossos existía ya el sistema de un patio central con habitaciones circundantes que reciben la luz de él, según es típico de la arquitectura andaluza.

Puestos a hacer conjeturas podemos imaginar que los torerillos que pereciesen entre los opulentos cuernos del Minotauro serían lamentados con análogo sentimentalismo al que hoy sucede a semejantes hechos en las plazas españolas y que, de acuerdo con los principios religiosos de aquellas épocas, la víctima sería estimada como sacrificio propiciatorio hecho al dios cornudo. El sacrificio de víctimas humanas en las fiestas de Adonis, Attis o Dionysos identificaba a éstas con el propio dios inmolado y, de este modo, el planto del coro de fieles espectadores podía ser entonado más a lo vivo.

Cuando esos cánticos han adquirido ya un puro valor ritual y la historia representada del divino drama comienza a tener perfiles espectaculares, lo que fue magia y religión después, se convierte en arte. Es el arte de la escena en sus albores. El drama griego, tanto como los ludi scenici que pasaron de Etruria a Roma en tiempos posteriores, tuvo en sus comienzos un propósito   —74→   utilitario, suficientemente claro en el primer caso tanto al referirse al treno por la muerte de Adonis como a las dos formas de las representaciones conmemorativas de la pasión, muerte y resurrección de Dionysos. En todo caso se trataba de atraer algún beneficio a la comunidad, ya bajo el magno simbolismo desarrollado por milenios en el Oriente mediterráneo, ya, más circunstanciadamente en Roma para conjurar la extensión de una epidemia, es decir, con claros antecedentes mágicos; razones por las cuales los ludi romani, las Megalesia, solamente eran permitidos en aquella ciudad en ocasiones solemnes.

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Tras de lo dicho acerca de la simbolización agrícola de los ritos de Osiris y dioses parientes, la doble forma que el drama griego afectó desde que comienza a tener cierta estructura en el Ática, parecerá clara. De la anémona primaveral se pasa a la rosa del verano y a las vides septembrinas. El proceso puede ser simplemente geográfico, ya que la primavera retarda conforme se asciende de latitud y porque parece más lógico llorar la muerte del dios en el instante en que todo en la Naturaleza se prepara para morir, mientras que al estímulo del jugo de los maduros racimos es fácil pensar con optimismo en que el dios ha de renacer de sus despojos. En todo caso, Dionysos pasó a Grecia desde Creta, que conoce la nieve en sus más altas cimas, y en donde se le celebraba dos veces al año en alternativas de desesperación y regocijo, núcleo de las dos formas de las fiestas dionisias. Cuando el poeta griego Nonnus relata su historia le hace hijo de Zeus, pero es más bien porque lo era del rey cretense de ese nombre. Y tan impulsivo era, tan iracundo, que desde niño se le representa con unos cuernecillos. Su herencia real, muy discutida, le obligó   —75→   a transformaciones diversas. Finalmente, bajo la forma de un toro fue lidiado, muerto y despedazado por los Titanes que se comieron los trozos cocidos con yerbas aromáticas. De su sangre brotaron rojas granadas. Las sonajas, a cuyo rumor adormecía Juno al niño Dionysos, enmudecieron. Pero sus huesos, enterrados en el monte Parnaso, según unos, o según otros en Tebas, donde el titanesco banquete tuvo lugar, revivieron al tragarse Zeus el corazón del joven dios-rey, que, resucitando de su sepulcro, subió a los cielos, donde, aún malherido, yacía en el seno del padre de los dioses.

Diferentes versiones narraban la vida, la muerte, el descenso de Dionysos al Hades y su retorno al mundo, feliz suceso que se acompañaba con música de flautas y pequeños cimbales. Las fiestas en su honor variaban en la época de su celebración y en sus detalles, según la tradición local, así como el animal simbólico, que del toro pasó a ser un cabrito en otras, mientras que en Atenas era reconocido por el dios con la piel de chivo negro, disfraz, éste, que acreditó su permanencia en las leyendas de brujerías a través de toda la Edad Media y que aún persiste en el fetichismo negroide del vu-du. Sus imágenes caprinas, rodeadas de hojas de vid, presidían las danzas de los coribantes cubiertos con pieles de chivo, al paso que agitaban en sus manos tirsos rematados en la piña fecunda, venerada ya entre los asirios, y símbolo del Attis fenicio.

Las dos formas aludidas en la representación del drama dionisíaco eran la tragedia y la comedia. Tragedia no es sino el tragos oidé, la oda, el poema o la canción del buco simbólico. Comedia, es la kômos oidé, entendiéndose por kômos un despertar, un renacer. Los relieves de los vasos griegos muestran asociada a la comedia con el gamos, esto es, con la unión de los sexos, y parece que la comedia, en este sentido de orgía, seguía   —76→   ritualmente a la tragedia, pues que ocho de entre las once obras conservadas de Aristófanes terminan con un gamos que para nada deriva del sentido dramático de la obra45. En tiempos clásicos, sus participantes llevaban falos artificiales, reiterando de este modo el simbolismo tradicional de la fecundidad, mas conforme el interés literario va entrando en las comedias ese realismo lindante con la obscenidad va paliándose de tal modo que Aristófanes puede decir que las suyas asumen considerable decencia. De hecho puede decirse que los ritos fálicos estaban muy disimulados en las comedias del siglo v, salvo en aquellas en donde los coros imitaban animales, como en algunas, bien conocidas, del propio autor citado, para desaparecer enteramente en tiempos de Menandro.

La tragedia, la tragos oidé parecía responder a una etimología misteriosa hasta hace poco tiempo, en que los estudiosos del folklore místico-religioso han aclarado completamente su sentido. Lo importante en ella era el pathos, la pasión violenta del dios y su muerte por sparagmos, con el consiguiente despedazamiento y banquete -tan próximo aun a las prácticas mágicas-, del animal representativo del dios o del héroe celebrado. El chivo alrededor del cual danzan los Ícaros, según Eratóstenes, al celebrar a Líber (Dionysos), es un cerdo cuando se honra a Ceres, así como otros animales menores cuyo nessrísein está narrado por Esquilo. Sus sufrimientos, su pátea remeda la del dios mismo mientras que el coro comenta, en la tragedia, ese dolor físico tan a lo vivo: ya al ser mimada la tragedia de Dionysos   —77→   despedazado por los Titanes, ya la de Penteo por las Ménades, la de Orfeo por las Bacantes, la de Licurgo o Hipólito por caballos, la de Acteón por perros u otros casos análogos. Tales sucesos estaban representados a la vista de los espectadores en los drómena, o cosas hechas, y en los deikela o cosas vistas, lo cual supone ya un estadio avanzado en el arte de la representación, llevada a cabo por actores profesionales que, por su derivación de los ritos dionisíacos, se llamaban Dionyson technitai (de technes o teknes, el artificio, la técnica)46.

El mismo vocablo drama significa propiamente una cosa hecha o sucedida o vuelta a suceder, es decir, representada y, en el caso de Dionysos, la historia se llevaba a cabo en el teatro especialmente levantado para sus fiestas, los sacer ludus dionisíacos, bajo la dirección de un sacerdote que le estaba especialmente consagrado. El hecho de que existiesen dramas oudèn prós tón Diónyson, o sea que nada tienen que ver con Dionysos, explica la extensión a otros campos de esas representaciones sagradas o bien, más probablemente, que las danzas de las cuales derivó la organización del drama dieron origen a representaciones más o menos esquemáticas, extendidas por todo el Mediterráneo. Homero las menciona como si fuesen instituciones ordinarias en su tiempo, y en tiempos de Platón eran, como la tragedia misma, cosas ya muy viejas. El primer esquematismo fue complicándose posteriormente con la introducción de deikelas o cuadros plásticos, por decirlo así, (no sólo en las representaciones dionisias), hecho, éste, de suma importancia porque al repetirse siempre que de representación se trata, es decir, de apelación a la lenta imaginación del   —78→   espectador, origina todo el mecanismo propio de la escena, del teatro.

El ditirambo, o sea (según toda probabilidad) la representación de la historia de Dionysos, llega a convertirse, como la de Adonis u Osiris, en cosa tan conocida que no es menester presentarla ya con todos sus detalles al público ateniense. Bastará, pues, que un recitador la recuerde en el curso de la acción que va a representarse. De este modo se cumple con lo ritual y se abre campo libre para la imaginación, extendiendo la aition47, la explicación de un hecho o tradición, a otros héroes. Hay ejemplos muy abundantes en el teatro griego. La trilogía de Prometeo explicaba la razón de los festivales dedicados a ese personaje raptor del fuego divino; el Ajax, el ritual de la Atlanteia; las Eumenides es la historia de su veneración en el Aerópago; la Ifigenia en Taurida presenta el ritual con que se celebraba a Artemisa en Brauron; en el Hipólito son las doncellas quienes rinden homenaje a este héroe alrededor de su tumba, como en los casos de Alcestes, Neptolemo, Eurysteo, etc., ya que la historia desarrollada en la aition es por lo general la de una muerte seguida del ritual con que se celebra al héroe caído.

Otras veces, la acción proviene de fuentes épicas, más bien que religiosas, como en Los siete contra Tebas o en la trilogía de Orestes, aunque pueda encontrarse en esas obras el entronque con el rito anual, pero lo característico de esas narraciones históricas o épicas es que tienen como núcleo la tumba sagrada, el monumento funerario, el altar, el ara alrededor de la cual gira la acción y las evoluciones de coristas y danzantes.

Tal es el caso, en su mayor grado de esquematismo,   —79→   del ceremonial para Adonis, que importa mencionar, porque si del doble ceremonial de Dionysos nacen comedia y tragedia, de aquel nacen los diferentes géneros líricos. Hemos de volver sobre este punto cuando nos refiramos concretamente a la poesía lírica, pero precisa ahora su mención, aun muy ligera, por lo que se refiere a uno de los ingredientes esenciales de la tragedia: el papel jugado por el coro, en este caso adónico, en su calidad de cantor de endechas.

Tragedia y poesía lírica alcanzan una gran perfección en Grecia entre los siglos sexto al quinto antes de nuestra Era; pero, como queda indicado, su gestación había sido larga y los testimonios de la primera lírica popular helénica alcanzan una antigüedad de mil años antes de Cristo, por la época en que comienzan a dominar en Egipto las dinastías de los Ptolomeos, de origen griego que, radicados en Sais, comienzan la época llamada saita, época que coincide con el nuevo imperio babilónico y con el de los Reyes bíblicos. Entre los diversos géneros de ese lirismo primitivo de los que tenemos relativo conocimiento figura en lugar eminente el treno (trenoi) o canto de duelo48, término empleado por Esquilo en un sentido cuya ironía deja comprender que se trataba ya en su tiempo de un género viejo, al que se le había perdido en cierto modo el respeto. En sus Coéforas nos lo presenta como cántico de lamentación alrededor de un sepulcro, parte indispensable del rito fúnebre. Cuatro partes componían el treno: una recitación entonada por un cantor o recitante a la que seguía el canto de todos los asistentes; después, un diálogo alternativo entre el solista y el coro; por fin, un   —80→   dúo. La manera de estar redactado el texto permite discernir estas formas, ya viejas en tiempos de Moisés (las primeras del canto responsorial) aun sin la música, que corría a cargo de una flauta sola. Es que esa flauta fue adoptada (inventada) por Atenea a causa de que en ella se imitan bien los sollozos, según Agamenón nos informa. El planto por la muerte de Adonis continuaba celebrándose en Pompeya, en Alejandría, donde tenía gran brillantez, y en Siracusa, donde era ya una fiesta popular y municipal de lo que sirve de testimonio el famoso idilio de Teócrito49.

La anémona de Adonis se trueca en un jacinto, en Laconia. En las fiestas jacintas, el primer día es el día del treno. Al día segundo, el coro de adolescentes celebra la resurrección del dios efebo con música de cítaras y flautas. Otro sustituto de Adonis y, como él, representante de la Primavera, Hylas, que renace en las violetas tiene asimismo su treno especialmente dedicado; y otro más, el aeda o poeta-cantor de Tebas, que fue el maestro de Orfeo, Linos, tenía un treno muy extendido por Chipre y Fenicia, los lugares que más entrañadamente lloraron la muerte de Adonis. Tan popular se hizo ese treno, que el nombre de Linos paso a designar un genero común, según el proceso trófico que lleva de lo específico a lo genérico y ese vocablo designa ya en Homero una canción de tipo rústico. Mas en griego la interjección ¡ay! tiene el mismo sentido con que nosotros la reconocemos todavía. El linos era una canción con ayes, como en el cante flamenco, y el ¡ay! era una especie de estribillo, de vocales melismáticas, como las   —81→   que numeraban los Salmos. El linos se convirtió en el ailinos que es su equivalente50.

La alternación del solo y el coro en el treno aparece descrita en la Iliada, con motivo de la muerte de Héctor. La forma está notablemente trabajada y algún autor ve en ese trozo una especie de sinfonía fúnebre. Andrómaca, Hécuba y Helena dejan oír sucesivamente sus lamentos, seguidos, en cada caso, por la respuesta, el responso del coro. Del mismo modo que en el ditirambo, un exarkon, o canto inicial, comienza el treno y el coro responde. La parte a dúo se observa en Esquilo, en Los siete contra Tebas. Es este autor quien opone al treno otra forma especial: el peán que, como el ailinos se distingue principalmente por su sílaba melismática ie, así dicho: iepaian, iepeán. Sin esa sílaba de reminiscencias mágicas el peán pierde su valor, según la autoridad de Ateneo y era sin duda más viejo que el treno adónico, puesto que en Esquilo aparece mencionado con una   —82→   significación de curación mágica, como fórmula de conjuro. Así se dice remedios paeonianos, nano paeoniana, como mano de santo, aludiendo a la imposición mágica de las manos para curar, hecho personalizado por Homero al hacer de Paieon, Peán, un mago curandero. Dionysos, Apolo, Atenea, invocados en los momentos de dolor físico, se ven adjudicados en el epíteto paioniano. Apolo convertido en resucitador de muertos es Asklepios Paieon; el nombre de Asklepios, otorgado en un sentido semejante al de Alexikakos, es el que rechaza el dolor o lo ahuyenta51.

Cuando Esquilo lo opone al treno deja ver la novedad relativa de éste haciendo decir al coro de Ifigenia en Taurida(Taurida era una ciudad de Crimea, al otro lado del Ponto). ¡Oh señora! ¡Vamos a entonar un cántico responsorial, un himno asiático de bárbaros sones: la melodía de los trenos, agradable a los difuntos, música del Hades, sin que cantemos el peán!

Porque, quizá por su significado mágico de vencedor del dolor, el peán ya en Tucídides se ha convertido en un canto de victoria, mientras que el Apolo Paieon, a quien se acudía para curar los males, va a ser invocado en lo sucesivo en el peán para que conceda no importa qué clase de favores triviales.

Pero ditirambo, treno o peán no eran sino nomos, es decir melodías en abstracto52, que cambiaban de nombre según el dios a quien estaban dedicadas o según su función litúrgica. Otros nomos eran el dedicado a Démeter   —83→   (iúlos), el dedicado a Artemisa (úpingos), las prosodias, que eran las marchas que entonaban los cortejos al dirigirse al templo, las hiporkémata que eran cantos que acompañaban a las danzas rituales, etc.

Cincuenta cantores y danzantes (ya hemos visto que el término xo/roj [chóros] designa en el griego preclásico indistintamente a los cantantes y a los danzarines) se colocaban en círculo en torno del altar, para entonar el ditirambo, cuyo proceso rítmico iba acompasado por el doble instrumento vinculado a Marsias53, el sátiro despellejado por Apolo cuando este dios hizo de crítico. Como en otros casos de cánticos evolucionados de una primitiva fórmula de encantación, el ditirambo sólo legó a la posteridad su estribillo invocatorio: ió Bakké, análogamente al ai-linos del canto para Adonis. La imaginación y la creación poética complican la fórmula inicial y la extienden en términos de arte consumado según lo muestran los fragmentos ditirámbicos de Píndaro y Sófocles (en la Antígona) o según los textos de Baquílides descubiertos más recientemente. A pesar de la extensión literaria de esos cantos, en los que los poetas de fines del siglo VI y comienzos del V se prodigaron, la parte musical (que se desconoce por completo) era al parecer, muy moderada, ya que, al ir doblada por el doble aulos (con cuatro agujeros) no podría pasar de la extensión de una quinta.

Los cantores-danzarines del ditirambo iban vestidos de sátiros en atención al chivo advocatorio de Dionysos. Un exarkos dirigía el ditirambo y a sus intérpretes, que significaban ser el cortejo del dios. Un ritmo precisamente especificado (el tetrámetro trocaico) se mantenía en toda su duración, mientras que las danzas se sucedían en un orden fijo: moderado-vivo-grave, semejante   —84→   a la obertura francesa del siglo XVIII. (Sikinnis, o danza de sátiros; Tyrbasia, o danza tumultuosa y Emmeleia, la danza que está en la melodía, de un carácter grave.) Por lo menos se organizaba el ditirambo ya en esta forma en el siglo VII a. C. en Corinto de donde pasó a Atenas en un momento en que los concursos de música coral e instrumental de cítaras, dedicados a Apolo, se encontraban en pleno esplendor en otras partes de Grecia.

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En Atenas se desdobla la parte estrictamente dramática: la aition, antes señalada, en donde paulatinamente los poetas van dando rienda suelta a su fantasía, engendrando así el teatro, con la parte puramente musical, con sus danzas y cantos que perduran en las festividades religiosas propiamente dichas y cuyas novedades relativas o la excelencia de su ejecución, puestas de relieve en aquellos certámenes, dan origen a rivalidades y concurrencias entre los músicos-cantores-poetas de las diversas regiones ya desde el siglo VI.

Si el culto a Dionysos se organiza, pues, bajo la forma de representaciones simbólicas, relativas a la vida del dios, el culto a Apolo revela otra forma en la cual la música lo es todo (la música-poesía, o la poesía cantada, no se olvide). Esta forma, de un tipo netamente democrático, es ese concurso o certamen que parece como la organización municipalizada del simple acto de ofrecer dádivas líricas a un dios resplandeciente. La tesis, muy aceptada desde Nietzsche, que consiste en aceptar una doble tendencia en el genio poético-musical de los griegos parece mostrarse en esa doble manera de honrar a Dionysos y a Apolo, más plásticamente, dramática, escénica, en el caso del dios vitícola; más líricamente, más musicalmente en el caso del dios solar.   —85→   La disyuntiva54, tan sugestivamente desarrollada en El origen de la Tragedia, basado en el espíritu de la Música por el entonces joven filósofo en trance de preparar una tesis filológica, consiste en mostrar un proceso de diferenciación específica tras de un inicial punto de partida religioso.

Y, en efecto, si de las fiestas dionysias procede todo el desarrollo de lo teatral, de lo escénico, los géneros poético-musicales en los cuales el lirismo interior es el principal foco dinámico proceden de los concursos-homenajes a Apolo, aunque no fuese este dios sólo quien recibiese semejantes agasajos. Diré, incidentalmente, que el término de lirismo aplicado a Apolo, y que no evitaré, ya que está tan generalizado, es, filológica e instrumentalmente un error, porque Apolo no tocaba la lira, sino la cítara. Apolo es el citaredos, mientras que la lira, más temprana y rudimentaria que la cítara, es el instrumento consagrado, precisamente, a Dionysos, con lo cual puede sacarse como primera consecuencia la mayor antigüedad del rito dionisíaco, cosa, por lo demás comprensible ya que la organización de la liturgia dejó atrás a las simples prácticas de conjuro mágico a secas, es decir, sin mitografía. De estas, que es de donde proceden los homenajes a Apolo, han de nacer tiempo después los géneros líricos, o por decirlo así apolíneos (frente a los géneros dramáticos o dionisíacos) pero al carecer de materia plástica para organizarse ante la masa de espectadores, quedan pendientes, para evolucionar, de la pura fuerza interior de su sentido, es decir, de su lirismo intrínseco, en el sentido aceptado a este vocablo. Por eso los concursos que son la forma civilmente accesible para los homenajes a Apolo tienen, en comparación   —86→   con el drama dionisíaco, una apariencia más pobre, a lo menos no tan atractiva y vistosa.

De la antigüedad de esas prácticas como religión de Estado puede darse uno idea al ver descritos en el primero de los Himnos homéricos los concursos que se celebraban en Delos en honor de Apolo, es decir55, que ya estuvieron minuciosamente organizados mil años antes de Cristo en aquella pequeña isla en la parte norte   —87→   del mar Egeo y en cuyo monte Cynthus se hallaba el santuario de Apolo. Hasta después de la tercera guerra messenia, treinta años después de haberse trasladado el tesoro de la Confederación desde Delos al Acrópolis ateniense no se decidieron estos a organizar en Atenas las fiestas conmemorativas del nacimiento de Apolo, mientras que hacía ya dos siglos que se celebraban resonantemente en Esparta, por el tiempo en que el ditirambo tomaba su forma definitiva en Corinto. Antes de eso, Atenas enviaba a la isla apolínea coros de muchachos y de doncellas conducidos por un representante de la ciudad. En traje de fiesta se dirigían ordenadamente al templo, ceñida la frente con diademas y coronas de flores y cantando himnos peánicos. Los juegos se componían de tres partes: gimnástica, o juegos y danzas desnudos; juegos hípicos y finalmente musicales, cantando y danzando al son de las cítaras. Homero y Hesiodo tomaron parte en esas fiestas en honor del dios   —88→   a quien aquel nombra como Febo Apolo, el dios solar. Las fiestas apolíneas de Delfos rivalizaron en importancia con las Panateneas y en ellas empleaba Terpandro, en el siglo VIII, una forma de composición a la cítara que parece haber inventado, pero que se había convertido en un tipo clásico en su tiempo. Esta forma, que Combarieu considera, un tanto entusiásticamente, como una especie de sonata helénica se integraba por siete fragmentos de los cuales el primero era un preludio y el último un epílogo (o salida, exodion, o epílogos). Entre ellos se intercalaba el comienzo propiamente dicho, un trozo-puente o de transición, un clímax o punto de máxima elevación lírica más otro pasaje conductor, esta vez para retroceder al punto de partida seguido de un final. La composición presenta un alto sentido estructural y merecería la pena de que los artistas actuales intentasen resucitarla.

Al lado de ese cuadro formal netamente sinfónico en el sentido de tectónica abstracta, había otro que respondía a un sentido poético más objetivo, por decirlo así más plástico o descriptivo. Es el trozo tan conocido bajo el nombre de lucha de Apolo con la serpiente Pitón y en él se siguen los episodios del singular combate, más tarde repetido por San Gabriel, San Jorge o Sigfredo con una minuciosidad digna de Kuhnau en sus Sonatas bíblicas56. Si aquella especie de sonata se ejecutaba   —89→   en la cítara, esta especie de poema sinfónico se desarrollaba, íntegro, en el... aulos; pero no hubo después instrumentista alguno que no se presentase para mostrar sus habilidades sin que incluyese el nomo pítico en su repertorio. El plan del poema no difería mucho de las sonatas descriptivas antedichas u otras de su tiempo: una introducción; pasaje en el que Apolo desafía al monstruo; la lucha, con rechinar de dientes, de la fiera, para mayor naturalismo; cantos del pueblo para celebrar la victoria de Apolo y finalmente cánticos de este mismo celebrando sus propias proezas. La composición se atribuye a Salcadas, a fines del siglo VII o comienzos del VI, pero los aulistas que le sucedieron modificaron considerablemente el plan, bien que lo conservaran en sus líneas esenciales. De tal manera se tomó en consideración este nomo, que el instrumento empleado en los concursos, sin duda más perfeccionado que el cotidiano, tomó el nombre de pítico y el auleda concurrente, el de pitaulo. Las fiestas mismas recibían el nombre de píticas.

Los cantos litúrgicos dedicados a Apolo en Delfos se mantuvieron cierto tiempo en aquél santuario con un carácter protocolario, como los de la iglesia católica de los siglos medios, según Combarieu observa. Más tarde pasaron a Esparta, donde hacia el año 675 a. C. se instituyeron las fiestas en forma de concursos, según ya queda indicado.

Las fiestas de Esparta alcanzaron una importancia   —90→   capital. Las danzas de muchachos o gimnopedias se desarrollaron en el teatro; otras danzas y marchas se unieron a ellas y los coros se mezclaron en sus tres voces de niños, hombres y viejos, en composiciones debidas a Tirteo. Alcman, uno de los compositores más fecundos del momento colaboró sobre todo en las fiestas apolíneas de Esparta, que se extendieron posteriormente por toda Grecia con mayor o menor brillantez, en general menor que las fiestas dionisias. Las inscripciones que las recuerdan llegan hasta el siglo IV a. C. pero ya en el siglo III habían descendido del Norte de Europa tribus bárbaras que se arrojaron sobre Delos. Apolo libró a su isla favorita de aquella invasión prematura y el triunfo se conmemoró en fiestas de un esplendor correlativo con la importancia del suceso, con concurso de citaristas, de poetas líricos, de danzas masculinas y de representaciones dramáticas. Apolo y Dionysos conviven en el mismo terreno.

No solamente ellos: si ambos estaban celebrados, con determinada preferencia por uno u otro en el continente, en las islas del Archipiélago o en las comarcas del Asia menor, Zeus tenía sus fiestas en Olimpia y en Argos, mientras que en otras villas las compartía con Dionysos. Poseidón, dios marino, era celebrado en el Pireo; Atenas festejaba a Palas y las fiestas de Eleusis en honor de Démeter son conocidas. Las Gracias mismas tenían sus fiestas en determinadas localidades, así como las Musas. Concursos de variadas clases y dedicados a deidades menores se celebraban por doquier en la Hélade o en los territorios colindantes.

De todos esos agonos los más importantes, con mucho, eran los dedicados en Atenas a Palas. Ya eran populares en el siglo VI y tuvieron un punto de máxima brillantez en tiempos de Pericles. Su organización estaba regida por un protocolo tan minuciosamente litúrgico   —91→   que apenas cabía discrepar un ápice de él, so pena de incurrir en heretismo. La involución del principio religioso en el desarrollo del concepto del Estado, de los principios político, acarreaba una intervención de la música en todos esos puntos de vista que la sociedad toma en su camino. De este modo, las instituciones musicales de Grecia asumían un carácter entre religioso y político, como tiempos después las creadas por la Iglesia romana en su ambición de conquistar espiritualmente el mundo. Tan vinculada estaba la música a esos conceptos estatales, y, por ende, tanta importancia tenían en este sentido los agonos o concursos religioso-políticos que constituían las Panateneas, que se lee en uno de los Diálogos de Platón, atribuyéndola a un músico famoso, la afirmación de que el estilo musical no cambia nunca sin que los principios constitucionales del Estado no se modifiquen de la misma manera. La sentencia tiene un alcance grave, pero dejo la exégesis de su sentido implícito a quienes se percatan de que la función de la Música es un valor social condicionado por las transformaciones de éste.

Pese a tanta severidad de principio, la rigidez en la organización de los certámenes debió de ejercerse más sobre la parte puramente ritual de ellos que sobre el sentido lírico en progresivo avance de las músicas que los concurrentes hacían oír al dios, en primer término, a los jueces del concurso, en segundo, como representantes de aquél y en último lugar a los fieles-auditores, a la grey. Si el ditirambo fue transformándose por razón de las aportaciones literarias, engendrando los géneros teatrales, el teatro libre, puede decirse, la música de este otro orden, la música lírica, fue transformándose asimismo en un sentido de paulatina liberación del concepto religioso, es decir, en un sentido de independencia, de arte específico. Los nombres de Simónides, que   —92→   creó entre mediados del siglo VI a mediados del v infinidad de trozos de música en los cuales se celebraba ya su cualidad de música suave, letificante; el de Píndaro, poco más joven que Simónides y cuyas odas llamadas idilios (es decir, cuadritos) parecen tener, musicalmente hablando, un sentido estético moderno; Baquílides; Melanípides, el modernista del siglo V a quien ya se acusaba de corromper el gusto; Phrynis, que se atrevió a modular y a cambiar de ritmo dentro de una citarodia; Timoteo, para quien el ditirambo era ya un pretexto para hacer valer su habilidad, su filotimia (filotimi/a) su virtuosismo instrumental... todos esos nombres van marcando la evolución del sentido lírico y su aproximación a nuestro concepto del arte de la Música en un proceso donde es fácil reconocer los pasos tradicionales en la transformación del sentido estético y su influencia en la modificación de las formas. A pesar de los reproches de filósofos como Platón, teóricos como Aristógenes, comediógrafos como Aristófanes, de políticos reaccionarios que de vez en cuando obligaban a una marcha atrás, el arte musical iba enriqueciéndose constantemente de sentido humano, de sentido expresivo, justamente como su género parejo: el teatro. El músico, por razón de la técnica creciente del arte instrumental va separándose del poeta y tiende a convertir su función en un oficio, aun paralelo a la línea mágico-religiosa de donde procede, pero cada vez más independiente en todos sentidos incluso en el estrictamente sindical, como es el caso de los cómicos dionisíacos que formaron asociaciones profesionales o colegios, de los que dan noticias inscripciones que datan del siglo tercero para los territorios adyacentes a Grecia y aun anteriormente para la propia Atenas. Los instrumentos se perfeccionan, las formas se complican, se enriquecen en técnica y sentido, el proceso modal se hace más elaborado y la melodía   —93→   más torturada, según lo expresa un reproche propio de nuestros días, los instrumentistas no se resignan a fundirse en la masa del coro e incurren en graves faltas de personalismos, gratos a las muchedumbres entusiasmadas; los coros aumentan hasta una exageración berlioziana: procesiones hay en honor a Dionysos que reúnen hasta trescientos coristas y trescientos tocadores de cítara, casi como en los tiempos de David al transportar el Arca de la Alianza... Un hecho trascendente va a ocurrir en el curso del siglo III: trascendente porque acarreará la emancipación de la poesía lírica, es decir, cantada en la lira (o en la cítara, mejor dicho) desdoblando el texto y la música. Ese hecho es de la fijación de la poesía por medio de la escritura. Los nobles rápsodas, los aedas, guardianes de la tradición oral van a verse paulatinamente suplantados por los lectores de poesías. La poesía lírica va a convertirse en poesía escrita. El músico, libre del yugo que le une al poeta va a caminar por su cuenta. Se le llamará el melógrafo, el escritor de melodías: un nuevo mundo, el de los documentos, se aproxima, anunciado aquí y allá por débiles testimonios cuya traducción a nuestros usos es motivo de sutilidades eruditas57: mas éstos eran tiempos de decadencia. Vamos a reanudar la tradición.

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La manera de llevarse de par la tradición litúrgica en la música coral y su función dentro del Estado se revela elocuentemente, de una manera exterior, en la organización misma de los coros, en sus cantos y movimientos. Socialmente, el coro constituía ya por sí una entidad que podría compararse en cierto modo a las capillas o escolanías de cantores desde la época de San Gregorio, más de mil años antes de estas, porque la institución de la coregia helénica data de unos 500 años antes de nuestra Era. Un rico ciudadano, el corega, debía encargarse, por imposición estatal, de sostener y organizar el grupo de cantantes-danzarines, en un numero de veinticuatro para la comedia y de doce para la tragedia (más tarde ampliado a quince por Sófocles), tanto como el flautista que los acompañaba. Los coreutas debían elegirse entre los ciudadanos libres, como los infantes de coro, siglos después, debían probar su limpieza   —95→   de sangre, es decir, estar libres de contaminación judaica o morisca. Como el culto estaba estrechamente vinculado a la ciudad, los extranjeros, mal iniciados en ese culto, no podrían formar parte del coro, núcleo religioso de la función. El corega cuya tarea, en calidad de impuesto a su riqueza, se denominaba en Grecia liturgia, colaboraba, si gustaba en ello, con el poeta y era recompensado con honores oficiales. El mismo poeta no pasaba de ser considerado en los viejos tiempos sino como un mero bailarín, orkestrai, maestro de baile. Sus honorarios eran también puramente honoríficos: él organizaba la didascalia, la parte hablada, juntamente con la intervención del coro, y, puesto que el corega no tenía que hacer otra cosa sino pagar, sería bueno permitirle que metiese baza en la composición poética. El mismo Sófocles tuvo que admitir esta colaboración, no siempre bien venida. Si el didascalos, el comediógrafo, (en estricta etimología el que enseña, puesto que la aition era siempre un hecho histórico y enseñaba deleitando) cobraba algo era por su calidad de actor, no en su calidad de escritor de los versos, compositor de la música, organizador de las danzas y regidor del espectáculo, o, como si dijéramos, director de escena. Estas sutilezas no son tomadas en consideración hasta más tarde, cuando Sófocles, que tenía una voz aflautada, no servía para intérprete de sus obras. Pero Esquilo y aún todavía Eurípides, interpretaban sus piezas y cumplían con aquellos deberes que no eran precisamente deberes religiosos ni ciudadanos (como el corega) sino simplemente económicos, pues que ese poeta-cantor era una especie de empresario que contrataba con el municipio o la entidad análoga en la ciudad griega todos los servicios necesarios para llevar a cabo la representación ritual; razón por la cual los plagios, refritos, etc., se multiplicaban, enteramente como en los primeros tiempos del teatro en lengua   —96→   vulgar y aun posteriormente cuando la triple actividad de escritor, cómico y director se reunía en una sola persona, ya en los albores de nuestro siglo de oro, ya con Shakespeare, ya con Molière. Naturalmente se produjeron abusos y consiguientes protestas: para evitar unos y otras, el arconte, el alcalde, podríamos decir, terminaría por elegir las obras que mejor le pareciese, previo concurso. Los jóvenes ambicionaban un puesto en ellos; alguno, desconocido en su tiempo y para la posteridad, se vio un día preferido a Sófocles ya vicio. Vieja historia, también.

Las partes constitutivas del drama se organizaban de este modo: un prólogo, cuyo significado etimológico ha llegado intacto hasta nuestros días, comenzaba la pieza sin entrar todavía en materia, pero anunciándola, como las loas de nuestro teatro clásico. El coro entraba entonces formado de dos en dos en una especie de procesión ritual, precedido del corifeo y acompañado por el tocador de aulos que subrayaba el ritmo anapéstico, (dos breves y una larga), de las palabras cantadas por el corifeo; aire de marcha que los coristas escandaban con sus pisadas (de ahí el nombre de pie como medida métrica y rítmica) alzando acompasadamente el pie (arsis) y dejándolo caer en un acento fuerte (tesis)58. La procesión daba la vuelta (strefo) a la orkéstica y se colocaba junto al altar central, el thimelé cuya raíz thyo (Duo) que expresa el acto de humear, indica a las claras el primitivo origen de ese altar como ara de los sacrificios59.

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Una vez instalado, el coro callaba mientras se desarrollaba cada episodio, mas apenas terminado cada uno de estos el coro entonaba una stasima, un nuevo canto. No de una manera inmóvil, sino que tras un cambio de posición, daba una nueva vuelta (seguramente sobre el lugar, o sea sobre el propio eje de cada corista); esta antiestrofa, equilibraba en forma a la estrofa o vuelta inicial. Una última vuelta o estrofa final se denominaba épodo, vocablos que, como designaban una triple yuxtaposición de canto, poesía y movimiento, pasaron más tarde a denominar, por exclusión, la estructura poética.

A pesar de algunos documentos conjeturales nada sabemos de esa música cantada y danzada. Pero como estaba tan íntimamente unida a la poesía y ésta nos ha llegado, felizmente, en multitud de casos, podemos a lo menos saber que su estructura rítmica estaba prolijamente estructurada y aun sabemos, por otra clase de testimonios, que en esa organización entraba muy en cuenta el sentido, el ethos, que se daba tradicionalmente a cada modo rítmico, tanto como a cada uno de los modos melódicos sobre los cuales se construían las melodías, a tono de las cuerdas de la lira60. Tras de veinticinco siglos corridos todavía se supone hoy, por pertinaz reminiscencia, que los dos modos, mayor y menor, que han llegado hasta nuestras costumbres musicales poseen análogas cualidades éticas. Cierto pianista61 famoso en las últimas décadas del siglo pasado divisó en la primera fila de butacas, mientras daba un recital, a un amigo largo tiempo perdido de vista. Estaba tocando un preludio de Chopin, de melancólica expresión; pero el hallazgo hizo sonreír de placer al virtuoso. «¡Y yo sonriéndome, -decía más tarde al explicar el caso-,   —98→   sin darme cuenta de que estaba tocando en menor!». El bueno de Waldimir von Pachmann no sabía que estaba parodiando a Eurípides cuando, en cierta ocasión, increpaba a uno de sus coreutas diciéndole: -«¡Si no fueses un ignorante, sin el menor sentido estético, no te reirías cuando se canta en modo mixolidio!»

Por lo que se refiere a las danzas del coro apenas sabemos otra cosa, fuera de la mera nomenclatura, sino lo que nos muestran las pinturas de los vasos griegos y algún que otro testimonio plástico: esas danzas debieron de ser tan ligeras de movimientos como de ropaje, y de una expresión, en ciertos casos, elocuente sin lugar a dudas. Los timoratos pueden sonrojarse ante algunas de ellas. Combarieu habla de music-hall y de llamar a la policía. Pero su origen mágico, en estrecha relación con el atractivo del sexo, ya inequívoco desde las pinturas de Cógul, mientras el universo comenzaba a deshelarse, ha permanecido latente, invariablemente, en toda especie de danza.

¿Había, por lo menos, un arte en ellas, una technes en aquellos Dionyson technitai como se denominaban los actos del drama dionisíaco? Poco sabemos de ello. Por lo que dicen autores como Plutarco y Ateneo cabe deducir que la danza griega, a lo menos la empleada en el teatro ritual, carecía de solistas y de virtuosidad, lo cual es interesante de señalar, ya que las danzas fenicias llegadas hasta el extremo atlántico de la Península Ibérica y otras practicadas en todo el litoral mediterráneo son, desde que hay memoria de ellas, danzas unipersonales, tanto masculinas como femeninas (en ciertos casos danzas de marineros en los prostíbulos de puerto)62. Estas danzas parecen haber tenido   —99→   un rasgo común que hoy mismo puede observarse desde el lejano Oriente, en las danzas de Siam y Java, al extremo occidente europeo en determinadas danzas andaluzas, a saber, la casi inmovilidad del cuerpo, en el sentido de que no hay traslación, mientras que sus movimientos son ondulantes, desde el extremo de las manos en alto a los pies: unas y otras con movimientos sabiamente complicados. (En América, en México, por ejemplo, son frecuentes las danzas en las que la inmovilidad del torso es total, danzándose solamente de cintura para abajo.) El movimiento de las manos, tan minucioso en las danzas orientales y en las andaluzas, existía asimismo en Grecia con el nombre (que en el viejo Egipto tenía otro significado afín con este) de cheironomía y, los que la practicaban, cheirosophos. Combarieu, que adjudica al metro dactílico un origen manual, de los dedos, añade que el nombre de cheironomon dado por Juvenal al danzarín Batilo indica ya la pantomima por sí sola: el gesto, en una palabra, ya emancipado de sus originales compañeras a las que, sin embargo, no desmiente.

Las manos debieron tener un papel expresivo en los movimientos del coro griego. Bien jugadas habrían de producir gran efecto plástico en sus movimientos colectivos, pausadamente organizados al ritmo de la palabra cantada. Con estos movimientos, kinémata, kih/mata [kinémata], se estructurarían las figuras, eskémata; sxh/mata [schémata], de que habla Ateneo, y que, al parecer, debieron de poseer un sentido plástico tan variado como elocuente.

Por lo que a la parte instrumental se refiere, los griegos -que poseían cantidad de instrumentos, procedentes los más de sus próximos vecinos del Oriente asiático y africano, y otros del norte continental-, solamente empleaban en el teatro los aulos o auloi, término que designa toda una familia numerosa y en la cual   —100→   algunos autores incluyen la mítica siringa, ya la de una simple caña, ya a la de varios carrizos, siete, por lo regular, conocida como flauta de Pan. Bien que se haya querido asimilar el aulos al ugab bíblico, nada tienen de común: El ugab fue, al parecer, una flauta larga, de embocadura63, cuyos descendientes quedan relegados, como la flauta de Pan, a los pastores y campesinos así como el cuerno (keras) y el caracol (stromphos) y la trompeta recta o salpinx. Pero los auloi formaban un género instrumental distinguido, con numerosas especies que nada tenían que ver con las flautas. El examen de los testimonios de que disponen los musicólogos dedicados al estudio de los instrumentos hace ver inequívocamente que el aulos era un doble oboe, cuyas dos cañas se unían en la embocadura, la cual se sujetaba (no siempre) a la boca con una correa, o forbeia, quizá para ayudar a los labios a hacer fuerza sobre la embocadura. Su sonido era penetrante, agudo, como el de una zampoña, y la técnica, que en un principio se limitaba a las notas del tetracordio se complicó posteriormente con notables mejoras instrumentales. No se sabe con exactitud cuál era la razón de los dos tubos del aulos doble: bien era para duplicar la melodía y hacerla más audible, bien uno de los tubos ejecutaba esa melodía y el otro una nota tenida (más aguda) u otras notas en una rudimentaria armonía. El aulos llega a Grecia con instrumentistas frigios en el siglo VII y aunque empleado primeramente con timidez por los griegos se hace protocolario tras de la guerra con los persas.

No era ese instrumento el único que los griegos   —101→   habían tomado a sus vecinos asiáticos. De esa procedencia son otros que se empleaban principalmente como acompañamiento de la poesía lírica: así el pectis, de alto diapasón, favorito de las mujeres lidias y singularmente de Safo; la magadis, instrumento de cuerdas en octavas (de donde magadizar, cantar a la octava); la sambuca cuyo nombre conservan todavía los países musulmanes; la phoinikon o lira fenicia, que también tenía cuerdas en octavas; el barbitos, especie de lira atribuida a Terpandro, de tonos graves; el trigono, que parece haber sido el arpa triangular siria, extendida por Egipto y los pueblos semíticos; en fin, salterios de muchas cuerdas; estos, ya en plena época de decadencia, entrados los primeros siglos cristianos.

Pero los griegos poseían dos instrumentos en los que cifraban su orgullo de grandes didactas: dos instrumentos de sentido profundamente griego, pero que tampoco lo eran de origen. La lira, en efecto, era de origen tracio. Un caparazón de tortuga cubierto por una piel tendida iba montado con dos mástiles recurvados, o dos cuernos unidos por un travesaño en el que se sujetaban las cuerdas de tripa, recogidas en el extremo inferior de la testudo (chelis) o caparazón64. La cítara, más evolucionada, era de procedencia asiática, derivada del instrumento similar utilizado largos siglos atrás por egipcio, sirios y babilonios65. Consiste en una caja de madera como cuerpo de resonancia, de la que emergen dos brazos laterales de cuyo travesaño parten las cuerdas que van a parar en un puente inserto en la panza de la caja. La lira, más rústica y simple que la cítara, tuvo   —102→   desde sus comienzos conocidos las siete cuerdas mágicas. La cítara, que comenzó por cinco, llega a veces hasta once y doce. La técnica es idéntica en ambas: la mano izquierda pulsa las cuerdas cuyas notas dan la melodía, mientras que la derecha, con un plectro de madera golpea rítmicamente una cuerda para acentuar el metro poético-musical, o bien rasga del mismo modo todas las cuerdas, como los guitarristas populares de todos los tiempos. (Música golpeada se llama al rasgueo en nuestros tratadistas españoles del siglo XVI.) La música puramente instrumental de la cítara recibía el nombre de citarística y ya hay concursos instrumentales de cítara en el siglo VII a. C. Si se empleaba como acompañamiento del canto, recibía el nombre de citarodia.

No hay que hacerse ilusiones acerca de tal acompañamiento. Este tema incitó a largas discusiones entre los musicólogos de hace algunos años que, o se empeñaban en que los griegos hacían oír solamente un sonido cada vez, o bien sostenían que conocían la armonía, la simultaneidad sonora, y por lo tanto armonizaban sus melodías. Ni los unos, ni los otros se percataban de que el hecho de conocer la consonancia de dos intervalos no supone la existencia de un estilo acompañante ni de un sistema armónico, en el sentido que hoy tiene esta palabra. La feliz invención del vocablo heterofonía ha resuelto esa pugna, ya que heterofonía no quiere decir sino la posibilidad de emplear en determinados momentos sonidos simultáneos, sin que esta simultaneidad presuponga un sistema de armonía. En la lira y la cítara, como en los auloi, los griegos subrayaban alguna de las notas melódicas con una nota consonante, o bien doblaban la melodía al unísono o a la octava adornando una de las voces, como hoy se practica corrientemente en todos los países musulmanes: eso era el acompañamiento   —103→   que recibía el nombre de aulodia, citarodia o firodia según el caso.

Una inmensa muchedumbre llegada de todas partes de Grecia y países vecinos se congregaban ante el lugar de las representaciones, cuyas palabras apenas podían ser oídas por tan gran número de gentes, las cuales seguían, en su mayoría, la acción por la mímica de los personajes: acción, por otra parte, perfectamente conocida de todos los congregados. Durante tres días se sucedían las procesiones en honor de Dionysos, cuya imagen iba seguida de los coreutas vestidos de sátiros y silvanos que marchaban dando pasos grotescos. Coros de varias especies completaban esa parte de las fiestas, que comenzaban a fines de marzo prolongándose dentro de la primera quincena del mes siguiente. Un ritual litúrgico de carácter netamente esotérico preludiaba las representaciones propiamente dichas, que duraban cuatro días. En una marcha nocturna, los efebos conducían al dios a la luz de las antorchas instalándolo en el lugar donde iban a verificarse aquellas, que de la simple escena forestal, en su más estricto sentido etimológico, pasó a ser un tingladillo de madera y finalmente los espléndidos teatros de piedra como el adosado al Acrópolis, en Atenas, en tiempos de Licurgo (340) y en el cual puestos distinguidos indicaban el sitio reservado al sacerdote de Dionysos, al de Apolo y otras altas personalidades eclesiásticas y municipales. El altar del dios, el thimelé, queda colocado bajo las hojas de vid. La acción dramática y la liturgia músico-danzable giraba en torno suyo y todas las miradas convergían hacia él. La parte narrativa, la propiamente teatral se desarrollaba en la escena, que cortaba el gran círculo de espectadores, tangencialmente al pequeño círculo interior u orkestra donde se verificaban las evoluciones, núcleo germinal del teatro en su acepción pura, y cuyo centro es el altar.

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El nombre que los griegos daban a esa parte de la escena, el logeion, o sea, el sitio donde se habla, indica claramente su papel, aunque rara vez los actores subían al logeion desde la orkestra, ya que los actores tenían que cantar y danzar, y en el logeion solamente se hablaba, cuando la ocasión lo requería, y, por otra parte, la altura y exigüidad de la escena impedía ver con comodidad a los actores que aparecían subidos en ella. Más próximo a nuestro concepto del teatro, los deikelas o sea los cuadros plásticos estaban ambientados con verdaderas decoraciones más o menos sintéticas, ya con tapices, ya con pinturas (pinakes) en tiempo de Sófocles, ya con una especie de bastidores que giraban alrededor de un eje mostrando diversos aspectos (árboles, muros, etc.), propios para sugerir el lugar donde la acción se desarrollaba.

Por ley normal de evolución, esa acción fue complicándose desde la primitiva invocación mágica y propiciatoria al dios, pasando a la representación de escenas culminantes de su vida y después a la de otros personajes, con episodios cada vez más ricos de sentido patético no ya divinos, sino simplemente humanos. Los medios que era necesario poner en juego para llevar a cabo ese drama y su sentido emocional al inmenso público congregado, exigente y agudamente crítico, tanto de los actores como de los versos mismos, tendrían que irse complicando paralelamente. Mientras el ditirambo no fue sino la invocación cantada con una riqueza de solistas y coros creciente, el didaskalos, o sea el que conducía el ditirambo, el que enseñaba su proceso a la audiencia -en una palabra, el autor más tarde llamado poeta, es decir el que creaba la parte verbal y plástica del rito-espectáculo-, era su propio intérprete y él sólo mimaba los supuestos personajes diversos que intervenían en el hecho, de la misma manera que en la Misa católica y   —105→   en las Cantatas protestantes los oficiantes simbolizan a Cristo y a las diferentes personas de la divina tragedia. Otros comparsas o figurantes que ayudaban al pantomimo-poeta no tenían sino un papel auxiliar, a fin de integrar los cortejos y procesiones; mas no se tardó en acudir a un segundo recitante que alternaba con el principal o se encargaba de los figurantes cuando aquél estaba demasiado ocupado con su representación. Esto comenzó a ocurrir en las grandes fiestas no dedicadas ya exclusivamente a Dionysos, en las cuales los auditores no estaban tan bien enterados de los sucesos como en estas mismas. Y al ir tomando incremento la parte espectacular, la acción representada, el argumento, bien con episodios relativos a otros dioses, a héroes, a simples humanos, el coro que en el rito a Dionysos era predominante debió ir reduciendo su actuación a fin de no estorbar el curso normal del drama. Paulatinamente (con Eurípides cuyo idioma se hace ya netamente realista) el elemento musical se independiza, concentra su esencia lírica, pero reduce su ámbito. Cuando la tragedia griega llega a Roma, el coro estorba en la orquéstica y se le envía a la escena; incluso el círculo orquéstico se reduce a la mitad: el teatro va acercándose al aspecto que iba a asumir, tras de las representaciones religiosas de la Edad Media, en tiempos modernos66.

El proceso en la evolución meramente formal del   —106→   ditirambo coincide estrechamente con el seguido en la acción simbolizada en la Misa. En sus comienzos, el sacerdote o actor principal conduce al coro (de ahí su nombre de korifaios), le increpa y el coro le responde. Más tarde, en lugar de responder el coro de fieles, un diácono responderá por él, o, en el drama dionisio un interlocutor disimulado entre el coro, pero que interpreta su voz y al que, por ese disimulo, se le llama el hipocrites; pero a la postre el coro no será ya sino una parte técnica integrante de la representación y que aunque simbólicamente siga representando al núcleo de fieles, al pueblo, es decir, la grey, la igreja, la iglesia, recaba una independencia de puro oficio por la complicación de su intervención artística. En el templo cristiano, sin embargo, los fieles conservarán su voz, bien en aquellas intervenciones sencillas en las que responde al oficiante, bien en su intervención más complicadamente musical en forma de coral, en los ritos protestantes. Es sabido que a más de los trozos que componen el ritual ordinario o incambiable de la Misa otros trozos circunstanciales pueden injertarse en ella. Así, tras de Sófocles, que se mueve en términos menos rígidos que Esquilo, y tras de Eurípides que acepta el tercer actor, la cantidad de coristas, el lenguaje naturalista, la riqueza escenográfica y otras novedades de Sófocles, otros autores menores comienzan a injertar episodios dentro de la acción general, embolima (así llamados) que pasarán al teatro romano y que no abandonarán ya la escena, en tiempos posteriores bajo la forma de intermedios insertos entre los actos de la tragedia. Más tarde, degenerarán en verdaderos parásitos, hasta que llegan a componer un género especial del que nacen géneros secundarios de un carácter bufo o grotesco como en el teatro griego, y que en las komoedias posteriores, en la comedia coetánea de los tres grandes trágicos mencionados, guarda   —107→   aun su estirpe satírica, es decir, las gruesas facecias de los sátiros dionisíacos, con sus danzas fálicas convertidas en bromas de fuerte realismo predilectamente cultivadas fuera de Atenas, en Megara con Susario, en Siracusa con Sophron o, si en la metrópoli, en fiestas secundarias, celebradas en los meses de invierno, y en las cuales lo ritual y riguroso de las fiestas mayores quedaba al margen. Escenas de la vida cotidiana, alusiones políticas, como en la ópera bufa napolitana, en el vaudeville parisiense suburbano, en el teatrillo madrileño de barrios bajos, figuraban en esas comedias, uno de cuyos hechos característicos consistía en que el coro, abandonando su puesto subordinado, se adelantaba hacia los espectadores encarándose con él, como en aquellos otros géneros menores del teatro ligero de nuestros días.

Es importante recordar este tono, un tanto desvergonzado (y en sus primeros tiempos un mucho), esa libertad en el hecho comentado y en la forma de exponerlo, la falta de rigor o el desdén de las convenciones rituales, porque de ese liberalismo va a nacer, en buena parte, el teatro posterior y constituye, sin duda, la más fuerte capacidad de fermento en la evolución del teatro. Evolución que se desarrolla de una manera, podría decirse, clandestina, como extramuros, pero que tras de Roma llega intacta hasta nuestros tiempos a través de tipos menores de teatro popular que es de la mayor importancia recoger, porque muestran a qué punto de civilización, es decir de vida dentro de la civis, de la ciudad, ha llegado la sociedad de esos tiempos, de qué manera acentúa la diferencia de gustos que va relegando a una moda anticuada ya, los rígidos, nobles, severos, de una clase elevada, y prefiere en su lugar otros de menor porte, de bajo coturno, sin el calzado de altos tacones que el autor trágico calzaba para imponerse a la audiencia, sin vestimentas atiborradas de lana para   —108→   parecer más imponentes, sin máscaras impersonales pero aparatosas y sin portavoces que desfiguraban, agruesándolas, las voces de los actores de la tragedia y de la comedia anterior a la de las villas griegas.

El uso de la máscara, tan conocido de todos como curioso, estuvo lejos de ser un capricho individual67.   —109→   Antes bien, respondía a la necesidad de impersonalizar al sacerdote oficiante, al didascalos o al corifeo del ditirambo y de los demás actos rituales; y, como en las primeras representaciones, los personajes, ya de la tragedia, ya de la comedia, eran bien conocidos, precisaba darles caracteres fijos en vez de lo variable de los rostros de los actores que, por otra parte, eran familiares, insignificantes, mientras que las máscaras podían ser tan enfáticas, tan imponentes y tan convencionales, al mismo tiempo, como lo juzgase oportuno la tradición. Su origen no parece que haya sido exclusivamente griego, sino propio del teatro religioso mediterráneo, porque dos de los términos teatrales más importantes que han llegado intactos hasta nosotros provienen, en Roma, de una influencia etrusca: el término hister, histrión, y el de persona, la máscara: podemos suponer, la mascara representativa de un determinado carácter.

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Los países romanos conocían el teatro griego, en efecto, importado por las colonias griegas de Italia, desde mucho tiempo antes de su florecimiento, pero lo   —110→   cultivaron con considerable retraso, y todavía en el año 154 a. C. el Cónsul Escipión Nasica impidió la construcción de un teatro de piedra que sustituyese a los tinglados precarios donde se celebraban las fiestas Megalesias, los ludi Romani, únicamente en ocasiones señaladas. Importa mucho subrayar este calificativo de ludi, de juegos que tenían las festividades religiosas latinas porque demuestra que el concepto griego se había trasmitido, a lo menos en su forma estructural, a Roma y territorios adyacentes, aunque los pobladores de ellos diesen a la sustancia misma de los juegos, ya al drama ya al elemento lírico, una importancia mucho menos intensa, una menor espiritualidad de lo que fue propio entre los griegos. Incluso la imagen de Dionysos figuraba en el lugar de sus fiestas, en su templum al aria aperta o en sus tingladillos desmontables utilizados para las representaciones, pero parece que estas estaban lejos de quedar organizadas en honor exclusivo del dios y como homenaje a su pasión, muerte y resurrección.

Como quiera que fuese el atractivo que los latinos sintieran hacia el teatro, aún en sus formas más rudimentarias, o su afición, ya señalada por las obritas bufas dedicadas por Epicarmo a los mimos en Sicilia en el siglo V a. C., las fiestas romanas, las maximi ludi no parecen haber llegado a una organización regular hasta un siglo después, mediando el siglo IV, y en ellas era característica, sobre todo, la presencia de las pantomimas procedentes del norte, de los etruscos. Las dos formas del drama dionisio, la tragedia y la comedia, no parecen tomar carta de naturaleza en Roma hasta el año 240. Los juegos dedicados a Apolo se instauran regularmente cada mes de julio a partir del año 208 bajo el nombre de ludi apollinares pero no en la forma democrática de los concursos de la Hélade y del Archipiélago. Un poco más tarde que ellos se fija la celebración   —111→   de los juegos en honor de Démeter, o fiestas megalesias con representaciones escénicas de respetable solemnidad ya, que han sido recogidas por Tito Livio. Las fiestas de noviembre, último eco de las dionisias, quedan relegadas al pueblo bajo, a la plebe y de ella sacan su nombre: ludi plebeji. La sociedad romana siente por esa época aquellos síntomas de decadencia, tras de la época considerada en el arte como una decadencia en Grecia, y pronto la sociedad romana va a transformarse en otro tipo muy distinto del de la paganía bajo la doble influencia de estímulos religiosos que llegaban del próximo Oriente y del influjo político, militar, y sobre todo racial, que procedía del norte. Los dioses romanos y tras de ellos los helénicos van a perder su hegemonía y lo que es peor su influencia, coordinatoria del Estado. Si más tarde un emperador se decide a reconocer la incipiente religión cristiana como religión del Estado romano, lo fue menos por cuestión de fe que por remedio político a la paulatina desintegración del Imperio y pensando encontrar en ella coerciones morales que detuviesen la proclividad de las costumbres. Y si anteriormente a ese suceso de inmensa trascendencia en la Historia, otros emperadores como Sylla y Augusto crearon nuevas fiestas y dieron incremento a las representaciones escénicas, dieron más desde un punto de vista del lujo de la corte y en busca de popularidad entre ciertas clases sociales que por los motivos de neta índole religiosa que movieron a sus predecesores griegos. De ellos se guarda lo formulario, no lo esencial; sin embargo, como el proceso de evolución dentro del tiempo acarrea una transformación general de las cosas, puede creerse a simple vista que las introducidas en la escena y aún en la pura práctica musical68 significaban un ánimo progresivo que   —112→   en realidad no hubo, pues que las transformaciones se hicieron en un sentido más bien exterior y mecánico. La misma mecanicidad o formulismo del ritual religioso de las representaciones dramáticas y las disputas a que daban lugar sus violaciones, consideradas como herejías de un carácter religioso (violata religio) aunque el espíritu mismo de la religión helénica se hubiese evaporado, muestra la esencial decadencia de un proceso en el cual es ya la infracción a la letra lo que se considera herético. Una infracción mínima o insignificante originaba la suspensión de los juegos, por considerar que esa violación los hacía ineficaces, y así hasta por cinco veces consecutivas. Debió de descubrirse pronto que había trampas en ese juego abusivo en las cuales alguien interesado sacaba la ventaja, y al disiparse los últimos vestigios de las viejas costumbres, viejas supersticiones inoperantes ya, se disipó el sentido teologal de las representaciones. Mas entonces, el teatro comenzó a ser sentido y gustado como tal; las fiestas pierden su sentido mágico y religioso y comienzan a adquirir periodicidad, pues que comienza a sentirse el teatro como función de la sociedad romana. Mediando el siglo anterior al nacimiento de Cristo, Pompeyo construye el primer teatro de piedra, y se asegura que era capaz para contener cuarenta mil espectadores.

Aunque pueda verse en los Versos fasceninos un primer conato de representaciones dramáticas latinas, el primer teatro en este suelo parece haber nacido, quizá bajo la influencia griega, en la villa de Atella, en la región de Osca, desarrollándose después en Roma bajo la forma conocida por fábula Atellana. Pero el influjo helénico avasallador en las comarcas latinas, data solamente del siglo II antes de nuestra Era, cuando los dioses   —113→   griegos, venerados solamente extramuros comenzaron a ser asimilados a las deidades tradicionales una vez que los Escipiones, que eran los modernistas de la partida, vencieron la resistencia conservadora de Catón. Las estatuas llevadas a Roma desde el Mediterráneo oriental entraron en un principio como simples dioses huéspedes, mas su culto terminó por imponerse al de los dioses etruscos, que parecían rudos, por comparación. Ares fue identificado con Marte, el Zeus olímpico con el Júpiter capitolino, Atenea con Minerva, Afrodita con Venus y los dioses o semidioses efebos corrieron por las calles de Roma bajo nombres nuevos en abundancia proporcionada a la de sus adoradores. Sin embargo, hubo divinidades netamente latinas que no ofrecieron confusión posible, como la Fortuna, la Victoria y la Paz, diosas cuya presencia actual estaba lo suficientemente llena de sentido para que necesitase eufemismos. En contraposición, un dios griego, Apolo, pasó a Roma sin mudanza, ni de nombre ni de mito.

No todo, empero, fue puro cambio. Algunas asociaciones o fraternidades (cuyo modelo pasó al Cristianismo) seguían cultivando sus viejos dioses, practicando los antiguos ritos, cantando sus himnos ancestrales en un idioma tan envejecido que era ya pura lengua mágica para los latinos de la decadencia, tanto como lo fue el hebreo de la Biblia para los traductores coptos, como el griego de los tiempos clásicos para los modernos o como el latín de la Iglesia para sus fieles actuales. Mas la presencia de esas reliquias arcaicas ponía un clavo de especia en lo importado, constituía un elemento diferencial y, a través de él, la posibilidad de asimilar lo forastero al espíritu vernáculo.

Esas reminiscencias imperecederas que sobrenadan en la corriente avasalladora de lo nuevo, perduran ejemplarmente en la memoria del pueblo, y merced a la   —114→   doble facultad de éste de conservar y de adaptarse a variables apariencias en cuyo fondo late el viejo principio, tomaron multitud de aspectos que llegan hasta nuestros días a través de evoluciones que ha sido posible identificar entre sí. En la música popular, en los tonos que acompañaban a las fórmulas de encantamiento, en los nomos, pervive ese espíritu tan viejo como el que desde el fondo de los templos hebreos, y aún anteriores, llega resbalando hasta la Iglesia romana. Otro aspecto hay del mayor interés dentro de la escena, porque a él se le deben no pocos aspectos de ese desenvolvimiento bajo el acicate del espíritu transformador que, en el pueblo, es conservador parejamente: esto en el fondo; aquello en la superficie. Me refiero al influjo del histrión, del juglar, del mimo, que solitario por calles y caminos, sin otra ayuda que unos fantoches de madera que son sus interlocutores, en herencia de los hipocrites dionisíacos, va sembrando una ingenua alegría, rústicas facecias, diversiones que causan risa o asombro y cuya variedad le fue enseñada en muchos pueblos recorridos y tras de muchos años de aprendizaje transmitido por herencia. El juglar, que ya aparece en Alejandría por los siglos IV o III mezclando la música cantada, que hereda de los nobles aedas, sus antepasados, con la prestidigitación, con la magia curativa, abundante de charlatinismo, y con la predicción de horóscopos, que del alto sacerdote de los primeros tiempos históricos ha ido cayendo, en los albores de la era presente, a esas manos humildes. Humildes, pero viviente archivo de la tradición. Vamos a encontrarlos enseguida: veremos que todavía llevan adelante el espíritu de la comedia cuando el teatro latino decae por la labor conjunta de varias influencias: el misticismo cristiano y las invasiones ostrogodas, del norte, y sarracenas, del mediodía69.

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Según Tito Livio, la fábula Atellana no fue, en su estado más primitivo y rudimentario sino la consecuencia   —116→   de los ludi etruscos y de la ruda manera de declamar los versos fasceninos que, acompañados por una flauta y gesticulados con una mímica suficientemente expresiva habrían engendrado, al parecer, una forma dramática anterior a las fábulas y cuyo nombre de saturae es tan problemático como su propia existencia. El teatro romano no alcanzó una vida regular hasta los tiempos de las guerras púnicas y su principal introductor fue un esclavo tarentino, Livio Andrónico, que hacia el año 240 a. C. hacía de maestro de escuela en Roma, tradujo algunas producciones griegas y escribió varias comedias y tragedias de su propio numen en un latín adaptado con tanta precisión a los metros griegos que hace pensar que no fue el primero en realizar una empresa ya en él considerablemente perfecta. Los romanos prefirieron, al parecer, la comedia a la tragedia, acaso por su temperamento más realista y propenso a la caricatura que el de sus predecesores griegos, pero cuando los asuntos de actualidad o las tradiciones locales pasaron a las formas trágicas, los romanos consideraron que un género especial, de fábulas con argumento, fabula praetextata, había nacido. Su iniciador, Cn. Naevius fue principalmente autor de comedias sobre episodios de la vida cotidiana, especialmente la vida campestre o rústica, en los núcleos de población que la metrópoli romana proyectaba, fuera de sí, hacia los campos, género este que se denominó fabula togata. Las traducciones griegas se multiplicaron en tiempos de la segunda guerra púnica bajo el título genérico de fabula palliata, pero ya desde Plauto, que fue uno de los traductores más abundantes, los autores de comedias y de tragedias separaron ambas actividades. El nombre de Maccius Plautus es simplemente un apodo, según era corriente: Maccius es el nombre de un personaje común   —117→   en las fábulas atelanas que sin duda representaba el abundante comediógrafo, y Plauto vale por pies planos, defecto claudicante que es uno de los puntos mejor observados por el actor bufo de todas las épocas.

Su procedimiento de tomar en préstamo originales griegos, ha sido, asimismo, muy favorecido, pero Plauto ponía en sus esquemas un humor tan jubiloso, su expresión era tan normal y tan llana, fuera de las convenciones de la métrica tradicional, su diálogo era tan picante y tan salpicado de bufonadas bien entendidas por su público, el cual veía en ellas alusiones nada misteriosas a sucesos contemporáneos, que pronto el teatro de Plauto se hizo modelo de la comedia romana y se extendió con sus sucesores, entre los cuales destaca Estacio Cecilio (Estacio el ciego), quien, más severo en sus procedimientos y más sólido en la construcción de sus esquemas, rechazó el procedimiento, un tanto ligero, de Plauto, de injertar en una comedia fragmentos de otras; esto es, lo que hoy entendemos por refritos y que en su época se denominaba contaminatio.

Ese humorismo jocundo continuó en varios comediantes y comediógrafos hasta Terencio que, aunque menos rico en léxico que Plauto es más cuidadoso que él en la construcción del carácter de los personajes, evita anacronismos, simplifica los procedimientos de versificación, limitándose a dos únicos metros y prescinde de los versos irregulares empleados en los pasajes líricos, procedimiento sin embargo fecundo y que, conocido por el nombre de cantica iba a perdurar bajo modos muy diversos70. Poco antes del primer siglo a. C.   —118→   la adaptación latina de las comedias griegas decae, tras de Terencio, cuyo estilo supone refinamiento literario considerable. El pueblo reacciona prefiriendo los argumentos cotidianos y el lenguaje sin exquisiteces en un tipo de comedias más cercano al género de la fabula togata que a las adaptadas del griego, las cuales, sin embargo,   —119→   tanto como las tragedias basadas en la mitología griega llegan hasta los primeros siglos cristianos. Una alta retórica domina en ellos, con Pacuvio, a quien Quintiliano elogia y Séneca imita. Tanto las togatae, cada vez más próximas al espíritu aldeano y cultivadas por plebeyos como Ticinio y esclavos libertos como Publius Sirus, como las atelanas, que resurgen un momento por la predilección que por ellas siente Sylla, llegan hasta la época de Augusto. En este género rusticano y de suburbio, los caracteres han ido convirtiéndose en tipos genéricos como Maccus, el bobo, Dossennus, el jorobado, Pappus, el vejete, que pasan sin apenas modificaciones a la comedia del arte y al teatro de marionetas, breves actores de leño que gozan de la imperturbabilidad facial de las máscaras clásicas y en quienes parece más fácilmente permisible la licencia en la expresión y lo grosero en los modales. Es la época en que el mimo asciende a un primer plano, después de sus gloriosos antecesores en el ditirambo dionisíaco, y, como aquellos, sostiene su derecho a la exaltación en el gesto y en la expresión, poseído esta vez, si no por el dios que hace renacer a las gentes que beben su sangre vitícola, a lo menos por el fuerte espíritu de la farsa, de la imitación en la expresión de los gestos, por el espíritu que provoca la hilaridad y proporciona una alegría, si bien fugaz, no menos apetecible que la provocada por el zumo de las vides.

Cuando el teatro griego había alcanzado su grandioso desarrollo en las fiestas que se celebraban en días señalados y en determinadas épocas del año, aquel pobre comiquillo que en las fiestas en honor de Dionysos; ya capitidisminuidas, o en las celebradas en los barrios o suburbios de las villas principales sucedió al didascalos o corifeo que llevaba el ditirambo, debió de sentir el estímulo   —120→   de seguir gesticulando y mimando escenas dramáticas o satíricas en un tono menor y para diversión de espectadores de baja extracción social, y aún en los bajos fondos donde la danza se mezcla con la canción y el vino, abundantes en todo el litoral mediterráneo por donde circulaba el comercio, desde las costas fenicias hasta las de la España atlántica. En vez del coturno de alto tacón calzaba la sandalia o andaba descalzo; se hinchaba la barriga con trapos para parecer más grotesco; se dejaba crecer barbas y pelambre, y como el artificio pesado y molesto de la máscara le servía de estorbo para sus gesticulaciones, cuya expresividad era lo más solicitado de su arte, abandonó aquel armatoste, propio para ser visto por públicos situados a gran distancia, mientras que él, el mimo de hinchados carrillos, el bufón, se dirigía a gentes tan próximas de él en la distancia como en la rusticidad de sus incitaciones a la risa. De su expresiva gesticulación nace todo un arte: el arte del actor. Parece como si la palabra ennobleciese en la medida en que envilece el gesto mudo. El actor que por la época de la decadencia romana había logrado ya cierta consideración social logra destacarse merced a su talento de la grex de cómicos que ya en tiempos de Terencio estaba administrada por un empresario. El mimo, el planipedes, como el mismo Plauto, nunca logra ascender de categoría y aún yerra por los caminos de plaza en plaza, buscando la acogida de los mercados hebdomadarios o de las fiestas rurales. Aquellos eran, por lo regular, esclavos y su soldada iba a parar al amo; este otro en cambio, es sólo esclavo de sí mismo, de su miseria, de su triste condición humana, pero su espíritu es libre: hace y dice lo que quiere, como quiere; provoca la risa cuando se lo propone, y si lo que incita es el enojo, levanta el mísero petate y se acoge a lo infinito del   —121→   camino, que le espera71. Su arte nace del contacto con pequeñas audiencias, es una forma menor de arte, pero como es propio de éstas en todo tiempo, es un arte fecundo porque, intenso y concentrado en sus intenciones, tiene las propiedades de la levadura; es un arte de fermentos.

En el teatro romano, la música y el canto, que ya comenzaban a divorciarse de la acción en el teatro griego de la época clásica, están mal mezclados, casi son una superfetación que estorba el desarrollo del drama, pero siguen siendo imprescindibles, porque hay, en primer termino, una larga tradición religiosa, luego un principio estilístico y, en términos más cercanos, esa música ritmada en concordancia con los pies métricos de la poesía es, por decirlo así, como su soporte; es como   —122→   ese indispensable bajo acompañante de la melodía del que hasta tiempos recientes los músicos de más alta condición no supieron independizarse. El proceso de naturalidad en el lenguaje, la libertad en la versificación irá abriendo el surco que separara al recitado de su doblaje musical, pero aún en tiempos de Quintiliano, entrada ya la Era Cristiana, toda recitación, toda oratoria era salmodiada, como en la cantica antes aludida, como en el adcantus de los retóricos latinos y en la cantillatio, tanto de la Sinagoga como del templo cristiano, pues que era el modo tradicional de entonar la lectura de los textos sagrados.

Una primera forma de divorcio entre la palabra, la música y la acción se encuentra en el pantomimus que alcanzó extraordinario éxito en tiempos de Augusto con Pílades y Batilo, pero que procedía de los tiempos de las atelanas. El mimo, cuya escena era la vía pública, goza desde antaño de predilección en las villas meridionales, donde la vida al aire libre es normal la mayor parte del año, y, especialmente en Sicilia, el género era tan gustado que el viejo Epicarmo de Cos escribió pequeñas piezas muy simples para ser declamadas por un recitante mientras un mimo las gesticulaba y un flautista tocaba y danzaba a la par72. En Alejandría, tres siglos a lo menos antes de Cristo, la reducción de los intérpretes a un mínimo dio origen a un descubrimiento inagotable en consecuencias. Hay una figurilla de tierra cocida en el Museo de Arqueología de Berlín que representa a un juglar tocado con un gorro frigio y vestido con atavíos de origen oriental. Está cantando   —123→   o declamando, y como no puede acompañarse simultáneamente con la flauta, ha adherido a esta un pellejo lleno de aire que oprime con el brazo, bajo la axila. Es el principio de la gaita y sus innumerables variedades; es también el principio del órgano, y se recuerda que el primero conocido, el órgano hidráulico de Ctesibio nace precisamente en el mismo lugar, en Alejandría, en el siglo III o II antes de Cristo73. Otra invención nacida de la necesidad perentoria de reducir a la más mínima cantidad el número de actores fue no menos fecunda: el recitante movía simultáneamente varios muñecos de madera y contrahacía sus voces: otro género nace, se extiende por toda la faz del mundo y logra mantenerse íntegro, incluso con sus caracteres principales, hasta este día mismo.

Las Pantomimas de Pílades y Batilo gozaron de una aceptación tan grande que un poeta de altura eminente como Lucano escribía argumentos para ellos, mediando el primer siglo de la nueva Era. En su triple combinación de mimo, recitante y músico-danzante, el género era conocido como fabulae salticae, es decir netamente lo que luego se entendió por ballet y aún, con poca diferencia, por bailes en el siglo XVII español. En ese arroyo murmurador, no siempre muy claro en sus linfas, se perdió la comedia latina para resurgir, como en esos tiempos más cercanos a nosotros, en formas diversas que reconocían a la par su antigua estirpe y su próxima procedencia. Si el género sobrevivió a otras formas más o menos semejantes fue a causa, dicen algunos autores, de sus argumentos licenciosos, de su burda comicidad colindante con la indecencia. Sería esto dar patente de inmortalidad a las proclívicas tendencias del género humano, lo cual es, probablemente, cierto; pero   —124→   hay además otras razones de índole más trascendente; entre ellas, que no puedo desarrollar aquí, la venganza que la vida humilde, despreciada, preterida en un sinfín de humillaciones se toma cuando, risum teneatis, se presenta el desquite. Que, en el caso particularísimo de los mimos y sus bufonadas tomó cuerpo, tiempo adelante, en el muy lindo de aquella mima que supo vencer todos los obstáculos -se comprenderá que no fueron baladíes- que se opusieron en su camino hacia un trono imperial, desde el cual, sentada a la diestra de Justiniano supo mostrar un talento y una oportunidad de consejo nacidos, a buen seguro, de su experiencia de la vida y de su conocimiento de las almas74.

Plauto y sus contemporáneos tuvieron frecuentemente   —125→   por intérpretes esos muñecos de madera, tan favorables actores de togatae y atelanas que no sólo el pueblo bajo los prefiere, sino también las gentes ricas que gustan de representar comedias en los patios de sus casas. El muñeco de madera, el fantoche, títere o marioneta es, en efecto, una invención tan vieja como el teatro mismo aun en sus tiempos míticos, estrechamente relacionados con la liturgia, y su prestigio inmarcesible quizá se debe a ese añoso, leñoso, abolengo, mejor, acaso, que al hecho mismo de su irresponsabilidad, porque ¿cómo ser severo con un muñeco-máxime si en ese trozo de leño según una superstición viejísima, puede albergarse un espíritu? Es Herodoto, en efecto, quien nos da noticia de esos muñecos y de su significación profundamente religiosa entre los egipcios que él vio en el siglo V a. C., esto es, en la época de esplendor del teatro griego. Su invención, sin embargo, no era contemporánea del Padre de la Historia, y ya los viejos dioses monumentales de los templos egipcios estaban movidos por cuerdas y otros mecanismos sólo conocidos por los iniciados. Las imágenes que las mujeres sacaban en procesión no eran, según ese testimonio, sino marionetas actuadas por cuerdecillas que ponían en movimiento la cabeza y las extremidades, algunas de las cuales han sido encontradas hasta última hora en las tumbas de Tebas y Memfis. Platón conocía ese mecanismo, que explica en tono filosófico, haciendo del hombre poco más que un fantoche movido por invisibles resortes, y Sócrates moralizó sobre tan pequeños cómicos, que, al decir de algunos autores aparecían en ceremonias religiosas tanto como en las fiestas teatrales. Sus manipuladores, llamados neurospastómena gozaron de reputación y a uno de ellos se le permitió en Atenas montar su tinglado en el gran anfiteatro de Dionysos, para que moviese sus marionetas mientras él declamaba con su traje ritual, la   —126→   máscara inclusive. Algunos teatros especiales para títeres se levantaron en determinados lugares, como el sostenido por Antioco, rey de Cyzicus, cuyos breves actores eran notables por la complicada perfección de su mecanismo.

Las marionetas romanas alternaban con actores vivos en las atelanas. Ciertos tipos de fuerte carácter grotesco estaban desempeñados por los títeres y algunos, como los anteriormente mencionados y sobre todo el Manducus, el ogro que se come a los niños, han llegado sin apenas más variaciones que las locales hasta nosotros. Autores de la época detallan su mecanismo y sus diferentes clases: marionetas empleadas con propósitos religiosos; las que se exhibían en las termas, en los banquetes, en la plaza pública, en los albergues de los caminos. Títeres rústicos para el bajo pueblo y marionetas de múltiples movimientos para distracción de la mejor sociedad y a las cuales se encomendaban argumentos de alta calidad literaria. A su vez, Marco Aurelio no dejó pasar la ocasión de moralizar sobre ellas.

De los títeres grotescos y monstruosos empleados en las farsas atelanas, algunos que representan dragones, tarascas fieras (un nombre importado en España desde una región mexicana), descomunales reptiles, diablos de toda traza, gigantones y enanos de grandes cabezas, pasaron a las fiestas religioso-populares de la Iglesia, conservándose todavía en multitud de lugares de España y la América española en las festividades del Corpus. Las guerras con los países musulmanes añadieron algún otro personaje en el cual las largas barbas, la media luna y el turbante eran lo más señalado de su perjeño e indumento. Tertuliano y San Clemente de Alejandría, entre otros, mencionan a esos fantoches de tan fácil acceso a la imaginación popular, así como a los títeres teatrales, cuya inocencia, por comparación con la   —127→   moral deplorable de los actores de carne y hueso, los hizo preferibles a estos en las iglesias y monasterios medievales para representar escenas de la Pasión y de la vida de la Virgen y los Santos con las que el proceso ritual del teatro, concebido como representación de la vida del dios, mantiene su persistencia en estos tiempos rudos de un modo más realista que simbólico, y del que nace todo un género interesante: el teatro religioso-popular mantenido, a pesar de reiteradas prohibiciones, hasta hoy mismo, si no en el recinto del templo, en la parte callejera de las fiestas, como en la llamada Festa de Elche que anualmente se celebra en pleno mes de agosto en la alicantina ciudad de las palmeras. Pero sus actores son personas vivas, de carácter sacerdotal algunas de ellas, como en los Misterios y en las Sacre rappresentazioni de los siglos medios. Inocencio III había propuesto ya el destierro de las marionetas del terreno sagrado, y el Concilio de Trento dictaminó sobre la restricción de una forma de piedad folklórica que pervive en las imágenes rústicas de la imaginería popular.

A ese rango de sentimentalidad religiosa, de neto entronque con el teatro mágico-religioso de los griegos, pertenece, en rigor, el teatro eclesiástico de la Edad Media, el cual, tras de la desaparición de la escena romana, vuelve a iniciar en el segundo milenio de nuestra Era el viejo proceso que desde las representaciones de la vida del dios y los santos conduce al teatro moderno. Una mención somera relativa a ese teatro medieval parece indispensable aquí para mostrar la unidad conceptual y el paralelismo del proceso en los grandes ciclos culturales, aunque, consecuentes con el propósito de detenernos en nuestra narración al aparecer los primeros documentos, no hagamos sino mencionar los primeros ensayos de teatro religioso-popular, que tan inmensa resonancia tuvieron en aquellos siglos tenebrosos,   —128→   sobre los que, sin embargo, comienza a proyectarse la clara luz de la investigación histórica.

Por el tiempo en que la predilección hacia el mimo se acentúa en Roma, es decir, al mediar el siglo I de nuestra Era, el teatro se fragmenta en formas pequeñas derivadas de las comedias menores, de gran popularismo pero creciente debilidad tanto en su construcción como en su literatura, en la creación de nuevos personajes, etc. El teatro de alto porte prosigue con lentitud creciente y en ese siglo apenas se encuentra un trágico de altura hasta Séneca, en tiempos de Nerón, que se fundó esencialmente en sus antecesores griegos y latinos y que entendía el teatro como vehículo para la propaganda filosófica: lo excelente de su composición, con todo, alcanzó más dilatada vigencia que su moral estoica. La decadencia del teatro romano se produce en el sentido de su extensión a zonas populares de amplia dimensión, pero de débil contextura. El teatro griego y el romano, llegados a la cumbre de su perfección no evolucionan ya, sino que ensanchan su radio de acción a una sociedad en trance de cambio; sociedad mezclada, heterogénea, cuyas características morales y mentales comienzan a desvanecer sus líneas directrices. Se vive más de lo pasado, tan claro, que del presente incierto. Las refundiciones, las imitaciones se prodigan empequeñeciéndose en todos sentidos. Esas sociedades en disolución buscan el efecto sensacional e inmediato y el arte de gran prestancia se ve obligado a reducirse a círculos estrechos de personas cultas, pero de escasa acción social. Las fiestas ruidosas, de gran visualidad, de fuerte sensualidad colindante con la barbarie, se llevan a los públicos ingentes. No es todavía el deporte, pero son las fiestas de gladiadores, los carros, las fieras, y como en las épocas de grandes cambios sociales la pasión política se desata, el furor contra las sectas de judíos tradicionales y   —129→   de otras nuevas de judíos y de griegos cristianos, sirve de acicate al afán sensacionalista de las muchedumbres. Las ideas religiosas comienzan a teñirse de un color político. No se sabe bien si lo que se persigue es la creencia en un nuevo dios o la herejía contra los dioses tradicionales en decadencia o contra el dios-estado que radicaba en la persona del César, humano y divino. El movimiento de la conciencia social es hondísimo y va a conmover hasta las raíces más profundas de la sociedad mediterránea: la única sociedad organizada de la época, en torno a la cual pueblos bárbaros acechan. Es un mar de fondo de lento oleaje, pero irresistible. A su acción, todo habrá de estremecerse; las más fuertes construcciones comenzarán a resquebrajarse; los robles más profundamente arraigados en la conciencia humana perderán sus ramas, sentirán abrirse sus flancos, sus hojas serán arrebatadas en el primer vendaval: sin embargo, no morirán del todo y tiempo más tarde, cuando la estación lo permita, rebrotarán tímidamente. Dionysos revivirá en el Cristo: y no en el pobre semita, humilde soñador arameo, sino en el Cristo grecolatino, capaz, como Dionysos mismo, de convertirse en el dios oficial del Estado. Más todavía que él, capaz de crear un Estado y de reivindicar para él sólo el dominio del mundo. Algo se le opone: la bárbara voluntad de poderío. El mundo se desdobla en espíritu y materia, en eternidad y temporalidad. El nuevo Estado eclesiástico se asigna el dominio de lo espiritual y de lo eterno. El Imperio aspira a la posesión de lo tangible e inmediato. Pero lo uno no puede existir sin lo otro. Iglesia e Imperio luchan, pactan, vuelven a luchar: su larga pugna constituye el enorme argumento de muchos siglos. Junto a él, la vida del pueblo, de la sociedad humana parece un episodio trivial. La gente no existe ya por sí misma, falta de categoría, y no es tenida en cuenta sino por su capacidad de utilización,   —130→   de servidumbre. Todo lo que no va vinculado al servicio de la Iglesia o del Imperio, del Papa o del Imperante, del abad o del señor, no es sino plebe. La alta civilidad griega y romana se evapora. Una mano ruda se cierne sobre los pueblos antes gobernados por el espíritu: el bárbaro, incapaz de apreciar los matices espirituales, pero no insensible a ellos. La Iglesia recoge los últimos destellos de la espiritualidad del mundo y, manejándolos como un señuelo, ciega las pupilas pálidas del teutón y del escita. Deslumbrado, baja la cerviz. El Papa triunfa.

