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Lectoras en la obra de Pardo Bazán

Cristina Patiño Eirín


Universidad de Santiago de Compostela



Un nuevo pacto de lectura se instaura con el realismo merced a la configuración textual del «liseur de romans», tal como bautizó Thibaudet al que encarna una suerte de decodificación lectora que el receptor/ora de la novela debe someter a juicio. Avanzadilla de él mismo, el lector figurado es a menudo femenino y responde a una tipología cuya eficacia icónica y literaria en el caso de Pardo Bazán, y marginamos aquí su narrativa breve, tratamos de señalar (cfr. para una muestra de la imagen de la mujer lectora en la pintura de la época, The Reading Woman: 2000). Leer es, para las mujeres de papel salidas de su pluma, fundamento ontológico. El proceso de leer y al leer llegar a ser, construirse, se revela central. El acto de leer constituye a lo largo del siglo XIX una actividad muy relacionada con el ocio femenino que ha permitido establecer una suerte de identidad entre el fenómeno de la lectura y su sujeto más prominente, la mujer. Lo ha expresado con acierto María Teresa Zubiaurre:

Toda lectura es, a la vez, un acto de espera y una profesión de fe. Queremos que algo ocurra, que algo exterior y ajeno penetre nuestras conciencias y nos abra nuevos horizontes, y no sólo lo queremos, sino que lo creemos. Tanto la espera como la esperanza se materializan en el lector, pero son perfectamente atribuibles también al personaje femenino. La mujer que en la novela aguarda con diferentes grados de impaciencia la llegada de ese personaje (masculino) acarreador de novedades se convierte, por tanto, en metáfora consumada del lector y del acto de leer.


(Zubiaurre: 2000, 29)                


Abundan los personajes femeninos que leen y en el acto de leer construyen una identidad que no siempre es escamoteada por la instancia narrativa, aunque lo más frecuente es que así sea debido a que las riendas del relato, y el sujeto de la acción, son de adscripción masculina. «Las mujeres no pueden ver, porque están destinadas a ser vistas» (Zubiaurre: 119). Así es en efecto en la mayoría de las ocasiones; a menudo a ese espécimen de mujer lectora se le otorgan rasgos desdeñosos o caricaturescos («literata», bas bleu). Recordemos cómo nos son presentadas las fisonomías de dos heroínas decimonónicas del realismo español: conocida es la primera aparición de Ana Ozores, mujer que se pasea por el jardín con un libro en la mano, a través del anteojo del Magistral del que se apropia Celedonio: «Desde los segundos corredores [de la torre de la Catedral de Vetusta], mucho más altos que el campanario, había él visto perfectamente a la Regenta, una guapísima señora, pasearse leyendo un libro, por su huerta que se llamaba el Parque de los Ozores» (citado por Zubiaurre: 2000,112-113); o el caso, tan revelador, de María, la hermana de Marta y coprotagonista de la novela de 1883 de Palacio Valdés. Detengámonos en ella. Tras una primera aproximación musical, la muchacha es enfocada desde un ángulo que articula el cronotopo de la ventana, antes veíamos con Ana Ozores el del jardín, tan contiguos semánticamente al acto femenino de leer (asomarse al mundo, verlo desde dentro, desde la domesticidad, con la mano en la mejilla, en la privacidad). Lo que se ve o entrevé está supeditado a quien ejecuta el acto de mirar-leer: «La joven contempló un instante el cielo, que se mostraba todavía profundamente oscuro hacia el poniente, borrando y confundiendo el perfil de los montes lejanos. Después fue a tomar un libro que tenía en la mesa de noche de su cuarto y vino hacia la ventana a ver si podía leer. Aún no había suficiente claridad. Posó el libro sobre una silla y se acercó de nuevo a la ventana, apoyando la frente sobre los cristales» (Palacio Valdés: [1883], 43). El devenir de la subjetividad de María dependerá en gran medida del modo en que afronte la actividad lectora una vez hecha la selección de un género predilecto, la novela, al que se entregará con avidez sólo en el ambiente idóneo, una habitación propia: «El redoble intermitente de la lluvia le trajo a la memoria las muchas tardes que había pasado cerca de aquella ventana escuchándolo con un libro abierto en la mano. El libro era siempre una novela. Más de cuatro meses anduvo solicitando de sus padres que la dejasen habitar el gabinete de la torre, con objeto de entregarse de lleno, y sin temor de que nadie la molestase, a su recreo favorito» (44). De la misma manera que otras muchas jóvenes acomodadas, la dedicación lectora de María se concentra en un determinado tipo de obras:

En dos o tres años entró un cargamento de novelas en el gabinete de la torre, y volvió a salir después de haber entretenido largas horas los ocios de nuestra joven, que puso a contribución para ellos no sólo la biblioteca de su padre y su bolsillo, sino también las librerías de todos los amigos de la casa. [...] pidió a una de las señoritas de Delgado que le abriese la suya, que tenía fama de hallarse ricamente abastecida. En efecto, contenía gran número de novelas, todas de la escuela romántica primitiva, cuidadosamente encuadernadas, pero muchas de ellas ya grasientas por el uso. En los pasajes más tiernos solían tener las hojas algunas manchas amarillentas, lo cual ponía de manifiesto que las distintas lectoras en cuyas manos había estado el libro habían tributado algunas lágrimas a las desdichas del héroe.


