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Las relaciones intergeneracionales e intrageneracionales en el exilio

Ignacio Soldevila Durante





En diversas ocasiones he tratado la cuestión de la teoría generacional aplicada a la historia de la literatura y he intentado explicar, creo que con no pocos argumentos y pruebas, el rechazo que de esa aplicación experimentan los creadores literarios1. Y ello por tres razones básicas. La primera, porque el material con que trabajan es el lenguaje, es decir, el sistema de comunicación que, aprendido desde la infancia (por no hablar de lo que pueda acarrear el ser humano en su código genético), les lleva a no considerar la literatura como un arte de aprendizaje, a diferencia de lo que ocurre con la música, la pintura o la arquitectura. La noción del individualismo a ultranza que todavía hoy parece dominar a la mayoría de los creadores literarios en todas las etapas de su evolución (y no solo cuando alcanzan un muy alto nivel, como ocurre en las demás artes) tiene parte de su fundamento natural en la manera igualmente natural con que se adquiere el lenguaje y, su actual base cultural, en la disminución constante de la escolarización dedicada a la lengua en general y sobre todo a su utilización artística, sometidos como estamos a las exigencias de una sociedad tecnológica que además está procurando a sus miembros nuevas formas de arte masivas (demóticas) fundadas en la visualidad, primordialmente, y en la actualizad, en detrimento de la palabra escrita, formas de arte todas ellas que merman considerablemente el tiempo disponible para las tradicionales literarias.

La segunda es el rechazo de la historia y sobre todo de la sociología como formas de acercamiento idóneo al hecho literario. En efecto, como sabemos, la teoría generacional tiene sus orígenes en esas dos disciplinas. Me referiré a quien excepcionalmente reúne en sí la triple condición de sociólogo, historiador de la literatura y narrador: Francisco Ayala. En su Tratado de sociología (1947, parte II, cap. 1), analiza la estructura de la existencia humana, los grupos históricos y los ritmos del cambio histórico para concluir con la idea de que la generación es la unidad sociohistórica elemental. Procede luego a un logrado intento de conceptualización del término, implicando así, aunque no lo exprese concretamente, que las percepciones previas, incluyendo las de Ortega y de Julián Marías, eran insatisfactorias.

Los rechazos de la teoría generacional, por cierto, se hicieron más fuertes cuando el estudio de la literatura, a remolque del estructuralismo en lingüística, dejó de interesarse por la historia y se centró en los textos aisladamente, lo que favorecía en principio la concentración en una obra o en el conjunto de las obras de un autor, si bien los primeros estudiosos españoles de la nueva estilística, como Pedro Salinas y Dámaso Alonso, que, al igual que Ayala, eran a la vez reputados creadores, no solo no se opusieron a la utilización del concepto de generación sino que la hicieron suya, aplicándola cada uno a su manera. Si al desinterés por la historia se añade la tendencia de la estilística comparada a resaltar lo que de distinto y original tiene la obra de cada autor, no es de extrañar la buena acogida que estos estudios tuvieron en los creadores, al ver fomentada su obsesión aislacionista e individualista. No obstante, el estructuralismo tampoco satisface enteramente a la natural egolatría del creador, ya que llega, para su investigación, no solo a aislar el texto de su circunstancia sino a prescindir de su propio autor, afirmando, por ejemplo, que no se puede analizar mejor La familia de Pascual Duarte que el Lazarillo de Tormes, aunque uno sea de autor conocido y otro de autor anónimo. Algunos acercamientos de la estilística, fundados en la noción de écart, podían complacer más al escritor, pero ciertamente implican exámenes comparativos que ponen al mismo tiempo de relieve lo que les diferencia y lo que de común tienen los escritores, rompiendo de nuevo el aislacionismo ideal en que se complacen2. Desde otra perspectiva, pero con resultados utilísimos para nuestra argumentación, Harold Bloom, en su controvertido estudio The Western Canon, ha apuntado algunos absurdos efectos de esta obsesión bajo lo que él describe como the anxiety of influence, una especie de reacción de defensa psíquica contra el peso de los grandes maestros en cuya línea histórica, inevitablemente, tienen que situarse para aspirar a formar parte de los elegidos3.

La tercera razón, por último, es la tendencia a relegar al olvido subconsciente las condiciones reales de aprendizaje y de acceso al campo de la literatura, durante las cuales, además de la necesaria toma de posiciones con respecto del canon de los clásicos, de la que hablamos en el segundo punto, y como resulta lógico en las condiciones socioeconómicas del mercado literario, el campo en cuestión está percibido como un reducto de capacidades y de acceso limitado, fuertemente poblado, al que, por consiguiente, solo se puede acceder empujando, desplazando a alguno de sus ocupantes vivos. Pero, dadas las relaciones de fuerza entre ocupantes y asediadores, estos no tienen más remedio que aliarse para desplazar, por el peso numérico y la consiguiente acrecida agresividad, a los ocupantes, atacando generalmente a los que accedieron inmediatamente antes que ellos al recinto y a los que llevan más tiempo en él, es decir, los más débiles. Por eso no es infrecuente que las luchas más llamativas se produzcan entre grupos de una misma generación (en los años veinte, los novelistas que adoptan la tendencia social en la novela frente a los de la novela deshumanizada o, en los sesenta, los novelistas del movimiento llamado la novela intelectual, vs. los de la denominada novela social), ya que los que están más tiempo en la ciudadela están diezmados por la muerte y debilitados por la edad, de modo que suelen retirarse silenciosamente y sin apenas ofrecer resistencia.

