Les Mariages espagnols sous le règne de Henri IV et la régence de Marie de Médicis
Javier de Salas
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Tal es el título de la obra escrita en francés por M. J. T. Perrens, y confiada tiempo há por la Academia á informe del que suscribe. Ocupaciones apremiantes en azarosa época, la escasísima trascendencia de mi dictamen, y sobre todo, lo reacia que se hace la obligación cuando ha de censurar, han motivado la demora en el cumplimiento de encargo tan honroso. Ruego, pues, á la Academia que acepte dichas causas como legítima excusa por el tiempo trascurrido.
La obra de M. J. T. Perrens divídese en dos partes. Comprende la primera desde el origen de las negociaciones mediadas entre ambas cortes para los enlaces de los hijos del tercer Felipe de Austria, especialmente los de Doña Ana Mauricia con el Delfín, y Príncipe D. Felipe con Madame Isabel, hasta el abandono de aquellas y muerte del Rey de Francia. La segunda comienza en la reanudación de las notas, durante la regencia de María de Médicis, y termina con la realización de los matrimonios.
Las relaciones de los embajadores de Venecia cerca de ambas coronas, los despachos de los del Rey de Francia en Madrid y Roma, y los remitidos al Pontífice por sus nuncios en Paris, con especialidad los extensos de Ubaldini, principal negociador de estos enlaces, sirven á M. Perrens como pilares de su obra: algunos trozos de la correspondencia entre Enrique IV y su ministro Villeroy, y entre este y el presidente Janin ó embajadores, trae con frecuencia para verificar el texto, y procura reforzarlo, cuando conviene á su propósito, con insertos ó citas de varias obras, entre ellas las Economies royales de Sully, la historia titulada de la Mère et du fils, atribuida á Richelieu, la de Francia, de Martin, Memorias históricas, de d'Artigni, Historia del pontificado de Paulo V, por Gouget, la de Los siete años de paz, por Mathieu, —26→ el periódico coetáneo Le Mercure, y otras producciones que sería difuso enumerar; de tal modo, que si la profusión de citas é insertos, sin discernir la congruencia y oportunidad de unas y otros, constituyese la excelencia de una obra, pocas podrían disputar el lauro á la que motiva este informe.
En medio de tal concurso de autores y documentos franceses para verificar hechos que sólo por mitad atañen á Francia, se ven como prisioneros en extranjera tierra, cuatro ó cinco dictámenes del Consejo de Estado de España, alguno poco pertinente, sin fecha todos, y tan estropeados, que causarían lástima al más despiadado de sus lectores, y parecen recusar la competencia de quien allí los puso.
¡Tal vez no encontraría M. Perrens ningún historiador, ó cronista, ó autor de relaciones é historias particulares en el siglo de oro de la literatura española con que enriquecer sus citas! que casi esto se desprende de alguno de sus comentarios; pero que para salir airoso en su ensayo de crítica, valiérale más haber escogido asunto que no se desarrollase en el periodo de los Garibay, Sandoval, Mariana, Moncada, Molo, Ferreras, Antonio Nicolás, Miñana, Gil Dávila, Pujades, Herrera y otros, cuya memoria no reportará mucho daño por no haberlos conocido el autor de la obra que cuidadosa ó descuidadamente los omite.
Verdad es que de otro modo no hubiera entrado en el palenque rompiendo lanzas, contra la corte del tercer Felipe y su Consejo de Estado, contra sus diplomáticos y políticos, contra las costumbres, carácter é inclinaciones de nuestros antepasados, y lo que es más sensible, contra la verdad histórica, desfigurada á veces en la narración y frecuentemente en el comentario. Pero ¡qué mucho! ¡si en su afán de batallar las rompe contra sí propio, cual acontecía al célebre hidalgo en el pasaje de los cueros de vino! ¡Tales son sus contradicciones!
De España hace una especie de estafermo donde topa su airada pluma, revolviéndola á diestra ó siniestra, según le impulsa el humor ó cuadra á su propósito. No quiero decir que nunca acierte en el blanco, ¿ni cómo, siendo el blanco tan grande y tan repetidos los golpes? Y al hacer esta confesión comprenderá la Academia que, antes de tomar la pluma, he procurado posponer toda —27→ idea de amor patrio al esclarecimiento de la verdad, revistiéndome así del espíritu de imparcialidad que exige cualquier trabajo histórico. Si al mismo proceder se hubiera ajustado el autor de la obra que nos ocupa, ahorraríase la Academia la molestia que ha de producirle este despergeñado escrito; pero su criterio, sea por convicción ó por naturaleza, sigue camino opuesto.
El irritante orgullo español, lastimosamente confundido por él en muchos puntos con la dignidad, la insidia de los españoles, la falsía del Consejo de Estado, la ignorancia, doblez, presunción y perfidia españolas: no hay en suma mala cualidad ni vejatoria condición que no naturalice en este suelo, sin discurrir que, vincular en un vasto territorio todo lo malo sin concederle nada bueno, es tan absurdo como suponer en el orden material sombra sin luz, ó en el moral vicio sin virtud alguna.
Lo más donoso es que regalando á este país un epíteto por cada suceso, y deduciéndose en el curso de la narración idéntico proceder por parte de los suyos, se abstiene de calificarlos, cuando no les encuentre una disculpa que, retorciendo el discurso, echa á la postre sobre España: por tan ingeniosa manera la hace también reo de ajenos delitos, causa de todas las faltas, origen de todas las torpezas cometidas por los franceses, no como franceses, que dudo que el autor asintiera á esta aventuradísima hipótesis, sino como hombres constreñidos por su mala fortuna á tratar con una tan desventurada nación.
¡Cualquiera diría que el tercer Felipe había mendigado estos enlaces á costa, no ya del decoro, sino de la dignidad de España! Y así ni más ni menos se asevera en la obra de M. Perrens, y en algunos documentos que cita ó inserta, por mucho que de otros se deduzca lo contrario, y terminantemente se compruebe esta segunda lección con los escasísimos, por desdicha, que aquí poseemos de buen origen.
El autor siguiendo la correspondencia particular del Secretario de Estado del cuarto Enrique de Francia, con un tal Regnault, aventurero que durante el mes de Junio de 1602 viajaba por Castilla, supone vivos deseos en el duque de Lerma de dar satisfacción al Bearnés por el ultraje inferido años atrás á su embajador en esta corte M. de la Rochepot, renovando por ello continuamente —28→ sus excusas al Encargado de Negocios, único representante á la sazón del Rey de Francia, para que de nuevo viniese á Madrid un embajador, y llevando su afán de estrechar las relaciones hasta el punto de manifestar al Nuncio del Papa que «no parecía sino que Dios había permitido que en el propio mes y año nacieran dos príncipes de ambas Casas, varón y hembra, para que el matrimonio de ellos fuese lazo de unión entre ambas coronas».
El Nuncio por indiscreción calculada y probablemente convenida, añade, trasladó la plática al encargado de Negocios, el cual la trasmitió al rey sin que en el principio obtuviese respuesta por ver Enrique IV la mano de España en la conspiración reciente del mariscal Byron. Pero el duque de Lerma no parecía inquietarse de ello, ni aun darse por ofendido de otras violentas recriminaciones; antes bien, haciendo caso omiso de tales fundamentos de discordia, volvía sobre el asunto, aunque siempre por medio de tercero. El encargado de Negocios de Francia notició su amo una plática habida sobre la propia cuestión entre Lerma y principales señores de la corte en la cámara de la infanta parvulita; mas los políticos franceses no creían en la buena fe del Rey católico; el embajador de Francia en Roma Bethunes, suponía en los españoles el doble juego de sugerir al Papa la idea de estos matrimonios sin ánimo de verificarlos, y Enrique al contestar á su encargado en Madrid, Brunault, decíale, que se abusaba del Nuncio, pues no creía sincero el designio de España respecto á los enlaces, sino que por tal modo solamente pretendían vivir en paz con él.
