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Los años de aprendizaje de Guillermo Meister

Johann Wolfgang von Goethe

La traducción del alemán ha sido hecha por R. M. Tenreiro






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ArribaAbajoCapítulo primero

Mucho se prolongaba la función de teatro. Más de una vez la anciana Bárbara se había asomado a la ventana para escuchar si ya se oía el rodar de los carruajes. Esperaba a Mariana, su hermosa señora (que en el entremés de aquel día encantaba al público vestida de militar), con impaciencia mayor de la habitual, cuando a su llegada no tenía que presentarle más que una modesta cena; aquella vez debía recibir la sorpresa de encontrar un paquete de regalos, que Norberg, joven y rico comerciante, había enviado por la diligencia, para mostrar que, aunque lejos de ella, pensaba en su amada.

Bárbara, como antigua criada, confidente, consejera, mediadora y ama de llaves, poseía el derecho de romper los sellos de cartas y paquetes, y también aquella noche no había podido defenderse de su curiosidad, ya que, más aún que a la propia Mariana, llegábanle al corazón las mercedes del generoso amante. Con grandísima alegría había encontrado para sí misma, en el paquete, un trozo de indiana, algunos pañuelos y un rollo de monedas, junto con una pieza de rica muselina y cintas de las más modernas para Mariana. ¡Con qué cariño y agradecimiento acordábase ahora del ausente Norberg! ¡Con qué ardor se proponía mantener también aquel recuerdo en Mariana, haciéndole ver lo que le debía y lo que él tenía derecho a esperar y a exigir de su fidelidad!

La muselina, animada por los colores de las semidesenrolladas cintas, mostrábase sobre la mesilla como un regalo de Pascuas; la disposición de las luces realzaba el esplendor del presente; todo estaba como era debido, cuando la vieja sintió en las escaleras los pasos de Mariana y corrió a su encuentro. Pero, con qué asombro se hizo atrás cuando el femenino militarcillo, sin prestar atención a sus caricias, pasó por su lado y penetró en su cuarto con desusada precipitación y rapidez, arrojó sobre la mesa sombrero de plumas y espada y se paseó con impaciencia de un extremo a otro, sin otorgarle ni una mirada a las luces encendidas con tanta solemnidad.

-¿Qué tienes, querida mía? -exclamó con asombro la vieja-. En nombre del cielo, hija, ¿qué te pasa? Mira estos regalos. ¿De quién podrían ser sino de tu más tierno amigo? Norberg te manda esta pieza de muselina para que te hagas trajes de noche; pronto estará también él a nuestro lado; paréceme más enamorado y liberal que nunca.

La vieja se volvía, queriendo enseñar los dones que le habían sido destinados, cuando Mariana, apartándose de los regalos, exclamó ardientemente:

-¡Déjame! ¡Déjame! Nada quiero saber hoy de todo esto; te he obedecido; tú lo has querido; sea. Cuando regrese Norberg volverá a ser suya; será tuya; harás de mí lo que quieras; pero hasta entonces quiero ser mía, y aunque tuvieras mil lenguas no me disuadirías de mi propósito. Quiero entregarle todo mi ser a la persona que me quiere y a quien yo quiero. ¡No hagas gestos! Quiero entregarme a esta pasión como si debiera durar eternamente.

A la vieja no le faltaban razones que objetar; sin embargo, como al proseguir la disputa llegara a hablar con violencia y aspereza, Mariana se lanzó sobre ella y la agarró por el pecho. La vieja se reía con estrépito.

-Tengo que procurar que se vuelva a poner pronto sus faldas -exclamó- si quiero tener segura mi vida. ¡Pronto, desnudaos! Espero que la muchacha me pedirá perdón por la pena que me ha causado el aturdido mancebo. ¡Fuera ese traje! ¡Fuera toda esa ropa, en seguida! Es un uniforme incómodo y, además, según voy notando, peligroso para vos. Las charreteras os entusiasman.

La vieja había puesto manos a la obra, pero Mariana se desprendió de ella.

-¡No tan de prisa! -exclamó-; aún espero hoy una visita.

-Eso no está bien -replicó la vieja-. Espero siquiera que no sea aquel hijo de comerciante, tan joven, tierno y escaso de plumaje.

-Ese mismo -repuso Mariana.

-Parece que la generosidad quiere llegar a ser vuestra pasión dominante -replicó con mofa la vieja. Aceptáis con gran entusiasmo a los menores de edad, a los mal acomodados. Tiene que ser delicioso ser adorada como favorecedora desinteresada.

-Búrlate cuanto gustes. ¡Lo quiero! ¡Lo quiero! Con qué embeleso pronuncio por primera vez estas palabras. Esta es aquella pasión que tantas veces he fingido en escena y de la cual no tenía ni idea. Sí; quiero arrojarme a su cuello, quiero estrecharlo contra mí como si debiera ser suya por toda la eternidad. Quiero mostrarle todo mi amor, gozar del suyo en toda su plenitud.

-Moderaos, moderaos -dijo sosegadamente la vieja-. Tengo que interrumpir vuestra alegría con una sola frase: Norberg viene; dentro de quince días estará aquí. Eso dice en la carta que acompaña a los regalos.

-Pues aunque el sol de mañana debiera arrebatarme a mi amigo, quiero ocultármelo. ¡Quince días! ¡Qué eternidad! ¿Qué no puede ocurrir en quince días? ¿Qué no puede cambiarse?

Entró Guillermo. ¡Con qué pasión voló ella a su encuentro! ¡Con qué delicia rodeó él con sus brazos el uniforme rojo, estrechó contra su pecho el blanco chaleco de raso! ¿Quién osaría describir aquí, en qué boca no sería una inconveniencia expresar la felicidad de dos amantes? La vieja se retiró barbotando; alejémonos con ella y dejemos solos a los dichosos.




ArribaAbajoCapítulo II

A la otra mañana, cuando Guillermo dio los buenos días a su madre, hízole saber ella que el padre estaba muy enojado y que iba a prohibirle que fuera diariamente al teatro.

-Aunque a mí misma -prosiguió diciendo- me guste algunas veces ese espectáculo, con frecuencia tengo que maldecirlo, ya que la paz de mi casa se ve turbada por tu ilimitada afición a tal placer. Tu padre repite sin cesar: ¿Para qué puede servir eso? ¿Cómo puede perder uno de ese modo su tiempo?

