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Las ruinas o Meditación sobre las revoluciones de los imperios precedidas de su biografía y seguidas de la Ley natural


Constantine François de Volney




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Biografía del Conde de Volney1

Constantino Francisco Chasseboeuf de Volney, nació en Creón en 1757, en la condición media, la más feliz de todas, porque desheredada sólo de los favores peligrosos de la fortuna, ofrece a una ambición razonable acceso a las ventajas de la sociedad y de la ilustración.

Desde su primera juventud se consagró a la investigación de la verdad, sin que le arredrasen los estudios serios, únicos que pueden iniciar en su culto. Apenas de veinte años, pero ya instruido en las lenguas antiguas, en las ciencias naturales y en la historia, ya acogido entre los hombres que ocupaban entonces un lugar distinguido en las letras, sometió al juicio de una ilustra academia la solución de uno de los más difíciles problemas, que nos ha dejado por resolver la historia de la antigüedad.

Este ensayo no fue alentado por los sabios, llamados a juzgarle, y el autor no apeló de este juicio sin a sus esfuerzos y constancia.

Dueño de allí a poco de una herencia, su embarazo fue el de gastarla (son sus propias expresiones). Resolvió pues emplearla en adquirir en un largo viaje un caudal de conocimientos nuevos, y se decidió a recorrer el Egipto y la Siria. Mas para visitar estos países con fruto era necesario conocer su idioma. Esta dificultad no detuvo al joven viajero: en lugar de aprender el árabe en Europa, fue a encerrarse en un convento de Coptos hasta que se halló en estado de hablar esta lengua, común a tantos pueblos del Oriente. Semejante resolución probaba ya una de esas almas fuertes, que podemos esperar hallar imperturbables en las adversidades de la vida.

Aunque el viajero podía ocuparnos, como otros, con las relaciones de sus trabajos y de algunos peligros superados por el valor, sabe triunfar de la debilidad que hace casi siempre a los de su clase extenderse en sus aventuras personales tanto como en sus observaciones. En su relación huye los senderos trillados: no nos dice por donde ha pasado, lo que ha sucedido, ni las sensaciones que ha experimentado; evita con cuidado el presentarse en la escena; es un habitante de aquellos lugares, que los ha observado bien y por largo tiempo, y que nos describe el estado físico, político y moral de ellos. La ilusión sería completa si se pudieran suponer en un árabe anciano toda la filosofía y todos los conocimientos europeos, reunidos con la madurez en un viajero de veinte y cinco años.

Mas aunque éste posee todos los artificios, con que se da interés al discurso, no reconoceréis al joven en la pompa de ambiciosas descripciones, y aunque dotado de una imaginación viva y brillante, nunca le sorprenderéis explicando por sistemas aventurados los fenómenos físicos o morales de que os da cuenta. Es el juicio, que observa con los ojos de la sabiduría. Así pronuncia siempre con circunspección, y algunas veces sabe confesar su ignorancia sobre las causas de los efectos que expone.

Por esto su relación presenta todos los caracteres que persuaden: la exactitud y la buena fe: y cuando, diez años después, una grande empresa militar llevó cuarenta mil viajeros a esta tierra antigua, que él había recorrido sin compañero, sin armas, sin apoyo, todos reconocieron una guía segura, un observador ilustrado en el escritor, que no parecía haberles precedido sino para allanar o para señalar una parte de las dificultades del camino.

Un testimonio unánime se elevó de todas partes para acreditar la verdad de su relación y la exactitud de sus observaciones: y el viaje de Egipto y de Siria, fue recomendado por todos los votos al reconocimiento y a la confianza pública.

Antes de sufrir esta prueba, aquella obra había obtenido en el mundo sabio un aprecio tan rápido y tan general, que había llegado hasta la Rusia. La emperatriz que reinaba entonces en este imperio (era en1787) envió al autor una medalla, que éste recibió con respeto, como una señal de estimación por sus talentos, y con reconocimiento, como un testimonio de aprobación a sus principios: pero cuando la emperatriz se declaró enemiga de la Francia, Mr. de Volney devolvió este honroso presente diciendo: «Si lo obtuve de su estimación, se le devuelvo para conservarla.»

La revolución de 1789 que acababa de atraer sobre la Francia las amenazas de Catalina había llamado a Mr. de Volney a la escena política.

Diputado en la Asamblea de los Estados Generales, las primeras palabras que pronunció en ella fueron en favor de la publicidad de las deliberaciones.

Provocó la organización de las guardias nacionales y la de los comunes y departamentos.

En la época en que se trataba de la venta de los bienes de la corona (en 1790) publicó un escrito corto, en que sentó estos principios: «El poder de un Estado está en razón de su población; la población en razón de la abundancia; la abundancia en razón de la actividad del cultivo, y éste en razón del interés personal y directo, es decir, del espíritu de propiedad. De donde se sigue que cuanto más se acerca el cultivador a la clase pasiva de mercenario, tiene menos industria y actividad, y que al contrario cuanto más se acerca a la condición de propietario libre y pleno, desenvuelve más fuerzas y aumenta más los productos de sus campos y la riqueza jeneral del Estado.»

El autor llega a la consecuencia de que un Estado es tanto más poderoso cuanto es más grande el número de sus propietarios, es decir, cuanto más dividida está en él la propiedad.

Conducido a Córcega por un espíritu de observación, que no es dado sino a los hombres cuyas luces son extensas y variadas, de la primera ojeada vio lo que se podía hacer para perfeccionar la agricultura en aquel país; pero sabía que entre los pueblos dominados por prácticas rancias, no hay otra demostración, ni otro medio de persuadir que el ejemplo. Compra, pues, una hacienda considerable, y se entrega a hacer experimentos todos los cultivos que creía poder naturalizar en este clima; la caña de azúcar, el algodón, el añil, el café, atestiguan bien pronto el buen éxito de sus esfuerzos. Estos llaman la atención del gobierno, y es nombrado director de agricultura y comercio en esta isla, en donde por falta de luces, todos los métodos nuevos son tan difíciles de introducir.

No es posible apreciar los bienes que habrían debido esperarse de esta Pacífica magistratura; pero se sabe que ni las luces, ni el celo, ni el valor de la perseverancia, podían faltar al que estaba revestido de ella: de esto había dado las pruebas necesarias. Un sentimiento no menos respetable le hizo interrumpir el curso de sus tareas. Cuando sus conciudadanos de la bailía de Ángers le nombraron diputado de la asamblea constituyente, hizo dimisión del empleo que tenía del gobierno, fundado en la máxima de que el mandatario de la nación no debe depender por un salario de los que la administran. Mas si por respeto a la independencia de sus funciones legislativas había renunciado a la plaza que ejercía en Córcega antes de su elección, no había por esto renunciado a hacer bien a este país. Concluida la sesión de la asamblea constituyente, este nuevo sentimiento le llevó de nuevo a Córcega, en donde llamado por los habitantes que ejercían en esta isla una grande influencia y que invocaban el socorro de sus luces, pasó una parte de 1792 y 1793.

A su vuelta publicó un escrito intitulado: Resumen del estado actual de la Córcega. Fue un acto de valor; porque no era una descripción física, sino la exposición del estado político de una población dividida por muchos partidos y en que fermentaban inveterados odios. Mr. de Volney reveló los abusos sin contemplaciones, solicitó el interés de la Francia en favor de los corsos sin lisonjearlos, y denunció sin temor sus faltas y sus vicios: así el filósofo obtuvo el precio que debía esperar; fue acusado por aquellos de hereje. Para probar que no era digno de esta calificación, publicó poco tiempo después una obrita intitulada: La ley natural o principios físicos de la moral.

No tardó en ser el blanco de una inculpación bien diferentemente peligrosa, y ésta, es necesario confesarlo, era merecida. Este filósofo, este digno ciudadano que en la primera de nuestras asambleas nacionales había cooperado con sus votos y sus talentos al establecimiento de un orden de cosas, que creía favorable a la felicidad de su patria, fue acusado de no amar sinceramente la libertad por la cual habla combatido, es decir, de desaprobar la licencia. Una prisión de diez meses que no acabó sino después del 9 Thermidor, era una nueva tribulación reservada a su fortaleza.

La época en que recobró su libertad, era aquella en que el horror que habían inspirado culpables excesos, hacía volver los espíritus hacia los nobles pensamientos, que son felizmente una de las primeras necesidades de los hombres civilizados. Estos después de tantos crímenes y desgracias pedían a las letras consuelos, y se trató de organizar la instrucción pública. Para esto importaba primeramente asegurarse de los conocimientos de aquellos a quienes se debía confiar la enseñanza. Pero los sistemas podían ser diferentes; era pues necesario establecer los mejores métodos y la unidad de las doctrinas. No bastaba examinar a los maestros, era preciso formarlos y crearlos nuevos; y con esta mira se formó, en 1794, una escuela en que la celebridad de los profesores prometía nuevas luces a los hombres más instruidos. No era, como se ha dicho, comenzar el edificio por el techo; era crear arquitectos para dirigir todas las artes empleadas en la construcción de aquél.

Cuanto más difícil era esta misión, tanto más era importante la elección de los profesores: mas la Francia, acusada entonces de haberse abismado en la barbarie, contaba talentos superiores ya en posesión del aprecio de la Europa; y se puede decir, gracias a sus vigilias, que nuestra gloria literaria ha sido también sostenida por conquistas. Sus nombres fueron designados por la opinión pública, y el de Mr. de Volney se halló asociado a todo lo más ilustre que había en las ciencias y las letras, y al de muchos hombres que hemos visto, y que vemos todavía con orgullo en los bancos de este recinto.

Sin embargo esta institución no satisfizo las esperanzas que se habían concebido de ella, porque de los dos mil discípulos venidos de diversas partes de la Francia, no todos estaban igualmente preparados a recibir estas altas lecciones, y porque no se había examinado con el cuidado debido hasta que punto la teoría de la enseñanza puede estar separada de la enseñanza misma.

Las lecciones de historia de Mr. de Volney, que atraían un concurso inmenso de oyentes, llegaron a ser unos de los más bellos títulos de su gloria literaria. Obligado a interrumpirlas por la supresión de la Escuela Normal, debía prometerse gozar en el retiro la consideración que sus nuevas funciones acababan de añadir a su nombre; pero entristecido por el espectáculo que presentaba su patria, sintió despertarse en él la pasión que en su juventud le había llevado al África y al Asia. La América civilizada hacía menos de un siglo, libre hacía sólo algunos años, atraía sus miradas. Todo allí era nuevo: el pueblo, la constitución, la tierra misma, objetos bien dignos de sus observaciones. Sin embargo al embarcarse para este viaje, le agitaban sentimientos bien diferentes de los que en otro tiempo le habían acompañado en Turquía. Joven entonces, había partido alegre de un país en que reinaba la paz y la abundancia, para ir a viajar entre bárbaros; ahora en la edad madura, mas entristecido por el espectáculo y la experiencia de la injusticia y de la persecución, no iba, decía, sin desconfianza a pedir a un pueblo libre asilo para un amigo sincero de la libertad profana.

El viajero había ido a buscar la paz mas allá de los mares, y se halló expuesto a una agresión por parte de un filósofo no menos célebre: el doctor Priestley. Aunque el asunto de esta discusión se reducía al examen de algunas opiniones especulativas que el escritor francés había anunciado en su obra titulada Las Ruinas, el físico mostró en este ataque una violencia que no añade nada a la fuerza del raciocinio, y una dureza de expresiones que no se debía esperar de un hombre docto. Mr. de Volney tratado en esta diatriba de ignorante y de hotentote, supo conservar en su defensa todas las ventajas que le daban las faltas de su adversario. Respondió en inglés, y los compatriotas de Priestley no pudieron reconocer un francés en esta respuesta sino por su agudeza y urbanidad.

Mientras que Mr. de Volney se hallaba en América, se creó en Francia el cuerpo literario que, bajo el nombre de Instituto, tomó en pocos años un lugar distinguido entre las sociedades sabias de Europa. Desde la primera formación, se halló en él inscripto el nombra de nuestro viajero, y éste adquirió nuevos títulos a los honores académicos que le habían sido dispensados en su ausencia, publicando las observaciones que había hecho en los Estados Unidos.

Estos títulos se multiplicaron por los trabajos históricos y filológicos del académico. El examen y justificación de la cronología de Herodoto, numerosas y profundas investigaciones sobra la historia de los pueblos más antiguos, ocuparon largo tiempo al sabio que había observado sus monumentos y sus huellas en los países que había habitado. La experiencia que tenía de la utilidad de las lenguas orientales, lo había hecho sentir un vivo deseo de propagar el conocimiento de ellas; y para propagarle había conocido la necesidad de hacerle menos difícil. Con esta mira concibió el proyecto de aplicar al estudio de los idiomas del Asia una parte de las nociones gramaticales que hemos adquirido sobre las lenguas europeas. Sólo él que conoce las relaciones que ofrecen unos y otros de semejanza o conformidad, puede apreciar la posibilidad de realizar este sistema; mas se puede decir que ésta había recibido ya la aprobación menos equívoca, el más noble estímulo por la inscripción del nombre de su autor en la lista de la sociedad sabia y ya ilustre, que el comercio inglés ha fundado en la península de la India.

Mr. de Volney ha desenvuelto su sistema en tres obras2, que prueban que la idea de unir naciones separadas por distancias inmensas y por tan diversos idiomas, no ha cesado de ocuparle en el espacio de veinte y cinco años. Mas temiendo que estos ensayos, cuya utilidad había penetrado, no fuesen interrumpidos después de su muerte, con la mano helada, con que corregía la última obra, ha trazado en su testamento una cláusula por la cual funda un premio para la continuación de sus trabajos. Así es como ha sabido prolongar, aún más allá del término de una vida consagrada enteramente a las letras, los servicies gloriosos que las había dispensado.

Ni en este discurso, ni menos por mí se puede apreciar el mérito de los escritos que han honrado el nombra de Mr. de Volney: este nombre había sido inscrito en la lista del Senado, y después en la de la cámara de los Pares, a la cual pertenece toda clase de ilustración.

El filósofo que había viajado en las cuatro partes del mundo, observando en ellas el estado social, no tenía, para ser admitido en este recinto otros títulos que su gloria literaria. Su vida pública, su presencia en la asamblea constituyente, la franqueza de sus principios, la nobleza de sus sentimientos, la prudencia y la constancia de sus opiniones, le habían hecho estimar entre esos hombres firmes con quienes es tan grato encontrarse en la discusión de los intereses políticos.

