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Las poéticas de Pablo Neruda y de Gonzalo Rojas

Luis Sáinz de Medrano Arce





Todo intento de aproximación a la poesía de Pablo Neruda de la que él mismo pudo decir: «No hay edificación como la mía en la selva» (Geografía infructuosa (1972)1, conlleva el riesgo de hacernos sentir desbordados y hasta perdidos dentro de un territorio tan inmenso donde es fácil que se produzca el tan conocido efecto en la relación árboles/bosque pero en doble dirección. Hablar de la poética de Neruda es afrontar este riesgo inmediatamente, porque, mucho más de lo que es en general previsible en cualquier gran poeta, esa poética se encuentra de modo explícito en muchas de sus formulaciones teóricas en prosa, pero también, profusamente, diseminada a lo largo y ancho de su propia creación en verso, en la cual, por supuesto, aparece repetidamente como sustancia deducible.

El primer punto que surge es indudablemente el que se refiere a la singularidad de una obra que, nacida en el país que conoció con Vicente Huidobro las primeras propuestas vanguardistas en Hispanoamérica, y en coincidencia con el tiempo álgido de los gremios de ese tipo, representados sobre todo por los ultraístas de Buenos Aires y los estridentistas mexicanos (sin olvidar las dos primeras obras de Vallejo, Los heraldos negros (1918) y Trilce (1922)) permanece, no diré inmune pero básicamente desinteresada de esa revolución, al menos desde una actitud voluntarista.

Por ejemplo, con respecto a Huidobro, Neruda declara en 1964, («Algunas reflexiones improvisadas sobre mis trabajos» (11-11192) haber conocido al Huidobro de Horizon carré, Tour Eiffel y Poemas árticos, y la admiración que sintió por esa obra, unida a una incompatibilidad para seguirle, (a pesar de opiniones como las de Elliot y Cruchaga, a quienes volveremos a referirnos enseguida, porque mientras la poesía de Huidobro «juega iluminando los más pequeños espacios» su Tentativa del hombre infinito (1926), libro que suscitó hipótesis de dependencia con la obra de aquél, «procede, como casi toda mi poesía, de la oscuridad del ser que va paso a paso encontrando obstáculos para elaborar con ellos su camino» (II, p. 1119). Y no olvidemos que en el prólogo que escribió para el libro en prosa El habitante y su esperanza (también de 1926), introdujo estas palabras que muestran su desdén hacia la vanguardia circulante: «Yo tengo siempre predilecciones por las grandes ideas, y aunque la literatura se me ofrece con grandes vacilaciones y dudas, prefiero no hacer nada a escribir bailables o diversiones [el subrayado es nuestro]. Yo tengo un concepto dramático de la vida, y romántico; no me corresponde lo que no llega profundamente a mi sensibilidad [...] Esta alegría de bastarse a sí mismo no la pueden comprender los equilibrados imbéciles que forman parte de nuestra vida literaria» (I, p. 121).

Neruda no parece haber tomado de ningún modo en serio el Manifiesto (en verso) «Agú» aparecido en 1920 en la dinámica revista Claridad, que sin duda conocería antes de trasladarse a Santiago, firmado, entre otros, por Alberto Rojas Giménez, su entrañable amigo al que dedicará una emotiva elegía en la 2.ª Residencia, del que dice en Confieso que he vivido, con absoluta falta de entusiasmo: «escribía sus versos a la última moda siguiendo las enseñanzas de Apollinaire3 y del grupo ultraísta de España»4. Mientras eso ocurría, Neruda caminaba hacia los tradicionales endecasílabos en serventesios de lo que sería «La canción de la fiesta», que publicará en esa misma revista en 1921.

El manifiesto «Rosa Náutica» publicado en Valparaíso probablemente en 1922 es una de las muestras de cómo el ambiente chileno estaba caldeándose poco a poco. En él aparece destacado el nombre de Huidobro, con carácter de adhesión, junto al de Apollinaire y el de Marinetti -personaje del que, por cierto, Neruda no se ocupó en absoluto. Por lo demás, la tardía visita del italiano a América en 1926 no despertó ya ningún entusiasmo-. Recordemos que las otras adhesiones a «Rosa náutica» son las de G. de Torre, J. L. y Norah Borges, M. Maples Arce, Jacques Edwards (Joaquín Edwards Bello, autor de Metamorfosis, gran defensor de «dada»). Anotemos también el «pseudomanifiesto» de Zsigmond Remenyik del 1922, el «runrunismo» (1927) de Benjamín Morgado y Alfredo Pérez Santana, cuando ya Neruda ha encontrado su camino hacia las Residencias y el surrealismo, del que nunca será, no obstante un defensor al uso. En fin, Chile es en esa época un país de poetas dispersos (parcialmente testimoniados años después en la controvertida Antología de la poesía nueva chilena (1935), y de no menos dispersas teorizaciones donde sólo se mantiene, aunque sin definidos seguidores la figura de Huidobro5, bastante cuestionado además en sus actividades públicas6.

El hecho es que Neruda va siguiendo una trayectoria cuyas consecuencias nos desconciertan. Ángel Cruchaga Santa María, a quien ya hemos aludido, también buen amigo de nuestro poeta, no adscrito a la vanguardia pero inteligente defensor de su importancia, informa en un artículo de 1930, en Letras de Santiago, recogido por Nelson Osorio7, sobre ciertas desaforadas críticas con las que se recibieron, por vanguardistas, los Veinte poemas de amor y una canción desesperada en 1924 -y no cabe negar la penetración, muy humanizada, eso sí, de ciertas imágenes ultraístas o creacionistas como puntualizó Gabrielle Morelli8 mientras algunas gentes se burlaron de estos poemas recitados por su autor en su conocido tono quejumbroso9, y los violentos exabruptos que cayeron sobre Tentativa del hombre infinito (1926), libro que Cruchaga asimiló a la obra de Huidobro, Rosamel del Valle y Humberto Díaz Casanueva, mientras Jorge Elliot llegaba a precisar el influjo de Altazor, que, aparte algunas anticipaciones fragmentarias, no se publicó, como sabemos, hasta 1931. Acertado estuvo, por el contrario, Rodríguez Monegal, quien vio en Tentativa... un «verdadero borrador de [...] Residencia en la tierra»10. Y no olvidemos que algo de eso hay en otro importante texto nerudiano, El hondero entusiasta, que arranca de 1923.

De que Neruda siguió siempre una línea independiente, da cuenta el hecho de que en 1938 cuando los del grupo «Mandrágora», Braulio Arenas, Jorge Cáceres, Teófilo Cid y Enrique Gómez Correa, declararon abierto oficialmente el surrealismo, con absoluto rendimiento a la filiación francesa, Neruda fue declarado ajeno al movimiento por razones que hoy causan asombro.

