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Lo que no puede ser dicho

Luisa Valenzuela





La escritora, habiendo logrado anular las barreras de censura que por siglos pesaban sobre su expresión erótica, se topa ahora con una nueva valla. Al menos en la Argentina de los últimos años. Aquí, la tríada mujer/literatura/política está resultando de muy difícil conjunción. Más allá de la crisis de lectores, parecería haber un rechazo visceral por las obras de calidad escritas por mujeres que aluden, aun en forma indirecta, al período de la dictadura militar, los años de plomo que van de 1976 a 1982.

En una reciente encuesta sobre por qué los lectores argentinos no leen escritores argentinos, la respuesta de algunos editores fue que quizá el escritor argentino se esté alejando mucho del gusto del lector. Como si no hubiera sido siempre a la inversa, como si la buena literatura no nos ayudara a ampliar el espectro del gusto. Resulta lamentable, y postmoderno por demás1.

«Ya estamos saturados del tema», dicen muchos editores argentinos y hasta muchos críticos cuando se enfrentan con novelas de subtexto político escritas por mujeres. Lo vienen diciendo desde hace años, aún antes de que el tema inundara los medios. «Las alusiones a la dictadura militar son oportunistas», se defienden otras veces cuando en realidad quieren decir demasiado oportunas como para ser tomadas a la ligera.

Yo sospecho que los críticos sin saberlo han caído en la trampa implementada por las juntas militares durante su reinado. En aquellos ocho años nefastos los uniformados de turno supieron digitar la opinión pública, haciendo creer a muchos que la crítica venida del extranjero, las denuncias y protestas contra las muy serias violaciones a los derechos humanos, eran críticas y denuncias falsas que salpicaban directamente a la población civil.

Las Madres de Plaza de Mayo fueron quienes con mayor eficacia pusieron en evidencia la perversa metonimia tan sabiamente implementada. Y hoy resulta interesante comprobar que son algunas escritoras quienes van a arriesgar todo por no dejarse atrapar en una red tanto más inofensiva pero de alguna forma equivalente, aceptando hurgar en los conocimientos oscuros sin temerle al rechazo, provocando una extraña incomodidad en el mezquino mundo de la literatura argentina actual.

Esto no significa que las mujeres no tengan éxito cuando encaran el tema desde una perspectiva fáctica, periodística. Muchas lo han hecho con gran lucidez y coraje. El problema se presenta cuando el tema de la represión o la tortura o los «desaparecidos», con todos sus recovecos, incomprensiones y complejidades, es tratado en una novela de envergadura o en algún buen cuento. En el campo de la ficción la consigna tácita parecería ser no despertar al perro que duerme. Como si así se pudiera oficiar una forma de exorcismo, obliterando a la bestia, sin tener en cuenta que en el momento menos pensado la bestia puede volver a despertar y devorarnos.

Al respecto tengo fe en el poder curativo de la literatura. Escribir sobre el horror que hemos sufrido como pueblo, por más penoso que sea, es una manera de intentar comprender las situaciones en las cuales lo inefable se hizo norma y de contribuir, indirectamente, a la mejoría de la psiquis social.

En la Argentina unas cuantas escritoras han transgredido el tabú impuesto en el país bajo el lema «borrón y cuenta nueva», y se han lanzado a la tarea de enfrentar el peligro de escribir desde lo imaginario con la intención de captar el símbolo -o mejor dicho la falla subyacente que nos llevó en algún momento al centro del horror- a sabiendas de que la escritura nos permite acceder a un decir más allá de lo que creemos saber, más allá de lo que quisiéramos saber.

En un trabajo de investigación periodística o testimonial, por más profundo y exhaustivo, los culpables tienen nombre propio, reconocible, son seres perfectamente separables del lector común. En cambio el personaje de ficción, aquél del nombre inventado, aquél de la ambigüedad, la contradicción y la incertidumbre ¿acaso no nos atañe a todos? Y es quizá precisamente por eso, porque nos atañe, que genera un rechazo categórico cuando en verdad convendría escucharlo, tratando de penetrar su secreto para evitar que nos contamine.

Pienso en Elsa Osorio, cuya excelente última novela fue rechazada por varias editoriales argentinas para recién poder entrar al país vía España y México donde obtuvo todo el éxito que merece.

A veinte años, Luz2 fluye por muy diversos registros, partiendo del título que no hace alusión a la distancia sideral en la que podríamos pensar si no atendemos la coma. A veinte años, Luz se centra de alguna manera en ese punto nodal -la coma- que establece la posibilidad de acceder al otro lado, de alcanzar un saber personal y medular, un develamiento de la verdad que nos permitirá estar vivos en toda magnitud.

