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Layo y Edipo: padres, hijos y el problema de la autoridad en el «Facundo»

Elizabeth Garrels




Introducción

En el libro De la démocratie en Amérique, cuyas dos partes -aparecidas en 1835 y 1840- fueron pronto leídas y comentadas por la generación argentina del '37, el francés Alexis de Tocqueville sostenía que la institución de la familia y el trato de las generaciones estaban sufriendo profundos cambios debido a la inmensa revolución social y política que llegaba a su culminación en esos días1. Bajo la democracia, según él, los hijos ya no se parecían a sus padres porque vivían en un estado de constante alteración de lugar, de sentimiento y de fortuna2. A pesar de los muchos peligros que descubría en la sociedad norteamericana -el ejemplo más desarrollado, para él, de la vida democrática- Tocqueville pintaba una visión bastante risueña de la familia en ese país: describía una relación de relativa igualdad entre los miembros de una familia en que la vieja autoridad absoluta y legal del padre sobre sus hijos había sido reemplazada por los lazos naturales del afecto3. La autoridad del padre, si no destruida, había sido considerablemente limitada4. El resultado, según su descripción -que a nosotros, lectores de la era freudiana y hasta posfreudiana, nos puede provocar cierta incredulidad irónica- era una familia bastante libre de conflictos generacionales5.

En su propia Francia, sin embargo, sólo había que abrir novelas como Le rouge et le noir (1830) o Père Goriot (1835) para ver que en un medio donde la lucha entre la democracia y el antiguo régimen -el gobierno representativo y la restauración- se libraba a sangre y fuego en todos los registros de la sociedad, el conflicto generacional era obsesivo e íntimamente implicado en la cuestión social fundamental: ¿a quién pertenecía la nación? o ¿dónde residía el poder?6 Es cierto que esta insistencia en el tema generacional en parte reflejaba la aparición en el siglo XVIII de lo que se conoce como la «familia burguesa» o «familia moderna», con todas las redefiniciones que esto implicaba respecto a los varios miembros de una familia y las relaciones entre ellos7. Sin embargo, la popularidad de la analogía de la familia (ej. padres e hijos) para discutir el poder político respondía también a una tradición retórica. En los siglos XVI y XVII, en que el rey absolutista se había proclamado el representante de Dios padre en la tierra, sus apólogos a menudo buscaban naturalizar el despotismo estableciendo la familia patriarcal como su modelo así como también su origen. No sorprende, pues, que el cuestionamiento liberal del absolutismo que recibió una formulación importante en los dos tratados de Locke de 1690 y luego cundió en los siglos XVIII y XIX, a su vez buscara su vocabulario en la analogía familiar, aun cuando, como en el caso de Locke, la repudiara8. En la época que nos concierne aquí -aproximadamente 1830 a 1850- la paternidad, la herencia y la pugna entre las generaciones formaban un núcleo temático al que se recurría continuamente para hablar de la legitimidad o la usurpación del poder político.

Hacia el año 1830 había surgido un grupo social que daba una nueva militancia a la retórica generacional. Ausentes como actores autónomos en las jornadas del '89, ahora los estudiantes universitarios, bajo la inspiración nacionalista del italiano Giuseppe Mazzini, se asociaban para formar la Joven Francia, la Joven Alemania y la Joven Suiza, y para exaltar la juventud a expensas de la vejez9. En la América del Sur, este fenómeno europeo se reprodujo en la llamada Joven Generación Argentina, que adoptó con una pasión singular la retórica de la rebeldía filial. La agrupación argentina, conocida después como la generación del '37, hizo suya esta retórica para responder al problema objetivo de una competencia generacional por los reducidos empleos y puestos de prestigio en una sociedad posrevolucionaria que había generado más ambiciones que posibilidades de satisfacerlas10. Pero también la aprovechó para hablar de un asunto mucho más global y a la vez esencial -el de las formas alternativas que podía asumir el poder político en el país, y las diferentes costumbres sociales que supuestamente complementaban estas formas.

Si al lado de la riqueza, pongamos por ejemplo, de novelas francesas aparecidas durante la Monarquía de Julio que protagonizaban hijos rebeldes y padres repudiados, la Argentina ofrecía un gran vacío, no era por falta de interés en el tema. Más bien tenía que ver con la tardanza con que apareció el género novelístico en el país sudamericano. Los primeros intentos de novela por parte de autores argentinos, si se descuenta un cuadro como «El matadero», datan de los años '40, y todos éstos se publicaron en el extranjero11. Sin embargo, en la ficción de los escritores exilados, ya se nota en esa década una preocupación por el tema generacional. El drama El poeta de José Mármol, representado así como publicado por primera vez en Montevideo en 1842, denuncia los matrimonios arreglados en que los padres -en este caso, un padre- buscan consolidar sus fortunas casando a sus hijas contra su voluntad con el postulante más rico. El ideal de paternidad defendido en la obra es el del afecto natural; la paternidad como tiranía queda condenada:


Aquel que nos regala una ecsistencia [sic]
Para rendirla esclava de su anhelo,
¿Cuándo merece el título de padre?
Esa voz ¡padre! que del alma sale,
La merece tan solo quien derrama
En la vida del hijo su cariño:
Y cuando ¡hijo! alguna vez le llama
No cree llamarle «siervo miserable»...12

Esta condena de los casamientos mercenarios -que repite una denuncia ya hecha en La Moda de Buenos Aires en 1838, la cual, a su vez, refleja una preocupación fundamental del feminismo europeo de fines del siglo XVIII y principios del XIX- vuelve a aparecer en Soledad (La Paz, 1847) de Bartolomé Mitre13. Esta es una de las primeras novelas escritas por un autor argentino. En Soledad, resulta ser una madre empobrecida quien, en su lecho de muerte, persuade a su hija de menos de veinte años que se case -también contra su voluntad- con un rico que tiene tres veces su edad. Este hombre, de sentimientos políticos realistas (la acción ocurre en 1826), maltratará a su joven esposa, pero antes de morir, reconocerá que ha hecho mal en querer «unir la juventud a la vejez» y encomendará a su mujer al hombre que ella quiere de verdad, un joven capitán que se ha cubierto de gloria luchando por la independencia en las batallas de Junín y Ayacucho14. La novela, obra de un escritor de veintiséis años, es una fantasía bastante transparente del triunfo de la juventud sobre la vejez. Los jóvenes amantes no tienen nada de qué culparse en la dinámica generacional. Desde el principio, la hija ha obedecido a su madre como igualmente a su marido, quien por su edad podría ser su padre. El joven amante no ha competido con el marido porque la muerte se lleva al viejo en el momento oportuno. Este, sin rencor y ya sin celos, reconoce que la culpa ha sido suya, bendice a los jóvenes, y hace a su esposa la heredera de su cuantiosa fortuna. El autor, pues, hace que la trama misma elimine al tiránico viejo y obstáculo a la unión de los jóvenes, y exime a éstos de tener que cometer ningún acto de violencia ni de desobediencia para poder satisfacer su deseo de casarse.

Cuando por fin se publica en la Argentina una novela de tema local -la Amalia de José Mármol del año '55 -no sorprende que ésta utilice como elemento estructurante el contraste entre Rosas, el padre infernal de Manuela así como de la Argentina, y don Antonio Bello, el padre bueno que se equivoca en política pero acierta en la educación de su hijo, el protagonista Daniel Bello15. Al nivel doméstico, Daniel representa el ideal de la sociedad democrática visualizada por Tocqueville -un joven que se independiza de su padre, que no sigue ciegamente su ejemplo, pero que a la vez se siente unido a él por los lazos naturales del amor familiar.

Resulta llamativo este esfuerzo por parte de un asociado de la juventud del '37 de rescatar la inviolabilidad del afecto filial, ya que con razón aquella generación ha sido calificada por David Viñas como una de «feroces parricidas»16. En realidad, la solución al problema generacional que propone Mármol en su novela delata una profunda ambivalencia respecto a toda autoridad paterna. El padre del héroe Daniel es el gran ausente. Sólo se materializa en los últimos seis párrafos de este voluminoso libro para pronunciar apenas seis palabras. Estructuralmente, funciona como un deus ex machina: es la única figura que puede salvar las vidas de su hijo y de Amalia, el símbolo femenino de la nación argentina. Sin embargo, este padre es un dios dotado de un poder radicalmente ambiguo. Su capacidad de salvar la vida de los jóvenes viene de su asociación con el error y el crimen (Don Antonio es federal), y la verdad es que ni se sabe si al final logra salvarle la vida a nadie. El desenlace notoriamente inconcluso crea la posibilidad de que don Antonio sea un deus ex machina completamente inepto- un padre incapaz de evitar el sacrificio de su hijo.

La ambivalencia filial que se aprecia en la estructura de Amalia, de 1855, se manifiesta continuamente en los primeros escritos de la generación del '37. Las «Palabras simbólicas» de Echeverría, texto bautizado después como el Dogma socialista, se abre con un torrente de resentimiento filial: un ejemplo- «Raza de maldición, parecemos destinados por una ley injusta a sufrir el castigo de los crímenes y errores de la generación que nos dio el ser»17. De pronto esta queja es silenciada para dejar que hablen esos mismos progenitores desde la tumba. Su exhortación paterna se convierte en la ley moral aceptada fervorosamente por los hijos antes disconformes que ahora sólo desean ser los «dignos hijos de los padres de la patria» y «emular» sus virtudes18. Pocos meses antes de formularse este texto, que es de agosto de 1837, el joven Alberdi, en su discurso inaugural del Salón Literario, había acusado a los padres de la patria de haber dado origen a una revolución ilegítima. Según él, les tocaba a «las generaciones venideras» «legitimar» esta revolución, es decir, les tocaba a los bastardos legitimarse a sí mismos, y así convertirse en sus propios padres legales: «somos llamados a ejecutar la obra que nuestros padres debieron haber ejecutado», decía Alberdi19. Un año después, como si estuviera arrepentido de su insolencia anterior, el mismo escritor publicó un artículo titulado «La generación presente a la faz de la generación pasada», en que satirizaba a los jóvenes frívolos e inexpertos que se atrevían a medirse con la noble y heroica generación de la Independencia20.