Otra forma de penetración menos cruenta y arriesgada es la de la búsqueda de padrinos entre los escritores bien establecidos, forma que predomina en las generaciones que aparecen en momentos de excepcional brillantez. Así, la generación del 27 se puso bajo el patrocinio de la del 98 (Unamuno, Baroja, Azorín, etc.) y de la del 14 (Ortega, Juan Ramón Jiménez, Pérez de Ayala, Miró, Díez Cañedo), que no solamente eran creadores respetados sino frecuentemente críticos de renombre. Pero, por supuesto, no tuvieron empacho en utilizar a la más vieja generación -la de los realistas- como objeto de sus burlas y descalificaciones, sin respetar, por supuesto, ni al propio Galdós.

Esta descripción algo pintoresca y con imaginería belicista es útil cuando menos para la historia de la literatura que precede a la época más reciente. En ésta, las condiciones han cambiado, en correspondencia con el nuevo tipo de mercado, en el que las casas editoriales han asumido por sí mismas el combate por el espacio literario a partir de principios cuantitativos, de orden económico, y no de criterios propiamente literarios, apoyándose para ello en la fuerza dominante de las técnicas de marketing, con su capacidad para provocar el apetito adquisitivo, y reduciendo los textos a pura mercancía de consumo de lujo y perecedera, según el doble criterio de la moda y la temporada.

En estas condiciones de mercado y mientras subsista esta forma de literatura vehiculada en libros, no resulta difícil ver que el agrupamiento por generaciones está siendo interferido por un agrupamiento en escuderías, donde conviven miembros de distintas generaciones históricas pero manteniendo más fácilmente la ilusión narcisista de ser personajes únicos, incomparables e irrepetibles, aunque estas ilusiones sean mucho más fugaces y puedan crear en sus víctimas síntomas carenciales de adicción. En ese sentido, el instrumento analítico de las generaciones pierde capacidad explicativa para el presente inmediato y, si no cambian las condiciones en este fin de siglo, como es casi seguro, seguirá perdiéndola en el futuro próximo. Pero no por ello los historiadores de la literatura, cuando examinamos la historia pasada, hemos de proceder, como en el proverbio inglés, a echar a la criatura junto con el agua de la bañera4.

Pero, volviendo a nuestra cuestión central y antes de examinar específicamente lo que ha sucedido en el entramado generacional a raíz de la guerra y del exilio, no hace falta ser un lince para ver que el desgarro que en el tejido social y político supuso la guerra civil tenía que incidir en el de uno de sus componentes, al que, para entendernos, llamaremos el campo de la cultura, y particularmente el de la literatura. No se pueden dejar de lado los efectos del azar en la separación de los individuos en uno de los dos bandos opuestos y la obligación en la que se vieron de manifestarse en favor o en contra de las facciones contendientes. El instinto de supervivencia, con mayor fuerza en las generaciones mayores, explica las piruetas de Benavente o de Manuel Machado, las conversiones fulminantes de escritores de izquierda en ardientes franquistas y viceversa. Como explica también la rapidez con que muchos de ellos procuraron ponerse a salvo fuera de España o en las embajadas, espacio protegido que en muchos aspectos prefigura lo que será el exilio, en espera do salir del país en cuanto les fuera posible. En esas condiciones de aislamiento y distancia insalvable respecto de sus espacios naturales, las relaciones entre los escritores se modifican radicalmente, no solo creando dos espacios en principio incomunicados (durante la guerra y luego durante los años que van del 40 al 45, cuando la segunda guerra mundial dificultaba fuertemente las comunicaciones) y posteriormente obstaculizadas por las barreras que la dictadura alzó frente al mundo exterior, sino trastocando con la misma radicalidad la escala de los valores, de manera que incluso los más ardientes defensores de la autonomía de la literatura van a modificar su actitud, siquiera son provisionalmente, la primacía del primum vivere sobre el filosofare explica por una parte los acercamientos y las solidaridades, sobre todo en los años en que la guerra no ha terminado. Pero sería ceguera no reconocer que el filosofare prevaleció en muchos casos sobre el vivere, dando lugar a querellas entre los que ponían por encima de las discrepancias ideológicas las amistades contraídas. Max Aub ha novelado o escenificado numerosas anécdotas que ejemplifican este dilema y que se manifiestan tanto durante la guerra como en los espacios del exilio5. ¿Hasta qué punto puede, por otra parte, determinarse exactamente si el comportamiento de quienes denunciaron a sus compañeros de generación y a veces ex camaradas de partido tuvo más o menos que ver con la primacía de lo ideológico o con la de la salvación personal, buscando en la denuncia el perdón por la propia conducta anterior? No conviene olvidar tampoco que en ambos bandos hubo fuertes disensiones entre los grupos de ideologías con una historia de enfrentamientos pero aunadas por el tajo radical de la guerra: falangistas frente a requetés, en el bando rebelde, o comunistas frente a anarquistas en el republicano. Episodios de guerra dentro de la guerra, como el de los comunistas contra los trotskistas del POUM o el de la intentona casadista -nueva rebelión de los mandos militares que historiadores como Tuñón de Lara han puesto acertadamente en paralelo con la que había originado la guerra civil- para arrinconar al partido comunista y al gobierno de Negrín con la ilusión -luego se vio hasta qué punto vana- de lograr una rendición pactada, que se saldó con tantas muertes, no podían olvidarse fácilmente en los campos de concentración o luego en el exilio. En Campo del moro, de Aub, o en sus relatos de los campos de concentración se desvela en toda su crudeza esta triste realidad. Hay un episodio en la vida de Baraja, refugiado en París, que sirve para revelar la complejidad de las relaciones en tiempos de crisis. Max Aub era, desde su primera juventud, un apasionado lector de Baroja, cuya presencia se habría de manifestar particularmente en la narrativa aubiana desde 1934. El azar quiso que Aub fuese el agregado cultural de la Embajada de la República en París y, consiguientemente, el responsable último del funcionamiento de la Casa de España en la ciudad universitaria, donde alojó a don Pío cuando este apareció en la capital francesa. Pero, al parecer, Baroja se mostraba más exigente de lo que las circunstancias permitían y esto, unido a la antipatía personal que el embajador y, más aún, su esposa sentían por don Pío, no favorecía que Aub pudiese dar entera satisfacción al escritor vasco, aunque se resistió a despedirlo de la residencia, como le pedía la señora de Araquistáin. Baroja reaccionó con su habitual imprudencia, publicando en un periódico sudamericano un artículo en el que dejó bien claro que la admiración de Aub por él no compensaba las deficiencias de su situación. Años después Aub recordaba todavía con dolor la intemperante e injusta arremetida de su admirado don Pío.