(46)                


La lectura la lleva a intentar emular aquellos amores enfebrecidos y consiguientemente a constatar con dolor que la realidad circundante la defrauda: «ansiaba que una de estas pasiones irresistibles y lacrimosas se apoderase de su corazón, pero no concebía que ningún joven de los que visitaban su casa vestidos de chaquet o americana lograse inspirársela. Para ella el amor tomaba siempre la forma de un guerrero y se le representaba con casco y loriga viniendo jadeante y cubierto de polvo, después de haber sacado a su competidor fuera de la silla de un bote de lanza, a doblar la rodilla delante de ella para recibir la corona de su mano, que después besaba con ternura y devoción» (47-48). El choque con la realidad -que dota de problematicidad al personaje femenino dándole enjundia novelesca- conducirá a María por derroteros místicos, vía Santa Teresa, no en vano la Santa de Ávila provenía de los mismos ensueños caballerescos. Suspendida toda incredulidad, queda expedito el camino para el influjo de la religión, paso ulterior: «El tiempo que le dejaban libre sus oraciones lo empleaba en leer libros devotos, los cuales formaron al poco tiempo una biblioteca casi tan numerosa como la de novelas. Las vidas de santas le placían sobre todas las demás» (87). Es tal la identificación con lo leído que llega a deplorar no tener que vencer obstáculos familiares: «hubiera preferido para los efectos de su salvación tener un padre bárbaro y tirano que la mandase con dureza, o una madre despegada o una hermana envidiosa que no la dejase vivir, pues ninguna santa se había librado de padecer persecuciones dentro de su familia, al decir de las historias que leía» (88). La lectura llega a convertirse para María en una forma -la única, y únicamente en soledad- de alcanzar la fruición de vivir. El narrador de Palacio Valdés es muy explícito al notar la cercanía de ese disfrute solitario con la sensualidad desbordada de un acto erótico innominado: «Tenía pintado en el rostro el goce irritado y ansioso del capricho que va a ser satisfecho. Sus pupilas brillaban con luz inusitada, dejando adivinar vivos y misteriosos placeres. Los labios secos, como los de un sediento. Había crecido el círculo morado que rodeaba sus ojos y tenía rosetas de un encarnado subido en los pómulos. Respiraba aguadamente por las narices, más abiertas que de ordinario» (97). Al delirio, la sombra del masoquismo de la flagelación: a eso conduce la lectura desenfrenada.

Sin llegar a tales excesos, muchos otros personajes femeninos son presa de las seductoras y estupefacientes mallas de la ficción novelesca y esa es para ellas la más repetida consecuencia de leer. La primera vez que Pardo Bazán se pone a tornear una novela lo hace para describir a una mujer que lee y los efectos perniciosos que de esa lectura se derivan1. Selecciona precisamente a una muchacha candida que aprenderá por intercesión de su madre moribunda la lección que le transmite ésta a través de su marido: «Armanda tiene una imaginación exaltada; tu sabes cuan facilmente se extravian esas constituciones fogosas. Cuida pues de moderar su ardor; presérvala de ese veneno disfrazado que se llama la lectura; esplota la naciente afición que por ella muestra, ofreciéndole producciones que pueda resistir su débil cabeza» (sic, Pardo Bazán: [1866]: 51). Un narrador abiertamente aleccionador se arroga el papel de consejero: «He notado con mucha frecuencia que la novela actual posee el singular privilegio de trastornar deliciosamente las cabezas y los corazones; de lo cual deduje que es un dulce veneno seductoramente vestido, cubierto de flores, de perlas y de brillantes: veneno terrible que conocemos perfectamente y que, sin embargo le buscamos y le bebemos con verdadero placer» (63)2. Es difícil sustraerse al señuelo de la lectura de novelas, pero persuadidos de la necesidad de volcarnos en mejores lecturas, más provechosas, abandonaremos ese reclamo. La joven escritora que firma este folletín en El Progreso de Pontevedra está convencida de ello. Tras una infancia en la que su juguete eran los libros, irá recorriendo distintas etapas de una educación sentimental que podría segmentarse en función de su progresiva admisión de la novela en los términos en que llegará a configurarla ella misma. Desde un punto de partida en el que no discrimina y lee «cuanto cae por banda, hasta los cucuruchos de especias y los papeles de rosquillas» ([1886] 1973: 702), niña apasionada de libros («Libros, muchos libros, que yo podía revolver, hojear, quitar, poner otra vez en el estante»), se hará joven y mujer madura que se servirá de todos los cauces de acceso a ellos (gabinetes de lectura, círculos de lectura, incluso bibliotecas que hacen préstamo domiciliario, Urgorri: 1975), habiendo experimentado pronto la libertad que le depara su manejo a solas y, cuando se le ponían cortapisas, derribado todo impedimento de seguir leyendo, incluido el de reservar para los hombres la literatura de las estanterías altas:

Ya lo llevaba escudriñado todo; sólo quedaba tentándome el estante último y más alto, donde retirados atrás por mano de mi padre dormían algunos volúmenes. Eran éstos la manzana del Paraíso, pues se me había dicho al retirarlos: 'No toques ahí, sin insistir mucho en la prohibición, atendido que la distancia parecía obstáculo suficiente para que yo llegase al fruto vedado. Pero el diablo no discurre lo que una chiquilla curiosa. Aprovechando un momento de soledad completa, amontoné una docena de libros, entre Diccionarios e Ilustraciones encuadernadas; con ellos hice zócalo a una silla; sobre ésta puse otra, que quedó medio en el aire y bailando; hecho lo cual, me encaramé con inminente peligro de desnucarme, y agarrándome a los estantes y gravitando lo menos posible en el artificio, sentí con inexplicable gozo que mi mano asía ya los misteriosos volúmenes. Uno tras otro los arrojé al suelo, adonde salté y en donde me senté a la turca, para saborear mi presa. Abrí uno de los tomos, repasé la portada, miré la viñeta... No puedo explicar lo que sentí: pienso que más que rubor fue tedio, despecho y rabia».


([1886] 1973: 703-704)                


Cuando rememora su primer contacto con Víctor Hugo, no es eso lo que siente: «Cierto día hallábame yo en casa de una de las pocas amigas de mi edad que tuve. Por casualidad nos quedamos solas en el despacho de su padre, y atrajeron mis ojos las estanterías llenas de libros. Di un chillido de alegría: lo primero que había leído en el lomo de un grueso volumen era el rótulo -Víctor Hugo: Nuestra Señora de París-. No hubo lucha entre el deber y la pasión: ésta triunfó sin pelear. Si pedía el libro, claro está que me lo negarían, o al menos consultarían a mis padres, y entonces, adiós Víctor Hugo. Lo cogí a hurto, escondiéndolo entre el abrigo y trayéndolo a casa, donde lo oculté en un bufetillo en que guardaba mis cintas y aretes. De noche pasó a cobijarse bajo la almohada, y hasta que se apuró la bujía leí sin contar las horas» (1973: 706). No conozco ningún otro pasaje de autoconfesión pardobazaniana, a excepción de su episodio como conspiradora carlista, en que la autora se contemple a sí misma con tan nítidos perfiles novelescos. Ninguna otra imagen -y abundan en los «Apuntes»- tiene la fuerza de autocreación y autorrepresentación iconográfica de esta que nos retrata a una niña engolosinada con el furtivo placer de leer libros prohibidos. No tan a escondidas, puesto que comparten el secreto varias muchachas, leen y acaparan libros cuatro jóvenes de apariencia formal que en el cuadro de Auguste Toulmouche, Dans la Bibliothèque (1869) (Flint: 1993, 254; Ariès/Duby: 1991, 196-197, titulan El fruto prohibido, Salón de 1865; también Manguel: 1998, 317) se dedican respectivamente a escuchar tras la puerta, no sea que se acerque alguien y las sorprenda, a ascender una escalerilla que permite acceder a los volúmenes más altos, y a leer en pareja y con singular travesura el libro que ya ha sido bajado de la estantería. Podemos imaginar a Emilia niña efectuando el casi simultáneo movimiento de espiar al intruso, apresurarse a arrebatar el libro y correr a devorarlo con fiebre en la intimidad.