-Ya he tenido que oírlo también de sus labios -repuso Guillermo-, y acaso le he contestado harto violentamente; pero, ¡por el cielo!, madre, ¿es, pues, inútil todo lo que no trae directamente dinero a nuestra bolsa, lo que no nos proporciona el más inmediato provecho? ¿No teníamos espacio suficiente en la casa vieja? ¿Era necesario haber construido una nueva? ¿No emplea anualmente el padre una cantidad considerable de sus ganancias mercantiles en el embellecimiento de sus habitaciones? ¿Estos tapices de seda, estos muebles ingleses, no son también inútiles? ¿No podríamos contentarnos con otros de menor valor? Por lo menos, debo confesar que estas paredes, con su tapicería a listas, sus flores, ringorrangos, canastillas y figuras cien veces repetidas, me producen una impresión totalmente desagradable. Se me representan, cuando más, como el telón de nuestro teatro. ¡Pero qué distinto es estar sentado ante éste! Por mucho tiempo que se tenga que esperar, sábese que ha de levantarse y que veremos las cosas más diversas que nos divertirán, ilustrarán y exaltarán...

-Siquiera modérate -dijo la madre. Tu padre quiere que se le entretenga por las noches, y, además, cree que esa afición te disipa, y a fin de cuentas, cargo yo con la culpa cuando está enojado. Cuántas veces tuve ya que soportar que me acusara por el maldito teatro de muñecos, que os regalé hace doce años por Navidad y que despertó en vosotros el gusto de esos espectáculos.

-No eche usted pestes contra el teatro de muñecos, no se arrepienta de su cariño y solicitud. Aquéllos fueron los primeros momentos de dicha de que gocé en la nueva casa, tan vacía; aun ahora me parece que lo veo todo delante de mí y recuerdo lo extraño que me pareció cuando, después de los habituales regalos de Navidad, nos mandaron sentar delante de una puerta que comunicaba con otra habitación. Se abrió, pero no, como de ordinario, para que entráramos y saliéramos corriendo por ella; el hueco estaba lleno, por una inesperada edificación solemne. Alzábase a lo alto un pórtico cubierto por un místico velo. Al principio, todos permanecimos apartados; pero como creciera nuestra curiosidad por ver lo que podía ser lo que brillaba y hacía ruido detrás de la cortina semitransparente, señaláronnos un asiento a cada uno y se nos ordenó que esperáramos con paciencia. Una vez todos sentados y en silencio, un pito dio la señal y se levantó el telón, mostrando una decoración de templo con rojos colores. El sumo sacerdote Samuel apareció hablando con Jonatán, y parecíanme altamente venerables sus extrañas voces alternas. Poco después Saúl entró en escena, sumido en gran perplejidad por la insolencia del colosal guerrero que lo había retado a él y a los suyos. ¡Cuál no fue después mi alegría cuando llegó brincando el diminuto hijo de Isaí, con su cayado de pastor, su zurrón y su honda, y habló de este modo: «¡Alto y muy poderoso rey y señor!, que ningún ánimo decaiga a causa de este desafío; si vuestra majestad quiere permitírmelo, seré yo quien vaya para entrar en combate con el fuerte gigante». Con esto quedó terminado el primer acto y llenos de ansiedad los espectadores por ver lo que sucedería más adelante; todos deseábamos que cesara pronto la música. Por fin volvió a alzarse el telón. David brindaba la carne del monstruo a las aves del cielo y a las bestias del campo; el filisteo lanzaba bravatas, golpeaba el suelo con ambos pies, y, finalmente, cayó como un tronco, dando a la acción un magnífico desenlace. Y después, cuando las doncellas cantaban: «¡Saúl mató sus miles, pero David diez miles!», mientras la cabeza del gigante era llevada delante del minúsculo vencedor, quien recibía por esposa a la bella hija del rey, disgustábame, en medio de todas aquellas alegrías, el que el afortunado príncipe fuera de tan exiguo tamaño. Pues, según la usual idea de la grandeza de Goliat y la pequeñez de David, no habían dejado de formar a los dos personajes con muy característico aspecto. Dígame usted: ¿qué se hizo de los muñecos? Prometí enseñárselos a un amigo que se divirtió mucho al hablarle yo de este juego de niños no hace mucho tiempo.

-No me maravilla que guardes tan vivo recuerdo de esas cosas, pues al instante te interesaste por ellas del modo más vivo. Recuerdo que me sustrajiste el librito y te aprendiste la obra de memoria, cosa que no advertí hasta que una noche formaste un Goliat y un David de cera, los hiciste perorar uno frente de otro; por último, le diste un golpe al gigante y pegaste con cera su deforme cabeza, puesta en la punta de un alfiler de cabeza grande, en la mano del pequeño David. Entonces tuve una tierna alegría maternal al notar tu buena memoria y patética elocuencia, tanto que al punto me propuse entregarte la dirección de la compañía de cómicos de madera. No pensaba entonces en las horas de enojo que así me preparaba.

-No se arrepienta usted -repuso Guillermo-, pues esas bromas nos han procurado algunas placenteras horas.

Con lo cual pidió la llave, diose prisa, encontró los muñecos y, por un momento, sintiose transportado a aquellos tiempos en que le parecían dotados de vida, en que creía animarles con la vivacidad de su voz y los movimientos de sus manos. Llevolos a su cuarto y los guardó cuidadosamente.




ArribaAbajoCapítulo III

Si el primer amor, según en general oigo afirmar, es lo más hermoso que, más pronto o más tarde, puede experimentar un corazón, tenemos que alabar como triplemente dichoso a nuestro héroe, ya que le era otorgado gozar en toda su plenitud de la delicia de aquellos únicos instantes. Pocos hombres son favorecidos de tan especial manera, ya que para la mayor parte de ellos los tempranos sentimientos no son más que una dura escuela, en la cual, tras algún penoso goce, se ven obligados a renunciar a sus mejores deseos y a aprender a privarse para siempre de lo que se cierne ante ellos como felicidad suprema.

En alas de la imaginación, los afanes de Guillermo habíanse elevado hasta la encantadora muchacha; después de breve trato había ganado su cariño y se encontraba en posesión de una persona, a quien amaba tanto como la veneraba, pues primeramente habíasele aparecido a la favorable luz de una función teatral y su pasión por la escena anudábase con el primer amor hacia una criatura femenina. Su juventud permitiole gozar de abundantes placeres, realzados y sostenidos por una viviente poesía. Además, la situación de su amada infundía en su conducta un tono que ayudaba mucho a los sentimientos del enamorado; el temor de que su amado pudiera descubrir antes de tiempo sus otras relaciones, vertía sobre ella un amable aspecto de inquietud y pudor; era viva la pasión que sentía por él y hasta su misma inquietud parecía aumentar su ternura; era, entre sus brazos, la más deliciosa criatura.