Si observamos lo que ocurre en los lugares de acogida de los exiliados republicanos nos daremos inmediata cuenta de que, si bien los recelos y las inquinas entre miembros o simpatizantes no solo de distintos partidos sino de facciones dentro de los mismos se mantienen a veces, otras es la común necesidad de sobrevivir y de adaptarse al nuevo espacio cultural y social en el que se ven forzados a vivir, lo que hace que los escritores de las generaciones mayores, es decir, desde los supervivientes del 98 hasta los de la del 27, mantengan unas relaciones de extremada complejidad entre sí. Por una parte, pronto se van a percatar de que la respuesta a la pregunta «¿para quién escribimos nosotros?», formulada por Francisco Ayala desde Argentina pero indudablemente sentida por todos ellos desde muy pronto, apunta en una doble dirección: la primera, implícita en ese «nosotros», es que engloba a todos los escritores exiliados, como resultado de una actitud solidaria recuperada por la circunstancia del exilio, pero la segunda tiene que ver con la pérdida del público propio, al que estaban acostumbrados a dirigirse, quo solo puede ser sustituido, en primer lugar, por el conjunto de los exiliados y, muy hipotéticamente, por la captación de un nuevo público en el país de acogida. Las primeras revistas producidas por los intelectuales del exilio indican claramente que no se hacían ilusiones sobre la aceptación de un público americano, desde La Habana o Ciudad de México hasta Buenos Aires. Vueltos hacia el pasado y hacia la patria perdida, poco espacio hay en ellos donde se dé cuenta de intentos para captar la nueva circunstancia americana, si bien en determinados países la adaptación de los exiliados era más fácil que en otros. Ejemplar, en este aspecto, fue la relación entre los exiliados y México. La actitud del presidente Cárdenas, auxiliado eficazmente por el cuerpo consular en Francia, indicaba claramente el interés que su reformadora política gubernamental -lo que en la historia mexicana se ha convenido llamar el cardenismo- tenía en captar a la elite intelectual republicana española, por la coincidencia que existía entre los proyectos de Cárdenas y los de la recién asesinada República, tanto en el campo de las nacionalizaciones y expropiaciones, de la reforma de la agricultura o de la expansión do la enseñanza pública como en la resolución del problema religioso. En este aspecto, la adaptación de muchos de los intelectuales a la vida mexicana fue rápida y, sus frutos, beneficiosos para el régimen y para los refugiados. Quienes, entre los escritores y artistas, se apuntaron a la labor educativa lo tuvieron ciertamente mucho más fácil que quienes pretendieron continuar con su labor creadora al margen de la nueva circunstancia. De ahí, por ejemplo, la gran diferencia entre quienes participaron en la transformación del Colegio de España en El Colegio de México o se integraron en las universidades o formaron parte de empresas editoriales orientadas a lo mexicano, como el Fondo de Cultura Económica o la revista Cuadernos Americanos, que todavía subsisten, y quienes por otra parte intentaron empresas editoriales del exilio, como la Séneca, al mando de José Bergantín, o revistas como Romance o Las Españas, que atendían exclusivamente al campo de la cultura exiliada y cuya vida fue difícil y breve6.

El recuerdo de esta última revista, dirigida por Manuel Andújar y por el aragonés José Ramón Arana, es particularmente interesante ya que representa iniciativas de la última generación adulta -la del 36, que empezaba a abrirse paso en el campo cultural cuando estalló el conflicto. Intencionalmente, no la había mencionado al enumerar antes las que llegaron a México porque, precisamente por ser la más joven, estaba en la fase que he llamado cohesiva dentro de la evolución personal de los creadores, fase en la que funcionan particularmente bien tos supuestos teóricos de la comunidad generacional. A lo apuntado antes acerca de las relaciones de fuerza que se establecen entre «ocupantes» y «asediadores», y los modos de acceso de estos últimos, en los grupos de escritores de una misma generación, hay que añadir otra actitud de apoyo dentro de la generación que la lengua común ha convenido en calificar como asociación de bombos mutuos. Véase con qué unanimidad los jóvenes escritores utilizan su trabajo de crítica literaria no solo para atacar a las generaciones provectas sino para aupar a sus compañeros.

