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«Libro de navíos y borrascas» de Daniel Moyano: el viaje del exilio (¿De dónde? ¿A dónde?)

Adriana A. Bocchino





Ha pasado tanto tiempo, que en realidad, yendo ya para un lado o ya para el otro, siempre estamos volviendo [...].

Queremos un nombre que nos asegure esa llegada, de lo contrario tendríamos que volver al otro volver [...].

La única posibilidad cierta de volver parece que es no haber salido [...] Y volver resulta una ilusión, desde que todo se ha movido1.



El miércoles primero de julio de 1992, murió, en Madrid, el argentino Daniel Moyano, autor de Libro de navíos y borrascas. En un año de festejos y contrafestejos me preguntaba si existía alguna relación entre esta muerte, su texto y su contexto, y los quinientos famosos años de la llegada de Colón a estas tierras.

Libro de navíos y borrascas es un texto de exilio, en la precisa dirección contraria, y a quinientos años, de aquel otro texto, del Diario de viaje. Por un lado, el gesto, renacentista y moderno, que narra su viaje de aventuras. Peligroso pero, según dicen, «descubridor». Por el otro, un viaje de exilio, un texto de exilio que intenta reconstruir, porque fue destruido, lo que se tenía por conocido. Una insoportable diferencia de saberes, y de espacios, que se cruzan en la marca del viaje.

La diferencia, en definitiva, parece radicarse entre un saber y un no-saber. Ambos tienen que ver con la historia personal y colectiva. En un caso, un documento real que avala, permite, exige, la conquista; en el otro, una orden clandestina, enmascarada, de exilio. En este último caso el no-saber, por descentramiento impuesto violentamente por la historia, de dónde se exilia uno y hacia dónde, y, además, y fundamentalmente, quién es ese uno que se exilia, trae aparejado una serie de intentos de definición y acercamientos. Sin duda, la necesidad de un planteo a partir de tierra firme. Por ejemplo, un nombre en común.

Según el texto de Moyano, esta cuestión se vuelve tan problemática que se emparenta con lo cómico. En definitiva, indefinible para un latinoamericano por el mismo hecho de ser latinoamericano; mejor dicho, hispanoamericano; mejor, iberoamericano; o indoamericano; o americano a secas: o atlante, a falta de algún nombre más apropiado. La imposibilidad de un nombre, mucho menos común para esta comunidad de rasgos y costumbres absolutamente diferentes, (chilenos, peruanos, uruguayos, argentinos, psicólogos, escritores, violinistas, sindicalistas, gente de la capital y gente de las provincias, etc., etc.), complica desde el inicio las cosas2.

Sin embargo, hombres y mujeres sin raíces, tienen que ver, en este Libro..., más con el no-poder que con el no-saber. En realidad, saben demasiado. El no tener raíces no se refiere a la falta, sino a la quita, de un espacio de arraigo. Es más, eso que se llama arraigo es saber sobre el espacio. Pero el problema está en el lugar en el que se pervierte la ecuación foucaultiana: en la zona de exilios, el saber no constituye «poder». Pareciera relacionarse, más bien, con imposiciones violentas y ajenas, y no con formaciones conceptuales desarrolladas en lo histórico.

La imposibilidad de permanecer en tierra propia, que implicaría el saber, es, aquí, la marca del exilio. A la inversa, la apropiación de la tierra del otro, el ensoberbecido no-saber, es la marca de la conquista, que inmediatamente, como es obvio, se convierte en poder. Este poder trae nuevos saberes, distintos pero, es claro, legitimados por el mismo poder que los porta, y, entonces, arrasa los existentes, los ignora. El saber de los de acá, convertidos en otros, debe exiliarse.

El discurso del poder no se oculta. Es más, se explaya, histérica, históricamente, se muestra, se desarrolla avalado por lo oficial, es lo oficial. El discurso del no-poder, por el contrario, resiste desde el ocultamiento, la estrategia de lo oblicuo, el exilio, el tabicamiento, la tortura, lo fragmentario, la desaparición forzada, la metáfora, la sinécdoque, la metonimia. Refuncionaliza viejos procedimientos y reconvierte los del enemigo. Libro de navíos y borrascas puede ser leído como la contracara de aquel otro viaje de hace quinientos años: Rolando (narrador personaje, según la categorización más tradicional del asunto), como la otra cara, el otro cuerpo, del almirante (persona narrada por un diario de viaje). El viaje del no-poder, aunque sabe, frente al poder que no sabe pero no le importa, puesto que ha inventado, y legitimado violentamente, su instancia de realidad.

Tratándose de un texto de exilio, estratégicamente diseñado por el decir y el desdecirse (se oculta, parece hablar de otras cosas y al mismo tiempo de «las cosas»), se escribe en Madrid y se publica en Buenos Aires. Se conoce poco al escritor. A pesar de que Daniel Moyano venía escribiendo desde los años sesenta, resultó ser un escritor, en varios sentidos, situado al margen. Residente durante veinte años en la provincia de La Rioja3, nunca estuvo en el centro del sistema. Hoy podemos leerlo, paradigmáticamente, como escritor y escritura del exilio: el permanente no-poder de un tipo de saber. El contrafilo de la colonización y la conquista.

Libro de navíos y borrascas se alinea junto a una producción muy importante, ya sea publicada en Argentina, o en el exterior, que aparece como triste consecuencia del gobierno de facto, autodenominado Proceso de Reorganización Nacional4.

El trabajo de crítica con este tipo de producción requiere un reagrupamiento un tanto difícil. No hablo de la dispersión geográfica y material, que obviamente se produjo, sino de la dificultad teórica en la consideración crítica de este tipo de escritura.

Para empezar a distinguir algunas cuestiones, propongo pensarla, como una textura amplia que iría más allá del rótulo geográfico. Por esto podrían incluirse tanto los textos, de orden narrativo, poético o ensayístico, publicados en Argentina, que, por razones obvias, en el interior mismo del sistema han debido autoexiliarse, durante o con posterioridad a la censura, como las producciones aparecidas en el exterior. Prefiero hablar, entonces, no de una literatura, sino de una escritura exiliada.

Por supuesto, no se puede hablar, exclusivamente, de una cuestión temática, pero sí se pueden extender procedimientos, estrategias y objetivos, señalados en Daniel Moyano, a otras series de la literatura, más allá del corte cronológico y geográfico propuesto. El carácter crítico de la categoría de «literatura de exilio» no se me ocurre privativo de un momento histórico determinado, ni de una aglomeración temática, sino que tiene que ver con la conjunción de coordenadas diversas, pero reiteradas, en la literatura argentina. Podría hablarse de literatura y política, misteriosas cuestiones de mercado, o el alza o la baja de una firma según el «campo intelectual» lo dictamine.

En el caso específico de Libro de navíos y borrascas se han provocado/producido todas las cuestiones: se trata de una escritura exiliada, un autor exiliado desde antes del exilio, una trama estructurada a partir de las temáticas del exilio, la tortura, la desaparición, un texto escrito en España, en viaje hacia España, publicado en Argentina, con muy poca repercusión de crítica y mercado. Es decir, un texto que se propone como lectura paradigmática para pensar aquello que estuvo, sigue estando, corrido del centro del sistema, es decir, exiliado. Y que, además, se define en ese exilio.

En este sentido, trataré de precisar la cuestión. Para ello habrá que revisar un aspecto fundamental: se trata de la constitución, en la escritura, del concepto de «lo real». Allí podría residir el núcleo de reagrupamiento, o, en su defecto, de deslindes, de los textos pensados en el marco de una «literatura exiliada». En otras palabras, observar la formación discursiva de lo real, por la que, en este caso, se concreta el descentramiento.

En Libro... esta situación está claramente marcada. Desde el desarrollo de la anécdota hasta la explicitación constante de este movimiento en el imaginario colectivo. Escritura, personajes, autor y lector, saben que se verán expuestos a un cambio en lo real, no querido, ni buscado, pero entendido, de alguna manera, como si «lo real» fuese algo congelado en un momento determinado. En esta línea, una zona en el texto intenta recomponerse trazando ciertos roles específicos. La necesidad de ponerse en algún lugar, con lo que, al mismo tiempo, puede ir definiéndose el lugar. Así como, en lo político o geográfico, se buscaba un nombre para identificar esta comunidad frente a otra, el intelectual, autor o lector, buscará definirse aun dentro de la misma comunidad. Este diseño parece ser la línea que permite un rearmado, encontrar un lugar en la línea de fuga.

El descentramiento, el exilio, empieza, precisamente, cuando la escritura reinicia el diseño de los actores, vuelve a situarlos. Los primeros lugares que intenta definir, con tal de acercarse a lo real, la nueva instancia de lo real, son el propio lugar y el del otro con el que puede dialogarse. Es decir, autor, desafiando desapariciones teóricas o concretas, y lector. Aquí comienza el exilio, pero también la formación de un lugar, discursivo, que geográficamente no está en ninguna parte. En el dibujo de estos dos trazos, figura de autor y figura de lector, aparece, necesariamente, un concepto paradójico de lo real, elaborado por el mismo carácter exiliado de la escritura. El diseño de roles, explícito, o aun implícito, pero con fuertes marcas de reconocimiento, en la misma escritura, constituye el procedimiento clave en lo que llamo escritura exiliada.

[...] este capítulo puede resultar un tanto fuerte [...] Yo, Rolando, un forajido, he resuelto mandar muchas cosas respetables al carajo [...] digo que un tanto fuerte no porque vaya a mostrar carnicerías y torturas [...] Nada de eso, los que vamos en este barco somos setecientos idiotas que no estuvimos con nadie. Ni siquiera intelectuales, para eso lo tenemos a Borges, condecorado por Pinochet, y a otros que se quedaron porque no pudieron salir y se aguantan como pueden la tormenta o el olvido, en la calle, en la cárcel o en la tumba, porque agarraron los fierros o se les fue la pluma, como dicen de Paco Urondo y de Rodolfo Walsh, o por bueno y despistado, como dicen de Haroldo Conti [...] No, los que vamos aquí somos peoncitos, medio actores, medio músicos, medio poetas, medio novelistas, nunca nada entero, titiriteros o músicos, en todo caso saltimbanquis. La derecha y la izquierda se ríen de nosotros [...] En esta tragedia que pasan en el teatro principal de la ciudad ni siquiera somos personajes secundarios, ni apuntadores ni tramoyistas, ni los que mueven los decorados, ni los que alzan o bajan el telón, ni siquiera los espectadores, ni el que vende las entradas en la taquilla; ni siquiera idiotas útiles, ni siquiera el indiferente [...] Nada Somos los pelotudos permanentes. Ni siquiera eso: boluditos alegres más bien [...] y todo para qué, ni siquiera para divertirnos porque lo hemos tomado demasiado en serio y el mundo va por otro lado.


(p. 192)                


Esta declaración de roles, de medios roles, cubiertos o a cubrir, para poder hacer funcionar el texto, pero también lo real, tiene que ver con la posición exiliada en la que se encuentra la escritura. Ante el carácter paradójico que asume lo real, (para ese sujeto que intenta situarse), se produce el desajuste del imaginario sobre el que se asientan modos de vida. La escritura necesita redefinir las figuras del diálogo, autocriticarse, desaforar toda la máscara, y por esto propone, claramente, más allá de otros ocultamientos, las nuevas figuras.

Y en el ecuador uno empezaba a darse cuenta de la verdadera cara de nuestra madre tierra y del despiste en que habíamos vivido siempre los que amontonamos notas o palabras o colores tratando de bordar un manto que se disputan los chacales a dentellada pura y que terminarán rompiendo para tener un pedazo inútil cada uno, matándonos de paso porque no somos ni útiles ni idiotas.


(p. 194)                


Y el ecuador era el lugar más adecuado para mirar de cerca la cara verdadera [...] y era hora de mandar nuestros pinceles y violines y muñecos al carajo. Lo que pasa es que uno siempre la había considerado un hogar y ahora parecía que sucedía todo lo contrario. Era un barquito galáctico, la tierra llevando setecientos mil millones de exiliados sin poder fiarse de la brújula, setecientos mil millones de inocentes [...] setecientos mil millones de desaparecidos.


(p. 197)                


No volveré a tocar el tema en mi vida. Un par de capítulos más y esto se acaba, estoy harto del tema del exilio y de los setecientos imbéciles que viajamos en este barco [...] Se trata de problemas que se cuecen en esa Europa que es Buenos Aires, y yo soy de La Rioja [...] Somos los riojanitos que con el Chacho y Facundo y Felipe Varela fuimos derrotados el siglo pasado [...] ahora no tenemos armas y no podemos resistir. Entonces les dejamos nuestras palabras, nuestras sobrevivencias del naufragio.


(pp. 207-208)                


En los libros de aventuras lo que pesa es la aventura en sí misma. Por el contrario, en los libros del exilio lo que importa es redefinir la posición de los sujetos. Si todo parece haberse diluido, lo real trastocado continuamente en la paradoja, es necesario empezar por definir un lugar.

El discurso de la escritura de exilio, en este caso la de Daniel Moyano, responde, desde otra historia, al planteo sobre la aparición, en lo que hace a su formación discursiva, de la figura de autor. Muchas veces se realizan transplantes acríticos en materia teórica. Distintas coordenadas históricas hacen que ciertos conceptos necesiten ser repensados y resignificados. Así como el viaje de Colón a América inicia, entre otros gestos de la modernidad, la formación discursiva, y no tan sólo discursiva, de una figura fuerte donde el hacer y el decir llevan impresa, autoritariamente, una firma, los viajes del exilio necesitan, se exigen, reformular lugares para un sujeto puesto frente al poder-dueño absoluto de los sujetos. Insistir en el diseño de roles, para autor o lector, inclusive la misma escritura pensada como un sujeto, es una manera de resistir a la desaparición.

En otra historia, el planteo de la desaparición de la figura de autor, posiblemente tenga un signo diferente. En esta escritura, autor, escritor y lector, necesitan ser redefinidos, desde la misma escritura, en cada ocasión. Y aun cuando parezca una polémica saldada, más por aburrimiento posmoderno que por algún resultado concreto, el lugar del intelectual sigue siendo un lugar de conflictos.

La escritura de Daniel Moyano, la escritura sobre su vida, su vida, así parecen manifestarlo.

Ahora no me dejan ser Daniel, o sea un idiota, un boludo para hablar con términos argentinos, que escribe. Es que no me lo dejan ser y sucede que eso es mi núcleo, mi personalidad.


Con estas palabras se presentaba Moyano en un programa de la Televisión Española en 1983, cuando ésta trataba de reparar las humillaciones que el riojano estaba viviendo en el exilio, y lo reiteraba en 1992, como homenaje, a una semana de su muerte en «Vivir cada día». Allá, homenaje. Aquí, sólo algún diario se acordó de quién era.

Tremendo sol y caras que se borran para siempre [...] cabeceaban entre sueños y derrotas los que iban al puerto de Buenos Aires camino del exilio [...] Ni siquiera sé el nombre de los que van conmigo. Somos carne. Carne de exportación [...] Antes se exportaba carne congelada, ahora carne viva.


Así recordaba su despedida del país. Pero además, la falta de solidaridad de los colegas españoles. Estaba trabajando en una empresa de ingeniería, nueve horas diarias, incluida la comida, de donde fue despedido durante la filmación, precisamente por la filmación. Después de esto, vivió de unos muñequitos que fabricaba con su esposa, y que otros amigos, exiliados también, le vendían en la plaza de Madrid. Después de quinientos años, ésta es una de las historias.





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