De estos jóvenes agresivos, uno en particular se esforzó por negar su ambivalencia: me refiero a Sarmiento. Este todavía se autodefinía como joven en el Facundo del año 184521. Los Viajes, del '49, era un texto de transición, de un hombre que subía a trancos los peldaños de la experiencia y la aceptación social. Recuerdos de provincia era ya la reflexión de un hombre maduro, asentado, y La campaña del Ejército Grande, del año '52, era, según la propia confesión del autor, un texto escrito por un hombre con canas22. El Facundo, entonces, la deslumbrante culminación del primer Sarmiento, el joven periodista, resultaba ser también la máxima expresión del impulso parricida del hombre joven que todavía percibía a sus rivales como padres que bloqueaban su acceso a la paternidad, es decir, al pleno ejercicio del poder.






Sarmiento y el Facundo

El presente ensayo propone estudiar ciertos aspectos del tema de la paternidad en el Facundo, y sobre todo los que se relacionan específicamente al parricidio. Con esto, no se agota el tema paterno, ya que la relación jerárquica entre padres e hijos funciona -de manera metafórica- para organizar buena parte del material del libro. Antes de pasar a comentar el Facundo, sin embargo, será útil señalar un ejemplo de parricidio que pertenece a uno de los primeros textos del autor. Se trata del artículo titulado «La Pirámide», que apareció en el último número del periódico sanjuanino de Sarmiento, El Zonda, de 1839. Aunque el artículo no llevaba firma, años más tarde en Recuerdos de provincia (1850), Sarmiento lo reconocería como suyo, dando cuenta de su génesis y señalando que representaba la «primera vez que las fantásticas ficciones de la imaginación... [le] sirvieron para encubrir la imaginación de... [su] corazón».23

Recargada de turbulencias y morbosidades románticas, «La Pirámide» viene a ser una especie de pesadilla alegórica en que se critica agresivamente el actual estado social y político de San Juan. Su protagonista, patriota que veinte años atrás había ayudado a San Martín a preparar la expedición a Chile, pasa una noche de espantosos sufrimientos morales pensando en cómo el presente ha traicionado las promesas de la Independencia. Cuando por fin se duerme, le llegan sueños horribles, y en el «más horrible» de todos, el fantasma de su padre, un español, intenta matarlo. Intenta matarlo tumbándole encima la Pirámide, monumento que conmemora aquella expedición de San Martín y representa los ideales republicanos. Mientras el padre se empeña en su acto filicida, le grita al hijo anatemas como «hijo maldito», «hijo rebelde», «insurgente desnaturalizado», e «hijo parricida». El padre, quien simboliza los vicios del antiguo régimen heredados por el presente, ha regresado desde la tumba para vengarse del parricidio figurativo que fue la Guerra de la Independencia. El hijo, al despertarse de su pesadilla, «busca en vano la sombra de su padre para insultarla ya que no puede darle muerte».24 La ambigüedad de estas últimas palabras posibilita las siguientes interpretaciones: literalmente, el hijo no puede matar a su padre porque éste ya está muerto, pero figuradamente, no puede matarlo por la prohibición al parricidio. Si el parricidio de la Independencia fue meramente simbólico, aquí el hijo enfrenta el deseo de matar a su padre literalmente, ya que éste -a su vez literalmente- quiere matarlo a él. El texto resuelve la ambivalencia provocada por la simultánea atracción y rechazo al parricidio, imposibilitando que el hijo mate a su padre pero ofreciéndole la satisfacción de su agresividad en la forma de una renovada voluntad de lucha contra «los vicios y las preocupaciones, y la ignorancia y apatía de sus padres».25 El texto, entonces, confiesa sin ambages la existencia del deseo parricida, y presenta como legítima la rebelión del hijo contra el padre.

Seis años después en el Facundo, el tema del parricidio no ha perdido nada de la extraordinaria energía que lo caracterizaba en «La Pirámide». Sin embargo, está algo más reprimido, censurado, aunque no por esto menos presente. En el texto del año '39 se hablaba explícitamente del parricidio, aunque se detenía ante la comisión del acto. En todo el Facundo no sé que aparezcan ni una sola vez la palabra «parricidio» ni sus derivados, pero la fantasía es, sin exagerar, la trama secreta del libro.

El nuevo estilo que asume la progresiva represión del tema se puede apreciar de manera inmejorable en la «Introducción», y sobre todo en su primer párrafo. Este se abre con la famosa invocación de la sombra de Facundo:

¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo!