A pesar de esto, nombraba su embajador en Madrid á M. Barrault, encargándole tratara confidencialmente cor el Nuncio sobre estas declaraciones, pero con discreción y en términos generales; «cosa, añade M. Perrens, que le fué muy difícil, porque desde las primeras audiencias prodigáronle demostraciones muy expresivas á fin de que se franqueara». Inserta un despacho en que este refiere menudamente á su rey la entrevista con el de España, y la complacencia de la corte al ver que la infantita le echaba los brazos; tanta fué, que Lerma, aludiendo al accidente, le dijo al oido, esto es de buen augurio para ambas coronas. El embajador deduce, por último, que todos los principales señores —29→ de la corte de Felipe deseaban el matrimonio con Francia, á excepción del Condestable de Castilla, y algunos más, de dictamen contrario, por ser la infanta hija única y por tanto heredera de estos reinos, sin que la generalidad aprobase esta razón. El autor fundado, no se sabe si en Brunault ó Barrauil, expone que Lerma era el único ministro que no tenía como los demás resolución de envolver á Francia en guerra civil, usando de toda suerte de artificios, y favorecer á uno de sus partidos logrado aquel propósito. Como prueba, añade que se acercó al duque un hombre ruín, proponiéndole cosas perjudiciales al cristianísimo Rey, y que Lerma, después de reprocharle sus aviesas intenciones, lo arrojó por una ventana. De aquí que el embajador pensase aprovechar el momento en que el duque acompañaba al rey á misa, para manifestarle su gratitud.
Extráñame en este punto que el minucioso Cabrera de Córdoba omita en su Relación de las cosas de la corte, un suceso tan grave, y no menos que la gratitud del embajador francés quedara encerrada en su pensamiento, lo cual induce á la sospecha de si la ventana á que el autor alude sería de las que por dar salida á la calle se llaman aquí puertas.
Como quiera que fuese, prosigue exponiendo que el duque al fin rompió la reserva diciendo al embajador: «Preciso es creer que las hijas de la corona de España no pueden contraer buen enlace sino con hijos de la de Francia», á lo que sólo repuso el diplomático, «que verdaderamente eran las dos Casas mejores de la cristiandad». El Cardenal arzobispo de Toledo y demás señores presentes añadieron, que esperaban ver algún día realizado este matrimonio, concretándose Barrault á contestar: «Será lo que Dios quiera».
En verdad que hasta ahora no tiene el autor motivo para quejarse del orgullo español, tan insufrible é irritante como en algunas páginas después expone. Lejos de ello, nos va pintando la corte del tercer Felipe de tal modo, que su ministro y privado más que arrogante señor, parece cortesano humilde del embajador de Francia; y digo así, esquivando la palabra que vendría de molde al oficio que le hace representar.
En la sistemática frialdad del francés, tenía sobrado motivo —30→ para desistir del papel nada decoroso que había tomado á su cargo. A pesar de ello, prosigue el autor, «la reserva era tan obstinada por una parte, como persistentes las insinuaciones por la otra, y si esto no desanimó completamente á Lerma, inspiróle recelos sobre sus designios. Por tal causa, añade, sin abandonarlos del todo, formó el de proponer la infanta parvulita al Rey de Inglaterra, no obstante la diversidad de religión y de intereses».
El autor supone que tal fué la misión que el Condestable llevó á Inglaterra, y de aquí toma pié para aseverar que el hábil ministro Rosny, tenía un motivo más de prevención contra la perfidia española.
Lástima que Cabrera de Córdoba en sus minuciosas relaciones, Vivanco en su prolija historia, y la misma jornada del Condestable impresa pocos años después, omitan este punto importantísimo de la embajada, y mayor aún, que ni en el archivo de Simancas, ni en el de esta Academia, se encuentren documentos que comprueben la aseveración; pero aun suponiéndola cierta, ¿qué motivo hay para calificar de pérfido aquel acto del Gobierno del tercer Felipe, y á mayor causa teniéndose presente los desaires que supone inferidos por el Bearnés? Aunque lo hubiese, ¿cómo se amplía la calificación de un hecho aislado, no ya á la política de una nación, sino al carácter nacional, que no otra cosa se desprende de la frase? Sobre todo, ¿qué concepto merece un historiador que, narrando de su país la propia falta, no sólo se abstiene de calificarla, sino que la atenúa parcialísimamente?
Rosny había ido á Inglaterra para análogo fin respecto á su Rey, que el supuesto por el autor en el Condestable de Castilla, sin embargo de haber dicho el embajador del de Francia en Madrid á Lerma que su majestad cristianísima estaba dispuesto á obrar en este asunto cual cumple á un rey cristiano, y animado de muy buena fe para conservar la paz entre ambas coronas con ventaja de las dos y provecho de la cristiandad. Y es de advertir que los planes del Rey de Francia debían quedar en el mayor secreto hasta su ejecución; lo que implica la aceptación de proposiciones de otras potencias, si así conviniera á sus intereses.
Se ve, pues, que la política del Bearnés era mucho más precavida y astuta que la de Lerma: no obstante, guárdase mucho de —31→ calificarla como á la española; antes bien, en su propósito de mirar nuestros asuntos con diverso criterio, escribe que «el Consejo de Madrid, supongo aludirá al de Estado, empleaba un refinamiento de hipocresía de que no era capaz el carácter abierto de Enrique, aunque para ello esforzase su deseo».
Cierto que muchos atribuyen tal condición al hijo de Juana d'Albret; pero si en vez de informe fuese este escrito refutación, atreveríame á negarle la cualidad que le regalan los que, fijándose en apariencias y no en hechos, han confundido la franqueza, compañera de la lealtad, con la astucia que dimana de interesables miras. Con esto, lejos de amenguar, se acrecen sus grandes condiciones de rey en su época, y no es difícil deducir que la más provechosa para su política fué la habilidad que desplegó para desorientar á la diplomacia sobre sus planes más importantes, con una franqueza, en ocasiones ruda, para que fuese mejor simulada.
¿No comenzó por disimular su religión, dado que tuviese alguna, vistiéndose de católico sin perjuicio de seguir subrepticiamente favoreciendo á sus antiguos correligionarios? ¿No usó de doblez al firmar lascivo contrato con la marquesa de Verneuill? ¿No la tuvo para embaucar á Gabriela? ¿No la desplegó al tender sus redes á los de la liga que conceptuaba cómplices de Byron? ¿No la refinó en sus notas sobre la ruptura entre el Pontífice y Venecia, yendo contra el primero cuanto pudo, sin perjuicio de jactarse á la terminación de haber salvado á la Santa Sede, disputando tal éxito al Rey de España? ¿No la puso en juego hasta la indignación, favoreciendo á los rebeldes de Flandes? ¿No la demostró como nunca, precisamente en la cuestión de los matrimonios españoles?
Pues sin embargo de narrar el autor lo expuesto, y mucho más que sobra para deducir el doble juego de Enrique y su política artera, tiene su criterio la elasticidad de regalar al Consejo de Madrid la calificación que en sana crítica cuadra mejor al gran Rey. Tal vez la distancia entre las páginas le haría olvidar al escribir el capítulo II lo que había consignado en el I, ¡ó quien sabe si llamará franqueza á la cínica declaración de que «Paris bien valía la pena de una misa». En todo caso será la única que —32→ para desgracia de la memoria del héroe le podrá reivindicar, y aun así tendría que exponer el disimulo que para el éxito hizo de sus creencias religiosas, dado, repito, que tuviese alguna.
Pero lo más donoso en este punto es la candidez del autor en la siguiente frase: «Rosny estaba en lo cierto al reprochar á los españoles de profanar lo que hay de más sagrado en religión y de abusar del nombre de matrimonio». Conócese que al trascribir algunas frases de las Economies royales quedó su mente supeditada por el estigma que Sully lanzaba á nuestros antepasados. «El artificio, dice este aludiendo al doble juego de las proposiciones, parece tan malicioso como grosero: podría tratarse alguna cosa buena si los españoles fuesen blancos en lealtad como ángeles, y no tiznados de perfidia como los demonios».