Elsa Osorio ha logrado brindarnos nuestra historia reciente convertida en una obra de literaria. No se trata tanto de arte comprometido a la antigua usanza (aquí no hay directivas de partidos, tendencias, dogmas) sino de un arte responsable, donde todos los aspectos de la realidad argentina quedan al descubierto en un sutil juego de claroscuros. El mensaje no es ni subliminal ni explícito: es el que cada uno de los lectores sabrá inferir a partir de esas páginas. Porque poco a poco va aflorando, en tonos profundamente humanos, ajenos a la temporalidad del periodismo, todo aquello que no se quiso o no se pudo ver y aquello de lo que aún parecería difícil hablar.

Se trata de una novela donde la palabra cuerpo -el torturado, el rescatado- cobra una fuerza inusitada porque alude indirectamente al cuerpo social. El que ha seguido sufriendo a causa de tanto ocultamiento, de tanta negación.

Novelas como la de Elsa Osorio logran resignificar el lugar donde se interceptan la comprensión -el sentido- y la fuerza. Y lo hacen con estatura literaria, el único posicionamiento desde el cual el panorama completo puede ser percibido, develado en los intersticios entre lo fáctico y lo ficcional.

El arma para lograrlo es una imaginación muchísimo más rica, desprejuiciada, generosa y valiente que la imaginación perversa puesta en acto por ciertos personajes de nuestro oscuro pasado. Una imaginación que se deja llevar por el vértigo de las sombras porque, como es sabido, sin sombras nunca lograremos ver la claridad. Una imaginación que salta por encima de las barreras de autocensura y sabe leer la realidad y reconocer el deseo sin anteponerle la expresión de las propias expectativas.

Al respecto conviene mencionar también El silencio de Kind3, de Marcela Solá. Novela interior, tensa, que va elaborando una perfecta obra de adumbratio, el juego de las sombras donde nada es lo que aparenta ser y el mal se hace persistente y perenne. Por momentos seductor.

Con pulso contenido y sincronizado con la belleza de la música, en El silencio de Kind todo lo no dicho adquiere presencia absoluta. La historia reciente de la Argentina, por ejemplo, apenas mencionada porque la trama se teje alrededor de la intención de devolverle un contorno preciso a aquello que se esfuma y calla. ¿Quién soy, quién es el enemigo?, parecería ser la pregunta latente con la cual debemos enfrentarnos en este libro.

Aquí las palabras están hechas de silencio, de vapores, de poesía. Así, Kind habla de su amor por el hombre que pesca: «La trucha está inmóvil en la contracorriente, primero se ve la sombra tal vez, y sólo después, aguzando el ojo, aparece la trucha». Un buen consejo, éste cuando de escritura política se trata. Nada en este caso será directo, más bien un observar las sombras y aguzar el ojo para detectar las ocultas manifestaciones de la represión. O del poder. «Secretamente, todos los que tienen o han tenido poder pertenecen a una misma cofradía», le aclara el general a la niña. «En este país, Kind, no hay una sola persona que no lo desee, que no lo tema, que no sienta satisfacción ante su ejercicio».

Un poco para desmantelar esta trampa es que en nuestro país (éste), que suele tratar de borrarnos la memoria de un pasado reciente de profundo dolor, algunas escritoras vamos tejiendo (con textos, como corresponde) una red de recuerdo hecha de metáforas que nos ayudan a iluminar las zonas más oscuras de nuestra historia, hurgando muy femeninamente dentro de lo que se sabe para tratar de llegar al núcleo del no-saber, de aquello que pretende quedar negado. Como dice Liliana Heer en su excelente novela Frescos de amor: «Hay un abismo irónico entre lo que sé y lo que me incita a recordar, una verdad más intensa que cualquier reflexión».

Muchas otras novelas vienen a mi mente. Son libros de la ternura, universos donde brilla el arte, o el amor, rozados por el más desquiciante de los horrores: el terrorismo de estado. Pienso en Música para olvidar una isla, de Victoria Slavuski4, novela de personajes y escenas inolvidables, envuelta en un solapado pavor político que va contaminando la acción y la palabra, pero donde siempre queda lugar para algo más, algo como el amor y como la vida misma. La isla es Juan Fernández, la de Robinson Crusoe, un paraíso pronto contaminado al cual empiezan a llegar, a pedazos, los descuartizados por la dictadura chilena porque la trama transcurre en tiempos de Pinochet.