Al despertarse Guillermo de la primera embriaguez de su alegría y volver la vista hacia su posición y su vida, todo le pareció como nuevo: más santos sus deberes, más vivas sus aficiones, más claros sus conocimientos, más fuertes sus talentos, más resueltos sus propósitos. Por eso fuele fácil encontrar un expediente para librarse de los reproches de su padre, tranquilizar a su madre y gozar sin obstáculo del amor de Mariana. De día desempeñaba puntualmente sus obligaciones, renunciaba de ordinario al teatro; de noche, a la mesa, mostrábase decidor, y cuando todos estaban acostados, envuelto en su capa, deslizábase cautelosamente por la puerta del jardín, y, con todos los Lindores y Leandros en el pecho, corría sin dilación al lado de su amada.

-¿Qué trae usted ahí? -preguntó una noche Mariana, al sacar él un paquete, que la vieja consideraba con mucha atención, en la esperanza de agradables presentes.

-No lo adivinará -repuso Guillermo.

¡Qué asombrada se quedó Mariana y qué espantada Bárbara, cuando, al desatar la servilleta, pudo verse un intrincado montón de muñecos, como un tenedor de grandes. Mariana se reía a carcajadas, mientras Guillermo se esforzaba por desenredar los enmarañados alambres para mostrar cada figura aisladamente. La vieja, enojada, formó rancho aparte.

Cualquier pequeñez es suficiente para entretener a dos enamorados, y así nuestros amigos se divirtieron aquella noche grandemente. Fue inspeccionada la pequeña compañía; cada figura fue contemplada atentamente y celebrada con grandes risas. El rey Saúl, con su túnica de terciopelo negro y su corona de oro, no acababa de gustarle a Mariana; decía que lo encontraba demasiado rígido y pedante. Tanto más le agradaba por ello el bueno de Jonatán con su barbilla brillante, su traje amarillo y encarnado, y su turbante. También supo hacerlo andar lindamente de un lado a otro colgado de su alambre y le hizo hacer reverencias y recitar declaraciones de amor. En cambio, no quería concederle la menor atención al profeta Samuel, aunque Guillermo elogiase su coselete y refiriera que el tafetán tornasolado de su túnica provenía de un antiguo traje de la abuela. Encontraba a David demasiado pequeño y a Goliat demasiado grande; acabó por quedarse con su Jonatán. Sabía manejarlo muy bonitamente, y, por último, sus caricias se traspasaron del muñeco a nuestro amigo, de modo que, aquella vez también, un insignificante juego fue preludio de horas más felices.

De la dulzura de sus tiernos ensueños fueron arrancados por un ruido que procedía de la calle. Mariana llamó a la vieja, la cual, según costumbre, aún trabajaba activamente en adaptar los cambiables elementos del guardarropa teatral para ser empleados en la próxima obra. Dio noticia de que el ruido era causado por un grupo de alegres camaradas que salían tumultuosamente de la inmediata taberna italiana, donde no habían economizado el champagne, para acompañar a las ostras frescas que acababan de llegar.

-¡Lástima que no se nos haya ocurrido antes! -dijo Mariana-. También nosotros hubiéramos podido darnos ese buen trato.

-Aún puede ser tiempo -repuso Guillermo, y le tendió a la vieja un luis de oro-. Tráiganos usted lo que deseamos y lo disfrutará con nosotros.

La vieja fue expedita, y en breve tiempo alzábase ante los amantes una mesa, lindamente servida, con una bien preparada colación. La vieja tuvo que sentarse con ellos, comieron, bebieron y se dieron buena vida.

En tales casos nunca falta conversación. Mariana la emprendió de nuevo con su Jonatán y la vieja supo llevar la charla hacia el tema favorito de Guillermo.

-Ya una vez nos ha entretenido usted -le dijo-, hablándonos de la primera representación de su teatro de muñecos en la noche de Navidad, y fue muy divertido de oír. Pero suspendió su relato en el momento en que debía comenzar el baile. Conocemos ahora al magnífico personal que produjo aquellos grandes efectos.

-Sí -dijo Mariana-; sigue contándonos tus impresiones de entonces.

-Es un hermoso sentimiento, querida Mariana -respondió Guillermo-, recordar tiempos antiguos y antiguos errores inocentes, sobre todo si se hace en el momento en que hemos llegado dichosamente a una altura desde la cual podemos mirar a nuestro alrededor y columbrar el camino que dejamos a nuestra espalda. ¡Es tan agradable, al sentirse contento de sí mismo, recordar los diversos obstáculos que tan frecuentemente, con una penosa sensación, juzgamos invencibles, y comparar lo que somos ahora, una vez desarrollados, con lo que éramos antes de nuestro desenvolvimiento! Pero yo me siento ahora, en este momento en que hablo contigo de lo pasado, inefablemente feliz, porque al mismo tiempo descubro ante mí el delicioso país que, cogidos de las manos, habremos de recorrer reunidos.

-¿Cómo fue lo del bailable? -interrumpió la vieja-. Temo que no haya terminado todo como fuera debido.

-¡Oh! ¡Muy bien! -respondió Guillermo-. De aquellas caprichosas cabriolas de moros y moras, pastores y zagalas, enanos y enanas, me quedó para toda la vida un obscuro recuerdo. Después cayó el telón, cerrose la puerta y todo el infantil público corrió a la cama como borracho y dando traspiés; pero recuerdo muy bien que no podía dormirme, que quería que me contaran aún algo más, que todavía hice muchas preguntas y que sólo de mala gana dejé marchar a la niñera que nos había llevado a descansar. Desgraciadamente, a la otra mañana había desaparecido la mágica instalación, habían quitado el místico velo; se pasaba como antes de una habitación a otra, a través de la puerta, y tantas aventuras no habían dejado tras sí huella alguna. Mis hermanos corrían con sus juguetes arriba y abajo; sólo yo vagaba de un lado a otro pareciéndome imposible que fueran sólo dos jambas de puerta aquel sitio donde aún ayer había reinado tanta magia. ¡Ay!, quien busca un perdido amor no puede ser más desgraciado de lo que yo me creía entonces.