Y como al célebre ministro, á pesar de los tratos de Rosny, no se le ocurrió objetar lo mismo de la política francesa ni de su rey, es posible que el autor considerase que á él tampoco se le debía ocurrir nada, ni siquiera que tal profanación era más imputable al cristianísimo que al católico rey; puesto que la del primero, aunque sin comentario, nos la da por averiguada, mientras que la del segundo, que nos reprocha, puédese poner en tela de juicio de no presentar mejores documentos. Y si los antecedentes valen, es seguro que en cuanto á profanaciones no ha de salir mejor librado el que apostataba de su religión por una corona, que el que subordinaba la suya á los intereses del Catolicismo; el que vendía sus creencias por poseer la capital de un reino, que el que manifestaba con fervor que saldría de la del suyo de rodillas hasta la del orbe católico, por conseguir que se declarase punto del dogma la Concepción inmaculada de la Madre de Dios; el despreocupado en materias religiosas que visiblemente protege á los calvinistas, que el que por motivos de religión llevados al extremo, más que por razones políticas, expulsa de su país á los brazos que constituían su más positiva riqueza. Por último, ¿no era más lógico suponer asentimiento al abuso del nombre de matrimonio en el marido amante de muchas mujeres, que en el esposo modelo de amor y de fidelidad conyugal? Nada de lo anterior obsta á que, visto por otro prisma, aparezca el primero gran Rey y el segundo un príncipe poco dado á la gobernación de sus pueblos. Cierto —33→ que el autor dirige el reproche á los españoles; mas como alude á las proposiciones dirigidas, según él, y no comprobadas, al Príncipe de Gales, he debido entender que por reflexión iba contra el Rey, sin cuyo asentimiento no puede suponerse que se diera un paso respecto á su hija, aunque la dirección de la política la tuviese de hecho su favorito.
Si se debiera tomar la frase en su sentido recto, le diría que más fácil era que abusaran de un sacramento los calvinistas y aun católicos que estaban en roce continuo con los sectarios del reformador que por bastardos fines autorizó al Príncipe marido de Cristina de Sajonia á contraer dobles nupcias con Margarita de Saal, que los que á todo trance quisieron y formaron la unidad católica.
Conócese, repito, que el autor ni ha querido molestarse en discurrir, ni tampoco en leer el período de nuestra historia que pretende historiar.
En su obra sostiene que la iniciativa en el asunto de los matrimonios era de España, contrastando el gran deseo que aquí había de realizarlos, con la frialdad con que el Rey cristianísimo oía las proposiciones, y el desdén que demostraba en el asunto. Esto, empero, no es óbice para que á vuelta de hoja asegure que el cardenal Aldobrandini, sobrino y secretario de Estado de Clemente VIII, afirmaba en alta voz que se había de llevar á cabo la alianza de las dos coronas, y que se haría por decidir á ella al Rey de España de cualquier modo que fuese.
Más adelante expone, que tan creido estaba el nuevo nuncio del Pontífice Ubaldini, que la idea é iniciativa de los matrimonios había partido de Enrique IV, que se lo confesó así en la primera audiencia, á lo cual contestóle enojado el Rey cristianísimo: «No es costumbre que un padre ofrezca sus hijas»; pero en seguida escribió á su embajador en Roma, asegurándole que las proposiciones habían partido del nuncio Barberini y del embajador en Madrid M. Barrault, á nombre del duque de Lerma; insistiendo en todas sus cartas hasta lograr que el Pontífice y Barberini reconociesen que ellos habían dado el primer paso. Lo que temía, añade el autor, al dejar creer que había él tomado la iniciativa, era verse obligado á aceptar otras condiciones que las suyas, si la —34→ política le constriñese á concluir estos matrimonios; pero salvados su amor propio como padre y sus intereses como soberano, lejos de rehusar el debate sobre este asunto, se quejó al Pontífice, por medio de su embajador en Roma de que Barberini no le hubiese escrito nada acerca de los enlaces en el espacio de seis meses.
También confiesa M. Perrens que el Rey de Francia recibió con júbilo al padre provincial de los jesuitas de Flandes, á fin de que instara al de España sobre la realización de los matrimonios; y atribuye al primero las siguientes palabras: «Lo mucho que deseo el bien común de la cristiandad me ha hecho olvidar la costumbre que no autoriza á un padre á ofrecer á sus hijas, sino que le manda aguardar á que sean pedidas». Luego expone haber ordenado al Delfin, no obstante de hallarse aún entre el regazo de las damas, que escribiese á la infantita española una carta, la cual entregó al P. la Bastida con encargo de decir al tercer Felipe, que el Rey cristianísimo deseaba ser su compadre y servidor, y estrechar más y más las relaciones entre ambas coronas, con tan sólida amistad, que se trasmitiese y perpetuase en los hijos respectivos.
Inserta además una carta de Breves, embajador de Enrique en Roma, donde dice á su soberano: «He hecho saber á Su Santidad que todas las cosas van bien encaminadas hácia los españoles. V. M. reconoce que no es posible realizar matrimonios más honrosos y útiles que los de España, siempre que sean propuestos por aquel Rey», etc., etc.
Pues si tal cosa confiesa, ¿por qué asegura y sigue aseverando que las proposiciones partieron de España; que aquí había gran deseo de que se realizaran los matrimonios, no obstante el desdén del Rey de Francia, y supone al país sufriendo humillaciones en pró de tal manía, sin perjuicio de tildarle de orgulloso y altivo hasta la irritación?
No pretendo con esto negar la justicia de la calificación en muchos casos; pero en este creo que España estuvo digna, y de ninguna manera tuvo que sufrir humillaciones por cosa en que Francia estaba mucho más interesada. La contradicción, sobre todo, es evidente, y repito que si el autor no incurriese en casi tantas como páginas tiene su libro, daría á sospechar su inocente confianza —35→ de que el lector habría de olvidarse en un capítulo de lo escrito en el anterior, sin tenerlo tampoco en cuenta para el siguiente.
Por ejemplo; sin recordar tal vez que en la pág. 26 ha dicho que el Consejo de Madrid desplegaba en este asunto un refinamiento de hipocresía, de que era incapaz el carácter abierto de Enrique IV, aunque esforzase su voluntad, dice en la 69: «Enrique titubeaba aún en romper con los protestantes para aproximarse á la política de España. De aquí la doblez con que ocultaba su perplejidad. Confesaba á sus cortesanos íntimos que la necesidad, que es la ley del tiempo, le hacía decir ahora una cosa, ahora otra; y nadie lo encontraba censurable, porque tal era entonces en todos los países la regla de la política».
Y entonces, ¿por qué censura al Consejo de Estado de Madrid, y en general á la política española por la doblez de que la suponía animada?
Prosigue M. Perrens en estos términos: «Si por haberla practicado lo censuramos nosotros, es porque él la creía deshonrosa, vanagloriándose de jugar siempre á cartas vistas. Negociaba la tregua con los holandeses, y decía á D. Pedro de Toledo, por conducto de Ubaldini, que sólo por artificio les proponía buenas condiciones, á fin de decidirlos á reanudar una guerra para la que no estaban bien preparados. El único medio de perderlos, añadía, consiste en dicho tratado. Si tales palabras eran verídicas, demuestran que hacía traición á los holandeses; si mendaces, que engañaba á España. Ignoraba y temía, por consecuencia, el resultado de las decisiones tomadas, ó que pensaba tomar. Los que le rodeaban perdíanse en conjeturas sobre sus designios».
Pues si tal conocía el autor en la pág. 170, ¿por qué en las anteriores regala al Bearnés tanta sinceridad, y sigue suponiéndosela en muchas de las posteriores?
Más adelante escribe: «En Setiembre de 1608 penetraba bien el P. Cotton los pensamientos de su real penitente, y sin querer contradecía Ubaldini sus propias acusaciones, reconociendo que Enrique IV hacía depender los matrimonios de la conclusión de la tregua, á la cual, después de haberse opuesto, sólo se prestaba, para casar á sus hijos».
—36→¿Dónde está, pues, la repugnancia de dicho Rey á los matrimonios, tantas veces expuesta por el autor?
A mayor abundamiento dice en la pág. 95: «Así, pues, mientras que Enrique IV quería los matrimonios para consentir en la guerra (contra las provincias unidas), Felipe III quería la guerra para consentir en los matrimonios».
Mayores contradicciones aún se notan en los siguientes párrafos:
PÁG. 173. «Trasmitidas por D. Pedro de Toledo al Consejo de Madrid estas palabras (alude al reconocimiento que hacía Francia de la razón que á España asistía en la cuestión con los holandeses, y la proposición hecha por la primera de que modificase sus condiciones), fueron tomadas en él por signo de debilidad y se aumentó la arrogancia española».
PÁG. 174. «España, por medio de su embajador, humillóse hasta ofrecer prendas de su sinceridad y de su palabra, confesando así, en cierto modo, que había razón para no darle crédito».
Al hablar del embajador del tercer Felipe, D. Pedro de Toledo le concede verdadero talento, por lo menos en la pág. 111; pero esta cualidad y la de su parentesco con María de Médicis hallábanse contrarestadas por otras de mucha cuantía, entre las cuales descollaba su intolerante orgullo; y añade: «Tales defectos, unidos á los del carácter nacional, le hacían poco á propósito para una misión conciliadora».
Censura el retardo del viaje del embajador que tanto contrastaba con la vivacidad francesa (sic), suponiéndole calculado para mortificar á Francia: en lo cual manifiesta no haber leído la Relación de Cabrera de Córdoba, tan indispensable para el asunto; juzga con sañudo y parcialísimo criterio á todos y á cada uno de los consejeros de Estado de Castilla, tachándolos de orgullosos y sumamente ignorantes, con lo que falsea las mismas citas de las Relaciones de los Embajadores venecianos en que se funda, por hacer estas excepciones honrosas de algunos; y severamente critica las contestaciones de D. Pedro de Toledo al Rey Enrique en sus primeras entrevistas, cuyas frases califica, en su mayor número, de inconvenientes, de irreverentes otras, y alguna de brutal.
—37→«La primera muestra de dignidad que dió D. Pedro, dice en sentido irónico, fué hacerse esperar mucho, exagerando aún la lentitud española, en lo que la vivacidad francesa veía un insolente desdén... Su calculado retardo debía provocar vivo disgusto en la corte de Francia».
Repito que el autor, con vivacidad suma, da por cierto lo que sólo está en su mente, pues que el retardo de D. Pedro, según la relación mencionada, cuya existencia debe ignorar M. Perrens, consistió en la falta de recursos para el anticipo de gastos del viaje, que al fin consiguió, merced á la usura de un prestamista1.
Hablando de su entrada en Paris, prosigue, que chocó desde el primer momento su actitud altanera y arrogante, y traslada el siguiente párrafo del Lestoiee: «Los que han visto á este señor, dicen que tiene talento y que sus discursos son sentenciosos, aunque siempre acompañados de presunción española».
M. Perrens, conforme con esta calcificación en las páginas 111 y 119, parece contradecirlas en la 120 al reseñar en estos términos la primera audiencia con Enrique IV: «Queriendo el Rey, dice, desde el primer momento significarle su bienvenida, le dijo: «Temo, caballero, que no se os haya recibido tan bien como merecéis». «A estas graciosas palabras no supo responder D. Pedro sino con una amenaza brutal: «Señor, replicó, lo he sido de tal modo, que estoy pesaroso de tantas inconveniencias como veo, las cuales podrían obligarme á volver con un ejército, y hacer que yo no fuese tan deseado». «Ventre Saint-gris, repuso vivamente el Rey: venid cuando plazca á vuestro amo, que no por ello dejaría de ser bien recibida vuestra persona; y en cuanto al hecho de que me hablais, vuestro amo mismo, con todas sus fuerzas, se encontraría bastante embarazado desde la frontera, la cual es posible que no le diera yo el gusto de ver».
«Lección merecida, añade el autor, que no aprovechó al español arrogante». Y en verdad que si hubieran pasado así las cosas sería merecida la lección del Rey, y no podríamos quejarnos; pero ¿se concibe tal contestación en una persona á quien se supone verdadero talento y sentenciosa palabra, sin que mediase —38→ algún antecedente, si no para justificarla, para atenuar al menos su aspereza?2.
No diré lo mismo de las demás que el autor tanto le censura, á saber: la que dió á la Reina al enviarle persona que le cumplimentara y le recordara los lazos de parentesco que le unían á ella: «Los Reyes y Reinas no tienen parientes, sino súbditos». «Palabras, dice el autor, que aunque entrañen verdad, la más simple conveniencia hubiera debido retener en sus labios».
¡Lo que es la diversidad de criterios! Yo hubiera vuelto la frase del revés, exclamando: Palabras que, aunque no entrañan verdad, la más simple conveniencia las aconsejaba entonces como deferentes y oportunas.
Al hablar más adelante del duque de Pastrana, á quien llama D. Íñigo de Selva, le reprueba el haberse atrevido á bailar con la prometida esposa de su Rey, contrariando, el uso de su país. Si hubiera rehusado, ¿no puede inferirse que por ello merecería igual censura? No sale mejor librado D. Íñigo de Cárdenas, de quien dice que era mal cortesano porque ofendía á la Reina con galanterías demasiado libres, como D. Pedro de Toledo había irritado al difunto Rey con sus insolencias. Sin embargo, cuando estos embajadores defendían puntos en que por cualquier motivo halagaban á la nación francesa, eran hombres razonables, y hasta de verdadero talento si el halago era sostenido, cesando, empero, estas cualidades al terminar la lisonja. Así quo no es de extrañar que D. Íñigo, tan mal parado en su primera calificación, mereciese en páginas posteriores estas líneas: «Tenía todo el espíritu de conciliación que es permitido á una cabeza castellana»; ni que dijese estas otras del embajador de España en Roma: «El embajador de España en Roma, que pertenecía á la ilustre casa de Moncada, tenía el mérito, raro en su nación, de estar exento de —39→ vanidad, y aparte de la fidelidad á su Rey, no había nada que no hiciera en servicio del de Francia». Y se me ocurre: ¿tendría aquella cualidad sin esta última condición? Tal es el criterio que preside á toda la obra; Francia sobre todo y antes que todo, inclusas la justicia y la verdad; y esto aun cuando se atropelle las autoridades que cita en el texto. En todo hace á su nación superior á España, hasta en la extensión de dominios, que no de otro modo se consideraba entonces la grandeza de los Estados.
En este como en otros puntos pudiera citársele á M. Perrens los mismos autores en quien se apoya para deprimir á los españoles.
Simón Contarini dice en su Relación correspondiente al año de 1605: «El Rey de quien vengo á tratar es tan grande, que abraza del mundo lo que hasta hoy nadie ha poseído».
Girolano Soranzo, en la suya de los años 1608 y 1611, pág. 477, confirma lo anterior con estas palabras: «Es cosa indudable que la mayor parte del mundo está dividida entre el Rey de España y el gran Turco».
Pietro Gritti, en la de su embajada de 1616 á 1620 se expresa este modo: «S. M., alude al tercer Felipe, posee un imperio el más vasto y rico que desde la decadencia del imperio romano ha poseído príncipe alguno; porque extendiéndose, según el cómputo de los cosmógrafos, en un espacio de veinte mil millas, se esparce por las cuatro partes de la tierra y circunda todo el mundo».
Tales párrafos que el autor debe haber leído, puesto que cita estas relaciones y aún inserta los trozos desfavorables para España, no le impiden anteponer á su país, al expresar que Francia y España eran las dos naciones más grandes del mundo; si bien la segunda había perdido considerablemente desde la paz de Vervins.
No le negaré lo último: España había perdido ante la opinión, pero no de su territorio, que es de lo que se trata: aún en este caso aventajaría á Francia, y nunca podía considerar á su nación ni tan pujante ni tan extensa como el imperio del gran Turco, del cual hace caso omiso. Tampoco debe ignorar que los embajadores citados escribieron años después de la paz de Vervins, ni mucho menos que el mencionado Soranzo termina su relación —40→ diciendo, que «España estaba llena de hombres doctísimos en todas letras y facultades, particularmente en literatura y leyes, cosa digna de alabanza y aplauso que deseaba para otras provincias». Y sin embargo, el autor no tiene por conveniente seguirle en este punto; antes moteja á esta misma nación de ignorante, precisamente en el siglo de oro de una literatura afamada en el mundo, y aún estudiada hoy por las gentes que más presumen de eruditas, aunque el autor no tenga noticia de ello, que esto no es delito, ó procure cuidadosamente velar una noticia que saben los estudiantes de cualquier mediana Universidad.
Largo y harto enojoso sería el reseñar todas las contradicciones en que incurre, y aunque no lo es menos el ocuparse de los errores que comete, debo añadir algunos que por completo desfiguran la historia. Consiste uno en atribuir al Rey de Francia el arreglo de las diferencias trascendentales habidas entre la Santa Sede y la República de Venecia, censurando al de España que se atribuyera el éxito, y no menos al Pontífice por reconocerlo así; y añade: «Los españoles no habían visto sin celos á Enrique IV arreglar las diferencias entre Venecia y la Santa Sede».