La primera de las características de la poética nerudiana es, así pues, su falta de obsecuencia ante las consignas de la vanguardia oficial, su repulsa en palabras de 1954 hacia «el poeta de época» que «se enreda en las frases como el pez en la red, agoniza fuera del agua, el aire lo aniquila»11. Y esto aunque su adhesión al lenguaje surrealista fuera marcándose progresivamente, lo que ha permitido decir a Juan Larrea: «puede decirse que la personalidad del poeta chileno es el primer dominio establecido por el surrealismo en América»12. Esto parece suceder de un modo autónomo, y ya sabemos que esto no es sostenible con rigor, pero faltan pistas para observar el proceso de absorción. No es por orgullo sino por coherencia con esa independencia por lo que Neruda, al referirse a sus lecturas en el Oriente, donde se traslada en 1927, comenta en sus memorias su dedicación en Colombo a la lectura de Quevedo13, Rimbaud y Proust y su interés por la música de César Frank, y en cartas a Héctor Eandi de 31 de octubre de 1929 y 27 de febrero de 1930 alude a sus lecturas de Joyce, D. H. Wallace y Aldous Huxley14. Nada acerca de los surrealistas franceses, con varios de los cuales -Aragon, Eluard- llegará a tener tiempo después una relación personal más allá de los intereses literarios.

En el ensayo «Latorre, Prado y mi propia sombra» (11-1090 y ss.), muestra Neruda un notorio desdén sobre los modos de la primera vanguardia: «Influenciados por Apollinaire y aún por el anterior ejemplo del poeta de salón Stèphan Mallarmé (digamos sic), publicábamos nuestros libros sin mayúsculas ni puntuación. Hasta escribíamos las cartas sin puntuación alguna para sobrepasar la moda de Francia» (p. 1093). Pone como ejemplo su Tentativa del hombre infinito e ironiza sobre la pervivencia de esa moda en 1961. Interesa destacar aquí su valoración en el mismo texto del surrealismo que «no nos entrega ningún poeta completo» (subrayo), pero «nos revela el aullido de Lautréamont en las calles hostiles de París». También destaca su fecundidad por su carácter de transgresor: «Le pone bigotes a Monna Lisa» (p. 1094). Sus elogios a la mezcla de «tradición y revolución» (p. 1097) de Louis Aragón contradicen su tajante afirmación anterior, pero en definitiva si hay una exaltación del precursor Lautréamont, del surrealismo en abstracto y de ciertos rasgos de Aragón, no se define él mismo como surrealista. En definitiva al chileno le mortificaba, y con razón, lo que la vanguardia tenía de «diktat».

A ello se unirá en su momento un grave motivo: el desdén por unas corrientes literarias que él consideraba como desentendidas de los problemas sociales. Recuérdese su famosa diatriba en el Canto general, apartado «La arena traicionada», contra «Los poetas celestes»: «Qué hicisteis vosotros, gidistas/ intelectualistas, rilkistas,/ misterizantes, falsos brujos/ existenciales, amapolas/ surrealistas encendidas/ en una tumba, europeizados/ cadáveres de la moda,/ pálidas lombrices del queso/ capitalista, qué hicisteis/ ante el reinado de la angustia/ [...]».

En el citado libro de Margarita Aguirre sobre la relación epistolar de Neruda con el argentino H. Eandi, seguiremos encontrando referencias a sus inquietudes humanas que contribuyen a explicar el surrealismo del chileno -insistimos, ya iniciado en su país-. Desde Rangún el 8 de setiembre de 1928 Neruda le expresa su satisfactorio, poéticamente hablando, aprovechamiento de los elementos siniestros que le rodean: «Yo he decidido formar mi fuerza en ese peligro, sacar provecho de esas luchas, utilizar esas debilidades». Habiendo completado casi Residencia en la tierra, «ya verá usted -añade- como consigo aislar mi expresión, haciéndola vacilar constantemente entre peligro, y con qué sustancia sólida y uniforme hago aparecer insistentemente una misma fuerza». Si en algún caso cabe hablar de «poesía de la experiencia», he aquí uno excepcional. Perfila mejor la poética de Neruda este comentario sobre Borges, en carta a Eandi de 24 de abril de 1929: «Borges, que usted me menciona, me parece más preocupado de problemas de la cultura y la sociedad que no me seducen, que no son humanos. A mí me gustan los grandes vinos, el amor, los sufrimientos, y los libros como consuelo a la inevitable soledad [...] Tengo hasta cierto desprecio por la cultura, como interpretación de las cosas me parece mejor un conocimiento sin antecedentes, una absorción física del mundo, a pesar y en contra de nosotros». Y el 5 de octubre del mismo año: «Ya ve usted qué pobreza existe en la poesía en castellano. Las gentes han perdido todo temperamento y se dedican al ejercicio intelectual, con placer, como si se tratara de gran sport». Neruda se anticipa así a la rotunda afirmación de A. Machado: «Se habla de un nuevo clasicismo y hasta de una poesía del intelecto. El intelecto no ha cantado jamás, no es su misión»15.

Mucho tiempo después, en 1954, afirmará Neruda: «Se aprende la poesía paso a paso, entre las cosas y los seres, sin apartarlos sino agregándolos a todos en una ciega extensión del amor» («Infancia y poesía», I, p. 37). Y en efecto, el que llegará a definirse en La barcarola (1967) (como «el poeta de todas las cosas» («Artigas»)16 lo fue vocacionalmente desde sus días infantiles, como infatigable coleccionista de coleópteros, verdes y pulidas bellotas, en cuya contemplación podía extasiarse con gran riesgo en las peleas de muchachos, y otras múltiples dádivas de la naturaleza que le embriagaba, veedor deslumbrado de paisajes, seres humanos, lluvias, maderas, piedras en las húmedas y exuberantes tierras de la Araucanía17. Por eso, por encima de resabios de lo que Verlaine llamaba despectivamente «littèrature», ya su primer libro Crepusculario (1924), considerado frecuentemente a la ligera como convencional efusión sentimental neorromántica, al que podríamos añadir algunos de los poemas del libro editado póstumamente Cuadernos de Temuco. 1919-1920 (1997), está lleno de notas que, además de anunciar al gran poeta social («la cochinada gris de los suburbios» («Barrio sin luz»), los puentes que propician «el viaje que no acaba» («Puentes»), las máquinas no futuristas sino pre residenciarias, con sus terribles pupilas abiertas («Maestranzas de noche»), los tristes jugadores que preludian el «estatuto del vino» tan definitorio («Hablo de cosas que existen, Dios me libre/ de inventar cosas cuando estoy cantando») de la 2.ª Residencia, la prostitución, muestran esa frenética absorción de la realidad: todo lo que justifica lo declarado en «Oración»: «No sólo es seda lo que escribo», como afirmación de su estrecha relación con lo terrenal.

María Zambrano describió tempranamente, en un trabajo de 1938, esta pasión nerudiana por la materia, cuando sólo era observable la primera etapa, en estos términos; «La realidad poética de las poesías de Neruda no es nada contemplativa, no es producto de una visión poética en la que participemos o no. Es una realidad hirviente, por una parte, de seres que aún no son; y por otra, de muertas y quietas cosas que nos muestran en su abandono y desgaste el vacío de la existencia, su heterogeneidad, su arbitrariedad». Y añade en sus precisiones sobre el mundo de Neruda, que se trata de un mundo de una sustancia tal, virgen y pastada a un tiempo, donde no ha quedado, por olvido del creador o por alguna tremenda incoherencia, lugar para lo humano: «Poesía que reside en la tierra, que la habita, que está pegada a ella, [...] Materia, materia, nos trae en inmensa avalancha la poesía de Pablo Neruda»18. Ningún refrendo más oportuno, entre muchos otros, a estas palabras que las que desde el exilio, escribiría Neruda en noviembre de 1950: «No soy desterrado porque soy tierra, parte de mi propia tierra, indivisible, espacioso» («Vámonos al Paraguay», II, p. 1067).