Estas y otras novelas, escritas por excelentes autoras, no nos explican nada, con mucha más eficacia nos permiten interpretar. Y como bien aclara Jerome Bruner en The culture of Education5, «la interpretación, a diferencia de la explicación, no es unívoca, no excluye otros caminos [...] como Kierkegaard ha aclarado, contar historias para entender no es sólo enriquecedor para el pensamiento: sin ellas, para utilizar su frase, estamos reducidos al miedo y el temblor».

Y si las mujeres éramos las contadoras de historias seculares, surge entonces la pregunta: ¿por qué estas historias sobre el miedo real no son aceptadas cuando son dichas (en una escritura literariamente valiosa) por mujeres?

Yo arriesgaría dos posibles respuestas:

1) La incomodidad de la mala palabra, aquella que la mujer no debe (debía) pronunciar. Ahora que del sexo ya puede decirse todo quedaría un último baluarte supuestamente masculino: el poder y la política.

2) La capacidad de la mujer -de ciertas escritoras- de incursionar en los terrenos de la ambigüedad, donde no existen los héroes y donde nada es tan blanco ni tan negro, donde los humores se mezclan y las secreciones nos pueden salpicar a todos.

Sin duda ciertos escritores trabajan el terreno de las ambigüedades al igual que las escritoras, pero es muy posible que las palabras de la mujer suenen más amenazadoras que las del hombre; al fin y al cabo emanan del ser cuya misión primigenia sería la de tranquilizarnos...

Debemos admitir también que para profundizar en las corrientes borrascosas del alma humana (ese microchip bíblico, como la llama Tomás Abraham) las mujeres estamos mejor posicionadas que los hombres, por simple costumbre o por capacidad de adaptación, dado que hasta hace poquísimo tiempo vivíamos en los arrabales del lenguaje, en sus rincones más anegadizos y resbalosos.

¿Acaso las palabras no solían y hasta suelen ser usadas en nuestra contra? ¿Acaso los sustantivos positivos para el patriarca no invierten su carga al hacerse femeninos? Ejemplos sobran, y el reverenciado hombre público se resemantiza a contrapelo al designar a la mujer pública.

Las escritoras debemos estar particularmente atentas a nuestra posición marginal en las tierras baldías del lenguaje. Gracias a ella conocemos bien el reverso de las palabras, su maloliente trasero, y reconocemos el poder generativo de su secreta entrepierna.

Durante siglos, milenios quizá, fuimos como el protagonista de La invención de Morel. Recordemos: en la novela de Adolfo Bioy Casares el anónimo náufrago sufre en las tierras bajas y cenagosas de la isla, hasta el día cuando, cobrando coraje para explorar las tierras altas, se encuentra con una serie de seres que periódicamente repiten las mismas conversaciones. Al cabo de un tiempo el náufrago aprende a intercalar sus palabras para tener un simulacro de diálogo con ellos, sobre todo con una mujer de la cual se ha enamorado. Y cuando por fin descubre el mecanismo que le permitirá integrarse de lleno al grupo que hoy podríamos definir como holografiado, sabe -y acepta- que el precio de poder hablarles cara a cara es la muerte. Muy alto precio, por cierto, que las mujeres estuvimos pagando simbólicamente por generaciones.

Ya no. Ahora hemos tomado nuestra palabra por el rabo, con perdón de toda alusión fálica que no viene al caso porque se trataría de lo diametralmente opuesto. Gracias a lo cual hoy las escritoras podemos encarar las zonas de putrefacción del lenguaje donde, se sabe, van fermentando los fertilizantes.

Esta escritura podría ser excelente ejemplo para acompañar la siguiente cita de Kristeva6: «lo femenino, en relación con lo político pero por intermedio de lo sagrado se ubica, justamente, en las antípodas de la femineidad fálica».

Las novelas políticas de ciertas escritoras, sordamente censuradas por quienes manejan el mundo de las publicaciones en la Argentina, parecerían responder a una incitación formulada por Avery Gordon en su brillante libro Ghostly Matters, Haunting and the Sociological Imagination7: «Imaginar más allá de los límites de lo que ya resulta comprensible es nuestra mejor esperanza». Y también ponen en acto aquello que tan bien definió esta misma socióloga: «Escribir una historia del presente requiere extenderse hacia el horizonte de lo que no puede ser visto con la claridad ordinaria. Requiere un particular tipo de percepción donde lo traslúcido y lo sombrío se confronten mutuamente».

Se confrontan y se confunden, por momentos, porque la literatura a la que aludo suele convertirse en una superficie reflejante que nos lleva a la reflexión, en todos los sentidos de la palabra, gracias a una pluralidad de espejos donde conviene mirarnos para tratar de entender.





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