(p. 7)                


Aquí es Facundo quien va a explicar/revelar el secreto de un noble pueblo. Sin embargo, para el final del párrafo, Facundo se ha metamorfoseado en Rosas («su alma ha pasado a este otro molde» [p. 8]), y ya no es ni Facundo ni Rosas quien va a revelar el secreto, sino «las almas generosas» -la oposición a Rosas- quienes ahora, en vez de explicar/revelar un secreto, van a resolver un enigma. Estas almas generosas, por la transformación metafórica operada al final del párrafo, son Edipo, y Rosas, quien merece exclusivamente la denominación de «monstruo» en el libro, es la Esfinge. Como en el mito griego, la resolución del enigma, que aquí se proyecta al futuro, causará la muerte de la Esfinge/Rosas y la liberación de Tebas/Argentina. Veamos la versión que Sarmiento construye del mito:

...también se hallan a millares, las almas generosas que en quince años de lid sangrienta, no han desesperado de vencer al monstruo que nos propone el enigma de la organización política de la República Un día vendrá, al fin, que lo resuelvan; y la Esfinge Argentina mitad mujer, por lo cobarde, mitad tigre, por lo sanguinario morirá a sus plantas, dando a la Tebas del Plata, el rango elevado que le toca entre las naciones del Nuevo Mundo.


(p. 9)                


Llama la atención aquí que Sarmiento interrumpa el mito edípico en su momento triunfante, eufórico, que se sabe es también efímero. Este es el momento en que Edipo, como premio por haber liberado a Tebas de la Esfinge, asume el mando del estado y se casa con su madre Yocasta; es decir, ocupa dos veces el puesto de su padre. Sarmiento, en su reelaboración del mito, se abstiene de precisar los premios. Estos, sin embargo, resultan ser metafóricamente los mismos: la madre es la madre patria, la misma Argentina que queda concretada en las protagonistas femeninas de «La cautiva» y de Amalia; una vez muerta la Esfinge Rosas, ella pasará al dominio (político) de «las almas generosas», o, más precisamente, a la generación joven que incluye al autor26. (Tal desenlace se hará explícito en el último capítulo del libro, «Presente y porvenir»). Sarmiento también se abstiene de reconocer el verdadero sentido trágico del mito que ha escogido. Truncado a mitad de camino, el mito no llega a pronunciar los nombres del parricidio y del incesto. Son nombres prohibidos en el texto aunque los deseos que representan juegan libremente por sus páginas. Se ve, pues, que Sarmiento inicia su texto con un material parricida que ha pasado previamente por una censura.

Otra forma de censura -otra forma de reticencia ante la idea del parricidio- es el desplazamiento múltiple que en la «Introducción» sufre la identidad de Edipo. Primero es Facundo quien revelará el secreto. Luego son las almas generosas. En el segundo párrafo, el mito de Edipo da paso al del nudo gordiano. Este es otro mito que trata de la transferencia del poder político. Un antiguo oráculo había vaticinado que el que pudiera desatar el nudo atado por Gordio, rey de Frigia, dominaría a Asia. Nadie pudo desatarlo, incluyendo a Alejandro Magno, quien por fin lo cortó con su espada. En la versión sarmientina del mito, la espada del hombre militar no ha podido cortar el nudo y así quitarle el poder a Rosas:

Necesítase, empero, para desatar este nudo que no ha podido cortar la espada, estudiar prolijamente las vueltas y revueltas de los hilos que lo forman, y buscar en los antecedentes nacionales, en la fisonomía del suelo, en las costumbres y tradiciones populares los puntos en que están pegados.


(p. 9)                


Resolver el enigma o desatar el nudo será, pues, obra de un intelectual; será fruto del estudio. En el párrafo siguiente se dice que para realizar este estudio, hace falta un Tocqueville que penetre en el interior de la vida política argentina, y luego se añade que «nosotros no estamos aún en estado de hacer [tal estudio] por nuestra falta de instrucción filosófica e histórica...» (p. 10). Sin embargo, hacia el final de la «Introducción», se lee, «He creído explicar la revolución argentina...» (p. 15). Por fin, Sarmiento se identifica a sí mismo como Edipo, el que explica el secreto, el que resuelve el enigma. Ha llegado, por una serie de desvíos, de soluciones falsas, a colocarse en el puesto del parricida. Pero aun así, no se atreve a pronunciar tal nombre.

Si Sarmiento, pues, es Edipo, ¿quién es Layo? Layo cambia de forma continuamente en el texto. Freud, en su ensayo sobre Dostoievski y el parricidio, insiste en que la Esfinge misma es un símbolo de Layo, el obstáculo que Edipo necesita vencer dos veces para poder poseer a su madre y el trono27. Este desdoblamiento del padre se explica por el protocolo de los sueños y los mitos, que no respetan las limitaciones características de la realidad. Layo, entonces, es Rosas, pero también es Facundo, la figura paterna que regresa de la tumba para confrontar al hijo porque éste todavía no ha terminado de ajustar las cuentas con su progenitor.

Bajo esta luz, se aclara uno de los sentidos (hay varios) de la invocación de la sombra de Facundo. Esta sombra aparece para iniciar el texto. Posee un secreto cuya revelación será el material mismo del libro -su trama. En este sentido, su función hace recordar la del padre de Hamlet, cuyo fantasma aparece al principio de la obra de Shakespeare para revelar el secreto de su muerte, pedir justicia, y así desencadenar la acción dramática. Freud había identificado la tragedia de Hamlet como un texto netamente edípico, en que el hijo se veía visitado por el sentimiento culpable de haber deseado inconscientemente la muerte de su padre28.