Pues bien, en esta fase primera estaban los escritores de la generación del 36, una generación muy agresiva también en su inmersión en lo político, tanto como consecuencia de la libertad republicana como para desmarcarse de la anterior generación, que había apostada durante la dictadura por la cómoda actitud de ciar por hecha la autonomía de la literatura y escribir para los escritores iniciados; el arte para el arte, más que el arte por el arte, como mal se tradujo el lema francés. El ímpetu de esta generación tuvo no poco que ver en el cambio de actitud de la generación anterior, ejemplificándose en sus relaciones un fenómeno mucho menos apreciado pero no menos real en los contactos entre generaciones: la capacidad de influjo de los jóvenes sobre los mayores, cuando aquellos han sido los primeros en entrar en una fase sociohistórica que acaba siendo la dominante. Los fenómenos de asimilación de las tendencias protagonizadas por los jóvenes ya han tenido observadores tan tempranos y acertados como Joaquín Casalduero en su estudio sobre Galdós7. La evolución de Valle-Inclán hacia posiciones cada vez más radicales no se puede entender cabalmente sin tener en cuenta su amistad con los jóvenes escritores izquierdistas -Balbontín, Sender, Díaz Fernández, etc.- en sus tertulias de la granja del Henar, como tampoco se explicaría el gesto de Azorín al escribir su tentativa, por supuesto muy peculiar, de novela social. Me refiero a Pueblo (novela de los que trabajan y sufren), de 19308. Y, dentro de la generación del 27, son precisamente quienes más relaciones habían trabado con los jóvenes -Alberti, María Teresa León, Aub, etc.- aquellos que más pronto tomarían distancias -por no decir que romperían abiertamente- con la poesía pura y el relato deshumanizado. Me olvido, por cierto, que a esto misma generación del 27, sociohistóricamente hablando, pertenecían los pioneros de la novela social -los Sender, Díaz Fernández, Balbontín, Arconada o Arderius-, algunos de los cuales casi nada aceptaron de las tendencias de la prosa deshumanizada, por lo que su conexión con los del 36 fue más espontánea y temprana.

No es, pues, de extrañar que el propósito de estos jóvenes al crear las revistas del exilio fuera claramente cohesionador, aún más particularmente la de Andújar y Arana, que a su calidad de jóvenes unían la de autodidactas y que intentaran así, con la mejor voluntad, aglomerar en torno a la revista no solo a su propia generación sino a todos los exiliados. Y al hablar de esa voluntad conciliadora me refiero no solo a todos los grupos que por circunstancias generacionales y, sobre todo, ideológicas mantenían sus distancias, sino también a los grupos nacionalistas, tanto de Euzkadi como de Galicia o de Cataluña, grupo este último que organizó su vida comunitaria de manera particularmente eficaz y autónoma. Una novela como A l'ombra de l'Atzavara (Premio Sant Jordi, 1963), de Pere Calders, es un extraordinario testimonio de cómo vivió la comunidad catalana su exilio en México, aunque silencia lo referente a las obsesiones y las inquinas contra el franquismo para que la novela pudiera ser editada en Barcelona en 19649. La corta vida de la revista de Arana y Andújar habla tanto de las dificultades de financiación como de la supervivencia de los recelos, envidias y resquemores habituales en la vida cultural. No sé hasta qué punto se puede aplicar aquí el viejo adagio francés: Chassez le naturel, il revient au galop.

Sea como fuere, hay algo particularmente unánime en la actitud de todas estas generaciones del exilio: la persistencia hasta la muerte en su obsesiva preocupación por España y sus esperanzas de regreso al país, alentados primero con las falsas esperanzas de una pronta caída del régimen franquista, que les hacía vivir, como reza la revista de Max Aub en esos años, en permanente Sala de Espera, algunos de ellos llevando la actitud al extremo de no querer deshacer el baúl o la gran maleta con la que habían llegado a la playa del exilio. Posteriormente, ni siquiera el desencanto ante el pragmático olvido de los aliados quebró la actitud de estas generaciones. Los regresos tempranos, como el de Benjamín Jarnés -que había publicado bastantes libros en México, no tienen más explicación que el apego a la patria y el horror a morir en tierra extraña. Quienes asumieron el riesgo de regresar pronto -el caso de Juan Gil-Albert es ejemplar- lo pagaron con un ostracismo que no les consintió perder su condición de exiliados del interior, de auténticos soterrados, hasta prácticamente la muerte del dictador. Y, con todo, prefirieron eso a seguir fuera de su patria. También resulta particularmente significativo el caso de Max Aub, que por nacimiento pudo acabar recuperando su nacionalidad francesa e integrándose en una cultura cuya lengua dominaba perfectamente. No traicionó nunca su fidelidad al compromiso contraído con España al alcanzar su mayoría de edad, compromiso agudizado, evidentemente, por su fuerte implicación en la política republicana y en la adopción del castellano como vehículo exclusivo de expresión literaria. De ahí que cuando, muy tardíamente, decide adoptar la ciudadanía mexicana lo haga con evidente desgarro interior y como único medio a su alcance de obtener una libertad de movimientos de la que su condición de refugiado le privaba, pues no podía viajar ni siquiera a su propio país de origen.