Una mirada, ebria de alegría, que lanzó a Mariana, convenciole a ésta de que Guillermo no temía que se llegara a encontrar jamás en aquel caso.




ArribaAbajoCapítulo IV

-Desde aquel momento -prosiguió diciendo Guillermo- mi único deseo fue presenciar una segunda representación de la obra. Lo solicité de mi madre, y ésta buscaba el medio de convencer a nuestro padre en una hora favorable, pero era vana su molestia. Afirmaba él que sólo un placer poco frecuente puede tener valor para los hombres; los niños y las personas mayores no saben apreciar los bienes de que gozan diariamente. Hubiéramos tenido que esperar aún mucho tiempo, quizá hasta la Navidad siguiente, si el propio constructor y director secreto de nuestro teatro no hubiera tenido ganas de repetir la representación y presentar en ella, como fin de fiesta, un polichinela que había construido muy recientemente. Era un joven de la artillería, dotado de muchos talentos, y especialmente hábil para trabajos mecánicos, el cual, durante la edificación de la casa, habíale prestado a mi padre servicios muy importantes, siendo ricamente recompensado por ellos, con lo cual el joven, en la fiesta de Navidad, quiso mostrar su agradecimiento a la familia, regalando a la casa de su favorecedor aquel teatro, que en otro tiempo había construido, tallado y pintado en sus horas de ocio. Él mismo había sido quien, con ayuda de un criado, había hecho moverse a los muñecos, y quien había recitado los distintos papeles fingiendo la voz. No le fue difícil convencer al padre, quien por agradar a un amigo, consintió en lo que, por sus principios, había rehusado a sus hijos. En una palabra: el teatro se levantó de nuevo, fueron invitados algunos niños de la vecindad y se repitió la obra. Si la primera vez había tenido la alegría de la sorpresa y el asombro, tanto mayor fue la segunda vez la delicia de la observación y el examen. ¿Cómo se hace esto? Era lo que me interesaba entonces. Que los muñecos no hablaban por sí mismos era cosa que ya me había dicho la primera vez; que tampoco se movían por sí mismos también lo sospechaba; pero ¿por qué era tan bonito todo aquello? ¿Y por qué parecía como si ellos mismos fueran los que hablaran y se movieran? ¿Dónde podían estar las luces que iluminaban la escena y la gente que manejaba todo aquello? Estos enigmas me intranquilizaban tanto más, cuanto que al mismo tiempo deseaba encontrarme entre los encantadores y los encantados; tener ocultas mis manos en el manejo de los muñecos y gozar como espectador del placer de la ilusión. Terminada la obra, mientras hacían los preparativos para el sainete, habíanse levantado los espectadores y charlaban unos con otros. Yo me acerqué a la puerta y oí un tableteo como si estuvieran colocando algo en cajas allí dentro. Levanté el tapiz de abajo y escudriñé por entre los caballetes. Notolo mi madre y me hizo retirar, pero ya había visto cómo metían en un cajón a amigos y enemigos, a Saúl y Goliat, y todos los otros, llamáranse como quisieran, con lo cual recibió nuevo sustento mi curiosidad semisatisfecha. Al mismo tiempo, y con el asombro más grande, había descubierto al teniente muy ocupado en el santuario. Después de eso, ya no podía divertirme el polichinela por mucho ruido que hiciera con sus talones. Me sumí en profunda meditación, y tras aquel descubrimiento, al mismo tiempo quedó más tranquilo y más inquieto que antes. Después de tener descubierta alguna cosa, parecíame como si nada supiera, y no dejaba de tener razón, pues me faltaba la ilación de unas cosas con otras y todo depende precisamente de eso.