Es atractivo especular que, como Hamlet, Sarmiento también llevara adentro el deseo de haber sido el asesino de la figura paterna (Facundo) y, como el personaje ficticio, se viera compelido a repetir el sacrificio del padre: Hamlet tendría que matar a su nuevo padre, su tío, y Sarmiento tendría que reproducir, en el capítulo XIII de su libro, la emboscada de Barranca-Yaco. Para fundamentar esta interpretación, se podría recurrir a la autobiografía de 1843, «Mi defensa», donde Sarmiento se imagina un David enfrentándose con el Goliat del despotismo:

En mi juventud hubiera deseado que los que han trabajado por establecer el despotismo i hacer desaparecer toda forma constitucional, hubiesen tenido una sola cabeza para cegárselas de un golpe: i he tenido la satisfacción de que Facundo Quiroga jurase a mi madre matarme donde quiera que me encontrase. Pero sea fortuna, sea disposición de la Providencia, nunca he tenido ocasión de echar sobre mis hombros la responsabilidad de ningún acto personal de los muchos que son frecuentes, necesarios i justificados en medio de las revoluciones. No tengo que reprocharme un solo acto de venganza, ni una sola acción que pueda mancillarme.29


Sin embargo, este tipo de especulación, que propone estudiar el psicogénesis del texto en la subconsciencia del escritor, es más bien azarosa. Resulta superflua para el Facundo, ya que la dinámica misma del texto les da a la invocación de la sombra así como a la repetición de Barranca-Yaco un sentido plenamente parricida. Facundo (y las fuerzas que representa) ha sido uno de los postulantes al poder en la larga revolución argentina. Por lo tanto, en el esquema edípico del libro, es uno de los padres que necesita ser desplazado para que el joven Sarmiento y su generación asciendan al poder. No importa que materialmente Rosas ya le haya robado a Sarmiento la oportunidad de matar a Facundo. Sarmiento se vale de una prerrogativa de todo autor y resucita al muerto para poder matarlo una vez más30. Víctor Hugo ya lo había explicado en términos románticos en su celebrado «Préface à Cromwell» de 1827: «...le but de l'art est presque divin: ressusciter, s'il fait de l'histoire; créer, s'il fait de la poèsie».31

De todos los padres agredidos en el texto, Facundo tal vez proporcione mejor que los otros la oportunidad de apreciar la profunda ambivalencia que, según Freud, siempre caracteriza el complejo de Edipo32. La simpatía por el personaje que el texto genera mediante su elevación a héroe arquetípico, su tardía conversión a la causa de la unidad, que lo hace aliado de Sarmiento contra Rosas, y hasta la tensión y angustia que comunica la narración del episodio de Barranca-Yaco pueden delatar los sentimientos de amor al padre o de culpabilidad por querer desplazarlo. En cambio, la violencia de los sentimientos de opresión y rivalidad se hacen sentir en la carga de anécdotas terroríficas, las muchas denuncias explícitas, y más importante, en la estructura misma del libro, que, como ya se señaló, condena a Facundo a una segunda muerte.

Que Sarmiento después se complaciera en considerar esta muerte como definitiva se aprecia en la carta a Alsina que reemplazaba la «Introducción» original como prólogo a la segunda edición, de 1851. En el texto de 1845, después de evocar a la sombra del caudillo, se leía, «Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política y revoluciones argentinas; en Rosas, su heredero, su complemento...». (p. 8) Pero seis años después, en la carta a Alsina, Sarmiento ya se tomaba el crédito por la extinción definitiva del Tigre de los Llanos. Aunque no lo decía directamente, está claro que se atribuía con orgullo este asesinato figurado, que él llamaba «castigo ejemplar»:

Facundo murió corporalmente en Barranca-Yaco; pero su nombre en la Historia podía escaparse y sobrevivir algunos años [léase diez: 1835-1845], sin castigo ejemplar como era merecido. La justicia de la Historia ha caído, ya, sobre él, y el reposo de su tumba, guárdanlo la supresión de su nombre y el desprecio de los pueblos.


(p. 20)                


Sin embargo, a la vez que se jactaba de haberle dado el golpe de gracia a Facundo, confesaba, inadvertidamente, que en realidad su libro había hecho todo lo contrario a matar al temible caudillo. Al decir que su libro había llegado a ser «en las hablillas populares, un mito como su héroe» (p. 19), reconocía más bien la supervivencia de Facundo en la imaginación del pueblo, una supervivencia lograda por él, Sarmiento, quien con tanto éxito había consignado las hazañas de Facundo a la permanencia de la palabra impresa.

Si Facundo es una figura paterna en el texto, es a la vez un hijo rebelde. En su papel representativo como «el tipo más ingenuo del carácter de la guerra civil de la República Argentina» (p. 15), él encarna un pueblo inmaduro, inculto, instintivo y alzado. Esto en cuanto a su conducta política. Pero Sarmiento se empeña en establecer un paralelo entre la conducta política y la conducta doméstica de un individuo, y, por lo tanto, traza biografías de Facundo así como de Rosas, su «complemento», en que los dos se rebelan contra la autoridad de sus padres biológicos.

Esta noción de que la vida doméstica es un espejo de la vida pública, y vice versa, era ampliamente explotada por los exilados argentinos. El panfletista José Rivera Indarte, cuyo libro Rosas y sus opositores (Montevideo, 1843), según cuenta Mitre, produjo una sensación y se agotó a dos meses de publicado, acusaba al dictador de todo tipo de ultraje contra «la santidad de la familia», que incluía una relación incestuosa con su hija Manuela. Indarte subrayaba la desobediencia de Rosas respecto a sus padres, y decía, «Tan cierto es, que el que es mal hijo no puede ser amigo agradecido, ni fiel esposo, ni buen ciudadano».33 José Mármol, a su vez, publicó un folleto -también muy leído- sobre Manuela Rosas (Montevideo, 1850) donde, en vez de condenarla como «marimacho sanguinario» como lo había hecho Indarte, la pintaba como la víctima inocente de un padre criminal34. Y Juana Manuela Gorriti, en su novela corta El lucero del manantial (Lima, 1860), llegaba hasta a imaginar a un Rosas filicida que decretaba la muerte de un hijo ilegítimo suyo quien, ignorante de su origen, había jurado vengarse por la muerte de su padre adoptivo, víctima de la Mazorca.

Sarmiento, pues, no es excepcional cuando señala la vida personal de sus enemigos como una prueba de su incapacidad de gobernar con justicia. El joven Facundo, dice, debió «cansar las larguezas paternales, porque, al fin, interrumpió toda relación amigable con su familia» (pp. 82-83); de manera paralela, el joven Rosas «se hace insorportable a su familia, y su padre lo destierra a una estancia» (p. 210). Sarmiento cuenta la anécdota de la bofetada que Facundo le dio a su padre (p. 84), y hasta reproduce la historia de cómo alguna vez trató de matar a su padre y a su madre. Este es el único intento explícito de parricidio que se asoma en el texto, y el autor finge no querer creerla porque dice que la mera idea le parece horrible: «Cuéntase que habiéndose negado su padre a darle una suma de dinero que le pedía, acechó el momento en que padre y madre dormían la siesta, para poner aldaba a la pieza donde estaban y prender fuego al techo de pajas...» (p. 84).35

Consistente con el paralelismo operante en el libro, Facundo y Rosas no son solamente malos hijos; son, además, malos esposos y padres de familia. Sarmiento cuenta que Facundo «abría a su hijo Juan la cabeza de un hachazo, porque no había forma de hacerlo callar» (p. 87) y que Rosas había precipitado la muerte de su esposa por «una chanza brutal de su parte» (p. 208). Sin embargo -y esto confirma el esquema de equivalencias entre la vida privada y la pública- cuando Facundo se acerca a la causa de la unidad, parece mejorar como padre: en Buenos Aires coloca a sus hijos «en los mejores colegios» y se opone a que abandonen sus estudios «para abrazar la carrera de las armas» (p. 191).

Si Sarmiento cree que es posible rastrear en «la insignificante vida del niño.... los rasgos característicos del personaje histórico» (p. 81) (ej. un mal hijo→un mal adulto y hasta un déspota), rechaza, aunque de modo selectivo, la identificación del concepto de adulto con el de niño (un adulto=un niño). Precisamente rechaza esta equivalencia cuando se trata de homologar al niño con el ciudadano porque considera que el niño carece del uso de la razón y tiene que depender de sus mayores, mientras que el ciudadano ejerce su razón y debe ser soberano. En estos momentos siempre funciona- si no explícitamente, entonces de manera implícita la distinción entre el pueblo (adultos en el sentido biológico pero niños en el sentido mental) y los ciudadanos (adultos cabales en todos los sentidos). Rosas, por ejemplo, trata a los ciudadanos de Buenos Aires como si fueran niños. Les solicita ser investidos de facultades extraordinarias, y cuando resisten, dice, «No es para hacer uso de ellas..., sino porque, como dice mi secretario García Zúñiga, es preciso, como el maestro de escuela, estar con el Chicote en la mano para que respeten la autoridad». Sarmiento comenta indignado:

La comparación ésta le había parecido irreprochable y la repetía sin cesar. Los ciudadanos, niños; el gobernador, el hombre, el maestro.


(p. 187)                


Asimismo, Facundo en San Juan se permite toda arbitrariedad con los oficiales civiles, como si fuera el padre violento de niños indefensos. El trozo textual donde se registra esta conducta aparece en la primera edición del libro, pero fue posteriormente suprimido por el autor y no figura en las otras ediciones publicadas durante su vida. Dicho trozo crea la impresión de que la analogía familiar no es válida para describir la forma ideal del poder político:

¿Os parece mucha degradación? No; así son los pueblos, así es el hombre cuando se ha perdido toda conciencia de derecho, cuando la fuerza brutal se desencadena. ¿Qué hace el niño cuando su padre enfurecido se venga despedazándolo a azotes? Llora y se somete, porque no hay en la tierra apoyo para su derecho. Así hacen los Gobernadores y los pueblos; lloran y se someten porque la resistencia es inútil, la dignidad una vana provocación, y la muerte recibida quedaría sin gloria y sin vengadores.36