Aunque ninguno tenía más derecho que él a formar opinión, ninguno se prescribía mayor tolerancia con las opiniones contrarias. En las asambleas de Estado, en las sesiones académicas, el hombre que las esclarecía con tantas luces votaba según su conciencia, la cual nada podía hacer vacilar; pero el sabio olvidaba su superioridad para escuchar, para contradecir con moderación, y para dudar algunas veces. La extensión y la variedad de sus conocimientos, la fuerza de su razón, la gravedad de sus costumbres, la noble sencillez de su carácter le hablan adquirido en los dos mundos ilustres amigos; y hoy que este vasto saber ha ido a apagarse en la tumba, cerca de la cual una esposa desolada recuerda por sus propias virtudes las cualidades respetables de aquel cuya vida embelleció, séanos al menos permitido decir que era del corto número de hombres a quienes ha sido dado no morir enteramente.

Daru




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Invocación

¡Salve, ruinas solitarias, sepulcros sacrosantos, muros silenciosos! a vosotros invoco, a vosotros dirijo mis plegarias. ¡Si, mientras que vuestro aspecto repele con terror secreto las miradas del vulgo, mi corazón encuentra, al contemplaros, el encanto de los sentimientos profundos y de las ideas elevadas! ¡Cuántas útiles lecciones, cuántas reflexiones patéticas o fuertes ofrecéis al espíritu que os sabe consultar! Cuando la tierra entera, esclavizada, enmudecía a los pies de los tiranos, vosotras proclamabais ya las verdades que detestan; y confundiendo las reliquias de los reyes con las del último esclavo, atestiguabais el santo dogma de la igualdad. En vuestro tétrico recinto es donde yo, amante solitario de la libertad, he visto aparecer su genio, no tal como se lo representa el vulgo insensato, armado de teas y puñales, sino con el aspecto augusto de la justicia, teniendo en sus manos la balanza sagrada en que se pesan las acciones de los mortales en las puertas de la eternidad.

¡Oh sepulcros! ¡cuántas virtudes poseéis! Vosotros espantáis los tiranos; vosotros emponzoñáis secretamente sus placeres impíos, haciéndoles huir de vuestra incorruptible presencia, y cobardes, levantan lejos de vosotros sus altivos palacios. Vosotros castigáis al opresor poderoso; vosotros arrebatáis el oro al juez prevaricador, y vengáis al infeliz despojado por su rapacidad; vosotros compensáis las privaciones del pobre, llenando de zozobras el fausto del rico; vosotros consoláis al desdichado ofreciéndole el último asilo; vosotros, en fin, dais al alma aquel justo equilibrio de fuerza y sensibilidad que constituye la sabiduría, la ciencia de la vida. Al considerar que es preciso restituíroslo todo, el hombre reflexivo no se afana por vanas ostentaciones o inútiles riquezas; contiene su corazón en los límites de la equidad; y como es fuerza que llena su destino, emplea los instantes de su vida y disfruta los bienes que la han sido dispensados. Así ¡oh tumbas respetables! ponéis un freno saludable a la vehemencia impetuosa de las pasiones.

Vosotras calmáis el ardor febril de los placeres que perturban los sentidos; vosotras aliviáis el alma de la lucha fatigosa de las pasiones; vosotras la sobreponéis a los viles intereses que atormentan a la multitud; y abrazando desde vuestra altura, la escena de los pueblos y los tiempos, no se despliega sino a grandes afectos ni concibe sino ideas sólidas de gloria y de virtud. ¡Ah! cuando el sueño de la vida se termine, ¡de qué habrán servido sus agitaciones, si no dejan vestigios de alguna utilidad?

¡Oh ruinas! volveré a visitaros para tomar vuestras lecciones; me colocaré en la paz de vuestras soledades; y allí, alejado del espectáculo aflictivo de las pasiones, amaré a los hombres por mis gratas memorias; me ocuparé en su felicidad, y la mía consistirá en la idea de haber adelantado la era venturosa de la humanidad.






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Capítulo I

El viaje


El año undécimo del reinado de Abd-ul-Hamid, hijo de Ahmed, emperador de los turcos, cuando los rusos victoriosos se apoderaron de la Crimea, y plantaron sus banderas en frente de Constantinopla, viajaba yo por el Imperio de los Otomanos, y recorría las provincias que en otro tiempo formaron los reinos de Egipto y la Siria.3

Dirigiendo toda la atención a cuanto concierne a la felicidad de los hombres en el estado social, entraba en los pueblos, y estudiaba las costumbres de sus habitantes; penetraba en los palacios, y observaba la conducta de los que gobiernan; me dirigía después hacia los campos, y examinaba la condición de los hombres que los cultivan; y no viendo en todas partes sino desolación e iniquidades, miseria y tiranía, la indignación y la tristeza oprimían mi corazón.

Todos los días hallaba en mi ruta campos abandonados, pueblos desiertos, y ciudades arruinadas. Con mucha frecuencia encontraba también monumentos antiquísimos y reliquias de, templos, palacios y fortalezas, de columnas, acueductos y mausoleos; y este espectáculo excitó mi espíritu a meditar sobre los tiempos pasados, y suscitó en mi mente pensamientos graves y profundos.

Así llegué a la población de Hems, sobre las riberas del Orontes, y hallándome cerca de Palmira, situada en el desierto, resolví conocer por mí mismo sus tan ponderados monumentos. Al cabo de tres días de marcha en las soledades más áridas, habiendo atravesado un valle lleno de grutas y de sepulturas observé repentinamente, al salir de este valle, una inmensa llanura con la escena más asombrosa de ruinas colosales: era una multitud innumerable de soberbias columnas derechas, que, cual las alamedas de nuestros jardines se extendían hasta perderse de vista en hermosas filas simétricas. Entre estas columnas había grandes edificios, los unos enteros, los otros medio destruidos. Por todas partes estaba el terreno lleno de vestigios semejantes de cornisas, de capiteles, de fustes, de entablamentos, de pilastras, todo de mármol blanco de un trabajo exquisito. Después de tres cuartos de hora de camino en la prolongación de estas ruinas, entré en el recinto de un vasto edificio, que fue antiguamente un templo dedicado al Sol; admití la hospitalidad de unos pobres paisanos árabes, que habían establecido sus chozas sobre el pavimento mismo del templo; y resolví detenerme allí algún tiempo para considerar por menor la belleza de tantas y tan suntuosas obras.

Todos los días salía a visitar alguno de los monumentos que cubrían la llanura, y una tarde, en que, ocupado mi espíritu en serias reflexiones, me había adelantado hasta el Valle de los Sepulcros, subí a las alturas que lo rodean, y desde las cuales a un mismo tiempo domina la vista la totalidad de las ruinas y la inmensidad del desierto. El sol acababa de ponerse, y una zona rojiza marcaba todavía su curso en el horizonte lejano de los montes de Siria; la luna llena se levantaba hacia el oriente sobre un fondo azulado en las riberas planas del Eúfrates; el cielo estaba despejado, el aire en calma; la luz espirante del día minoraba el horror de las tinieblas; la frescura naciente de la noche calmaba el fuego de la abrasada tierra; los pastores habían retirado sus camellos; la vista no percibía movimiento alguno sobre la llanura, monótona y sombría; un silencio profundo reinaba en el desierto, y sólo a intervalos remotos se oían los lúgubres acentos de algunos pájaros nocturnos y de algunos chacales... Las sombras se aumentaban, y ya no distinguían mis ojos en los crepúsculos más que lo blanco de las columnas y los muros... Estos lugares solitarios, esta noche apacible, esta escena majestuosa imprimieron en mi ánimo un recogimiento religioso. El aspecto de una grande ciudad desierta, la memoria de los pasados tiempos, la comparación del estado actual, todo elevó mi mente a las reflexiones más sublimes. Sentado sobre el fuste de una columna, apoyando el codo sobre mi rodilla, sostenida la cabeza con la mano, y dirigiendo mis miradas al desierto, o fijándolas sobre las ruinas, me abandoné a una meditación profunda.




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Capítulo II

La meditación


¡Aquí, decía yo, aquí floreció en otro tiempo una ciudad opulenta, aquí existió un imperio poderoso! Sí, en estos mismos lugares, ahora tan desiertos, una multitud de vivientes animaba en otros tiempos su recinto; un gentío inmenso circulaba entonces por estos caminos, tan tristes al presente y solitarios. En estos muros, donde reina hoy tan tétrico silencio, resonaron el eco de las artes y los gritos alegres de las festividades públicas; estos mármoles amontonados formaban palacios bien construidos; estas columnas derribadas adornaban la majestad de los templos; estas galerías destruidas rodeaban las plazas públicas. Aquí concurría un pueblo numeroso a llenar los deberes respetables de su culto, y atender a los cuidados importantes de su propia subsistencia. Allí una industria creadora de comodidades atraía las riquezas de todos los climas, y se veía cambiar la púrpura de Tiro por el precioso hilo de Sérica, los delicados tejidos de Cachemir por los fastuosos tapices de la Lidia, el ámbar del Báltico por las perlas y los perfumes árabes, y el oro de Ofir por el estaño de Tuléa.

¡Y ahora he aquí lo que existe de una ciudad tan poderosa; un lúgubre esqueleto! He aquí lo que queda de una vasta dominación: ¡un recuerdo confuso y vano! ¡Al concurso estrepitoso que se reunía bajo estos pórticos, ha sucedido una soledad de muerte. El silencio de las tumbas reemplaza ahora al bullicio de las plazas públicas. La opulencia de una ciudad de comercio se ha cambiado en una miseria horrorosa. Los palacios de los reyes se han convertido en guaridas de fieras; son los templos establos de los ganados, y los reptiles inmundos habitan los altares de los Dioses... ¡Ah! ¡cómo se ha eclipsado tanta gloria!... ¡Cómo se han anonadado tantos afanes!... ¡De este modo perecen las obras de los hombres! ¡De este modo sucumben los imperios y las naciones!

Y la historia de los tiempos pasados, representándose al vivo en mi mente, me recordó aquellos siglos antiguos en que veinte pueblos famosos existían en estos parajes: me figuré al asirio sobre las riberas del Tigris, al caldeo sobre las del Eúfrates, y al persa reinando desde el Indo al Mediterráneo. Conté los reinos de Damasco e Idumea, de Jerusalén y Samaria, los estados belicosos de los Filisteos y las repúblicas comerciantes de la Fenicia. Esta Siria, decía yo, hoy casi despoblada, contaba entonces cien ciudades poderosas. Sus campos estaban cubiertos de villas, de aldeas y caseríos. Por todas partes se veían tierras cultivadas, caminos concurridos y habitantes activos. ¡Ah! ¿dónde están esas épocas de abundancia y de vida? ¿Cual es la suerte de esas brillantes creaciones de la mano del hombre! ¿Dónde existen aquellos baluartes de Nínive, aquellos muros de Babilonia, aquellos palacios de Persépolis, aquellos templos de Balbek y de Jerusalén? ¿Dónde se hallan esas flotas de Tiro, esos astilleros de Arad, esos talleres de Sidón y esa multitud de marineros, de pilotos, de mercaderes y soldados? Y aquellos labradores, y aquellas cosechas, y aquellos ganados, y toda aquella creación inmensa de seres animados, de que se envanecía la superficie de la tierra, donde están?... ¡Ah! yo la he recorrido, esta tierra devastada!... Yo he visitado los lugares que fueron teatro de tanto esplendor, y sólo he visto en ellos desolación y soledad... He buscado los antiguos pueblos y sus obras magníficas, y sólo he visto rastros parecidos a los que deja el pie del caminante sobre el polvo movedizo: los templos cayeron, los palacios se desmoronaron, los puertos desaparecieron, los pueblos han sido destruidos, y la tierra, desnuda de habitantes, no es más que un espacio desolado y cubierto de sepulcros... ¡Gran Dios! ¿de dónde provienen tan funestos trastornos? ¿Por qué causas se ha mudado tanto la suerte de estas regiones? ¿Por qué han desaparecido tantas ciudades? ¿Por qué no se ha reproducido y conservado su antigua e inmensa población?

¡Entregado de esta suerte a mis meditaciones, se presentaban incesantemente a mi espíritu pensamientos nuevos. Todo, continuaba yo, extravía mi raciocinio, y aflige mi corazón con turbaciones e incertidumbres. Cuando estas comarcas disfrutaban de lo que constituye la gloria y la felicidad de los hombres, eran pueblos infieles los que las habitaban; eran los Fenicios, sacrificadores homicidas de Molok, que reunían en estos muros las riquezas de todos los climas; eran los Caldeos, prosternados delante de una serpiente4, que subyugaban ciudades opulentas, y despojaban los palacios de los reyes y los templos de los Dioses; eran los Persas, adoradores del fuego, que recogían los tributos de cien naciones: eran los habitantes de esta misma ciudad, adoradores del sol y de los astros, que elevaban tantos monumentos de prosperidad y de lujo... Ganados numerosos, campos fértiles, cosechas abundantes, todo cuanto debiera ser el premio justo de la piedad, se hallaba en poder de estos idólatras; y ahora que los pueblos creyentes y santos ocupan estos sitios, todo se ha convertido en desierto y esterilidad. La tierra no produce sino abrojos y espinas bao estas manos benditas. El hombre siembra con afanes, y sólo coge inquietudes y lágrimas; la guerra, el hambre y la peste le acometen por todas partes. Y sin embargo, ¿no son estos los hijos de los profetas? ¿Este musulmán, este cristiano, este judío, no son por ventura los pueblos elegidos del cielo, colmados de gracias y milagros? ¿Por qué, pues, no gozan de los mismos favores estas castas privilegiadas? ¿Por qué estas tierras, santificadas con la sangre de los mártires, se ven ahora privadas de los antiguos beneficios? ¿Por qué han sido desterrados de ellas y como transportados esos beneficios a otras naciones y a otros países, tantos siglos hace?

Y al pronunciar estas palabras, siguiendo mi espíritu el curso de las vicisitudes que han trasmitido alternativamente el cetro del mundo a pueblos tan diversos en cultos y costumbres, desde los del Asia antigua hasta los más modernos de la Europa, este nombre de tierra natal despertó en mí el sentimiento de la patria; y volviendo mis ojos hacia ella, fijé todas mis ideas en la situación en que la había dejado.5

Me acordé de aquellos campos tan ricamente cultivados, de sus caminos tan suntuosamente construidos, de sus ciudades habitadas por un inmenso pueblo, de sus escuadras esparcidas por todos los mares, de sus puertos cubiertos de los tributos de una y otra India; y comparando con la extensión de su comercio, con la actividad de su navegación, con la riqueza de sus monumentos, con las artes y la industria de sus habitantes, todo lo que el Egipto y la Siria pudieron poseer en otro tiempo, me complacía en hallar el esplendor pasado del Asia en la Europa moderna; pero muy pronto se vio disipado el gozo de mi imaginación por el último término de mis comparaciones. Reflexionando cual había sido en otros tiempos la actividad de los lugares que yo contemplaba, ¿quién sabe, dije, si no será también igual dentro de algunos años el abandono de nuestros países? ¿Quién sabe si, sobre las orillas del Sena, del Támesis y del Zwiderzée, donde actualmente no bastan el corazón y los ojos a la multitud de sensaciones, en el torbellino de tantos placeres; quien sabe, digo, si un viajero como yo no se sentará algún día sobre sus ruinas silenciosas, y no llorará solitario sobre las cenizas de los pueblos la memoria de su grandeza?

En estos pensamientos se inundaron de lágrimas mis ojos; y cubriendo mi cabeza con el estreno de mi capa, me absorbí en meditaciones tristes sobre las cosas humanas. ¡Ah! ¡desgraciado del hombre, exclamé con un profundo dolor! una ciega fatalidad se burla de su suerte, una necesidad funesta rige a la ventura el destino de los mortales. Pero no, no; son los decretos que se cumplen de una justicia divina; un Dios misterioso ejerce sus juicios incomprensibles. Sin duda él mismo, en venganza de las generaciones pasadas, ha descargado su terrible maldición sobre las generaciones presentes. ¡Oh! ¿quién osará escudriñar los arcanos de la Providencia?

Y en esta situación me quedé inmóvil, embargado por una melancolía profundísima.




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Capítulo III

La fantasma


De pronto hirió mis oídos un ruido parecido al del movimiento de una ropa flotante, o al de una marcha pausada sobre yerbas secas. Inquieto, bajé mi capa, y mirando hacia todas partes con espanto, creí distinguir sobre mi izquierda, al confuso claro-oscuro de la luna, y por entre las columnas y las ruinas de un templo inmediato, una fantasma blanquecina, envuelta en un largo manto, y semejante a los espectros que se representan saliendo de las tumbas. Yo temblé de horror, y mientras que mi alma vacilaba entre el deseo de huir y el de saber lo que era, los graves acentos de una voz profunda me hicieron oír el discurso que sigue:

-¿Hasta cuando importunará el hombre a los cielos con sus injustas quejas? ¿Hasta cuando, por medio de sus vanos clamores, acusará a la Suerte de ser la causa de sus infortunios? ¿Estarán siempre sus ojos cerrados a la luz, y su corazón a las impresiones de la verdad y la justicia? Por todas partes se presenta a su vista la verdad luminosa, y no quiere distinguirla; el grito de la razón hiere sus oídos, y obstinado, no lo escucha. ¡Hombre injusto! si puedes por un instante suspender el prestigio que fascina tus sentidos, si tu corazón es capaz de comprender el idioma del raciocinio, interroga esas ruinas, lee en ellas las lecciones que te ofrecen. Y vosotros, testigos de veinte siglos diversos, templos santos, sepulcros venerandos, muros antes gloriosos, compareced en el tribunal de la naturaleza; venid al juicio de un entendimiento recto a deponer contra una acusación injusta: venid a confundir las declamaciones de una falsa sabiduría o de una piedad hipócrita, y vengad los cielos y la tierra del hombre que los calumnia.

¿Quién es esa ciega fatalidad que sin regla y sin leyes se burla de la suerte de los mortales? ¿Quién es esa necesidad injusta que confunde el resultado de las acciones, el de la prudencia con el de la insensatez? ¿Qué vienen a ser esos anatemas celestiales lanzados sobre estas regiones? ¿Dónde está esa maldición divina que perpetúa la desolación de estos campos? Decid, monumentos de los tiempos pasados, ¿han variado acaso los cielos sus leyes, ni la tierra el curso de sus operaciones? ¿El sol ha extinguido, por ventura, los fuegos que vivifican el orbe? ¿Los mares no elevan del mismo modo las nubes? ¿Las lluvias y los rocíos se quedan por ventura estancados en el aire? ¿Las montañas retienen sus manantiales? ¿Los riachuelos no siguen su curso? ¿Y las plantas están privadas de semillas y de frutos? Responded, raza de mentira y de iniquidad, ¿ha turbado Dios aquel orden primitivo y constante que designó él mismo a la naturaleza? ¿Ha negado el cielo a la tierra, ni la tierra a sus habitantes, los bienes que antes les concedieron? Si nada ha variado en la creación, si los mismos medios que existieron siempre subsisten todavía, ¿en quien consiste que las generaciones presentes no sean lo que fueron las antiguas. ¡Ah! ¡y cuan injustamente acusáis a la suerte y a la Divinidad! Es una sinrazón atribuir a Dios la causa de vuestros infortunios. Decid, raza perversa e hipócrita; si estos lugares están desolados, y si estas ciudades poderosas se han convertido en soledades, ¿es acaso Dios el que ha promovido su ruina? ¿Es su mano la que destruyó estas murallas, derribó estos templos y mutiló estas columnas; o es la mano asoladora del hombre? ¿Es el brazo de Dios el que pasó a cuchillo a los pueblos, y puso fuego a las mieses, arrancó los árboles y taló los campos; o fue el brazo del hombre furibundo?... Cuando después de la devastación de las cosechas sobrevino el hambre, ¿es la venganza de Dios la que la produjo, o el furor insensato de los hombres? Cuando en medio del hambre se mantuvo el pueblo con alimentos inmundos, si la peste sucedió, ¿es la cólera de Dios la que la envió, o la imprudencia del hombre? Cuando la guerra, el hambre y la peste arrebataron los habitantes, si la tierra quedó desierta, ¿es Dios el que la despobló? ¿Es acaso su codicia la que roba al labrador, desola la tierra productiva y aniquila sus frutos, o bien la codicia de los que gobiernan? ¿Es su orgullo el que suscita las guerras homicidas, o el orgullo de los reyes y de sus ministros? ¿Es la venalidad de sus resoluciones la que trastorna la suerte de las familias, o la corrupción de los órganos de las leves? ¿Son, en fin, sus pasiones las que bajo mil formas diversas atormentan a los individuos y a los pueblos, o son las pasiones de los hombres mismos? Y si en las angustias de sus males no encuentran estos los remedios, ¿es la ignorancia de Dios la que debe culparse, o la suya? Cesad, pues, o mortales, de acusar la fatalidad de la Suerte o de los juicios de la Divinidad. Si Dios es bueno, ¿podrá ser el autor de vuestro suplicio? Si es justo, ¿será cómplice de vuestras iniquidades? No, no; la fatalidad de que el hombre se queja no es la fatalidad del destino; la oscuridad en que su razón se extravía no es la oscuridad de Dios; el origen de sus calamidades no puede hallarse en los cielos; está muy cerca de él, está sobre la tierra, no se oculta en el seno de la Divinidad, sino que reside en el hombre mismo, y lo lleva en su corazón.

Tú murmuras, y dices: ¿cómo es posible que pueblos infieles hayan gozado de los beneficios de los cielos y la tierra? ¿Y cómo lo es que unas generaciones santas sean menos felices que los pueblos impíos? ¡Hombre obcecado! ¿dónde está la contradicción que te escandaliza? ¿dónde el enigma que atribuyes a la justicia de los cielos? Yo te entrego a ti mismo la balanza del premio y del castigo, de las causas y los efectos. Dime: cuando estos infieles observaban las leyes del cielo y de la tierra; cuando ellos arreglaban sus labores oportunamente según el orden de las estaciones y el curso de los astros, ¿debía trastornar el equilibrio del mundo para burlarse de su prudencia y saber? Cuando sus manos cultivaban estos campos con esmero y fatigas, ¿debía negarles las lluvias y el rocío fecundante, y hacer crecer en ellos sólo espinas? Cuando, para fertilizar este árido suelo, su industria construía acueductos, abría canales, y traía, atravesando los desiertos, aguas muy distantes, ¿debía secar por ellos las fuentes de las montañas? ¿debía arrancar las mieses que el arte hacía nacer, devastar los campos que la paz poblaba, destruir las ciudades que el trabajo engrandecía, y turbar, en fin, el orden establecido por la sabiduría del hombre? ¿Y qué infidelidad es ésa que fundó imperios con la prudencia, los defendió con el valor, los afirmó con la justicia; que levantó ciudades poderosas, formó puertos profundos, desecó marismas pestilentes, cubrió la mar de naves, la tierra de habitantes, y semejante al espíritu creador, esparció el movimiento y la vida sobre el mundo? Si esto es la impiedad, ¿qué es la verdadera creencia? ¿La santidad consiste acaso en destruir? El Dios que puebla el aire de aves, la tierra de animales, las ondas de reptiles; el Dios que anima la naturaleza entera, ¿es un Dios de sepulcros y ruinas? ¿Pide la devastación por homenaje, y por sacrificio los incendios? ¿Quiere recibir gemidos por himnos, homicidas por adoradores, y por templo un mundo desierto y asolado? He aquí, sin embargo, castas santas y fieles, cuales son vuestras obras; he aquí los frutos de vuestra decantada piedad. Vosotros habéis asesinado los pueblos, quemado las ciudades, destruido las mieses, convertido la tierra en soledad, ¡y pedís ahora el salario de vuestras obras! ¡Será preciso sin duda ofreceros milagros! ¡Será forzoso resucitar los labradores que habéis degollado, levantar los muros que habéis destruido, reproducir las mieses que habéis asolado, reunir las aguas que habéis esparcido, y contrariar, en fin, todas las leyes de los cielos y la tierra!; leyes establecidas por Dios mismo para demostración de su magnificencia y de su grandeza; leyes eternas, anteriores a todos los códigos y a todos los profetas; leyes inmutables, que no pueden alterar ni las pasiones, ni la ignorancia del hombre; pero la pasión que las desconoce, y la ignorancia que no observa las causas, que no prevé los efectos, han dicho en la necedad de su corazón: «Todo viene del acaso; una ciega fatalidad derrama el bien y el mal sobre la tierra, sin que la prudencia o el saber puedan estorbarlo;» o bien, adoptando un lenguaje hipócrita, han dicho: «Todo viene de Dios, que se complace en engañar la sabiduría, y confundir la razón;» y la ignorancia entonces ha podido gozarse en su malignidad. «Así, ha dicho ésta, yo me igualaré a la sabiduría, que me ofende; yo haré inútil la prudencia, que me importuna; y la codicia añade: Así oprimiré yo al débil, devoraré los frutos de su trabajo, y podré decir: Dios lo ha decretado, la suerte lo ha querido.» Mas yo juro por las leyes del cielo y de la tierra, y por las que rigen el corazón humano, que el hipócrita no podrá lograr su iniquidad, ni el injusto su feroz intento. Antes cambiará el sol su curso, que la necedad prevalezca sobre la inteligencia y el saber, y que la insensatez pueda más que la prudencia en el difícil arte de proporcionar al hombre sus placeres verdaderos, y de asentar su felicidad sobre bases permanentes.




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Capítulo IV

La exposición


Así habló la fantasma. Sorprendido con este discurso, y agitado el corazón por diferentes sensaciones, permanecí largo tiempo silencioso. Al fin fui animándome hablar, y le dije lo siguiente: -¡Oh genio de las tumbas y de las ruinas! tu presencia y tu severidad han turbado mis sentidos; pero la exactitud de tus discursos penetra mi alma de la mayor confianza: perdona mi ignorancia. ¡Ah! si el hombre es ciego, ¿será posible que lo que causa su tormento constituya también su delito? Yo he podido desconocer la voz de la razón; pero no la he despreciado después de haberla conocido. ¡Ah! si lees en mi corazón, tú sabes cuanto deseo la verdad, tú sabes que la solicito con ansia... ¿Y no es por andar en busca de ella por lo que me veis en estos parajes solitarios? ¡Ay de mí! yo he corrido la tierra, yo he visitado los campos y los pueblos; y viendo en todas partes la miseria y la desolación, el sentimiento de los males que atormentan a mis semejantes ha desconsolado profundamente mi alma. Yo me he preguntado a mí mismo suspirando: ¿el hombre ha sido criado únicamente para las angustias y el dolor? Y he aplicado mi espíritu a la meditación de nuestros males para descubrir sus remedios. Yo me separaré, he dicho, de las sociedades corrompidas, y me alejaré de los palacios en que el alma se deprava por el hastío de los deleites, y de la cabaña donde se envilece por las privaciones de la miseria. Iré a vivir en el desierto entre las ruinas, e interrogaré a los monumentos antiguos sobre la sabiduría de los tiempos pasados; invocaré del seno de las tumbas el espíritu que formó en otro tiempo el esplendor de los estados y la gloria de los pueblos del Asia. Preguntaré a las cenizas de los legisladores porqué móviles se elevan y decaen los imperios, de que causas nacen la prosperidad y las desgracias de las naciones; y en fin, sobre que principios deben establecerse la paz de las sociedades y la felicidad de los hombres.

Entonces me callé, y bajando los ojos, oí la respuesta que sigue del genio respetable: -La paz, dijo, y la felicidad descienden sobre aquél que practica la justicia. ¡Oh joven humano! pues que tu corazón busca la verdad con rectitud, pues que tus ojos acreditan que pueden reconocerla todavía en medio de la ofuscación de las preocupaciones, tus ruegos no serán inútiles: expondré a tu vista esa verdad porque suspiras; enseñaré a tu razón la sabiduría que reclamas; y te revelaré los secretos de las tumbas y la ciencia de los siglos...

Entonces, acercándose a mí, y poniendo su mano sobre mi cabeza: -Levántate mortal, dijo, y despeja tus sentidos del polvo que los ofusca...

Y repentinamente, penetrado de un fuego celestial, me pareció que sentía romperse los lazos que nos fijan a la tierra, y que cual un vapor ligero, arrebatado por el vuelo del genio, me veía transportado a las regiones superiores. Allí, en lo más alto de los aires, bajando mis ojos a la tierra, percibí una escena nueva. Nadaba en el espacio, bajo mis pies, un globo semejante al de la luna, pero menos grande y luminoso, que me presentaba una de sus fases: esta faz tenía el aspecto de un disco sembrado de grandes manchas, las unas blancas y nebulosas, las otras verdes y oscuras; y mientras yo me esforzaba por descubrir lo que eran estas manchas:

-Hombre que buscas la verdad, me dijo el genio conductor, ¿reconoces ese espectáculo?

-¡Oh genio! respondí, si no viese en la otra parte el globo de la luna, tomaría éste por aquél, porque tiene las mismas apariencias de aquel planeta visto con el telescopio en la sombra de un eclipse: cualquiera diría que esas manchas son mares y continentes.

-Sí, respondió, son mares y continentes, y los mismos del hemisferio que habitas.

-¡Cómo! exclamé; ¿es ésa la tierra donde viven los mortales?

-Sí, repitió, ese espacio nebuloso que ocupa irregularmente una gran porción del disco, y lo ciñe por todas partes, ése es lo que vosotros llamáis el vasto océano, que desde el polo del sur, adelantándose hacia el ecuador, forma primero el gran golfo de la India y del África, después se prolonga al oriente por en medio de las islas Malayas hasta los confines de la Tartaria, al paso que por el oeste envuelve los continentes del África y la Europa hasta el norte del Asia.

Bajo nuestros pies se halla esa península de forma cuadrada, que es la región árida de los Árabes; a su izquierda, ese gran continente casi desnudo en su interior, y solamente verdoso en sus extremos, es el suelo abrasado que habitan los hombres negros. Al norte, más allá de una mar irregular, estrecha y larga, están las tierras de la pingüe Europa, rica en praderías y en campos cultivados: a su derecha, desde el Caspio se extienden las llanuras nevadas e incultas de la Tartaria. Volviendo hacia nosotros, este espacio blanquecino es el vasto y triste desierto de Copi, que separa la China del resto del mundo. Observa este imperio, que es aquel terreno que se esconde a nuestra vista bajo un plano oblicuamente inclinado. A sus extremos, esas lenguas de tierra desunidas y esos puntos separados son las penínsulas y las islas de los pueblos malayos, tristes poseedores de los aromas y perfumes. Ese triángulo que avanza a lo lejos en el mar es la península tan celebrada de la India. Observa el curso tortuoso de Ganges, las ásperas montañas del Tibet, el valle delicioso de Cachemir, los desiertos salinos del Persa, las riberas del Eúfrates y el Tigris, el curso profundo del Jordán y los canales del Nilo solitario.

-¡Oh genio admirable! dije, interrumpiéndole: la vista de un mortal no puede alcanzar a distinguir esos objetos a la distancia a que me encuentro...

Al punto me tocó los ojos, que se hicieron más perspicaces que los del águila misma; y no obstante, los ríos no me parecían todavía sino como cintas siuuosas, las montañas como cursos tortuosos, y las ciudades como pequeños embutidos semejantes a los tableros de damas.

Y el genio, indicándome con el dedo los objetos, me dijo: -Esos montones de piedras labradas que percibes en el valle estrecho que el Nilo fecundiza, son los esqueletos de los palacios y los templos del antiguo Egipto. He allí los vestigios de su metrópoli primitiva, la Thebas de los cien palacios, donde nacieron las leyes, las ciencias y las artes. Más abajo esos puntos cenicientos son las pirámides, cuyas masas enormes te han sorprendido; más allá, esa ribera que el mar y una cadena de montañas estrechas guarnecen, fue la mansión de los pueblos fenicios; allí estuvieron las ciudades poderosas de Tiro, Sidón, Ascalon, Gaza y Berites. Ese hilo de agua sin salida es el río Jordán, y esas rocas áridas fueron algún día el teatro de sucesos que hicieron mucho ruido en el mundo. He allí aquel desierto Horeb y aquel Monte-Sinaí donde por unos medios que el vulgo ignora, un hombre atrevido y de ingenio sagaz fundó instituciones que han influido mucho sobre la especie humana. En la árida playa confinante no percibes resto alguno de esplendor, y sin embargo, fue un depósito de riquezas. Aquí estaban aquellos puertos Idumeos desde donde las flotas hebreas y fenicias, costeando la península árabe, se dirigían al golfo Pérsico, para tomar en él las perlas de Hevila, y el oro de Saba y de Ofir. Sí, allí es, sobre aquella costa de Omán y de Bahrain, donde se hallaba el centro de este comercio de lujo, que decidió con sus movimientos y vicisitudes la suerte de los antiguos pueblos; allí es donde venían a parar los aromas y las piedras preciosas de Ceilán, los chales de Cachemir, los diamantes de Golconda, el ámbar de las Maldivas, el almizcle del Tibet, el acibar de Cochin, los monos y los pavos reales del continente de la India, el incienso de Hadramaet; la mirra, la plata, el polvo de oro y el marfil de África; de allí es de donde, tomando su dirección, unas veces por el mar Rojo, en los buques del Egipto y de la Siria, estos objetos alimentaron sucesivamente la opulencia de Tebas, de Sidón, de Menfis y de Jerusalén, y otras veces, subiendo por el Tigris y el Eúfrates, excitaron la actividad de las naciones asirias, medas, caldeas y persas; y estas riquezas, según el uso o el abuso que se hacía de ellas, levantaron o abatieron alternativamente su dominación. He aquí el manantial que producía la magnificencia de Persépolis, cuyas columnas contemplas; de Ecbatana, cuyo séptuplo recinto está destruido; de Babilonia, que sólo conserva montones de tierra removida; de Nínive, cuyo nombre apenas subsiste; de Tapsaco, de Amatho, de Gerra y de esta desolada Palmira. ¡Oh nombres para siempre gloriosos! ¡oh recintos memorables! ¡qué lecciones sublimes nos ofrece vuestro aspecto! ¡cuántas verdades importantes no se ven escritas en la superficie de esta tierra! Recuerdos de los tiempos pasados, venid a mi memoria; lugares testigos de la vida del hombre en tantas edades diversas, explicadme las revoluciones de la fortuna; decid cuales fueron sus móviles y su origen; decid a que causas debió sus venturas y sus desgracias; descubridle al hombre el origen de sus males; rectificad sus juicios con el espectáculo de sus errores; enseñadle su propia sabiduría, y que la experiencia de las generaciones pasadas forme un cuadro de instrucción y un germen de felicidad para las generaciones presentes y futuras.




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Capítulo V

Condición del hombre en el universo


Después de algunos momentos de silencio, continuó el genio hablando así:

-Ya te lo he dicho o amante de la verdad; el hombre atribuye en vano sus desgracias a unos agentes oscuros e imaginarios; en vano busca causas misteriosas y extrañas de sus males. No hay duda que su condición está sujeta a varios inconvenientes en el orden general del universo; no hay duda que su existencia está dominada por potencias superiores; pero estas potencias no son ni los decretos de un destino ciego, ni los caprichos de seres fantásticos y extravagantes. Lo mismo que al mundo de que forma una parte, rigen al hombre leyes naturales, regulares en su curso, consiguientes en sus efectos, inmutables en su esencia; y estas leyes, manantial común de los bienes y los males, no están escritas en los astros ni ocultas en códices misteriosos sino que, inherentes a la naturaleza de los seres terrestres, identificadas con su existencia, se presentan al hombre en todo tiempo y en todo lugar, obran sobre sus sentidos, advierten su inteligencia, y proporcionan a cada acción su pena y su recompensa. Que conozca el hombre esas leyes; que comprenda la naturaleza de los seres que le rodean y su naturaleza propia; y entonces conocerá los resortes de su suerte, sabrá cuales sou las causas de sus males, y cuales pueden ser los remedios.

Cuando la potencia desconocida que anima el universo formó el globo que el hombre habita, imprimió a los seres que lo componen propiedades esenciales, que constituyen la regla de sus movimientos individuales, el lazo de sus relaciones recíprocas y la causa de la armonía del todo. Así estableció un orden regular de causas y efectos, de principios y consecuencias, que, bajo la apariencia del acaso, gobierna el mundo y mantiene el equilibrio del universo: así dio la potencia desconocida al fuego, el movimiento y la actividad hizo elástico al aire, pesada y densa a la materia; formó el viento mas ligero que el agua, el metal más pesado que la tierra, y la madera menos compacta y tenaz que el acero; ordenó que la llama subiese, que la piedra bajase, y que las plantas vegetasen; al hombre, queriendo exponerle al choque de tantos seres diversos, y al mismo tiempo preservar su frágil vida, le dio la facultad de sentir. Por esta facultad, toda acción nociva a su existencia le produjo una sensación de mal y de dolor, y toda acción favorable una sensación de bienestar y de placer. Por medio de estas sensaciones, el hombre, unas veces desviado de lo que hiere sus sentidos, y otras atraído lo que los halaga, se ha visto en la necesidad de amar y de conservar su vida. Por lo tanto, el amor de sí mismo, el deseo del bienestar, la aversión al dolor, han sido las leyes esenciales y primordiales impuestas al hombre por la naturaleza misma; leyes que la potencia ordenadora, sea cual sea, ha establecido para gobernarlo, y que, semejantes a las del movimiento en el mundo físico, han venido a ser el principio sencillo y fecundo de todo lo que ha pasado en el mundo moral.

Tal es la condición del hombre: por una parte, sometido a la acción de los elementos que le rodean, está sujeto a muchos males inevitables; y si en este principio se ha mostrado severa la naturaleza, por otra parte, justa y aun indulgente, ha templado, no sólo sus males con bienes positivos, sino que ha dado además al hombre el poder de aumentar los unos y disminuir los otros, pareciendo decirles: «Débil obra de mis manos, nada te debo, y te doy la vida; el mundo en que te coloco no fue hecho para ti, y sin embargo te concedo lo disfrutes; tu lo hallarás mezclado de bienes y de males; a ti es a quien toca distinguirlos; a ti a quien corresponde guiar tus pasos con acierto en los senderos de flores y de espinas. Sé tú el mismo árbitro de tu suerte; te entrego tu destino.» Sí, seguramente, el hombre se ha hecho autor de su destino; él mismo ha creado alternativamente los reveses y los favores de su fortuna; y si, a vista de tantos dolores con que ha martirizado su vida, tiene motivos para quejarse de su debilidad o de su imprudencia, al considerar de que principios ha partido, y a que altura ha sabido elevarse, tal vez tiene más derechos de presumir de su fuerza y de envanecerse de su ingenio, que de abatirse por sus debilidades.




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Capítulo VI

Estado original del hombre


Formado el hombre en su origen desnudo de espíritu y de cuerpo, se halló echado por el acaso sobre una tierra inculta y trastornada; huérfano abandonado de la potencia desconocida que lo había producido, no vio a su lado seres bajados de los cielos para advertirle las necesidades que no debe sino a sus sentidos, ni para instruirle en los deberes que nacen únicamente de sus necesidades. Semejante a los demás animales, sin experiencia de lo pasado, sin previsión de lo futuro, vagó por los bosques, guiado y dirigido solamente por los afectos de la naturaleza: el dolor del hambre le inclinó a los alimentos y proveyó a su subsistencia; las intemperies le inspiraron el deseo de cubrir su desnudez, y se hizo los vestidos; por el atractivo de un placer poderoso, se acercó a un ser parecido a él, y perpetuó su especie...

De esta suerte las impresiones que recibió de cada objeto, despertando sus facultades, desenvolvieron por grados su entendimiento, y comenzaron a instruir su profunda ignorancia; sus necesidades incitaron su industria; sus peligros formaron su valor; aprendió a distinguir las plantas útiles de las nocivas, a combatir los elementos, a sujetar los animales, a defender su vida; y de este modo minoró su miseria. El amor de sí mismo, la aversión al dolor, el deseo del bienestar, fueron, pues, los móviles sencillos y poderosos que sacaron al hombre del estado salvaje y bárbaro en que la naturaleza le había colocado; y cuando al presente se halla su vida sembrada de placer, cuando puede contar cada uno de sus días por algunas dulzuras, tiene el derecho de felicitarse y de decir: «Yo soy quien ha producido los bienes que me rodean; yo soy el autor de mi felicidad: habitación segura, cómodos vestidos, alimentos sanos y abundantes, campos placenteros, colinas fértiles, imperios populosos, todo es obra de mi ingenio; sin mí, esta tierra abandonada al desorden no sería más que una marisma inmunda, un bosque salvaje o un desierto espantoso...» ¡Sí, hombre creador, recibe mi homenaje!; tú has llegado a medir la extensión de los cielos; tú has logrado calcular la masa de los astros; tú has logrado apoderarte del rayo de las nubes, dominar la mar y las tormentas, y sujetar todos los elementos. ¡Ah! ¡cómo tantos rasgos sublimes han podido mezclarse con tantos extravíos!

Los primeros hombres, errantes en los bosques y en las orillas de los ríos, empleados en la caza y en la pesca, rodeados de riesgos, asaltados de enemigos, atormentados por el hambre y los reptiles, y acosados por las bestias feroces, debieron sentir su debilidad individual; y movidos de una necesidad común de seguridad, y de un sentimiento recíproco de los mismos males, reunieron sus medios y sus fuerzas: cuando uno corrió un peligro, muchos le ayudaron y socorrieron; cuando uno careció de subsistencia, otro le dio una parte de la suya; y de este modo los hombres se asociaron para asegurar su existencia, para aumentar sus facultades, para proteger sus goces; siendo el amor de sí mismo el principio de la sociedad.

Instruidos después por la repetida prueba de varios sucesos, por el hastío de una vida vagabunda, por las inquietudes de hambres frecuentes, entraron los hombres en cuentas consigo mismos, y se dijeron: «¿Por qué hemos de emplear nuestros días en buscar frutos esparcidos sobre una tierra estéril? ¿Por qué hemos de aniquilarnos, persiguiendo brutos que suelen escapársenos en los bosques y los ríos? ¿Por qué no reuniremos bajo nuestra mano los animales que nos sustentan? ¿Por qué no hemos de aplicar nuestro cuidado a su multiplicación y defensa? Nos alimentaremos entonces con sus productos; nos vestiremos de sus despojos, y viviremos exentos de las fatigas de hoy y de los cuidados de lo futuro. Y los hombres, ayudándose unos a otros, cogieron el cabrito ligero, la oveja tímida, el camello paciente, el toro indómito, el caballo fogoso, y celebrando su industria, descansaron con alegría de su corazón, y comenzaron a gozar del reposo de las comodidades; siendo el amor de sí mismos, principio de todo raciocinio, el motor de todas las artes y de todos los placeres.

Así que los hombres pudieron pasar los días entregados:al reposo y en la comunicación de sus ideas, dirigieron sobre la tierra, sobre los cielos y sobre su propia existencia, las miradas de su curiosidad y de su reflexión: observaron el curso de las estaciones, la acción de los elementos, las propiedades de los frutos y las plantas, y aplicaron su espíritu a multiplicar sus medios de gozar. Y habiendo observado en algunas comarcas que ciertas semillas contenían bajo un pequeño volumen una sustancia sana, propia para poderse conservar y conducir a todas partes, imitaron el procedimiento de la naturaleza, esparcieron sobre la tierra el trigo, la cebada y el arroz, los cuales fructificaron a medida de sus esperanzas; y habiendo encontrado el medio de obtener en un pequeño espacio, y sin mudar de sitio, muchas subsistencias e infinitas provisiones, construyeron casas estables, y formaron aldeas y ciudades; se reunieron en pueblos, y más adelante en naciones numerosas; siendo el amor de sí mismo quien produjo todo el desarrollo del ingenio y del poder.

De este modo, y con sólo el auxilio de sus facultades, ha sabido elevarse el hombre por sí propio a la asombrosa altura de su fortuna presente. Y hubiera sido muy dichoso, si, observando escrupulosamente la ley impresa a su ser natural, hubiese llenado con fidelidad su único y verdadero objeto. Pero, por una imprudencia funesta, habiendo unas veces desconocido, y otras traspasado sus límites, se ha confundido en un laberinto de errores e infortunios; y el amor de sí mismo, ya ciego y desarreglado, ha venido a ser un manantial fecundo de calamidades.




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Capítulo VII

Origen de los males de las sociedades


En efecto, así que los hombres pudieron desenvolver sus facultades, enajenados por el atractivo de los objetos que halagaban sus sentidos, se entregaron a los deseos mas desenfrenados. No les bastó ya la medida de las dulces sensaciones que la naturaleza había ligado a sus verdaderas necesidades para hacerles apreciar su existencia: no contentos con los bienes que les ofrecía la tierra, o que producía su industria, quisieron acumular goces sobre goces, y codiciaron los que poseían sus semejantes. Y un hombre fuerte se levantó contra otro débil para arrebatarle el fruto de su sudor, y el débil convocó a otro débil para resistir a la violencia. Mas dos fuertes se dijeron: ¿A qué fatigar nuestros brazos para producir los regalos que se encuentran en poder de los débiles? ¡Unámonos y despojémosles; ellos trabajarán por nosotros, y nosotros gozaremos de su trabajo! Y habiéndose los fuertes asociado para la opresión, como los débiles para la resistencia, se atormentaron los hombres recíprocamente, y se estableció sobre la tierra una discordia general y funesta; en la cual, reproduciéndose las pasiones bajo mil formas diversas, no han cesado de formar un encadenamiento sucesivo de calamidades.

Así que, ese mismo amor propio, que, moderado y prudente, era un principio de felicidad y de perfección, convertido en ciego y desordenado, se transformó en veneno corruptor; y la codicia, hija y compañera de la ignorancia, se ha hecho causa de todos los males que han desolado la tierra.

Sí, sí; la ignorancia y la codicia, he aquí el doble origen de todos los tormentos de la vida del hombre. En ellas consiste que haya formado ideas falsas de la felicidad, y desconocido o quebrantado las leyes de la naturaleza en sus relaciones con los objetos exteriores, y que, perjudicando a su existencia, haya violado la moral individual: en ellas consiste que, cerrando su corazón a toda compasión, y su espíritu a la equidad, haya vejado y afligido a su semejante y violado la moral de la sociedad. Por la ignorancia y la codicia, ha tomado el hombre las armas contra el hombre, la familia contra la familia, la tribu contra la tribu, y la tierra se ha vuelto un teatro sangriento de discordia y latrocinio: por la ignorancia y la codicia, fermentando una secreta guerra en el seno de cada estado, se han desunido entre sí los ciudadanos, y una misma sociedad se ha dividido en opresores y oprimidos, en dueños y esclavos: por ellas, unas veces, insolentes y atrevidos, los jefes de una nación han forjado las cadenas en su mismo seno, y la codicia mercenaria ha fundado el despotismo político; otras veces, hipócritas y astutos, han hecho bajar del cielo poderes mentirosos, y un yugo sacrílego, fundando la crédula avaricia el despotismo religioso: por ellas, en fin, se han desnaturalizado las ideas del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, de la virtud y del vicio; y las naciones se han extraviado en un caos de erorres y calamidades. ¡La codicia del hombre y su ignorancia!... he aquí los genios malignos que han perdido la tierra; he aquí los decretos del acaso, que han derrocado los imperios; he aquí los anatemas celestiales que han destruido estos muros en otro tiempo tan gloriosos, y convertido el esplendor de una ciudad populosa en una soledad de luto y de ruinas. Pero supuesto que del seno del hombre fue de donde salieron todos los males que le han despedazado, en él es donde debió encontrar los remedios, y en él es donde deben buscarse.




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Capítulo VIII

Origen de los gobiernos y las leyes


No tardó mucho, en efecto, en llegar el tiempo en que, fatigados los hombres de los males que recíprocamente se causaban, suspiraron por la paz; y reflexionando sobre sus infortunios y las causas que los producían, dijeron: «Nosotros nos dañamos mutuamente con nuestras pasiones; y por querer cada uno apoderarse de todo, resulta que ninguno posee: lo que hoy quita uno, mañana se lo arrebatan, y nuestra codicia recae contra nosotros mismos. Instituyamos árbitros que juzguen nuestras pretensiones, y que pacifiquen nuestras discordias. Cuando el fuerte se levantare contra el débil, el árbitro le reprimirá, y dispondrá de nuestros brazos para contener la violencia; y la vida y las propiedades de cada uno de nosotros se hallarán bajo la custodia y la protección comunes, y todos gozaremos de los bienes de la naturaleza.

Así se formaron en el seno de las sociedades ciertos convenios tácitos o expresos, que vinieron a ser la regla de las acciones de los particulares, la medida de sus derechos, la ley de sus relaciones recíprocas; y se pusieron al cargo de algunos hombres para hacerlas observar, y el pueblo les entregó la balanza para pesar los derechos, y la espada para castigar las transgresiones.

Entonces se estableció entre los individuos un feliz equilibrio de fuerzas y de acción, que constituyó la seguridad común. El nombre de equidad y de justicia fue reconocido y reverenciado sobre la tierra; cada hombre pudo gozar en paz de los frutos de su trabajo, entregándose enteramente a los afectos de su alma; y suscitada y sostenida su actividad por la esperanza o por la real y verdadera posesión de los placeres, hizo germinar todas las riquezas del arte y la naturaleza: los campos se cubrieron de mieses, los valles de ganados, las colinas de frutos, la mar de buques, y el hombre fue feliz y poderoso sobre la tierra.

De esta suerte el desorden que produjo su imprudencia, lo reparó su propia sabiduría; y esta sabiduría fue también un efecto de las leyes de la naturaleza en la organización de su ser. Para asegurar sus propios goces, respetó los ajenos, y la codicia halló su correctivo en el amor ilustrado de sí mismo.

Por consecuencia, el amor de sí mismo, móvil eterno de todo individuo, vino a ser la base necesaria de toda sociedad; y de la observancia de esta ley natural dependió la suerte de todas las naciones. Cuando las leyes facticias y convencionales lograron su objeto y llenaron su destino, el hombre, movido por un instinto poderoso, desplegó todas las facultades de su ser; de la multitud de felicidades particulares se compuso la felicidad pública. Pero cuando estas leyes coartaron la tendencia del hombre hacia su felicidad, privado su corazón entonces de los móviles verdaderos, se debilitó en la inacción, y el decaimiento individual produjo la debilidad pública.

Así que, como el amor de sí mismo, imprudente e impetuoso, instiga sin cesar al hombre contra su semejante, y trabaja siempre para disolver la sociedad, el arte de las leyes y la virtud de sus agentes deben templar el conflicto de las pasiones, mantener el equilibrio entre las fuerzas, y asegurar a cada uno su bienestar, a fin de que en el choque de sociedad con sociesad, tengan todos los miembros un mismo interés en la conservación y en la defensa de la causa pública.

Por consiguiente, el esplendor y la prosperidad de los imperios han dependido interiormente de la equidad de los gobiernos y las leyes; y su poder respectivo ha tenido por medida en lo exterior el número de los intereses particulares, y el grado de adhesión a la causa pública.

Por otra parte, habiendo hecho la multiplicación de los hombres más difícil el señalamiento de sus derechos recíprocos, por la complicación de sus relaciones; habiendo suscitado la lucha perpetua de sus pasiones incidentes imprevistos; habiendo sido los convenios viciosos, insuficientes o nulos; y en fin habiendo, ya desconocido, ya ocultado su objeto los autores de las leyes; y habiéndose dejado arrastrar sus ministros por su propia codicia, en vez de sujetar la ajena; todas estas cosas introdujeron en las sociedades la turbación y el desorden: y el vicio de las leyes y la injusticia de los gobiernos, derivados de la codicia y la ignorancia, han sido la causa de las desgracias de los pueblos y del trastorno de los Estados.




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Capítulo IX

Causas generales de la prosperidad de los Estados antiguos


Tales fueron, ¡oh mortal que buscas la sabiduría, las causas de las revoluciones de estos antiquísimos Estados, cuyas ruinas te hallas contemplando! Sobre cualquier punto en que descanse mi vista, a cualquier tiempo que se dirija mi pensamiento, en todas partes se ofrecen a mi espíritu los mismos principios de fomento y destrucción, de prosperidad y decadencia. Por todas partes veo que, si un pueblo es poderoso, si un imperio prospera, es porque las leyes convencionales están conformes con las leyes de la naturaleza; es porque el gobierno proporciona a los hombres el uso respectivamente libre de sus facultades, la seguridad igual de sus personas y de sus propiedades. Si al contrario, un imperio se arruina o se disuelve, es porque las leyes son viciosas e imperfectas, o porque el gobierno corrompido las quebranta. Y si las leves y los gobiernos, al principio sabios y justos, se depravan después, esta alternativa de bien y de mal depende de la naturaleza del corazón humano, de la variación de sus inclinaciones, del progreso de sus conocimientos, de la combinación de las circunstancias y los sucesos, como lo acredita la historia de la especie humana.

En la infancia de las sociedades, cuando los hombres vivían todavía en los bosques, sujetos todos a las mismas necesidades, y dotados todos de unas mismas facultades, eran casi iguales en fuerzas; y esta igualdad fue una circustancia fecunda en ventajas para la organización de las sociedades: siendo por ella cada individuo independiente de otro, ninguno fue esclavo, ni tuvo la pretensión de ser dominador. Bisoño el hombre no conocía la servidumbre, ni la tiranía; provisto de los medios suficientes a su bienestar, no pensó en adquirir otros extraños. No debiendo nada, no exigiendo nada, juzgaba de los derechos ajenos por los suyos, y tenía ideas exactas de la justicia: ignorando por otra parte el arte de gozar, no sabía producir sino lo necesario; y por falta de superfluidades estaba embotada la codicia: mas si ésta se atrevía a despertar, se la resistía con vigor el hombre a quien querían privar de lo preciso a sus verdaderas necesidades, y la sola idea de esta resistencia conserva un justo equilibrio.

Así pues, la igualdad original, a falta de convenios, mantenía la libertad de las personas, la seguridad de las propiedades, y producía las buenas costumbres y el orden. Cada uno trabajaba por sí y para sí, y el corazón del hombre ocupado no experimentaba deseos culpables. El hombre gozaba poco, pero satisfacía sus necesidades; y como la naturaleza indulgente las hizo inferiores al poder de satisfacerlas, el trabajo de sus manos produjo muy luego la abundancia, y ésta la población; se desplegaron las artes y se extendió el cultivo; y la tierra, cubierta de numerosos habitantes, se dividió en diversos dominios. Luego que se fueron complicando las relaciones de los hombres, se hizo más difícil de mantener el orden de las sociedades.

El tiempo y la industria engendraron las riquezas, y la codicia se hizo más activa; y porque la igualdad, fácil entre los individuos, no pudo subsistir entre las familias, se rompió el equilibrio natural: fue preciso entonces sustituirle un equilibrio facticio; fue preciso también nombrar jefes y establecer leyes, debiendo suceder en la inexperiencia primitiva que, siendo ocasionadas por la codicia, debieron participar de su carácter. Pero varias circunstancias contribuyeron a moderar el desorden, y a que los gobiernos se viesen en la necesidad de ser justos.

En efecto, siendo los Estados al principio débiles, y debiendo temer a los enemigos externos, importó mucho a los jefes no oprimir a sus súbditos; pues, si hubiesen disminuido el amor de los ciudadanos a su gobierno, hubieran disminuido también sus medios de resistencia; hubieran facilitado las invasiones extranjeras y comprometido con pretensiones injustas su propia existencia.

En lo interior, el carácter de los pueblos repelía la tiranía. Los hombres habían contraído antiguos hábitos de independencia; tenían muy pocas necesidades, y un conocimiento muy positivo de sus propias fuerzas. Como los Estados eran pequeños, era difícil desunir los ciudadanos para oprimir los unos por los otros; so comunicaban con demasiada facilidad; y eran muy claros y muy sencillos sus derechos, fuera de que, siendo propietarios y cultivadores todos los hombres, ninguno tenía necesidad de venderse a otro, y el déspota no habría hallado servidores.

Si se suscitaban disensiones, era de familia a familia, de facción a facción, y los intereses eran siempre comunes a un gran número de individuos; las turbulencias eran seguramente más vivas, pero el temor de los extranjeros apagaba las discordias: si la opresión de un partido lograba consolidarse, estando libre la tierra, y encontrando los hombres sencillos en todas partes las mismas ventajas, el partido oprimido emigraba, y llevaba a otra parte su independencia.

Los antiguos Estados contenían por lo tanto en sí mismos infinitos medios de prosperidad y poder: cuando el hombre hallaba su bienestar en la constitución de su país, tomaba un vivo interés en conservarlo: si un extraño lo atacaba, como que defendía su hacienda y su casa, llevaba a los combates la pasión de una causa personal; y el sacrificio de sí mismo originaba el sacrificio por la patria.

Y porque toda acción útil al público atraía su estimación y reconocimiento, cada cual procuraba serle útil, el amor propio multiplicaba los talentos y las virtudes cívicas.

Y porque todo ciudadano contribuía igualmente con sus bienes y su persona, eran inagotables los ejércitos y las rentas públicas; y las naciones desplegaban una masa respetable de fuerzas.

Y porque la tierra era libre, y su posesión segura y fácil, cada uno individualmente era propietario; y la subdivisión de las propiedades conservaba las costumbres e impedía el lujo.

Y porque cada cual cultivaba por sí mismo, el cultivo era más activo, los productos más abundantes, y la riqueza particular constituía la opulencia pública.

Y porque la abundancia de los productos facilitaba la subsistencia, la población fue rápida y numerosa, y los Estados llegaron en breve al término de su esplendor.

Y porque hubo más productos que consumos, nació la necesidad de comerciar, y se hicieron cambios de pueblo a pueblo, que aumentaron su actividad y sus goces respectivos.

Y porque ciertos parajes, en ciertas épocas, reunieron la ventaja de ser bien gobernados a la de estar situados en el camino de la más activa circulación, se hicieron escalas florecientes de comercio, y puntos poderosos de dominación. Y sobre las orillas del Nilo y del Mediterráneo, del Tigris y del Eúfrates, las riquezas reunidas de la India y de la Europa levantaron sucesivamente cien metrópolis a la mayor altura.

Y enriquecidos los pueblos, aplicaron el sobrante de sus recursos a los trabajos de utilidad pública y común, y ésta fue la época en cada Estado de aquellas obras cuya magnificencia nos admira: de aquellos pozos de Tiro, de aquellos diques del Eúfrates, de aquellos conductos subterráneos de Media, de aquellas fortalezas del desierto, de aquellos acueductos de Palmira, de aquellos templos, de aquellos pórticos... Y estos trabajos pudieron ser inmensos sin abrumar las naciones porque fueron el producto de un concurso igual y común de las fuerzas de individuos apasionados y libres.

De este modo prosperaron los Estados antiguos, porque las instituciones sociales fueron en ellos conformes con las verdaderas leyes de la naturaleza, y porque gozando en ellos los hombres de la libertad y seguridad de sus personas y propiedades, pudieron desplegar todas sus facultades y en toda su energía el amor de sí mismos.




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Capítulo X

Causas generales de las revoluciones y de la ruina de los Estados antiguos


Cuando la codicia suscitó entre los hombres una lucha constante y general, que produjo las invasiones recíprocas de los individuos y las sociedades, se siguieron también trastornos y revoluciones.

En el estado salvaje y bárbaro de los primeros hombres, esta codicia audaz y feroz enseñó la rapiña, la violencia y el asesinato; y por mucho tiempo se suspendieron los progresos de la civilización.

Después que las sociedades empezaron a formarse, pasando el efecto de los malos hábitos a las leyes y a los gobiernos, corrompió las instituciones y su objeto; y se establecieron derechos arbitrarios y facticios que depravaron las ideas de justicia y la moralidad de los pueblos.

Y porque un hombre fue más fuerte que otro, se tomó esta desigualdad accidental de la naturaleza por una ley positiva; y como el fuerte pudo quitar al débil la vida, y no se la quitó, se atribuyó un derecho abusivo de propiedad: y la esclavitud de los individuos preparó la esclavitud de las naciones.

Y porque el jefe de una familia pudo ejercer una autoridad absoluta en su casa, no tomó otra regla de su conducta que sus gastos y pasiones: dio o quitó sus bienes, sin igualdad, sin justicia; y el despotismo paternal echó los cimientos del despotismo político.

En las sociedades formadas sobre tales bases, habiéndose multiplicado las riquezas por medio del tiempo y del trabajo, se, hizo la codicia más artificiosa, sin ser por esto menos activa, por lo mismo que las leyes se proponían sujetarla. Bajo las apariencias engañosas de unión y paz civil, fomentó en el seno de cada Estado una guerra intestina, en la cual, divididos los ciudadanos en cuerpos contrarios, compuestos de órdenes, de clases y familias, aspiraron constantemente a apropiarse, a título de poder supremo, la facultad de cogerlo todo y avasallarlo todo, según el capricho de sus pasiones; y este espíritu de invasión fue el que, disfrazado bajo todas formas, pero siempre el mismo en su fin y en sus móviles, no ha cesado de atormentar a las naciones.

Unas veces, oponiéndose al pacto social, o rompiendo el que ya existía, entregó los habitantes de un país al choque tumultuoso de todas sus discordias; y los Estados, disueltos, bajo el nombre de anarquía, fueron atormentados por las pasiones de todos sus miembros. Otras veces un pueblo celoso de su libertad, habiendo propuesto agentes o administradores, se apropiaron estos los poderes de que sólo eran depositarios: emplearon los fondos públicos en corromper las elecciones, en hacerse partidarios y en dividir al pueblo entre sí mismo. Por estos medios convirtieron su poder temporal en perpetuo; se hicieron hereditarios, de electivos que eran; y revuelto el Estado por las intrigas de los ambiciosos, por las liberalidades de los ricos perturbadores, por la venalidad de los pobres holgazanes, por el empirismo de los oradores, por la audacia de los perversos, por la debilidad de los virtuosos, se vio atormentado con todas las convulsiones e inconvenientes de la democracia.

En unos países, los jefes, iguales en fuerzas, se temieron mutuamente, hicieron pactos leoninos y asociaciones atroces; y repartiéndose las facultades, los empleos y los honores, se atribuyeron privilegios e inmunidades; se erigieron en cuerpos separados, en clases distintas; avasallaron en común al pueblo; y, bajo el nombre de aristocracia, se vio el estado afligido por las pasiones de los grandes y los ricos.

En otros países, proponiéndose el mismo fin por otros medios, ciertos impostores sagrados abusaron de la credulidad de los hombres ignorantes. En la oscuridad de los templos, y tras el velo de los altares, hicieron hablar y obrar a los dioses, pronunciaron oráculos, ejecutaron prodigios, ordenaron sacrificios, exigieron ofrendas, prescribieron fundaciones; y bajo el título de teocracia y de religión, fueron martirizados los Estados por las pasiones de los sacerdotes.

Algunas veces, cansada una nación de sus desórdenes, o de sus tiranos se dio un sólo dueño para disminuir la suma de sus males; y entonces se limitó el poder del príncipe. Pero él tuvo por el contrario deseos de extenderlo; y si lo dejó absoluto, abusó al instante del depósito que se le había confiado, y bajo el nombre de monarquía, se vieron despadazados los Estados por las pasiones de los reyes y los príncipes.

Aprovechándose entonces algunos facciosos del descontento de los espíritus, lisonjearon al pueblo con la esperanza de un dueño mejor; esparcieron dádivas y promesas; derribaron al déspota para colocarse en su lugar; y sus disputas sobre la sucesión y división del poder desolaron los Estados con los desórdenes y las devastaciones de las guerras civiles.

Al fin, entre estos rivales uno más hábil o más dichoso, tomando ascendiente, reconcentró en sí todo el poder; por medio de un fenómeno bien raro, un hombre sólo avasalló millares de sus semejantes contra su propia voluntad o sin consentimiento; y el arte de la tiranía nació también de la ambición. Efectivamente, observando el espíritu de egoísmo que sin cesar divide a todos los hombres, supo el ambicioso fomentarlo diestramente; lisonjeó la vanidad de unos, excitó la envidia de otros, halagó la avaricia de éste, inflamó el resentimiento de aquél, irritó las pasiones de todos; oponiendo entre sí los intereses o las preocupaciones, sembró las discordias y los rencores; prometió al pobre el despojo del rico, al rico el avasallamiento del pobre, amenazó a un hombre con otro, a una clase con otra; y aislando todos los ciudadanos por medio de la desconfianza, formó su fuerza de su debilidad, y les impuso un yugo de opinión, cuyos nudos se estrecharon mutuamente. Con el ejército se apoderó de las contribuciones; con éstas dispuso de aquél; y por medio del resorte poderoso de las riquezas y de los empleos, encadenó todo un pueblo con un lazo indisoluble, cayendo los Estados en la lenta consunción del despotismo.

De esta manera un mismo móvil, variando su acción bajo todas formas, atacó constantemente la consistencia de los Estados, y un círculo eterno de vicisitudes nació de un círculo eterno de pasiones.

Este espíritu constante de egoísmo y de usurpación engendró dos efectos principales igualmente funestos: el uno fue el de dividir sin cesar las sociedades en todas sus fracciones, produciendo así su debilidad, y facilitando su disolución; el otro fue el de que, tendiendo siempre a concentrar el poder en una sola mano, absorbió sucesivamente sociedades y Estados en perjuicio de su tranquilidad y de su recíproca existencia.

En efecto, lo mismo que en un Estado había absorbido un partido a la nación, una familia el partido y un individuo la familia, así se estableció de Estado a Estado un movimiento de absorción que desplegó en grande en el orden público todos los males particulares del orden civil. Y habiendo subyugado una ciudad a otra ciudad, la hizo dependiente, y compuso una provincia; y dos provincias, una vez absorbidas, formaron un reino; en fin, de dos reinos conquistados se vieron nacer imperios de una extensión inmensa. Y en esta aglomeración ilimitada, en vez de que la fuerza interna de los Estados creciese en razón de su masa, sucedió al contrario que se disminuyó; y en vez de hacerse más dichosa la suerte de los pueblos, se hizo cada día más infeliz y miserable por razones que derivaban sin cesar de la naturaleza de las cosas, y no las siguientes:

Por la razón de que apilándose los Estados se hacía más complicada y espinosa su administración, fue preciso para mover estas masas dar más actividad al poder, y se perdió la proporción entre los deberes de los soberanos y sus facultades:

Por la razón de que los déspotas, conociendo su debilidad, temieron todo lo que desarrollaba la fuerza de las naciones, e hicieron un estudio particular de debilitarla:

Por la razón de que las naciones, desunidas por las preocupaciones de los ignorantes y por odios feroces, favorecieron la perversidad de los gobiernos; y que, sirviéndose recíprocamente de satélites, agravaron su esclavitud:

Por la razón de que, roto el equilibrio de los Estados, los más fuertes oprimieron más fácilmente a los débiles:

En fin, por la razón de que, a medida que los Estados se concentraron, los pueblos, privados de sus leyes, de sus usos y de los gobiernos que les convenían, perdieron aquel espíritu de personalidad que causaba su energía.

Y considerando los déspotas a los imperios como dominios suyos, y a los pueblos como propiedades, se entregaron a los robos y desarreglos de la autoridad más arbitraria.

Y todas las fuerzas y las riquezas de las naciones fueron aplicadas a gastos particulares, a caprichos personales; y los reyes en el fastidio de la saciedad se entregaron a todos los gustos facticios y depravados: necesitaron pensiles o jardines levantados sobre bóvedas, ríos elevados sobre montañas; cambiaron las fértiles campiñas en parques y bosques para la caza; formaron lagunas en parajes secos, alzaron peñascos en los lagos, hicieron construir palacios de mármol y de pórfido, quisieron muebles de oro y diamantes, y emplearon millones de brazos en los trabajos más estériles; e imitando los parásitos el lujo de los príncipes, y transmitiéndolo de grado en grado hasta las últimas clases, vino a ser un manantial inagotable de corrupción y empobrecimiento.

Y en la sed insaciable de los deleites, no siendo suficientes los tributos, se aumentaron sin medida. Y viendo el labrador crecer sus afanes sin ninguna recompensa, perdió el aliento; y observando el comerciante que se le despojaba del fruto de sus fatigas, se aburrió de su industria; y condenada la multitud a sufrir las angustias de la pobreza, limitó su trabajo a lo puramente indispensable, y se anonadó toda actividad productiva.

Estos sobrecargos hicieron onerosa la posesión de las tierras; el pequeño propietario abandonó su campo, o lo vendió al hombre poderoso, y los bienes se acumularon en un número menor de manos. Y favoreciendo todas las leyes y las instituciones esta acumulación, se dividieron las nacioneg entre un grupo de ociosos opulentos, y una multitud de pobres mercenarios. El pueblo, indigente, se envileció; los grandes, saciados, se depravaron; y disminuyéndose el número de los interesados en la conservación del Estado, su fuerza y su existencia se hicieron tanto más precarias.

Por otra parte, como no se ofreciese a la emulación objeto alguno de utilidad, ni al saber ningún estímulo, cayeron los ánimos en una ignorancia profunda.

Y la administración secreta y misteriosa que fundó el despotismo, produjo la imposibilidad de establecer medio alguno de reforma ni de mejoramiento; y como los jefes regían por la violencia y el fraude, los pueblos sólo vieron en ellos una facción de enemigos públicos, y desapareció toda armonía entre los gobernantes y los gobernados.

Y habiendo enervado todos estos vicios los Estados de la opulentísima Asia, sucedió que los pueblos vagamundos y pobres de los desiertos y de los montes adyacentes codiciaron lo que se gozaba en las llanuras fértiles; y estimulados por una avaricia común, atacaron los imperios civilizados, y derribaron los tronos de los déspotas. Estas revoluciones fueron rápidas y fáciles, porque la política de los tiranos había afeminado los súbditos, arrasado las fortalezas, y destruido los guerreros, y porque los vasallos oprimidos no sentían ya los estímulos del interés personal, ni los soldados mercenarios los impulsos generosos del valor.

Y como enjambres de salvajes habían reducido a la esclavitud las naciones más cultas, sucedió que los imperios formados de un pueblo conquistador y de un pueblo conquistado, reunieron en su seno dos clases esencialmente opuestas de enemigos. Disolvieron todos los principios de la sociedad; ya no hubo más interés común, ni espíritu público; y se estableció una distinción de castas y de razas, que redujo a sistema regular la permanencia del desorden; siendo el hombre según su nacimiento, siervo o tirano, propietario o mueble.

Y siendo los opresores menos numerosos que los oprimidos, fue preciso perfeccionar la ciencia de la opresión, para sostener este falso equilibrio. El arte de gobernar se redujo al de someter el mayor número de hombres al menor. Para lograr una sumisión tan contraria al instinto, fue preciso establecer los castigos más severos; y la crueldad de las leyes hizo las costumbres atroces. Y como la distinción de personas estableció en los Estados dos códigos, dos justicias y dos derechos; puesto el pueblo entre las inclinaciones de su corazón y el juramento de su boca, tuvo dos conciencias contradictorias; y las ideas de lo justo y de lo injusto no hallaron base alguna en su entendimiento.

Bajo tal sistema, los pueblos sucumbieron en el desaliento y la desesperación; y habiéndose unido los accidentes de la naturaleza a los males que los afligían, abrumados por tantas calamidades, atribuyeron las causas a potencias superiores y ocultas; y porque tenían tiranos en la tierra, supusieron que los había en el cielo, agravando así la superstición las desgracias de las naciones.

Así nacieron las doctrinas funestas y los sistemas de religión atrabiliarios y misantrópicos que pintaron malos y envidiosos a los dioses, cual si fuesen déspotas. Y para aplacarles, les ofreció el hombre el sacrificio de todos sus placeres, imponiéndose privaciones, y trastornó las leyes de la naturaleza. Tomando por crímenes los goces, y por expiaciones sus sufrimientos, amó el dolor y abjuró del amor de sí mismo; mortificó sus sentidos, detestó su vida; y una moral abnegativa y anti-social sumergió las naciones en el parasismo de la muerte.

Mas como la sabia naturaleza había dotado el corazón del hombre de una esperanza inagotable, viendo que la felicidad engañaba sus deseos en la tierra, fue a buscarla en otro mundo; lisonjeándose con una dulce ilusión, imaginó otra patria, otro asilo, donde, lejos de los tiranos, recuperase los derechos de su ser; y de aquí resultó un nuevo desorden, pues, encantado con un mundo imaginario, despreció el hombre el de1a naturaleza, y por unas esperanzas quiméricas despreció la realidad. Consideró la vida como un tránsito penoso, como un sueño tristísimo; su cuerpo, como una prisión que impedía a su felicidad; y la tierra, como un lugar de destierro o peregrinación, que no se dignó cultivar. Entonces se estableció en el mundo político una ociosidad sagrada; se abandonaron los campos, se multiplicaron los baldíos, se quedaron yermos los imperios, y los monumentos se vieron descuidados; en fin, por todas partes la ignorancia, la superstición y el fanatismo, reuniendo sus efectos, multiplicaron las devastaciones y las ruinas.

Agitados así por sus propias pasiones, los hombres, en masa o individualmente siempre imprudentes y siempre codiciosos, pasando de la esclavitud a la tiranía, del orgullo a la bajeza, y de la presunción al desaliento, han sido, ellos mismos, los eternos instrumentos de sus infortunios.

Y he aquí porqué móviles sencillos y naturales se rigió la suerte de los Estados antiguos; he aquí porqué serie de causas de efectos ligados y consiguientes se levantaron o abatieron, según que las leyes físicas del corazón humano fueron observadas o desatendidas: en el curso sucesivo de los acontecimientos, cien pueblos diversos, cien imperios, alternativamente abatidos, poderosos, conquistados y destruidos, han ofrecido a la tierra lecciones instructivas. Pero estas lecciones son perdidas para las generaciones subsiguientes. Los desórdenes de los tiempos pasados han vuelto a aparecer entre los pueblos actuales; los jefes de las naciones han continuado marchando en las sendas de la tiranía y la impostura, y los pueblos descarriándose en las tinieblas de las supersticiones y de la ignorancia.

¡Y bien! añadió el genio resumiendo, pues que la experiencia de los tiempos pasados no sirve de nada a los actuales; pues que las faltas de los progenitores no han instruido todavía a sus descendientes, los ejemplos antiguos van a repetirse, y la tierra verá renovarse las escenas terribles de las épocas olvidadas. Nuevas revoluciones van a agitar los pueblos y los imperios; los tronos más poderosos serán de nuevo destruidos, y las catástrofes más terribles recordarán a los hombres que no se quebrantan en vano las leyes de la naturaleza, ni los preceptos de la sabiduría y de la verdad.»




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Capítulo XI

Lecciones de los tiempos pasados repetidas en los tiempos presentes


Así habló el genio; y yo, asombrado de la exactitud y coherencia de todo su discurso, acometido de una multitud de ideas que pugnando contra mis hábitos, cautivaron sin embargo mi razón, quedé absorto en un silencio profundo... Pero mientras que tenía fijada la vista sobre el Asia, con un aire triste y meditabundo, he aquí que repentinamente y del lado del norte, hacia las orillas del mar Negro y en los campos de la Crimea, atraen mi atención unos torbellinos agitados de llamas y de humo. Parecían elevarse a un tiempo de toda la península; y después, habiendo pasado por el istmo hacia el continente, corrieron toda la longitud del lago cenagoso de Azof, cual si los impeliese un viento del oeste, y fueron a desvanecerse en las verdes llanuras del Kouban. Considerando más atentamente la marcha de estos torbellinos, noté que los precedían o seguían pelotones de seres animados, que, cual hormigas o langostas alarmadas por el pie del caminante, se agitaban con ligereza: algunas veces parecía que marchaban estos pelotones unos contra otros, y que pugnaban entre sí, quedando muchos de ellos sin movimiento después del primer choque... Mas, cuando afectado por este espectáculo, me esforzaba yo en distinguir los objetos:

-¿Ves, me dijo el genio, esos fuegos que recorren la tierra, y comprendes sus efectos y sus causas?

-¡Oh genio! respondí, veo unas columnas de llamas y de humo, y una especie de insectos que van en medio de ellas; pero, cuando apenas distingo las masas de las ciudades y de los monumentos, ¿cómo podré discernir tan diminutos vivientes? Solamente podría decir que esos insectos remedan combates porque van y vienen, se chocan y persiguen.

-No los remedan, dijo el genio, sino que los ejecutan verdaderamente.

-¿Y quienes son, pregunté, esos animalillos incautos que se destruyen con tal insensatez? ¿no perecerán harto pronto esos seres efímeros que apenas viven un día?...

Entonces el genio, tocándome otra vez la vista y los oídos, me dijo:

-Ve y escucha.

Dirigiendo al momento mis ojos los mismos objetos: ¡Ah! desdichados, exclamé sobrecogido de dolor: esas columnas de fuego, esos insectos, ¡oh genio! esos son los hombres, esos son los estragos horribles de la guerra... Esos torrentes de llamas y de humo salen de los pueblos y de las aldeas. Ya veo los furiosos que los encienden, y que con sable en mano recorren la campaña: delante de ellos veo huir, despavoridos, turbas de niños, ancianos y mujeres. Observo otros soldados que les guían y acompañan, llevando una lanza sobre sus espaldas. Reconozco también, por sus caballos del diestro, por sus kalpalcos y su mechón de pelo, que son los Tártaros; y sin duda aquellos que los persiguen, cubiertos con un sombrero triangular y vestidos de uniformes verdes, son los moscovitas... ¡Ah! ya lo entiendo; acaba de encenderse la guerra entre el imperio de los Czares y el de los Sultanes.

-Todavía no, replicó el genio; esto no es más que un preliminar. Esos tártaros han sido y serían todavía unos vecinos incómodos, y los expulsan: su país parece muy bueno a los Czares, y lo ocupan; y como preludio de otra revolución, se ha destruido el trono de los Guerais.

En efecto vi los pendones rusos flamear sobre la Crimea, y su pabellón desplegarse muy luego sobre el Ponto Euxino.

Mas a los gritos del tártaro fugitivo, se conmovió el imperio de la media luna. «¡Qué arrojan a nuestros hermanos! claman los hijos de Mahoma: ¡qué ultrajan al pueblo del profeta divino! ¡y los infieles ocupan una tierra sagrada, profanando los templos del Islamismo santo! Armémonos, armémonos, y corramos briosos a los combates para vengar la gloria de Dios y nuestra propia causa.»

Al instante se siguió un movimiento general de guerra en los dos imperios. Por todas partes se vieron reunir hombres armados, municiones, víveres, y desplegarse con terror el mortífero aparato de los combates. En ambas naciones concurridos los templos de un gentío numeroso, me ofrecieron un cuadro que llamó mi atención. Por una parte, los musulmanes, reunidos delante de sus mezquitas, se lavaban las manos y los pies, se cortaban las uñas y se peinaban la barba; después, extendiendo alfombras sobre la tierra y volviéndose hacia el mediodía, unas veces con los brazos abiertos y otras con los brazos cruzados, hacían genuflexiones y postraciones; y acordándose de los reveses experimentados en la última guerra, gritaban: «¡Dios clemente, Dios misericordioso! ¿cómo habéis abandonado vuestro pueblo tan fiel? Vos que prometisteis al Profeta el imperio de las naciones, y que habéis ensalzado la religión con tantos triunfos, ¿cómo podéis entregar los verdaderos creyentes al cuchillo de los infieles? Y los imanes y santones decían al pueblo: «Es castigo de vuestros pecados, porque coméis tocino, bebéis licores y tocáis cosas inmundas. Sí, Dios os castiga; haced penitencia, purificaos, decid la profesión de la fe; ayunad desde la aurora hasta que se ponga el sol; dad el diezmo de vuestros bienes a las mezquitas, id a la Meca, y Dios os hará triunfar.» Y el pueblo, tomando entonces aliento, prorrumpía en gritos espantosos: -«No hay más que un Dios, y Mahoma es su profeta: maldición a quien quiera que así no lo creyese. Dios de bondad, añadía, concédenos el exterminio de esos cristianos, pues por tu gloria sólo los combatimos, y nuestra muerte es un martirio en honor de tu nombre.» Y ofreciendo enseguida algunas víctimas se prepararon a los combates.

Por su parte, los rusos clamaban de rodillas de este modo: -«Rindamos gracias a Dios y celebremos su poder; él es quien ha fortalecido nuestros brazos para humillar a nuestros enemigos. Dios benéfico, escucha nuestros ruegos: para agradarte, pasaremos tres días sin comer carne ni huevos. Concédenos la facultad de exterminar a esos mahometanos impíos, y de destruir su imperio; te daremos el diezmo de los despojos, y te elevaremos nuevos templos.» Y los sacerdotes llenaron las iglesias de una nube de humo, y dijeron al pueblo: «Rogamos por vosotros, y Dios acepta nuestro incienso y bendice nuestras armas. Continuad ayunando y combatiendo; decidnos vuestras culpas secretas; dad vuestros bienes a la iglesia, y nosotros os absolveremos de vuestros pecados, y moriréis en gracia.» Al mismo tiempo echaban agua sobre el pueblo, le distribuían huesecitos de muertos para que les sirviesen de reliquias y talismanes; y el pueblo no respiraba sino guerra y furores.

Admirado yo de este cuadro que presentaba el contraste de las mismas pasiones, y afligido por sus funestas consecuencias, meditaba profundamente sobre la dificultad que presentaba al juez común al acceder a súplicas tan opuestas, cuando el genio, afectado de un movimiento de indignación, exclamó con vehemencia:

¿Qué acentos insensatos ofenden mis oídos? ¿Qué delirio perverso turba el espíritu de tan diversas naciones? ¡Preces sacrílegas, caed sobre la tierra! ¡Y vosotros, o cielos, rechazad con firmeza sus votos homicidas, sus holocaustos impíos! ¡Mortales insensatos! ¿Es así como reverenciáis a la divinidad? ¡Decid! ¿Cómo es posible que se complazca el que llaméis padre común, en recibir el homenaje de unos hijos crueles que, fieros, se degüellan? Vencedores, ¿Cómo podrá mirar benigno vuestros brazos manchados con la sangre que engendró? Y vosotros, vencidos, ¿qué esperáis de esos gemidos inútiles? Tiene Dios acaso el corazón de un mortal para tener también sus mudables pasiones. ¿Es capaz, como vosotros, de las agitaciones, de la venganza o de la compasión, del furor o el arrepentimiento? ¡Oh qué ideas tan mezquinas del mayor de los seres! Al escucharlos, parecería que, extravagante y caprichoso, se enoja Dios, o se templa como un nombre vulgar; que alternativamente ama y aborrece; que castiga o acaricia; que, débil o perverso, encubre su ojeriza; que, inconsecuente o pérfido, tiende lazos para hacer sucumbir; que castiga traidor el mal que antes consiente; que prevé los crímenes y no quiere impedirlos; que como juez parcial, es fácil corromperlo por medio de presentes; que, déspota imprudente, promulga leyes y luego las revoca; que tirano feroz, tan pronto da como quita sus gracias sin razón ni justicia, y que sólo se ablanda a fuerza de bajeza... ¡Ah! ¿Qué espantoso cúmulo de horrores y mentiras? Ahora, ahora, es cuando yo conozco la falsedad de los hombres. Y al ver el cuadro que han trazado de la divinidad, he dicho: No, no, no formó Dios el hombre a su imagen: es el hombre quien se representó a Dios a su semejanza: el mortal temerario le dio su espíritu, le revistió de sus inclinaciones, y le ha prestado sus miserables juicios... Y cuando en esta mezcla de atributos contrarios se ha encontrado inconsecuente con sus mismos principios, afectando una humildad hipócrita, graduó de impotente su razón natural, y dio el título de misterios de Dios a los absurdos de su entendimiento.

Dijo también que Dios era inmutable, y le dirigió votos para hacerle mudar. Le llamó incomprensible, y sin cesar trató de interpretarle. Levantáronse sobre la tierra esos impostores que osaron suponerse confidentes de Dios, y que erigiéndose en doctores de los pueblos, abrieron el camino de la impostura y de la iniquidad: ellos han atribuido cierto mérito a unas prácticas indiferentes o ridículas; han erigido en virtud el acto de tomar tales y cuales posturas, el de proferir tales palabras, y el de articular algunos nombres; han transformado en delito el comer de ciertas carnes y el beber ciertos licores, en tales días más bien que en otros. Un judío moriría primero que trabajar el sábado; un persa querría más pronto perecer que soplar el fuego con su aliento; un indio coloca la perfección suprema en frotarse con excremento de vaca, y en pronunciar misteriosamente Aüm; un musulmán cree haberlo remediado todo lavándose la cabeza y los brazos, y disputa con el sable en la mano si debe comenzarse por el codo o bien por la punta de los dedos; un cristiano se juzgaría condenado, si comiese carne en lugar de pescado. ¡Oh doctrinas sublimes y verdaderamente celestiales! ¡Oh perfecta moral de tantas religiones, digna del martirio y del apostolado! Yo pasaré los mares para enseñar estas leyes admirables a los pueblos salvajes y a las naciones más remotas. Yo les diré: Hijos de la naturaleza, ¿hasta cuando desconoceréis los verdaderos principios de la moral y de la religión? Venid a buscar las lecciones entre los pueblos piadosos y sabios de los países civilizados; ellos os enseñarán que para agradar a Dios es menester, en cierto mes del año, morir de sed y de hambre todo el día; que puede derramarse la sangre de su prójimo y purificarse de este crimen haciendo una profesión de fe y una ablución ritual; que pueden arrebatársele sus bienes, ser absuelto y de ello, repartiéndolo con ciertos hombres que se dedican a devorarlo.

¿Poder soberano y oculto del universo! ¡Motor misterioso de la naturaleza! ¡Alma universal de los seres! Tú, a quien, con tener tantos títulos, no conocen los mortales, pero te reverencian; ser incomprensible e infinito; Dios que en la inmensidad de los cielos diriges el orden de los mundos, y pueblas los abismos del espacio de millones de radiantes soles, di, Señor, ¿qué es lo que te parecen esos insectos humanos que mi vista divisa apenas ya sobre el globo de la tierra? Cuando te ocupas en guiar los astros en sus inmensas órbitas, ¿qué son para ti esos gusanillos que se agitan sobre el polvo? ¿Qué le importa a tu grandeza sus distinciones de sectas y partidos? ¿Ni que las sutilezas de que se alimenta su desvarío?

Y vosotros, hombres crédulos, manifestadme la eficacia que tienen vuestras prácticas. Después de tantos siglos que las seguís o las adulteráis, ¿qué es lo que han cambiado con ellas las leyes constantes de la naturaleza? ¿El Sol ha brillado más? ¿Es otro el curso de las estaciones? ¿La tierra es más fecunda? ¿Los pueblos son acaso más afortunados? Si Dios es bueno, ¿cómo pueden agradarle vuestras penitencias? Si es infinito, ¿qué agregan vuestros homenajes a su gloria? Si sus decretos lo han previsto todo ¿los cambian por ventura vuestras plegarias? ¡Responded, responded, hombres inconsecuentes! Vosotros, vencedores, que pensáis servir a Dios ¿tiene necesidad de vuestro auxilio? Si quiere castigar, ¿no tiene a su disposición los temblores de tierra, los volcanes y el rayo? ¿Y el Dios clemente no sabe corregir sino exterminando?

Vosotros, musulmanes, si Dios os castiga porque violáis esos cinco preceptos, ¿cómo es que favorece a los francos que se burlan de ellos? Si por medio del Koram gobierna la Tierra, ¿por qué ley juzgó a las naciones anteriores al Profeta, a tantos pueblos que bebían vino, que comían tocino, que no iban a la Meca, y a los cuales fue no obstante permitido elevar imperios poderosos? ¿Cómo juzgó a los sabeos de Nínive y de Babilonia, al Persa adorador del fuego; el griego y al romano idólatras; a los antiguos reinos del Nilo, y a vuestros propios abuelos los árabes y los tártaros? Como juzga todavía tantas naciones que desconocen o ignoran vuestro culto, como son las castas numerosas de los indios, el vasto imperio de la China, las negras tribus del África, los insulares del Océano y los pueblos de América?

Hombres presuntuosos e ignorantes, que os abrogáis a vosotros solos la tierra; si Dios reuniese todas las generaciones pasadas y presentes, ¿qué serían en este océano inmenso esas sectas que se suponen universales de cristianos y musulmanes? ¿Cuáles serían los juicios de su igual y común justicia sobre la universidad real de los hombres? En ella es donde vuestro espíritu se extravía en sistemas incoherentes, y en ella es donde la verdad brilla con evidencia: en ella es donde se manifiestan las leyes poderosas y sencillas de la naturaleza y de la razón; leyes de un motor común y general, de un Dios imparcial y justo que, para hacer que llueva en un país, no pregunta cual es su profeta; hace brillar igualmente sus soles sobre todas las castas de los hombres, sobre el blanco como sobre el negro, sobre el judío como sobre el musulmán, sobre el cristiano como sobre el idólatra; que hace prosperar las mieses donde las cultivan manos cuidadosas; que multiplica toda nación en la cual reina el orden y la industria; que hace prosperar todo imperio donde se practica la justicia, donde el hombre poderoso está ligado por las leyes, donde el pobre se ve protegido por ellas, donde el débil vive tranquilo, y donde cada cual, en fin, goza de los derechos que ha recibido de la naturaleza y de un contrato fundado en la equidad.

He aquí los principios por que son juzgados los pueblos; he aquí la verdadera religión que rige la suerte de los imperios, y gobierna vuestro destino, ¡oh musulmanes! Preguntad a vuestros antepasados, preguntadles porqué medios levantaron su fortuna, siendo entonces idólatras, poco numerosos y pobres, y vinieron desde los desiertos de la Tartaria a campar en estas ricas regiones? Preguntadles si por el islamismo, desconocido hasta entonces, vencieron a los griegos y a los árabes, o si fue por el valor, la prudencia, la moderación y el espíritu de conformidad y de unión, verdaderas potencias del estado social. Entonces el mismo sultán hacía justicia y vigilaba por la disciplina; entonces se castigaba a los jueces prevaricadores y al gobernador concusionario: la multitud vivía en la comodidad; el cultivador estaba libre de las rapiñas del jenízaro, y los campos prosperaban; los caminos estaban seguros, y el comercio esparcía la abundancia. Vosotros erais bandidos coligados, pero entre vosotros erais justos; subyugabais los pueblos, mas no los oprimíais. Vejados por su príncipe, preferían ser vuestros tributarios. ¿Qué me importa, decía el cristiano, que mi señor adore o destruya las imágenes, siempre que me haga justicia? Dios juzgará su doctrina en los cielos.

Vosotros erais sobrios y fuertes, y vuestros enemigos, cobardes y débiles; y vosotros erais diestros en las artes de la guerra; y vuestros enemigos habían olvidado sus principios, y vuestros jefes eran experimentados, vuestros soldados aguerridos y obedientes, el botín excitaba el ardor, el valor era recompensado, la cobardía y la disciplina castigadas; todos los resortes del corazón humano se hallaban en ejercicio: así es como vencisteis a más de cien naciones, y de una multitud de reinos conquistados fundasteis un imperio inmenso.

Pero estas costumbres se extinguieron después y en los reveses que las acompañaron, fueron también las leyes de la naturaleza las que influyeron. Después de haber devorado a vuestros enemigos, vuestra codicia, siempre agitada, se volvió contra vosotros, y concentrada en vuestro seno, os ha devorado a vosotros mismos. Una vez enriquecidos, os dividisteis para la repartición de lo que teníais que gozar, y se introdujo el desorden en todas las clases de vuestra sociedad. El sultán, embriagado en su propia grandeza, desconoció el objeto de sus funciones, y todos los vicios del poder arbitrario se desplegaron en su rededor. No encontrando jamás obstáculos a sus placeres, se convirtió en un ser depravado; y como hombre débil y orgulloso, alejó de sí al pueblo, cuya voz no pudo ya guiarle ni instruirle. Ignorante, y sin embargo adulado, desatendió toda instrucción, todo estudio, y vino a caer en la más estúpida incapacidad; completamente inepto para los negocios, cargó el peso de ellos sobre mercenarios, y estos le engañaron. Para satisfacer sus propias pasiones, estimuló y extendió las ajenas; aumentó sus necesidades, y su enorme lujo lo devoró todo: no tuvo bastante con la mesa frugal, con los vestidos modestos y las habitaciones reducidas de sus antepasados; para saciar su fasto, fue necesario agotar los mares, la tierra, hacer venir del polo pieles exquisitas, y del ecuador los tejidos más ricos; devoró en una sola comida los impuestos de una grande ciudad y en la manutención de un día las rentas de toda una provincia. Se rodeó de un enjambre de eunucos, mujeres y satélites. Habiéndole dicho que era prenda de reyes la liberalidad, la magnificencia y los tesoros del pueblo, fueron entregados a los aduladores: a imitación del dueño, los esclavos han querido tener casas suntuosas, muebles primorosos, tapices ricamente bordados, vasos de oro y de plata para los más viles usos, y todas las riquezas del imperio se las ha tragado el serrallo.

Los esclavos y las mujeres vendieron su crédito para satisfacer este lujo desenfrenado, y la venalidad introdujo una depravación general; pues vendieron el favor soberano al visir, y éste vendió el imperio: ellos vendieron la ley al cadí, y éste vendió la justicia: ellos vendieron el templo al imán, y éste vendió los cielos; y lográndolo todo por el oro, se hizo todo lo posible para obtenerlo: por el oro, el amigo fue traidor a su amigo, el hijo a su padre, el criado a su amo, la mujer a su honor, el mercader a su conciencia; y desaparecieron del Estado la buena fe, las costumbres, la concordia y la fuerza.

Y el bajá, que compró el gobierno de una provincia, procuró sacar todo el partido posible por medio de exacciones exorbitantes y de concusiones de todo género. Vendió también la cobranza de los impuestos, el mando de las tropas, la administración de los pueblos; y como todos los empleos fueron transitorios, la rapiña, difundida entre todas las clases, fue también muy eficaz y precipitada en sus operaciones. El arancel abrumó al mercader, y el comercio se perdió: el aga robó al cultivador, y el cultivo se disminuyó. El labrador no pudo sembrar por falta de fondos, ni pagar los impuesto, y amenazado del palo tuvo que empeñarse; el numerario se escondió por la falta de seguridad; el interés fue enorme, y la usura del rico agravó la miseria del artesano.

Los accidentes de las estaciones y las grandes sequías hicieron perder las cosechas; pero no por esto hizo el gobierno gracia alguna en la cantidad ni el tiempo de pagar los impuestos, y agobiando esta calamidad a los vecinos de un pueblo, una parte de ellos emigró; y debiendo repartirse las contribuciones entre los pocos que quedaban, se consumó su ruina y la despoblación del país.

También sucedió que, oprimidos muchos pueblos hasta el extremo por la tiranía y los ultrajes, se sublevaron, y el bajá no lo sintió, pues así pudo hacerles la guerra, allanar sus casas, robar sus muebles, llevarse sus ganados; y cuando el país quedó desierto, dijo: ¡Qué me importa, si me voy mañana!...

Las tierras entonces quedaron sin brazos que las cuidasen, y las lluvias o los torrentes desbordados formaron pantanos, cuyas exhalaciones pútridas, bajo un clima ardiente, causaron epidemias, pestes y todo género de enfermedades; de lo cual se siguió todavía mayor despoblación, miseria y ruina.

¡Oh, quién sería capaz de referir todos los males de este régimen tiránico!..

Unas veces los bajaes se hacen la guerra, y las provincias de un mismo Estado se ven devastadas por sus querellas personales. Otras, por temer a sus tiranos, se inclinan a la independencia, y atraen sobre el pueblo los castigos de su rebelión. Otras llaman y asalarian extranjeros por recelo de sus súbditos, y para ganarlos les permiten todo género de vejaciones. Aquí promueven una causa un hombre rico, y le despojan de sus bienes bajo un pretexto mentido; allí se valen de testigos falsos, o imponen una contribución por un delito imaginario: en todas partes excitan el odio de las sectas, provocan sus delaciones para vejar despóticamente, robando y maltratando a las personas; y cuando su imprudente avaricia tiene acumuladas en un punto todas las riquezas de un país, usando el gobierno de una perfidia execrable, y fingiendo desagraviar al pueblo oprimido, se apodera de sus despojos con los del delincuente; es decir que derrama inútilmente la sangre por un crimen de que es cómplice.

¡Oh perversos, monarcas o ministros, que así sacrificáis la vida y los bienes de los pueblos! ¿Sois vosotros, acaso, los que disteis la vida al hombre para quitársela de ese modo? ¿Sois vosotros quien hace nacer los productos de la tierra, para disiparlos así? ¿Labráis vosotros los campos? ¿Sufrís el ardor del sol y el ansia de la sed, al segar las mieses y trillarlas? ¿Trasnocháis a campo raso como el pobre pastor? ¿Atravesáis los desiertos como el activo mercader? ¡Ah! cuando he visto la crueldad y el orgullo de los poderosos, transportado de indignación, he dicho con vehemencia: ¡Y qué, no se levantarán sobre la tierra hombres que venguen a los pueblos y castiguen a los tiranos! ¡Un pequeño número de bandidos devora a la multitud, y ésta se deja devorar! ¡Oh pueblos envilecidos, desconocéis vuestros derechos! Toda autoridad procede de vosotros, todo poder es vuestro. En vano los reyes os mandan en nombre de Dios y en nombre de su lanza: soldados, no os mováis pues si Dios sostiene los sultanes, vuestro socorro debe ser inútil; pues que su espada les basta, ¿para qué necesitan de la vuestra?: veamos de este modo lo que pueden por sí propios... En efecto, los soldados bajaron sus armas, y luego se vieron los dueños del mundo tan débiles como los últimos de sus súbditos. Pueblos, sabed, pues, que aquellos que os gobiernan son vuestros jefes y no vuestros señores, vuestros administradores y no vuestros propietarios; que no tienen autoridad sobre vosotros, sino por vosotros y en vuestro beneficio; que vuestras riquezas no son sino vuestras, y ellos son los responsables; que, reyes y vasallos a todos ha hecho Dios iguales, y que ninguno de los mortales tiene derecho de oprimir a sus semejantes.

Pero ya que esta nación y sus jefes han desconocido tan santas verdades... ellos sufrirán las consecuencias de su ceguedad... La sentencia está dada, y se acerca el día en que, roto el coloso de su poder, se desplomará bajo su propia mole. Si, yo lo juro por las ruinas de todos los imperios destruidos; el de la media luna sufrirá la misma suerte de los Estados a quienes imita. Un pueblo extranjero echará a los sultanes de su metrópoli; el trono de Orkan será destruido, y el último vástago de su razón privada de la facultad de dominar. Entonces, privada de su jefe, la horda de los ogucianos se dispersará como la de los nogáis; y en esta disolución, libres del yugo que los oprimía, los pueblos del imperio recuperarán sus antiguas distinciones, y sucederá una anarquía general como en el imperio de los sofis, basta que aparezcan entre los árabes, los armenios o los griegos algunos legisladores que recompongan de nuevo sus Estados... ¡Oh, si hubiera en la tierra varones profundos y atrevidos, qué elementos de grandeza y de gloria no podrían encontrar!... Pero ya suena la hora del destino: el grito de la guerra hiere mis oídos, y la catástrofe va a comenzar. En vano opone el sultán sus armas, pues son batidos y dispersados sus ignorantes soldados; en vano llama a sus vasallos, pues tienen sus corazones helados, y responden: Así está escrito, ¿y qué importa que sea otro nuestro dueño, si no podemos perder en mudarle? En vano invocan al cielo y al profeta los verdaderos creyentes, pues el profeta murió, y el cielo desapiadado les responde: Cesad de invocarnos; vosotros os habéis causado vuestros males; curáoslos vosotros mismos. La naturaleza ha establecido leyes, y a vosotros toca practicarlas: observad, raciocinad, aprovechaos de la experiencia. Lo que pierde al hombre es su ignorancia, y la sabiduría la que lo salva. Si los pueblos son ignorantes, que se instruyan; si sus jefes son perversos, que se mejoren y corrijan, porque tal es el decreto de la naturaleza; y como los males de las sociedades provienen de la codicia y la ignorancia, los hombres no cesarán de verse atormentados, sino cuando sean ilustrados y prudentes y que practiquen la justicia, fundada en el conocimiento de sus relaciones y en las leyes de su propia organización.



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