ArribaAbajoCapítulo V

-En las casas bien regidas y ordenadas -prosiguió diciendo Guillermo- los niños tienen sensaciones aproximadamente análogas a las que deben experimentar los ratoncillos y las ratas; están atentos a todas las grietas y agujeros por donde puedan llegar hasta alguna golosina prohibida, y la saborean furtivamente, con cierto temor voluptuoso, que constituye gran parte de la dicha infantil. De todos mis hermanos, era yo el que prestaba mayor atención a si una llave quedaba puesta en la cerradura. Cuanto mayor era el respeto que abrigaba en mi corazón hacia las puertas cerradas, ante las cuales tenía que pasar de largo durante semanas y meses, y por las que sólo alguna vez, cuando abría mi madre el santuario para sacar alguna cosa, podía lanzar yo alguna furtiva mirada, tanto más rápido era para aprovecharme de cualquier ocasión que pudiera presentarse a veces, gracias a algún descuido del ama de llaves. Como es fácil de comprender, entre todas aquellas puertas, la de la despensa era aquella de la que con mayor sutileza se ocupaba mi entendimiento. Pocas misteriosas alegrías de la vida se asemejan a la sensación que experimentaba cuando me llamaba mi madre para acompañarla allí dentro y ayudarla a sacar algo, en cuyo caso, siempre tenía yo que agradecer algunas ciruelas pasas a su bondad o a mi astucia. Los tesoros amontonados unos sobre otros excitaban mi imaginación con su abundancia, y hasta el extraño olor que exhalaban tantas especierías mezcladas ejercía tan goloso efecto sobre mí, que todas las veces que me encontraba en su proximidad no dejaba de regodearme con el aire que al abrir la puerta se desprendía de dentro. Un domingo por la mañana, en que mi madre andaba de prisa por haber sonado ya las campanas y toda la casa estaba sumida en una profunda paz dominical, quedó puesta en la cerradura aquella maravillosa llave. Apenas lo hube notado, cuando me deslicé varias veces, de un extremo a otro, a lo largo de aquella pared, acerqueme por fin callada y sutilmente, abrí la puerta y con dar un solo paso me vi rodeado de todas aquellas delicias largamente anheladas. Con rápida e indecisa mirada, consideré arcas, sacos, cajas, botes y frascos, sin saber lo que debía elegir para llevarme; por último, eché mano a mis predilectas ciruelas pasas, pertrecheme de algunas manzanas secas y aun añadí a ello, modestamente, una cáscara de naranja confitada, con cuyo botín iba a evadirme por el camino que hasta allí me había llevado, cuando mis miradas fueron atraídas por dos cajas colocadas una junto a otra, de una de las cuales, a través de la mal cerrada tapa de corredera asomaba un alambre con un ganchillo en su extremo. Lleno de presentimientos, me lancé sobre ella, y ¡con qué celestial emoción descubrí que todo el mundo de mis héroes y de mis placeres estaba encerrado allí dentro! Quise coger los muñecos que estaban puestos encima, contemplarlos, sacar los de debajo, pero no tardó en embrollar los delicados alambres; al punto me llenó de inquietud y temor, especialmente desde que oí a la cocinera que andaba por la inmediata cocina, en forma que apretujé todo en la caja lo mejor que pude, corrí la tapadera, sin coger otra cosa para mí sino un librillo manuscrito que estaba puesto encima, donde estaba copiada la comedia de David y Goliat, y con esta presa subí de puntillas la escalera para esconderme en un desván. Desde entonces empleaba yo todas mis secretas horas de soledad en leer repetidamente mi comedia, aprendérmela de memoria y figurarme, en mis devaneos, lo hermoso que sería si, al mismo tiempo, también hubiera podido prestar vida a los personajes con mis manos. Me transformaba con mi pensamiento en David y Goliat. En todos los rincones de la guardilla, en la cuadra, en el jardín, en las más diversas circunstancias, estudiaba la obra metiéndomela en la cabeza; me encargaba de todos los papeles, aprendiéndolos de memoria; sólo que las más de las veces solía ponerme en el lugar de los héroes, y a los restantes personajes, como comparsas, sólo los dejaba pasar rápidamente por mi recuerdo. De este modo, noche y día llevaba yo en mi espíritu el magnánimo parlamento de David con que desafía al orgulloso gigante Goliat, lo recitaba con frecuencia para mí mismo, nadie paraba mientes en ello, sino mi padre, quien observó algunas veces mis exclamaciones y alababa en su interior la buena memoria de su chico, que había podido retener tan variadas cosas al cabo de tan escasas audiciones. Con ello volvíame cada vez más temerario, y una noche recité la mayor parte de la obra delante de mi madre, valiéndome de algunas bolitas de cera que transformó en actores. Notolo ella, estrechome a preguntas y le confesé todo. Felizmente, aquel descubrimiento ocurrió en la época en que ya el propio teniente había manifestado deseos de iniciarme en aquellos misterios. Mi madre diole al punto noticias del inesperado talento de su hijo y él supo arreglárselas de modo que le cedieran un par de habitaciones en el último piso de la casa, que habitualmente estaban desocupadas, en una de las cuales volverían a sentarse los espectadores, estando los actores en la otra y ocupando otra vez el hueco de la puerta con el proscenio. Mi padre había permitido a su amigo que organizara todo aquello, haciendo como si no lo viera, según su principio de que no se debe dejar que noten los niños el cariño que se les tiene, pues siempre se toman demasiadas libertades; pensaba que hay que conservarse serio ante sus alegrías, y hasta estropeárselas algunas veces, a fin de que su contento no los haga insaciables e insolentes.




ArribaAbajoCapítulo VI

-El teniente armó entonces su teatro y preparó lo restante. Advertí muy bien que venía varias veces a casa durante la semana a horas no habituales y presumía su propósito. Mi impaciencia crecía en términos increíbles, porque bien comprendía que antes del sábado no me sería permitido tomar parte en lo que estaba siendo preparado. Llegó por fin el día deseado. Por la tarde, a las cinco, vino mi guía y me llevó consigo arriba. Palpitante de alegría penetré en la sala, y, a ambos lados de los caballetes, descubrí los muñecos, colgados por el orden en que debían salir a escena; los contemplé atentamente, subí a la tarima que me elevó por encima del teatro, de modo que dominaba con la vista aquel pequeño mundo. No sin respeto miré hacia abajo por entre las bambalinas, pues se apoderaba de mí el recuerdo del maravilloso efecto que todo aquello hacía desde fuera y la idea de los misterios en que iba a ser iniciado. Hicimos un ensayo y salió bien. Al otro día, estando convidados gran número de niños, nos portamos excelentemente, salvo que en el fuego de la acción dejé caer a mi Jonatán y hubo que extender la mano desde arriba para recogerlo, accidente que perjudicó mucho a la ilusión, produjo una carcajada general y me mortificó indeciblemente. Esta torpeza fue también muy bien recibida por mi padre, quien, deliberadamente, no dejó traslucir su gran alegría al ver con tantas disposiciones a su hijito, y después de acabada la obra, se dedicó al instante a enumerar mis faltas, y me dijo que todo habría estado muy bonito si no me hubiese equivocado en tal o cual pasaje. Aquello me ofendió en lo secreto y quedé triste para toda la noche; pero a la mañana siguiente, habiéndome olvidado con el sueño de todo enojo, sentíame feliz de haber desempeñado mi papel de modo tan primoroso, salvo aquella desgracia. Sumose a ello el aplauso de todos los espectadores, todos los cuales afirmaban que, aunque el teniente había hecho mucho en cuanto a imitar las voces graves y agudas, en general declamaba con demasiada afectación y rigidez, mientras que el principiante decía de modo excelente los papeles de David y Jonatán; en especial mi madre, alababa mucho la expresión de naturalidad con que había desafiado yo a Goliat y presentado al rey al modesto vencedor. Con inmensa alegría para mí, el teatro quedó armado, y como llegaba la primavera y se podía permanecer sin lumbre, pasaba en aquel cuarto mis horas libres y de juego, haciendo que los muñecos trabajaran bravamente unos para otros. Con frecuencia invitaba a subir allí a mis hermanos y camaradas; pero aun cuando no quisieran acompañarme, me marchaba arriba solo. Mi imaginación ejercitaba sus nacientes fuerzas con aquel pequeño mundo, que muy pronto adquirió forma nueva. Apenas hube representado algunas veces aquella obra, para la cual el teatro y los cómicos habían sido construidos y caracterizados, cuando ya no me causó placer alguno ocuparme de ella. En cambio, entre los libros del abuelo había venido a mis manos un ejemplar del Teatro Alemán y varias óperas traducidas del italiano; abismeme en su lectura y sólo con contar el número de personajes metíame ya en la representación. De este modo, el rey David, con su traje de terciopelo negro, tenía que hacer de Chaumigrem, Catón y Darío, y es aquí de notar que casi nunca era representada la obra íntegra, sino sólo el quinto acto, donde se dan las cuchilladas mortales. También era natural que las óperas, con sus abundantes mutaciones y aventuras, me atrajeran más que todo lo restante. Encontraba en ellas mares tempestuosos, dioses que descienden entre nubes, y rayos y truenos, que era lo que más altamente feliz me hacía. Valiéndome de cartón, papel y colores sabía hacer una noche perfecta; los relámpagos eran espantables a la vista; sólo el trueno no resultaba siempre bien, pero a eso no le concedía gran importancia. En las óperas encontraba también más ocasiones de presentar a mi David y Goliat, los cuales no tendrían cabida en un drama corriente. Cada día sentía yo mayor apego hacia aquel estrecho espacio donde gozaba de tantas alegrías; y confieso que no contribuía poco a ello el olor que los muñecos habían traído de la despensa. Las decoraciones de mi teatro eran ya entonces bastante perfectas, pues la habilidad que desde mi niñez había tenido para manejar el compás, recortar cartones e iluminar grabados fueme entonces de gran utilidad. Por ello, era mayor el dolor que me producía el que, frecuentemente, el tipo y traje de mis actores me impidiera acometer la representación de obras más grandes. El ver a mis hermanas vistiendo y desnudando a sus muñecas, provocó en mí el pensamiento de proveer también poco a poco a mis héroes de trajes que se pudieran cambiar. Quitáronseles de encima los harapos que los cubrían, cosiéndolos lo mejor que se pudo en forma de trajes; economicé algún dinero para comprar cintas y lentejuelas; pidiendo a unos y a otros juntamos algunos trocitos de seda, y así, poco a poco, nos procuramos una guardarropía teatral, en que no eran olvidadas, especialmente, las faldas con tontillo. La compañía quedó provista de vestidos para representar la obra más grande, y hubiera podido pensarse que desde entonces una función seguiría a la otra; pero me ocurrió lo que con frecuencia les suele suceder a los niños: conciben vastos planes, hacen grandes preparativos, quizá algunos ensayos, y todo queda abandonado. También de esta falta tengo que acusarme. Mi mayor goce consistía en la invención, en el empleo de la fantasía. Esta o aquella obra me interesaba por cualquiera de sus escenas y en seguida mandaba hacer trajes nuevos para ella. Con tales preparativos, los primitivos trajes de mis héroes habían caído en tal desorden y estropeo que ya no había modo de que ni una vez siquiera pudiera volver a ser representada la gran obra primera. Me abandoné a mi fantasía, ensayaba y preparaba sin cesar, construía mil castillos en el aire y no advertía que había destruido los cimientos del pequeño edificio.