La Academia sabe los esfuerzos hechos por el Gobierno del tercer Felipe para el arreglo de tan espinosa cuestión; las tropas reunidas en Italia á dicho fin; lo que la diplomacia española tuvo que trabajar; por último, lo que instó al Rey de Francia para que, dejando su fría y más que reservada indiferente actitud, hiciera ver al Pontífice que su conversión al catolicismo no era objeto de interesables miras, levantando algunas tropas, siquiera hasta el número de 5.000 hombres, que aun cuando fuera aparentemente auxiliaran á los 30.000 empleados por España para llegar al arreglo. En esto convienen todos los historiadores; y si se consulta al minucioso Vivanco, nos dirá en su obra inédita que exclusivamente á España se debió el buen resultado de este difícil y trascendental suceso.
Aunque de tal modo no constase en documentos fehacientes, ¿cómo no inferirlo de un príncipe tan desapegado al gobierno de su país, como celoso en todo lo que tendía al bien del catolicismo, y deferente en extremo á la corte de Roma? Este fué el punto primordial y único de su política, en el cual obraba personalmente, —41→ y de viva voz dictaba sus disposiciones, dejando lo demás á la inspiración ó capricho de Lerma; y á dicho fin subordinó por completo la cuestión de matrimonios, como puede verse en las cartas que por apéndice inserto íntegras unas, y extractadas otras.
Si el autor las hubiera visto, como parecía de rigor, tratándose de un asunto de España que detalladamente pretende historiar, es posible, aunque no seguro, que hubiese rectificado muchas páginas, y entre ellas las 126 y siguientes hasta la 131, en las que expone que Villeroy estuvo acertado al creer que la verdadera misión de D. Pedro de Toledo consistía en proponer los matrimonios con cierta diplomacia. «No debía esperarse, dice, que el Rey de Francia abandonase la alianza con los holandeses para obtener la de España por medio de matrimonios que él no había jamás solicitado, ni hecho que los solicitara persona alguna».
Sin embargo, su propia narración nos enseña que Enrique IV introdujo la cuestión de los matrimonios en la primera audiencia de D. Pedro, el cual le contestó que antes de pasar á otra cosa se debía resolver á abandonar á los holandeses, añadiendo secamente y con altanería, que él no tenía encargo de proponer ningún matrimonio.
Así era verdad, si se juzga por las cartas mencionadas; pero el autor establece la siguiente disyuntiva: «Si era verdad, no había nada que más en lo profundo pudiera herir á Enrique, porque él sabía por los despachos de su embajador en España, como por los de Ubaldini, que el Soberano Pontífice había propuesto los matrimonios á S. M. Católica». Cúmpleme notar, por vía de paréntesis, la contradicción cometida en este punto respecto á otros en que asegura que la proposición de matrimonios partió de España, pudiendo inferirse de las líneas acabadas de leer, que el autor reconoce que el Rey sabía lo que él en otras páginas ha tenido por conveniente ignorar.
Siguiendo el párrafo, continúa: «Si el castellano mentía, y podía creerse así». Mas, ¿por qué? ¿Ha visto el autor las instrucciones ni ningún otro papel de España de donde pueda inferirlo? Lejos de ello, el único que inserta es el estropeado de que á la letra tomo la parte congruente y más clara: «Y habiendo pasado á —42→ otras pláticas y asegurado D. Pedro que no tenía comisión ni poder para tratar casamientos se (por sí) bien avia daño (por dado) grata audiencia en España á los propuestos por el Papa y el varon (sic) de Barrault se despidió del Rey, etc., etc.».
Este inserto, cuya procedencia no se indica más que por papeles de España, prueban precisamente lo contrario de lo que el autor dice. Si son relaciones del Consejo de Estado, como parece desprenderse de la conclusión, ¿no es más lógico suponer que el autor está en mal terreno al sentar gratuitamente aquella hipótesis? Infiérese que la funda en una carta de Villeroy á Janin; pero, ¿por qué dar más crédito á una carta, donde á lo sumo no se ve más que una sospecha, que al dictamen de un Consejo, en que para nada tenía que jugar la diplomacia, por no deber salir de la nación?
Prosigue el autor que el Rey replicó á D. Pedro con palabras tan duras, que si éste hubiera dado cuenta de ellas á su amo, podrían ocasionar un rompimiento, según se lee en un despacho de Ubaldini.
Y hé aquí, digo yo, un Rey irritado porque no le hablaban de lo que él quería, sin embargo del desdén que aparentaba. ¿Cómo aquel embajador tan grosero y adusto, tan altivo é imprudente, según lo califica M. Perrens, tuvo más sensatez y comedimiento que el franco, amable y conciliador Monarca?
Conociendo el autor que estuvo muy inconveniente, y no queriendo este papel para el Rey de un país donde dos centurias más tarde habría él de nacer, se apresura á escribir: «Estas palabras imprudentes que no se hallan en ninguna parte, y que Enrique las sentiría sin duda».
Pues si en ninguna parte se hallan, ¿á qué hacer mención de ellas? Y si estampa literalmente el despacho de Ubaldini que así lo expresa, ¿qué importa el ignorar las palabras, puesto que existieron y han merecido aquella calificación? No es, sin embargo, la ambigüedad lo más donoso del caso, sino que el autor se identifica con el personaje historiado por él, y tal cariño le toma, que responde de sus intenciones en el hecho de suponer que el Rey sentiría sin duda el haberlas dicho, por omitirlas en la relación que hizo á Breves de esta entrevista. ¡No podría haberlo disculpado —43→ con mejor intención el más adicto de sus cortesanos!
En realidad, continúa, D. Pedro debía obtener de Enrique que sin dilación abandonase la alianza de los holandeses para merecer la de España. La de España, dice; pero en el documento en que se apoya se lee: «para merecer los matrimonios»; lo cual es muy distinto, porque echa por tierra cuanto el autor ha aseverado sobre la iniciativa y afán de la corte española en la cuestión, así como el desdén del Rey de Francia, y presta veracidad á las palabras de D. Pedro, dando por el pié á la sospecha de Villeroy y á la gratuita afirmación del mismo que inserta el documento.
Al hablar de la entrada en Madrid del duque de Mayenne, embajador extraordinario de María de Médicis para la realización de los matrimonios, expone la miseria y la parsimonia de España, ya en los presentes que le hicieron, ya en la mezquindad del mantenimiento y pobreza de los trajes españoles, «que tan humillados se veían en todo y por todo al compararse con los bravos, ricos y apuestos caballeros franceses del séquito del embajador». Viendo, dice, la suntuosidad de los franceses, que en un mes habían cambiado por tres ocasiones las libreas de sus lacayos, y prodigaban el dinero en su camino, tuvieron los españoles vergüenza de su vergüenza, se ruborizaron de sus viejos atavíos, y ni aun á los criados de Mayenne osaron dar las cadenas que habían recibido para este fin, porque conocieron que los franceses eran gente demasiado lucida y sagaz para hacer caso de tales regalos. «Por miseria y vanidad aparecieron, pues, más estúpidos é indolentes de lo que eran».
Varias de estas frases las escribe entrecomadas citando las cartas de Vaucelas á Villeroy: y motiva la última el retraimiento que la grandeza mostró respecto al embajador francés.
Extráñame que tantas ocasiones aproveche para tildar á esta nación de mezquina, el mismo autor que inserta un trozo de carta de Vaucelas á Puysieux, donde consta que D. Íñigo de Cárdenas entregó en nombre del tercer Felipe á Madame Elizabeth, una joya con los retratos de ésta y del príncipe español, que tenía engarzado un brillante, la cual se estimaba en 100.000 escudos.
Verdad es que siguiendo su sistema de prevención contra lo que —44→ pudiera favorecer á España, añade: «Si no hay exageración en el precio, preciso es confesar que en esta ocasión no hubo mucho estímulo por parte de Francia». Así dice porque el regalo del Delfín á la infanta de España era un brazalete que no valía más de 15.000 escudos.
Seguramente que al hablar de la miseria y mezquindad de los españoles en trajes y en todo, no recuerda que él mismo ha escrito en la pág. 389, á propósito de los festejos celebrados en Paris á la publicación de los matrimonios, «que se hicieron enormes gastos, ó como suele decirse, que se quiso echar el resto, recibiendo orden los encargados de sobrepujar aún el fausto de los españoles».
¡Vea la Academia la escasa memoria del autor! Tan poca es, que en la misma página en que censura la mezquindad española, inserta una relación del recibimiento al duque de Mayenne en el castillo de Lerma, donde después de ponderar las viandas y aparato con que se las presentaron, exclama en tono festivo: «Fué aquello un verdadero triunfo sobre la cuaresma, ó más bien una de las procesiones que los gastrónomos de Ravalais hacen á su dios ventri-potente». Cosa análoga dice acerca de los perfumes y lujo de las habitaciones.
A pesar de todo, y contra el inserto que estampa de carta del embajador, supone que se fué disgustado de Madrid, si bien sumamente complacido de las señoras, tanto, que según relación de Puysieux, su hombre de negocios, llegaron á producirle una indisposición de estómago. «Los mensajes, añade, que diariamente recibía, debidos al atrevimiento, avaricia y lujuria de las señoras del país, le empeñaron al combate de tal manera, que yo no sé cómo se habrá podido zafar».
El autor, por su parte, dice: «Las señoras paraban sus carruajes delante de la morada del embajador, le llamaban á las ventanas, le daban música por sí mismas, enviábanle guantes, perfumes, aguas olorosas, dulces y toda clase de regalos; y en alta voz publicaban que nunca habían visto hombre, ni más galante, ni tan buen mozo. Admiraban su librea, su vajilla de plata, etc., asistían á sus comidas, y por tales modos le provocaban á galanterías de que no se podía abstener».
—45→¡Dichoso mortal que, sin ser mahometano, gozó en vida del paraíso prometido por el profeta á los que mueren fieles á su ley!
¿Pero no sería posible que el autor hubiese cometido alguna inexactitud, quizá por inspirarse para escribir sobre este punto de la época de Felipe III, en un libro contemporáneo de un compatriota suyo, donde dice éste, que las damas españolas acostumbraban llevar una navaja en la liga? Deduciría, no sin fundamento que tales damas debían ser zafadotas, y teniendo en cuenta que el carácter y costumbres de los pueblos no varían tan fácilmente, podía inferir que las abuelas de las visabuelas de dichas damas legaron á las actuales aquella condición, y de aquí que un mozo del garbo, donaire y atavío del duque de Mayenne, ó de Uména, como en Madrid se le llamaba, habría de dar al traste con el resto de simulado pudor de las señoras de la corte del tercer Felipe.
No es esto negar la esencia del hecho; ¡ni cómo, siendo Mayenne tan rumboso y rico! sino inferir que las que le importunaban con tantas citas y piropos, debían ser las legítimas ascendientes de las que hoy, por tales hábitos, llamamos de navaja en liga, aunque no usen ninguna de estas prendas.
Nada tendría que oponer si se concretase á decir que la gallardía, donaire y gentileza del embajador fué celebrada por las damas de la corte, hasta el punto de tenerle por el más galán y mejor parecido de todos los de su acompañamiento. Así, poco más ó menos, se lee en la verídica y detalladísima relación de Cabrera de Córdoba, y no ya el criterio, sino el buen sentido, basta para rechazar todo lo que de esto pasase.
Que el autor inserta la carta de un testigo como Puysieux, cierto; ¿pero para qué sirve el criterio? ¿Qué diría si un autor español, refiriéndose á Francia expusiese, apoyado en la relación de un viajero, que las señoras francesas acostumbraban asediar á los españoles en las principales calles y cafés, usando de expresiones y modales algo libres; ó que solían bailar danzas en posturas algo más que descompuestas? Diría, con mucha razón, que tal viajero no había salido de los que en Paris llaman boulevares, ni asistido á otros bailes que los celebrados en Mabille ó Chateaurouge, y que tal autor había cometido la ligereza de apoyar su —46→ historia, sin el menor discernimiento, en lo narrado por un cualquier transeunte, y la mayor aún de, con tales datos, ó ampliando alguna aventura, calificar al núcleo de las señoras de una nación. Y no es mucho que de aquí se deduzca culpa de ligereza contra el autor y contra Puysieux. ¿No conocemos todos al del libro antes mencionado sobre costumbres de España? ¿No sabemos también de otro, y de ilustre apellido, que desde alta mar, como pasajero de un buque en viaje de circunnavegación, decía que con sus anteojos había podido ver á las bellas catalanas paseándose en la Rambla de Barcelona del brazo de sus jóvenes é indulgentes confesores, lo cual, aparte de lo raro de la visión, es algo menos verosimil que distinguir desde el Manzanares una cosa situada en la Puerta del Sol nunca vista por los habitantes de Madrid?3 ¿No habló otro renombrado autor con ligereza sobre las Canarias, aunque nunca tan desatinadamente como el del mencionado viaje?
Lo extraño es que al hablar M. Perrens de la miseria española, perjudica mucho á su habilidad la circunstancia de insertar escritos que lo contradicen, y de añadir: «Tal gasto, por desigual que fuese (respecto al de Francia), acabó de arruinar á los españoles. Para cubrirlo tuvieron que echar mano de pequeñas sumas destinadas á los infantes y á las viudas de los antiguos servidores de Carlos V y de Felipe II.
«Después de la partida de Mayenne encarecieron en algunos maravedís la libra de carne, como único recurso de volver á llenar su exhausto tesoro».
Si se tiene en cuenta la carne y demás comestibles regalados diariamente á la embajada de Francia, cuya relación, que el autor no debe conocer, detalla Cabrera de Córdoba, no es extraño que aquel artículo alcanzase mayor precio en razón al excesivo consumo; —47→ pero subir la carne para volver á llenar un tesoro exhausto, presupone en primer lugar la idea de que el tesoro estaba repleto, en segundo, la de que todo él se invirtió en la recepción mezquina á que el autor alude, y en tercero, la de que unos cuantos maravedís bastaban para repletar el tesoro de la nación cuyos dominios eran, materialmente por lo menos, los más ricos y extensos de ambos mundos4.
Oigamos á Cabrera de Córdoba en este punto:
En resumen, por cálculo nada exagerado, resulta que el embajador y su comitiva consumían diariamente unas tres mil seiscientas libras de carne, que casi montan á dos toneladas desleidas en treinta arrobas de vino, acompañadas de cuatro fanegas de panecillos de boca, y endulzadas con ocho arrobas de fruta5.
Otra de las inexactitudes que comete, es asegurar que el Rey de España consideraba ligereza muy reprochable que su hija, ya reina de Francia, adoptase algunas modas francesas, y sobre todo que bailara.
Permítame la Academia que en este punto le recuerde algunos trozos de las cartas del tercer Felipe á su hija, por ser la mejor refutación contra lo que asevera M. Perrens.
En una que lleva la fecha de 6 de Junio de 1618 le dice...: «Me hubiera holgado de ver el bailete que hicistes, que todos los que le vieron escrevieron maravillas dél, y de quan linda salistes, y quan bien danzastes: acá tambien se hizo la mascara». En otra de 3 de Abril del mismo año: «Me holgué mucho con las nuevas que truxo el último correo, aunque sin carta vuestra; pero yo le doy por bien á trueco de que no os cansasedes en escrevirme pues lo estaredes desde el bailete y todos escriven quan bueno fué, y quan bien lo hicisteis vos: hasta envidia tuve á los que lo vieron, y mas á vos que diz que estabades muy linda, y esto debe de ser cada dia mas, segun habeis embarnecido y crecido, etc., etc.».
Ignoro, pues, el fundamento que haya tenido el autor para suponer que el tercer Felipe reprochaba duramente á su hija el baile, como no sea una de las peregrinas invenciones del Mercurio, de —49→ cuyo papel hace un documento fehaciente para su historia. Si hubiese consultado estas cartas, quizá no incurriría en este ni en otros muchos errores, y digo quizá por ser también posible que rehusase la prueba en vista de no decir en ellas baile sino bailete.
Respecto al otro extremo, pudiera trascribir muchos trozos de otras cartas anteriores en que siempre le recomienda la obediencia á su marido, en gracia á la buena armonía que debe existir en los matrimonios. Todas rebosan en paternal solicitud, y tanto que á veces descienden á preguntas un tanto enojosas y de difícil contestación para una niña, no obstante su cambio de estado.
«Me he holgado mucho, dice en una de 16 de Enero de 1616, por saber que quedabades buena, y el Rey mejor del mal que habia tenido, de que os podemos dar la enhorabuena como muger tan bien casada; y me ha parescido muy bien lo que me decís de las visitas que le habeis hecho y lo que habeis madrugado á las purgas y sangrías, etc., etc..., me ha dado cuydado el decirme que no teneis buenos los ojos: espero en Dios que lo estarán presto y ya querria que acabasedes de ser muger, que para esso y para que me diessedes presto un nieto podria servir; y responded á lo que otras veces os he preguntado de si el Rey quando está bueno duerme siempre en vuestro aposento ó algunas veces, y no os corrais de decirlo á un padre que os quiere tanto como sabeis, etc.».
Sigue congratulándose de la buena armonía que existe entre ella, el Rey y la Reina madre, y continúa:
«El bailete que hicisteis debió de ser muy bueno, y yo holgara harto de veros, que la de la Torre me escrive maravillas de como ibades».
Sigue hablando de que le envía un chapín de seis dedos más de largo como le pedía, y concluye: «Os confieso que quisiera, aunque os pongais colorada, que como el Rey está muchos ratos del dia en vuestro aposento estuviera algunos de noche».
En casi todas sus cartas le habla de bailes, y lejos de reprobarlos, envidia á los que la vieron. ¿Y cómo no, si aquel príncipe tan buen padre y esposo como rey deslucido, despuntaba precisamente en el baile hasta merecer el dictado de primer bailarín de su corte?
—50→Quizá M. Perrens ignore también este particular por no haber tenido á la vista ni la crónica, ni ninguna de las historias particulares, ni las relaciones que corren impresas sobre este reinado. Y en verdad que es omisión de alguna monta en quien narra asuntos que lo abarcan de lleno.
Pues error más de bulto contienen las siguientes líneas: «La corte de España creía tan próximo el éxito (habla de los matrimonios) que desde los primeros días de Diciembre de 1613 anunció su designio de establecerse en Valladolid».
¡Véase cómo al fin se descubren todos los secretos! Así exclamarán seguramente, si pudiéramos oirles, Cabrera de Córdoba, Vivanco, Leon Pinedo y demás autores de relaciones, cronistas é historiadores de aquella época, y testigos oculares de los sucesos, al leer en esta singular historia uno que todos ellos vieron realizado por motivos muy diferentes en fecha anterior, y es seguro que no ménos había de sorprender la noticia al tercer Felipe, á Lerma, al Consejo de Estado y á los alcaldes de Valladolid en aquel tiempo.
Durante mucho he molestado la atención de la Academia exponiendo todas las contradicciones que se notan en este libro; pero no puedo menos de cerrar el exámen con una, como norma del criterio que ha presidido á su redacción.
Dicho está que la corte de Madrid usaba de doblez y perfidia al proponer subrepticiamente al rey de Inglaterra la infanta española al príncipe de Gales, á fin de precaverse contra la derrota que, á juzgar por el desdén de Enrique IV, iba á sufrir en las presentadas á Francia. Pues vea la Academia lo que en la pág. 451 hablando del doble juego de la corte de María de Médicis, sobre el matrimonio de Madame Chretiene con el mismo príncipe de Gales, dice de Villerroy, autor de las negociaciones:
«Así, pues, con una habilidad que no puede desconocerse entretenía Villeroy el matrimonio con el Inglés, y contaba utilizarlo para reparar la derrota que había sufrido en el terreno de los enlaces españoles».
Lo cual enseña, atrévome á añadir, que la perfidia tratándose de España es habilidad cuando á Francia se refiere.
De propósito he dejado para fin de fiesta la traducción de un —51→ escrito anónimo que inserta el autor, publicado en Paris al arribo de la embajada de D. Pedro de Toledo. Dice así: «Asomaos á las ventanas y mirad cual vienen los galantes. En primer término, se ven los bagajes del modo que sigue: tres carros tirados por búfalos y cargados de patrañas cultivadas y cogidas en el jardin del Escorial: otros tres por dromedarios cargados de galimatías: tres más por mulos de Auvergne: otros tres por pécoras arcádicos6 cargados de eléboros y de gomorra extractada en Nápoles hasta la quíntuple esencia: tres amadrinados en parejas, por diez y ocho elefantes, llevando la carta de los Paises Bajos pintada en claro oscuro, sobre un lienzo de veinte y cinco toesas: un carromato soberbiamente atalajado con doce africanos tigres, conduciendo en un tiesto roto de tierra de Navarra, el contrato matrimonial entre el Señor Delfin y la infanta española, extendido en romance sobre pergamino de cordero nonnato, y escrito proféticamente por el buen patriarca Ignacio de Loyola, segun la revelacion en sueño que, tres dias despues de su muerte, le habia hecho Santiago de Galicia; todo él en caractéres tan diminutos, que se necesitaba buena vista para poderlo leer. Veíase luego sobre dos angarillas llevadas á espaldas de dos esclavos como la caza de Santa Genoveva, una almohada de terciopelo carmesí; soportando la gorguera de Don Pedro que medía en redondo catorce varas y media, y media cuarta7. Despues marchaban sus pajes, caballeros en animales de piel gris y largas orejas parecidas á los burros, toda gente jóven con barbas canas, cantando á la entrada de la córte acompañados de jas melodiosas voces de sus cabalgaduras. —52→ Seguian los oficiales de la casa de Don Pedro con toda clase de utensilios de caza: el primero con la marmita, el segundo con las parrillas, el tercero con la cadena del caldero y así consecutivamente los demás con lo restante de la cocina. Más atrás el Mayordomo en noble arreo llevando por peto una cazuela, un tarro de manteca por casco, una pringosa rodilla á guisa de banda y empuñando un largo asador. Despues la sumilleria con tazas, cubiletes, potes, viandas, botellas y cuarenta mulos cargados de nieve, que no derretia el sol por hallarse polvoreada de catolicon8 castellano. Seguian los gentiles hombres de su casa montados en mulos, vestidos de tela vieja de cáñamo, botas de pergamino, en una palabra, con traje acomodado á la estacion, es decir, camisolas de escarlata, justillos de terciopelo negro, á causa del polvo, sobre otros jubones de la misma tela y color, cinchados como mulos por el vientre, apretados de tal modo que sacaban medio pié de lengua, mitrados cual obispos de Calcuta, con gorgueras de pié y medio que no habian olido el almidon desde la salida de España, golillas de terliz blanco, tan tiesas que parecian de porcelana, rasuradas las cabezas á lo monge, los bigotes como colas de mulos, y con mucha gravidad (sic) van tocando la guitarrita y cantando á coro, cada uno diferente cancion, todo ello por supuesto muy católicamente».
«Se ve detrás una carroza de figura de pentágono á semejanza de la ciudad de Amberes, hecha de carton fino y papel de estraza y uncidos á ella diez y ocho toros de Granada. Van dentro tres marqueses y tres condes levando un palio á la alemana, tarareando un nuevo aire en honor de la infantita, y tocando todos un manicordio sin cigüeñal. Don Pedro de Toledo venia el último, como un cura de regreso de precision, conservando la gravedad de un vendedor de pajuelas, dentro de un aparador de tela encerada bien cerrado para evitar las moscas, tirado por dos caballos indios, y con traje de abrigo cual requeria la grandeza de su casa.
«A la mañana siguiente tuvo lugar la audiencia. En la antecámara, donde se preparaban para presentarse al Rey más grande —53→ del mundo, cepilláronse mutuamente, por caridad, todo el polvo recogido en el camino desde su entrada en territorio francés, de tal manera que oscureciendo la cámara obligaron á salir al aire libre á los gentiles hombres y demás de la nobleza que en orden gerárquico hallábanse en ella apostados. Pasaron en seguida á otra llena de marqueses, nobles y plebeyos, hicieron segunda parada, comenzando á alechugarse, á despiojarse unos á otros, y unos á otros á sonarse las narices por caridad, cosa que cada uno por sí no hubiera podido verificar sin estropear sus gorgueras, y exponerse á volver á España para lavarlas; pues no se hubieran atrevido á darlas en Francia, temerosos de que cayendo en manos heréticas incurriesen en excomunion mayor, ó lo que peor seria, en las reclamaciones del Santo Oficio de la Inquisicion».
«Mondos ya y lindamente zurrados, diéronse á marchar con tanta furia, y á echar con tal brío los piés por el aire, que hubieran dejado tuerto, ó roto los dientes á alguno, si á los primeros pasos no les hubiese dicho un ugier que olió como á queso de Auvergne, -Señores, no levanteis tanto los piés que al Rey no agrada este olor. -Así, pues moderándolos, acercáronse hasta arrodillarse ante S. M.; dijéronle en cifra su embajada, se les contestó en solfa, hablaron en español corrompido y se les dió respuesta en buen francés9.
«Bajo esta forma ligera, añade el autor, se demuestra la antipatía y desconfianza que inspiraban los españoles».
No trato ni de afirmar, ni de refutar esta antipatía, aunque pudiera encontrar en la misma obra muchos otros insertos que contradicen al anterior; pero ¿se podrá ocultar á M. Perrens que el sabor calvinista del escrito es lo que manifiesta antipatía, no ya entre franceses y españoles, sino entre reformados y católicos? ¿No ha reparado que el artificio del papel burlesco, consiste en involucrar la diferencia de religiones con la de nacionalidades? Y aún así, no creo yo que el autor ó autores anónimos consiguieran sus fines. Movería el escrito ciertamente á risa, pero risa trivial que, pasados los primeros instantes, despierta por lo menos —54→ indiferencia, cuando no desdén, contra el libelista, no sólo en los católicos, sino aun en los de su misma secta, y después únicamente podrán utilizarlo los representantes de farsas ó entremeses de corral, como medio de sacar algunas monedas de cobre al vulgo rústico y sencillo, que en su ignorancia propende á ridiculizar y deprimir todo lo que pertenece al extranjero.
He procurado exponer el espíritu de parcialidad que de relieve sale en la obra. Quizá sea ajeno á la voluntad de su autor, ó tal vez reconociendo en él tal propension irresistible, y no ocultándosele que constituía un defectillo para tratar de historia, creyó cohonestarlo con la siguiente protesta estampada en su prólogo:
«Debo notar con qué escrúpulo me abstengo de conjeturas y aserciones aventuradas, como asimismo de reproducir algunos despachos verdaderamente picantes que escribían nuestros diplomáticos menos conocidos, en desaliñado é incorrecto lenguaje, pero vivo y ya muy francés, en los cuales la originalidad eclipsa á veces las de las cartas tan bellas y ponderadas del cardenal D'Ossat».
Tal promete el autor, pero la Academia discernirá hasta el punto que lo ha cumplido. En cuanto á que el público note los despachos que dice se abstiene de reproducir, paréceme asunto imposible, y expresado de tal modo que todas las palabras huelgan en la frase, á no ser que se dirija á una pequeñísima parte del público que fué en la época historiada, ó sea á las gentes nacidas dos siglos antes que el autor. Todo pudiera ser según el criterio de los espiritistas.
M. Perrens, por último, dirige su obra con una carta en que después de manifestar modestamente la gran aprobación que aquella ha obtenido, y el honor que ha merecido de ser insertada íntegra en el Diario de Sesiones y trabajos de la Academia de Ciencias Morales y Políticas de su nación, expresa el deseo de que esta, á quien se dirige, y califica de una de las más célebres y respetables de Europa, le asocie con cualquier titulo á su compañía, para significarle así la satisfacción con que veía un trabajo, que llena una laguna en la historia de ambos paises.
Si en vez de convertirla en pantano la hubiera saneado con los instrumentos que la verdad, madre de la historia, proporciona, —55→ entiendo que sería pertinente la petición que dirige á la Academia guardadora de aquella, molestara poco ó mucho al espíritu de patria. Sin embargo, siendo la Academia el único juez para decidir con el criterio levantado é imparcial que corresponde, resolverá en este caso lo más oportuno, si bien el autor debe darse por satisfecho con que haya tocado este informe al ménos autorizado y perspicaz de sus individuos.
Madrid, 24 Febrero 1871.
(Archivo general de Simancas- Estado. -Legajo núm. 1860.)
(Archivo general de Simancas. -Estado. -Legajo 988.)
(Archivo general de Simancas. -Estado. -Legajo núm. 1860.)
Por vuestra carta de los 26 de Agosto queda entendido lo que os dijo el Papa de lo que deseaba el Rey de Francia tubiesen efecto los casamientos que se han puesto en platica y que habiéndole de tener por su mano como lo pide el mismo Rey no puede ser sino cometiendolo ahí á quien lo trate con su Santidad con todo lo demas que acerca desto apuntais, y lo que se os puede responder es que tuvistes harto buena ocasion para representar á su Santidad que el embiar yo á D.n Pedro de Toledo á Francia nació de haberme hecho decir por medio de su nuncio la proposicion que á su Santidad se le habia hecho de parte de aquel Rey en materias de casamientos, y que al mismo tiempo que trataba desto hizo liga con los rebeldes, cosa tan contraria que me obligó á embiar á D.n Pedro á resentirme con el dicho Rey y que supiese las causas que le habia movido á una resolucion tan contraria á lo que habia propuesto á su Beatitud, pues no le habia yo dado ninguna como vos lo habeis visto por la copia que os embio de la comision de D.n Pedro10 el cual cuando haya apurado lo que á esto toca, y visto lo que responde el Rey de Francia responderé á lo que agora me proponeis de parte de su Santidad sobre la misma materia, y pues por lo que D.n Pedro os ha avisado habeis visto que aquel Rey ha negado lo que primero habia dicho á el nuncio de su Santidad fuera bien que se lo representaredes y a lo que ésta manera de proceder le obligaba y que no debia su Beatitud dejarse engañar de hombre que lo que dice un dia niega otro, y cuando os hablaren en estas materias justificando mi causa descubrireis á su Santidad las marañas del Francés para que vea lo poco que se puede fiar de su modo de proceder, que en esto os —61→ pudierades haber alargado mas estando enterado de cuan doblado es, y avisareisme de todo lo demas que acerca destas pláticas pasaredes con su Santidad». |
Estado. -Legajo 1860.
Archivo general de Simancas. -Estado. -Legajo 1860.
Estado. -Inglaterra. - Legajo núm. 2513.
El Embajador de Inglaterra, D. Pedro de Zúñiga en 30 de Julio de 1608 decía al Rey Felipe III «que habia entendido las platicas y juntas que el Embajador de Francia que alli residia tubo con el para manifestarle que su amo le encargaba diese cuenta al Rey de Inglaterra de la embajada que habia llevado D. Pedro de Toledo para tratar de casamientos de sus hijos que aunque le podian estar bien, todavia deseaba correr su fortuna con él, y saber si se podia asegurar de que en Inglaterra ayudarian vivamente á los rebeldes de manera que con esfuerzo pudiesen volver á las armas y holgara de tratar alli de casamientos de sus hijos para cuando tengan edad y que convenia luego dalle respuesta para poderla el dar á D. Pedro de Toledo, y á este propósito dice que aquel Rey hizo poca instancia en ello. El consejo fué de parecer que se escribiese á D. Pedro de Zúñiga que podia responder que D. Pedro de Toledo no llevó órden de tratar de casamientos sino en caso que le hablaran de ellos por haberse movido ésta plática de parte del Rey de Francia por medio del Papa aunque agora lo niega por que va en todo sobre falso y con intento de engañar». En otra de 17 de Diciembre de 1609 D. Pedro de Zúñiga manifiesta al Rey Felipe III «que el Embajador de Inglaterra residente en Francia al despedirse de aquel Rey le pidió le dijese lo que habia en materia de casamientos para decirlo á su amo, porque habia rumor de que se trataba uno con España y otro con Saboya. Que el Rey le respondió que era verdad que en esta materia se tenian discursos, pero sin conclusion alguna; que confesaba que estaba su corazon muy inclinado á estos parentescos por ser los mas honrados y poderosos de toda la cristiandad y que el que pudiera hacer con Inglaterra no habia lugar por qué su amo con este nuevo libro11 habia desviado mucho de si los corazones de todos los Príncipes católicos y que aunque él por el amor —63→ que le tenia, habia procurado mitigar el ánimo del Papa, habian llegado las cosas á tal término que ni él ni otros podian continuar estos oficios12». |
(Códice H. 50 Ms. de la Biblioteca Nacional, pág. 51.)
(Códice H. Ms. de la Biblioteca Nacional, pág. 55.)
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(Códice H. 50. Ms. de la Biblioteca Nacional, pág. 385.)