En este pasaje, Sarmiento parece reconocer como ilimitada la autoridad del padre, por arbitraria que ésta sea, mientras que concibe límites muy precisos a la autoridad de las personas que ejercen el poder político. Lo interesante de esta cita es que acepta como una fatalidad la resignación del hijo pequeño mientras que rechaza como indigna la resignación del hombre político. La distinción, hecha explícita aquí, entre dos tipos disímiles de autoridad ayuda a explicar que en el libro en general la metáfora edípica de la rebelión filial sólo reciba un valor positivo al hablar de las relaciones políticas, o más precisamente, al hablar del derecho de la generación joven de intelectuales de desplazar a sus rivales para llegar al poder. Cuando se habla de la conducta política del pueblo -siempre distinguido éste de los ciudadanos- la metafórica rebelión filial se vuelve un crimen, una insubordinación atroz.

Ya que el texto sólo contempla el repudio de las figuras paternas políticas que rivalizan con la generación joven por el poder, debemos preguntar si son nada más los padres despóticos y amenazantes los que justifican la rebelión del hijo. En el caso de los déspotas, las interpretaciones de Freud pierden en parte su carácter metafórico, ya que Facundo y Rosas literalmente castran y degüellan a sus enemigos. Rosas, en su papel simbólico de Esfinge, también devora a los suyos. En varios estudios, Freud reduce los verbos «devorar» y «degollar» a equivalentes del verbo «castrar», y la castración es, según él, el significado secreto del castigo de la ceguera de Edipo37. Es el castigo con que el padre implícitamente amenaza al hijo por su deseo de suplantarlo sexualmente38. El miedo a la castración, según opina Freud de todos los síntomas neuróticos así como de todos los sueños, es capaz de ser sobreinterpretado; es decir, como producto de más de un motivo, se ofrece a más de una interpretación39. Y uno de los supuestos motivos del miedo a la castración es que le justifica al hijo su deseo rebelde: un padre castrador se merece el odio de su hijo. Pero ¿qué se puede decir de los padres en el Facundo que no se asocian abiertamente a la castración? Estos existen, y son varios.

Antes de hablar de las reacciones filiales que suscitan estos padres aparentemente más benignos, se debe considerar el problema de la proliferación de padres. ¿Qué es lo que permite esta proliferación en el texto? Otra vez un concepto de Freud nos ofrece un esquema analítico; me refiero a la llamada «novela familiar de los neuróticos». Este concepto, a que Freud dio su formulación más conocida en un artículo de 1909, fue inmediatamente recogido por su discípulo Otto Rank, quien quiso verlo como la proto-trama de todos los mitos del héroe40. Más recientemente, el crítico literario Marthe Robert lo ha querido ver como «el esquema del que se deriva» toda novela41. La «novela familiar de los neuróticos», tal como Freud la definió, resulta ser la narrativa compensatoria que inventa el niño cuando comienza a darse cuenta de que sus padres ni son perfectos y únicos ni él es el objeto exclusivo de su afecto. En un esfuerzo de recuperar el paraíso perdido en que los padres eran exaltados, el niño se embarca en la construcción de una ficción de sus orígenes. Esta construcción, que se caracteriza por su gran flexibilidad en satisfacer diferentes necesidades del momento, consta de dos etapas, la una asexual o preedípica y la otra sexual o edípica. En la segunda etapa, el niño retiene a su madre como suya pero repudia a su padre, imaginándose ilegítimo, bastardo -el fruto de un amorío adúltero de su madre. Una vez que cuestiona su origen paterno- ¿quién fue mi padre? puede imaginarse una sucesión de soluciones al enigma. O sea, se abre la posibilidad de imaginarse el hijo de distintos padres, a los que sucesivamente puede aceptar y luego rechazar. Como señala Marthe Robert, la novela familiar resulta ser un enmascaramiento tolerable, un eufemismo si se quiere, del complejo de Edipo: la supresión del padre del círculo familiar equivale al parricidio42.

La generación del '37, al proclamar que sus padres les dejaron en herencia una revolución ilegítima (recuérdese a Alberdi), se autodefinieron bastardos y así crearon la posibilidad de reconocer y de rechazar a múltiples padres. No es otra cosa lo que hace Sarmiento en el Facundo. Allí reconoce como padre al antiguo régimen, también designado como España; «¿El problema de la España europea, no podría resolverse examinando minuciosamente la España americana, como por la educación y hábitos de los hijos se rastrean las ideas y la moralidad de los padres?» (p. 10). Dice que la juventud argentina, que después sufriría el desengaño, «iba a buscar, en los europeos enemigos de Rosas [los franceses, sobre todo], sus antecesores, sus padres, sus modelos» (p. 229). Estas referencias son aisladas, pero hay, en cambio, otro grupo que con frecuencia es colocado en el puesto semántico de padres. Son los unitarios, cuyo representante más digno es Rivadavia. España, o el antiguo régimen, se asocia a los padres castradores Rosas y Facundo, quienes en distintos momentos son presentados como supervivencias de la Madre/Padre España. Los otros padres, sin embargo, son más bien padres benignos, cuyo único crimen es su ineficacia o su incapacidad de percibirla realidad.

De éstos, el caso de los unitarios, además de recibir el mayor desarrollo, es el más interesante. Repetidas veces, Sarmiento intenta cancelarlos, declarándolos «gastados» (p. 231), «muertos», «momias» (p. 112) o «desmontados por la edad» (p. 113). Las siguientes palabras constituyen, según su propia definición, una especie de oración fúnebre pronunciada en honor de estos padres muertos:

No es elogio, sino la apoteosis la que hago de Rivadavia y de su partido, que han muerto para la República Argentina como elemento político, no obstante que Rosas se obstine, suspicazmente, en llamar unitarios a sus actuales enemigos. El antiguo partido unitario, como el de la Gironda, sucumbió hace muchos años. Pero en medio de sus desaciertos y sus ilusiones fantásticas, tenía tanto de noble y grande, que la generación que le sucede, le debe los más pomposos honores fúnebres. Muchos de aquellos hombres quedan aún entre nosotros, pero no ya como partido organizado: son las momias de la República Argentina, tan venerables y nobles como las del Imperio de Napoleón.


(p. 112)                


Por debajo de estas palabras calculadamente elogiosas, hay la intención de desplazar a los unitarios, que todavía figuran como postulantes al poder. Sin embargo, hay que justificar este deseo agresivo de suplantación porque no se quiere admitir que uno sea motivado por la ambición desnuda. La justificación se encuentra en la acusación al padre de haber abandonado al hijo, de haberlo convertido en el niño expósito del primer estadio asexual o preedípico de la novela familiar -en el niño expósito que corre el riesgo de ser devorado por la monstruosa Esfinge Argentina:

Rivadavia renuncia, en razón de que la voluntad de los pueblos está en oposición: «pero el vandalaje os va a devorar», añade en su despedida. ¡Hizo bien en renunciar! Rivadavia tenía por misión presentarnos el constitucionalismo de Benjamín Constant, con todas sus palabras huecas, sus decepciones y sus ridiculeces. Rivadavia ignoraba que cuando se trata de la civilización y la libertad de un pueblo, un Gobierno tiene ante Dios y antes las generaciones venideras, arduos deberes que desempeñar, y que no hay caridad ni compasión en abandonar a una nación, por treinta años, a las devastaciones y a la cuchilla del primero que se presente, a despedazarla y degollarla. Los pueblos, en su infancia, son unos niños que nada prevén, que nada conocen, y es preciso que los hombres de alta previsión y de alta comprensión, les sirvan de padre. El vandalaje nos ha devorado, en efecto, y es bien triste gloria el vaticinarlo en una proclama y no hacer el menor esfuerzo por estorbarlo.


(p. 129)                


En conclusión, muchos padres, entre sanguinarios y bien intencionados pero irresponsables, pasan por el Facundo, y todos quedan muertos. Al final del libro, el escenario está tan lleno de cadáveres como en el último acto de Hamlet. ¿Para qué ha servido esta carnicería? Para nada menos que el triunfo total del hijo. A pesar de tejer su trama con los mismos materiales que utilizaron Sófocles y Shakespeare en sus tragedias, Sarmiento urde -y muy a propósito- una comedia. Como ha observado Fredric Jameson en su libro The Political Unconscious, la comedia suele tratar el conflicto entre la juventud y la vejez; sus materiales vienen de la situación edípica, con su padre tiránico, la rebelión de la generación joven, y la renovación del orden social a través del matrimonio y la satisfacción sexual43. Comparable a la estrategia que Sarmiento emplea en el primer párrafo de su «Introducción» de truncar el mito de Edipo en el momento triunfante o cómico en que el héroe vence el obstáculo a su satisfacción sexual y se casa con la mujer deseada, la estructura total del libro Facundo sigue una línea ascendente en que progresivamente se van eliminando todos los obstáculos a una feliz reconciliación final. Esta reconciliación alcanza a todos los sobrevivientes del «drama sangriento» de la revolución argentina (p. 244). Del campo de batalla lleno de cadáveres (y no me refiero a los que Sarmiento atribuye a Rosas sino a los que resultan ser la responsabilidad del autor), sólo queda un grupo con vida que es capaz de ejercer el poder: son «los jóvenes estudiosos que Rosas ha perseguido» (p. 237), «los poderes intelectuales», la «acogida pléyade, largamente preparada por el talento, el estudio, los viajes, la desgracia y el espectáculo de los errores y desaciertos que han presenciado o cometido ellos mismos» (p. 227). Por haber sobrevivido a todos los posibles rivales, ellos quedan constituidos en los nuevos «padres de la patria», pero ¿de qué patria?, ¿quiénes son ahora los hijos? Al asumir el status simbólico de la paternidad, la generación a la que pertenece Sarmiento se convierte en los padres figurativos del pueblo argentino que «en su infancia, son unos niños que nada prevén, que nada conocen, y es preciso que los hombres de alta previsión y de alta comprensión, les sirvan de padre».





 
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