El paso de los años hizo que la solidaridad entre los exiliados fuese en aumento, en la misma medida en que perdían sus esperanzas de un temprano regreso ante la consolidación del régimen franquista a partir de su alianza con los Estados Unidos, su ingreso en la UNESCO y, en fin, en las Naciones Unidas. Las viejas rencillas políticas e incluso los celos profesionales entre los escritores de una misma generación iban cediendo el paso ante la fraternidad que suponía la común condición de exiliados. Un ejemplo oportuno podemos traer aquí a colación, a propósito de la relación entre Max Aub y Ramón Sender, que como asiduos a la tertulia de Valle-Inclán se conocían bastante antes de 1936. La distancia parecía insalvable entre ambos si consideramos, por una parte, el anticomunismo militante de Sender desde su encontronazo durante la guerra civil y la muy firme actitud de Aub de afirmarse a la vez como socialista pero también como no anticomunista. Véase su carta a Ramón Lamoneda, director del periódico del PSOE en el exilio, El Socialista, reprochándole que un número de 1952 esté dedicado casi exclusivamente a «insultar a los comunistas y a los prietistas». Comenta Aub: «¿Vamos a sumarnos a los disidentes de los partidos comunistas, a los renegados, y a emplear sus métodos y su lenguaje? Si es así, no contéis conmigo. No soy comunista, ni lo fui, pero no soy anticomunista, ni mucho menos voy a sumarme a los expulsados de un partido al que estoy dispuesto a señalar sus fallas, pero no a insultar [...]. A mi juicio, dejarse deslizar por esa pendiente no lleva más que a olvidarse de nuestro actual único enemigo, Franco y lo que representa, para inmiscuirnos en una lucha que, por ahora, nos es extraña»10. Todavía en su libro de 1945 Discurso de la novela española contemporánea, Aub encontraba, con total injusticia, falta de autenticidad y de poesía interior en la obra narrativa de Sender, afirmaciones que solo se pueden entender -no justificar, evidentemente- en el contexto de las enemistades políticas del momento. La relación entre ambos escritores se reanuda, si nos fiamos de la correspondencia que se conserva en el archivo de la Fundación Max Aub, en enero de 1963, cuando este escribe a Sender para agradecerle el excelente artículo que sobre su Jusep Torres Campalans ha publicado en los Estados Unidos y le anuncia que va a hablar de su obra en el manual de historia de la literatura que está preparando. Le pide a Sender un libro que no ha logrado encontrar11 y este le responde inmediatamente, diciéndole que su obra merecía los elogios y manifestándole su inquietud por verle «metido en tareas de historiador y crítico». Sender le envía el libro solicitado, junto con otros dos, y a su vez le pide que le envíe «al menos lo que consideres mejor de toda tu obra. Confieso que conozco solo a Max Aub de modo fragmentario e incompleto»12. Tras un lapso de año y medio Aub solicita a Sender un cuento para la nueva revista que él dirige, los Sesenta, excusándose de no haberlo hecho antes por no tener su nueva dirección, pues Sender entre tanto se ha trasladado de Nuevo México a California13. Responde este pidiendo precisiones sobre la revista, al no saber dónde se publica y si ha de someterse a la censura española14. Confirmado por Aub que la revista se edita en México, aunque pretende que se lea en España, Sender le envía el relato «El Tonatio (historia de un soneto)», recordándole que «hay que darlo entero y verdadero (sin cambiar ni acortar) con sus defectos y virtudes, o no darlo, en cuyo caso supongo que me lo devolverás como Dios manda»15, Dos días más tarde Aub acusa recibo del cuento, avisándole de que aparecerá en el número tres, «porque en el dos físicamente no cabe». Y apostilla: «Es excelente»16. Esta correspondencia, además de revelar la familiaridad entre ambos, es igualmente curiosa por las bromas que se cruzan acerca de lo que obtienen a cambio de sus colaboraciones en revistas de España o sobre lo que la edad puede pesar en sus relaciones con las mujeres. Más seriamente, hablan de la tentación de volver a España, que Sender siente como muy fuerte, pero a la que se resistirá: «Mientras tenga la sartén por el mango Franco, ni hablar». A lo que Aub le responde: «Creo que hay que ir a España, precisamente para ver si se desprende el mango de la sartén». Y manifiesta sus esperanzas de obtener un visado para el año siguiente17, aunque, como sabemos, todavía hubo de esperar cinco años más. La correspondencia entre ambos que se conserva en este archivo se detiene el 26 de enero del 65, con una carta en que Sender manifiesta, por una parte, haber recibido con gusto El Correo de Euclides, ese periódico que anualmente Aub enviaba a sus amigos, pero por otra afirma no saber nada de la publicación de su cuento y anuncia a Max una nueva dirección. Al aparecer su anunciado Manual de historia de la literatura española en 1966, Aub, aun sin ocultar lo que en la obra del aragonés no le gusta, que es lo que él llama despreocupación en el uso de los datos históricos o, sobre todo, su recurso a alegorías y símbolos, no duda en afirmar que Sender es «el novelista más importante de su generación», generación que, como sabemos, es la del propio Aub. Desconocemos si a Sender le disgustaron las reticencias de Max, como sería probable si llegó a ver el libro. Lo cierto es que la correspondencia parece haberse cortado entre ambos18.

Todos los testimonios coinciden en el hecho de que las generaciones mayores, a pesar de haber vivido largos años en los países de acogida, fueron incapaces -si es que lo intentaron- -de identificarse con la nueva realidad, por muchos esfuerzos que hicieran. Pere Calders hace decir a uno de sus personajes exiliados en A l'ombra de l'Alzavara que la fijación en la ilusión del regreso o la feliz adaptación a México se relacionaban muy directamente con la mediocre pervivencia o con el éxito obtenido en el país de acogida. Si comparamos la proporción que en la obra de los exiliados se dedica al pasado y al presente de España con la que intenta dar cuenta de la nueva situación, del nuevo espacio, el desequilibrio en favor de la primera resulta muy evidente, con contadas excepciones como la de Francisco Ayala, excepción tanto más meritoria cuanto que los años de su exilio se repartieron entre dos países de habla hispánica y los Estados Unidos. Es de necesaria recordación igualmente el temprano esfuerzo de Ramón Sender por entender la realidad mexicana, patente, por ejemplo, en su libro de leyendas Mexicayotl y poco después en su excelente novela Epitalamio del prieto Trinidad. Pero su rápido traslado al sur de los Estados Unidos va a modificar la perspectiva y el interés de Sender hacia la historia de Nuevo México.

Incluso en los textos dedicados a la nueva realidad abundan las comparaciones y las referencias a España, que sigue siendo a la vez la piedra de toque de su experiencia y el norte de sus deseos: por seguir con el ejemplo de Sender, su obra dramática Hernán Cortés (1940) o su Jubileo en el Zócalo (1964), ambas dedicadas a la aventura de los conquistadores, o las Novelas ejemplares de Cíbola (1961), en las que no solamente vuelca su atención sobre los antiguos mitos indígenas y sobre la actualidad en las regiones de Nuevo México y Arizona sino que observa el mestizaje de las culturas autóctonas con la herencia hispánica. En el caso de Max Aub, prototipo del exiliado obsesivamente vuelto hacia España, considérese el final del texto en prosa poética «Amanecer en Cuernavaca», que culmina su descripción del ambiente mexicano con la siguiente frase: «Como si fuese en Aragón o en Cataluña»19, o lo que me dice Federico Álvarez de los Cuentos mexicanos de Aub:

«La generación de mi padre (la de Max) nunca logró sentir -lo que se dice sentir- lo americano. Nunca. España estaba permanentemente en su vida. Permanentemente. Max hacía cuentos mexicanos... ¡Ja! Cuentos españoles y bien españoles».


(Carta del 31 de julio de 1999)                


No sé si esta misma reserva la aplicaría Álvarez a otras obras dedicadas por exiliados a la observación de la vida mexicana, como las del vasco Ramón de Belausteguigoitia La sombra del mezquite (Aquelarre, 1951) y El valle inexplorado (Hadise, 1960) o la ya mencionada de Pere Calders, autor igualmente de una serie de cuentos de tema mexicano [Aquí descansa Nevares i altres narracions mexicanes, que reúne los cuentos de Gent de l'alta vall, de 1957, y el relato titular, novela corta de 1967)20.

Otro aspecto del trastrueque de las relaciones generacionales es el que se refiere a los contactos entre los exiliados y los que permanecieron en España. Una mezcla de recelo y de envidia más o menos sana con respecto a quienes después de nadar consiguieron guardar la ropa sin exiliarse es evidente a partir del momento en que, sobre todo al término de la segunda guerra mundial, las relaciones epistolares y la llegada de viajeros de uno y otro lado van configurando en el ámbito del exilio la imagen más o menos clara de los avatares de sus compañeros en el campo de las letras. Por supuesto que el recelo se mantuvo a través de los años contra quienes formaron en las filas del bando vencedor, aunque acabasen tomando distancias o abiertamente enfrentándose al franquismo, como fue el caso de Dionisio Ridruejo. Como estudioso de la obra de Aub, los ejemplos que inmediatamente me vienen al recuerdo son los referentes a él, tal y como se manifiestan en sus diarios, desde la gallina ciega -el diario de su viaje a España en 1969- a los inéditos antologados recientemente por Manuel Aznar Soler.

Otra cuestión es la relación con los que no siendo ni partícipes ni compañeros de viaje del franquismo supieron acomodarse a la situación. De nuevo pensamos en las relaciones de Aub, por ejemplo, con Dámaso Alonso, que revelan la evolución de la actitud del exiliado desde el enfado manifiesto -en una carta abierta a Dámaso publicada en su revista Sala de Espera21- hasta la más cordial reconciliación, de la que puedo dar personal testimonio, si falta hiciera.

Frente a esta actitud unánimemente empeñada en mantener su condición de españoles y su preocupación por España, se sitúa la generación más joven, la de los que nacieron durante la guerra o ya en el exilio, para quienes el país que era del exilio para sus padres y abuelos resultaba ser el único que conocían de verdad, de modo que, a pesar del ambiente vivido en sus hogares, acabaron por despegarse de estos y asumieron mayoritariamente su condición de americanos. No siempre con la misma facilidad o con isocronía. Véanse, por el contraste, las singladuras de los hijos del poeta y novelista catalán Agustí Bartra, que se integraron perfectamente en el tejido social y político mexicano, llegando uno de ellos a ser una autoridad en etnografía mexicana y uno de los líderes del partido comunista de México, mientras que los nietos, al parecer, han reprochado a sus padres esa mexicanidad y han querido recuperar la nacionalidad española de sus abuelos. Este fenómeno, por cierto, me ha sido comentado por el ya mencionado Federico Álvarez Arregui, profesor de la UNAM, hijo de exiliados y yerno de Max Aub, que se considera ya fuertemente distanciado de cualquier relación sentimental con el país de su padre pero que también ha visto cómo sus dos hijos se adaptaban a España y dejaban México para siempre. En una carta de agosto pasado en la que, en respuesta a mis preguntas, me hablaba de esta cuestión recordaba cómo el influjo de su padre, compañero de generación y amigo de Max Aub, que vivía en esa obsesiva preocupación por España, había contribuido a dificultar su personal enraizamiento en el país que iba a ser el suyo, hasta tal extremo que -afirma- solo cuando, por su trabajo universitario, se desplazó a Cuba y estuvo viviendo lejos del ambiente del exilio acabó, como él mismo dice, por americanizarse y tomar distancias con respecto del problema de sus mayores, rompiendo el cordón umbilical.

Me parece importante subrayar que el exilio no solo implica, como hemos visto, la pérdida del espacio natural y del espacio social en el que, proporcionalmente a las edades -es decir, a las generaciones- de los exiliados, estaban más o menos asentados y equilibrados personal y relacionalmente, sino que a la vez destruye prácticamente la posibilidad de reconstituirse en un espacio del exilio que pudiera oponerse al anterior. Me estoy refiriendo, por supuesto, al fenómeno de la dispersión, que afectará variablemente a las generaciones y a los individuos. Las consecuencias, insisto, no son tan graves para los más jóvenes como para los mayores, en la medida en que estos sufrían la pérdida de una posición ventajosa en el entramado cultural de España. En ese aspecto, quienes más pronto darían síntomas de desánimo e intentarían, aun a costa del ostracismo, regresar a España serían los de la generación del 98 -Baroja, Azorín- y luego los de la del 14 -Pérez de Ayala, Ortega, Jarnés. Por otra parte, ya lo hemos apuntado, perogrullescamente, no es tan negativo recalar en países de lengua española como en países de lengua extranjera. Pero ir a parar a países como México, donde había una fuerte concentración de exiliados, estimulada y favorecida por el gobierno del país, era más gratificante que dar en una isla del Caribe donde una dictadura fascistoide consideraba un enojoso estorbo la presencia de los republicanos españoles22. No obstante lo cual los casos de exiliados que intentan salir hacia lugares más acogedores no se limita a los países que ofrecen peores condiciones. La pérdida del centro no deja de manifestarse en el exiliado y esa insatisfacción se traduce a veces en una tendencia al nomadismo (un caso particularmente notable es el de José Bergamín), siempre en busca del espacio perdido, que con el tiempo va adquiriendo caracteres paradisíacos hasta hacerlo insustituible, porque finalmente no corresponde a una auténtica realidad sino a una mitificación. Ese hecho hará tanto más penosa, cuando se produce, ya bien entrada la década de los sesenta, la vuelta a España, que hasta la muerte de Franco y la transición rara vez se convierte en un hecho definitivo. Frente al regreso de Alejandro Casona, el de José Bergamín o la visita de Ramón Sender o las dos apariciones de Max Aub ejemplifican esa tragedia de las cristalizaciones de la memoria, hechas añicos al chocar con la España realmente existente.

Pero estas evidencias me parecen suficientemente conocidas para que nos detengamos en ellas. Menos aparente, aunque quizá más grave, es otro fenómeno producido por el exilio, aunque no sea exclusivo de esa situación, y que psicólogos y sociólogos han convenido en designar como anemia. Por supuesto, es mucho menos aparente puesto que sus efectos no son, a diferencia de los que hemos observado hasta ahora, detectables en los textos producidos por los exiliados, ya que las consecuencias de la anomia son que sus víctimas pierden, prácticamente, la voluntad de seguir adelante y en su abulia llegan al abandono de sus capacidades creativas y, en los casos más graves, se dejan morir o se suicidan.

No es, por cierto, aventurado suponer que esta patología social se produce más fácilmente entre aquellos que, antes de la ruptura del exilio, estaban mejor situados en el espacio sociocultural de España. Me bastará con señalar el caso de una familia de intelectuales cuya situación en la España republicana no podía ser más ventajosa. Me refiero a Manuel Azaña y a su círculo familiar. El caso del presidente de la República ha sido ya lo bastante estudiado como para que haga falta aquí recordarlo. El de su cuñado, Cipriano Rivas Cherif, es menos conocido. A su salida de las prisiones de Franco alcanzó a recalar en México, donde intentó, a partir de su prestigio como director escénico y animador de empresas culturales, reanudar el éxito que en 1936, en compañía de Margarita Xirgú, había alcanzado en la propia ciudad de México23. Cito ahora el testimonio de su hijo, Enrique de Rivas: «Mi padre debutó con gran pompa: homenaje a Cervantes, con dos entremeses, y puesta en escena por todo lo alto de La vida es sueño, en funciones dedicadas a la UNESCO que allí se reunió por esos días (noviembre de 1947). Mi padre decidió formar compañía por su cuenta, y repuso La vida es sueño. Nosotros, sus hijos y amigos, fuimos frecuentemente a las funciones, durante los quince días que duró la temporada, porque nunca hubo más de veinticinco personas de público, que en cambio llenaba los teatros de vaudeville o de malísimas zarzuelas». Y concluye: «Mi padre, indomable hasta el final. ¡Pero a qué precio! Por todo capital dejó los derechos de autor de su libro Retrato de un desconocido, libro que cuando apareció en 1961 recibió... una reseña. Los derechos ascendían a una cantidad que apenas bastó para pagar su entierro»24. Más desolador aún, y es este el caso de anomia más notable en la familia, es el del cuñado de Cipriano Rivas Cherif, hijo de las segundas nupcias de la madre de su esposa, doña Carmen Gallardo García-Gamero, con el poeta y crítico teatral Enrique de Mesa. Pero sobre este Diego de Mesa voy a hablar en otra ponencia que debo presentar en el congreso del exilio en Madrid y no voy a hacer aquí más que anotar que, combatiente voluntario del ejército republicano durante la guerra civil, llegó a México en 1939. Publicó un primer libro de excelente factura titulado Ciudades y días, libro que desgraciadamente pasó, como tantos otros, sin pena ni gloria. Diego de Mesa entró por esos años al servicio de la FAO, como traductor e intérprete, y en 1951 se trasladó a Roma, donde vivió hasta su muerte, en 1985, sin volver a publicar nada, salvo un breve interregno en que intentó reubicarse en México a partir de 1 95ó e hizo una abortada tentativa de volver a escribir. Su sobrino solo recuerda que hubiera publicado un relato -«Metternich y los murciélagos»- y algunas críticas de arte en la Revista de la Universidad de México, amén de una traducción de la Electra de Sófocles para el grupo Poesía en Voz Alta, fundado por Octavio Paz en aquellos años25. Pero en 1962 estaba ya otra vez en su puesto de trabajo de la FAO en Roma. Según testimonio de su sobrino, nunca escribió nada más durante esos últimos veinte años, a pesar de la insistencia con que este le acuciaba para que redactase, cuando menos, sus memorias.

No sé hasta qué punto puede diagnosticarse un estado de ánimo aparentado a la anomia en tantos casos de abandono de la creación o de prolongados periodos de improductividad, como los de César Aleonada en la Unión Soviética, José Herrera Petere en Ginebra, Juan Chabás en Cuba, Antonio Sánchez Barbudo en los Estados Unidos, o se debe atribuir sencillamente a las circunstancias totalmente desfavorables para la creación que el desarraigo, el exilio y la necesidad de ganarse la vida en otras actividades fueron acumulando en contra de la vocación. Aunque no bastan en todos los casos para explicarlo. Así, cuando comparamos la muy dispar fecundidad creativa de escritores ubicados en el mismo país y que ejercían la misma profesión, como es el caso de Ramón Sender, Francisco Ayala, Antonio Sánchez Barbudo, Ildefonso-Manuel Gil y Ricardo Gullón, todos ellos profesores universitarios en los Estados Unidos. Una vez puestas en línea las circunstancias particulares de cada uno y la importancia relativa de su productividad como investigadores y críticos para justificar las diferencias entre las respectivas producciones creativas, siempre quedaremos presos en el espacio de las hipótesis sobre lo que pudo haber sido su productividad de haber permanecido en España en las circunstancias en que habían transcurrido hasta entonces sus respectivas carreras literarias. Como tampoco cabe más que aventurar lo que hubiera sido y significado la obra de creadores segados por la guerra, como Lorca o Miguel Hernández, y menos aún imaginar cuántos creadores en ciernes, especialmente de la generación de 1936, por haber sido esta la más implicada en los combates, serían víctimas de la guerra y de la brutal represión de los años cuarenta. De lo que no cabe la menor duda es de hasta qué punto el espacio cultural de España quedó disperso, destrozado y desfigurado para siempre por obra y desgracia de una estúpida rebelión militar, que dejó, como dijo inmejorablemente José Carlos Mainer, hecha trizas la corona. A Mainer voy finalmente a recurrir para aportar una última justificación a la obsesión españolista con la que vivieron su exilio los republicanos españoles. En efecto, es Mainer quien más paladinamente ha puesto en evidencia la fijación obsesiva de los españoles -y ahora ya no me refiero a los exiliados sino a los de dentro de España- respecto de la guerra civil, subrayada, precisamente, por la tendencia a designar el periodo histórico que se inicia el primero de abril de 1939 y se prolonga durante casi cuarenta años como la posguerra; solo será reemplazada esta designación por otra igualmente indicativa de la provisionalidad del tiempo histórico que se vivía, como entre paréntesis, desde abril del 39: la transición26. La relación que sentimental e ideológicamente establecen con los exiliados las jóvenes generaciones que conocimos la guerra como niños o nacieron en la posguerra hará posible que lentamente se establezca esa normalidad perdida y se reconstruya, lenta pero seguramente, la verdadera fotografía familiar que los vencedores de la guerra habían manipulado para borrar hasta la huella del recuerdo de lo que para ellos era la insoportable realidad contra la que se rebelaron en julio de 1936. No es difícil imaginar que tras esta fase que ahora estamos viviendo, de la que son consecuencia encuentros como el que aquí y ahora celebramos, un día llegará en que en nuestras historias de la literatura se dejará de hacer un capítulo aparte sobre la obra y las gentes del exilio, bien con intenciones de discriminación positiva y compensatoria, bien con el deseo de mantener en cuarentena a los perdedores de la guerra. Así ha ocurrido con el exilio de los románticos y así ocurrirá con el de los republicanos. Y, como dice el proverbio de mi tierra, poco vivirá el que no alcance a verlo.





 
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