Su primera novela en puridad, Pascual López, de 1879, nos ofrece la imagen esquiva de una muchacha cuyo mayor encanto no reside, ajuicio del narrador autodiegético y no precisamente amante de los libros, en lo aprendido de ellos: «Lo mejor del caso consistía en que no sacaba Pastora su ciencia de ningún libro, como no fuese del Año Cristiano, de la Leyenda áurea o del Catecismo explicado del padre Mazo, únicos que en su poder vi; pues ni aun a las delicadezas místicas del Kempis se atrevía su biblioteca» (1996, 80). El barbilampiño Julián Álvarez, capellán de los Pazos de Ulloa, sí alcanzará a leer la Imitación de Cristo y a diversificar algo más sus lecturas piadosas aunque, a diferencia de la Pastora que ve Pascual, su experiencia de la vida procedía antes de los libros que de otra fuente empírica o natural. No otra formación libresca que la de Pastora, bien exigua, tendrá la protagonista de Un viaje de novios, 1881, cuya preparación para la vida vendrá determinada por su futuro marido, Miranda, quien, a guisa de parvo cortejo, teje desde su superioridad una red de seducción:

Traía a la niña diariamente alguna baratija, para ella desconocida hasta entonces, ya un cromo, ya una fotografía, ya lindas flores, ya números de periódicos ilustrados, ya novelas de Fernán Caballero o de Alarcón3; y las graciosas chucherías que por las puertas de la anticuada casa se entraban, como partículas de la vida moderna, eran otras tantas bocas encomiadoras del dadivoso. Acertó éste a ponerse al nivel de conversación de Lucía, y mostrose muy enterado de cosas femeniles, infantiles dijera mejor; y llegó el caso de que la niña le consultase acerca de su peinado, de sus trajes, y Miranda muy serio le dispusiese bajar o subir dos centímetros el talle o el moño. Tales accidentes variaban un poco los iguales días de la doncellita leonesa, prestando atractivo al trato de su disimulado pretendiente.


(Pardo Bazán: 1919, 46-47)                


En La Tribuna, novela aparecida en 1883, Pardo Bazán nos brinda el retrato de una fisonomía entregada al acto físico de leer. Amparo es una cigarrera coruñesa convencida de la misión redentora de sus peroraciones, alguien que deposita en el acto mismo de leer una fuerte carga perlocutiva. Manguel consigna en su libro cómo a un cigarrero y poeta cubano, Saturnino Martínez, promotor del periódico La Aurora, se le ocurrió, dado el alto índice de analfabetismo, utilizar lectores que hiciesen llegar su contenido y el de las novelas a los trabajadores de la fábrica de tabacos ‘El Fígaro’ y ya en 1866 se eligió a uno de ellos como lector oficial, pagándole los demás de su propio bolsillo (1998: 163-164). No es casual que el desarrollo de este aspecto de la personalidad de la protagonista se inserte en el capítulo ambiguamente titulado «La Gloriosa». Amparo galvaniza en su lectura el sentir de sus compañeras, persuadidas como ella de los beneficios de la República federal. El interés de la cita disculpa su longitud:

A las cigarreras se les abrió el horizonte republicano de varias maneras: por medio de la propaganda oral, a la sazón tan activa, y también, muy principalmente, de los periódicos que pululaban. Hubo en cada taller una o dos lectoras; les abonaban sus compañeras el tiempo perdido, y adelante. Amparo fue de las más apreciadas, por el sentido que daba a la lectura; tenía ya adquirido el hábito de leer, habiéndolo practicado en la barbería varias veces. Su lengua era suelta, incansable su laringe, robusto su acento. Declamaba, más bien que leía, con fuego y expresión, subrayando los pasajes que merecían subrayarse, realzando las palabras de letra bastardilla, añadiendo la mímica necesaria cuando lo requería el caso, y comenzando con lentitud y misterio, y en voz contenida, los párrafos importantes, para subir la ansiedad al grado eminente y arrancar involuntarios estremecimientos de entusiasmo al auditorio, cuando adoptaba entonación más rápida y vibrante a cada paso. Su alma impresionable, combustible, móvil y superficial, se teñía fácilmente del color del periódico que andaba en sus manos, y lo reflejaba con viveza y fidelidad extraordinarias. Nadie más a propósito para un oficio que requiere fogosidad, pero externa; caudal de energía incesantemente renovado a las cigarreras se les abrió el horizonte republicano de varias maneras: por medio de la propaganda oral, a la sazón tan activa, y también, muy principalmente, de los periódicos que pululaban. Hubo en cada taller una o dos lectoras; les abonaban sus compañeras el tiempo perdido, y adelante. Amparo fue de las más apreciadas, por el sentido que daba a la lectura; tenía ya adquirido el hábito de leer, habiéndolo practicado en la barbería varias veces. Su lengua era suelta, incansable su laringe, robusto su acento. Declamaba, más bien que leía, con fuego y expresión, subrayando los pasajes que merecían subrayarse, realzando las palabras de letra bastardilla, añadiendo la mímica necesaria cuando lo requería el caso, y comenzando con lentitud y misterio, y en voz contenida, los párrafos importantes, para subir la ansiedad al grado eminente y arrancar involuntarios estremecimientos de entusiasmo al auditorio, cuando adoptaba entonación más rápida y vibrante a cada paso. Su alma impresionable, combustible, móvil y superficial, se teñía fácilmente del color del periódico que andaba en sus manos, y disponible para gastarlo en exclamaciones, en escenas de indignación y de fanática esperanza. La figura de la muchacha, el brillo de sus ojos, las inflexiones cálidas y pastosas de su timbrada voz de contralto, contribuían al sorprendente efecto de la lectura».