Durante este relato, Mariana había puesto en juego todo su afecto hacia Guillermo para ocultar su somnolencia. Aunque, de una parte, los acaecimientos le parecieran bastante graciosos, eran demasiado sencillos para ella y harto serias las reflexiones que los acompañaban. Apoyó tiernamente su pie sobre el pie del amado, dándole toda clase de visibles muestras de atención y asentimiento. Bebía por su vaso, y Guillermo estaba convencido de que ni una sola palabra de su historia había sido perdida para ella. Así que exclamó después de una breve pausa:

-Ahora te toca a ti, Mariana, hacerme conocer tus primeros placeres juveniles. Hasta ahora hemos estado harto ocupados del presente para que hubiéramos podido inquietarnos mutuamente por nuestra vida, pasada. Dime, ¿en qué circunstancias fuiste criada? ¿Cuáles son las primeras impresiones que viven en tu recuerdo?

Estas preguntas hubieran puesto en gran perplejidad a Mariana, si la vieja no hubiera venido en su ayuda inmediatamente:

-¿Cree usted -dijo la astuta mujer- que nosotras hemos prestado tanta atención a las cosas que en otro tiempo nos sucedieron, que tenemos tan bonitos acontecimientos que referir y que, aunque los tuviéramos, sabríamos hacerlo con tanto arte?

-¡Como si fuera necesario eso! -exclamó Guillermo-. Amo tanto a esta delicada y adorable criatura, que me enojo al pensar en todos los momentos de mi vida que no he pasado a su lado. ¡Deja por lo menos que con la imaginación participe en tu vida pretérita! Cuéntame todo; yo también te lo referiré. Hagámonos toda la ilusión posible tratando de recobrar aquellos tiempos perdidos para el amor.

-Ya que usted insiste tan vivamente, bien podremos satisfacerlo -dijo la vieja-. Pero cuéntenos primero cómo fue creciendo poco a poco su afición al teatro, cómo se ejercitó usted en ella y cómo fue progresando de tan feliz manera, quo en el día de hoy puede ser tenido por un buen actor. De fijo que no habrá sido sin graciosos acaecimientos. Ya no vale la pena de que nos acostemos; aún tengo guardada una botella, y quién sabe si pronto volveremos a estar otra vez reunidos como ahora, tan tranquilos y contentos.

Mariana alzó a ella los ojos con una triste mirada que no advirtió Guillermo, el cual prosiguió su relato de este modo.




