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Literatura y soporte

Ignacio Soldevila Durante





Un caso de hipóstasis de los medios en fines: cuando la literatura perdió la exclusiva como soporte de los discursos «literarios».

La noción de texto viene normalmente asociada con la de texto lingüístico, como la de discurso con la de habla (parole en terminología saussureana). Dentro del horizonte histórico al que nos referimos, la conservación de los textos del habla se ha asegurado por esos métodos indirectos a través de un sistema de signos gráficos que garantiza una transcripción de las realizaciones fonológicas del habla y la posibilidad de reconstituir aproximadamente el texto transcrito1.

No obstante, está harto probado por la historia de las técnicas que los inventos, por felices que sean, no son sino soluciones provisionales a la altura del conjunto de las capacidades técnicas y de las formas de las organizaciones sociales en las que surgen. La necesidad social de la comunicación a larga distancia (no sólo en el tiempo, sino en el espacio) y de la conservación de los datos, resuelta en un primer tiempo con la memorización ya mencionada, y con la utilización de mensajeros, era insatisfactoria y limitadora relativamente a la importancia de la necesidad que venía a satisfacer, y debía inducir a buscar técnicas más capaces de satisfacerlas. Con la adquisición de un instrumental resistente y agudo capaz de incisiones sobre los materiales duros, o con la adquisición de la técnica del trazado de rasgos con tizones, carbón, sangre, etc., los escalones técnicos estaban disponibles para acceder a la idea de la representación icónica, luego de la ideográfica y finalmente de la fonética. Una vez alcanzado este nivel, la historia de la escritura nos señala que el perfeccionamiento de las técnicas se detiene durante siglos en lo tocante a las formas de transcripción, mejorándose únicamente las técnicas de grabación y de reproducción. Todos sabemos lo que significó la invención de la imprenta, menos son los que saben que su difusión fue propiciada por otro descubrimiento anterior: el de la fabricación del papiro artificial, es decir, del papel. Cuando éstas técnicas parecían haber alcanzado un límite, hicieron su aparición en el horizonte social las asambleas deliberantes y legislativas en los países occidentales, en las que se exigía la anotación de los debates en su integridad, así como en los procedimientos judiciales que estipulan las nuevas legislaciones. Esa necesidad social da un nuevo impulso a las investigaciones técnicas, que se resuelven en un primer tiempo con la escritura taquigráfica, todavía en uso hoy. Contribuye igualmente a la búsqueda de mejores soluciones técnicas la aparición de la prensa diaria facilitada por las mejoras en las técnicas de impresión mecánica. El resto, todos lo estamos viendo en estos tiempos, y de esa fabulosa progresión de las técnicas de grabación y de reproducción, que por los progresos de la electricidad y luego de la electrónica nos han traído hasta la cásete, el disco compacto y el CD-ROM. Así surge la nueva situación que aquí y ahora nos afecta.

Soy de la opinión de que cuando el proceso civilizatorio se detiene en un escalón del progreso técnico durante demasiado tiempo, como ha ocurrido con la escritura (y su complemento la lectura) entre la aparición del alfabeto y la invención del fonógrafo (primer escalón en el descubrimiento de las técnicas de grabación directa de los discursos lingüísticos, cuyo último peldaño es, por ahora, la videocinta y el videodisco), y que al mismo tiempo aquel progreso técnico detenido en un peldaño sigue siendo de difícil acceso (no olvidemos que la mayoría de la humanidad viviente hoy no sabe aún ni escribir ni leer), sucede un fenómeno que me permitiré calificar de hipostático, por el cual, las técnicas acaban siendo percibidas no ya como un procedimiento perfectible sino como el fenómeno mismo a cuyo servicio se habían inventado, por toscas e imperfectas que fueran. Y así ocurre con las técnicas de la escritura/lectura. Cuando finalmente han ocurrido los progresos técnicos que hacen posible la conservación tal cual y la transmisión tal cual de las comunicaciones a distancia en el tiempo y es el espacio, (si exceptuamos las vehiculadas por las sensaciones de corporeidad o presencia real que favorecen el sentido del olfato y el tacto, y aun en ello se están logrando interesantes resultados experimentales), la disminución inevitable que sufre el uso de las técnicas seculares son sentidas como un atentado y percibidas como la puesta en peligro de las cualidades fundamentales de la comunicación lingüística y de los efectos que ésta produce en sus receptores o destinatarios. Se ha llegado en esto a extremos lamentables, a los que hemos contribuido paradójicamente quienes más beneficiados podemos ser con el advenimiento de estas nuevas técnicas. O quizá no hay tal paradoja y la reacción será debida a que muchos de los que dominamos el arte de la escritura y la lectura vemos nuestras posiciones privilegiadas en peligro de desaparecer. A este respecto, quisiera estar toralmente equivocado, pero habría que ser de una fe sobrehumana en el estado actual del progreso ético de nuestra especie para atreverse a descartar la hipótesis. De hecho, cuando examinamos, desde la nueva atalaya del progreso técnico, el sistema tradicional de escritura/lectura, nos podemos percatar de hasta qué extremo era esta técnica empobrecedora, deshumanizadora, reificadora del sistema sociolingüístico en el que se fundan nuestras sociedades. Ni siquiera estoy convencido de que ese sistema haya favorecido un progreso mayor de la llamada componente racional del lenguaje (la que se supone que, entre todas las descritas por los lingüistas, mejor se acomoda del viejo sistema de escritura/lectura), pues, al menos en lo tocante a las cuestiones que más exclusivamente afectan a la humanidad reflexionante, no estoy seguro de que se haya ido mucho más allá que los filósofos griegos que, como se sabe por cierto, practicaban profusamente las formas orales de la dialéctica y descuidaban, incluso totalmente, la escritura, si nos atenemos a lo ocurrido con Sócrates.

Voy a dar un ejemplo de la miopía que venimos sufriendo: en una entrevista concedida por el ensayista, crítico y novelista francés Philippe Sollers, y difundida por Radio Canadá (2 sept. 1993), cita este estudio según el cual en Estados Unidos quedan unas cincuenta mil personas capaces de hacer una lectura de un libro, si tocamos el término lectura en su dimensión auténtica, es decir, crítica, de reflexión y contraste con su contextualidad. No duda en subrayar que la situación no le parece distinta en Francia y que, proporcionalmente, habría en su país apenas unas seis mil personas en condiciones de hacerla, o tal vez, pienso yo, para ser más realista, seis mil personas que de hecho siguen practicando la lectura. (Creo que entre las personas que accedieron a la era audiovisual después de haber tenido una formación lectora dentro de la tradición humanística, subsiste una capacidad que, desgraciadamente, no siempre pueden o quieren poner en práctica. La situación me hace un poco pensar en una generación de alcohólicos que recuerda la época en que no era víctima de la droga, y podía entregarse a otras actividades mejores que la de emborracharse cada día, que hace esfuerzos esporádicos por salir de su adicción, pero que rara vez se libera realmente de ella. Como al alcohólico, ni un minuto de TV le está permitido, si quiere seguir sobrio).

Examinando la situación mundial, Sollers define el mundo actual como la tiranía universal de las mafias, en el que de la práctica democrática no queda más que la cascara superficial. Y en ese mundo, sometido a un tratamiento estupefaciente de audiovisualidad, de una audiovisualidad sobre la que no ejerce el individuo ningún control, no encuentra ninguna relación crítica equivalente a la que él ve en el acto de lectura, la literatura como práctica resulta la única subversión, y por consiguiente, la mise à prix de la cabeza de Salman Rushdie la ve como perfectamente significativa y representativa. Y de la misma manera que el gesto de abstinencia frente al sexo resulta hoy tan subversivo como en las postrimerías del XIX la publicación de Les fleurs du mal, o Madame Bovary, corre uno el riesgo de ser procesado, como Baudelaire o Flaubert, por afirmar públicamente que la actividad sexual no es obligatoria, o que hay otros placeres tan o más recompensadores que el del tacto, el gusto y el olfato. Y que resulta hoy más subversivo leer a Pascal que a Sade. Paradójicamente, subraya Sollers, en este mundo la apariencia de vitalidad que ofrece la literatura es asombrosa. Basta ver el número de libros vendidos, el número de personas que frecuentan las librerías, el número de páginas o de minutos que los media dedican a las novedades, a los premios, a la «vida literaria» para que un alienígena se deje rápidamente convencer del rol importante que hoy desempeña la literatura. Pero no es, según él, más que fermosa cobertura de un vaciamiento progresivo e irreversible de la capacidad de lectura en que se vive, y todos los fenómenos de vitalidad observables no responden más que a una actividad mercantilista que explota el prestigio de la literatura, un prestigio mantenido por el ministerio de Educación, primeramente, y en segundo lugar, por la publicidad.

Y ahora voy a citar un texto:

«Esta novela de hoy [...] no se sabe cómo, aquí está, sobre la mesa, al alcance de nuestra curiosidad distraída, mientras esperamos el almuerzo, casi, casi, como un semanario en al peluquería. ¿Por qué está aquí si no la hemos comprado ni nos la han regalado? Ahí está, sin saber cómo; ahí, como en todas partes, porque es la novela de moda y penetra por las paredes y en todos manda y a todos exige el tributo de la atención, si no además el óbolo monetario. La tiranía de la publicidad es una de las más terribles entre las varias que endulzan la vida contemporánea. Y la literatura, que antes se vendía, ya no se vende en secreto, como el buen paño en el arca: está ya sujeta a las furias, elasticidades y agresiones del reclamo. Sin duda enviada por una pala monumental, la diosa Anunciante, ha caído, rebotando en nuestro aposento...».



¿Escrito ayer? No: la historia, el proceso no empezó ayer, ni hace una década, ni siquiera el día en que apareció el primer televisor en nuestras casas. La mejor prueba es que este texto está escrito y publicado por Jorge Guillén, en La Libertad de Madrid el 19 de abril de 1924. Hace casi setenta años. Sólo que entonces apenas la sutil vigilancia de algunos espíritus avisados veía el avance de un proceso que tal vez no le parecía imparable. Hoy los espíritus avisados se distinguen de aquellos por el profundo pesimismo -ellos dirán que no es sino realismo puro- y la convicción no sólo de que el proceso de mercantilización -lo que hoy llamamos la tiranía del consumismo modalizador- se ha apoderado de la literatura, sino de que con el proceso de transmigración del gran público de la literatura hacia los media audiovisuales implica el fin de la reflexión crítica, que hasta ahora se ha venido vehiculando en los textos impresos.

Examinemos la cuestión con más detenimiento. Es cierto que sólo con la escritura aparecen en nuestro horizonte histórico testimonios de reflexión crítica que desde «la noche de los tiempos» han permanecido y se han conservado. La escritura es un instrumento técnico que ha permitido la conservación de la palabra (en el sentido saussuriano del término) de los antiguos críticos y observadores distanciados de unas realidades materiales o humanas, individuales y sociales, y gracias a esa técnica, hoy se puede tener una idea cierta de algunos fragmentos del pensamiento crítico, por ejemplo, de los presocráticos, de Sócrates, Platón y Aristóteles. Pero supongamos, por un momento, que las técnicas actuales nos permitieran un viaje retrocesor en el tiempo, y que con un equipo de videastas se pudiera seguir a esos mismos pensadores, rodeados de sus compañeros, cuando paseaban o se sentaban discutiendo, hablando, perorando acerca de todo cuanto de terreno y de humano, o de sobrenatural y sobrehumano les afectaba, y ello durante sus enteras vidas. No hablo ya de ofrecerles que se expresaran libremente delante de las cámaras, avisándoles de las capacidades y el alcance de tales grabaciones y del público del futuro al que podrían dirigirse. Frente a esa monumental videoteca de tal modo recogida, ¿no resultaría bien pobre cosa la biblioteca que hasta hoy hemos conocido y tenido por la fiel imagen del pensamiento griego? Y todo esto tendría lugar sin que se hubiera escrito una sola línea, sin que se hubiera publicado una sola página. ¿Es, pues, la literatura -es decir, la técnica de la escritura- el único o el mejor vehículo, la mejor, la única fuente de la reflexión crítica?, ¿no lo habrá sido a falta de mejores técnicas? Supongamos ahora otra situación. Hace cincuenta años, si yo quería reunir en torno a una mesa para discutir de un problema cualquiera a los diez mejores especialistas mundiales de una disciplina o de un tema cualquiera dentro de aquéllas, tenía que invertir sumas considerables de dinero y hacerles perder no poco de su precioso tiempo para traerlos al lugar en que se decidiera realizar el encuentro, y no sería nada seguro que todos y cada uno de los diez mejores pudiera estar allí para la ocasión fijada. Lo mismo podríamos decir si se tratara de reunir a los diez principales protagonistas de cualquier especialidad artística o cultural, etc. Pues bien, el dos de septiembre de 1993, no sé cuánto le costó a la TV francesa reunir en torno a Patrie Poivre d'Arvour a los protagonistas del presentido pacto entre Israel y la OLP palestina, pero allí estaban todos reunidos por la técnica audiovisual, y millones de ciudadanos del mundo, como yo, sentado en mi salita de Québec, pudimos oírles y verles hablando, contestando, replicándose a miles de km. de distancia (y subrayo ahora, aunque tendría que haberlo hecho antes, que la lengua hablada tiene unas dimensiones importantísimas para la captación global de sus contenidos que se pierden en la escritura pero se conservan en la grabación electrónica). Y todo ello ocurría a las 24 horas de que la noticia apareciera en los teletipos. Sin tales medios audiovisuales, ni por sueños se hubiera podido organizar tal encuentro en tal momento. Y el documento queda ahí, reproducido por quienes tuvieran una grabadora video y hubieran previsto las dimensiones del evento, y a su disposición para examinarlo cuantas veces quieran, frase a frase, réplica a réplica, tono a tono, gesto a gesto, ademán por ademán. Y dentro de mil años, esa documentación, si la humanidad sobrevive para entonces, seguirá estando a su disposición. ¿Hay quién dé más? Sí, sin duda, habrá quien dé más, tarde o temprano, por el camino imparable del desarrollo tecnológico por el que va el mundo.