(Pardo Bazán: 2002, 99-100)                


Amparo experimenta ante el acto de leer una entrega total, cree a pie juntillas lo que está escrito con «crédulo asentimiento». Es una lectora inocente, diáfana, a quien el narrador se permite tildar de inconsciente y fanática por el hecho mismo de efectuar una lectura directa, al pie de la letra, sin desconfiar de lo escrito, sin leer entre líneas ni captar las argucias y mixtificaciones del discurso impreso. Para el narrador, Amparo fracasa en su idealismo sentimental y tribunicio-político porque lee mal, porque se entrega sin reservas a una causa. El embeleso de la igualdad y de la fraternidad en el seno de la sociedad, en el que cree con fe, se diluirá, la consumirá:

Al comunicar la chispa eléctrica, Amparo se electrizaba también. Era a la vez sujeto agente y paciente. A fuerza de leer todos los días unos mismos periódicos, de seguir el flujo y reflujo de la controversia política, iba penetrando en la lectora la convicción hasta los tuétanos. La fe virgen con que creía en la prensa era inquebrantable, porque le sucedía con el periódico lo que a los aldeanos con los aparatos telegráficos: jamás intentó saber cómo sería por de dentro; sufría sus efectos, sin analizar sus causas. ¡Y cuánto se sorprendería la fogosa lectora si pudiese entrar en la redacción de un diario político, ver de qué modo un artículo trascendental y furibundo se escribe cabeceando de sueño, en la esquina de la mugrienta mesa, despachando una chuleta o una ración de merluza frita!


(100-101)                


Es, a muchos efectos, El Cisne de Vilamorta, 1885, la novela más flaubertiana de Pardo Bazán. El bovarysmo de Leocadia, la maestra protagonista, cobra cuerpo en cuanto nos familiarizamos con su indefensión ante el romántico empuje de la ficción:

Poseía la mediana instrucción de las maestras, pero bastante para infundir gustos exóticos en Vilamorta, v. gr., el de las letras, en sus más accesibles formas -novela y verso-. Consagró a la lectura los ocios de su vida monótona y honesta. Leyó con fe, con entusiasmo, sin crítica alguna: leyó creyendo y admitiéndolo todo, unisonándose con las heroínas, oyendo resonar en su corazón los suspiros del vate, los cantos del trovador y los lamentos del bardo. Fue la lectura su vicio secreto, su misteriosa felicidad. Cuando rogaba a sus amigas de Orense que le renovasen la suscripción en la librería, hacían ellas chacota y ponían a Leocadia el apodo de literata. ¡Literata ella! ¡Ojalá!


([1885], 21)                


También ahí el romanticismo de la desilusión, la prosa de la vida triunfante del incendio del «polvorín de sentimientos» que es Leocadia, heroína que como Emma Bovary «purga con la desgracia la hoguera fugaz que las novelas encendieron en su fantasía, [ambas son] mujeres que se perdieron por soñar con vivir lo que habían leído» (Martín Gaite: 2002, 333). Don Victoriano hace saber a Segundo, que le comunica ilusionado sus aspiraciones, la prueba del atraso de Vilamorta: que «los versos se leen todavía con mucho interés, y parece que las chicas se los aprenden de memoria... Pues allá, en la corte, le aseguro a usted que apenas hay quien se entretenga en eso. Por acá viven veinte o treinta años atrasados: en pleno romanticismo» (103).

La protagonista de Insolación, historia amorosa de 1889, pudiera ser tronco lleno de savia lectora, no en vano su condición de aristócrata hace presumir que su tiempo de ocio está ocupado por este entretenimiento. Curiosamente, sin embargo, la estampa que nos la pinta alguna vez en compañía de un libro lo es de un espacio exterior y convencional: la dama, viuda de Andrade, porta nada menos que un devocionario, artificiosa y crípticamente aludido: «salí a oír misa a San Pascual, por ser la festividad del Patrón de Madrid, iba yo con mi eucologio y mi mantillita hecha una santa, sin pensar en nada inesperado y novelesco...» (1987, 57). Adminículo que la dota de sobria elegancia y de pública y ostentosa piedad burguesa, el libro está desprovisto de connotaciones que marquen peculiaridades auténticas. ¿Acaso iba a mostrarnos el narrador, o la voz de la conciencia de la propia interesada, otro resorte distinto si lo que ambos pretenden es culpar y autoexculpar respectivamente a la marquesa de un acto de irreflexiva y sensual entrega amorosa? Si la biblioteca de la heroína brilla por su ausencia, otros rasgos de su ambiente doméstico aparecen paladinamente descritos gracias a la mediación de la ironía. El trastorno festivo de Asís impide que asistamos al proceso de quijotesca insolación, pero cabe aventurar que no fue sólo el sol o su sensual temperamento, también las lecturas pudieron conducirla a esa falta de oxígeno cerebral que la desmaya.

Es en las últimas obras de creación de Pardo Bazán donde menudean las menciones de libros y su colocación en manos femeniles al tiempo que se incrementa el afán de captar poco a poco los rasgos de la mujer nueva4. Así sucede en Doña Milagros con Feíta Neira, joven «extravagante, revoltosa y diabólica» (34), de «insaciable curiosidad discutidora» (104), a quien Moragas llama «mona sabia» por su afición extraordinaria a leer sus libros, y a quien su padre encarga vigile los progresos -bien escasos- de Froilancito, su hermano, en el bachillerato: «Apoco de imponerla esa tarea de repasar, es decir, de tener el libro delante y ver si su hermano se sabía la lección, Fe mostró tendencia a preguntarlo todo» (105). Tras las mañaneras labores de bordado y las vespertinas velas al Santísimo, su hermana Argos «De noche se recogía a su cuarto, donde suponemos que leía o meditaba» (142). El espacio de esa intimidad queda oculto al padre, único relator de la historia de sus hijas. Más tarde, gracias a la inspección de Feíta, descubre Benicio los papeles que llenaban el cuarto de Argos:

Titulábanse, el uno Ferrocarril celeste; el otro, Receta para confitar almas. Eran de esas hojitas donde por medio de un simbolismo del orden más pedestre, se quiere hacer accesibles a la inteligencia y al corazón verdades altas y sublimes de nuestra religión sacrosanta. Debo anticiparme a advertir que mi hija leía cosas mejores, libros piadosos que, sin saber de dónde procedían, vi varias veces sobre su mesa; entre ellos reconocí la Imitación, las sagradas páginas que santificaron a mi madre... y que sin duda Argos no entendía o no aplicaba tan bien.


(147)                


Distinta es la opción lectora de Feíta, lectora discernidora, que reclama estudios reglados a su padre, algo que él considerará «estrambótica resolución de Feíta»; cansado del dispendio de su hijo y de su nulo aprovechamiento, su hija le increpa:

¿Por qué no lo gasta conmigo? Yo tengo muy buena memoria. Con una vez que lea las lecciones, lo más dos; se me quedan. ¿Y qué piensa V.? Entiendo lo que leo; me gusta muchísimo... Me trago el libro de texto y... los que me prestan. Sobrado me envió dos novelas de Víctor Hugo; Moragas me trajo obras de Camilo Flammarion...; hasta D. Tomás Lianes me regaló unos novelones muy disparatados de ladrones y de moros. ¿Qué se había V. figurado? ¿Qué soy una burra? Pues no hay tal. Me ha entrado un flus de leer... Leería toda la biblioteca del Puerto de un tirón. Hasta me zampo los libros de Argos divina, la Filotea, los escritos de Santa Teresa y los del Padre Faber... Si ya sé mucho: sé más de lo que parece. Haga V. un cambio: Froilán que vigile al ama y registre la cesta de la criada cuando vuelve de la compra, y yo iré al Instituto en lugar de Froilán. Verá V. cómo lo dos quedamos bailando de contentos (241-242). [...] Quiero estudiar, aprender, saber, y valerme el día de mañana sin necesitar a nadie. Yo no he de estar dependiendo de un hombre. Me lo ganaré, y me burlaré de todos ellos.


(245)                


Mauro Pareja, el emisor de Memorias de un solterón, 1896, no dejará de ponderar el ímpetu lector de Fe Neira: «Ha leído todo cuanto cayó en sus manecitas, ávidamente, con prisa, sin discernimiento, tragando, cual los avestruces, perlas y guijarros en revuelta confusión. Desde los libros de mística con que se espiritaba Argos en sus tiempos de fervor; hasta los de fisiología y medicina que tuvo la insensatez de prestarle a Feíta el filántropo doctor Moragas; desde las novelas de Ortega y Frías que la ofreció con grandes encomios el brutazo de D. Tomás Llanes, hasta las poesías de Verlaine que la facilitó secretamente un empleado de la Biblioteca del Puerto, Feíta ha recorrido toda la escala bibliográfica, hacinando en su mollera un fárrago estupendo, una capa de detritus, entre los cuales van envueltos preciosos gérmenes que podrían fructificar si los cultivase con método y razón» ([1896], 47-48).

La Quimera, de 1905, nos ofrece varios retratos femeninos de relieve singular. Particularmente eficaz es el de Minia Dumbría, la compositora de Alborada, que en conversación con Silvio Lago y a requerimiento suyo le presta el libro que leía: La Tentación de San Antonio (sic). El libro de Flaubert, que leerán juntos, da la pauta simbolista de la obra. Minia «con su voz llena y clara, recitó. Veíase que el pasaje se lo sabía de memoria; el libro servía únicamente para darle la certeza de no comerse un renglón ni un vocablo. Excepto los que suprimiese de propósito» (1991, 170). Lectora avezada5, Minia no sólo traduce «a libro abierto» del francés, sino que interpreta, recita, saborea el diálogo de la Esfinge y la Quimera como si de una partitura musical se tratara, tan bien lo conoce. Lectora culta, su modo de proceder revela un comercio asiduo con los libros. Por su parte, Clara Ayamonte es observada mientras lee por el Doctor Mariano Luz:

A hurtadillas, ansiosamente, miraba a Clara el Doctor Mariano Luz, procurando que ella no notase la contemplación de que era objeto. Acababan de reunirse para pasar la velada juntos, en la salita de confianza que precedía al despacho del Doctor. Por una de esas afectuosas formas de captación que se producen entre los que bien se quieren, Clara había elegido, para refugiarse de noche a hojear periódicos, dar cuatro puntadas en una labor o entreleer una página de revista, la estancia donde su padrino guardaba, en estantes abiertos, su rica biblioteca profesional. En el despacho no tenía Luz sino vitrinas con relucientes instrumentos y aparatos. El silencio era significativo: silencio que palpita, que presta sentido hasta al ritmo de la respiración.


(1991, 264)                


La Sirena negra, novela de 1908, no deja ver mujeres leyendo. Son el narrador, el sensitivo lector Gaspar de Montenegro, y Desiderio Solís, que lee mucho e incurre en intoxicaciones librescas, quienes capitalizan el acto de leer. La presencia femenina es aquí de otra índole. La última novela de Pardo Bazán, Dulce Dueño, aparecida en 1911, se abre con una mise en abyme representada por la lectura que hace un canónigo a Catalina Mascareñas, una de las personas que escuchan la historia de Santa Catalina de Alejandría. La que será santa nos es descrita en trance de leer en el ambiente más propicio:

Catalina estaba en su sala peristila; a la columnata servía de fondo un grupo de arbustos floridos, constelados de rojas estrellas de sangre. Aplomada, en armoniosa postura, sobre el trono de forma leonina, de oro y marfil, envuelta en largos velos de lino de Judea bordados prolijamente de plata, había dejado caer el rollo de vitela, los versos de Alceo, y acodada, reclinado el rostro en la cerrada mano, se perdía en un ensueño lento, infinito. Hacía tiempo ya que, con nostalgia profunda, añoraba el amor que no sentía, [...] no se lo traían de lejanos países, en sus fardos olorosos, entre incienso y silfio, los viajeros de su padre.


(1989, 57)                


A diferencia de Leocadia, en El Cisne de Vilamorta, Lina no deseará ya ser literata, su aspiración es otra, ha descubierto que ese no es el camino: «Por haber tenido yo la curiosidad de leer algunos manuscritos del Archivo, las hijas del Juez, que son las lionés de Alcalá, y que me tienen tirria, me han puesto de mote la Literata. ¡Literata! No me meteré en tal avispero. ¿Pasar la vida entre el ridículo si se fracasa, y entre la hostilidad si se triunfa? Y, además, sin ser modesta, sé que para eso no me da el naipe. / Literatura, la ajena, que no cuesta sinsabores... ¡Cuánto me felicito ahora de la cultura adquirida! Va a servirme de instrumento de goce y de superioridad» (110). En el desciframiento de los papeles de su tía se concentra el secreto, Lina no puede sustraerse al delirio de encontrarlos y desvelar su contenido: «¿Habrá papeles en el armario número cuatro? ¿De esas cartas limadas por los dobleces, en que dijérase que se ha consumido de añoranza la tinta, en que el papel se pone sedoso y rancio como el pellejo de una anciana aristócrata? ¿Encerrarán esas epístolas una revelación, o sólo indicios, que para mí serían bastantes?» (122). Frente a Leocadia y cuantas como Feíta todavía sueñan con la redención por la instrucción, Lina recorre un nivel en el que la mera sensitividad no es suficiente: «He leído, he aprendido más que la mayoría de las mujeres, y quizás de los hombres6. Pero ¿qué enseñan de lo íntimo los libros? Mis amigos han tenido la ocurrencia de llamarme sabia. ¡Sabia, y no conozco la clave de la vida, su secreto, la ciencia del árbol y de la serpiente!» (203). Lo que Lina denomina el «veneno lírico»7, ha de ser eliminado; en un pasaje en que relee estrofas de Lamartine, se percata, arrebujada en encajes antiguos, de la inoperancia de ese «ejercicio rococó»: «¿Fue la lectura... la lectura, la melodía, el suspiro contenido, nostálgico, es este sentir anticuado ya, lo que me hizo culpable de un pecado tan grave, tan irreparable?...» (250-251). El que fuera amigo de Pardo Bazán, Eça de Queiros, en O Misterio da Estrada de Sintra, hace decir a su desengañada protagonista, la Condesa, en su confesión final: «Conheci mais tarde muitos caracteres femininos e a historia de muitas sensibilidades. Experimentei eu também os sobresaltos da paixao -e nunca vi, nunca soube que estas imaginaçoes, que estas atraccoes nascessem de uma verdade da natureza, da lógica das circunstáncias, da irreparável accao do coraçao. Vi sempre que saíam de um pequeño mundo efémero, romántico, literario, ficticio, que habita no cerebro de todas as mulheres» (p. 149). Hay, en efecto, algo aprendido, algo cultural, derivado de la educación consuetudinaria y la vida social, en esa manera pseudoontológica de leer. Pardo Bazán se erige en defensora de una nueva manera de leer8. Como autora, está persuadida de la necesidad de hacer variar los hábitos lectores. No de otro modo hemos de entender sus empresas editoras relacionadas con la Biblioteca de la Mujer, iniciativa que encargará al librero anticuario Pedro Vindel y que se verá abocada al fracaso porque la oferta, demasiado intelectual, es desatendida9. Irónicamente, cuando escribe la coletilla a «La nueva cuestión palpitante», titulada «XIII y último, y muy frívolo»10, hace notar su decepción:

Declaro que en esta especie de posdata no llevo otro fin sino el entretener un rato a las lectoras de El Imparcial, recelando que los doce capítulos anteriores los tengan sentados, por indigestos y abstrusos, en la boca del estómago; de suerte que los lectores, a quienes supongo sin excepción doctísimos, reflexivos y aficionados a estudios serios, pueden saltar, si gustan, lo que sigue. No se llamen a engaño, éste es un desahogo de mi corazón, como el Canto a Teresa; voy a hablar de modas.


Mucho sarcasmo emplea aquí la autora de Insolación. En realidad, quiere propiciar «que la mujer se construya en sus propios términos, superando las normas que la reducen a expresarse en un lenguaje femenino huero. Al definirse Pardo Bazán como 'escritor', hace que toda escritora, sea literata o poetisa, ocupe la posición de la otra, la que no es ella. A la vez, sin embargo, la autora gallega tiende la mano a ésta y le indica el camino de un lenguaje 'andrógino' en una tentativa de cerrar la distancia que media entre ellas. Este 'lenguaje sin sexo', con su correspondiente público andrógino, ofrece un modelo lingüístico que pocas mujeres de su época saben o se atreven a adoptar» (Bieder: 1998, 98). En literatura su instinto femenil se repliega y esconde. Los valores son iguales y han de exigirse igualmente, como escribe a Luis Alfonso, en 1884: «Dentro del terreno literario no hay varones ni hembras, hay escritores que sufren inevitablemente las modificaciones inherentes al gusto estético de su edad; y cuando el historiador, con espíritu sereno y maduro juicio, reseña [...] estudia a la artista, la considera en relación a su época, pesa los quilates de su mérito intrínseco, lo mismo que haría con un hombre; sólo este modo de proceder es literario, y V., crítico tan distinguido, está obligado a conformarse a él, sacando de su error a las damas que V. dice se asustan, y acaso creen que hay dos literaturas, una femenina, que trasciende a 'brisas de violetas', otra masculina, que apesta a cigarro» (González Herrán: 1989, 380-381). Pardo Bazán, lectora temprana y lúcida, quiso hacer de la mujer un ser autónomo, diferenciado pero no discriminado: nunca posó como lectora, en una época en la que proliferaran los retratos de mujeres leyendo, de Renoir a Rusiñol, y concentró en su autorretrato literario la imagen de una lectora precoz y curiosa que, una vez capturado el botín, habrá de aprender a leer con sentido o, lo que es lo mismo, a edificar su identidad, a despecho de quienes quieran ignorarla, rendirla o destruirla.






Bibliografía citada

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