Por eso cabe decir que Veinte poemas de amor (1924) es mucho más que un libro de amor. Parece estar escrito bajo la máxima de Mallarmé: «la chair est triste, hèlas, et j'ai lu tous les livres»Brise marine»). Pero ¿por qué la carne es triste en Neruda? No por hartazgo del erotismo sino porque es «insuficiente» para colmar la búsqueda de una autoidentificación que sólo puede encontrarse en la fusión del poeta con la cosa suprema: la naturaleza, algo que perseguirá a lo largo de toda su obra. Es bien significativa en este sentido la interpretación de la mujer en el poema 1: «Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,/ te pareces al mundo en tu actitud de entrega./ Mi cuerpo de labriego salvaje te socava/ y hace saltar el hijo del fondo de la tierra», lo mismo que la de la amada definitiva en Cien sonetos de amor (l959): «Desde hace mucho tiempo la tierra te conoce:/ eres compacta como el pan o la madera,/ eres cuerpo, racimo de segura sustancia,/ tienes peso de acacia, de legumbre dorada» (soneto XV)19. Todos esos poemas están transidos del ansia de apropiación de la materia por el poeta: «Para sobrevivirme te forjé como un arma» (en el mismo poema 1). «Como todas las cosas están llenas de mi alma» afirma en el poema 15. La imposibilidad de sostener la experiencia amorosa se traduce en la pérdida de lo terrenal: «Todo de ti me aleja como del mediodía. Eres la delirante juventud de la abeja,/ la embriaguez de la ola, la fuerza de la espiga» (poema 19). En fin tras la derrota reflejada en el poema 20, no cabe sino la «Canción desesperada» con su rotundo final: «Es la hora de partir, oh abandonado».

Todo anuncia así las Residencias donde culmina el drama ante un sistema de «materias» convertidas en artefactos, inaprensibles: «Estoy solo entre materias desvencijadas» («Débil del alba», 1.ª Residencia). El inventario de poemas donde se muestra esta visión desarticulada de un mundo cuya «absorción física» es imposible, nos obligaría a recordar casi todos los de las Residencias, dando, eso sí, un lugar especial al desalentado «Walking around». Y es buen momento para considerar la oportunidad de los poetas compañeros de aquel Madrid de la pre guerra que le ofrecieron como reparación por ciertas ofensas recibidas en Chile, la edición de los Tres cantos materiales de la 2.ª Residencia porque en ellos, quizá con desigual fortuna, se puede percibir el encuentro consolador con tres sustancias naturales básicas: la madera, el apio y el vino (en este caso intento fallido: el vino «perseguido» huye [«Estatuto del vino»]). Mucho tiempo después Eandi, con motivo de la aparición de Plenos poderes (1961), le comentará: «Tomaste, Pablo, a manos llenas las sustancias del mundo; todas las que nutren el cuerpo y las vitales para el alma: perfumes, flores, hortalizas, inocentes órganos animales, y también lo caído, fueran cadáveres o podredumbre [...] porque tu poesía era capaz de purificarlo todo, de elevarnos a no sé que categoría de humana condición» (p. 143, carta sin fecha).

Ahora bien, no olvidemos que el primer texto que define explícitamente la poética nerudiana está precisamente en la primera Residencia, y hay en él elementos muy válidos para la comprensión de buena parte de su obra, incluso cuando se producen aparentes divergencias con lo que el poeta proclama, es decir, su condición de profeta. Neruda manifiesta la avidez de su sed, de su fiebre, de su oído para la comprensión del desconcierto y el misterio que le rodea, algo definido con la imagen que nos parece más significativa: el espacio terrestre visto como «una casa sola/ en la que los huéspedes entran de noche perdidamente ebrios,/ y hay un olor de ropa tirada al suelo», espacio en el que irrumpe de pronto «el viento que azota mi pecho» y «las noches de sustancia infinita» y «el ruido de un día que arde con sacrificio», hechos, materias, energías, todo esto le exige la respuesta de «lo profético que hay en mí» («Arte poética»), algo ya anunciado en Crepusculario, cuando pide a Dios: «Dame los fuegos tuyos para alumbrar la tierra,/ deja en mi corazón la lámpara encendida/ y yo seré el aceite de su lumbre suprema» («Dame la maga fiesta»). Es decir, incluso en medio del caos y la desolación, Neruda comparte con Darío, el que llamó «torres de Dios» y «pararrayos celestes» a los poetas; con Huidobro, el del «pequeño dios»; con Whitman, el del «Canto de mí mismo», el convencimiento de estar tocado por el don que sólo poseen los llamados a utilizar la poesía como la voz de un profeta iluminador, sean cuales fueren las dificultades que la entorpezcan. La mayor rotundidad de esta actitud la encontraremos en el Canto general, pero tendrá larga proyección posterior.

Algo también permanente en la poética de Neruda, desde el comienzo es la devoción, o mejor, la fruición ante la palabra -¡un poeta capaz de escribir una «Oda al diccionario»!- a la palabra «que canta y cuenta20. Aunque en Crepusculario se muestra arrebatado, vencido, por ellas, «como un pájaro muerto debajo de sus alas» («Final»), lo cierto es que a diferencia de las inquietudes de un Bécquer (cuando habla de «el rebelde mezquino idioma»), de un Darío («Y no encuentro sino la palabra que huye»), de un Vallejo («Y si después de tantas palabras/ no prevalece la palabra»), la poética de Neruda no incluye desazón por el instrumento lingüístico. Remitimos al apartado «La palabra» de Confieso que he vivido, cuyo final, referido a los terribles conquistadores es: «Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Nos dejaron las palabras»21. Seguramente su pasión por la palabra motiva que se haya podido decir, con razón, que a Neruda le sobró algún libro, bien entendido que a ninguno de ellos le falta algún poema o algún verso de valor esencial.

Aunque alguna de sus preocupaciones parezca resaltar eventualmente algo más, hay que decir que Neruda fue el poeta de todos los registros, y resulta inútil pretender encasillarlo en el erótico o en el político-social. En una visión global de su obra percibimos que la declaración más importante sobre su poética sigue estando en el manifiesto de 1935 «Sobre una poesía sin pureza», publicado en Caballo verde para la poesía, que los justifica todos. Ese manifiesto, que tiene no pocas coincidencias con el publicado por Apollinaire en 1918 en «L'esprit nouveau et les poetes»22, si bien carece de idolatrías futuristas, defiende como elementos poéticos el traje, el cuerpo con manchas, las actitudes vergonzosas, las arrugas, pero también los sueños, la vigilia, las profecías, las declaraciones de amor y de odio, los idilios, las creencias políticas, la sagrada ley del madrigal, el deseo de justicia, el deseo sexual, y -atención- «la entrada en la profundidad de las cosas en un arrebatado acto de amor, y el producto poesía» que puede alcanzar «esa suavidad durísima de la madera manejada, del orgulloso hierro». Y -añade- «no olvidemos nunca la melancolía, el gastado sentimentalismo, perfectos frutos impuros», para concluir: «Quien huye del mal gusto cae en el hielo» (II, pp. 1040-1041).

Aunque, por una parte, había habido penetraciones surrealistas en España, bien puntualizadas, por cierto, en los números 173-174 de Litoral, «El surrealismo. El ojo soluble», 1987. (Bretón estuvo en Barcelona en 1922, Louis Aragón en la madrileña Residencia de Estudiantes en 1925, aparece en 1929 Un chien andalou de Buñuel y Dalí, cuya primera exposición en Barcelona se realizó en 1925, Lorca lee parte de Poeta en Nueva York en la Residencia, en los años 30-31, etc.); y por otra los ataques contra la poesía pura venían de atrás, no cabe duda de que el manifiesto nerudiano tuvo un considerable impacto, y, lo que aquí nos interesa, es válido para explicar los múltiples aspectos de su obra pasada y futura.

No sería inútil añadir, para complementar con textos nerudianos inmediatos esta declaración de principios las últimas palabras de «Conducta y poesía», ensayo también publicado en Caballo verde para la poesía: «En la casa de la poesía no permanece nada sino lo que fue escrito con sangre» (I, p. 1042), y los comentarios sobre el ya asesinado García Lorca en una conferencia de 1937 donde se centra en el «antiesteticismo» del poeta granadino, a quien define como «el único sobre el cual la sombra de Góngora no ejerció el dominio de hielo que el año 1927 esterilizó estéticamente la gran poesía joven de España» (II, p. 1045). Una impureza, como vemos, desafiante, que contradice el propio gongorismo de Neruda, cuestión cuyo desarrollo llevaría bastante tiempo23.

Está claro que la poesía de Neruda se sitúa entre dos grandes crepúsculos. El primero tiene que ver, sobre todo, pero no únicamente, con la frustración amorosa, con las connotaciones ya expuestas. El último, con la frustración ante la inutilidad de sus esfuerzos como poeta para cambiar el mundo. En ese largo recorrido se escapa siempre ante quienes quieren encasillarlo. Es oportuno recordar aquí que Neruda, deudor de Whitman en tantas cosas, se desmarca de él en que, como escribió Octavio Paz en un apéndice a El laberinto de la soledad (1956) y ha refrendado Harold Bloom en El canon occidental (1995), el norteamericano «es el único gran poeta moderno que no parece experimentar inconformidad frente a su mundo [...], en él coinciden plenamente el sueño poético y el histórico. No hay ruptura entre sus creencias y la realidad social24».

La diferencia, como se ve, es importante, porque Neruda no podrá sostener ese equilibrio sino durante un tiempo limitado. Ese conflicto genera en Neruda una tensión responsable de la fuerza y la versatilidad de su poesía. Cuando en el Pen Club de Nueva York afirmó que le había enseñado más Whitman que Cervantes porque en la obra de aquél «nunca el ignorante es humillado, ni la condición humana jamás ofendida25», no estaba negando que él mismo perteneciera a la desencantada estirpe de los cervantinos.

Las Residencias son la gran conquista de la poesía nerudiana, su mayor aportación lingüística (con el amplio uso de los «como» prohibidos por Huidobro y de los gerundios no gratos a los puristas). En estos libros, sobre todo en el primero, el señalado profetismo y un cierto aferramiento al amor tratan de amortiguar el hundimiento. En la Segunda, está la rebelión contra la muerte («Alberto Rojas Jiménez viene volando»). Anotemos también, en la 2.ª un mayor escape hacia lo natural, y en ambas la elevación hacia la armonía de la música sáfico-adónica («Angela Adónica», «A. Rojas J.»). Todo este esfuerzo tiene resultados que nunca del todo gratificantes, porque ha de trabajar en medio de lo disperso, de lo que se pudre indefinidamente sin morir, como las ciruelas de «Galope muerto» (1.ª ), todo cayendo, rodeando, moviéndose sin sentido. Incluyo aquí algunos poemas de la muy particular Tercera Residencia. No hay comparación posible de tal desazón en la poesía hispánica contemporánea. Por supuesto, hay que remontarse a Quevedo, pero Neruda es un Quevedo ajeno no a la religación pero sí a la religión positiva, lo cual da un mayor mérito a su desesperado esfuerzo. Y cuan significativo es que, en virtud de la idea-fuerza que sólo posee el profeta, Neruda pueda definir de un modo más amplio su concepto de la poesía antes de haber llegado al momento de reacción provocado por la guerra civil, en el citado «Por una poesía sin pureza». Aún no ha llegado, en efecto, la caída en el camino de Damasco cuando se produce la guerra civil española, pero todo se va disponiendo para esta ampliación de su poética.

Pero es verdad que pocas veces se ha dado en la poesía universal una incidencia tan grande de un hecho externo en la obra de un poeta. No olvido el caso de Vallejo con su España, aparta de mí este cáliz, pero es indudable que el peruano observa la guerra de España como un aspecto más del dolor humano cuya observación venía haciendo desde el comienzo de su obra, por mucho que el episodio bélico le impresione de un modo especialmente intenso. Neruda tiene una revelación del mundo que le hace salir de un ensimismamiento al que no se veía fin, en la dolorosa contienda española. Y se multiplica el ansia de ser explícito, de contar, de nombrar a los héroes y también, contraviniendo los usos de los historiadores clásicos y renacentistas, a los enemigos del pueblo. Se disuelven «las lilas» y «la metafísica cubierta de amapolas» («Explico algunas cosas») en el nuevo contexto de la tragedia.

La frase «os voy a decir todo lo que me pasa» encierra esa voluntad declarativa y sencillista. Tal vez ronda por los versos de esos veintitrés poemas el peligro «exceso de evidencia». Cierto, pero nunca llega a ejercer su efecto destructivo. Para empezar, Neruda se cuida (es un decir) de transformar los familiares tubérculos en «delirante marfil fino» convirtiendo en mágico el mercado del barrio de Arguelles. También aquí los héroes y los antihéroes reciben el prestigioso tratamiento poético de la antigua épica. La mirada hacia las ruinas ensambla resonancias tradicionales a lo Rodrigo Caro con anticipaciones de la piedad hacia lo desechable humanizado que encontraremos en Ernesto Cardenal. Y en cuanto a los desgarros panfletarios, altamente politizados, nos remitimos como valedores a los clásicos griegos y latinos, Marcial y Juvenal, al canciller Ayala, a los terribles improperios en la Comedia dantesca y, por supuesto a Quevedo.

Pasar de España en el corazón al descubrimiento del mundo americano era una empresa relativamente sencilla, diremos parodiando a Borges en «Pierre Menard autor del Quijote»26: Bastaba con convertirse en español y observar un tiempo la tragedia española, compartir el exilio con tantos compatriotas, gestionar la ayuda a la República desde París, asistir a un emocionante congreso de Escritores antifascistas en Valencia -1937- junto con numerosos hispanoamericanos y españoles, fletar un barco, el famoso Winnipeg, para llevar a Chile a centenares de gentes perseguidas, ser político en Chile, conocer México y Machu Picchu, sufrir persecución por parte de un presidente inicuo, Gabriel González Videla, querer absorber el mundo, como antes hemos dicho. Nace así el Canto general, en el que, entre otras cosas que conciernen a la poética nerudiana hay que destacar la dialéctica Naturaleza/Historia como problema y la elevación del Yo poético, tan presente ya hasta aquí en toda la obra anterior a la dignidad de Cantor supremo, compatibilizada con la de Personaje/héroe, un personaje que se asombra ante el mito y asume con energía la actividad de exponer e interpretar los acontecimientos: «Yo estoy aquí para contar la historia» («La lámpara en la tierra», I).

Existe la teoría de que Borges publicó su «Aleph», como una sátira contra este gran libro de Neruda. A este propósito Harold Bloom afirma que «Neruda y el Partido Comunista divulgaron ampliamente el libro antes de su aparición, y es seguro que Borges sabía cómo iba a ser la obra de Neruda» (en efecto, habían sido publicados muchos poemas, del Canto general). Se sugiere que en «El Aleph» Neruda habría sido satirizado, «encarnándose en el personaje del fatuo Carlos Argentino Daneri, un poeta inconcebiblemente malo y un evidente imitador de Whitman»27. Tal suposición, cierta o no, nos sirve para apreciar por contraste la poética de Neruda: lo cierto es que el Canto general es lo más contrario a la posición que Borges tuvo ante lo que Lyotard llamará «los grandes relatos». El argentino escribió la Historia Universal de la infamia con catorce relatos y un prólogo, y con la mitad, la Historia de la eternidad. Cuando Borges se refiere en «El aleph» al Polyolbion de Michael Drayton, 15000 versos escritos entre 1613-1622 donde este poeta quiso describir toda Inglaterra, con sus reyes y santos, flora y fauna, no hace sino manifestar su adhesión al discurso limitado, a la sinécdoque, mientras Neruda, insaciable verbalizador, no se arredró a la hora de seguir, conscientemente o no, la línea de Drayton.

El apartado II del Canto general, «Alturas de Machu Picchu», es el momento cenital de la obra entera. Cénit y uno de sus puntos de inflexión. El germen de su fuerza está precisamente en esa falta de coincidencia entre el sueño poético y el histórico que lo separa, como hemos dicho, de su admirado Walt Whitman.

Con respecto a Machu Picchu, quiero recordar ante todo la significación de aquel comentario que, según cuenta Volodia Teitelboim, hizo Neruda, al visitar el lugar en 1943, ante sus acompañantes, que esperaban solemnes declaraciones de un vate arrobado ante la grandeza del espectáculo: «Siento que es el lugar más indicado para comerse un asado»28. La frase no fue una mera «boutade», y es perfectamente compatible con el emotivo comentario sobre ese momento que formula en Confieso que he vivido: «Me sentí chileno, peruano, americano» (p. 235). Mucho tiempo después de la contemplación de Machu Picchu (1943), Neruda escribirá en Estravagario (1958) que su corazón no renunció nunca «a las ostras ni a las estrellas». Hay que apreciar esto dentro de su fijación, ya subrayada, con la materia, considerando la necesidad que todo individuo tiene de «afirmar su ser terrenal»29. Son las palabras de alguien siempre fascinado ante la realidad tangible.

Cuando Neruda ha abandonado la idea de que el mundo no es inalterable, de que el mundo está compuesto de sustancias pero sobre todo de sucesos en progresión, en esa etapa que tendrá su momento más definido en el Canto general y, de una forma muy concentrada en las Odas elementales, nos atreveremos a decir que estamos ahí ante un «materialismo» que admite comparación ni más ni menos que con el del Jorge Guillén del primer Cántico (1928), con el que Neruda compartió lo que el vallisoletano llamó «bodas/ tardías con la historia/ que desamé a diario» y la pasión por las «maravillas concretas», por la materia que «apercibe/ Gracia de Aparición». Se verifica aquí, como tantas otra veces, que «cada escritor crea a sus precursores»30.

Naturalmente esa creación retrospectiva no puede dejar de concernir al propio escritor. En este caso todo el itinerario del Neruda anterior aparece iluminado, cargado de sentido, por estos poemas dedicados a las alturas andinas. En otro lugar he examinado la «Prefiguración de Machu Picchu en España en el corazón»31, aceptando con Hernán Loyola que en la obra de nuestro poeta mejor que hablar de «una conversión» hay que pensar en «un desarrollo»32.

Si el Madrid conmocionado por el horror de la guerra fue para Neruda, más allá de la crispación de sus versos, un espacio privilegiado. También lo fue Machu Picchu. En ambos el poeta encontró la otredad y su propio destino, una de esas iluminaciones comparables a las que percibimos en la obra de Borges y que aquí podemos percibir -si nos exigimos la matización- como dos revelaciones complementarias.

Si bien es cierto que la formalización del sentimiento se produce en España en el corazón de una manera turbulenta, como «la voluntad de un canto/ con explosiones» («Invocación») y en Alturas de Machu Picchu con una estructuración más calculada, los elementos manejados son esencialmente los mismos. No importa que en un caso el referente sea una ciudad palpitante en la historia y en el otro una ciudad ya ausente de la historia. Su condición testimonial es suficiente. En ambos casos podemos hablar de una poética determinada por la exigencia de la responsabilidad cívica.

Ahora bien, en el caso de AMP, Neruda despliega una técnica más compleja: retroceso al camino residenciario, entrada en un proceso altamente reverencial representado por la salmodia neobarroca y quasi mística (poema IX), y reacción subsiguiente en la que se deshace lo que era una situación alienante para exigir al tótem andino una respuesta que nos sitúa en la historia y sus iniquidades.

Después de Machu Picchu, en el resto del Canto General y de la copiosa obra del chileno, la poética de Neruda se resuelve en un océano de tensiones: la impureza (y la pureza) se manifestará en formas cambiantes en su discurso poético, oscilante siempre entre el lirismo al servicio del amor al fin disfrutado en plenitud: Los versos del capitán (1952), Cien sonetos de amor (1959), la persecución de la utopía encarnada en la historia: Las uvas y el viento (1954), Canción de gesta (1960), el inventario compulsivo y gozoso de las cosas Odas elementales (1954, 1956, 1957), la persistente necesidad de exteriorizar el yo: Memorial de Isla negra (1964). Pero no olvidemos que con Estravagario (1958) ha entrado en la poética de Neruda, sin duda tras la conmoción promovida por Nicanor Parra con Poemas y antipoemas (1954), un elemento que va a ir quebrantando su condición de profeta y le va a convertir en alguien que llegará a hacer del poeta-guía un ser sumido en perplejidades que empezará por cuestionar su propio itinerario, acercándolo a los manes de la antipoesía. Es el principio del camino hacia el crepúsculo final, pero un camino activo donde el sencillismo deja paso a formas gongorinas y a versos de musicalidad inusitada (La barcarola, 1967), la reclamación del derecho al deleite amoroso se ve interferida por el ineludible compromiso social; al desencanto ante el siglo que deja ver su caducidad (Fin de mundo, 1969)33 le sigue una inesperada apuesta por el mito en el proceso del morir-renacer (La espada encendida, 1970). Sólo los versos de los últimos años revelarán una rendición melancólica cargada de humanismo y de rachas de orgullo y aun de esperanza (Geografía infructuosa, 1972), un pesimismo ante el siglo venidero (2000, 1973), en el que, como en Alturas de Machu Picchu, comparece el sentimiento ecológico enfrentado a la acción destructora de los hombres. Y para que nada falte, surge la Introducción al nixionicidio y alabanza de la revolución chilena (1973), momento apocalíptico, donde Neruda inmola lo que es más querido al convertir en arma arrojadiza su verbo lírico, superando con mucho lo ocurrido en España en el corazón. Es altamente dramático observar cómo Neruda sacrifica toda su poética a la hora de actuar como «palanquero, rabadán, alarife, labrador, gásfiter y cachafás de regimientos, capaz de trenzarse a puñete limpio o de echar fuego hasta por las orejas» y deja que sus versos cojeen, no vacilen en la aceptación del ripio, el prosaísmo, la desmesura. La hora del crepúsculo definitivo será capaz de generar esta patética tronada que merece más respeto que conmiseración. Quien aseguró, en su primera juventud, poder escribir los versos más tristes no quiso dejar de testimoniar al final su capacidad para afianzar, con los versos más acerbos e irritados, sin importarle el coste, la identificación entre vida y poesía.

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Después de hablar de la poética de Neruda, hay que decir que lo cierto es que cuanto sucede en la poesía chilena tras el Canto general lo tiene como referente. Con Neruda creo que ha pasado lo mismo que con Darío. La consigna desde 1916 fue que había que superarlo, no parecerse a él en nada. Pero ya en 1918 Vallejo enseñó que había visto la «lira enlutada» del nicaragüense, y el enterrado resucitó y no ha cesado de fecundar, con lo que «se juzgó mármol y era carne viva», la poesía contemporánea.

Por mor del Canto general, tras una lectura superficial de los 20 poemas y un pasar sobre ascuas sobre las Residencias, con total desinterés por la extensa obra posterior al Canto, Neruda quedó fosilizado para el lector medio. Tanto que él mismo, como escribió su no muy entusiasta biógrafo Jorge Edwards, a comienzos de los sesenta se sentía abandonado por sus lectores. El propio Edwards lo consideraba ya a mediados de la década de los cincuenta «un poeta del pasado»34.

La lista de los injustamente fatigados de Neruda es grande. Yo que nunca lo estuve, lo llamé «gloriosamente anticuado», pero sólo porque no tengo mejor manera de definir a un clásico. Alguien con más merecimientos y fortuna se refirió a él como «el único que hablaba con el Hado por nosotros»35, y aún puntualizó al pie del mismo poema lo siguiente: «Aprendimos a ver, a oler, a oír el mundo con su palabra; transidos de ella, arrebatados por ella. No cuenta el nicho para la resurrección». Y en «Neruda», un texto en prosa de 1978: «Crecimos con Neruda, nos embriagamos y nos desollamos con él, fuimos con él hartazgo y desenfreno, y ahondando en los sentidos volamos hacia lo absoluto. Lo cierto es que Residencia en la tierra [...] nos hizo bajar al fundamento». No reproduciré la vehemente defensa de España en el corazón, calificado de libro «semilla» por el mismo autor de las líneas anteriores, que, hora es de decirlo, no es otro que Gonzalo Rojas. A despecho de los múltiples registros que en su momento hemos querido destacar, Rojas asegura que «no hay dos ni tres [en Neruda] en él sino uno unitario, pero hay que descubrir esa palabra allí mismo, desde su propia respiración» (Visor, pp. 568-569).

Este enlace de Gonzalo Rojas, que es, hasta donde yo sé y siento, el más importante de los poetas chilenos de este momento -sin olvidar la trascendencia de un Nicanor Parra-, con Pablo Neruda, no quiere decir de ningún modo que Rojas sea un epígono del poeta de Isla Negra, pero como todo gran creador ha hecho ostensible su orgullo por haber tenido muchos maestros, éste entre ellos.

Una de las mayores satisfacciones de mi vida académica fue la de dirigir la tesis doctoral de Hilda Ortiz, esposa de Gonzalo, tristemente desaparecida algún tiempo después, sobre la poesía de Rojas. Confieso que todas mis lecturas anteriores cobraron una enorme coherencia al seguir ese trabajo, que muy poco tuve que orientar, publicado después por Hiperión36. Yo me permití decir a Gonzalo que Hilda fue para él «el relámpago». Hoy añadiría que fue la prolongación, el reavivamiento de ese fenómeno, porque sobre la primera irrupción del «relámpago» en la vida del poeta, ha hablado sobradamente Rojas: «Voy corriendo con el viento en ese Lebu tormentoso, y oigo, tan claro, la palabra "relámpago" [...] y voy volando en ella y hasta me enciendo en ella todavía. Las toco, las huelo, las beso a las palabras, las descubro y son mías desde los seis y los siete años, mías como esa veta de carbón que resplandece viva en el patio de mi casa». Y al adquirir el don de la lectura, las palabras arden, brillan, pesan. «¿Me atreveré a pensar que en ese juego se me reveló, ya entonces, lo oscuro y germinante, el largo parentesco entre las cosas?»37. Claro que después de estos sentimientos y experiencias tan tempranas con relación al lenguaje, la asunción de Neruda (el hijo del ferroviario) por Rojas (el hijo del minero del carbón), llegado el momento, era inevitable. Pero es necesario saber que los contextos de Gonzalo Rojas son fluidos, considerables, tanto que incluyen al feroz enemigo de aquél, el desaforado Pablo de Rokha en cuya vehemencia había, sin duda, una fuerza de la naturaleza. En un conocido texto autobiográfico, «De donde viene uno»38, que Rojas ha reiterado y desmenuzado con placer, nuestro poeta ha señalado sus muchas otras fuentes: el pintor Roberto Matta, «único surrealista con estrella de nuestro Chile»39, María Luisa Bombal, «figura mayor de la explicación onírica en nuestras letras», la entonces desdeñada Mistral, que afinó junto a Neruda, «el trauma primario de lo natural» (ibid., p. 14), los clásicos españoles, y quiero destacar aquí a Juan de Yepes, y los insoslayables franceses de Rimbaud a Apollinaire y -desde una posición de independencia- a Bretón, del que hablará en otros momentos. Y observemos estas cuatro concreciones: «Vallejo, por ejemplo, me dio el despojo y desde ahí el descubrimiento del tono; Huidobro, acaso, el desenfado; Neruda cierto ritmo respiratorio que él a su vez aprendió de Whitman y en Baudelaire, pero yo gané el mío desde la asfixia. ¿Y Borges? El rigor, "l'ostinato rigore" que dijo Leonardo. Y el desvelo. Un desvelo lúcido al que se llega sin prisa, por incesante crecimiento. Es que todo es nuevo. Para el oficio de poetizar desde el asombro, todo es nuevo» (ibid., p. 16). De la capacidad de síntesis de Rojas habla sobre todo esta frase: «Si por la oreja derecha me entraba lo áureo de la clasicidad, por la oreja izquierda lo hacía la modernidad. Tal vez -añade- por eso mismo no me he desarrollado gran cosa desde entonces y me he restado siempre a la fascinación de las modas que se arrugan, presuntuosas de una originalizada que no pasa de originalismo» (ibid., p. 14). ¿Caben más claras precisiones de una poética? Sobre su alta valoración de Darío, Rulfo y Octavio Paz ha escrito después Rojas palabras muy vibrantes. No ha olvidado tampoco a Jorge Cáceres, uno de los de «Mandrágora» y, desde una admiración de independiente, al propio Bretón.

Gonzalo Rojas surge asociado a un momento fuerte del surrealismo chileno, es decir asociado al grupo cuyo nombre acabamos de dar, «Mandrágora» de 1938 (Braulio Arenas, Enrique Gómez Correa, Teófilo Cid, Jorge Cáceres) aludido. A Rojas le atrajo cierto aire inicialmente disidente del grupo con respecto a la iglesia surrealista de París, pero la pronta sumisión de los mandragóricos, «su afrancesamiento literatoso» (ibid., p. 12), le hizo abandonarlos enseguida. Luego escapó a los Andes por la zona de Atacama, como en un ejercicio de depuración, y enseñó a los mineros -«analfabetos pero con un portento imaginario y un pensamiento mágico que no vi nunca en los poetas más pintados»- a leer en los textos de Heráclito. «Qué mandrágora ni que surrealismo» (ibid., p. 15).

Anotemos ahora, las tres vertientes de su poesía, según declaración propia en el mismo impagable texto: «la numinosa en el sentido de Das Heilige; la erótica y toda la dialéctica del amor; la de testigo inmediato de la vida inmediata», incluido el testimonio político «pero sin consignas» (ibid., p. 16) y la preocupación por su proceso creativo. ¿Caben, volvemos a preguntarnos, más precisiones sobre la poética de Gonzalo Rojas?

Caben, por supuesto y están en sus versos, pero todas corroboran lo expuesto. Se diría que sin contradicciones, ni etapas, ni oscilaciones entre el morir-renacer. Llama poderosamente la atención que, como señaló Gonzalo Sobejano, los poemas de Rojas parecen no depender de la temporalidad, «la poesía de Gonzalo Rojas es una autoantología en formación perpetua, [...] a Gonzalo Rojas no le importa la cronología de los textos»40. Hilda R. May destaca en la dispositio de los libros de Rojas «ese proyecto de circularidad que lo lleva a incluir en un volumen suyo recién aparecido, algunos textos ya entregados en títulos anteriores, como para desafiar la linealidad de una construcción tras otra»41. Y ¿cómo no acogernos a sus propias palabras?: «No se desarrolla mi trabajo poético de un libro a otro, sino que voy y vengo en el mismo vaivén infinito de un mismísimo o parco u hondo libro»42. Sus antologías, las de su autoría, y las realizadas por otros con su auxilio, recogen este fenómeno nada común, pero que no carece de antecedentes ilustres como el de Alfonso Reyes al organizar la edición de sus poemas con el título de Constancia poética. «La lealtad a la cronología puede ser discutible -afirmó en otra oportunidad-. La afinación estética exige muchas veces mezclar las edades en vista a una armonía superior»43. No insistiremos en este punto que puede verse bien corroborado en la edición de Carmen Ruiz Barrionuevo Cinco visiones44 y en la preparada por el propio autor de aparición reciente, con muy expresivo título45.

Esto motiva que la obra de Rojas dé la imagen de cierta exigüidad. Desde su primer libro La miseria del hombre (1948), lo cierto es que, sin embargo estamos ante un considerable número de títulos, incluso descontando los que ya se anuncian como antológicos46 (aunque a veces los libros singulares también adquieren esa condición): Contra la muerte (1964), Oscuro (1977), Transtierro (1979), Del relámpago (1981), El alumbrado (1986), Materia de testamento (1988), Desocupado lector (1990), Río turbio (1996). Pero también es cierto que los poemas trasvasados de un lugar a otro cobran una formidable novedad en virtud de su nueva contextualización.

Los poemas que hemos escogido como apoyatura para precisar con algún pragmatismo -difícil palabra hablando de lírica- aspectos de la poética de Rojas pertenecen a Materia de testamento. La primera consideración ante este título es que nos remite a los varios poemas testamentarios que Pablo Neruda nos dejó: dos en el Canto general («Yo soy»), más el complementario llamado «Disposiciones», con claro soporte en las estructuras manejadas por sus odiados notarios. En Estravagario también encontramos un largo poema, «Testamento de otoño», dividido en diez partes. El legado especificado en el Canto general está hecho desde el entusiasmo, la fe en la humanidad y en la poesía. No son la menor oferta de sus donaciones los libros de sus poetas amado: «que amen como yo amé mi Manrique, mi Góngora,/ mi Garcilaso, mi Quevedo...». El de Estravagario es un testamento nacido de una inocultable amargura, o, si lo decimos más suavemente, de una profunda perplejidad -salvando las referencias a Matilde Urrutia. Ya hemos dicho que esta línea estravagarista no representa algo definitivo en la poesía de Neruda, pero ahí está y con ella se enlaza, a nuestro entender, la línea testamentaria de este Rojas capaz, sin embargo de esquivar el desfallecimiento, por vía de una ironía tangencial, según los casos, al humor y a la ternura, siempre dentro de lo que Rojas manifestó como una «conciencia crítica del lenguaje» pero también de «cierto proyecto de diálogo con el mundo»47.

Despojo y tono, desenfado, ritmo respiratorio y rigor y desvelo se compendian en el poema homónimo del título del libro. Rebanado, como habría dicho la Mistral, de la retórica -pero sin temor a ella-, vallejianamente entonado -pero sin vallejear-, cómodo en la respiración hecha naturalmente ritmo, dos o tres veces descarado (algo que aprendió en Marcial y en Quevedo), riguroso y desvelado ante los prodigiosos dones que sacralizan el enigma de su procedencia, emotivo, en fin en medio del torbellino lúdico, Rojas nos muestra sin ambages su legado: «A mi padre, como corresponde, de Coquimbo a Lebu, todo el mar,/ a mi madre, la rotación de la tierra,/ al asma de Abraham Pizarro, aunque no se entienda, un tren de humo...».

Estamos ante un poema grávido de mundo, hecho, como respecto a uno de los suyos declaró Darío, «con las cosas de todos los días/ y con otras que en lo misterioso vi». Esta apreciación es la misma que encontramos en Octavio Paz cuando ve en los poemas de Gonzalo Rojas «palabras cargadas de la verdad de este mundo y quemadas por el roce del otro»48.

Para nosotros, receptores intrusos, por mucho que creamos disponer de un código, los versos de esta composición cargada de símbolos y connotaciones tienen un sentido que creemos aceptaría el propio autor -aunque, cumplido el poema, no concedamos a ninguno la autoridad absoluta para dictaminar sobre él-: son estos versos su etopeya, su personal visión de lo que puede hacerse ante la evidencia de que es inútil tratar de huir del tiempo, de la historia, para entrar en lo absoluto, aunque el esfuerzo por conseguirlo sea irrenunciable. Lo que parece un repertorio de donaciones es sobre todo una proyección de sentimientos, una empatía. Estamos ante un poema de fuerte intención designante (contra lo que preconizaba un Mallarmé). Pero al francés le habría complacido ver cómo del conjunto va brotando una expresión nueva, encantatoria, un encantamiento como el que les lega «a los 200 mineros del Orito»: «A la adolescencia, el abismo,/ a Juan Rojas, un pez pescado en el remolino de su paciencia de santo,/ a las mariposas, los alerzales del sur/ a Hilda, l'amour fou, y ella está ahí durmiendo». Todo un mundo que nacido de la experiencia se levanta, sacudido por algunos oportunos desplantes, desarrollado en tanteos, hacia su destino último: lo mágico.