Entonces, ¿de dónde procede la percepción apocalíptica de los intelectuales como Sollers2 frente al declive evidente de la literatura? En primer lugar, de nuestra propia formación en un tiempo en el que todavía los media audiovisuales -el cine, la radio, etc.- eran considerados como meros pasatiempos para los márgenes de disponibilidad que la vida cotidiana de trabajo y de estudio nos dejaba o le robábamos con furtiva pero mala conciencia... Pero ¿no vivíamos de la misma manera el tiempo que robábamos para leer a los novelistas o los autores dramáticos que en la escuela NO nos enseñaban a admirar como monumentos de las glorias patrias o del patrimonio cultural de la Humanidad o incluso los que nos obligaban a aprender como ejemplos de literatura perniciosa, pero no nos inducían a leer? Y sin embargo, para las jóvenes generaciones, esos mismos actos de lectura representan un gesto de alta cultura tan poco atractivo para ellos como el que para nosotros significaba leer a Calderón o a cualquiera de los autores clásicos que se nos imponía en el sistema escolar, y del que no teníamos más conocimiento que el informativo que nos daban nuestros maestros y profesores. Como decía recientemente un amigo de las paradojas, habría que prohibir la literatura, expulsarla de la enseñanza, para darle una última oportunidad de atraer a las nuevas generaciones. Sin duda los ayatolás han inducido a la lectura de los Versículos satánicos a millones de personas que ni siquiera hubieran sabido de la existencia de ese libro sin sus anatemas y la condena a muerte de su creador o el asesinato de sus traductores. Del mismo modo yo andaba detrás de la Enciclopedia francesa, de los textos volterianos, de los cancioneros de burlas, de La Celestina, de La lozana andaluza y del Libro de buen amor, y salvo las versiones para niños o algunos fragmentos de antología, no hice una lectura completa del Ingenioso Hidalgo hasta que empecé a leérselo fragmentariamente a mis primeros alumnos de escuela primaria, teniendo yo veinte años, y viendo que, de verdad, había que tomar en serio a mi catedrático del Instituto cuando me afirmaba que su lectura me divertiría.

En segundo lugar, del hecho, repetido hasta la saciedad, de que los medios audiovisuales no sólo están horros de valores y de potencialidad crítica e intelectual, sino que contribuyen, más que ninguna otra cosa, al lamentable estado en que se halla hoy la literatura. De esa impresión surge una actitud pontifical de anatematización de la tecnología, fuente de todos los males, incluido el audiovisual. Actitud tan profundamente miope como la de cualquier pontificado dogmático despreciador de la razón y olvidador de la historia de la cultura. Porque, con respecto al habla, ¿qué son la escritura y la lectura de lo escrito, sino un viejo aparato fruto de la tecnología humana para preservar, sí, pero también para criptizar y minorizar la capacidad de producción y de interpretación de la palabra? Frente a ese sistema a doble cerrojo, la transmisión y conservación directa (sin pasar por un sistema codificador y descodificador como el de la escritura-lectura) de la palabra es un avance democratizador indiscutible. Lo que ocurre es que, como sucedió a partir del momento en que se inventó la escritura-lectura (aquel sistema de y para privilegiados) éste nuevo sistema, más democrático que el anterior porque no exige un dominio previo del sistema de codificación-descodificación del anterior, tiene que ser a la vez investido y explotado por el espíritu crítico para que lo que puede ser un simple instrumento tecnológico al servicio del poder minoritario y del statu quo, se transforme en un medio de transformación de la sociedad al servicio del mejoramiento común del espíritu como del soma. Y mientras el espíritu crítico llore sobre los despojos del viejo instrumento tecnológico, y se cubra de crespones de duelo la mirada, o mantenga viva la llama en las cata-tumbas, (perdóneseme el juego), la nueva tecnología, la que da acceso directo al discurso por parte de la inmensa mayoría, estará usada y manipulada (como antañísimo lo estuviera la vieja tecnología) por las poderosas minorías en beneficio no ya del statu quo, sino del retroceso hacia una sociedad como la que los augures del antitotalitarismo como Huxley u Orwell anunciaron hace medio siglo, más o menos, y en cuya dirección vamos y seguiremos yendo si el espíritu crítico no inviste revolucionariamente los productos de la nueva tecnología. La más reciente de sus invenciones, la de la realidad virtual, que ya puede hacer ver una realidad ficticia como si fuera una auténtica realidad, en manos del poder, es el más peligroso de los instrumentos de alienación de que se dispone por el momento. Y es inútil pensar que se puede hacer una revolución para destruir esos frutos de la tecnología. Ya sabemos lo que ocurre siempre con esa clase de intentos. De lo que se trata es de apoderarse de ellos para ponerlos al servicio de la humanidad, y no de los dueños del poder. La lucha será tan dura como la del sindicalismo durante el siglo XX, aunque sus resultados serán, de acuerdo con la potencia de las nuevas tecnologías, mucho más fructíferos a medida que se logren. Y no es paradoja ni pesimista afirmar, en fin, que precisamente porque sus capacidades benéficas para la humanidad, democráticamente entendidas, son infinitamente superiores, las técnicas audiovisuales están siendo acaparadas con la última y la más furiosa de las de las desesperaciones por los poderes fácticos, porque saben lo que se juegan se alcanza a decir y a oír por esos media lo que se viene predicando en el oasis de las bibliotecas desde hace siglos. Y lo que más escandaliza sobre la profunda -y tal vez inconsciente- corrupción de la clase política en las mismísimas democracias es ver cómo gobiernos que emanan de partidos que se suponen convicta y confesamente demócratas, dejan que hasta en los media que dominan se vaya infiltrando el discurso embrutecedor y alienante con que las masas se apacientan, y del que ya jamás saldrán hasta que una nueva tecnología puesta a punto -como esa de la realidad virtual- llegue a difundirse al alcance de todos.

Es de suponer que el fenómeno hipostático acabe por perder virulencia y que la técnica de lectura-escritura acabe, como el carruaje de tracción animal, o la iluminación con velas de cera, siendo simplemente una técnica auxiliar a la que se recurre en casos y circunstancias muy particulares (por ejemplo, como guion para tener ante los ojos durante la comunicación oral, como hacen los responsables de la información en la televisión) o en momentos de carestías o fallos transitorios, y finalmente como objeto de contemplación admirada en los museos de la civilización del futuro, o de ceremoniales míticos. Lo que pudiera perderse en la transición (y dudo que sea importante) quedará harto compensado por la desaparición de una de las barreras que todavía subsisten para la auténtica democratización de la enseñanza, y por el incremento de horas disponibles para la reflexión y el estudio que implicará la desaparición de esa rémora que es el aprendizaje laborioso y lento de la lectura y la escritura, en el que tantos zozobran, si alcanzan a entrar en el sistema escolar, y en el que pierden incontables y preciosas horas todos aquellos que la superan parcial o enteramente. Cuando en un futuro bastante próximo la gente contemple los concursos de dictado que hoy son el ápice de las celebraciones que sacralizan la lengua francesa o inglesa (pienso especialmente en el concurso de dictado de Bernard Pivot concebido para premiar a quien, entre los concursantes seleccionados en eliminatorias previas en todo el ámbito de la francofonía, escriba con menos faltas de ortografía, cuestión tan incongruente e insignificante de cara a la sociedad superinteligente y tal vez analfabeta del futuro) estas ceremonias serán juzgadas con la compasión que ya desde atalaya me merecen, por mucho que esté en juego nuestra propia historia de esfuerzos por alcanzar el dominio de tales técnicas.





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