Durante los primeros siglos de esa nueva época que sucede a la decadencia de la vieja civilización grecolatina, podrida de refinamientos, todo el proceso es de desintegración, de ruina. En el maremagnum, eclesiásticos y soldados destruyen unas cosas, retienen otras, pero no crean nada. Si algo se salva es porque cae sobre ello la noche del olvido. Las estatuas van al surco hasta que el arado vuelve a encontrarlas. La música, la poesía van al monasterio donde dormirán un sueño letárgico, sostenidas por un mínimo de función vital. Traspuesto el primer milenio, la humanidad, feliz de sentirse aún viva, a pesar de terribles vaticinios, comienza su desperezo. Cuatro siglos después, es el despertar radiante. Han pasado casi mil años. Cifra terrible.

La ultima mención que se encuentra relativa a los espectáculos romanos es en la primera mitad del siglo VI, pero el proceso de decadencia tuvo diferente paso en la metrópoli y en las provincias orientales. Para las primeras autoridades cristianas todo lo que era spectacula estaba maculado, indistintamente, de inmoralidad, salpicado por la sangre de los mártires que, merece decirse, fue más que una persecución real, una especie de histeria colectiva. El Estado romano mantenía viva su hoguera, y los primeros cristianos venían a arrojarse   —131→   voluntariamente en ella. Lo que era aspecto exterior, literatura, en el teatro, fue condenado al olvido, falto de la savia social. Mas lo que había en él de tradición mágica, de remota raíz ancestral perdida en lo hondo de la conciencia, se mantuvo. Los primeros cristianos imitan por simple proceso mecánico, por ley de inercia, prácticas musicales de muy antigua vigencia en el Templo israelita, mientras que en lo formulario prosiguen otras, no menos viejas, de los ritos griegos, ya perdidas como tales a través de la evolución del teatro y que, por lo tanto, habían hecho olvidar su procedencia y su significado prístino que habría repugnado, lógicamente, a los adeptos de la nueva religión.

Es de observar que, como ocurre en épocas de decadencia y de transformación social, mientras que la masa, la plebs, se apartaba del teatro romano de alta categoría, la alta sociedad procuraba evitar su ruina, protegiéndola, como Adriano lo hizo en las primeras décadas del primer siglo, provocando un resurgimiento literario; pero la pasión por las fiestas circenses, tan fuerte en Bizancio como en Roma y que llegó a su apogeo en tiempos de Constantino al comenzar el siglo IV, terminó por relegar enteramente el teatro dramático, al que las irrupciones bárbaras no habían dado aún un golpe de muerte. La Iglesia, por una parte, según el testimonio de Tertuliano lo condenó en su totalidad, sin hacer excepciones, y cuando fue reconocida como religión oficial, su proscripción fue definitiva. Si en las provincias orientales se mantuvo por algún tiempo más, esporádicamente, las invasiones sarracenas terminaron por aniquilarlo, con los Omayades, en el siglo VII. Algo pudo salvarse, sin embargo, y fue lo que los mimos y juglares vagabundos llevaron consigo por los campos y núcleos de población, apareciendo, a riesgo de su pellejo, en ocasiones esporádicas, con   —132→   motivo de fiestas o mercados. Esos pobres artistas mendicantes y trashumantes lograron mantenerse en contacto entre sí formando una especie de corporación que se afirmó hacia el siglo XII al comenzar la formación de las villas, en las cuales el mercado era el núcleo germinal y en las que los siervos menestrales y artesanos comenzaron a unirse en sociedades fraternales, o fraternidades, comenzando una larga serie de contiendas en defensa de sus derechos civiles, dura, fatigosamente arrancados al abad o al señor.

Sin perder contacto con el teatro latino de la última época, los juglares modificaron el tono de su expresión acomodándolo al lirismo de nuevo cuño que, durante largos siglos, fue casi exclusivamente el relacionado con el nuevo dios y los personajes en torno a su divina tragedia. Por otra parte, las tradiciones paganas persistían con un arraigo difícil de extirpar. En los tiempos de la difusión evangélica continuaban los mimos y juglares la tradición degenerada de las representaciones clásicas en sus dos formas: Popular (con disfraces) e histriónica en forma de escenas representadas por aquellos actores (Milá) tan claramente enlazadas aún con la paganía que la Iglesia se veía precisada a combatirlas incesantemente, y ya he dicho que en Roma hubo spectacula hasta que la influencia de los ostrogodos se hizo dominante a comienzos del siglo VI. Es bien fácil deducir la procedencia de las mascaradas que se celebraban en Barcelona todavía en el siglo IV por las calendas de enero y en cuyas fiestas el pueblo se disfrazaba de ciervo, de chivo o de alguna fiera, incurriendo en la abominación del obispo Paciano, quien, en un tratado pertinente, denuncia la idolatría a que se entregaban sus feligreses. Esas fiestas, llamadas Cervus o Kerbos por San Jerónimo y Hennula cervida por otros escritores, terminaban con la petición de estrenas (o aguinaldos) por   —133→   los trotacalles disfrazados, que cometían, dicen aquellos santos varones, licenciosos excesos. Uno de aquellos, San Esterio, informa acerca de la existencia de semejantes lacras en la Iglesia oriental.

A pesar de ello, la huella de Plauto y de Terencio logra mantenerse en las más antiguas representaciones que se encuentran en los monasterios occidentales como es la Kristos pasyon en un tiempo atribuida a San Gregorio Nazianceno y el Querolus que se atribuyó al propio Plauto. Entre las diversas interpretaciones que se dan a ese teatro figura la que lo supone nacido con fines educativos, a los cuales se atribuyen las comedias basadas en Terencio de la monja Hroswita, que hubo de escribirlas hacia el siglo X en un monasterio benedictino de Sajonia. Pero no son esas sino apariciones tardías del teatro monástico, pues que ya existieron dramas litúrgicos, o misterios, en latín desde el siglo IX y, según algunos autores, desde el siglo VI: se ve que la tradición se enlaza sin solución de continuidad en la Iglesia con las últimas representaciones de la paganía. Desde el punto de vista documental el texto más antiguo que se conozca es según Milá y Fontanals un Gradual de la catedral de Nevers cuya copia data de la mitad del siglo XI. Mas este autor busca el origen de las representaciones monásticas en las ceremonias mismas del culto, en los actos simbólicos y en la recitación y canto alternados o sea en aquellos aspectos que más directamente recogen la formulación, a lo menos exterior, de los remotos procesos rituales. La transición de esas fórmulas simbólicas al drama propiamente dicho (en su sentido elemental, naturalmente), se halla, añade el gran polígrafo catalán, en la recitación por diferentes personas de un escrito en todo o en parte dialogado, como es el relato de la sagrada Pasión en Semana Santa, y aun en aquellas recitaciones encomendadas a una sola persona   —134→   la plasticidad del sentido dramático conducía directamente a la mímica y con ello a la representación. Ya desde comienzos del siglo IX se empleaban lenguas vulgares con fines de instrucción religiosa, tanto para el canto de ciertos himnos de procedencia e inspiración populares como para relatos que no tardaron en servir de base para esas iniciales representaciones. Milá dice que unos versos de un trovador provenzal del siglo XI hacen ver que el elemento cómico figuraba ya en ellas en una dosis considerable, juntamente con danzas popularescas y abusos histriónicos en los cuales el chivo asoma su puntiaguda oreja, mal encubierto por la saya frailuna del juglar, todo lo cual justificaría las disposiciones de Inocencio III, las cuales pasaron a la legislación alfonsina de las Partidas; disposiciones, con todo, que no debieron ser lo suficientemente eficaces puesto que las vemos repetidas por mucho más tiempo todavía.

Martirios, milagros, conversiones, proporcionan los principales argumentos del teatro monástico esparcido por Francia, Alemania, Inglaterra y España entre los siglos IX al XII. Por esta época, un arte de prestancia va a desposeer a los joculatores de la boga que habían alcanzado desde la constitución de las villas y va a llevar a la música y a la poesía por nuevos rumbos. Es el arte de los trovadores provenzales, troveros del norte de Francia, minnesaenger alemanes. No cae dentro de este capítulo seguir ese arte de altos vuelos, pero a lo menos es preciso mencionar un hecho, y es que tanto el sistema métrico de sus composiciones poéticas, directamente aprendido en los monasterios, como el sistema tonal de sus canciones, provienen, sin transición de las prácticas más rigurosamente metodizadas de la poesía y de la música helénicas, que siguieron tanto en su poesía lírica como en su teatro dramático, algunas de cuyas   —135→   evasiones han sido apuntadas al hablar de la libertad permitida en las comedias. Esta mención, que muestra la persistencia de la tradición bajo otro aspecto, el puramente artístico, nos obliga a examinar, en sustancia, en el próximo capítulo, cuáles eran esas prácticas retóricas y musicales íntimamente unidas, porque nos van a mostrar que, por una parte, son la consecuencia desarrollada de los principios mágicos y religiosos de la poesía y de la música; después, porque todo el arte poético y musical (que eran una y única cosa en sus más verdes manifestaciones) se basa exclusivamente en esas prácticas durante el gran período griego y latino; finalmente, porque a través de la gran mudanza que ocasiona la evolución del acento en la poesía popular latina y tras las formaciones de las lenguas vulgares, esos principios métricos y modales van a llegar a los tiempos modernos por un triple camino: a través de los documentos artísticos tras de los cuales espera toda la evolución del arte; en la Iglesia, a causa de la persistencia de los principios en que se basa su arte poético-musical y, finalmente, en el acervo popular, o dicho de otro modo, en el Folklore, que, al proceder por aglomeraciones y superposiciones permite descubrir aquellas huellas ancestrales en el fondo de sus tradiciones. Lo que nos interesa en este libro, a saber, la permanencia de ciertos principios nacidos en la conciencia misma del ser humano a través de los tiempos, de las edades, de las infinitas culturas, quedará así descrito como base o cimiento general. Sobre ellos se han edificado las tres más grandes construcciones del arte visual y sonoro, del arte basado en los dos sentidos comunicativos: de la música-poesía o de la palabra cantada (o ensalzada con los sones instrumentales en conjunción con el gesto).