Si el poeta es en definitiva un individuo en busca de su propio ser, que construye símbolos y pone máscaras a lo otro y se las pone a sí mismo, es porque abriga la esperanza de que alguna vez todas las máscaras se tornen realidad en ese absoluto que persigue, de que se realice la conmovedora quimera propuesta por el surrealismo histórico de que la poesía se confunda con la vida. Quien haya visto a Gonzalo Rojas recitar habrá comprobado la noble asunción de la máscara deseada por parte del hombre cargado de modestia que dice sus versos con la responsable gravedad del poeta. Gran defensor de la oralidad en la transmisión de la poesía, Rojas convierte en efecto a la palabra poética en ritmo, pero ritmo nacido de una respiración natural que todo lo humaniza: «Nace de nadie el ritmo, lo echan desnudo y llorando/ como el mar, lo mecen las estrellas, se adelgaza/ para pasar por el latido precioso/ de la sangre, fluye, fulgura/ en el mármol de las muchachas, sube/ en la majestad de los templos, arde en el número/ aciago de las cortinas, parpadea/ en esta página» («Acorde clásico»). No está de más recordar aquí a Gabriela Mistral, en estos tiempos antirrítmicos, con su defensa de las cuestiones formales, cuyo rechazo puede ser «rebeldía artificiosa»49.

Sucede que este yo poético del ciudadano Gonzalo Rojas tiene marcada vocación de itinerante. Y en sus búsquedas y descubrimientos aspira la fuerza trascendente de lo erótico con avidez y respeto. Su relación con una prostituta que se confunde en una imposible pero auténtica fenicia cortesana del templo (de Hércules) en Cádiz, queda verbalizada en el singular poema «Qedeshim Qedeshot». La consideración de lo erótico como acceso, aunque fugaz, a lo infinito, tantas veces proclamada por Octavio Paz, se puede percibir ya en el primer libro de Rojas, La miseria del hombre donde el amor es la única arma contra la muerte. En el poema que comentamos, hay ante todo un vencimiento del tiempo; la imagen del remar, muy utilizada por Rojas al interpretar su trabajo de hacedor de versos, le permite trasladarse en virtud de la omnipotencia del acto poético a un siglo doce (anterior a nuestra era), la época del comienzo del auge de Fenicia, vista también como un tiempo inicial, incontaminado, blanco, ahistórico. La brusca actualización del hecho en la estrofa segunda, queda enseguida compensada por el proceso mágico, el patetismo de la cortesana que busca la protección del pez, símbolo de la fertilidad y de lo sagrado, el disco de Babilonia, el catre-gramófono milenario, las palomas. La mujer adentrada en la anécdota de una historia de vilipendio pero prestigiada por la amoralidad remota y pagana, vital, estética, acaba sumida en un ser sublimado ante el cual el pecado y la tentación, asociados a la hipótesis de la caída de Agustín, humanizan el todo para concluir en la cristiana oración ritual purificadora. Más que en la trayectoria de Neruda, vemos aquí la inmarcesible sombra del Darío que en Cantos de vida y esperanza exaltó la «celeste carne de la mujer» y definió la angustia pero también la grandeza de la criatura abocada a transitar «entre la catedral y las ruinas paganas». Desde su primer libro, Gonzalo Rojas ha reivindicado no ya sólo la sacralidad del erotismo sino la de la prostituta. Véase por ejemplo «Perdí mi juventud» en La miseria del hombre. Y, a mayor abundamiento, observemos, como modelo perfecto de exaltación de lo numinoso, el poema «¿Qué se ama cuando se ama?» en el que se diría que está presente, pasada por un prisma quebradizo, que la altera pero no la elimina, la pasión mística de uno de los grandes modelos de Rojas, San Juan de la Cruz: búsqueda del cuerpo único, el de Dios, «repartido en estrellas de hermosura, en partículas fugaces/ de eternidad visible», persecución «desde esta ladera», como dijo Dámaso Alonso, en cuyo libro Oscura noticia (1944) leemos estos pre rojianos versos: «No sé. Sólo me llega en el venero/ de tus ojos la lóbrega noticia/ de Dios, sólo en mis labios la caricia/ de un mundo en mies, de un celestial granero [...] Yo no sé si eres muerte o si eres vida,/ si toco rosa en ti, si toco estrella,/ si llamo a Dios o a ti cuando te llamo» («Ciencia de amor»). Sin olvidar los versos más crípticos del poema «Numinoso». Destacan en él las reiteraciones, algo ciertamente usual en la expresión de Rojas para subrayar, aunque con inevitables balbuceos, las definiciones o las hipótesis que se arriesgan. A la propuesta de una indagación lúcida sobre el mundo («ejercicio de diamante», «número»), sigue la desazón de los sonámbulos perdidos y resignados. Porque el hombre es tiempo, irremisiblemente, y aquí, en la tierra sometida a la cronología implacable, ejerce sus «desesperantes posturas» (Machado dixit) para escapar hacia un orden encantado o hacia la evasión por el suicidio. Nuestro destino supremo estará en las estrellas, como quería Darío, pero de aquí somos. Confortados, eso sí, por la búsqueda de la sacralidad en que aire y tiempo compiten.

También en «Carbón», uno de los textos más difundidos de Gonzalo Rojas, encontramos otra modulación de lo numinoso: el adulto, impactado por el «kairós», ese momento privilegiado en que se interrumpe la horizontalidad de la historia con el relámpago vertical que lo introduce en la absoluto, percibe, instalado en la infancia, y en un fulgurante «lugar de la memoria»50, la llegada del padre, fatigado tras la dura labor cotidiana, a la casa. El brillo del río, como un cuchillo, y el rayo, que se asocia a la tormenta y al relámpago, provocan y engrandecen la escena, y el niño vive la emoción del momento. Pero es, sin solución de continuidad, el hombre adulto quien percibe la condición enrabiada y doliente del padre que se rebela contra la desventura y la explotación y el que lo contempla mientras le hace consideraciones y le habla de la muerte de la madre a quien momentos antes, como niño, había instado a abrir el portón, etc. ¿Es el niño o el adulto quien insta al padre finalmente: «Pasa, no estés ahí / mirándome sin verme debajo de la lluvia?». Son los dos, es decir, es el demiurgo, el poeta, nada menos, que ha fijado la escena en lo intemporal.

Quiero cerrar estos comentarios sobre el hacer poético de Gonzalo Rojas con una mirada a su poema «Por Vallejo», su maestro en «el despojo» y «el tono». La consigna vallejiana, «todavía», cuando ya todo estaba o parecía estar escrito es el gran factor determinante para que la poesía no cese nunca de manar. Recordamos de nuevo las palabras de Rojas: «Para el oficio de poetizar desde el asombro, todo es nuevo». Actitud perfectamente compatible con lo que llevamos dicho acerca de la no dependencia de la temporalidad de la masa de su obra. La persistencia del «todavía» en los versos de este poema apenas necesitarían acotaciones complementarias. Pero Rojas insiste subrayando la lucidez de saber que el hombre (no sólo el poeta) es «todavía», la percepción de que el poeta que encuentra «el oxígeno hermoso» cumple su función extenuándose, llegando, quevedescamente, a «las médulas vivas del origen», que nadie como él, entre los americanos, nos habló de la música que decimos América; que cada cual ha de llevar «su Vallejo doloroso y gozoso», que más allá de París o del propio dramático telurismo americano, a la hora de «respirar la espina mortal» es absolutamente indispensable el «todavía» vallejiano. En el momento de concluir la revisión de dos altas poéticas, y a propósito de la fe en el «todavía», no está demás que reivindiquemos de nuevo a Neruda. No en vano publicó en 1969 un libro titulado Aún. Bajo ese signo sigue creciendo con brillo y densidad la poesía hispanoamericana del siglo XX que es ya la del XXI.





 
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