ArribaAbajoCapítulo VII

-Las distracciones de la mocedad, en el momento en que comenzó a crecer el círculo de mis compañeros, perjudicaron a aquellos goces, tranquilos y solitarios. Sucesivamente fui cazador, soldado de a pie o de a caballo, según los juegos lo exigieran; sin embargo, siempre tenía yo una pequeña ventaja sobre los otros, y era la de que era capaz de construir hábilmente los arreos que les eran necesarios. Así, las espadas eran en general de mi fabricación, yo decoré y doré las hojas, y un secreto instinto no me dejó en paz hasta que tuve vestida a la antigua usanza a toda nuestra milicia. Hiciéronse yelmos adornados con penachos de papel, escudos y hasta corazas, trabajos en los que rompieron más de una aguja las costureras de mi casa y los criados que eran algo sastres. Con esto ya tuve perfectamente equipada a una parte de mis jóvenes compañeros; los otros fueron siéndolo también, poco a poco, aunque de modo menos completo, y de este modo se reunió un imponente cuerpo de ejército. Evolucionábamos en patios y jardines, nos golpeábamos bravamente en los escudos, y aun sobre las cabezas, lo que dio lugar a alguna discordia que pronto era aquietada. Este juego, que divertía mucho a los otros, apenas había sido ejecutado algunas veces cuando dejó ya de satisfacerme. La vista de tantas figuras armadas necesariamente tenía que excitar en mí las ideas caballerescas que desde algún tiempo atrás llenaban mi cabeza, al haberme dado a la lectura de viejas novelas: la Jerusalén libertada, que cayó entonces en mis manos, traducida por Koppen, impuso por fin una determinada dirección a mis vacilantes pensamientos. A la verdad, no era yo capaz de leer todo el poema; pero había pasajes que me aprendí de memoria y cuyas imágenes flotaban sin cesar ante mi espíritu. En especial me cautivaba Clorinda con todas sus aventuras. Su varonil feminidad, la serena plenitud de sus fuerzas, ejercían mayor impresión sobre un espíritu que comenzaba a desarrollarse, que todos los fingidos encantos de Armida, aunque al mismo tiempo no despreciara yo su jardín. Pero cien y cien veces, al anochecer, cuando paseaba yo por el terrado que se halla entre los gabletes de nuestra casa y columbraba desde allí toda la comarca, mientras un tembloroso reflejo del sol recién puesto ascendía por el horizonte, aparecían las estrellas, surgía la noche avanzando desde todos los rincones y hondonadas, y el estridente son de los grillos tintineaba en medio de la solemne calma, recitábame yo la historia del lamentable desafío de Tancredo y Clorinda. Aunque, como era debido, fuera yo partidario de los cristianos, acompañaba con todo mi corazón a la pagana heroína cuando acomete la empresa de incendiar la gran torre de los sitiadores. ¡Y cuando Tancredo encuentra de noche al supuesto guerrero, bajo el velo de las tinieblas, y luchan reciamente!... Nunca podía yo pronunciar las palabras:


Mas ya llegó la hora señalada
que a Clorinda la vida quitar debe,

Sin que me vinieran lágrimas a los ojos, las cuales corrían abundantemente al ver cómo el desventurado amante hunde su espada en el pecho de la amada, desata el yelmo del moribundo, reconoce a Clorinda y todo trémulo va en busca del agua para su bautizo. Pero ¡cómo me palpitaba el corazón cuando, en el bosque encantado, la espada de Tancredo se clava en el árbol, brota sangre del corte y resuena una voz, en sus oídos, que le dice que también aquí ha herido a Clorinda; que está destinado por la suerte para que en todas partes haya de lastimar, sin saberlo, a lo quo ama! De tal modo se apoderó de mi imaginación aquella historia, que todo lo que había leído del poema formó obscuramente un conjunto en mi imaginación, el cual, hasta tal punto se apoderó de mí, que resolví ponerlo en escena de cualquier modo que fuera. Quería representar a Tancredo y a Reinaldos, y para ello me encontré con dos armaduras totalmente dispuestas. La una, de papel gris obscuro con escamas, debía servir para el grave Tancredo; la otra, de papel plateado y dorado, había de ornar al brillante Reinaldos. En la actividad de mis ideaciones, referí todo el asunto a mis compañeros, los cuales quedaron plenamente entusiasmados con él, aunque no podía comprender bien cómo podría ser representado todo aquello y precisamente por ellos. Con mucha facilidad me libré de estas dudas. En seguida dispuse de un par de habitaciones en casa de un vecino, compañero de juegos, sin contar con que su anciana tía no quería prestárnoslas en modo alguno, y lo mismo ocurrió con el teatro, acerca del cual no tenía yo ninguna idea segura, sino sólo que se había de alzar sobre un tablado, que los bastidores podían hacerse con biombos, y que, para fondo, había que disponer de un gran lienzo. Pero no había reflexionado en la forma como podríamos reunir los materiales y accesorios. En cuanto a la decoración del bosque, encontramos un recurso excelente; le suplicamos con buenas palabras a un antiguo sirviente de una de nuestras casas, que había pasado a ser guardabosques, que nos proporcionara abedules y pinos, los cuales fueron traídos mucho más rápidamente de lo que hubiéramos podido esperar. Encontrámonos entonces en mayor confusión para ver cómo podríamos realizar nuestro proyecto antes de que los árboles se secaran. De gran necesidad nos era entonces un buen consejero; faltábanos local, escenario, telón. Los biombos era lo único que teníamos. En esta perplejidad nos dirigimos de nuevo al teniente, a quien hicimos una amplia descripción del magnífico espectáculo que íbamos a dar. Cuanto menos nos comprendió, tanto más eficaz fue su auxilio; metió en un cuartito, arrimando unas a otras, todas las mesas que se pudieron encontrar en nuestra casa y en las de los vecinos, colocó los biombos encima, hizo un telón de fondo con cortinas verdes y los árboles fueron también puestos en fila. Mientras tanto había anochecido; fueron encendidas las luces, las criadas y los niños ocupaban sus asientos, debía comenzar la representación y toda la banda de héroes estaba ya vestida; pero entonces, por primera vez, advirtió cada cual que no sabía lo que tenía que decir. En el calor de la invención, hallándome yo plenamente penetrado del asunto, había olvidado que cada uno tenía que saber lo que había de decir y cuándo; y a los otros, con la animación de los preparativos, tampoco se les había pasado por la memoria; creían que les sería fácil presentarse como héroes, conducirse y hablar como las personas a cuyo mundo los había yo trasladado. Todos estaban en pie, llenos de asombro, preguntándose unos a otros por dónde debía comenzarse, y yo, que desde antes había reservado para mí el papel de Tancredo, saliendo sólo a escena, comencé a recitar algunos versos de la historia del héroe. Mas como el pasaje se convertía harto pronto en relato y pasaba yo a ser tercera persona en mis propios labios, y también como el Godofredo, de quien trataba el discurso, no quería acabar de presentarse, tuve que retirarme entre grandes carcajadas de mis espectadores; desventura que me hirió en lo más profundo del alma. La empresa había fracasado; pero el público ocupaba sus asientos y quería ver algo. Estábamos ya vestidos; reflexioné rápidamente y me decidí a presentarles David y Goliath. Algunos de mis camaradas habían manejado conmigo otras voces los muñecos; todos habían visto frecuentemente la obra; repartiéronse los papeles, hicímonos la promesa de trabajar lo mejor posible y un chistoso mozuelo pintose una barba negra, por si se producía alguna laguna en la representación llenarla él como payaso con cualquier bufonada, disposición en que consentí muy de mala gana por oponerse a la seriedad del drama. Y me juré a mí mismo que si me veía salvado de aquel apuro nunca más me atrevería a representar una obra sino después de las mayores reflexiones.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Vencida del sueño, apoyose Mariana en su amante, el cual la estrechó contra su corazón y prosiguió su relato, mientras la vieja, con muy buen acuerdo, daba fin a lo que había quedado en la botella.

-La confusión -dijo- en que me había encontrado con mis amigos cuando acometimos la empresa de representar un drama no existente fue pronto olvidada. Mi pasión por transformar en obra de teatro cada novela que leía, cada historia que me enseñaban, no se detenía ni aun ante las materias menos dramáticas. Estaba plenamente convencido de que todo lo que nos encanta en una narración tiene que hacer mucho mayor efecto al ser representado; todas las cosas debían ocurrir ante mis ojos, todas producirse en la escena. Cuando teníamos clase de historia universal en nuestra escuela, fijábame yo cuidadosamente en los pasajes donde alguien era envenenado o muerto a cuchilladas, y mi fantasía, prescindiendo de la exposición y el desarrollo, se hacía el interesante acto quinto. De este modo, hasta llegué también a escribir algunos dramas, comenzando por el final, sin que ni en uno solo hubiera alcanzado hasta el principio. Al mismo tiempo, ya por inclinación propia, ya por consejo de mis buenos amigos, que habían llegado a aficionarse a las representaciones dramáticas, leía yo todo un montón de obras teatrales, tal como la casualidad las traía a mis manos. Hallábame en aquellos felices años en los que todavía nos agrada todo; en los que encontramos nuestra satisfacción en la abundancia y en el cambio. Por desgracia, añadíase otro motivo para estropear mi gusto. Agradábanme, en especial, aquellas obras en las que esperaba que habría un papel brillante para mí, y no fueron pocas las que leí con esta grata ilusión; y mi viva fuerza imaginativa, como sabía colocarme en todos los papeles, me inducía a creer que podía representarlos todos; habitualmente escogía para mí en el reparto aquellos personajes que no me convenían en modo alguno, y me reservaba un par de papeles siempre que era posible. Los niños, en sus juegos, saben hacerlo todo de todo; un bastón se convierte en fusil; un trocito de madera, en espada; cada lío de trapos, en muñeca, y cualquier rincón, en cabaña. De este modo fue como se desarrolló nuestro teatro. En el total desconocimiento de nuestras facultades, acometíamos todas las empresas, no percibíamos ningún quid pro quo, y estábamos convencidos de que todo el mundo tenía que tomarnos por lo que nos figurábamos ser. Por desgracia, todo marchaba con un curso tan vulgar que no me es posible referir ni una sola tontería curiosa. Primero representamos las pocas obras, que no tenían más que personajes masculinos; después, disfrazamos de mujer a algunos de nuestros compañeros y, por último, participaron en el juego nuestras hermanas. En algunas casas considerábase aquello como una ocupación útil, e invitaban para ver nuestras comedias. Tampoco entonces nos abandonó nuestro teniente de artillería. Nos enseñaba cómo debíamos entrar y salir, declamar y accionar; sólo que, en general, recogía pocas muestras de gratitud por las molestias que se tomaba, pues creíamos comprender el arte dramático mucho mejor que él. Pronto fuimos a caer en la tragedia, pues con frecuencia habíamos oído decir, y así lo creíamos, que es más fácil escribir y representar una tragedia que ser perfecto en lo cómico. Ya desde los primeros ensayos trágicos nos sentimos plenamente en nuestro elemento, tratábamos de aproximarnos a la nobleza del rango y a la dignidad de los caracteres por medio de afectación y envaramiento, y no nos teníamos en escaso aprecio; pero no éramos completamente felices sino cuando podíamos enfurecernos y dar patadas en el suelo y arrojarnos a tierra en accesos de rabia y desesperación. No hacía mucho tiempo que niños y niñas participaban juntos en este juego, cuando la naturaleza comenzó a despertarse en unos y otros y la pequeña compañía se dividió en diversos grupitos amorosos; de modo que, en general, se representaban comedias dentro de la comedia. Las parejas dichosas se estrechaban las manos entre los bastidores del teatro en la forma más tierna, se desvanecían de dicha al verse unos a otros tan encintados y adornados, con lo que se creían criaturas ideales, mientras frente a ellos los rivales desgraciados se consumían de envidia y preparaban toda suerte de desventuras con mala intención y perversa alegría. Estas funciones teatrales, aunque emprendidas sin discernimiento y llevadas sin dirección, no dejaban de ser de algún provecho para nosotros. Ejercitábamos nuestra memoria y nuestros movimientos corporales y nos proporcionaban mayor soltura de palabra y de porte de la que en general puede ser adquirida en tan tempranos años. Sobre todo para mí formaron época aquellos tiempos, pues dirigí por completo mi espíritu hacia el teatro y no encontraba dicha mayor que la de leer, escribir o representar obras dramáticas. Continuaban todavía las lecciones de mis maestros, pero me habían dedicado al comercio, colocándome en el escritorio de un vecino nuestro; pero, al mismo tiempo, precisamente, mi espíritu se alejaba con fuerza de todo lo que tenía que reputar como oficio vil. Quería consagrar toda mi actividad a la escena, hallar en ella mi dicha y mi contento. Recuerdo aún cierto poema, que tiene que encontrarse entre mis papeles, en el que la musa de la poesía dramática y otra figura de mujer, en la que había personificado a la industria, se disputaban bravamente mi valiosa persona. La invención es vulgar y no recuerdo si valen algo los versos, poro habríais de leerla por razón del temor, el aborrecimiento, el amor y la pasión que dominan en ella. ¡Qué nimiamente describí a la vieja ama de casa, con la falda sujeta en la cintura, las llaves al costado, gafas en la nariz, siempre diligente, siempre, intranquila, siempre gruñona y ahorrativa, fastidiosa y mezquina! ¡Qué triste pinté la situación de los que se inclinan bajo su azote y deben ganar con el sudor de su rostro un salario servil! Por el contrario, ¡qué de otra manera se representaba la otra figura! ¡Qué aparición para los afligidos corazones! Magnífica de formas en su persona y porte, surgía como una hija de la libertad. La conciencia de sí misma le daba dignidad sin orgullo; ornábanla sus vestiduras; envolvían, sin oprimirlo, cada miembro, y los abundantes pliegues del ropaje repetían mil veces, como un eco, los encantadores movimientos de la diosa. ¡Qué contraste! Y bien puedes figurarte hacia qué lado se inclinaría mi corazón. