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Capítulo XII

¿Se mejorará la especie humana?


Al terminarse estas palabras, me sentí oprimido del dolor que me causó su severidad, y exclamé, anegado en llanto: «¡Desgraciadas las naciones! ¡Desgraciado de mí mismo! ¡Ay! Ahora es cuando desespero de la felicidad del hombre. Pues que sus males proceden de su corazón, pues que él sólo es el único que puede remediarlos, ¡desgraciada para siempre su existencia. ¿Quién podrá, en cfecto, poner un freno a la codicia del fuerte y del poderoso? ¿Quién podrá ilustrar la ignorancia del débil? ¿Quién instruirá a la multitud de sus derechos, y obligará a los jefes a llenar sus deberes? He aquí porqué la generación del hombre está condenada para siempre a padecer. He aquí porqué el individuo no dejará de oprimir al individuo, una nación de atacar a otra, y que nunca renacerán para estas regiones los días de gloria y prosperidad. ¡Ay de mí! Vendrán conquistadores, arrojarán a los opresores y se establecerán en su lugar; pero sucediéndoles en el poder, sucederán también a su rapacidad, la tierra cambiará de tiranos sin haber cambiado de tiranía.»

Entonces, volviéndome hacia el genio, le dije: -¡Oh genio! La desgracia se ha apoderado de mi alma: el conocimiento de la naturaleza del hombre, la perversidad de los que gobiernan, y el envilecimiento de los gobernados me hacen enojosa la vida; y cuando no hay en que escoger, sino ser víctima o cómplice de la opresión, ¿qué queda que hacer al hombre virtuoso sino reunir sus cenizas con las de las tumbas?

El genio calló por algún tiempo mirándome con una severidad mezclada de compasión, y al cabo dijo: -¡Luego en morir consiste la virtud! ¡El hombre perverso ha de ser infatigable en consumar el crimen y el justo ha de arredrarse al primer obstáculo para hacer el bien!... Sí; tal es el corazón humano: un buen suceso le llena de confianza, un revés le abate y le consterna: entregado enteramente a las sensaciones del momento, no juzga de las cosas por su naturaleza, sino por la vehemencia de su pasión. Hombre que desesperas del género humano, ¿sobre qué cálculo profundo de hechos y de raciocinios has fundado tus decisiones? ¿Has investigado la organización del ser sensible, para determinar con exactitud si los móviles que le conducen a la felicidad son esencialmente más débiles que los que le alejan de ella, o bien te has asegurado de que es imposible que progrese, cuando has visto la historia de la especie humana, y juzgado de lo futuro por el ejemplo de lo pasado? ¡Responde! ¿No han dado las sociedades desde el origen algún paso hacia su instrucción y mejoramiento? ¿Se hallan todavía los hombres en los bosques, faltos de todo, ignorantes, feroces y estúpidos? ¿Se encuentran las naciones en aquellos tiempos en que no se veían sobre el globo más que bandidos brutales y brutos esclavos? Si en algún tiempo y en algunos parajes se han mejorado los individuos, ¿por qué la totalidad no podría mejorarse? Si se han perfeccionado algunas sociedades particulares, ¿por qué no se perfeccionará la sociedad en general? Y si se han vencido los primeros obstáculos, ¿por qué los demás serán insuperables?

¿Tendrías acaso la idea de que la especie se va deteriorando? Guárdate de la ilusión y de las paradojas del misántropo; el hombre, descontento siempre de lo presente, atribuye a lo pasado una perfección falsa, que no es más que la máscara de su tristeza. Elogia los muertos en odio de los vivos, y golpea a los hijos con los huesos de sus padres.

Para demostrar una supuesta perfección retrógrada, sería preciso desmentir el testimonio de los hechos y de la razón; y si son equívocos los datos anteriores, sería forzoso desmentir el hecho subsistente de la organización del hombre; sería forzoso probar que nace con el uso expedito de todos sus sentidos; que sabe distinguir el veneno mortífero del alimento sano, sin el auxilio de la experiencia; que el niño es más cuerdo que el viejo, el ciego más seguro en sus pasos que el que tiene vista de lince; que el hombre civilizado es más infeliz que el antropófago; en una palabra, que no existe escala alguna progresiva de experiencia y de instrucción.

Joven inexperto, cree, cree la voz de los sepulcros y el testimonio de los monumentos: es muy cierto que algunos países han decaído de lo que fueron en otros tiempos; pero, si el espíritu sondease lo que constituyó entonces la sabiduría y la felicidad de sus habitantes, hallaría que hubo en su gloria mucho esplendor y poca solidez; vería que aun en los Estados antiguos más ponderados, existieron abusos crueles y vicios enormísimos, de donde provino su fragilidad; que en general las constituciones de los gobiernos eran atroces; que reinaban entre los pueblos unos principios abominables de rapacidad, unas guerras bárbaras, unos odios implacables; que se ignoraba el derecho natural; que la moralidad se hallaba pervertida por un fanatismo insensato, por unas supersticiones miserables; que cualquier sueño, visión u oráculo causaba a cada instante funestísimas y vastas conmociones; y que, aun cuando no se hayan curado completamente los pueblos de tantos males, ha disminuido, sin embargo, infinito su intensidad, y la experiencia de lo pasado no se ha perdido totalmente para lo futuro. Sobre todo, las luces se han extendido y propagado de tres siglos a esta parte; la civilización ha hecho progresos muy notables, favorecida de oportunas circunstancias; los inconvenientes mismos y los abusos le han sido ventajosos, porque, si las conquistas han dilatado demasiado los Estados, los pueblos reunidos bajo un mismo yugo han perdido aquel espíritu de aislamiento y división que los hacía a todos enemigos; si los poderes se han reconcentrado, han admitido en su administración más unidad y mayor armonía; si las guerras se han hecho más universales, sus efectos han sido menos destructores; si los pueblos han minorado su encarnizamiento y su energía, las luchas han sido menos sanguinarias y obstinadas: verdad es que no han sido tan libres; pero también han sido menos turbulentos, más dóciles y más pacíficos. Hasta el despotismo les ha favorecido algunas veces, porque, si los gobiernos han sido más absolutos, han sido al propio tiempo menos inquietos y menos borrascosos; si los tronos se han convertido en propiedades, este mismo título de herencia ha escitado menos disensiones, y los pueblos han sufrido menos sacudimientos; si, en fin, los déspotas, celosos y solapados, han prohibido tomar conocimiento de su administración y huido de rivalidad en el manejo de los negocios, separadas así las pasiones de la carrera política, se han dedicado a las artes, a las ciencias naturales, y la esfera de las ideas de todo género se ha engrandecido: entregado el hombre a los estudios abstractos, ha conocido mejor el destino que le señalaba la naturaleza y sus relaciones en la sociedad; se han discutido mejor los principios; se han conocido más bien sus fines; se han esparcido más las luces; se han instruido mejor los individuos, han sido las costumbres más sociales, y la vida más dulce: la especie humana en general ha ganado infinito en ciertos parajes, y no puede menos de hacer progresos notables este mejoramiento, porque han desaparecido aquellos dos obstáculos principales que lo habían hecho tan lento o retrógrado, cuales son la dificultad de transmitir y comunicar rápidamente sus ideas.

Efectivamente, entre los antiguos pueblos, cada cantón, cada ciudad estaba aislada de todas las demás por la diferencia de su idioma, y de aquí resultaba un caos favorable para la ignorancia y la anarquía. No había comunicación de ideas, ni de inventos, ni armonía de intereses, de voluntades, ni unidad de acción y de conducta: además de esto, todos los medios de esparcir y transmitir las ideas se reducían a la palabra fugitiva y limitada y a unos escritos de larga ejecución, tan dispendiosos como raros; seguíase de aquí el impedimento de toda instrucción para lo presente, la pérdida de la experiencia de una en otra generación, la instabilidad y retrogradación de las luces y la perpetuidad del caos y de la infancia social.

Al contrario en el Estado moderno, y sobre todo en el de Europa, pues, habiendo contraído una especie de alianza naciones muy considerables por la identidad de idioma, se han establecido comunidades de opinión muy grandes, se han ido los espíritus, y los corazones se han dilatado: por consecuencia ha podido haber concordancia de ideas y unidad de acción. Posteriormente, un arte divino, un don sagrado del ingenio, LA IMPRENTA, ha facilitado los medios de esparcir y comunicar al mismo tiempo una idea a millones de hombres, y fijarla de un modo estable, sin que el despotismo de los tiranos pueda contenerla ni destruirla: así se ha formado una masa progresiva de instrucción, una atmósfera creciente de luces, que aseguran sólidamente para lo sucesivo su mejoramiento. Y este mejoramiento es un efecto necesario también de las leyes de la naturaleza, a causa de que, por la ley de la sensibilidad, el hombre tiende tan invenciblemente a ser dichoso como el fuego a subir, la piedra a gravitar, y el agua a nivelarse. El obstáculo único es su ignorancia, que le extravía en los medios, y le engaña en los efectos y las causas. A fuerza de experiencia, se instruirá; a fuerza de errores, se corregirá; y será prudente y bueno, porque tiene interés en serlo: comunicándose en una nación las ideas de unas clases a otras, la instrucción será general, y vulgar la ciencia; y todos los hombres conocerán cuales son los principios de la felicidad pública, sus relaciones, sus derechos y sus deberes en el orden social; aprenderán a librarse de las ilusiones de la ambición; conocerán que la moral es una ciencia física, compuesta a la verdad de elementos complicados en su acción, pero sencillos e invariables en su naturaleza, porque son los elementos mismos de la organización del hombre. Comprenderán también que deben ser moderados y justos, porque en esto se halla la ventaja y la seguridad de cada uno; pues querer gozar a expensas de otro es un falso cálculo de la ignorancia, porque de él resultan las represalias, los odios, las venganzas; y la falta de probidad es el efecto constante de la ignorancia.

Los individuos conocerán que su propia dicha está ligada con la de la sociedad.

Los débiles, que, lejos separar sus intereses, deben unirlos, porque la igualdad es lo que constituye su fuerza.

Los ricos, que la naturaleza de los placeres está limitada por la constitución de los órganos, y que el fastidio sigue inmediatamente a la saciedad.

El pobre, que sólo en el empleo del tiempo y en la paz del corazón consiste el más alto grado de la felicidad del hombre.

Y alcanzando la opinión pública hasta a los reyes sobre sus tronos, les obligará a contenerse en los límites de una autoridad regular.

El acaso mismo favorecerá también a los pueblos, dándoles en unas ocasiones jefes incapazes, que, por debilidad, les dejarán ser libres, y en otras, jefes ilustrados, que, por virtud, les darán la libertad.

Y cuando existan sobre la tierra grandes individuos o cuerpos de naciones ilustradas y libres, sucederá a la especie lo que sucede a sus elementos: la comunicación de las luces de una parte se extenderá de uno en otro hasta ganar el todo. Por la ley de la imitación, el ejemplo de un pueblo se seguirá por los otros, y adoptarán su espíritu y sus leyes. Los déspotas mismos, viendo que no pueden mantener más su poder sin la justicia y la beneficencia, suavizarán su conducta por necesidad y por emulación, y se civilizarán todos los hombres.

Entonces se establecerá entre los pueblos un equilibrio de fuerzas, que conteniéndolos a todos en el respeto de sus derechos recíprocos, hará cesar los bárbaros usos de la guerra, y someterá a medios o pactos civiles el juicio de sus desavenencias; y la especie entera se convertirá en una grande sociedad, o una misma familia, gobernada por un mismo espíritu y por leyes comunes, y gozará de toda la felicidad de que es capaz la sociedad humana. Esta gran trasformación será larga sin duda, porque es preciso que un mismo movimiento se propague en un cuerpo inmenso; que una misma levadura asimile una masa enorme de partes heterogéneas; pero en fin, se verificará y ya se anuncian los presagios de esta dichosa suerte futura. Ya se ve que, recorriendo en su marcha la grande sociedad los mismos trámites que las sociedades particulares, anuncia tender a los mismos resultados. Disuelta al principio en todas sus partes, vio sus miembros por mucho tiempo sin coherencia alguna, y el aislamiento general de los pueblos formó su edad primera de infancia y de anarquía: dividida después por la casualidad en secciones irregulares de Estados y reinos, experimentó los efectos funestos de la extremada desigualdad de las riquezas y de las jerarquías; y la aristocracia de los grandes imperios formó su segunda edad: posteriormente estos grandes privilegiados se disputaron el predominio, y de aquí se siguió el período de la lucha de las facciones. Pero al presente, cansados los partidos de sus discordias, y conociendo la necesidad de las leyes, suspiran por la época del orden y la paz. Que se manifieste ese jefe virtuoso, que aparezca ese pueblo fuerte y justo, y la tierra lo elevará al poder supremo: ese pueblo legislador es deseado, es llamado; mi corazón lo anuncia»... Y volviendo la cabeza al lado del Occidente. -Sí, continuó, ya llega a mis oídos un ruido sordo; un grito de libertad, pronunciado en climas lejanos, ha resonado en el mundo antiguo. A este grito se levanta un secreto murmullo en un gran pueblo, contra toda opresión; una inquietud saludable le arma acerca de su estado presente; se interroga sobre lo que es, sobre lo que debería ser, y sorprendido de su debilidad, inquiere solícito sus derechos, y sus medios, y examina la conducta de sus gobernantes... Esperemos un día, un momento de reflexión..., y se verá nacer un movimiento inmenso, y aparecer un siglo nuevo; siglo de asombro para las almas comunes, de sorpresa y de espanto para los tiranos, de libertad para un gran pueblo, y de esperanza para toda la tierra.




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Capítulo XIII

Principal obstáculo para la perfección


Calló el genio; pero, inquieto mi espíritu con reflexiones muy tristes, pugnaba contra sus persuasiones, y temiendo ofenderle con la resistencia, guardé silencio. Después de algún tiempo, volviéndose hacia mí, y clavando en mí la vista con mirada penetrante,

-Tú callas, dijo, ¡y tu corazón está agitado de sentimientos que no se atreve a manifestar!

Turbado y perplejo, le respondí:

-¡Oh genio sagacísimo! Te ruego que perdones mi debilidad: sin duda tu lengua no puede preferir sino la verdad pura; mas tu celestial inteligencia comprende claramente y en toda su fuerza todo lo que mis groseros sentidos no ven sino con oscuridad. Lo confieso: la convicción no ha penetrado en mi alma, y he temido que mis dudas podrían ofenderte.

-¡Y qué tiene la duda, respondió, que pueda hacerla criminal! ¿Es dueño el hombre de sentir de otro modo de como está afectado?... Si una verdad es palpable y de una práctica importante, compadezcamos al que la desconoce, pues su castigo provendrá de su obcecación; pero, si es incierta o equívoca, ¿cómo podrá hallarse el carácter que no tiene? Creer sin evidencia, sin demostración, es un acto de ignorancia y de tontería: el crédulo se pierde en un laberinto de inconsecuencias; el sensato examina, discute, a fin de estar de acuerdo en sus opiniones; y el hombre de buena fe sufre la contradicción, porque ella sola es la que hace descubrir la evidencia: violentar es propio de la mentira, es obligar a creer, es acto e indicio de tiranía.

Animado yo con estas palabras, dije al genio:

-Pues que mi razón es libre, puedo declararte que me esfuerzo en vano para confiar en la lisonjera esperanza con que pretendes consolarme: el alma sensible y virtuosa cede fácilmente a las ilusiones de la felicidad; pero luego la desencanta una realidad cruel, haciéndola sentir el dolor y la miseria. Cuanto más medito sobre la naturaleza del hombre y mejor examino el estado actual de las sociedades, menos creo posible un mundo sensato y feliz. Recorro con mi vista toda la superficie de nuestro hemisferio, y en ninguna parte veo el germen, ni descubro el móvil de una revolución venturosa. El Asia entera está sumergida en las más profundas tinieblas. El chino, regido por el despotismo del palo y por la suerte de los dados, encadenado por el vicio radical de su idioma y más aún de una escritura mal construida, no me ofrece en el aborto de su civilización sino un pueblo autómata. El indio, abrumado de preocupaciones, sujeto con los lazos sagrados de sus castas, vejeta en una apatía incurable. El tártaro errante o fijo, siempre estúpido y feroz, vive en la misma barbarie que vivían sus abuelos. El árabe, dotado de un genio felicísimo, pierde su fuerza y el fruto de sus virtudes naturales en la anarquía de sus tribus y entre los celos de sus familias. El africano, degradado hasta de la condición de hombre, parece estar entregado para siempre a la humillante esclavitud. En el norte, no veo más que siervos envilecidos, y rebaños de hombres, de los cuales se burlan los grandes propietarios. En todas partes la ignorancia, la tiranía y la miseria han embrutecido a las naciones; y los hábitos viciosos que depravan los sentidos naturales, han destruido hasta el instinto de la verdad y de la dicha: bien que en ciertos parajes de Europa ha empezado la razón a tomar algún vuelo. Pero en ella misma ¿son acaso comunes a las naciones que la componen los conocimientos de los particulares? ¿Las luces de los gobiernos han producido algunas ventajas a los pueblos? Y estos mismos pueblos que se suponen civilizados; ¿no son los que de tres siglos a esta parte llenan la Tierra con sus injusticias? ¿No son ellos los que bajo pretexto del comercio, han devastado la India, despoblado un nuevo continente y sometido el África a la más bárbara de las esclavitudes? ¿Podrá nacer la libertad del seno de la tiranía? ¿Y podrán administrar la justicia manos codiciosas e impuras? ¡Oh genio! Yo he visto los países civilizados, y la ilusión de su sabiduría se me ha desvanecido al observarlos: he visto las riquezas acumuladas en pocas manos, y la multitud pobre y desnuda; he visto todos los derechos, todos los poderes concentrados en algunas clases, y la masa de los pueblos pasiva y precaria; he visto propiedades de príncipes, y no cuerpos de nación; intereses del gobierno y no del bien público; en fin he visto que toda la ciencia de los que mandan se reducía a oprimir con tino, y me ha parecido irremediable esclavitud la refinada de los pueblos civilizados. Sobre todo un obstáculo ha fijado profundamente mi atención. Dirigiendo mis miradas sobre el globo, lo he visto dividido en veinte sistemas diferentes de culto; cada nación ha recibido o se ha formado una opinión religiosa contraria; y atribuyéndose exclusivamente la profesión de la verdad, quiere creer a las demás en el error. Ahora bien, siendo un hecho confirmado por su misma discordancia, que el mayor número de los hombres se engaña, aunque de buena fe, se sigue de aquí que nuestro espíritu cree la mentira como la verdad; y entonces ¿qué medios quedan para descubrirla? ¿Cómo podrá desvanecerse e1 error, una vez apoderado del espíritu? ¿Cómo será posible, sobre todo, quitarse la venda de los ojos, cuando el primer artículo de cada creencia, el primer dogma de todas las religiones; es la proscripción absoluta de la duda, la prohibición de examen y la supresión de su propio raciocinio? ¿Qué hará en este caso la verdad para darse a conocer? Si se presenta con las pruebas del raciocinio, el hombre pusilánime recusa el testimonio de su conciencia; si invoca la autoridad de las potencias celestiales, el hombre preocupado le opone una autoridad del mismo género, y gradúa de blasfemia toda invocación. Así es como los hombres, contentos al parecer con su ceguedad, y cargándose voluntariamente de cadenas, se han entregado para siempre e indefensos al arbitrio de la ignorancia y de sus pasiones. Para libertarse de un cúmulo de trabas tan fatales, sería menester un concurso también inaudito de felices circunstancias. Sería preciso que, curada una nación entera del delirio de la superstición, fuese inaccesible a los impulsos del fanatismo; que, libre del yugo de una falsa doctrina, se impusiese un pueblo a sí propio el de la verdadera moral y la razón; que fuese al mismo tiempo atrevido y prudente, instruido y dócil; que cada individuo conociese sus derechos, y no transgrediese sus límites; que el pobre supiese resistir la seducción, y el rico la avaricia; que se hallasen jefes desinteresados y justos; que los tiranos fuesen obcecados por un espíritu de desvarío y demencia; que conociese el pueblo, al recobrar sus derechos, que no puede ejercerlos sino por medio de órganos que debía elegir; que, como elector de sus magistrados, supiese al mismo tiempo censurarlos y respetarlos; que en la reforma repentina de toda una nación acostumbrada a vivir de abusos, cada individuo dislocado sufriese con paciencia las privaciones y el cambio de sus hábitos; y que esta nación, en fin, fuese bastante instruida para afianzarla, bastante poderosa para defenderla, y bastante generosa para transmitirla a otras. ¿Pero tantas condiciones podrán reunirse alguna vez? Y aun cuando en sus combinaciones infinitas la suerte produjera ésta, ¿tendría yo la dicha de gozarla? ¿O llegará cuando estén ya frías mis cenizas?

Al decir estas palabras, mi oprimido pecho no me permitió hablar más... El genio tampoco me respondió; pero oí que decía en voz baja: «Sostengamos la esperanza de este hombre, porque si el que ama a sus semejantes se desalienta, ¿qué será de las naciones? Y tal vez lo pasado no es sino muy propio para que desmaye el valor. ¡Pues bien! anticipemos los futuros tiempos; descubramos a la virtud el siglo asombroso que está pronto a nacer, a fin de que a la vista del objeto que desea, se reanime con un nuevo ardor, y redoble los esfuerzos que debe hacer para lograrlo.»




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Capítulo XIV

El siglo nuevo


Apenas hubo proferido estas palabras, se oyó del lado de occidente un grande estruendo; y volviendo hacia él la vista, percibí a la extremidad del Mediterráneo, en el dominio de una de las naciones de Europa, un movimiento prodigioso, tal como el que se ve enmedio de una vasta ciudad cuando estalla en su seno una violenta sedición, y el pueblo innumerable se agita y difunde, cual las olas de un mar embravecido, por las calles y las plazas públicas. Heridos al propio tiempo mis oídos por los gritos que llegaban hasta el cielo, distinguí a intervalos las siguientes frases: «¿Qué prodigio nuevo es éste? ¿Qué plaga cruel y desconocida es ésta? Somos una nación numerosa, ¡y parece que no tenemos brazos! Poseemos un suelo fertilísimo, ¡y carecemos de producciones! Somos activos y laboriosos, ¡y vivimos en la indigencia! Pagamos enormes tributos, ¡y nos dicen que no son suficientes! Estamos en paz con las naciones vecinas, ¡y nuestros bienes no están seguros entre nosotros mismos! ¿Cuál es, pues, el enemigo oculto que nos devora?

Y algunas voces partidas del seno de la multitud respondieron:

-Levantad un estandarte distintivo en torno del cual se reúnan todos los que por medio de trabajos útiles mantienen y conservan la sociedad, y entonces conoceréis el enemigo que os devora.

Levantado en efecto el estandarte, se halló esta nación repentinamente dividida en dos cuerpos desiguales, y de aspecto que formaba contraste: el uno, innurnerable y casi total, ofrecía en la pobreza general de los vestidos y en los rostros morenos y descarnados, los indicios de la miseria y del trabajo; el otro, grupo pequeñísimo, fracción imperceptible, presentaba en la riqueza de sus vestidos cargados de oro y plata y en la lozanía de sus rostros los síntomas de la holgazanería y la abundancia.

Y considerando estos hombres con mayor atención, reconocí que el gran cuerpo estaba compuesto de labradores, de artesanos, de mercaderes y de todas las profesiones estudiosas útiles a la sociedad, y que en el pequeñísimo grupo sólo se encontraban curas y ministros del culto de todas jerarquías, empleados del fisco y de otras varias clases, con uniformes, libreas y otros distintivos; en fin, agentes religiosos, civiles o militares del gobierno.

Y hallándose estos dos cuerpos frente a frente y mirándose con admiración, observé que en una parte nacía la cólera y la indignación, y en la otra, una especie de terror; y el gran cuerpo dijo al más pequeño:

-¿Por qué estáis separados de nosotros? ¿No sois una parte de nosotros mismos?

-No, respondió el grupo pequeñísimo: vosotros, sois el pueblo; y nosotros somos una clase distinguida, que tenemos nuestras leyes, nuestros usos y nuestros derechos particulares.

EL PUEBLO

-¿Y de qué trabajo vivís en la sociedad?

LA CLASE PRIVILEGIADA

-Nosotros no hemos nacido para trabajar.

EL PUEBLO

-¿Pues cómo habéis adquirido tantas riquezas?

LA CLASE PRIVILEGIADA

-Tomando el cuidado de gobernaros...

EL PUEBLO

-¡Qué decís!: ¡nosotros nos fatigamos, y vosotros gozáis, ¡nosotros producimos, y vosotros disipáis! Las riquezas provienen de nosotros, y vosotros las devoráis: ¿a esto llamáis gobernar?... Clase privilegiada, cuerpo distinto que no sois el pueblo, formad vuestra nación aparte, y veremos como subsistiréis.

Entonces en el grupo pequeñísimo, deliberando sobre este nuevo incidente, hubo algunos hombres justos y generosos que dijeron:

-Es preciso reunirnos al pueblo, y participar de sus cargas y ocupaciones porque son hombres como nosotros, y nuestras riquezas provienen de ellos.

Pero otros dijeron con orgullo:

-Sería una vergüenza el confundirse con la multitud, porque está hecha para servirnos. ¿No somos nosotros de origen noble y de la raza de los conquistadores de este imperio? Recordémosles a esta multitud nuestros derechos y su origen.

LOS NOBLES

-¡Pueblo! ¿os olvidáis que nuestros antepasados conquistaron este país, y que, si vuestro origen ha obtenido su salvación, fue con condición de servirnos! Ved, pues, nuestro contrato social; ved el gobierno constituido por el uso, y prescripto por el transcurso del tiempo.

EL PUEBLO

-Origen puro de los conquistadores; manifestadnos vuestra genealogía, y entonces veremos si lo que en un individuo es robo y rapiña, viene a ser virtud en una nación.

Y al instante se oyeron voces en diferentes puntos, que llamaban por sus nombres a una multitud de nobles; y citando su origen y sus parientes, nombraban a sus abuelos, bisabuelos y a sus mismos padres, que habían nacido mercaderes, artesanos, y después de haberse enriquecido, sin curarse do los medios, habían comprado a peso de oro su nobleza; de suerte que un pequeño número de familias eran realmente de linaje antiguo.

-¡Mirad, decían, mirad estos hombres de fortuna, que no conocen a sus padres; mirad estos reclutas plebeyos que se creen ilustres veteranos: lo que causó rumor y risa.

Para impedirla, algunos hombres astutos gritaron y dijeron en nombre de

LA AUTORIDAD

-Pueblo dulce y fiel; reconoced la autoridad legítima; el rey lo quiere, y la ley lo ordena.

EL PUEBLO

-Sea así; pero decidnos que significa legítima, sino íntima a la ley, escrita en ella: ahora si los reyes solos hacen la ley, ellos también se hacen legítimos. Amigos de los reyes, decidles que el solo legítimo es el gobierno justo; que el solo justo es el conforme al interés del pueblo, porque el pueblo es el número mayor, que en la balanza pesa más que el pequeño. Oprimir al pueblo y engañarlo es la usurpación.

Y a esto dijeron:

LOS MILITARES

-La multitud no sabe obedecer sino a la fuerza; es menester reprimirla. Soldados, castigad este pueblo rebelde.

EL PUEBLO

-¡Soldados! Vosotros sois nuestra propia sangre: ¿seréis capaces de ofender a vuestros parientes y hermanos? Si el pueblo perece, ¿quién, mantendrá el ejército?

Y, bajando las armas, dijeron:

LOS SOLDADOS

-También nosotros somos pueblo; mostradnos el enemigo.

Al ver esto, manifestaron los privilegiados eclesiásticos, que ya no quedaba sino un recurso, cual era el aprovecharse de la superstición del pueblo, y atemorizarlo con el nombre de Dios y la religión.

LOS SACERDOTES

-¡Amados hermanos! ¡Hijos nuestros! Dios nos ha instituido para gobernaros.

EL PUEBLO

-Mostradnos vuestros poderes celestiales.

LOS SACERDOTES

-Es menester tener fe: la razón extravía.

EL PUEBLO

-¿Gobernáis sin raciocinar?

LOS SACERDOTES

-Dios quiere la paz, y la religión prescribe la obediencia.

EL PUEBLO

-La paz supone la justicia; la obediencia requiere la convicción de las obligaciones.

LOS SACERDOTES

-No estamos en este miserable mundo sino para padecer.

EL PUEBLO

-Pues dadnos el ejemplo.

LOS SACERDOTES

-¿Viviréis sin Dios y sin reyes?

EL PUEBLO

-Queremos vivir sin tiranos.

LOS SACERDOTES

-Necesitáis de mediadores.

EL PUEBLO

-Mediadores cerca de Dios y de los reyes, cortesanos y sacerdotes, gracias: vuestros servicios son muy caros, y nosotros trataremos directamente nuestros negocios.

Entonces dijo el grupo pequeñísimo de

LOS NOBLES

-Todo está perdido; la multitud se halla ilustrada.

Y respondió

EL PUEBLO

-Todo está salvado, porque, hallándonos ilustrados, no abusaremos de nuestra fuerza, ni pretenderemos más que nuestros derechos. Teníamos resentimientos, pero los olvidamos; éramos esclavos, podíamos mandar, y sólo queremos ser libres: la libertad no es sino la justicia.




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Capítulo XV

Un pueblo libre y legislador


Este suceso extraordinario me hizo considerar que todo poder público se hallaba interrumpido, y que, cesando repentinamente el régimen habitual de este pueblo, podía caer en la disolución de la anarquía. Semejante idea me llenó de espanto; pero muy luego reparé que, deliberando sobre su situación, dijo:

-No basta haber sacudido el yugo de los parásitos y de los tiranos; es menester impedir no renazca. Nosotros somos hombres, y la experiencia nos ha enseñado, por desgracia, la tendencia que tenemos a dominar y a poseer a expensas de los demás. Es preciso, pues, precavernos de una inclinación que fomenta la discordia; es preciso establecer reglas positivas de nuestras acciones y de nuestros derechos. Ahora bien, el conocimiento de estos derechos y el juicio de estas acciones, son cosas abstractas y difíciles, que exigen todo el tiempo y todas las facultades de un hombre. Ocupados nosotros en los trabajos particulares, no podemos dedicarnos a semejantes estudios, ni ejercer por nosotros mismos tales funciones. Escojamos, pues, algunos hombres que las desempeñen; deleguémosles nuestros poderes comunes para crearnos un gobierno y leyes; constituyámosles representantes de nuestras voluntades y de nuestros intereses. Y a fin de que sean, en efecto, una representación lo más fiel posible, elijámoslos numerosos e iguales a nosotros, para que la diversidad de nuestras voluntades y de nuestros intereses se encuentre reunida en todos ellos.

Así lo hizo, y habiendo escogido el pueblo en su mismo seno el número de hombres que juzgó oportuno para sus designios, les dijo:

-Hemos vivido hasta ahora en una sociedad formada por el acaso, sin bases fijas, sin convenios libres, sin estipulación de derechos, y ha resultado de este estado precario una multitud de desórdenes y desgracias. Hoy, habiéndolo meditado bien, queremos establecer un contrato formal, y os hemos elegido para consignar los artículos: examinad, pues, maduramente cuales deben ser sus bases y sus condiciones. Investigad con esmero cuales son el fin y los principios de toda asociación; tened presentes los derechos de cada miembro en ella, las facultades que cede y las que debe conservar; señalad las reglas que deben guiarnos y leyes equitativas; estableced, en fin, un nuevo sistema de gobierno, porque conocemos que han sido muy viciosos los principios que nos han regido hasta el día. Nuestros padres han marchado por las sendas de la ignorancia, y la costumbre de seguirlos nos ha descarriado. Todo se ha hecho por la violencia, por fraude o por seducción, y las verdaderas leyes de la moral y de la razón están todavía oscurecidas. Desembrollad ese caos, descubrid sus relaciones, publicad su código, y nosotros nos conformaremos con él.

El pueblo entonces levantó un trono inmenso en forma de pirámide, y haciendo sentar en él a los hombres que había elegido, les habló de esta suerte:

-Os levantamos ahora sobre nosotros, para que podáis descubrir mejor el conjunto de nuestras relaciones, y seáis superiores a toda pasión que pudiera obcecaros. Pero acordaos de que sois nuestros iguales; que el poder que os conferimos es nuestro; que os lo damos en depósito, y no en propiedad o herencia; que habéis de ser los primeros a obedecer las leyes que forméis; que después bajaréis adonde estamos; y que no habréis adquirido otro derecho que el de la estimación y la gratitud. Y pensad que tributo de gloria pagará el universo a la primera asamblea de hombres de razón que haya declarado solemnemente los principios inmutables de la justicia, y consagrado los derechos de las naciones a la faz de los tiranos, cuando ha venerado con tal adulación a tantos apóstoles de la impostura.




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Capítulo XVI

Base universal de todo derecho y de toda ley


Los hombres elegidos por el pueblo para fijar los verdaderos principios de la moral y de la razón, procedieron entonces a realizar el objeto sagrado de su encargo; y después de un largo examen, habiendo descubierto un principio universal y fundamental, se levantó un legislador y dijo al pueblo:

-He aquí la base primitiva, el origen físico de toda justicia y de todo derecho.

«Cualquiera que sea la potencia activa, la causa motriz que rige el universo, habiendo dado a todos los hombres los mismos órganos, las mismas sensaciones y necesidades, ha declarado por este mismo hecho que daba a todos derechos iguales al goce de sus bienes, y que TODOS LOS HOMBRES SON IGUALES EN EL ORDEN DE LA NATURALEZA.»

En segundo lugar, resulta evidentemente que, habiendo dado a cada uno los medios suficientes de proveer a su existencia, les ha constituido a todos independientes unos de otros, los ha creado libres; de modo que ninguno está sometido a otro, y que cada uno es propietario absoluto de su ser.

Así que, la igualdad y la libertad son dos atributos esenciales del hombre, dos leyes de la divinidad, constitutivas e irrevocables como las propiedades físicas de los elementos.

Luego, de que todo individuo sea dueño absoluto de su persona, se sigue que la libertad absoluta de su consentimiento es una condición inseparable de todo contrato y de toda obligación.

Y de que todo individuo es igual a otro, se sigue que la balanza de lo que se da y lo que se recibe debe estar perfectamente en equilibrio; de suerte que la idea de justicia y de equidad comprende esencialmente la de igualdad.

La igualdad y la libertad son, pues, las bases físicas e inalterables de toda reunión de hombres en sociedad, y por consecuencia el principio necesario y generador de toda ley y de todo sistema de gobierno regular.

Por haber faltado a este principio, tanto entre vosotros como entre los demás pueblos, se han introducido los desórdenes que os han hecho sublevaros, y sólo con su observancia es como podréis reformarlos y reconstituir una asociación dichosa.

Pero mirad que hará un gran cambio en vuestros hábitos, en vuestras fortunas y en vuestras preocupaciones. Será preciso disolver contratos viciosos y derechos abusivos; renunciar a distinciones injustas, a falsas propiedades, y entrar en fin por un momento en el estado de la naturaleza. Mirad bien si consentís en tales sacrificios.

Pensad entonces en la codicia inherente al corazón del hombre, creí que este pueblo iba a renunciar a toda idea de mejoramiento; pero al instante se adelantó una multitud de hombres generosos hacia el trono, que abdicaron todas sus distinciones y todas sus riquezas:

-Dictadnos, dijeron, las leyes de la igualdad y de la libertad; nada queremos poseer en adelante sino por el título sagrado de la justicia. IGUALDAD, LIBERTAD, JUSTICIA, he aquí cual será en lo sucesivo nuestro código y nuestra enseña.

Al punto levantó el pueblo una gran bandera con estas tres palabras, a las cuales señaló tres colores; y habiéndola plantado sobre la silla del legislador, tremoló la bandera de la justicia universal por la primera vez sobre la tierra. El pueblo erigió ante ella un nuevo altar, sobre el cual colocó una balanza de oro, una espada y un libro con esta inscripción:

A LA LEY IGUAL, QUE JUZGA Y PROTEGE

Y habiendo rodeado la silla y el altar de un anfiteatro inmenso, se sentó esta nación en él toda entera para oír la publicación de la ley: millones de hombres levantaron entonces los brazos al cielo e hicieron el solemne juramento de vivir igualmente libres y justos; de respetar sus derechos recíprocos y sus propiedades, y de obedecer a la ley y a sus ejecutores legalmente elegidos.

Este espectáculo tan imponente de fuerza y de grandeza, y tan admirable por su generosidad, me conmovió a punto de hacerme derramar lágrimas; y dirigiéndome al genio, exclamé:

-Ahora deseo vivir, pues la esperanza me reanima.




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Capítulo XVII

Espanto y conspiración de los tiranos


Apenas resonó sobre la tierra este clamor solemne de igualdad y libertad, se vio también nacer un movimiento de sorpresa y turbación en el seno de todas las naciones: por una parte empezó la multitud a agitarse, movida de un vehemente deseo, pero indecisa entre el temor y la esperanza, entre el conocimiento de sus derechos y la costumbre de arrastrar sus cadenas; por otra parte, despertados los reyes súbitamente del sueño de la indolencia y del despotismo, temieron ver destruir sus tronos, y en todas partes los tiranos civiles y religiosos que engañan a los reyes y oprimen a los pueblos, se vieron sobrecogidos de furor y espanto, y tramando pérfidos designios, exclamaron:

-¡Desdichados de nosotros, si el grito funesto de la libertad llega a los oídos de la multitud! ¡Desdichados de nosotros, si este pernicioso espíritu de justicia se propaga!...

Y viendo flamear la brillante bandera, añadieron: -¿Concebís la multitud de males que se encierran en esas solas palabras? Si todos los hombres son iguales, ¿dónde están nuestros derechos exclusivos a los honores y al poder? Si todos son o deben ser libres, ¿qué será de nuestros siervos, de nuestros esclavos y de nuestras propiedades? Si todos son iguales en el estado civil, ¿dónde están nuestras prerrogativas de nacimiento y herencia? ¿Y qué vendrá a ser la nobleza? Si son todos iguales delante de Dios, ¿dónde está la necesidad de mediadores? y en tal caso, ¿qué será del sacerdocio? ¡Ah! Apresurémonos a destruir un germen tan fecundo y contagioso; empleemos todas nuestras artes contra esta calamidad; aterremos a los reyes con las consecuencias, para que se unan a nuestra causa. Dividamos los pueblos, y suscitémosles turbulencias y guerras; ocupémosles con luchas, conquistas y celos; alarmémosles con el poder de esta nación libre; formemos una grande liga contra el enemigo común; abatamos esa bandera sacrílega; derribemos ese trono de rebelión; y sofoquemos en su origen este incendio de revoluciones.

Y en efecto, los tiranos civiles y sagrados de los pueblos formaron una liga general; y arrastrando tras de sí una multitud forzada o seducida, se dirigieron con un movimiento hostil contra la nación libre, e invadiendo con grandes alaridos el altar y el trono de la ley natural, dijeron:

-¿Qué doctrina nueva y herética es ésta? ¿Qué altar impío es éste, y qué culto sacrílego?... ¡Pueblos fieles y creyentes! ¿Cómo podréis persuadiros de que hasta hoy no se ha descubierto la verdad, que habéis seguido las sendas del error, y que tienen acaso estos hombres el privilegio exclusivo de ser más felices y más sabios que vosotros? Y tú, nación descarriada y rebelde, ¿no ves que tus jefes te engañan; que alteran los principios de vuestra fe, y destruyen la religión de vuestros padres? ¡Ah! temed la cólera del cielo, y apresuraos a reparar con el arrepentimiento vuestros errores.

Pero, tan inaccesible a las sugestiones como al terror, la nación libre guardó un profundo silencio; y presentándose toda armada, conservó una actitud imponente.

Y el legislador dijo a los jefes de los pueblos: -Si cuando marchábamos con una venda en los ojos, la luz alumbraba nuestros pasos, ¿por qué huirá de las miradas que la buscan, ahora justamente que no tenemos aquel obstáculo? Si los jefes que aconsejan a los hombres ser cautos, los engañan y extravían, ¿qué harán aquellos que sólo quieren guiar a ciegos? ¡Jefes de los pueblos! Si vosotros poseéis la verdad, hacednosla ver; nosotros la recibiremos con reconocimiento, porque la buscamos de buena fe, y nos interesa hallarla. Somos hombres, y podemos engañarnos; pero vosotros lo sois también, y no sois infalibles. Ayudadnos, pues, a salir de este laberinto, en que, tantos siglos hace, anda errante la triste humanidad; ayudadnos a disipar la ilusión de tantos errores y tan viciosos hábitos; concurrid con nosotros, en la multitud de opiniones que disputan nuestra creencia, a descubrir el carácter propio y distintivo de la verdad. Terminemos en un día los combates eternos del error; establezcamos entre él y la verdad un público certamen y escuchemos el dictamen de los hombres de todas las naciones. Convoquemos la asamblea general de los pueblos, para que sean jueces de su propia casa; y que de los debates de todos los sistemas, oídos todos los argumentos en favor de las preocupaciones y de la razón, nazca al fin la concordia universal de los espíritus y de los corazoaes por el sentimiento de una evidencia común y universal.




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Capítulo XVIII

Asamblea general de los pueblos


Así habló el legislador; convencida la multitud con la evidencia que inspira toda proposición razonable, aplaudió altamente estos principios, quedando los tiranos solos y confusos.

Entonces se ofreció a mi vista una escena de un género nuevo y asombroso: todos los pueblos y las naciones que cuenta la Tierra, todas las castas de hombres diferentes que los climas producen, corriendo de todas partes, me pareció que se reunían en un mismo recinto, y, formando allí un congreso inmenso dividido en grupos por la diferencia de trajes, fisonomías y color de la piel, me presenté un espectáculo tan extraordinario como interesante.

A un lado veía el europeo con el vestido corto y oprimido, sombrero puntiagudo y triangular, con barba afeitada y cabellos empolvados de blanco; a otro lado el asiático con la ropa talar, la barba larga, la cabeza rasa y un turbante redondo; aquí observaba los pueblos africanos, con la piel de ébano, el cabello lanudo, el cuerpo ceñido de paños blancos y azules, adornados de brazaletes y collares de coral, conchas y vidrio; allí, las castas setentrionales envueltas en sus sacos de piel; el lapón, con su gorro puntiagudo y abarcas por zapatos; el samoyedo, de cuerpo encendido y olor penetrante; el tonguz, con el gorro de puntas y los ídolos pendientes de su cuello; el yacuto, con el rostro picado; el calmuco, con la nariz aplastada y los ojitos torcidos; más allá estaban los chinos, vestidos de seda y con las trenzas pendientes; los japoneses, de mezclas muy variadas; los malayos, con sus grandes orejas, su nariz atravesada por un anillo, y un sombrero inmenso de hojas de palma, y los papúes, habitantes de las islas del Océano y del continente antípoda.

El aspecto de tantas variedades de una misma especie, de tantas ideas extravagantes de un mismo entendimiento, de tantas modificaciones distintas de una misma organización, me inspiró a un tiempo mil sensaciones y diversos pensamientos. Consideré sobre todo con asombro aquella gradación de colores, que desde la más viva escarlata pasa hasta el moreno claro, el oscuro ahumado, bronceado, aceitunado, aplomado, cobrizo, y en fin, hasta el negro de ébano y de azabache; y viendo al cachemiro con la tez de rosa al lado del indio morenuzco, al georgiano cerca del tártaro, reflexionaba sobre los efectos de los climas fríos o calientes, del suelo elevado o profundo, pantanoso o seco, raso o sombrío; comparaba al enano del polo con el gigante de las zonas templadas; el cuerpo descarnado del árabe con el rollizo del holandés; el talle corto y grueso del samoyedo con la soltura del griego y del esclavón; la lana negra y crespa del etíope con la seda dorada del dinamarqués; el rostro aplastado del calmuco, sus ojos pequeños y torcidos, y su nariz achatada con el rostro ovalado y saliente, los grandes ojos azulados, y la nariz aguileña del abacan y circasiano. Comparaba también las telas pintadas del indio, los preciosos géneros del europeo, las ricas pieles del siberiano, con los tejidos de cortezas, juncos, hojas y plumas de las naciones salvajes, y con las figuras de serpientes azuladas, de flores y de estrellas, con que su piel estaba señalada. Unas veces creía ver en el cuadro abigarrado de esta multitud, las esmaltadas praderas del Eúfrates y el Nilo, cuando, después de las lluvias y las inundaciones, nacen por todas partes millones de flores; otras veces me figuraba, al observar su murmullo y movimiento, ver aquellos enjambres innumerables de langostas que vienen por la primavera a cubrir las llanuras del Aurán.

Y al aspecto de tantos seres animados y sensibles, abrazando a un tiempo la inmensidad de los pensamientos y de las sensaciones reunidas en este espacio; reflexionando también sobre la oposición de tantas opiniones, de tantos errores, y el choque de tantas pasiones de hombres tan inconstantes, me hallaba vacilante entre el asombro, la admiración y un temor secreto, cuando el legislador pidió silencio, y fijó toda mi atención.

-Habitantes de la tierra, dijo, una nación libre y poderosa os dirige palabras de paz y de justicia, y os ofrece garantías seguras de sus intenciones en su convicción y su experiencia. Afligida largo tiempo por los mismos males que vosotros, ha buscado su origen, y ha encontrado que todos derivan de la violencia y de la injusticia, erigidas en leves por la experiencia de las generaciones anteriores, y mantenidas por las preocupaciones de las presentes. Entonces, anulando sus artificiosas y arbitrarias instituciones, y subiendo al origen de todo derecho y de toda razón, ha visto que existían en el orden mismo del universo y en la constitución física del hombre, leyes eternas e inmutables, y que sólo esperaban fijase la vista en ellas para hacerle dichoso. ¡Hombres, hombres, levantad los ojos al cielo que os ilumina! ¡Volvedlos después a esa tierra que os mantiene! Cuando a todos ofrecen los mismos dones, cuando habéis recibido de la potencia que os anima a una misma vida y los mismos órganos, ¿no habréis recibido también los mismos derechos al goce de estos beneficios? ¡No se ha declarado por ello a todos iguales y libres? ¿Qué mortal se atreverá, pues, a negar a su semejante lo que le concede la naturaleza? ¡Oh naciones! Alejemos toda discordia y toda tiranía: no formemos más que una sociedad y una gran familia; y pues que el género humano no tiene más que una constitución, que no exista para él más que una ley, y ésa sea la de la NATURALEZA; ni más que un código, el de la RAZÓN; ni más que un trono, el de la JUSTICIA; ni más que un altar, el de la UNIÓN.

Así habló, y una aclamación inmensa se elevó hasta los cielos: millones de gritos de bendición salieron del seno de la multitud; y los pueblos, en la embriaguez de su júbilo, hicieron retumbar la tierra con las palabras de igualdad, justicia y unión. Pero muy luego se siguió a este primer movimiento otro diferente; al instante los doctores y los jefes de los pueblos suscitaron disputas que hicieron nacer al principio un murmullo, y luego un rumor, que, comunicándose de unos a otros, produjo un gran desorden: cada nación tenía pretensiones exclusivas, y reclamaba el predominio a favor de sus opiniones y su código.

-Tú sigues el error, se decían los partidos, señalándose con el dedo unos a otros; nosotros solos poseemos la verdad y la razón; nosotros solos tenemos la ley verdadera, la regla cierta de todo derecho, de toda justicia, el único medio de felicidad y perfección: todos los demás hombres son ciegos o rebeldes.

En medio de esta algarabía, reinaba una agitación extrema. Pero el legislador pidió que callasen, y dijo:

-¡Oh pueblos! ¿Qué arrebato de pasión es el que os agita? ¿A dónde os conducirán esas querellas? ¿Qué aguardáis de tales disensiones? Siglos hace ya que la tierra es una palestra de disputas, y habéis derramado torrentes de sangre por vuestras desavenencias. ¿Qué han producido tantos combates y tantas lágrimas? Cuando el fuerte ha sometido a su opinión al débil, ¿qué ha hecho en favor de la verdad y de la evidencia? ¡Oh naciones! tomad consejo de vuestra propia experiencia. Cuando una disputa divide los individuos o las familias, ¿qué es lo que hacéis para conciliarlas? ¿No les ofrecéis árbitros?

-Sí, sí, exclamó unánimemente la multitud.

-¡Pues bien! ofrecedlos del mismo modo a los autores de vuestras disensiones. Mandad a los que se instituyen vuestros preceptores y os imponen su creencia, que ventilen delante de vosotros las razones en que la fundan. Pues que invocan vuestros intereses, conoced como los defienden. Y vosotros, jefes y doctores de los pueblos, antes de comprometerlos en la lucha de vuestras opiniones, discutid contradictoriamente sus pruebas. Establezcamos una controversia solemne, una investigación pública de la verdad, no ante el tribunal de un hombre corruptible o de un partido apasionado, sino ante el de todas las luces y todos los intereses de que se compone la humanidad; y que la razón natural de toda la especie sea nuestro árbitro, nuestro juez.




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Capítulo XIX

Investigación de la verdad


Los pueblos aplaudieron esta proposición, y el legislador continuó:

-A fin de proceder con orden y sin confusión, dejad en el circo, delante del altar de la paz y de la unión, un espacioso semi-círculo libre; y que cada sistema de religión, cada secta diferente, levantando un estandarte particular y distintivo, venga a plantarlo en el límite de la circunferencia; que sus jefes y doctores se coloquen al rededor, y que sus sectarios se sitúen después en una fila.

Trazado, en efecto, el semi-círculo y publicada esta orden, se levantó multitud innumerable de estandartes de todos colores y de todas formas, tales como los que se ven en un puerto concurrido de cien naciones comerciantes en los días de gala y fiesta, en que millares de pabellones y gallardetes flamean sobre un bosque de mástiles. Al ver esta prodigiosa diversidad de banderas, me volví al genio y le dije:

-Yo creía que la tierra estaba solamente dividida en ocho o diez sistemas de creencia, y aún así desesperaba de que pudiera lograrse su reconciliación; pero ahora, que descubro tantos millares de partidos diferentes, ¿cómo podrá esperarse que reine la concordia?

-Sin embargo, respondió el genio, todavía no están todos; ¡y quieren ser intolerantes!...

Al paso que los grupos venían a colocarse, me hacía reparar los símbolos y atributos de cada uno, y empezó a explicarme sus caracteres de este modo:

-Ese grupo primero, formado de estandartes verdes, que tiene una media luna, un velo y un sable, es el de los sectarios del profeta árabe. Decir que hay un Dios (sin saber lo que es), creer en las palabras de un hombre (sin entender su idioma), ir a un desierto a rogar a Dios (que se halla en todas partes), lavar sus manos con agua (y no abstenerse de sangre), ayunar de día (y devorar de noche), dar limosna de sus bienes (y robar los ajenos) tales son los medios de perfección instituidos por Mahoma; tales son los dogmas que reúnen a sus fieles creyentes: el que no los cree es un réprobo, que incurre en anatema, y está destinado al cuchillo. Un Dios clemente, autor de la vida, dio estas leyes de opresión y de muerte, y las hizo para todo el universo, aunque no las reveló sino a un hombre; las estableció desde la eternidad, aunque acaban casi de publicarse; son suficientes para todas las necesidades, y sin embargo añadió a ellas un libro. Este libro debía esparcir la luz, demostrar la evidencia, promover la perfección y la felicidad, y a pesar de esto, aún viviendo el apóstol, ofrecían sus páginas en cada frase sentidos oscuros, ambiguos, contradictorios, y ha sido preciso explicarlo y comentarlo; dando lugar a que sus intérpretes se dividiesen en sectas contrarias y enemigas por la diversidad de sus opiniones. Una sostiene que Alí es el verdadero sucesor; otra defiende a Omar y Abubeker: ésta niega la eternidad del Koran o Alcoran; aquella la necesidad de las abluciones y las preces: el Carmata proscribe la peregrinación y permite el vino; y el Kakemita predica la transmigración de las almas: así es que se cuentan hasta el número de los sesenta y dos partidos, cuyos estandartes tienes a la vista. En tal oposición, cada cual se atribuye exclusivamente la evidencia; reprochando a los otros su herejía y rebelión, vuelve contra todos su apostolado sanguinario. Esta religión que adora un Dios clemente y misericordioso, autor y padre común de todos los hombres, se ha convertido en un foco de discordias, en un pretexto de guerra y exterminio, y no ha cesado, de mil doscientos años a esta parte, de inundar la tierra de sangre, y de esparcir la desolación y el desorden de un extremo a otro del antiguo mundo.

Esos hombres que se distinguen por sus enormes turbantes blancos, por sus mangas anchas y sus largos rosarios, son los imanes, los molas y los muphtis, y cerca de ellos los derviches con los gorros puntiagudos, y los santones con los cabellos sueltos. Míralos con que vehemencia hacen su profesión de fe, y comienzan a disputar sobre las manchas graves o ligeras, sobre la materia y la forma de las abluciones, sobre los atributos de Dios y sus perfecciones, sobre el chaitan (santos) y los ángeles malos o buenos, sobre la muerte, la resurrección, el interrogatorio en el sepulcro, el juicio, el pasaje del puente estrecho como un cabello, la balanza de las acciones, las penas del infierno y las delicias del paraíso.

Ese segundo grupo que está al lado, todavía más numeroso, compuesto de estandartes blancos sembrados de cruces, es el de los adoradores de Jesús. Reconociendo el mismo Dios que los musulmanes, fundando su creencia en los mismos libros, admitiendo como ellos un primer hombre que perdió a todo el género humano comiendo una manzana, les tienen, sin embargo, un santo horror, y por compasión se tratan mutuamente de blasfemos y de impíos. Consiste principalmente el gran punto de sus disensiones en que, después de haber admitido un Dios único e indivisible, los cristianos le dividen después en tres personas, que quieren sea cada una de ellas un Dios entero y completo, sin cesar por eso de formar un todo idéntico. Y añaden que este ser que llena el universo, se ha encarnado en el cuerpo de un hombre, y se ha revestido de órganos materiales, perecederos y circunscritos, sin dejar de ser inmaterial, eterno e infinito. Los musulmanes, que no comprenden estos misterios, aunque conciben la eternidad del Corán y la misión del Profeta, los gradúan de locuras, y los repelen como visiones de cabezas enfermas: de lo cual se siguen odios implacables.

Por otra parte, divididos los cristianos entre sí en muchos puntos de su propia creencia, forman una multitud de partidos no menos diferentes; y las disputas que los agitan son tanto más tenaces y violentas, cuanto más inaccesibles son a los sentidos los objetos en que se fundan; y siendo por consiguiente imposibles las demostraciones, la opinión de cada cual no tiene otra regla ni otra base que el capricho y la voluntad. Así pues, aunque convienen en que Dios es un ser incomprensible y desconocido, disputan no obstante sobre su esencia, sobre su modo de obrar y sus atributos. Convienen en que la transformación en hombre que le atribuyen, es un enigma superior al entendimiento, y disputan sin embargo sobre la confusión o distinción de las dos voluntades y las dos naturalezas, sobre la variación de sustancia, sobre la presencia real o hipotética, sobre el modo de la encarnación etc., etc.

De aquí han provenido una multitud innumerable de sectas, de las cuales han perecido ya doscientas o trescientas, y existen todavía esas trescientas o cuatrocientas, representadas por la infinidad de estandartes que deslumbran tu vista. El primero que está a la cabeza, rodeado de ese grupo con vestidos tan extraños; de esa mezcla confusa de ropajes violeta, rojos, blancos, negros y mezclados; de cabezas tonsuradas con cabellos cortos, o enteramente rasos; de sombreros encarnados, bonetes cuadrados, mitras puntiagudas, y hasta con largas barbas, es el estandarte del pontífice de Roma, que, aplicando al sacerdocio la preeminencia de su ciudad en el orden civil, ha erigido su supremacía en dogma de religión, y ha hecho un artículo de fe de su orgullo.

Veo a su derecha al pontífice griego, que, envanecido de la rivalidad suscitada por su metrópoli, opone iguales pretensiones, y las sostiene contra la iglesia de Occidente, alegando la mayor antigüedad de la de Oriente. A la izquierda están los dos estandartes de los dos jefes modernos, que, sacudiendo un yugo tiránico, han levantado en su reforma altares contra altares, y substraído al Papa la mitad de la Europa.6 Detrás de ellos están las sectas subalternas que subdividen todavía los grandes partidos, los nestorianos, los eutiqueos, los jacobitas, los inconoclastas, los anabaptistas, los presbiterianos, los viclefitas, los socinianos, los maniqueos, los metodistas, los adamitas, los contemplativos, los tembladores, los llorones, y otros ciento semejantes; todos partidos diferentes, que se persiguen cuando son fuertes, se toleran cuando son débiles, se aborrecen en nombre de un Dios de paz, se hace cada uno un paraíso exclusivo en una religión de caridad universal, y que, condenándose a unas penas eternas en otro mundo, realizan en este infierno que su fantasía coloca en el otro.

Después de este grupo, viendo yo un estandarte sólo de color de jacinto, alrededor del cual estaban reunidos hombres de todos los trajes del Asia y de la Europa, dije al genio:

-A lo menos hallaremos aquí unanimidad.

-Sí, me respondió; a primera vista y por un acaso fortuito y momentáneo; pero ¿no reconoces este sistema de culto?

Entonces reparé en el monograma del nombre de Dios en letras hebreas, y en las palmas que tenían en las manos los rabinos:

-Es verdad, le dije, que son los hijos de Moisés dispersos hasta el día, y que, aborreciendo a todas las naciones, han sido en todas partes perseguidos y aborrecidos.

-Sí, repuso, y por esta razón han conservado las apariencias de la unidad, no habiendo tenido ni tiempo ni libertad para disputar; pero, apenas confronten sus principios en esta reunión, y discurran sobre sus opiniones, se les verá dividirse, como en otro tiempo, a lo menos en dos sectas principales7; de las cuales, autorizándose la una en el silencio del legislador, y ateniéndose al sentido literal de sus libros, negará todo lo que no está claramente expreso en ellos, y según esto resistirá, como invención de los circuncisos, la supervivencia del alma al cuerpo y su transmigración a lugares de penas o delicias, su resurrección, el juicio final, los ángeles buenos y malos, la rebelión de Luzbel, y todo el sistema poético de un mundo ulterior. Y este pueblo privilegiado, cuya perfección consiste en cortarse un pedacito de carne; este pueblo átomo, que no es más que una ola pequeñísima en el Océano inmenso de los pueblos, y que pretende que Dios lo ha hecho todo para él, verá reducirse casi a la nada, por su cisma, la influencia harto ligera ya, que en la balanza del universo tiene.

El genio me indicó después un grupo inmediato, compuesto de hombres vestidos de ropaje blanco, que llevaban un velo sobre la boca, estaban colocados en torno de un estandarte de color de aurora, sobre el cual se hallaba pintado un globo partido en dos hemisferios; el uno negro y el otro blanco.

-Lo mismo sucederá, continuó, a estos hijos de Zoroastro, restos oscuros de pueblos tan poderosos antes: perseguidos ahora como los judíos, y dispersos entre los demás pueblos, reciben sin discusión los preceptos del representante de su profeta; pero así que el mobed y los destures se reúnan, renacerá la controversia sobre el bueno y el mal principio; sobre los combates de Ormuzd, dios de la luz, y de Abrimanes, dios de las tinieblas; sobre el sentido directo u alegórico; sobre los buenos y los malos genios; sobre el culto del fuego y de los elementos; sobre las abluciones y las manchas sobre la resurrección en cuerpo, o solamente en alma; sobre la renovación del mundo existente, y sobre el mundo nuevo que le debe suceder. Y los Parsis se dividirán en sectas tanto más numerosas, cuanto más variadas sean las costumbres y las opiniones que las familias hubiesen contraído de los pueblos extranjeros en los tiempos de su dispersión.

Al lado de ellos, esos estandartes de fondo celeste, en donde están pintadas figuras tan monstruosas de cuerpos humanos dobles, triples, cuádruples, con cabezas de león, de jabalí y de elefante, con colas de pescado, de tortuga, etc., son los estandartes de las sectas indianas, que encuentran sus dioses en los animales, y las almas de sus parientes en los reptiles y los insectos. Estos hombres fundan hospicios para los gavilanes, las serpientes y las ratas, ¡y tienen horror de sus semejantes! Se purifican con el excremento y la orina de la vaca, ¡y se creen manchados por el contacto de un hombre! Llevan una banda en la boca, temerosos de tragarse en una mosca un alma en pena, ¡y dejan morir de hambre un paria! En fin, admiten las mismas divinidades, y sin embargo, se dividen en bandos enemigos.

Este primer estandarte, sólo y apartado, en que ves una figura con cuatro cabezas, es el de Bermath, que, aunque es Dios creador, no tiene sectarios ni templos, y que, reducido a servir de pedestal al Lingam8, se contenta con un poco de agua que todas las mañanas le echa el brahma sobre la espalda, recitándole un cántico insignificante.

Este otro, donde está pintado un milano con el cuerpo encarnado y la cabeza blanca, es el de Vichenu, que, aunque es Dios conservador, ha pasado una parte de u vida en aventuras dañinas. Considérale bajo las formas horribles de jabalí y de león, destrozando las entrañas humanas, o bajo la figura de un caballo que debe venir con sable en mano a destruir la edad presente, a oscurecer los astros, precipitar las estrellas, conmover la tierra y hacer vomitar a la gran serpiente un fuego que consumirá los globos.

Este tercero es el de Chiven, Dios de destrucción y de estrago que tiene, sin embargo, por emblema el signo de la producción: es el peor de los tres, y el que cuenta más sectarios. Altaneros por la influencia de este carácter, los que adoran semejante Dios desprecian a los demás, aunque son sus iguales y hermanos; y para imitar su extravagancias, profesan el pudor y la castidad, coronan públicamente de flores y riegan con leche y miel la imagen obscena del Ligam.

Detrás de ellos vienen los pequeños estandartes de una multitud de dioses machos, hombres y hermafroditas, que, siendo parientes y amigos de los tres principales, han pasado su vida en hacerse la guerra; y sus adoradores los imitan. Estos dioses no tienen necesidad de nada, y sin cesar reciben ofrendas; son todo-poderosos, llenan el universo, y un brama, por medio de algunas palabras, los encierra en un ídolo o en un cántaro, para vender sus favores a su voluntad.

Más allá, esa multitud de estandartes que, sobre un fondo amarillo, tienen emblemas diferentes, son los de un mismo Dios, que reina en las naciones de Oriente bajo diversos nombres. El chino lo adora en Fot; el japonés en Budso; el habitante de Ceilán en Bedhu; el de Laos en Chekia; el peguan en Phta; el siamés en Sommonakodom; el tibetano en Budd y en La; y todos acordes en algunos puntos de su historia, celebran su vida penitente, sus mortificaciones, sus ayunos, sus funciones de mediador y redentor, los odios de un Dios enemigo suyo, sus combates y su ascendiente. Pero discordes entre sí acerca de los medios de agradarle, disputan sobre los ritos y las prácticas, sobre los dogmas de la doctrina interior o de la doctrina pública. Aquí, este bonzo japonés, con el vestido amarillo y la cabeza desnuda, predica la eternidad de las almas, sus trasmigraciones sucesivas a diversos cuerpos; y cerca de él el sintoísta niega su existencia separada de los sentidos, y sostiene que no son sino efecto de los órganos a que están ligados, y con los cuales perecen, como perece el sonido con el instrumento.9 Allí el siamés, con las cejas afeitadas y la pantalla talipat en la mano, recomienda la limosna, la penitencia y las ofrendas, y sin embargo cree en la ceguedad del destino y en la impasible fatalidad.10 El hochango chino sacrifica a las almas de los antepasados, y cerca de él un secretario de Confucio busca su horóscopo en los dados echados a la suerte, y en el movimiento de los cielos.11 Este muchacho rodeado de un enjambre de ministros con vestidos y sombreros amarillos, es el gran Lama, en quien acaba de encarnarse el Dios que se adora en el Tibe. Un rival se presenta para disfrutar a medias con él de este beneficio; y sobre las orillas del Baikal, el calmuco tiene también su Dios como el habitante de Lasa. Pero acordes los dos en el punto importante de que Dios no puede existir sino en un cuerpo de hombre, ambos se ríen de la ignorancia del indio, que venera la boñiga de la vaca, mientras ellos consagran los excrementos de su pontífice. Después de estos estandartes principales, se ofrecieron a la vista una multitud de otros que no podía numerar, y así me dijo el genio:

-No acabaría nunca si quisiese especificar todos los sistemas diversos de creencia que dividen todavía las naciones. Aquí adoran las hordas tártaras, bajo las figuras de animales, pájaros e insectos, los buenos y los malos genios: que, a las órdenes de un Dios principal, pero indolente, rigen el universo, haciendo recordar esta idolatría el paganismo del antiguo Occidente. Ya ves el traje estrafalario de sus chamanes, que, bajo un vestido de cuero guarnecido de campanillas y cascabeles, ídolos de hierro, uñas de aves, pieles de serpientes y cabezas de mochuelos, se agitan con convulsiones fingidas, y llaman con gritos mágicos a los muertos para engañar a los vivos. Allí los pueblos negros del África, en el culto de sus ídolos, presentan las mismas opiniones. Más allá el habitante de Juida, que adora a Dios en una gran serpiente, que por desgracia gusta mucho a los cerdos... Mira más adelante el teleuta, que se lo representa vestido de todos colores, y muy semejante a un soldado ruso; el kamschadal, que, hallando que todo va mal en este mundo y en su clima, se lo figura como un viejo caprichoso y enojado, fumando su pipa, cazando en trineo las zorras y las martas.12 En fin, observa cien naciones salvajes que, no teniendo ninguna de las ideas de los pueblos civilizados, ni acerca de Dios, ni del alma, ni del mundo ulterior o la otra vida, no forman sistema alguno de culto, y no por eso gozan menos de los bienes de la naturaleza en medio de la irreligión en que ella misma las ha criado.




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Capítulo XX

Problema de las contradicciones religiosas


Entretanto que me hacía el genio estas reflexiones, se colocaron los diversos grupos en sus lugares respectivos, y siguiéndose al bullicio de la multitud un silencio general, habló el legislador de esta manera:

-Jefes y doctores de los pueblos, ya veis que caminos tan distintos han seguido hasta ahora las naciones, porque han vivido separadas entre sí, porque cada una de ellas ha creído y cree seguir el de la verdad; pero, siendo cierto que la verdad no puede hallarse al fin de todos ellos, y que sólo ha de estar en uno, es preciso se equivoque la mayor parte de los que siguen rutas y opiniones tan diversas. Luego, si tantos hombres se engañan, ¿quién se atreverá a sostener que es infalible en el sistema que sigue? Empezad, pues, por ser indulgentes en vuestras disensiones y discordancias. Busquemos todos la verdad como si nadie la conociese. Las opiniones que han gobernado hasta el día la tierra, producidas por la casualidad, acreditadas por la ignorancia crédula de la multitud, propagadas por el amor de la novedad y de la imitación, han usurpado en cierto modo clandestinamente el imperio que han ejercido. Ya es tiempo, si son fundadas, de dar a su verdad un carácter de solemnidad y legitimar su existencia. Llamémoslas, pues, hoy mismo a un examen general y común; exponga cada cual su creencia; y siendo todos jueces de cada una de por sí, reconózcase sólo por verdadero aquello que lo sea para todo el género humano.

Entonces se concedió la palabra, según el orden de su situación, al primer estandarte de la izquierda, y dijeron sus jefes:

-No puede dudarse que nuestra doctrina es la sola verdadera e infalible. En primer lugar Dios mismo nos la reveló...

-Y la nuestra también, sin que sea permitido dudarlo, gritaron todos los demás estandartes.

-Pero a lo menos es preciso exponerlo, dijo el legislador, porque no puede creerse lo que no se conoce.

-Nuestra doctrina está acreditada, dijo el primer estandarte, por hechos innumerables, por una multitud de milagros, por resurrecciones de muertos, por torrentes que se han secado, por montañas transportadas a otros puntos, y por otros prodigios semejantes.

-Y nosotros también, gritaron todos los demás grupos, tenemos una multitud de milagros.

Y empezaron a probarlo contando cada uno las cosas más absurdas e increíbles.

-Sus milagros, dijo el primer estandarte, son prodigios supuestos, o prestigios del espíritu maligno, que los ha engañado.

-Los supuestos son los vuestros, replicaron ellos.

Y hablando cada cual de los suyos, dijo:

-Sólo los nuestros son verdaderos; todos los demás son falsos.

El legislador preguntó entonces si tenían testigos vivos.

-No, respondieron todos; los hechos son antiguos, y los testigos se han muerto; pero han dejado escritos.

-En buena hora,reprodujo el legislador; pero ¿quién podrá conciliarlos, contradiciéndose tanto entre sí?

-¡Árbitros justos! exclamó uno de los grupos; la prueba de que nuestros testigos han visto la verdad está en que han muerto por acreditarla, y nuestra creencia está sellada con la sangre de los mártires.

-Y la nuestra también, dijeron los otros; tenemos millares de mártires que han muerto en medio de los tormentos más horrorosos, sin desmentirse nunca.

Entonces los cristianos de todas las sectas, los musulmanes, los indios y los japoneses, citaron historias interminables de confesores, penitentes y mártires.

Uno de estos partidos negó los mártires de los otros, y entonces dijeron:

-Pues bien, ahora mismo vamos a morir para probar que nuestra creencia es la verdadera.

Y al punto se presentó una multitud de hombres de todas religiones y sectas, para sufrir los tormentos y la muerte. Muchos de ellos empezaron desde luego a despedazarse los brazos, y a darse golpes en la cabeza y en el pecho, sin manifestar dolor alguno. Pero conteniéndolos el legislador, les dijo:

-¡Hombres, hombres! escuchad a la sangre fría mis palabras: si murieseis para probar que dos y dos son cuatro, ¿podría este sacrificio acreditar más que son cuatro?

-No, respondieron todos.

-Y si murieseis para probar que son cinco, ¿serían por ello cinco?

-No, volvieron a decir.

-¡Y bien! ¿Qué es lo que prueba vuestra persuasión, si nada cambia la existencia de las cosas? La verdad es una, vuestras opiniones varias; luego muchos de vosotros os engañáis. Y si, como es evidente, estáis infinitos persuadidos de la certeza del error, ¿qué prueba entonces la persuasión del hombre? Si el error tiene sus mártires, ¿dónde está el distintivo de la verdad? Si el espíritu maligno puede hacer milagros, ¿dónde está el carácter positivo de la divinidad? Además de esto, ¿por qué apelar siempre a unos milagros insuficientes e incompletos? ¿Por qué, en lugar de estos trastornos que se suponen en la naturaleza, no se cambian más bien las opiniones? ¿Por qué espantar a los hombres o matarlos, en vez de instruirlos y corregirlos?

¡Oh mortales, tan crédulos como obstinados! Ninguno de nosotros está seguro de lo que pasó ayer, ni de lo que sucede hoy mismo a nuestra vista, ¡y juramos por lo que ha pasado hace dos mil años!

¡Hombres débiles, y sin embargo orgullosos! Las leyes de la naturaleza son inmutables y profundas; nuestro espíritu está lleno de ilusiones y de frivolidades, ¡y queremos comprenderlo y demostrarlo todo! Pero en verdad es más fácil que se engañe todo el género humano, que hacer variar la naturaleza en un átomo siquiera.

-Pues bien, dijo un doctor, abandonemos las pruebas históricas, puesto que pueden ser equívocas, y tratemos de las de la razón, las que son inherentes a la misma doctrina.

Entonces un imán de la ley de Mahoma se adelantó lleno de confianza en medio del circo; y después de haber vuelto su cara hacia la Meca, y de haber pronunciado enfáticamente su profesión de fe, dijo con voz grave e imponente:

-¡Loado sea Dios!... La luz brilla con evidencia, y la verdad no necesita examen.

Y manifestando el Corán, añadió:

-He aquí la luz y la verdad en su propia esencia. No hay duda en la verdad de este libro, el cual guía rectamente al que marcha con los ojos cerrados y recibe sin examen la palabra divina enviada al Profeta para salvar al creyente sencillo y confundir al sabio. Dios ha establecido a Mahoma como su ministro sobre la tierra; le ha entregado el mundo para someter, con el alfanje al que se resista a creer su ley; los infieles disputan y no quieren creer; su endurecimiento viene de Dios, que ha marcado su corazón para entregarlo a los más espantosos castigos.13

Al oír estas palabras, se suscitó en todas partes un violento rumor que interrumpió al que hablaba:

-¿Qué hombre es ése, gritaron todos los grupos, que nos ultraja tan audazmente? ¿Con qué derecho pretende imponernos su creencia como un vencedor, o cual un tirano? ¿No nos ha dado Dios, como a él, unos ojos, un alma y una inteligencia? ¿Y no tenemos el derecho de emplearlos igualmente para saber lo que debemos negar y lo que debemos creer? Si se atribuye el derecho de atacarnos ¿no tendremos nosotros el de defendernos? Si se le ha antojado creer sin examen, ¿no somos dueños de creer con discernimiento?

¿Y qué especie de doctrina luminosa es ésa que teme, sin embargo, la luz? ¿Quién es ese apóstol de un Dios clemente, que sólo predica carnecería y mortandad? ¿Quién es ese Dios de justicia que castiga una ceguedad que promueve él mismo? ¿Si la violencia y la persecución son los argumentos de la verdad, podrán la dulzura y la caridad ser los indicios de la mentira?

Entonces se adelantó un hombre de un grupo inmediato hacia el imán, y le dirigió las palabras siguientes:

-Concedamos que Mahoma sea el apóstol de la mejor doctrina y el profeta de la verdadera religión; mas decidme a lo menos, ¿a quién debemos seguir para practicarla? ¿A su yerno Alí, o a sus vicarios Omar y Abubeker?14

Apenas hubo pronunciado estos nombres, cuando en el seno mismo de los musulmanes se manifestó un cisma terrible: los partidarios de Omar y de Alí se trataron mutuamente de herejes, de impíos, de sacrílegos, y se llenaron de maldiciones: tan violenta se hizo la disputa, que fue preciso mediasen los grupos inmediatos para impedir que viniesen a las manos.

Al fin, apaciguado un poco este alboroto, dijo el legislador a los imanes:

-¡Veis las consecuencias que resultan de vuestros principios? Si los hombres los practicasen, vosotros mismos os destruiríais hasta no quedar ninguno, en fuerza de vuestra oposición; y la primera ley de Dios ¿no es que el hombre viva?

Después se dirigió a los otros grupos, y les dijo:

-Este espíritu de intolerancia y de exclusión excluye necesariamente toda idea de justicia, y destruye toda base moral y de sociabilidad; pero antes de desechar enteramente este código de doctrina, ¿no sería conveniente oír algunos de sus dogmas, a fin de no fallar por las formas sobre el fondo de ella?

Y habiendo consentido los grupos, empezó el imán a exponer de que manera, después de haber enviado Dios veinte y cuatro mil profetas a las naciones que se perdían en la idolatría, envió al fin el postrero, que era el prototipo de la perfección de todos, Mahoma, con quien sea la salud de paz. Refirió después de qué manera había trazado por sí misma la Suprema Clemencia las hojas del Corán, para que los infieles no alterasen más la divina palabra; y entrando en los pormenores de los dogmas del islamismo, explicó el imán porqué era el Corán increado y eterno, a causa de ser la palabra de Dios, como lo era el origen de donde había salido; de qué modo había sido enviado hoja por hoja en veinte y cuatro mil apariciones nocturnas del ángel Gabriel; de qué manera se anunciaba el ángel por un pequeño ruido que sobrecogía al Profeta y le ocasionaba un sudor frío; cómo había recorrido noventa cielos en el éxtasis de una sola noche, montado sobre el animal Borak, medio caballo y medio mujer; de qué suerte, por hallarse dotado del don de los milagros, caminaba al sol sin producir sombra, hacía reverdecer los árboles con una sola palabra, llenaba de agua los pozos y las cisternas, y había cortado en dos partes el disco de la luna; en qué términos había Mahoma cumplido las órdenes del cielo, propagando, con sable en mano, la religión más digna de Dios por su sublimidad, y la más adecuada a los hombres por la sencillez de sus prácticas, pues que estaba reducida a ocho o diez puntos: Profesar la unidad de Dios; reconocer a Mahoma por su único profeta; rogar cinco veces al día; ayunar un mes del año; ir a la Meca una vez en la vida; dar el diezmo de sus bienes; no beber vino, no comer puerco y hacer la guerra a los infieles; que por este medio, siendo todo musulmán apóstol y mártir al mismo tiempo, disfrutaba en este mundo una multitud de bienes, y a su muerte, pesada su alma en la balanza de las acciones, y absuelta por los dos ángeles negros, atravesaba por encima del infierno el puente estrecho como un cabello y cortante como un sable, y era al fin recibida en el lugar de delicias, bañado por ríos de leche y miel, embalsamado de todos los perfumes de la Arabia y la India, y donde unas vírgenes siempre castas, las celestiales huríes, colmaban de favores incesantes a los escogidos, que gozaban de una juventud perpetua.

-Al proferir estas palabras, una risa involuntaria se marcó en todos los semblantes, y raciocinando los demás grupos sobre estos artículos de creencia, dijeron:

-¿Cómo es posible que admitan estos despropósitos hombres razonables? Al oírlos, ¿quién no creerá estar escuchando un artículo de las Mil y una Noches?

Un samoyedo se adelantó entonces y dijo:

-El paraíso de Mahoma me parece muy bueno; pero uno de los medios de alcanzarlo me confunde algo, porque, si no se debe comer ni beber entre dos soles, según lo ordena, ¿cómo podrá practicarse semejante ayuno en nuestro país, donde el sol permanece cuatro meses enteros en el horizonte sin ponerse?

-Eso es imposible, dijeron los doctores musulmanes por sostener la honra del Profeta; pero, habiendo afirmado el hecho cien pueblos diversos, se vio terriblemente comprometida la infalibilidad de Mahoma.

-Es muy singular, añadió un europeo, que haya revelado siempre Dios todo lo que pasa en los cielos, y que nunca nos haya instruido de lo que se pasa en la tierra.

-En cuanto a mí, dijo un americano, encuentro también una grande dificultad en el punto de la peregrinación; porque supongamos a veinte y cinco años por generación, y cien millones de varones sobre el globo: estando cada uno de ellos obligado a ir a la Meca una vez en su vida, se hallarían por consiguiente, todos los años cuatro millones de hombres caminando; y como no será posible regresar en el año mismo, se duplicará el número, que compondrá entonces ocho millones. Ahora bien, ¿dónde podrían hallarse los víveres, el agua, los buques y demás objetos necesarios para esta procesión universal? Sería necesario en este caso apelar a infinitos milagros.

-La prueba de que la religión de Mahoma no es la revelada, dijo un teólogo católico, está en que la mayor parte de las ideas que forman su base existían mucho tiempo antes que ella, y por lo tanto no es más que una mezcla confusa de verdades adulteradas de nuestra santa religión y la de los judíos, que un hombre ambicioso hizo servir a sus proyectos de dominación y sus miras profanas. Recorred su libro, y sólo veréis historias de la Biblia y del Evangelio disfrazadas en cuentos absurdos, y lo restante un tejido de declamaciones contradictorias y vagas, y de preceptos ridículos o peligrosos. Analizad el espíritu de estos preceptos y la conducta del apóstol; no se descubrirá más que un carácter astuto y atrevido, que, para lograr su fin, excita con bastante destreza por cierto las pasiones del pueblo que quiere gobernar. Habla con hombres simples y crédulos, y les inventa prodigios: son ignorantes y envidiosos, y lisonjea su vanidad despreciando las ciencias: son pobres y avarientos, y excita su codicia con la esperanza del pillaje: no tiene por el pronto nada que dar sobre la tierra, y crea tesoros en el cielo, haciendo desear la muerte como un bien supremo: amenaza con el infierno a los cobardes; promete el paraíso a los valientes; fortalece a los débiles con el dogma del fatalismo; en una palabra, promueve el entusiasmo que necesita, por medio de todos los deleites sensuales, y los móviles de todas las pasiones.

Pero ¡que carácter tan diferente el de nuestra santa doctrina! ¡Y con qué evidencia se prueba su origen celestial, al ver asegurar su imperio sobre la contradicción de todos los instintos y la ruina de todas las pasiones! ¡Cómo atestiguan su emanación de la Divinidad su moral dulce y benéfica y sus espirituales afectos! Es verdad que muchos de sus dogmas son superiores a la comprensión del entendimiento humano, e imponen a la razón un respetuoso silencio; pero, por esto mismo, está mejor probada su revelación, pues nunca hubieran podido inventar los hombres tan grandes misterios.

Y teniendo en una mano la Biblia, y en la otra los cuatro Evangelios, empezó a referir el doctor: Que, habiendo pasado Dios al principio una eternidad sin hacer nada, determinó al fin, no se sabe porqué, crear el universo entero en seis días, y descansar el séptimo, porque se hallaba fatigado; que, habiendo colocado la primera pareja de los seres humanos en un lugar de delicias, para que fuesen allí completamente dichosos, les prohibió, sin embargo probar de un fruto que dejó a su alcance; que cediendo estos primeros padres a la tentación de comerlo, toda su descendencia (aunque no había nacido) fue condenada a sufrir la pena de una falta que no había cometido; que, después de haber dejado al género humano condenarse por espacio de cuatro o cinco años, mandó este Dios de misericordia a su muy amado Hijo, que había engendrado sin madre, y tenía la misma edad que él, que fuese a hacerse matar en la tierra, con el fin de salvar los hombres, de los cuales la mayor parte continuaba condenándose, aún después de aquella expiación; que para remediar tal inconveniente, este mismo Dios, nacido de una mujer que quedó virgen después de parir, resucitó después de morir, y todos los días resucitaba o renacía bajo la forma de un poco de pan sin levadura, y se multiplicaba a millaradas a la sola vez del último de los hombres. Y pasando de aquí a la doctrina de los sacramentos, iba a tratar a fondo del poder de negar o dar la absolución de los pecados, y de los medios de purgar de todo crimen con un poco de agua y algunas palabras; pero así que profirió las frases de indulgencia, poder del Papa, gracia suficiente y eficaz, le interrumpieron millares de gritos.

-Es un abuso horrible, dijeron los luteranos, el pretender perdonar los pecados por medio de dinero.

-Es una cosa contraria al texto del Evangelio, dijeron los calvinistas, el suponer una presencia verdadera.

-El Papa no tiene derecho de decidir nada por sí mismo, dijeron los jansenistas.

Y acusándose a un mismo tiempo treinta sectas diferentes de error y herejía no fue posible entenderse. Pasado algún tiempo y restablecido el silencio, dijeron los musulmanes al legislador:

-Cuando rechazáis nuestra doctrina, porque propone cosas increíbles, ¿podréis admitir la de los cristianos? ¿No es más opuesta todavía al sentido natural y la justicia? ¡Un Dios inmaterial e infinito hacerse hombre! ¡Tener un hijo de su misma edad! ¡Convertirse este hombre-Dios en pan que se come y digiere! ¿Tenemos acaso nosotros nada que se parezca a eso? ¿Poseen los cristianos el derecho exclusivo de exigir una fe ciega? ¿Y les concederéis privilegios de creencia en perjuicio nuestro?

Entonces se adelantaron varios salvajes, y dijeron:

-¡Cómo! Porque un hombre y una mujer comieron una manzana seis mil años hace, ¿ha de ser condenado todo el género humano? ¿Y llamáis justo a ese Dios? ¿Qué tirano hizo nunca responsables a los hijos de las faltas de sus padres? ¿Cuál es el hombre que puede responder de las acciones del otro? ¿No es eso trastornar toda idea de justicia y de razón?

-¿Y en dónde están, dijeron otros, los testigos y las pruebas de todos esos hechos supuestos que se han alegado? ¿Pueden admitirse de ese modo sin ningún examen de pruebas? Para la menor acción judicial son necesarios dos testigos, ¿y querrán hacernos creer todas esas cosas por simples tradiciones, y de oídas solamente?

Después de este discurso, habló un rabino así:

-En cuánto al fondo de los hechos, nosotros salimos garantes; mas en punto a la forma y al uso que han hecho de ellos, es muy diferente el caso, y los cristianos se condenan por sus propios argumentos; porque no pueden negar que somos nosotros la raíz original de que derivan, y el tronco primitivo sobre que se han enjertado; y de aquí se sigue un argumento indestructible: o nuestra ley es de Dios, y la suya es una herejía, puesto que difiere de ella; o nuestra ley no es de Dios, y la suya cae al mismo tiempo.

-Distingo, respondió el cristiano; vuestra ley es de Dios como simbólica y preparatoria, pero no como final y absoluta; vosotros sólo sois el simulacro, y nosotros somos la realidad.

-Sabemos, replicó el rabino, que tales son vuestras pretensiones;. pero son absolutamente caprichosas y falsas. Vuestro sistema está cimentado enteramente sobre las bases del sentido místico y de interpretaciones quiméricas y alegóricas: este sistema violenta el texto de nuestros libros, sustituye sin cesar las ideas más extravagantes al sentido recto, y ve cuanto se le antoja, como una imaginación que desvaría e imagina figuras en las nubes. Así es como habéis hecho un Mesías espiritual de lo que, según la intención de nuestros profetas, no era sino un rey político. Vosotros habéis hecho una redención del género humano de lo que no era sino el restablecimiento de nuestra nación. Vosotros habéis establecido una supuesta concepción virginal sobre una frase mal entendida. De este modo suponéis cuanto os conviene, según vuestra voluntad, y veis en nuestros propios libros esa trinidad, de que no se hace la menor mención, y cuya idea viene de las naciones profanas, habiéndola vosotros admitido, así como otra multitud de opiniones de todos los cultos y de todas las sectas, con las cuales compusisteis vuestro sistema en el caos y la anarquía de los tres primeros siglos.

Al oír estas palabras, se llenaron de furor los doctores cristianos, gritaron sacrilegio, blasfemia, y quisieron atacar al judío. Varios frailes con vestimentas negras y blancas se adelantaron llevando un estandarte donde estaban pintadas tenazas, parrillas y una hoguera, y las palabras justicia, caridad, y misericordia.15

-Es menester, dijeron, hacer un auto de fe con estos impíos, y quemarlos en honra y gloria de Dios.

No bien acabaron de anunciar esta idea cuando se dispusieron a realizarla, trazando el plano de una hoguera; pero los musulmanes les dijeron con un tono irónico:

¡He aquí esa religión de paz, esa moral humilde y benéfica que nos habéis ponderado tanto! ¡He aquí esa caridad evangélica, que no combate la incredulidad sino por medio de la dulzura, y que no opone a las injurias sino la paciencia! ¡Hipócritas! ¡Así es como engañáis a las naciones! ¡Así es como habéis propagado vuestros funestos errores! Cuando erais débiles, predicabais la libertad, la tolerancia y la paz; siendo fuertes, habéis practicado la persecución y la violencia.

Iban a referir en seguida la historia de las guerras y de las matanzas del cristianismo, cuando el legislador, recomendando el silencio, refrenó este movimiento de discordia.

-No es nuestra causa, respondieron los frailes negri-blancos, con un tono de voz humilde y meliflua, lo que queremos vengar; es la causa de Dios; es su gloria lo que defendemos.

-¿Y con qué derecho, replicaron los imanes, os constituís sus representantes con preferencia a nosotros? ¿Tenéis privilegios que nosotros no tengamos? ¿Sois hombres de otra especie que la nuestra?

-Defender a Dios y pretender vengarle, dijo otro grupo, ¿no es insultar su sabiduría y su poder? ¿No sabe mejor que los hombres lo que conviene a su propio decoro?

-Sí; pero sus vías son ocultas, respondieron los frailes.

-Mas siempre tendréis que probar, contestaron los rabinos, que tenéis el privilegio exclusivo de entenderlas.

Entonces los judíos, orgullosos de hallar quienes sostuviesen su causa, creyeron que iban a triunfar los libros de Moisés, cuando el Mobed o pontífice de los Parsis, habiendo pedido permiso para hablar, dijo al legislador lo siguiente:

-Hemos escuchado con atención lo que han dicho los judíos y los cristianos sobre el origen del mundo; y aunque, alterado todo, reconocemos, sin embargo, muchos hechos que admitimos, si bien reclamamos contra la primacía que se atribuye en ellos al legislador hebreo Moisés. Desde luego no podrá probar que los libros escritos con el nombre de Moisés sean realmente obra suya; al contrario, demostraremos con veinte ejemplares positivos que su redacción es posterior en más de seis siglos, y que proviene de la connivencia declarada de un gran sacerdote y de un rey conocidos. Además de esto, si recorremos con atención el pormenor de las leyes, de los ritos y de los preceptos que se creen venir directamente de Moisés, no hallaréis en ningún artículo la menor indicación de lo que hoy día compone la doctrina teológica; en ningún paraje veréis rasgo alguno, ni de la inmortalidad del alma, ni de otra vida, ni del infierno y el paraíso, ni de la rebelión del ángel, principal autor de los males del género humano, etc.

Moisés no ha conocido estas ideas, y la razón es concluyente, puesto que Zoroastro las evangelizó en el Asia dos siglos después de él. Así es que (añadió el Mobed, dirigiéndose a los rabinos) sólo desde dicha época, es decir, después del siglo 1º de vuestros primeros reyes, han aparecido esas ideas en vuestros escritores; y no se manifiestan sino por grados, al principio furtivamente, según las relaciones políticas que tuvieron vuestros padres con nuestros abuelos. Pero cuando aquellos fueron vencidos y dispersados por los reyes de Nínive y de Babilonia, y transportados a las riberas del Eúfrates y el Tigris, habiendo sido criados en nuestro país por espacio de tres generaciones sucesivas, participaron con más especialidad de las costumbres y opiniones que habían refutado hasta entonces vuestros padres como contrarias a su ley. Y así que nuestro rey Ciro los libertó de la esclavitud, se inclinó su corazón a favor nuestro por el lazo de la gratitud, y fueron nuestros discípulos e imitadores; las familias más distinguidas de Babilonia se habían instruido en las ciencias caldeas, y llevaron a Jerusalén nuevas ideas y dogmas extranjeros.

Desde luego la mayor parte del pueblo, que no había emigrado hizo presente el texto de la ley y el silencio absoluto del profeta; pero prevaleció nuestra doctrina, y modificada según vuestro genio y las ideas propias que teníais, produjo una nueva secta. Vosotros esperabais un rey restaurador de vuestro poder, y nosotros anunciábamos un Dios reparador y salvador: de la combinación de estas ideas, hicieron vuestros esenianos la base del cristianismo; y aunque os queráis dar aires de originalidad, y tengáis esas pretensiones a la primacía, todos vosotros, tanto judíos como cristianos y musulmanes, no sois en vuestro sistema de los seres espirituales, sino hijos descarriados de Zoroastro.

Y pasando en seguida el Mobed, a desenvolver los principios de su religión, apoyado en su Sand-der y su Zend-Avesta, refirió, en el mismo orden que el Génesis, la creación del mundo en seis gahans o tiempos; la formación del primer hombre y la primera mujer en un sitio celestial, bajo el reinado del bien; la introducción del mal en el mundo por la gran serpiente, símbolo de Ahrimanes; la rebelión y el combate de este genio del mal y de las tinieblas contra Ormuzd, Dios del bien y de la luz; la división de los ángeles en blancos y negros, buenos y malos; su orden jerárquico en querubines, serafines, tronos, dominaciones, etc.; el fin del mundo al cabo de seis mil años; la venida del cordero restaurador de la naturaleza; el mundo reparado; la vida futura en unos lugares de delicias o de penas; el paso de las almas por el puente del abismo; las ceremonias de los misterios de Mythras; el pan ácimo que en ellos comían los iniciados; el bautismo de los recién nacidos; las unciones de los muertos, y las confesiones de sus pecados; en una palabra, expuso tantas cosas análogas a las tres religiones precedentes, que todo ello parecía un comentario o continuación del Corán y del Apocalipsis.

Pero los doctores judíos, cristianos y musulmanes reclamaron fuertemente contra esta exposición, y trataron a los parsis de idólatras y de adoradores del fuego; les trataron de mentirosos por suponer y alterar los hechos: y se suscitó una violenta disputa sobre la época de los sucesos, sobre su serie y encadenamiento, sobre la fuente primitiva de las creencias, sobre su trasmisión de pueblo a pueblo, sobre la autenticidad de los libros en que se fundan, sobre la época en que se escribieron, el carácter de sus redactores y el valor de sus testimonios. Todos los partidos que formaban estas diferencias de dictamen, se reprocharon recíprocamente sus contradicciones, sus inverosimilitudes, sus asertos apócrifos, y se acusaron mutuamente de haber establecido su creencia sobre rumores populares, sobre tradiciones vagas, sobre fábulas absurdas, inventadas sin discernimiento, admitidas sin crítica por escritores desconocidos; parciales o ignorantes, y en épocas inciertas o supuestas.

En otro punto se suscitó un gran rumor bajo los estandartes de las sectas indianas; y los brahmas, protestando contra las pretensiones de los judíos y de los parsis, dijeron:

-¿Qué pueblos novísimos y casi desconocidos son esos que pretenden establecerse así, de propia autoridad, como autores de las naciones y depositarios de sus archivos? Al escuchar sus cálculos de cinco y seis mil años, no parecía sino que el mundo nació ayer, siendo así que nuestros monumentos acreditan una duración dé múchóá, millares de siglos. ¿Con qué derecho deberán ser preferidos sus libros a los nuestros? Los vedas, los chastras, los puranes son acaso inferiores a la Biblia, al Zend-Avesta y al Sand-der? El testimonio de nuestros padres y de nuestros dioses no valdrá tanto como el de los dioses y los padres de los occidentales? ¡Ah! ¡Si nos fuese lícito revelar nuestros misterios a los profanos! ¡Si un velo sagrado no debiese cubrir nuestra doctrina a los ojos de todos!...

Al terminar estas palabras, callaron los brahmas, y el legislador le dijo:

-Mas ¿cómo admitiremos vuestra doctrina si no la manifestáis? ¿Y cómo han podido propagarla sus primeros autores, cuando por ser ellos los únicos que la poseían, su mismo pueblo era profano? ¿O se la reveló el cielo para ocultarla?

Pero los brahmas persistieron en no quererse explicar, y entonces dijo un europeo:

-Podemos dejarles el honor del secreto, pues su doctrina está ya conocida: poseemos sus libros, y yo puedo deciros la sustancia.

En efecto analizó el europeo los tres o cuatro vedas, los diez y ocho puranes y los cinco o seis chastras, y expuso de que manera un ser inmaterial, infinito, eterno y REDONDO, después de haber pasado un tiempo sin límites en contemplarse, queriendo al fin manifestarse, separó las facultades de varón y hembra que en él había, y ejecutó un acto de generación, cuyo emblema es el lingam. Explicó igualmente cómo nacieron de este primer acto tres potencias divinas, llamadas Bermah, Bichen o Vichenu, y Chib o Chiven, encargadas, la primera de crear, la segunda de conservar, y la tercera de destruir o cambiar las formas del universo: y detallando la historia de sus hechos y de sus aventuras, refirió de qué modo Bermah, orgulloso de haber criado el mundo y los ocho bobunes, o esferas de pruebas, y creyéndose más que su igual Chiven, ocasionó con su orgullo un combate que estrelló los globos u órbitas celestes, como una cesta de huevos. Después contó que Bermah, vencido en este combatc, se vio reducido a servir de pedestal a Chiven, convertido en lingam, y que Vichenu, Dios mediador, tomó en diferentes épocas nueve formas animales y mortales para conservar el mundo: primero la de pescado, con la cual salvó del diluvio universal una familia que repobló la Tierra; después bajo la forma de tortuga, sacó de la mar de leche la montaña Mandreguir (el polo); luego, bajo la forma de un jabalí, despedazó el vientre del gigante Ereunniaquessen, que estaba sumergiendo la Tierra en el abismo del Diole, de donde la sacó en sus colmillos. En seguida, expuso el europeo de que manera, habiéndose aquel Dios encarnado bajo la forma de un pastor negro, y bajo el nombre de Chrisen, libertó el mundo de la serpiente venenosa Calengan, y logró aplastarle la cabeza después de haber sido mordido en el pie.

Pasando sucesivamente a la historia de los genios secundarios, refirió cómo había criado el Eterno, para hacer brillar su gloria, diversos órdenes de ángeles encargados de cantar sus alabanzas y dirigir el universo; cómo se rebeló una parte de estos ángeles, bajo el mando de un jefe ambicioso, que quiso usurpar el poder de Dios y gobernarlo todo; cómo le precipitó Dios en el mundo de las tinieblas para que sufriese el castigo de su malignidad; cómo, movido al fin de compasión, consintió en sacarlos de aquel abismo y volverlos a su gracia, después de haberles hecho sufrir pruebas muy largas; cómo, habiendo criado con este intento quince órbitas o regiones de planetas y cuerpos para habitarlas, sometió estos ángeles rebeldes a experimentar en ellos ochenta y siete transmigraciones: expuso también de qué modo las almas, así purificadas, volvían a la fuente primitiva, al océano de vida y de animación de que habían dimanado; y porqué, conteniendo todos los seres vivientes una porción de esta alma universal, era un delito el privarles de ella. En fin, iba a referir todos los ritos y las ceremonias de aquella religión, cuando, al hablar de ofrendas y libaciones de leche y manteca hechas a dioses de madera o de cobre, y de purificaciones ejecutadas con la orina o el excremento de la vaca, se manifestó en todas partes un murmullo mezclado de carcajadas, que interrumpió al orador.

Cada grupo entonces raciocinó sobre esta religión, y los musulmanes dijeron:

-Estos son idólatras; es preciso exterminarlos.

Los sectarios de Confucio gritaron:

-Estos son locos, y es menester curarlos.

Otros decían:

-¡Qué Dioses tan graciosos! Unos mamarrachos tiznados y grasientos, que se lavan como los niños sucios, y de los cuales es preciso espantar las moscas golosas de miel, que vienen a emporcarlos con sus inmundicias!

Indignado un brahma de tales sarcasmos, prorrumpió diciendo:

-¡Estos son misterios profundos y emblemas de verdades que no sois dignos de escuchar!

-¿Con qué derecho, replicó un lama del Tibet, sois vosotros más dignos que nosotros? ¿Es acaso porque os suponéis salidos de la cabeza de Bermah, y atribuís a otras partes menos nobles la generación del resto de los hombres? Mas para sostener la vanidad de vuestras distinciones de origen y de casta, probadnos desde luego que sois otros hombres, diferentes de nosotros. Probadnos después, como hechos históricos, esas alegorías que nos contáis. Probadnos también que sois los autores de toda esa doctrina, porque en cuanto a nosotros, estamos prontos a probar que sólo sois unos plagiarios y corruptores; que sólo sois los imitadores del antiguo paganismo de los occidentales, al cual habéis agregado, por medio de una mezcla extravagante, la doctrina enteramente espiritual de nuestro Dios; doctrina completamente libre del dominio de los sentidos, e ignorada de la tierra antes que Budd la hubiese enseñado a las naciones.

Una multitud de grupos preguntaron a un tiempo qué Dios era aquél, cuyo nombre no conocían; y el lama volvió a hablar de esta suerte:

-Al principio, un Dios único, que existía por sí mismo, después de haber pasado una eternidad ocupado en la contemplación de sí mismo, quiso manifestar sus perfecciones fuera de sí propio, y creó la materia del mundo. Producidos los cuatro elementos, aunque todavía confusos, sopló sobre las aguas, que se hincharon como una bola inmensa de la forma de un huevo; la cual, desarrollándose, formó la bóveda y el orbe del cielo que rodea el mundo. Habiendo hecho también la Tierra y los cuerpos de los seres, les dio este Dios esencia del movimiento, para animarlos, una porción de su ser; de suerte que siendo el alma de todo lo que respira una fracción del alma universal, ninguna parece, sino que cambian de morada y de forma solamente, pasando por diversos cuerpos. De todas estas formas, la que más agrada al Ser divino, es la del hombre, por ser la que más se acerca a sus perfecciones. Cuando un hombre se absorbe en la contemplación de sí mismo por una abstracción absoluta de sus sentidos, consigue descubrir la divinidad, y aun se convierte en ella: de todas las encarnaciones de esta especie, de que Dios se ha revestido la más grande y la más solemne fue aquélla en que apareció, hace veinte y ocho siglos, en Cachemira, bajo el nombre de Budd, para enseñar la doctrina del anonadamiento y la abnegación de sí mismo. Y explicando enseguida la historia de Fot, dijo que había nacido del costado derecho de una virgen de sangre real, que no había dejado de ser virgen aunque fue madre; que el rey del país, inquieto por su nacimiento, quiso hacerle perecer, y que mandó degollar todos los varones que nacieron en aquella misma época; que, salvado por unos pastores, vivió Budd en el desierto hasta la edad de treinta años, donde empezó su misión de instruir a los hombres, y de libertarlos de los demonios; que hizo una multitud de milagros asombrosos; que vivió ayunando y haciendo ásperas penitencias, y que dejó al morir a sus discípulos un libro que contenía su doctrina.

Y el lama empezó a leer de esta manera:

-«Aquél que abandonare a su padre y a su madre por seguirme, dice Budd, será un perfecto samaneo (un hombre celestial).

Aquél que practicare mis preceptos hasta el cuarto grado de perfección, adquirirá la facultad de volar por los aires, para mover el cielo y la tierra, y prolongar o disminuir la vida (de resucitar).

El samaneo debe despreciar las riquezas, no hacer uso sino de lo más absolutamente necesario, mortificar su cuerpo, sujetar sus pasiones, no desear nada, ni aficionarse a nada, meditar incesantemente en mi doctrina, sufrir con resignación las injurias, y no tener odio al prójimo.

El cielo y la tierra perecerán, dice Fot; despreciad, pues, vuestro cuerpo, compuesto de cuatro elementos perecederos, y no penséis sino en vuestra alma inmortal.

No escuchéis a la carne; las pasiones producen el temor y los pesares: sofocad las pasiones, y así evitaréis el temor y los pesares.

El que muera sin haber abrazado mi religión, volverá a vivir entre los hombres hasta que la practique.»

El lama iba a continuar, cuando los cristianos, interrumpiendo el silencio que guardaban, dijeron.

-Que aquélla era su misma religión, pero adulterada; que Budd no era sino el propio Jesús desfigurado; y que los lamas eran unos nestorianos o maniqueos disfrazados y degenerados.

Pero el lama, sostenido por todos los chamanes, bonzos, gonis, y talapones de Siam, Ceilán, el Japón y la China, probó a los cristianos, por sus propios autores, que la doctrina de los samaneos estaba esparcida por todo el Oriente más de mil años antes que el cristianismo; que su nombre estaba citado desde antes de la época de Alejandro, y que Butta o Budd había sido citado también antes que Jesús. Y volviendo contra ellos sus mismos argumentos:

-Probadme ahora vosotros, dijo el lama, que no sois unos samaneos degenerados; que el hombre a quien hacéis autor de vuestra secta, no es el mismo Budd disfrazado. Demostradnos su existencia con monumentos históricos de la época que citáis; porque en cuanto a nosotros, fundados en la falta de todo testimonio auténtico, os la negamos decididamente, y sostenemos que vuestros evangelios mismos no son sino los libros de los mithracos de Persia, y de los esenianos de Siria; los cuales no eran sino samaneos reformados.

Al oír estas palabras gritaron los cristianos desaforadamente, y se iba a levantar una nueva disputa, cuando un grupo de chamanes, chinos y talapones de Siam dijo, adelantándose en el circo, que iban ellos a poner de acuerdo a todo el mundo. Uno de estos tomó al momento la palabra, y se produjo así:

-Ya es tiempo de que terminemos todas estas fútiles contiendas, levantando ante vosotros el velo de la doctrina interior, que e1 mismo Budd reveló a sus discípulos al tiempo de morir.

Todas esas opiniones teológicas, dijo, no son más que quimeras; todas esas relaciones de la naturaleza de los Dioses, de sus acciones y de su vida, no son sino alegorías y emblemas mitológicos, bajo las cuales están envueltas ideas ingeniosas de moral y el conocimiento de las operaciones de la naturaleza en la acción de los elementos y el movimiento de los astros.

La verdad es que todo se reduce a la nada; que todo es ilusión, apariencia y sueño; que la metempsícosis moral es el sentido figurado de la metempsícosis física, de este movimiento sucesivo, mediante el cual los elementos de un mismo cuerpo que no perecen, pasan, al disolverse, a otros y forman nuevas combinaciones. El alma no es sino el principio vital que resulta de las propiedades de la materia y de la acción de los elementos en los cuerpos, en que crean un movimiento espontáneo. Suponer que este producto de la acción de los órganos, nacido con ellos, desenvuelto con ellos, apagado con ellos, ha de subsistir cuando ya no existen, es un cuento, tal vez entretenido, pero realmente quimérico, parto de una imaginación ilusa. El mismo Dios no es otra cosa sino el principio motor, la fuerza oculta esparcida en los seres, la suma de sus leyes y de sus propiedades, el principio animante; en una palabra, el alma del universo, la cual, en razón de la infinita variedad de sus relaciones y operaciones, considerada unas veces simple y otras múltipla, ya activa y ya pasiva ha presentado siempre al espíritu humano un enigma indefinible. Lo más que puede comprenderse en todo esto es que la materia no perece; que posee esencialmente propiedades, mediante las cuales se rige el mundo como un ser viviente y organizado; que el conocimiento de estas leyes, con relación al hombre, es lo que constituye la sabiduría; que la virtud y el mérito consisten en su observancia, y el mal, el pecado y el vicio, en su ignorancia y su infracción; que la felicidad y la desgracia son su resultado, por la misma necesidad o precisión que hace que las cosas pesadas bajen, y las ligeras se eleven, y por una propiedad inevitable de las causas y los efectos, cuya cadena abraza desde el último átomo hasta los más elevados planetas.

No bien se hubieron pronunciado estas palabras, cuando una multitud de teólogos de todas las sectas gritaron:

-Que esta doctrina era un puro materialismo; que eran impíos los que la seguían, ateos, enemigos de Dios y de los hombres, y que era preciso exterminarlos.

-¡Pues bien, respondieron los chamanes, supongamos que nos equivoquemos, como puede ser, porque el primer atributo del espíritu humano es el estar sujeto a la ilusión; pero decidnos: ¿con qué derecho quitaréis la vida que el cielo ha dado a hombres como vosotros? ¿Si ese cielo nos considera culpables, y tiene horror de nosotros, ¿por qué nos hace participar de los mismos beneficios que a vosotros? Y siendo así, que nos trata con indulgencia, ¿qué derecho tenéis vosotros para ser menos tolerantes? Hombres piadosos, que habláis de Dios con tanta seguridad y confianza, ¿queréis decirnos lo lo que son esos seres abstractos y metafísicos que llamáis Dios y alma, sustancia inmaterial, esencia incorpórea, y vida sin órganos ni sensaciones? Si conocéis estos seres por medio de vuestros sentidos o de la reflexión, hacédnoslos igualmente perceptibles; pero, si no habláis sino por testimonio y tradición, mostradnos una relación uniforme, y dad a nuestra creencia bases idénticas y fijas.

Entonces se suscitó entre los teólogos una gran controversia sobre Dios y su naturaleza; sobre su modo de obrar y de manifestarse; sobre la naturaleza del alma y su unión con el cuerpo; sobre su existencia anterior a los órganos, o solamente después de su formación; y sobre la vida futura y el otro mundo. Todas las sectas, todas las escuelas y todos los individuos opinaban de distinto modo en todos estos puntos: fundando su disentimiento en razones especiosas, en autoridades respetables, pero opuestas, se vieron todos metidos en un enmarañado laberinto de contradicciones.

Entonces el legislador reclamó el silencio, y trayendo la cuestión a su primitivo objeto, les dijo:

-Jefes y maestros de los pueblos: vosotros os habéis reunido para descubrir la verdad, y creyendo cada cual poseerla, ha exigido una fe implícita; pero observando 1a contrariedad de vuestras opiniones; habéis visto que era preciso someterlas a un regulador común de evidencia, contraerlas a un término general de comparación, y habéis convenido en exponer cada uno las pruebas de vuestra creencia. Habéis alegado hechos; pero, teniendo cada una de las religiones y las sectas igualmente sus milagros y sus mártires, y produciendo igualmente testimonios apoyados en el sacrificio voluntario de la vida, ha quedado la balanza también igual en este primer punto.

Habéis pasado después a las pruebas de raciocinio; pero los mismos argumentos se aplican igualmente a tesis contrarias; los mismos asertos, igualmente infundados, han sido también igualmente expuestos y refutados; y negando cada uno de vosotros su consentimiento por el mismo derecho que todos tienen, nada ha sido posible ver demostrado. Además de esto, ha suscitado la confrontación de vuestros dogmas nuevas y mayores dificultades; aunque, en medio de unas divergencias aparentes o accesorias, os ha presentado su explicación un fondo de semejanza muy grande y un origen común. Pretendiendo cada uno de vosotros ser el inventor autógrafo, el depositario primitivo, os habéis acusado mutuamente de alteradores y plagiarios; y de aquí ha nacido la cuestión espinosa de la transmisión de pueblo a pueblo de las ideas religiosas.

En fin, para completar la dificultad, habiendo querido daros razón de estas ideas a vosotros mismos, las habéis hallado confusas y extrañas; que se fundaban en bases inaccesibles a vuestros sentidos, y que, por consiguiente os hallabais sin medios de juzgar con rectitud, conviniendo espontáneamente que no erais en esto sino los ecos de vuestros padres. De aquí se ha seguido otra cuestión delicada, a saber; cómo han podido llegar a vuestros padres, que no tenían medios distintos de los vuestros para concebirlas; de modo que, siendo por una parte desconocida la sucesión de estas ideas, y por otra un misterio su origen y su existencia en el entendimiento, todo el edificio de vuestras opiniones teológicas no es más que un problema complicado de metafísica e historia.

Pero como estas opiniones, por más extraordinarias que parezcan, deben, sin embargo, tener algún origen; como las ideas, aun las más abstractas y fantásticas, tienen en la naturaleza un modelo físico, debe tratarse de buscar este origen, y descubrir cuál fue su modelo: en una palabra, trátase de saber de donde han venido al entendimiento humano estas ideas, al presente tan confusas, de la divinidad, del alma y de todos los seres inmateriales, que forman la base de tantos sistemas, y de distinguir la filiación que han seguido, y las alteraciones que han experimentado en su sucesión y sus ramificaciones. Esto supuesto, si hay hombres que hayan estudiado estos objetos, que se adelanten, y procuren disipar a la faz de todas las naciones la oscuridad en que tanto tiempo hace se hallan sumergidas.




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Capítulo XXI

Origen y filiación de las ideas religiosas


Apenas fueron pronunciadas estas palabras, un nuevo grupo, formado repentinamente de hombres que pertenecían a distintos estandartes, pero que no arbolaban ninguno, se adelantó en el circo, y alzando la voz uno de sus miembros, dijo:

-Legislador, amigo de la evidencia y de la verdad: no es de admirar que tantas nubes ofusquen la cuestión de que tratamos, pues además de sus dificultades naturales, el entendimiento no ha cesado de amontonar en él obstáculos accesorios, habiendo la intolerancia de todos los sistemas prohibido la libertad de las discusiones y todas las tentativas no se proponían aclararlo. Pero ya que puede hoy la razón ejercer sus facultades, vamos a poner en claro y someter al juicio común lo que prolijas investigaciones han demostrado ser más seguro a espíritus libres de preocupaciones; y lo expondremos sin la pretensión de obligar a creerlo, sólo con la idea de promover otras investigaciones, y lograr nuevas y más brillantes luces.

Vosotros lo sabéis, doctores y preceptores de los pueblos; tinieblas muy densas ocultan la naturaleza, el origen y la historia de los dogmas que enseñáis: impuestos por la fuerza y por la autoridad, inculcados por la educación, sostenidos por el ejemplo, se han perpetuado de generación en generación, y ha sido afianzado su imperio por la costumbre de observarlos y la indiferencia con que se ha mirado la necesidad de discutirlos. Pero, si el hombre, una vez ilustrado por la reflexión y la experiencia, llama a un maduro examen las preocupaciones de su infancia, descubre muy luego una multitud de contradicciones y despropósitos que despiertan su sagacidad y estimulan su razón.

Observando desde luego la diversidad y oposición de las creencias que siguen las naciones, se previene contra la infabilidad que todas se atribuyen; y observando también sus pretensiones recíprocas, concibe que el sentido propio y la razón, emanados inmediatamente de Dios, no son una ley menos santa y una guía menos segura que los códigos ideales y contradictorios de los profetas.

Si examina después estos enmarañados códigos, observa que sus supuestas leyes divinas, es decir, inmutables y eternas, nacieron según las circunstancias del tiempo, el lugar y las personas; que derivan unas de otras en un género de orden genealógico, pues coinciden en un fondo común y parecido de ideas, que cada cual modifica luego como quiere:

Si sube al origen de las ideas, encuentra que se pierde en la noche de los tiempos, en la infancia de los pueblos y en el principio mismo del mundo, al cual se suponen unidas; y colocadas allí en la oscuridad del caos y en el imperio fabuloso de las tradiciones, se presentan dichas ideas acompañadas de circunstancias tan prodigiosas, que impiden toda posibilidad de juzgar; bien que este mismo estado de cosas suscite un raciocinio que resuelve la dificultad. Porque, si los hechos prodigiosos que nos presentan los sistemas religiosos han existido realmente; si, por ejemplo, las metamorfosis, las apariciones, las conversaciones de uno sólo o de muchos dioses, de que hablan los libros sagrados de los indios, los hebreos y los parsis, son sucesos históricos, es preciso convenir en que la naturaleza de entonces difería enteramente de la actual; que los hombres de los tiempos presentes no se parecen en nada a los de aquellos siglos, y que no deben, por lo tanto, tratar de ellos.

Pero si, por el contrario, no han existido realmente en el orden físico semejantes hechos prodigiosos, entonces se comprende que pertenecen a las creaciones del entendimiento; siendo capaz aún hoy día de las concepciones más fantásticas, se acredita la aparición de estas monstruosidades en la historia, y no se trata ya sino de saber cómo y porqué se han formado en la imaginación. Ahora bien: si se examinan con atención los asuntos de sus pinturas, si se analizan las ideas que reúnen y combinan, si se observan con cuidado todas las circunstancias que alegan, se logra descubrir en aquel mismo estado increíble una solución de las dificultades conforme a las leyes de la naturaleza: se ve entonces que estas relaciones fabulosas tienen un sentido figurado distinto del aparente; que estos supuestos hechos maravillosos son hechos sencillos y físicos que, por haberse concebido y pintado mal, se han desnaturalizado por causas accidentales dependientes del espíritu humano, como la confusión de los signos que ha empleado para pintar los objetos, la ambigüedad de las palabras, los defectos de los idiomas, y la imperfección de la escritura: se ve claramente que esos dioses, que representan unos papeles tan singulares en todos los sistemas, no son más que las potencias físicas de la naturaleza, los elementos, los vientos, los astros y los meteoros, que fueron personificados por el mecanismo necesario del idioma y del entendimiento; que su vida, sus hechos y costumbres no son más que la acción de sus operaciones y propiedades; y que toda su historia no es más que la descripción de sus fenómenos, trazada por los primeros físicos que los observaron, y tomada en sentido contrario por el vulgo, que no la entendió, o por las generaciones siguientes, que la olvidaron. En una palabra, se reconoce que todos los dogmas teológicos sobre el origen del mundo, sobre la naturaleza de Dios, la revelación de sus leyes y la aparición de su persona, son una relación de hechos astronómicos, o unas narraciones figuradas y emblemáticas del movimiento de las constelaciones; se verá también de un modo convincente que la idea misma de la divinidad, tan oscura y complicada hoy día, no es en su modelo primitivo sino la de las potencias físicas del universo, consideradas unas veces como múltiples en razón de sus agentes y de sus fenómenos, y otras, como un ser único y sencillo por el conjunto y la conexión de todas sus partes; de modo que el ser llamado Dios ha sido tan pronto fuego, viento, agua y todos los elementos, como el sol, los astros, los planetas y todas sus influencias; tan pronto la materia del mundo visible, la totalidad del universo, como las calidades abstractas y metafísicas del espacio, la duración, el movimiento y la inteligencia; pero siempre con un resultado, y es: que la idea de la divinidad no ha sido una revelación milagrosa de seres invisibles, sino una producción natura del entendimiento, una operación del espíritu humano, que ha seguido sus mismos progresos y experimentado sus revoluciones en el conocimiento del mundo físico y de sus agentes.

Sí, sí; en vano atribuyen los pueblos su culto a inspiraciones celestiales; en vano se fundan sus dogmas en un estado primitivo de cosas sobrenatural: la barbarie originaria del género humano, confirmada por sus propios monumentos, desmiente desde luego todos estos asertos; pero existe, además un hecho irrecusable, que habla victoriosamente contra los hechos inciertos y dudosos de lo pasado. Del principio de que no el hombre no adquiere ni recibe ideas sino por el intermedio de sus sentidos, se sigue con evidencia que toda noción que se atribuye otro origen que el de la experiencia y el de las sensaciones, es una suposición errónea de un raciocinio formado posteriormente: ahora bien, hasta y sobra fijar la atención en los sistemas sagrados del origen del mundo y la acción de los dioses, para descubrir en cada idea y en cada palabra la anticipación de un orden de cosas que nació mucho tiempo después; y apoyada la razón en estas contradicciones, repele todo lo que no puede probarse según el orden natural, no admite como buen sistema histórico sino el que está de acuerdo con la verosimilitud, y establece el suyo, diciendo con seguridad:

Antes de que una nación hubiese recibido de otra los dogmas ya inventados, antes que una generación hubiese heredado las ideas adquiridas por una nación anterior a ella, no existía en el mundo ninguno de estos sistemas compuestos. Hijos de la naturaleza los primeros hombres, anteriores a todo suceso, y faltos de todo conocimiento, nacieron sin idea alguna de los dogmas producidos por las disputas escolásticas, de los ritos fundados en usos y artes que debían nacer, de los preceptos que suponen precisamente un desarrollo de las pasiones, de los códigos, que indican un idioma escrito, y un estado social imperfecto y naciente: tampoco tuvieron conocimiento de la divinidad, cuyos atributos se refieren a cosas físicas y a un estado despótico de gobierno; ni del alma y de todos esos seres metafísicos que se dice no pueden comprenderse con los sentidos, siendo imposible que el entendimiento pueda formarse idea alguna de ellos, si no se vale de los únicos instrumentos que le ha dado la naturaleza para juzgar de las cosas. Para llegar, pues, a todos estos resultados, fue preciso que el hombre recorriese un círculo de hechos anteriores, y que una multitud de ensayos lentos y repetidos le enseñase el uso de sus entorpecidos órganos; que la experiencia reunida de muchas generaciones hubiese inventado y perfeccionado los medios de vivir mejor; y que, libre el espíritu de las trabas de las primeras necesidades, se elevase hasta el arte complicado de comparar las ideas, formar raciocinios, y comprender relaciones abstractas.


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Primer sistema

Origen de la idea de Dios: culto de los elementos y de las potencias físicas de la naturaleza


El hombre no comenzó a conocer que estaba sometido a fuerzas superiores a la suya e independientes de su voluntad hasta que, meditando sobre su condición, venció una multitud de obstáculos, y recorrió una dilatada carrera en la noche de la historia. El sol le alumbraba y calentaba, el fuego le quemaba, el trueno le estremecía, el agua le ahogaba, el viento le impelía, y todos los seres ejercían sobre él una acción poderosa e irresistible. Siendo por mucho tiempo un autómata, experimentó esta acción sin inquirir sus causas; pero así que quiso conocerlas, se llenó de admiración, y pasando de la sorpresa de una idea primera a la ilusión de la curiosidad, formó una serie de raciocinios.

Considerando primeramente la acción de los elementos sobre su persona, dedujo, en cuanto a sí, una idea de debilidad y sujeción, y en cuanto a aquellos una idea de dominio y de poder; y esta idea de poder o potencia fue el tipo primitivo y fundamental de la idea de la divinidad.

En segundo lugar, excitaron en él los seres naturales, por medio de su acción, las sensaciones de placer o de dolor, de bien o de mal. Por un efecto natural de su organización experimentó, con respecto a ellos, amor o aversión; deseó o temió su presencia; y el temor o la esperanza fueron el principio de todas las ideas de religión.

Juzgando después de todo por comparación, y observando en aquellos seres un movimiento espontáneo, supuso el hombre que este movimiento tenía una voluntad y una inteligencia parecidas a las suyas; y de aquí formó por inducción un nuevo raciocinio. Había experimentado que ciertas operaciones practicadas con sus semejantes producían el efecto de modificar según quería sus afectos y dirigir su conducta; y habiendo empleado estas mismas operaciones con los seres poderosos del universo, dijo: «Cuando mi semejante, más fuerte que yo, quiere hacerme mal, me humillo ante él, y mi ruego tiene la virtud de calmarle. Rogaré, pues, a los seres poderosos que me dañan; suplicaré a las inteligencias de los vientos, de las aguas, de los astros, y me oirán; pediré que me libren de los males, y que me den los bienes de que disponen; les enterneceré con mis lágrimas, las ablandaré con mis dones, y gozaré entonces del bienestar que deseo.»

El hombre sencillo habló al sol y a la luna en la infancia de su corazón; animó con su mismo espíritu y sus pasiones los grandes agentes de la naturaleza; creyó variar sus leyes inflexibles por medio de vanos sonidos y de vanas prácticas... Pero ¡Qué error tan funesto! Pidió a las piedras que subiesen, a las aguas que se elevasen, a las montañas que mudaran de sitio; y sustituyendo un mundo fantástico a un mundo verdadero, imaginó entes de opinión, que dieron miedo a su ánimo y tormento a sus descendientes.

De este modo, las ideas de Dios y religión, lo mismo que todas las demás, han provenido de los objetos físicos, y han sido, en el entendimiento del hombre, el producto de sus sensaciones, de sus necesidades, de las circunstancias de su vida y del estado progresivo de sus conocimientos.

A consecuencia de haber tenido las ideas de la divinidad por primeros modelos los seres físicos, resultó que la divinidad fue al principio variada y múltipla, como las formas bajo que apareció obrar: cada ser fue, pues, una potencia, un genio; y el universo se llenó de innumerables dioses.

Y de la circunstancia de que las ideas de la divinidad tuvieron por motores los afectos del corazón humano, se siguió que experimentasen un orden de división calcado sobre sus sensaciones de placer y dolor, de amor o de odio; y también se siguió que las potencias de la naturaleza, los dioses y los genios se dividieron en benéficos y maléficos, en buenos y malos; y de aquí provino la universalidad de estos dos caracteres en todos los sistemas de religión.

Estas ideas, análogas a la condición de sus inventores, fueron al principio, y por largo tiempo, confusas y groseras. Los hombres salvajes que vagaban por los bosques, agobiados de necesidades y escasos de recursos, no tenían tiempo para combinar raciocinios ni hacer comparaciones: experimentando muchos más males que bienes, su sensación más habitual era el miedo y su teología el terror; su culto se limitaba a algunas prácticas de salud, y a dar algunas ofrendas a unos seres que se los representaban tan feroces y avarientos como ellos. En su estado de igualdad e independencia ninguno se establecía mediador para con unos dioses tan insubordinados y pobres como él mismo: nadie tenía tampoco sobrante que dar, y por consecuencia no había parásitos con el nombre de sacerdotes, ni tributos con el título de víctimas, ni dominación a la sombra del altar: el dogma y la moral reunidos se reducían a la conservación de sí mismos; y la religión, sin influjo en las relaciones mutuas de los hombres, como una idea arbitraria, no era sino un vano homenaje rendido a las potencias visibles de la naturaleza.

Tal fue el origen necesario y primitivo de toda idea de la divinidad.»

Aquí el orador, dirigiéndose a las naciones salvajes, les dijo:

-Yo os lo pregunto, hombres que no habéis recibido todavía ideas extranjeras y facticias; decidme si os habéis nunca formado otra alguna. Y vosotros, doctores, decidme si no es tal el testimonio unánime de todos los monumentos antiguos.




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Segundo sistema

Culto de los astros o sabeísmo


Pero los mismos monumentos nos ofrecen después un sistema más metódico y complicado, el del culto de todos los astros, adorados, ya bajo sus propias formas, ya bajo emblemas y símbolos figurados; y este culto fue efecto también de los conocimientos que adquirió el hombre en la física, y derivó inmediatamente de las causas primeras del estado social, es decir, de las necesidades y artes del primer grado que entraron como elementos en la formación de la sociedad.

En efecto, así que principiaron los hombres a reunirse en sociedad, se vieron precisados a extender los medios de subsistir, y a dedicarse por consiguiente a la agricultura; y el ejercicio de ésta exigió la observación y el conocimiento de los cielos. Fue preciso saber cómo volvía la naturaleza a presentar el mismo período en sus operaciones, y los mismos fenómenos en la bóveda celeste; en una palabra, fue necesario arreglar la duración y sucesión de las estaciones, de los meses y del año; por lo tanto, fue absolutamente preciso conocer ante todas cosas la marcha del sol, que se manifestaba el primero y más supremo agente de toda la creación en su revolución zodiacal; después la de la luna, que por sus fases y apariciones diversas regulaba y señalaba el tiempo; en fin, fue indispensable conocer las estrellas y aun los planetas, que, por sus apariciones y desapariciones sobre el horizonte y el hemisferio nocturnos, formaban las divisiones menores del tiempo. Así se fue componiendo un sistema entero de astronomía y un calendario. De este trabajo resultó muy luego y espontáneamente un modo nuevo de considerar las potencias dominantes y gobernadoras: habiéndose observado que las producciones de la tierra tenían unas relaciones regulares y constantes con los seres celestes; que el nacimiento, crecimiento y la destrucción de cada planeta estaban en relación con la aparición, ascensión y declinación, de un mismo astro y el mismo grupo de estrellas; en una palabra, que la languidez o la actividad de la vegetación parecían depender de las influencias celestes, dedujeron los hombres una idea de acción y de poder de estos seres celestiales superiores sobre los cuerpos terrestres; y los astros, como dispensadores de la escasez o la abundancia, se convirtieron en potencias, en genios, en dioses, autores de los bienes y los males.

Habiéndose introducido ya entonces en el estado social una jerarquía metódica de clases, empleos y condiciones, continuaron los hombres discurriendo por comparación; transportaron sus nuevas nociones a su teología, y resultó la formación de un sistema complicado de divinidades graduales, en el cual el sol, primer dios, fue un jefe militar, un rey político; la luna, una reina compañera suya; los planetas, servidores suyos, mensajeros y comisionados; y la multitud de estrellas, un pueblo, un ejército de héroes, de genios encargados de regir el mundo bajo las órdenes de sus oficiales respectivos. Cada uno de estos individuos tuvo su nombre, sus funciones y atributos, sacados de sus relaciones e influencias, y hasta un sexo distinto, derivado del género de su apelativo.

Y como el estado social había introducido usos y prácticas complicadas, el culto marchó a la par, y las tomó semejantes: de sencillas y privadas que fueron al principio las ceremonias, se cambiaron en públicas y solemnes; las ofrendas fueron más ricas y numerosas, y los ritos más metódicos; se establecieron sitios para las reuniones, y se formaron capillas y templos; se instituyeron pontífices y sacerdotes; se convino en ciertas fórmulas y épocas; y la religión se convirtió en acto civil y en contrato político. Pero, en medio de estos progresos, no alteró sus principios primitivos, y la idea de Dios fue siempre la de los seres físicos obrando el bien o el mal, es decir, produciendo sensaciones de pena o de placer; el dogma fue el conocimiento de sus leyes o maneras de obrar, y la virtud o el pecado, la observancia o la infracción de estas leyes; y la moral, en su sencillez nativa, fue una práctica sensata de todo lo que contribuye a la conservación de la existencia y al bienestar propio y de sus semejantes.

Si se nos preguntase en qué época nació este sistema, responderíamos, autorizados con los monumentos de la astronomía misma, que parece con seguridad subir sus principios a más de quince mil años; y si se pregunta también a qué pueblo debe atribuirse, responderemos que estos mismos monumentos, apoyados en tradiciones unánimes, lo atribuyen a los pueblos primitivos del Egipto. Y cuando encuentra la razón reunidas en aquel país todas las circunstancias físicas que han podido sugerir dicho sistema; cuando halla en él una zona del cielo, inmediata al trópico, igualmente libre de las lluvias del ecuador y de las nieblas del norte; cuando encuentra también en él el punto céntrico de la esfera antigua, un clima saludable, un río inmenso y sin embargo tranquilo, una tierra fértil, sin arte ni trabajo, e inundada sin exhalaciones morbíficas, colocada entre dos mares próximos a las regiones más ricas, es fácil entonces comprender que el habitante del Nilo, agricultor por la naturaleza de su suelo, geómetra por la necesidad anual de medir sus posesiones, comerciante por la facilidad de sus comunicaciones, astrónomo en fin por el estado de su cielo, abierto sin cesar a la observación, debió ser el primero que pasase de la condición salvaje a la civilizada, y por consiguiente quc adquiriese los conocimientos físicos y morales propios del hombre en el estado social.

No hay duda, pues, que fue sobre las riberas superiores del Nilo, y en un pueblo de piel negra, donde se organizó el sistema complicado del culto de los astros, considerado en sus relaciones con los productos de la tierra y los trabajos de la agricultura; y este primer culto, caracterizado por la adoración bajo sus formas o atributos naturales, fue un acto sencillo del espíritu humano. Pero muy luego la multitud de los objetos, de sus relaciones y acciones recíprocas, complicó las ideas y los signos que las representaban, y sobrevino una confusión tan extravagante en su causa como perniciosa en sus efectos.




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Tercer sistema

Culto de los símbolos o idolatría


Así que el pueblo agricultor fijó su atención en los astros, conoció la necesidad de distinguir los individuos y los grupos, y de darles nombres propios, para entenderse al designarlos; pero se presentó una gran dificultad, porque, de una parte, siendo los cuerpos celestes semejantes en sus formas, no ofrecían ningún carácter especial para su denominación, y por otra, el idioma, pobre al nacer, no tenía voces para tantas ideas nuevas y metafísicas. El móvil ordinario del ingenio, la necesidad, supo vencer esta dificultad. Habiendo reparado que en la revolución anual, se hallaban constantemente asociados, el nacimiento y el ocaso de ciertas estrellas con la renovación y aparición periódica de los productos de la tierra, así como lo estaban a la posición relativas de dichas estrellas con el sol, término fundamental de todas sus comparaciones, combinó el espíritu en su pensamiento las analogías que veía en el hecho entre los objetos terrestres y celestes; y fue muy natural esta reflexión, así como lo fue el aplicar un mismo signo a las estrellas o los grupos que formaba, dándoles los mismos nombres que tenían los objetos terrestres que se referían a ellas.

De este modo llamó astros de la inundación o vierte-aguas. (Acuario), el etíope de Tebas a los que se hallaban presentes cuando el río empezaba su inundación; astros del buey o del toro (Tauro), aquellos bajo los cuales convenía empezar a arar las tierras; astros del león, aquellos que se veían en el cielo cuando este animal, echado de los desiertos por la sed, se manifestaba en las orillas del río; astros de la espiga, de la virgen segadora (Virgo) aquellos en cuya época se recogía la cosecha; astros del cordero, astros del cabrito (Aries), aquellos que brillaban cuando nacían estos preciosos animales: y por este primer medio de proceder, se vieron vencidas algunas de las dificultades que al principio embarazaban.

Pero además de esto había admitido el hombre en los seres que le rodean ciertas calidades distintivas y propias de cada especie: la primera de sus operaciones fue, como se ha visto, la de aplicar un nombre para designarlos, y por medio de la segunda, halló una manera ingeniosa de generalizar sus ideas, pues, trasportando el nombre ya aplicado o inventado a todo lo que presentaba una propiedad o una acción análoga o semejante, enriqueció su idioma con una metáfora perpetua.

Así que, habiendo observado el mismo etíope que la época de la inundación correspondía siempre con la de la aparición de una hermosa estrella, que se manifestaba hacia el nacimiento del Nilo, y parecía advertir al labrador que se precaviese de la sorpresa de las aguas, comparó esta acción con la del animal que advierte los riesgos con sus ladridos, y llamó a este astro el perro, el can, el labrador (Syrio); del mismo modo llamó astros del cangrejo aquellos que se descubrían cuando, al llegar el sol al límite del trópico, retrocedía marchando hacia atrás y de lado como el cangrejo (Cáncer); dio el nombre de astros del macho cabrío a los que se veían cuando al llegar el sol al punto más culminante o elevado del cielo, a la parte más superior del gnomon u obelisco horario, imitaba la acción del animal que gusta de trepar o encaramarse a las puntas de las rocas; nombró astros de la balanza a los que lucían cuando la igualdad de los días y las noches se parecía al equilibrio de este instrumento; astros del escorpión, aquellos que se observaban cuando ciertos vientos traían regularmente un vapor abrasador como el veneno del escorpión. Por esto, llamó también anillos y serpientes a las órbitas de los astros y los planetas; y tal fue el medio general para denominar todas las estrellas, y aun los planetas tomados por grupos o individuos, según sus relaciones con las operaciones del campo y de la tierra, y según las analogías que halló cada nación con los trabajos de la agricultura, y con los objetos de su clima y de su suelo.

Resultó de este proceder que entraron en asociación con los seres superiores y poderosos del cielo los seres abyectos y miserables de la tierra; y esta asociación se estrechó cada vez más por el genio mismo del idioma y el mecanismo del espíritu. Se decía, usando de una metáfora natural: -El toro esparce sobre la tierra los gérmenes de la fecundidad (entendiéndose por esto la primavera); y produce la creación y la abundancia de las plantas (que los alimentan). El cordero (o carnero) libra los cielos de los genios maléficos del invierno, salva el mundo de la serpiente (emblema de la estación de las lluvias), y vuelve a traer el reino del bien (del estío, estación de placeres). El escorpión derrama su veneno sobre la tierra, y esparce las enfermedades y la muerte, etc., etc., En el mismo sentido metafórico se explicaban los demás efectos semejantes.

Este lenguaje, entendido por todos, subsistió al principio sin inconveniente; pero, andando el tiempo, y cuando se arregló el calendario, como el pueblo no necesitase ya observar al cielo, perdió de vista el origen y motivo de estas expresiones; y quedando sus alegorías en los usos de la vida, resultaron algunos inconvenientes fatales para el entendimiento y la razón. Acostumbrado el ánimo a unir los símbolos con las ideas de sus modelos, vino a parar en confundirlos; y entonces aquellos mismos animales que el pensamiento había transportado a los cielos, volvieron a bajar sobre la tierra; pero vestidos ya en este regreso con las galas de los astros, se abrogaron los atributos, y alucinaron a sus propios autores. Creyendo el pueblo en aquel caso ver cerca de sí sus dioses, les dirigió con más facilidad sus súplicas; pidió al carnero de su rebaño los benéficos influjos que esperaba del carnero o cordero celeste; rogó al escorpión que no esparciese su veneno sobre la naturaleza; reverenció al cangrejo del mar, al escarabajo del lodo y el pescado del río; y por una serie de analogías erróneas, pero relacionadas, se perdió en un laberinto de absurdos consiguientes.

He aquí el origen de este culto antiguo y extravagante de los animales; he aquí porqué progresión de ideas pasó el carácter de la divinidad a los animales más viles, y cómo se formó el sistema teológico, muy vasto, muy complicado y muy sabio, que, llevado desde las orillas del Nilo de región en región por el comercio, la guerra y las conquistas, se apoderó del mundo antiguo; sistema que, modificado por el tiempo, las circunstancias y las preocupaciones, se manifiesta todavía claramente en cien pueblos diversos, y subsiste como base íntima y secreta de la teología de los mismos que lo desprecian y rechazan.»

Al oír estas palabras, varios grupos dieron a entender su desaprobación murmurando, y el orador continuó así:

-Ved de dónde viene, por ejemplo, entre vosotros, pueblos africanos, la adoración de vuestros ídolos, animales, plantas, piedras y pedazos de madera, ante los cuales no hubieran vuestros antepasados tenido el delirio de postrarse, si no hubiesen visto en ellos unos talismanes en que se había ingerido la virtud de los astros. Ved, vosotras, naciones tártaras, el origen de vuestros muñecos y mamarrachos, y de todo ese aparato de animales con que abigarran vuestros chamanes sus magníficas vestiduras. Ved el origen de esas figuras de pájaros y serpientes, que todas las naciones salvajes se pintan en la piel con ceremonias misteriosas y sagradas. Y vosotros, indios, en vano os queréis cubrir con el velo del misterio: el gavilán de vuestro dios Vichenu no es más que uno de los mil símbolos del Sol en Egipto; y vuestras encarnaciones de un dios en pescado, en jabalí, en león y en tortuga, y todas sus monstruosas aventuras no son sino metamorfosis del astro que, pasando sucesivamente a los signos de los doce animales (el zodíaco), se supuso que tomaba sus formas y llenaba sus funciones astronómicas. Vosotros, japoneses, no tenéis en vuestro toro que rompe el huevo del mundo, sino el del cielo que en otro tiempo abría la edad de la creación, o el equinoccio de la primavera; y ése es el mismo buey Apis, que adoraba el Egipto, y que vuestros antepasados (o doctores judíos) adoraron igualmente en el ídolo del Becerro de Oro. Es también, hijos de Zoroastro, vuestro Toro, que, sacrificado en los misterios simbólicos de Mithra, derramaba una sangre fecunda para el mundo; en cuanto a vosotros, cristianos, vuestro buey del Apocalipsis, con sus alas, símbolo del aire, tampoco tiene otro origen; así como vuestro cordero de Dios, sacrificado, como el toro de Mythra, por la salud del mundo, no es sino ese mismo sol en el signo del carnero celeste; al cual, abriendo el equinoccio en una edad posterior, se le atribuyó la virtud de libertar el mundo del reino del mal, es decir, de la constelación de la serpiente, de aquella gran culebra, madre del invierno y emblema del Ahrimanes o Satanás de los persas, vuestros maestros. Sí; en vano nuestro imprudente celo condenaba a los idólatras a los tormentos del tártaro inventado por ellos: todo vuestro sistema no es en su base más que el culto del sol, cuyos atributos habéis reunido en vuestro personaje principal. Es el sol el que, bajo el nombre de Orus, nacía, como vuestro dios, en el solsticio de invierno, en los brazos de la virgen celestial; es el que pasaba una infancia humilde, escasa y pobre, como lo es la estación de los fríos; el mismo, que, perseguido por Tyfon y por los tiranos del aire, bajo el nombre de Osiris, era muerto, encerrado en un sepulcro oscuro, símbolo del hemisferio de invierno, y que, levantándose después de la zona inferior hacia el punto más culminante o elevado de los cielos, resucitaba vencedor de los gigantes y de los ángeles destructores.

Y vosotros, que murmuráis, o sacerdotes, vosotros mismos lleváis en vuestras personas estos signos: esa tonsura es el disco del sol; esa estola es su zodíaco; esos rosarios son el emblema de los astros y de los planetas. En cuanto a vosotros, pontífices y prelados, vuestra mitra, vuestro báculo, vuestra capa o manta son los de Osiris; y esa cruz, cuyo misterio ponderáis sin entenderlo, es la cruz de Serapis, trazada por la mano de los sacerdotes egipcios, sobre el plan de un mundo figurado; la cual, pasando por los equinoccios y por los trópicos, era el emblema de la vida futura y de la resurrección, porque tocaba a las puertas de marfil y de cuerno, por donde pasaban las almas a los cielos.

Al decir estas palabras, empezaron a mirarse con asombro los doctores de todos los grupos; pero, como no rompiese ninguno de ellos el silencio, continuó el orador de esta manera:

-Tres causas principales contribuyeron a esta confusión de ideas. Primeramente, las expresiones figuradas con que se vio precisada una lengua naciente a expresar las relaciones de los objetos; expresiones que, pasando después de un sentido propio a otro general, de un sentido físico a otro moral, causaron una multitud de errores por medio de sus equívocos y sus sinónimos.

Así fue como, habiendo dicho primero que el sol sobrepujaba o pasaba por encima de doce animales, se creyó después que los combatía, los reducía a la obediencia y los mataba; y se fraguó de este modo la vida histórica de Hércules16.

Habiendo dicho que arreglaba el tiempo de las labores de la siembra y las cosechas; que distribuía las estaciones y las ocupaciones; que recorría los climas; que dominaba sobre la tierra, etc., se le tomó por un rey legislador, por un guerrero conquistador, y se compusieron las historias de Osiris, Baco y sus semejantes.

Habiéndose dicho que entraba un planeta en un signo, se hizo de su conjunción un matrimonio, un adulterio y su incesto. Habiéndose dicho que estaba oculto, enterrado, porque volvía a la luz y subía con exaltación, se supuso que había muerto; que resucitaba, y se subía o elevaba al cielo, etc.

La segunda causa que produjo confusión fueron las mismas figuras materiales que sirvieron al principio para pintar las ideas, y que fueron la primera invención del espíritu humano en esta parte, con el nombre de jeroglíficos o caracteres sagrados. Por consecuencia de esto, pintaron un barco o la nave Argos, para significar la inundación y la necesidad de precaverse de ella; para designar el viento, pintaron una ala de ave; para especificar la estación y el mes, el pájaro de paso, el insecto, el animal que aparecía en aquella época; para indicar el invierno, pintaron un puerco y una serpiente, que gustan de los lugares húmedos; y la reunión de todas estas figuras tenía sentidos convencionales, con sus frases y palabras propias. Pero, como este sentido no tenía por sí sólo nada fijo ni exacto; como el número de estas figuras y de sus combinaciones se hizo tan excesivo y sobrecargó tanto la memoria, resultaron luego confusión y explicaciones falsas. Habiendo inventado después el arte más sencillo de expresar con signos los sonidos, cuyo número es limitado, y de pintar la palabra, en vez de pintar los pensamientos, hizo la escritura alfabética que se perdiese el uso de las pinturas jeroglíficas; dando cada día lugar aquellas significaciones olvidadas a una multitud de ilusiones, engaños y errores.

En fin, la organización civil de los Estados antiguos fue la tercera causa de confusión. Efectivamente, cuando los pueblos empezaron a dedicarse a la agricultura, como la formación del calendario rural exigía continuas observaciones astronómicas, fue necesario proponer algunos individuos encargados de asegurarse de la aparición y ocultación de algunas estrellas; de advertir la proximidad de la inundación, de ciertos vientos, de la época de las lluvias, y del tiempo para sembrar cada especie de grano; a estos hombres se dispensó de los trabajos comunes, a causa de su servicio particular, y la sociedad proveyó a su manutención. En este estado, y ocupados únicamente en observar, no tardaron mucho en comprender los grandes fenómenos de la naturaleza, y aun de penetrar el secreto de muchas de sus operaciones: conocieron la marcha de los astros y de los planetas, el curso de sus fases y de su regreso con los productos de la tierra y el movimiento de la vegetación, las propiedades medicinales o nutritivas de las plantas y los frutos, la acción de los elementos y sus afinidades recíprocas. Y como no había otros medios de comunicar estos conocimientos sino el penosísimo de la instrucción oral, no los transmitían sino a sus amigos y parientes; de lo cual resultó una especie de concentración de toda ciencia y de todo saber en algunas familias, que, abrogándose un privilegio exclusivo, adquirieron un espíritu de cuerpo y de aislamiento muy contrario a la cosa pública. Por medio de esta sucesión continua de las mismas investigaciones y de los propios trabajos, fue a la verdad mucho más rápido el progreso de los conocimientos; pero, como se hacía un gran misterio de ellos, sumergido el pueblo en tinieblas cada día más densas, se hizo cada vez más esclavo y más supersticioso. Viendo que algunos mortales producían ciertos fenómenos, que anunciaban exactamente eclipses y cometas, que curaban enfermos, que manejaban serpientes, se creyó que tenían comunicación con las potencias celestiales; y para lograr los bienes y evitar los males que se esperaban, fueron considerados como mediadores e intérpretes. Así se establecieron en el seno de los Estados unas corporaciones sacrílegas de hombres hipócritas y embusteros, que reconcentraron todos los poderes; y los sacerdotes, que eran al mismo tiempo astrónomos, teólogos, físicos, médicos, mágicos, intérpretes de dioses, oráculos de los pueblos, rivales de los reyes y sus cómplices, establecieron, con título de religión, un dominio de misterio y un monopolio de instrucción, que han causado hasta el día la perdición de las naciones...

No bien hubo proferido el orador estas frases, cuando los sacerdotes de todos los grupos cubrieron su voz con una espantosa gritería, acusándole de impiedad, de irreligión de blasfemia, y quisieron impedirle que continuase; pero, habiendo observado el legislador que aquello no era sino una exposición de hechos históricos; que, si eran falsos o inventados, sería muy fácil desmentirlos; y que hasta entonces había sido libre la manifestación de todas las opiniones, sin cuya circunstancia sería imposible descubrir la verdad, el orador volvió a hablar de este modo:

-Pues sabed que de todas estas causas y de la asociación continua de ideas disparatadas, resultaron una multitud de desórdenes en la teología, en la moral y en las tradiciones; y de la circunstancia de que los animales representaron los astros, se siguió que pasasen a los dioses las calidades de los brutos, sus inclinaciones, simpatías y aversiones; y que se les supusiesen acciones propias de aquellos: así el dios Icneumon hizo la guerra al dios Cocodrilo; el dios Lobo quiso comerse al dios Carnero u Aries; el dios Ibi devoró al dios Serpiente; y la divinidad se convirtió en un ser extravagante, caprichoso y feroz, cuya idea desconcertó el juicio del hombre, y corrompió su moral con su razón.

-Y porque, según el espíritu de su culto, cada familia y cada pueblo había tomado por patrono especial un astro o constelación, las inclinaciones y antipatías del animal-símbolo pasaron a sus sectarios; y los partidarios del dios-perro fueron enemigos de los del dios-lobo, los adoradores del dios-buey miraron con horror a los que lo comían; y la religión vino a ser un manantial de odios y de guerras, y una causa insensata de delirios y superstición.

Los nombres de los astros animales fueron además adoptados por este mismo motivo de patronazgo, a los pueblos, a los países, a las montañas, a los ríos, y se tomaron por dioses todos estos objetos, resultando una mezcla de seres geográficos, históricos y mitológicos, que confundió todas las tradiciones.

En fin, en virtud de las analogías que se les atribuyeron, habiéndose tomado los dioses-astros por hombres, por héroes, por reyes, estos tomaron recíprocamente por modelo las acciones de los dioses, y fueron por imitación guerreros, conquistadores, sanguinarios, orgullosos, lúbricos, perezosos; y de esta suerte consagró la religión los crímenes de los déspotas, y pervirtió los principios de los gobiernos.




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Cuarto sistema

Culto de los dos principios o dualismo


La paz y la abundancia que gozaban los sacerdotes astrónomos en sus templos, les proporcionaron hacer todos los días nuevos progresos en las ciencias; y por haberse desarrollado gradualmente a sus ojos el sistema del mundo, establecieron sucesivamente diversas hipótesis acerca de sus efectos y sus agentes, que se convirtieron en otros tantos sistemas teológicos.

Además, las navegaciones de los pueblos marítimos y las caravanas de los nómadas del Asia y del África les hicieron conocer la tierra desde las islas Afortunadas hasta la Sérica, y desde el Báltico hasta los manantiales del Nilo; y por la comparación de los fenómenos de diversas zonas, descubrieron la esfericidad del globo; de lo cual se siguió una nueva teoría. Habiendo observado que todas las operaciones de la naturaleza, en el período de un año, se reducían a dos principales, la de producir y la de destruir; que cada una de estas operaciones se verificaba del mismo modo en la mayor parte del globo, desde el uno al otro equinoccio; es decir que, durante los seis meses de verano, todo se procreaba y multiplicaba, y durante los seis meses de invierno todo se consumía y estaba casi muerto, supusieron en la naturaleza dos potencias contrarias, en un estado perpetuo de contradicción y lucha. Y considerando la esfera celeste bajo este aspecto, dividieron los cuadros que figuraban en dos mitades o hemisferios, de tal modo que las constelaciones que se veían en el cielo de verano formaron un imperio directo y superior, y las que se hallahan en el de invierno formaron otro imperio antípoda e inferior. Resultó de esto que, como las constelaciones de verano acompañaban a la estación de los días largos, brillantes y calientes, y de los frutos y las mieses, fueron tenidas por potencias de luz, de fecundidad y de creación; y por transición del sentido físico al moral, se les consideró como genios o angeles de sabiduría o de ciencia, de pureza de beneficencia y de virtud. Sucedió lo contrario en punto a las constelaciones de invierno, que, por experimentarse en su época las noches largas y las nieblas polares, fueron caracterizadas de genios de tinieblas, de destrucción y muerte; y por transición igual a la anterior, en ángeles de ignorancia, de malignidad, de pecado y de vicio. Por esta disposición de cosas, se halló el cielo dividido en dos dominios o facciones; y no fue menester más para que la analogía de las ideas humanas abriese una vasta carrera a los extravíos de la imaginación. Pero una circunstancia particular preparó el engaño y la ilusión, cuando no los ocasionase positivamente.

En la primera representación de la esfera celeste que delinearon los sacerdotes astrónomos, el zodíaco y las constelaciones presentaban sus mitades en oposición diametral: el hemisferio de invierno, antípoda del de verano, le era adverso, contrario u opuesto; y por la metáfora de costumbre pasaron estas palabras al sentido moral, y los ángeles y genios adversarios se convirtieron en rebeldes y enemigos. Desde entonces toda la historia astronómica de las constelaciones se cambió en historia política; el cielo fue un estado humano, donde todo sucedía como en la Tierra. Y como los Estados, siendo despóticos, tenían su monarca, y ya que el Sol parecía serlo del cielo, el hemisferio de verano (imperio de la luz), y sus constelaciones (pueblo de ángeles blancos), tuvieron por rey un dios ilustrado, inteligente, creador y bueno. Y como toda facción rebelde debe tener su jefe, el cielo de invierno (imperio subterráneo de tinieblas y tristeza), sus astros (pueblos de ángeles negros, gigantes o demonios) tuvieron por jefe un genio maléfico, cuyo papel se atribuyó a la constelación más notable para cada pueblo. En Egipto fue al principio el escorpión, primer signo del zodíaco después de la balanza, y por largo tiempo jefe de los signos invernales; después fue la osa o el asno polar, llamado Tyfon, es decir, diluvio, a causa de las lluvias que inundan la Tierra cuando este astro domina. En la Persia, en un tiempo posterior, fue la serpiente la que, bajo el nombre de Ahrimanes, formó la base del sistema de Zoroastro; y esta misma es, oh cristianos y judíos, vuestra serpiente de Eva (o de la virgen celestial), así como la de la cruz; y, en ambos casos, es dicha serpiente emblema de Satanás, el enemigo o el grande adversario del Anciano de los tiempos (o el padre eterno), cantado por Daniel.

En la Siria fue el puerco o jabalí, enemigo de Adonis, porque en aquella región desempeñó el papel de la osa boreal el bruto cuyas inclinaciones al fango son simbólicas del invierno; y he aquí porqué, hijos de Moisés y de Mahoma, lo miráis con horror, a imitación de los sacerdotes de Menfis y Baalbeck, que detestaban en él al matador de su dios-sol. También es ¡oh indios! el tipo primitivo de vuestro Chiben, el cual fue en otro tiempo el Plutón de vuestros hermanos los griegos y romanos; del mismo modo que vuestro Bermah, ese dios creador, no es otra cosa que el Ormuzd persa y el Osiris egipcio, cuyo nombre expresa un poder creador, procreador de formas. Todos estos dioses recibieron un culto análogo a sus atributos, verdaderos o supuestos, el cual se dividió en dos partes distintas, a causa de sus diferencias. En la una, recibió el dios bueno el culto de amor y de alegría, de donde se derivan todos los actos religiosos del género alegre, como las fiestas, los bailes, los festines, las ofrendas de flores, leche, miel, perfumes; en una palabra, todo lo que halaga los sentidos y el alma; en la otra, recibió el dios malo un culto de miedo y de dolor, de donde se derivan todos los actos religiosos del género triste: los llantos, el luto, la desolación, las privaciones, las ofrendas sanguinarias y los sacrificios crueles.

De aquí provienen también la división de los seres terrestres puros e impuros, en sagrados o abominables, según el lugar que ocupaban sus especies entre las constelaciones de uno de los dos dioses, y el dominio de ellos a que pertenecían, lo que produjo por una parte las supersticiones de las manchas y de las purificaciones, y por otra las supuestas virtudes eficaces de los amuletos o reliquias y talismanes.

Ahora comprenderéis, continuó el orador dirigiéndose a los indios los persas, los judíos, cristianos y musulmanes, el origen de esas historias de combates y de rebeliones, de que están llenas todas vuestras mitologías. Ya veis lo que sinifican esos ángeles blancos y negros, los querubines y serafines con cabezas de águila, de león, o de toro, los ibos, diablos o demonios con cuernos de macho cabrío y colas de serpiente, los tronos y las dominaciones colocadas en siete órdenes o graduaciones como las siete esferas de los planetas;, seres todos que representan los mismos papeles, que tienen los mismos atributos en los vedas, las biblias o los zendavestas, ya sea su jefe Ormuzd o Bermah, Tyfon o Chiven, Miguel o Satanás, ya se presenten bajo la forma de gigantes con cien brazos y pies de serpientes, o de dioses transformados en leones, ibis, toros o gatos, según los cuentos sagrados de los griegos y los egipcios: de todos modos veis claramente la filiación sucesiva de estas ideas, y como se han ido suavizando las toscas formas que tenían al principio, según se iban alejando de su origen, y cultivando el entendimiento para hacerlas parecer menos chocantes.

Y así como el sistema de los dos principios, o de los dioses contrarios, nació de los símbolos, formados uno y otro de la misma manera, asimismo vais a ver como aquel sistema sirvió luego de base y escalón a otro nuevo, que le debió su origen.




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Quinto sistema

Culto místico y moral, o sistema del otro mundo


No hay duda, cuando el vulgo oyó hablar de un nuevo cielo y de otro mundo, dio al momento una existencia real a las ficciones, y colocó en él un teatro sólido de escenas positivas; y las nociones geográficas promovieron y favorecieron esta nueva ilusión.

Por una parte, los navegantes fenicios, y los que, pasando las columnas de Hércules, iban a buscar estaño de Thule y el ámbar del Báltico, referían que a la extremidad del mundo, al fin del Océano (el Mediterráneo entonces), donde el Sol se pone para las regiones asiáticas, había unas islas afortunadas, mansión de una primavera eterna, y más allá unas regiones hiperbóreas, situadas bajo de tierra (con respecto a los trópicos), en donde reinaba una noche eterna. Sobre estas relaciones, mal entendidas y sin duda confusamente hechas, fundó la imaginación del pueblo los Campos Elíseos, lugares de delicias, colocados en un mundo inferior, con su cielo, su sol y sus astros, y el tártaro, lugar de tinieblas, de humedad, de lodo y de hielos. Siguiose de aquí que, como el hombre tiene curiosidad de sabor todo lo que ignora y ansia de vivir mucho tiempo, había ya querido averiguar lo que vendría a ser después de muerto, porque reflexionó muy luego acerca del principio vital que anima su cuerpo, que se separa de él sin desfigurarlo, e imaginó las sustancias sutiles, las fantasmas y las sombras: por lo tanto se complació en creer que continuaría en el mundo subterráneo una vida que sentía mucho perder; y los lugares infernales fueron unos sitios muy cómodos para recibir los objetos amados a que no podía renunciar.

Por otra parte, hacían los sacerdotes astrólogos y físicos unas relaciones de sus cielos y unos cuadros que se acomodaban perfectamente a estas ficciones. Llamaron en su idioma metafórico a los equinoccios y los solsticios, las puertas de los cielos o entradas de las estaciones, y explicaron los fenómenos terrestres, diciendo: «Que por la puerta de cuerno (que primero fue el toro y después el carnero), y por la del cáncer, descendían los fuegos vivificantes que animaban en la primavera la vegetación, y los espíritus acuosos que causaban eu el solsticio la inundación del Nilo; que por la puerta de marfil (la balanza, y antes el arco o sagitario), y por la de capricornio o la de la urna, se volvían otra vez a su manantial y subían a su origen las emanaciones o influencias de los cielos», y la vía láctea, que pasaba por estas puertas de los solsticios, les parecía colocada expresamente para servir de ruta y de vehículo. Además de esto, la escena celeste presentaba en sus atlas un río (el Nilo, figurado por las roscas de la hidra), un barco (la nave Argos), y el perro o can Sirio, ambos relativos a este río, cuya inundación pronosticaban. Asociadas estas circunstancias a las primeras, y añadiendo otros detalles, se aumentó su verosimilitud; y para llegar al tártaro o al Elíseo, fue preciso que las almas atravesasen los ríos Stix y Acheron en la barca del barquero Aqueronte, y que pasasen por las puertas de cuerno o de marfil, que guardaba el perro o can Cerbero. En fin, un uso o costumbre civil se unió a todas estas ficciones, y acabó de darles consistencia.

Habiendo reparado los egipcios que en su ardiente clima era la putrefacción de los cadáveres un fomes de enfermedades y peste, instituyeron en varios de sus Estados el uso de enterrar los muertos lejos de las tierras habitadas, en el desierto que está al occidente. Era menester, para llegar a él, atravesar los canales del río, y por consiguiente ser recibido por una barca, y pagar un estipendio al barquero, sin lo cual, privado el cuerpo de sepultura, hubiera sido pasto de las bestias feroces. Este uso inspiró a los legisladores civiles y religiosos un medio poderoso de influir sobre las costumbres; y estimulando la piedad filial y el respeto a los muertos en aquellos hombres groseros y feroces, establecieron por condición necesaria que debiese sufrir el muerto un juicio previo, en el cual se decidiera si merecía ser admitido en la ciudad negra entre los individuos de su familia. Se identificó completamente bien una idea como ésta a las otras, y fue incorporada en ellas; el pueblo no tardó en admitirla, y los infiernos tuvieron su Minos y su Radamanto, con la varita, el sitial, los porteros y la urna, lo mismo que en el estado civil terrestre. Entonces se convirtió la divinidad en un ser moral y político, en un legislador social, tanto más temido cuanto más inaccesible fue a los ojos de los mortales este legislador supremo, este juez final. Entonces también aquel mundo fabuloso y mitológico, tan extravagante, compuesto de miembros distintos, vino a ser un lugar de castigo y de recompensa, donde se suponía, que la justicia divina corregía lo vicioso y erróneo que tenía la justicia de los hombres; y este sistema, espiritual y místico, adquirió tanto más crédito cuanto más bien se apoderó del hombre por medio de todas sus inclinaciones. El débil oprimido halló en él una esperanza de indemnización, y el consuelo de la venganza futura; el opresor, que contaba siempre lograr la impunidad a fuerza de ricas ofrendas, se proporcionó con el error del vulgo una arma más para subyugarle; y los jefes de los pueblos, los reyes y los sacerdotes vieron en este sistema nuevos medios de dominarlos, por el privilegio que se reservaron de repartir las gracias y los castigos del gran juez, según los delitos o las acciones meritorias que caracterizaron a su árbitro.

He aquí cómo se ha introducido en el mundo visible y real un mundo invisible o imaginario; he aquí el origen de esos lugares de delicias y de penas, de que habéis hecho vosotros, los persas, vuestra tierra rejuvenecida, vuestra ciudad de resurrección, colocada bajo el ecuador, con el atributo singular de que los dichosos no hacen en ella sombra. He aquí, judíos y cristianos, discípulos de los persas, de donde ha salido vuestra Jerusalén del Apocalipsis, vuestro paraíso y vuestro cielo, caracterizados con todas las señales del cielo astronómico de Hermes; y vosotros, musulmanes, sabed igualmente que vuestro infierno, abismo subterráneo, con su puente por encima, vuestra balanza de las almas y de sus obras, vuestro juicio de los ángeles Monkir y Nekir, han tomado sus modelos en las ceremonias misteriosas de la caverna de Mithra; y vuestro cielo en nada difiere del de Osiris, Ormuzd y Bermah.




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Sexto sistema

Mundo animado, o culto del universo bajo diferentes símbolos


En tanto que los pueblos se extraviaron en el tenebroso laberinto de la mitología y de las fábulas, los sacerdotes físicos continuaron sus estudios e investigaciones sobre el orden y la disposición del universo, lograron descubrir nuevos resultados, y arreglaron nuevos sistemas de potencias y de causas motrices.

Limitados por mucho tiempo a las simples apariencias, no habían visto en el curso de los astros sino un movimiento desconocido de cuerpos luminosos, que a su parecer giraban en rededor de la Tierra, punto central de todas las esferas; pero, así que descubrieron la redondez de nuestro planeta, formaron, por las consecuencias de este primer hecho, consideraciones nuevas; y de una en otra inducción se elevaron a los pensamientos más sublimes de la astronomía y de la física. En efecto, una vez concebida esta luminosa y sencilla idea de que el globo terrestre es un pequeño círculo inscrito en el círculo más grande de los cielos, la teoría de los círculos concéntricos se ofreció por sí misma a su hipótesis, para resolver el problema del círculo incógnito o desconocido del globo terrestre por medio de puntos conocidos del círculo celeste; y la medida de uno o de muchos grados del meridiano dio con exactitud la circunferencia total. Tomando entonces por compás el diámetro descubierto de la Tierra, lo abrió un ingenio feliz con una mano atrevida sobre las órbitas inmensas de los cielos, y por un fenómeno inaudito, abrazó el hombre las distancias infinitas de los altros, desde el grano de arena que apenas cubría, y se lanzó en los abismos del espacio y del tiempo. Allí se le ofreció a la vista un nuevo orden del universo: le pareció que el globo átomo que habitaba no era ya su centro, y que este empleo importantísimo pertenecía a la masa enorme del Sol. Por consecuencia de este descubrimiento, se halló que era dicho astro el eje inflamado de ocho esferas que le rodeaban, y cuyos movimientos se sometieron después a la exactitud del cálculo.

Era ya mucho para el género humano el haber emprendido explicar la disposición y el orden de los grandes seres de la naturaleza; pero no contento con este primer esfuerzo, quiso también explicar el mecanismo, y adivinar el origen y el principio motor; y aquí fue donde, empeñado en las profundidades abstractas y metafísicas del movimiento y de su primera causa, de las propiedades esenciales o accidentales de la materia, de sus formas sucesivas, de su extensión, es decir, del espacio y del tiempo sin límites, se perdieron los físicos teólogos en un caos de raciocinios sutiles y de controversias escolásticas.

Luego que la acción del Sol sobre los cuerpos terrestres les hizo ver que la sustancia de aquel astro grandioso era como un fuego puro y elemental, la consideraron un foco, depósito de un mar de fluido ígneo, luminoso, que bajo el nombre de éter llenó el universo, alimentó los seres. Los análisis de una física bien entendida, habiendo hecho descubrir posteriormente este mismo fuego, u otro más parecido, en la composición de todos los cuerpos, y habiendo visto también que era el agente esencial de este movimiento espontáneo, que se llama vida en los animales y vegetación en las plantas, hicieron concebir el movimiento y el mecanismo del universo como el de un todo homogéneo, de un cuerpo idéntico, cuyas partes, aunque distantes17, tenían, sin embargo, un enlace íntimo; y el mundo fue un ser viviente, animado por 1a circulación orgánica de un fluido ígneo y aún también eléctrico, que, por un primer término de comparación tomado en el hombre y en los animales, tuvo al Sol por corazón o foco.

Todas estas observaciones de los filósofos teólogos dieron por resultado algunos principios, por ejemplo: «que nada perece en el mundo; que los elementos son indestructibles; que cambian de combinaciones, mas no de naturaleza; que la vida y la muerte de los seres no son sino variadas modificaciones de los mismos átomos; que la materia posee por sí misma propiedades, de donde resultan todas sus maneras de ser; y que el mundo es eterno, sin límites de espacio ni de duración.» Pero, aunque acordes dichos teólogos filósofos en estos principios, variaron, sin embargo, infinito en las aplicaciones y el modo de expresarlos. Unos dijeron que el universo entero era Dios; y según ellos, fue Dios un ser efecto y causa, a la vez agente y paciente, principio motor y cosa movida, teniendo por leyes unas propiedades invariables que constituyen la fatalidad; y estos pintaron su idea, tan pronto con el símbolo de Pan (el gran todo) o de Júpiter con la frente estrellada, el cuerpo planetario y los pies de animales; tan pronto con el símbolo del huevo órfico cuya yema, suspendida en medio de un líquido circuido de una bóveda, figura del globo del Sol. nadaba en el éter en medio de la bóveda de los cielos; tan pronto con el de una gran serpiente redonda, que figuraba los cielos donde colocaban el primer móvil, y por esta razón era de color azul, sembrada de manchas de oro (las estrellas), devorando su cola, es decir, volviendo a entrar en sí misma, y enroscándose eternamente como las revoluciones de las esferas: otras veces representaron su pensamiento por medio de un hombre que tenía los pies ligados y juntos para significar la existencia inmutable; envuelto en un mantón de todos los colores, como la perspectiva de la naturaleza, y teniendo en la cabeza una esfera de oro, símbolo de la esfera de las estrellas; o bien por medio de otro hombre, ya sentado sobre la flor del loto nadando en el abismo de las aguas, ya acostado sobre doce baldosas, que figuraban los doce signos celestes.. Ahí tenéis, indios, japoneses, siameses, tibetos y chinos, la teología, que, después de fundarla los egipcios, se ha transmitido y conservado entre vosotros en los cuadros que pintáis de Bermah, Budda, Sommonacodom y Homito; allí tenéis también, vosotros, hebreos y cristianos, la opinión de que habéis conservado una pequeña parte en vuestro Dios, soplo llevado sobre las aguas, por una alusión al viento, que, en el origen del mundo, es decir, al partir las esferas del signo de cáncer, anunciaba la inundación del Nilo, y parecía preparar la creación.




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Séptimo sistema

Culto del alma del mundo o del elemento del fuego, principio vital del universo


Como no todos se conformaron con la idea de un ser, causa y efecto al mismo tiempo, agente y paciente, que reuniese en una misma naturaleza dos naturalezas contrarias, distinguieron otros el principio motor de la cosa movida; y diciendo que la materia era inerte por su naturaleza, pretendieron que un agente distinto, del cual no era ella más que la cubierta o envoltura, le había comunicado sus propiedades. Este agente fue para unos el principio ígneo, reconocido como autor de todo movimiento; para otros fue el fluido llamado éter que se tenía por más activo y más sutil: y como llamaban al principio vital y motor de los animales alma y espíritu, como discurrían siempre por comparación, especialmente con el ser humano, dieron al principio motor de todo el universo el nombre de alma, inteligencia, espíritu, y Dios fue el espíritu vital que, esparcido en todos los seres, animó el vasto cuerpo del mundo. Los que adoptaron esta idea la representaron unas veces con Júpiter, esencia del movimiento y de la animación, principio de la existencia, o más bien la existencia misma; otras veces por Vulcano o Phtha, fuego principio y elemental, o por el altar de Vesta, colocado en el centro de su templo, como el Sol en las esferas; y otras veces, en fin, por Knepk, ser humano vestido de azul oscuro, teniendo en la mano un cetro y un cinturón (el zodíaco) en la cabeza un gorro con plumas, para expresar lo fugaz de su pensamiento, y saliendo de su boca el gran huevo.

Según este sistema, contenía cada ser en sí mismo una porción de fluido ígneo o etéreo, motor universal y común; y siendo este fluido (alma del mundo) la divinidad, se seguía de ello que las almas de todos los seres fueron una porción de Dios mismo, que participaban de todos sus atributos, y eran por lo tanto una substancia indivisible, simple e inmortal; de donde provino todo el sistema de la inmortalidad del alma, que primeramente fue eternidad. De aquí se siguieron también las transmigraciones conocidas con el nombre de metempsícosis, es decir, de tránsito del principio vital de un cuerpo a otro; cuya idea nació de la transmigración verdadera de los elementos materiales. Ved ahí, indios, budistas, cristianos y musulmanes, de donde derivan todas vuestras opiniones sobre la espiritualidad del alma; ved cual fue el origen de los desvaríos de Pitágoras y Platón, vuestros maestros, que tampoco fueron más que ecos de otra secta postrera de filósofos ilusos de que voy a hablar.




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Octavo sistema


Mundo-máquina: culto del Demi-Urgos o Gran Artífice

Ejercitándose hasta aquí los teólogos en las sustancias sutiles y delicadísimas del éter o del fuego-principio, no habían dejado por ello de considerarlas como seres palpables, perceptibles a los sentidos; y la teología había continuado siendo la teoría de las potencias físicas, colocadas ora especialmente en los astros, ora esparcidas por todo el universo. Pero en dicha época, algunos espíritus superficiales, perdiendo el hilo de las ideas que habían dirigido estos estudios profundos, o ignorando los hechos que les servían de base, desnaturalizaron todos los resultados con la introducción de una quimera extraña y nueva. Supusieron que este universo, estos cielos, estos astros, este Sol, no eran sino una máquina de un género común; y aplicando a esta primera hipótesis una comparación sacada de las obras del arte, levantaron el edificio de los sofismas más extravagantes: Una máquina, dijeron, no se fabrica a sí misma; tiene un artífice anterior, declarado por su existencia. El mundo es una máquina; luego existe un fabricador.18

De aquí provino el demi-urgos o grande obrero, constituido en divinidad autocrática y suprema. En vano opuso la antigua filosofía que el mismo obrero tenía en tal caso necesidad de padre y autores, y que no se hacía más que añadir una dificultad, si se quitaba al mundo la eternidad, para dársela a él. No contentos los innovadores con esta primera paradoja, pasaron a otra segunda; y aplicando a su obrero la teoría del entendimiento humano, sostuvieron que el Demi-urgos había fabricado su máquina según un plan o idea que residía en su entendimiento; y como los físicos, que habían sido sus maestros, colocaban en la esfera de las fijas el gran móvil regulador, bajo el nombre de inteligencia y raciocinio, los espirituales, que eran meros imitadores suyos, se apoderaron de este ser, lo atribuyeron o identificaron al Demi-urgos, figurándolo una sustancia diferente que existía por sí misma, y a la cual llamaron mens o logos (palabra o raciocinio). Y como por otra parte admitían la existencia del alma del mundo o principio solar, se vieron obligados a componer tres grados o escalones de personas divinas, que fueron: 1.º el Demi-urgos o Dios obrero; 2.º el logos, palabra y raciocinio; 3.º el espíritu, o el alma (del mundo). He aquí cristianos, el romance sobre que habéis fundado vuestra trinidad; he aquí el sistema que nació herético en los templos egipcios, que se volvió pagano transportado a las escuelas de la Italia y la Grecia; y que hoy es católico ortodoxo, o por la conversión de sus partidarios, los discípulos de Pitágoras y Platón, hechos cristianos.

Así es como la divinidad comenzó por ser en su origen la acción sensible y múltiple de los meteoros y los elementos;

Después, la potencia combinada de los astros, considerados bajo sus relaciones con los seres terrestres;

Luego, los mismos seres terrestres, por la confusión de los símbolos con sus modelos;

En seguida, la doble potencia de la naturaleza en sus dos operaciones principales de producción y destrucción;-

Más adelante, el mundo animado, sin distinción de agente y paciente, de causa y efecto;

Posteriormente, el principio solar o elemento del fuego, reconocido por motor única.

Por último, así es como la divinidad ha venido a parar en un ser quimérico y abstracto, en una sutileza escolástica de sustancia sin forma, de cuerpo sin figura; en un verdadero delirio del espíritu, del que nadie ha podido comprender la razón. Pero en vano quiere ocultarse a los sentidos en este último desarrollo, pues el sello de su origen está impreso en ella indeleblemente; y sus mismos atributos, calcados todos, o sobre los atributos físicos del universo, como la inmensidad, la eternidad, la indivisibilidad, la incomprensibilidad, o sobre los afectos morales del hombre, como la bondad, la justicia, la majestad, etc., y sus propios nombres, todos derivados de los seres físicos que le han servido de tipos, especialmente del Sol, de los planetas y del mundo, todo da a reconocer los rasgos indelebles de su verdadera naturaleza.

Tal es la serie de ideas que había recorrido ya el espíritu humano en una época anterior a las relaciones positivas de la historia, y pues que su continuación acredita que han sido el resultado de una misma serie de estudios y de trabajos, todo convence y obliga a colocar la cuna o el origen de estos elementos primitivos en el Egipto, donde en efecto nacieron. La rapidez de su desarrollo se debió a la curiosidad de los ociosos sacerdotes físicos, alimentada únicamente en el retiro de los templos por el enigma del universo, que tenían siempre a la vista; y también se debió a la división política que reinó por largo tiempo en aquella región, y a los diferentes colegios de sacerdotes que había en cada Estado; los cuales, tan pronto auxiliadores unos de otros como rivales, facilitaron con sus disputas los progresos de las ciencias y los descubrimientos.

Entonces había sucedido ya en las riberas del Nilo lo que se ha repetido después en toda la Tierra. Al paso que se formaba cada sistema, suscitaba por su novedad disensiones y cismas; después se acreditaba por medio de la persecución, y unas veces destruía los ídolos anteriores, y otras los asimilaba modificándolos... Pero, sobreviniendo las revoluciones políticas, y con ellas la agregación de los Estados y la mezcla de los pueblos, se confundieron todas las opiniones; y perdida la ilación de las ideas, cayó la teología en un caos, y se convirtió en un logogrifo o enigma de antiguas tradiciones, que no pudieron entenderse. Extraviada la religión de su objeto, ya no fue un medio político de conducir a un vulgo crédulo; del cual se apoderaron unas veces ciertos hombres, crédulos también y engañados por sus propias ilusiones, y otras algunos hombres atrevidos y enérgicos, que se propusieron vastos planes de ambición.




Religión de Moisés, o culto del alma del mundo (Yú-piter)

De esta clase fue el legislador de los hebreos, pues, queriendo separar su nación de todas las demás y formarse un imperio aislado y diferente, concibió el designio de asentar sus bases sobre las preocupaciones religiosas, y de levantar en su derredor un muro sagrado de opiniones y ritos. Pero en vano proscribió el culto de los símbolos que reinaba en el bajo Egipto y en la Fenicia: su dios no dejó de ser por eso un dios egipcio inventado por los sacerdotes de quienes era discípulo Moisés; y Yahuh, manifestado en su mismo nombre, la esencia (de los seres), y por su símbolo, la zarza ardiendo es lo mismo que el alma del mundo, principio motor, que adoptó poco después la Grecia con la misma denominación de Yu-piter, ser generador, y con el de Ei, (la existencia)19, que consagraban los tebanos bajo el nombre de Kneph; que Sais adoraba en el símbolo de Isis encubierta, con esta inscripción: Yo soy todo cuanto fue, todo cuanto es, todo cuanto será, y ningún mortal ha levantado mi velo; que Pitágoras honraba con el nombre de Vesta; y que la filosofía estoica definía con exactitud, llamándole el principio del fuego. Moisés hizo vanos esfuerzos para borrar de su religión todo aquello que recordaba el culto de los astros, y a pesar suyo quedaron una multitud de rasgos que lo recordaban, y las siete luces o planetas del gran candelabro, las doce piedras o signos del urim del gran sacerdote (pectoral), la fiesta de los dos equinoccios, que en aquella época formaban cada uno un año, la ceremonia del cordero o carnero celestial (Aries), que estaba entonces en su décimo quinto grado; en fin, el nombre mismo de Osiris, conservado en su cántico, y el arca o cofre imitado del sepulcro en que fue encerrado este dios, quedan todavía para servir de testimonios de la filiación de sus ideas, y de su derivación del manantial común.




Religión de Zoroastro

De esta misma clase de hombres audaces y enérgicos fue también Zoroastro, que, dos siglos después de Moisés, en tiempo de David, rejuveneció y moralizó, en la Media y la Bactriana, todo el sistema de Osiris y Tyfon, bajo los nombres de Ormuzd y de Ahrimanes; y que, para explicar el sistema de la naturaleza, supuso dos grandes dioses o poderes: el uno ocupado en crear y producir un imperio de luz y dulce calor (cuyo tipo es el verano), y le llamó dios de sabiduría, de bondad y virtud; el otro ocupado en destruir en un imperio de tinieblas y de frío (que es del invierno), y lo llamó dios de ignorancia, de mal y pecado. Por expresiones figuradas y después desconocidas, llamó creación del mundo la renovación de la escena física a cada primavera; llamó resurrección la renovación de las esferas en los períodos seculares; vida futura, infierno o paraíso, el tártaro y el Elíseo de los astrólogos y geógrafos; en una palabra, no hizo más que consagrar los sueños del sistema místico que ya existían.




Brahmismo, o sistema indio

Tal fue también el legislador indio, que, bajo el nombre de Menu, consagró, por las orillas del Ganges, la doctrina de los tres principios o dioses que conoció la Grecia: el uno, llamado Bermah o Júpiter, que fue el autor de toda creación o producción (el sol de la primavera); el segundo, llamado Chiven, Plutón, que fue el dios de toda destrucción (el sol del invierno); el tercero, llamado Vichenu, o Neptuno, que fue el dios conservador del estado estacionario (el solsticial, stator); y aunque todos tres distintos, no forman más que un sólo dios o poder; el cual, celebrado en las vedas como en los himnos órficos, no es sino Júpiter con sus tres ojos20, o el Sol en sus tres influencias o estaciones. Aquí tenéis el origen del sistema trinitario, sutilizado por Pitágoras y Platón, y desfigurado por sus intérpretes.




Budismo, religión de los samaneos o sistema místico

Tales, en fin, fueron los reformadores moralistas venerados después de Menu con los nombres de Bouhad, Gaspa, Chekia, Goutama, etc., que, de los principios de la metempsícosis, diversamente modificada, han deducido doctrinas místicas, útiles en su origen, inspirando a sus sectarios horror al asesinato, la compasión a todo ser sensible, el temor de las penas del vicio, la esperanza del premio de la virtud en una vida ulterior, bajo formas nuevas, pero exageradas luego hasta ser perniciosas por el abuso de una metafísica ideal que el mundo material decía era una ilusión fantástica, la existencia del hombre un sueño, y la muerte el despertar; que el cuerpo era una prisión de la cual debía desear salir, o una envoltura grosera, que para hacerlo diáfano a la luz interna, debía debilitarlo por el ayuno, las mortificaciones, y la contemplación, y por una multitud de prácticas tan extrañas, que el vulgo no podía explicar el carácter de sus autores, sino considerándoles como seres sobrenaturales, dudando si serían dioses hechos hombres, o hombres hechos dioses.

Tales eran los materiales que existían esparcidos en el Asia, después de muchos siglos, cuando un concurso inesperado de acaecimientos y circunstancias vino a formar nuevas combinaciones en las riberas del Eúfrates y del Mediterráneo.




Cristianismo, o culto alegórico del Sol, bajo los nombres cabalísticos de Crissen o Cristo, y de Yesus o Jesús

Cuando constituyó Moisés el pueblo de Israel, pretendió en vano defenderle de la invasión de todas las ideas extranjeras, porque una tendencia invencible, fundada en las afinidades de un mismo origen, había hecho a los hebreos volver siempre al culto de las naciones vecinas; y las relaciones indispensables del comercio y de la política que tenía con ellas, fortalecieron cada vez más este ascendiente. En tanto que se mantuvo el régimen nacional, la fuerza coercitiva del gobierno y de las leyes se opuso a las innovaciones, y retardó su marcha; pues, los lugares elevados estaban llenos de ídolos, y el dios Sol tenía su carro y sus caballos pintados en los palacios de los reyes, y hasta en el templo de Yahuh. Pero cuando las conquistas de los sultanes de Nínive y Babilonia disolvieron el lazo del poder público, entregado el pueblo a sí mismo, y aun estimulado por sus conquistadores, no sujetó más su inclinación a las opiniones profanas, que se enseñaron públicamente en Judea. Trasladadas primero las colonias asirias al lugar que ocupaban las tribus, llenaron el reino de Samaria de los dogmas de los magos, que penetraron muy luego en el reino de Judá. Subyugada después Jerusalén, y corriendo de todas partes a este país abierto, los egipcios, los sirios y los árabes, llevaron también sus dogmas, y la religión de Moisés sufrió con esto una doble alteración. Por otra parte, los sacerdotes y los grandes, trasladados a Babilonia, e instruidos en las ciencias de los caldeos, se empaparon, durante una mansión de cincuenta años, de toda su teología; y desde este momento se naturalizaron entre los judíos los dogmas del genio enemigo (Satanás), del arcángel Miguel, del anciano de los tiempos (Ormuzd, o el Eterno), de los ángeles rebeldes, del combate en los cielos, del alma inmortal y de la resurrección, cosas todas desconocidas a Moisés, o condenadas por el mismo silencio que había guardado acerca de ellas.

Al volver a su patria, llevaron a ella los emigrados estas ideas, y la innovación que producían causó desde luego las disputas de sus partidarios los fariseos, y de sus antagonistas los saduceos, representantes que eran del antiguo culto nacional. Pero, favorecidos los primeros por las inclinaciones del pueblo y por los hábitos ya contraídos, y apoyados por la autoridad de los persas, sus libertadores y maestros, acabaron por tomar ascendiente sobre los segundos, y los hijos de Moisés consagraron la doctrina de Zoroastro.

Una analogía. casual entre dos ideas principales favoreció sobre todo esta coalición, y se hizo la base de un sistema posterior, no menos asombroso en sus resultados que en las causas de su formación.

Después que los asirios hubieron destruido el reino de Samaria, previendo algunos ánimos juiciosos la misma suerte para Jerusalén, no habían cesado de anunciarla y predicarla; y todas sus predicciones tenían el carácter particular de terminar con los deseos del restablecimiento y de la regeneración, anunciados bajo la forma de profecías: los sacerdotes jerofantes21habían pintado en medio de su entusiasmo un rey libertador que debía restablecer la nación en su antigua gloria; el pueblo hebreo debía llegar a ser un pueblo poderoso, conquistador; y Jerusalén la capital de un imperio extendido sobre todo el universo.

Habiendo realizado los sucesos la primera parte de estas predicciones, que era la ruina de Jerusalén, creyó el pueblo la segunda con mayor facilidad, porque cayó en la desgracia; y afligidos los judíos esperaron, con la impaciencia de la necesidad y del deseo, el rey victorioso y libertador que debía venir a salvar la nación de Moisés y restablecer el imperio de David.

Varias tradiciones sagradas y mitológicas de tiempos anteriores habían esparcido igualmente en toda el Asia un dogma muy análogo. No se hablaba de otra cosa sino de un grande mediador, de un juicio final, de un salvador futuro, que, como rey, dios, conquistador y legislador, debía volver a la Tierra la edad de oro, libertarla del imperio del mal, y dar a los hombres el reino del bien, de la paz y de la felicidad. Estas ideas ocupaban tanto más a los pueblos, cuanto mayor consuelo les proporcionaban en el estado funesto de verdaderos males que les habían producido las devastaciones sucesivas de las conquistas, y el bárbaro despotismo de los conquistadores y de los que les gobernaban. Esta conformidad entre los oráculos de las naciones y los de los profetas llamó la atención de los judíos; y sin duda los profetas habían tenido el arte de calcar sus cuadros sobre el estilo y el genio de los libros sagrados que se leían en los misterios paganos: era, en fin, general en Judea la esperanza de aguardar el grande enviado, el salvador final, cuando se presentó una circunstancia singular a determinar la época de su venida.

Estaba escrito en los libros sagrados de los persas y de los caldeos que el mundo, compuesto de una revolución total de doce mil, se hallaba dividido en dos revoluciones parciales; de las cuales la una, edad y reino del bien, terminaba al cabo de seis mil, y la otra, edad y reino del mal, terminaba al cabo de otros seis mil.

Los primeros autores dieron a estas relaciones el sentido de significar la revolución anual del gran orbe celeste, llamado mundo (revolución compuesta de doce meses o signos, divididos en mil partes cada uno), y los dos períodos sistemáticos del invierno y el verano, compuestos igualmente cada uno de seis mil. Estas frases ambiguas fueron mal explicadas, recibieron un sentido absoluto y moral en lugar del sentido físico y astrológico, y sucedió que el mundo anual fue tomado por un mundo secular, los mil de signo o mes por mil años; y suponiendo, por los hechos, que se vivía en la edad del mal, se infirió que debía acabar al fin de los supuestos seis mil años.

En los cálculos admitidos por los judíos, se empezaban a contar cerca de seis mil años desde la creación (ficticia) del mundo, y esta coincidencia puso en agitación los espíritus. No se ocuparon más que de un fin próximo; se preguntó a los jenofantes; se consultaron sus libros místicos; se señalaron diversos plazos; se esperó el gran mediador; a fuerza de hablar de él alguno dijo haberle visto, y un individuo exaltado creyó serlo, y se hizo partidarios; los cuales, privados de su jefe por un incidente verdadero o verosímil, pero pasado oscuramente, dieron lugar por sus narraciones a un rumor gradualmente organizado en historia regular: sobre este primer proyecto se establecieron las tradiciones mitológicas, y resultó un sistema auténtico y completo, del que ya no fue lícito dudar.

Decían dichas tradiciones mitológicas. «Que en el origen una mujer y un hombre habían introducido en el mundo por su caída el mal y el pecado

Indicaban con esto el hecho astronómico de la virgen celestial (o virgo) y del hombre carretero, bollero o vaquero (Bootes, nombre de una constelación boreal), que, poniéndose u ocultándose heliacamente (o envuelto entre los rayos del Sol) en el equinoccio de otoño, abandonaba el cielo a las constelaciones del invierno, y parecía, al caer bajo el horizonte, que introducía en el mundo el genio del mal, Ahrimanes, figurado por la constelación de la serpiente.

También indicaban dichas tradiciones mitológicas: Que la mujer había arrastrado tras de sí, o seducido al hombre.22

En efecto, como la virgen (o virgo) se pone u oculta la primera, parece que arrastra tras de ella al boyero o carretero.

Decían además: Que la mujer le había tentado, presentándole frutos hermosos a la vista y buenos de comer, los cuales daban la ciencia del bien y del mal.

Efectivamente, la virgen tiene en la mano un ramo de frutos, que parece presentárselos al boyero; y el ramo, emblema del otoño, colocado en el cuadro de Mithra23 sobre los límites de invierno y del verano, parece que abre la puerta, y que da la ciencia y la llave del bien y del mal.

Decían igualmente las tradiciones mitológicas: Que esta pareja había sido echada del jardín celestial, y que un querubín había sido colocado para guardar la puerta con una espada de fuego.

Así es, porque cuando la virgen y el boyero caen bajo el horizonte de poniente, sube Perseo por el otro con la espada en la mano, y parece que este genio los arroja del cielo de verano, jardín y reino de frutos y de flores.

Decían: Que decía nacer de esta virgen, o salir un renuevo, un niño que destruiría la cabeza de la serpiente, y libraría el mundo del pecado.

Con esta explicación designaban el Sol, que en la época del solsticio de invierno, en el momento crítico en que los magos de los persas sacaban el horóscopo, o pronósticos del año nuevo, se hallaba colocado en el seno de la virgen, saliendo heliaco en el horizonte oriental; y por lo tanto estaba figurado en sus cuadros astrológicos bajo la forma de un niño criado por una virgen casta, que se volvía después, en el equinoccio de la primavera, carnero o cordero (Aries), vencedor de la constelación de la serpiente, la cual desaparecía de los cielos.

Decían también: Que viviría en su infancia este reparador de la naturaleza divina o celestial, abatido, humilde, oscuro y pobre.

Y era porque el Sol de invierno está deprimido bajo el horizonte, abatido, humilde, y este primer período de sus cuatro edades o estaciones es un tiempo de oscuridad, de escasez, de ayuno y privaciones.

Decían asimismo: Que, habiendo sido muerto por los malos, resucitó gloriosamente, y subió de los infiernos a los cielos, donde reinaba por toda la eternidad.

De este modo representaban la vida del Sol, que terminaba su carrera en el solsticio de invierno, cuando Tyfon y los ángeles rebeldes dominaban, pareciendo que ellos le habían dado muerte; pero muy pronto renacía y resucitaba en la bóveda de los cielos, donde se halla todavía.

Por último, citando dichas tradiciones hasta sus nombres astrológicos y misteriosos, decían que unas veces se llamaba Cris, es decir, el conservador, de donde vosotros, indios, habéis formado vuestro dios, Cris-en, o Crisna; y vosotros, cristianos, griegos y occidentales, vuestro Cris-to, hijo de María; otras veces se nombraba Yes, por la reunión de tres letras que, en valor numeral, formaban el número 608, uno de los períodos solares; y he aquí, o europeos, el nombre que se ha convertido con la final latina en Yes-us o Jesús, nombre antiquísimo y cabalístico, atribuido al joven Baco, hijo clandestino (nocturno) de la virgen Minerva; el cual representa en toda la historia de su vida y muerte la del dios de los cristianos, es decir, del astro del día, de que ambos son símbolos.

Al oír tales razones, se levantó una gritería terrible de parte de los grupos cristianos; pero los musulmanes, los camas y los indios los hicieron callar, y el orador pudo acabar así su discurso.

Ya sabéis de que manera se compuso el resto de este sistema en el caos de la anarquía de los tres primeros siglos; de que modo desunieron los ánimos una multitud de opiniones extravagantes, y los desunieron con igual entusiasmo y obstinación, porque, como fundadas en antiguas tradiciones, eran igualmente sagradas. Sabéis como, asociado el gobierno a una de estas sectas, al cabo de trescientos años, la hizo religión ortodoxa, es decir, dominante, con exclusión de todas las otras, que por su inferioridad se convirtieron en herejías; cómo y porqué medios de violencia y de engaño se propagó esta religión, creció mucho, y después se dividió y debilitó; cómo seiscientos años después de la innovación del cristianismo, se formó otro sistema de sus propios materiales y los del sistema do los judíos; y cómo supo Mahoma formarse un imperio político y teológico, a expensas del de Moisés y del de los vicarios de Cristo...

Si resumís ahora la historia entera del espíritu religioso, veréis que no ha tenido al principio más autor que las sensaciones y las necesidades del hombre; que la idea de dios ha tenido por tipo y modelo la de las potencias físicas, de los seres materiales obrando bien o mal, es decir causando placer o dolor al ser sensible; que en la formación de todos estos sistemas, ha seguido siempre el espíritu religioso la misma marcha y el mismo procedimiento; que en todos ellos no ha cesado el dogma de representar, bajo el nombre de dioses, las operaciones de la naturaleza, las pasiones de los hombres y sus errores; y que todos han tenido por objeto la moral, el deseo del bienestar y la aversión al dolor; pero que los pueblos y la mayor parte de los legisladores, ignorando los caminos que conducían a ellos, han formado ideas falsas, y por la misma razón opuestas, del vicio y de la virtud, del bien y del mal, esto es, de lo que hace al hombre dichoso o desgraciado; que en todos estos sistemas, los medios y las causas de propagarlos y establecerlos han ofrecido las mismas escenas de pasiones y sucesos, las mismas disputas sobre palabras, los propios pretextos de celo, de revoluciones y de guerras suscitadas por la ambición de los jefes, la picardía de los promulgadores, la credulidad de los prosélitos, la ignorancia del vulgo, y la codicia exclusiva y el orgullo intolerante de todos: veréis, en fin, que la historia entera del espíritu religioso no es sino la de las incertidumbres del espíritu humano; el cual, colocado en un mundo que no conoce, quiere sin embargo adivinar su enigma, y espectador siempre atónito, supone fines e inventa sistemas; y cuando halla que uno es defectuoso, lo destruye por otro que no es menos malo, detesta el error que abandona, desconoce el que abraza, repele la verdad que busca, compone quimeras de seres disparatados, y soñando siempre sabiduría y felicidad, se pierde en un laberinto de ilusiones y de penalidades








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Capítulo XXII

Identidad del fin de las religiones


Así habló el orador de los hombres que había investigado el origen y la filiación de las ideas religiosas; y discurriendo los teólogos de los diferentes sistemas sobre este discurso, dijeron unos:

Es una exposición impía, que no se propone nada menos que destruir toda creencia, infundir la insubordinación en los espíritus, aniquilando nuestro ministerio y nuestro poder. Es un cuento, dijeron otros, y una reunión de conjeturas dispuestas con arte, pero sin fundamento alguno. Las personas moderadas y prudentes añadían: Supongamos que todo eso sea verdad, ¿por qué revelar estos misterios? Yo hay duda que nuestras opiniones están llenas de errores; pero estos errores son un freno necesario para la multitud: el mundo marcha así hace dos mil años, ¿por qué quiere cambiársele hoy?

Ya empezaba a tomar cuerpo el rumor de la reprobación contra toda novedad, cuando un grupo numeroso de hombres de las clases del pueblo y de los salvajes de todos los países y de todas las naciones, sin profetas, ni doctores, ni código religioso, se adelantó en el circo, atrayendo sobre ellos la atención de toda la asamblea; y uno, alzando la voz, dijo al legislador:

-Árbitro y mediador de los pueblos, desde el principio de este debate estamos escuchando las relaciones más extrañas y nuevas hasta el día para nosotros; y nuestro ánimo, sorprendido y confuso de tantas cosas, unas sapientísimas, otras absurdas, que de ningún modo comprende, se queda con la misma incertidumbre y las mismas dudas. Sólo una reflexión nos hace fuerza, y es ésta: al reasumir tantos hechos prodigiosos, tantas aserciones contrarias, preguntamos: ¿qué nos importan todas estas discusiones? ¿Qué necesidad tenemos de saber lo que ha pasado cinco o seis mil años hace, en un país que no conocemos y entre hombres absolutamente extraños para nosotros? Que sea cierto o que sea falso, ¿de qué nos sirve saber si el mundo existe desde seis mil o veinte mil años a esta parte; si se ha hecho de nada o de algo, por sí mismo o por un obrero, que también necesitaría un autor, si esto fuese así? ¡Cómo! ¿<Seremos capaces de responder de lo que pasa en el Sol, en la luna o en los espacios imaginarios, cuando no estamos seguros de lo que pasa cerca de nosotros? Hemos olvidado los acontecimientos de nuestra infancia, ¿y conoceremos los de la del mundo? ¿Y quién atestiguará lo que nadie ha visto? ¿Quién certificará lo que nadie entiende?

¿Qué añadirá o disminuirá a nuestra existencia el decir o no sobre todas estas ilusiones? Hasta ahora, ni nuestros padres, ni nosotros hemos tenido el menor conocimiento de ellas; y no por eso hemos tenido más ni menos sol, más ni menos subsistencia, más ni menos bienes o males.

Si el conocimiento de todo ello fuese necesario, ¿por qué hemos vivido nosotros sin él tan bien o mejor que los que tanto se inquietan por adquirirlo? Si es superfluo, ¿por qué nos cargaremos ahora con este peso?

Y volviéndose a los doctores y a los teólogos, continuó:

-¡Cómo! ¿Habrá de ser preciso que nosotros, hombres ignorantes y pobres, que apenas tenemos bastante tiempo para cuidar de nuestra subsistencia, y para las labores de que vosotros os aprovecháis; habrá de ser preciso, repito, que aprendamos todas esas historias que contáis, que leamos tantos libros como nos proponéis, que aprendamos tantas lenguas en que están compuestos? Mil años de vida no bastarían...

-No es necesario, respondieron los doctores, que adquiráis tanta ciencia; nosotros la tenemos por vosotros...

-Pero vosotros mismos, replicaron los hombres sencillos, no estáis acordes en medio de toda esa ciencia... ¿De qué sirve, pues, poseerla?... Y además ¿cómo podríais responder por nosotros? Si la fe de un hombre se aplica a muchos, ¿qué necesidad tenéis de creer vosotros mismos? Vuestros padres habrán creído por vosotros, y esto será puesto en razón, pues que también han visto por vosotros.

Pero ¿qué es creer, si creer no influye sobre acción alguna? ¿Y sobre qué acción influye, por ejemplo, el creer al mundo eterno o no?

-Eso ofende a Dios, dijeron los doctores.

-¿Dónde está la prueba?

-En nuestros libros.

-No los entendernos.

-Nosotros los entendemos por vosotros.

-Ahí está la dificultad, pues, ¿con qué derecho os establecéis mediadores entre Dios y nosotros?

-Por sus órdenes.

-¿Dónde está la prueba?

-En nuestros libros.

-No los entendemos, reprodujeron los otros y, ¿cómo es que este Dios justo os concede ese privilegio sobre nosotros? ¿Cómo nos obliga este padre común a creer en un grado menor de evidencia que vosotros? Concedamos que os haya hablado y que no os engañe, porque es infalible; pero vosotros nos habláis... ¡vosotros!... ¿y quién nos asegura que no estáis llenos de errores o que no podréis infundírnoslos? Y si somos engañados, ¿cómo podrá salvarnos este Dios justo contra la ley que existe, o condenarnos no habiéndola conocido?

-Os ha dado la ley natural.

-¿Y qué es la ley natural? Si esta ley basta, ¿para qué ha dado otras? Si no basta, ¿por qué la ha dado imperfecta?

-Sus juicios son misteriosos, y su justicia no es como la de los hombres.

-Si su justicia no es como la nuestra, ¿qué medios tendremos para conocerla? y en resolución, ¿a qué vienen todas esas leyes y cuál es el fin que se proponen?

El de haceros más dichosos, dijo un doctor, haciéndoos mejores y más virtuosos: con este objeto se ha manifestado Dios por medio de tantos oráculos y prodigios, para enseñaros a usar de sus beneficios y a no dañarse recíprocamente.

-En este caso, concluyeron los hombres sencillos, no hay necesidad de tantos estudios y razonamientos; enséñesenos cual es la religión que llena mejor el fin que todas se proponen.

Al punto, cada uno de los grupos empezó a ponderar su moral, a preferirla a todas las demás, y con este motivo se suscitaron entre los cultos unas disputas terribles.

-Nosotros somos, dijeron los musulmanes, los que poseemos la moral por excelencia, y los que enseñamos todas las virtudes gratas a los hombres y a Dios: profesamos la justicia, el desinterés, la confianza en la Providencia, la caridad con nuestros hermanos, la limosna, la resignación; nosotros no atormentamos las almas con temores supersticiosos, vivimos sin inquietudes, y moriremos sin remordimientos.

-¿Cómo osáis, replicaron los sacerdotes cristianos, hablar de moral, vosotros, cuyo jefe ha tenido una vida licenciosa, y ha predicado el escándalo? ¿Vosotros, cuyo primer precepto es el homicidio y la guerra? Que se apele a la experiencia: de mil y doscientos años a esta parte, no ha cesado de esparcir vuestro fanático celo el llanto y la desolación en todas las naciones; y si en el día, esa Asia, tan floreciente en otros tiempos, decae en la barbarie y en la aniquilación, vuestra doctrina es la culpable; doctrina enemiga de toda instrucción que, santificando por una parte la ignorancia, y consagrando el despotismo más absoluto en el que manda, e imponiendo por otra la obediencia más ciega y más pasiva a los gobernados, ha entorpecido todas las facultades del hombre y sumergido las naciones en el embrutecimiento.

No sucede esto en nuestra sublime y celeste moral: ella es la que ha sacado la tierra de su barbarie primitiva, de las supersticiones insensatas o crueles de la idolatría, de los sacrificios de sangre humana, de los desórdenes vergonzosos de misterios paganos; la que ha purificado las costumbres, proscrito los incestos y los adulterios, civilizado las naciones salvajes, y hecho desaparecer la esclavitud, introducido virtudes nuevas y desconocidas: la caridad para los hombres, su igualdad ante de Dios, el perdón y olvido de las injurias, el dominio de todas las pasiones, el desprecio de las grandezas mundanas; en una palabra, una vida enteramente espiritual y santa.

-Mucha admiración nos causa, respondieron los musulmanes, el ver como sabéis unir esta caridad, esta pureza evangélica, de que tanto os vanagloriáis, con las injurias y los ultrajes que soléis emplear para herir continuamente a vuestros prójimos. Puesto que vosotros acusáis con tanta gravedad las costumbres del grande hombre que reverenciamos, podríamos encontrar represalias en la conducta del que adoráis; pero, desdeñando semejantes medios, limitándonos al verdadero objeto de la cuestión, sostenemos que vuestra moral evangélica no es tan perfecta como vosotros creéis; que no es cierto; haya introducido en el mundo virtudes desconocidas y nuevas, ni esa igualdad de los hombres ante Dios, esa fraternidad y benevolencia, que son consiguientes, pues que todo ello estaba prescrito formalmente en los dogmas antiguos de los herméticos o samaneos, de los que descendéis. Y en cuanto al perdón de las injurias, los mismos paganos lo habían enseñado; pero en la extensión que vosotros le dais, lejos de ser una virtud, se convierte en una inmoralidad y un vicio. Vuestro precepto tan ponderado de presentar otra mejilla después de haber recibido un bofetón en la una, no sólo es contrario a todos los sentimientos del hombre, sino también opuesto a todos los sentimientos de justicia; porque alienta a los malos con la impunidad, envilece a los buenos con la servidumbre, entrega al mundo al desorden y la tiranía, y disuelve la sociedad: tal es el verdadero espíritu de vuestra doctrina. Vuestros evangelios, en sus preceptos y parábolas, representan siempre a Dios como un déspota sin regla alguna de equidad; es un padre lleno de parcialidad, que trata a un hijo licencioso y pródigo con más cariño que a los otros hijos obedientes y de buenas costumbres; es un amo caprichoso que da el mismo salario a los obreros que han trabajado una hora que a los que se han afanado todo el día, y que prefiere los últimos venidos a los primeros; en fin, no hay principio que no sea el de una moral misantrópica y antisocial, que disgusta a los hombres de todo trabajo e industria útiles a la sociedad, y hasta de la vida, y no se encamina a otra cosa que a formar ermitaños y celibatos.

En cuanto al modo de haberla practicado, apelamos también al testimonio de los hechos, y os preguntamos si es la dulzura evangélica la que ha suscitado vuestras interminables guerras de sectas, las persecuciones atroces de esos infelices herejes, vuestras cruzadas contra el arrianismo, el maniqueísmo, el protestantismo, sin hablar de las que habéis hecho contra nosotros, ni de las asociaciones sacrílegas, que aún subsisten, de hombres juramentados para continuarlas.24 Os preguntamos también si es la caridad evangélica la que os ha hecho exterminar pueblos enteros de América y aniquilar los imperios de Méjico y Perú; la que os induce a continuar devastando el África, cuyos habitantes vendéis como animales, a pesar de vuestra abolición de la esclavitud; la que os hace asolar la India, cuyos dominios usurpáis; en fin, si es la caridad evangélica la que os hace turbar, de tres siglos a esta parte, en sus mismos hogares los pueblos de los tres continentes, de los cuales los más prudentes, como han sido los chinos y los japoneses, se han visto precisados a arrojaros de sus dominios para evitar vuestras cadenas y recobrar la paz interior.

Así que se pronunciaron estas reconvenciones, los bramanos, los rabinos, los bonzos, los chamanes, los sacerdotes de las islas Molucas y de las castas de Guinea confundieron con las suyas a los doctores cristianos, y dijeron:

-Sí, sí, estos hombres son unos bribones, unos hipócritas, que predican la sencillez para ganar la confianza; la humildad, para sojuzgar más fácilmente: la pobreza, para apropiarse todas las riquezas; prometen otro mundo para apoderarse mejor de éste; y hablando de tolerancia y caridad, queman en nombre de Dios a los hombres que no le adoran como ellos.

Ministros embusteros, respondieron los católicos, vosotros sois los que abusáis de la credulidad de las naciones ignorantes para subyugarlas. Vosotros sois los que convertís vuestro ministerio en un arte de impostura y de arterias; vosotros los que habéis hecho de la religión un negocio de avaricia y especulación. Vosotros suponéis que os comunicáis con los espíritus, y todos sus oráculos se reducen a anunciar vuestra voluntad; pretendéis leer en los astros, y el destino no decreta sino conforme a vuestros deseos; hacéis hablar a los ídolos, y los dioses sólo son instrumentos de vuestras pasiones; habéis inventado los sacrificios y las libaciones para apropiaros la leche de los rebaños, la carne y la grasa de las víctimas; y bajo el manto de la piedad y de la abstinencia, devoráis las ofrendas hechas a los dioses, que no comen, y la sustancia arrancada a los pueblos, que trabajan.

-Y vosotros, gritaron los bramanes, los bonzos y los chamanes, vendéis a los crédulos oraciones inútiles por las almas de los muertos; os habéis abrogado el poder y las funciones de Dios mismo con esas indulgencias y absoluciones; y, haciendo un tráfico infame de sus gracias y sus perdones, habéis hecho del cielo una almoneda pública, y fundado, con vuestro sistema de espiaciones, una tarifa de rescate de los delitos, que ha pervertido todas las conciencias.

-Añadid a eso, dijeron los imanes, que estos hombres han inventado la más profunda de las maldades, cual es la obligación absurda e impía de fiarles los secretos más íntimos de las acciones y los pensamientos, por medio de la confesión; de modo que su insolente curiosidad lleva su inquisición hasta el santuario sagrado del lecho nupcial y el asilo inviolable del corazón.

Entonces, y a fuerza de reconvenciones recíprocas, revelaron los doctores de los diferentes cultos todos los delitos de su ministerio, todos los vicios ocultos de su estado; y se vio que en todos los pueblos eran absolutamente idénticos el espíritu de los sacerdotes, su sistema de conducta, sus acciones y sus costumbres;4

Que en todas partes habían formado asociaciones secretas y corporaciones enemigas del resto de la sociedad;

Que en todas partes se habían atribuido prerrogativas o inmunidades, por medio de las cuales vivían libres de las cargas de las demás clases;

Que en todas partes se dan buena vida sin experimentar las fatigas del labrador, los riesgos del militar, ni los reveses del comerciante;

Que en todas partes viven célibes, a fin de eximirse hasta de los cuidados domésticos;

Que en todas partes conocen el secreto de ser ricos, bajo la capa de la pobreza, y de proporcionarse todo género de placeres;

Que, a título de limosna, perciben impuestos más grandes que los de los príncipes;

Que, bajo el de dones y ofrendas, adquieren rentas seguras y libres de toda carga;

Que, bajo el nombre de recogimiento y devoción, viven en la ociosidad y el desenfreno de costumbres;

Que han hecho una virtud de la limosna, para disfrutar tranquilamente del trabajo ajeno;

Que inventaron las ceremonias del culto, para atraerse el respeto popular, representando el papel de dioses de quienes se llamaron intérpretes y mediadores, para atribuirse todo el poder;

Que con este designio, y según las luces o la ignorancia de los pueblos, fueron alternativamente astrólogos, adivinos y mágicos, nigrománticos, charlatanes, médicos, cortesanos y confesores de príncipes, siempre aspirando gobernar en su exclusiva ventaja;

Que unas veces levantaron el poder de los reyes y consagraron personas, para granjear sus favores y participar de su poder;

Y otras veces predicaron el asesinato de los tiranos (reservándose el derecho de especificar la tiranía), a fin de vengarse de su desprecio o de su inobediencia;

Que siempre llamaron impiedad a lo que dañó a sus intereses; que se opusieron a toda instrucción pública para ejercer el monopolio de la ciencia; en fin, que en todo tiempo y en todo lugar hallaron el secreto de vivir en paz en medio de la anarquía que causaban, seguros bajo el despotismo favorecían, descansados en medio del trabajo que predicaban, llenos de abundancia cuando los demás de miseria; y todo esto por ejercitar el comercio singular de vender palabras y gestos a gentes crédulas, que se los pagaban como si fuesen géneros de mucho valor.

Al escuchar tales infamias, se llenaron los pueblos de furor, y quisieron despedazar a los hombres que les habían engañado con tal descaro; pero el legislador contuvo este movimiento de violencia, y dirigiéndose a los jefes y a los doctores, les dijo:

-¡Cómo! Fundadores de pueblos, ¿de esta manera los habéis engañado?

Confundidos los sacerdotes respondieron:

-¡Oh legislador! Somos hombres, y los pueblos son tan supersticiosos que ellos mismos nos incitaban, al engaño.25

Los reyes dijeron:

-¡Oh legislador! Son tan serviles e ignorantes los pueblos que ellos mismos se han prosternado ante el yugo que apenas nos atrevíamos a mostrarles.26

Entonces, volviéndose el legislador a los pueblos, les dijo:

-¡Pueblos, pueblos! Acordaos de lo que acabáis de oír, que son dos profundas verdades: sois vosotros mismos los autores de los males que os aquejan: vosotros sois los que alentáis a los tiranos con una baja adulación, con el aplauso imprudente de sus falsas bondades, con el envilecimiento en la obediencia, el desenfreno en la libertad, y la ciega adopción de cualquiera impostura. Y siendo así, ¿sobre quién queréis que caiga el castigo de las faltas de vuestra propia ignorancia y avaricia?

Los pueblos quedaron sobrecogidos al oír tan terrible apóstrofe, y guardaron el más profundo silencio.




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Capítulo XXIII

Solución del problema de las contradicciones


Volvió a tomar la palabra el legislador, y dijo:

-¡Oh naciones! Todas habéis oído los debates de vuestras opiniones, y las disputas que os desunen nos han sugerido muchas reflexiones, ofreciéndonos infinitos problemas que aclarar y que proponeros.

Considerando, en primer lugar, la diversidad y la oposición de las creencias que seguís, os preguntamos: ¿en qué fundáis vuestro convencimiento? ¿Habéis hecho una elección bien meditada para seguir el estandarte de un profeta con preferencia al de otro? Antes de adoptar una doctrina más bien que otra, ¿las habéis comparado? ¿Las habéis examinado maduramente? ¿O las tenéis sólo de la casualidad del nacimiento, o del imperio de la costumbre y la educación? ¿No nacéis cristianos en las orillas del Tíber, musulmanes en las del Eúfrates, idólatras en las del Indo, como nacéis rubios en las regiones frías, y tostados bajo el sol del África? Y si vuestras opiniones son un efecto de vuestra situación fortuita sobre la Tierra, del parentesco o de la imitación, ¿cómo es que la casualidad es para vosotros un motivo de convicción y un argumento de verdad?

Cuando en segundo lugar, reflexionamos, sobre la respectiva exclusión y la intolerancia arbitraria de vuestras pretensiones, nos espantamos de las consecuencias de vuestros propios principios. Pueblos que os ofrecéis recíprocamente a las disposiciones de la cólera celeste, suponed que bajase de los cielos en este momento el Ser universal, que adoráis, y que, rodeado de todo su poder, se sentase sobre su trono para juzgaros a todos y dijese.

¡Mortales! La justicia que voy a ejercer sobre vosotros es vuestra propia justicia. Si, de tantos cultos que observáis, uno sólo va a ser el preferido; todos los demás, toda esa multitud de estandartes, de pueblos y profetas, serán condenados a una perdición eterna; y no basta con eso... Entre las sectas del culto escogido sólo una puede agradarme, y todas las demás serán condenadas; y tampoco basta esto. De este pequeñísimo grupo escogido, es menester que excluya todos aquellos individuos que no han llenado las condiciones que prescriben sus preceptos: ved, hombres, a qué corto número de elegidos habéis limitado vuestra especie; a qué mezquindad reducís los beneficios de mi inmensa bondad; a qué soledad de admiradores condenáis mi gloria y mi grandeza.

Dicho esto, se levantó el legislador, y añadió:

-No importa, ya que así lo habéis querido. Pueblos, ahí está la urna que contiene vuestros nombres, uno sólo va a salir... ¡Ánimo! Sacad la suerte de esa terrible urna.

Pero los pueblos, llenos de espanto, gritaron:

-¡No, no, no!: todos somos hermanos, todos iguales, y no podemos condenarnos recíprocamente.

-Hombres, hombres, que disputáis sobre tantas materias; restad vuestra atención a un problema que vosotros me ofrecéis, y que debéis resolver vosotros mismos.

Los pueblos prestaron en efecto la mayor atención, y levantando un brazo el legislador hacia el cielo, y señalando el Sol, dijo:

-Pueblos, ¿ese Sol que os alumbra os parece cuadrado o triangular?

-No, respondieron unánimemente; es redondo.

Tomando después la balanza de oro que estaba sobre el altar, dijo:

-Este oro que manejáis todos los días, ¿es más pesado que un volumen igual de cobre?

-Sí, contestaron acordes todos los pueblos; el oro es más pesado que el cobre.

El legislador tomó luego la espada, y dijo:

-¿Este hierro es menos duro que el plomo?

-No, respondieron los pueblos.

-¿El azúcar es dulce, y la hiel amarga?

-Sí.

-¿Amáis todos el placer, y aborrecéis el dolor?

-Sí.

-Así, pues, todos estáis acordes sobre estos puntos, y sobre una multitud de otros semejantes. Decidme ahora:

¿Hay un abismo en el centro de la Tierra, y habitantes en la luna?

Al punto suscitó esta cuestión un rumor universal; y respondiendo cada uno de diferente modo, decían muchos que , y muchos que no; estos, que podía ser; aquellos, que la cuestión era ociosa y ridícula; y otros, que sería bueno saberlo: en fin, la discordancia fue general.

Después de algún tiempo, pudo el legislador imponer silencio, y añadió:

-Pueblos, explicadme ahora este problema. Yo os propuse muchas cuestiones, sobre las cuales estuvisteis todos acordes, sin distinción de raza ni de secta: hombres blancos, hombres negros, sectarios de Mahoma o de Moisés, adoradores de Buda o de Jesús, todos, todos habéis dado la misma respuesta. Luego os propongo otra, y al momento discordáis. ¿Por qué esta unanimidad en un caso, y esta discordancia en otro?

El grupo de hombres sencillos y salvajes tomó entonces la palabra y respondió:

-La razón es muy obvia: en el primer caso, veíamos y palpábamos los objetos, y hablábamos de consiguiente por sensación propia; en el segundo se hallaban fuera del alcance de nuestros sentidos y sólo hablábamos por conjeturas.

-Habéis resuelto el problema, dijo el legislador, y así vuestra misma confesión sienta esta primera verdad:

Que siempre que los objetos se pueden someter a vuestros sentidos, estáis acordes en los conceptos;

Y que sólo diferís de opinión y sentimientos, cuando los objetos están ausentes o fuera de vuestro alcance.

Ahora bien, de este primer hecho se sigue otro, tan claro y tan digno de fijar la atención.

De vuestra conformidad en lo que conocéis con exactitud, se sigue que sólo estáis discordes en aquello que no conocéis bien, y sobre aquello de que no estáis muy seguros; es decir, que disputáis, reñís y peleáis por cosas inciertas y dudosas. ¡Ah! Hombres, ¿y es esto lo que dicta la sabiduría?

No ciertamente: es probar que no es la verdad el objeto de vuestras disputas, ni la causa que defendéis, sino el de vuestras pasiones y vuestros errores; que no es el objeto, tal como es en sí, el que queréis probar, sino el objeto que vosotros veis; esto es, que queréis hacer prevalecer vuestra opinión, vuestra manera de ver y de juzgar, y no la evidencia de la cosa. Es un poder que queréis usar, un interés que queréis satisfacer, una prerrogativa que os atribuís; es, en una palabra, la lucha de vuestra vanidad. Pero como cada uno de vosotros, comparándose a los demás, se encuentra su semejante y su igual, resiste la dominación por el sentimiento del mismo derecho. Y todas vuestras disputas y choques y vuestra intolerancia son efecto de este derecho que no queréis ceder, y de la conciencia de vuestra igualdad.

Mas el único medio de estar acordes, es el de volver a la NATURALEZA, y tomar por árbitro y regulador el orden de cosas que ella misma ha establecido; y entonces vuestra armonía prueba también esta otra verdad:

Que los seres reales tienen en si mismos un modo de existir idéntico, constante, uniforme, y que hay en vuestros órganos una manera constante de sentir.

Pero al mismo tiempo, y a causa de la movilidad de estos órganos por vuestra voluntad, podéis concebir afectos distintos, y hallaros en relaciones diferentes con los mismos objetos; de modo que sois con respecto a ellos como un espejo, que puede presentarlos tales como son en efecto, y puede también desfigurarlos y alterarlos.

De donde se sigue que todas las veces que percibís los objetos tales como son, estáis acordes entre vosotros y con ellos; y esta semejanza entre vuestras sensaciones y el modo de existir de los seres, es lo que constituye para vosotros la VERDAD.

Que al contrario, siempre que no estáis acordes, vuestro disentimiento, prueba que no os representáis los objetos como son, y que los variáis.

Dedúcese también de esto que las causas de vuestros disentimientos no consisten en los mismos objetos, sino en vuestro entendimiento y en el modo de percibir y de juzgar.

Para establecer la unidad de opinión es menester establecer antes bien la certidumbre, asegurarse perfectamente de que los cuadros que se pintan la imaginación son idénticamente semejantes a sus modelos, y que reflejan los objetos correctamente y según son. Ahora bien: no es posible lograr esto sino en tanto que pueden dichos objetos presentarse y someterse al exámen de los sentidos. Todo lo que no puede reducirse a esta prueba es por este hecho mismo incapaz de ser juzgado; y no hay ninguna regla, ningún término de comparación, ningún medio de certidumbre para juzgar.

De donde debe concluirse que, para vivir en paz y concordia, es menester consentir en no fallar sobre tales objetos, ni darles ninguna importancia; en una palabra, que es preciso trazar una línea de demarcación entre los objetos verificables y los que no pueden verificarse, y separar con una barrera inviolable el mundo de las realidades: es decir, que debe privarse de todo afecto civil a las opiniones teológicas o religiosas.

He aquí ¡Oh pueblos! El objeto que se ha propuesto una grande nación, al libertarse de sus cadenas y de sus preocupaciones; he aquí la obra que habíamos emprendido bajo su inspección y por sus órdenes, cuando vuestros reyes y sacerdotes han venido a interrumpirla. Mas ¡Oh reyes y sacerdotes! Vosotros podréis suspender todavía por algún tiempo la publicación solemne de las leyes de la NATURALEZA; pero ya no pende de vuestro poder trastornarlas ni destruirlas.

Entonces se levantó una gritería inmensa de todas las partes de la asamblea, y la totalidad de los pueblos manifestó con un movimiento unánime su adhesión a los principios sentados por el legislador.

-Volved a emprender, le dijeron, vuestra santa y sublime obra, y llevadla a su perfección; investigad las leyes que la NATURALEZA ha depositado en nosotros mismos para dirigirnos, y formad su auténtico e inmutable código, pero que no sea para una nación sola, sino para todos nosotros sin excepción alguna. Sed el legislador de todo el género humano, como seréis su intérprete; mostradnos la línea que separa el mundo de las ilusiones del de las realidades; y enseñadnos, después de tantas religiones de error y falsedades, la religión de la evidencia y la VERDAD.

Entonces el legislador, habiendo continuado la investigación y el examen de los atributos físicos y constitutivos del hombre, de los movimientos y afectos que le rigen en el estado individual y social, desenvolvió las leyes en que la naturaleza ha fundado la felicidad de la especie humana en el siguiente CATECISMO DE LA LEY NATURAL.





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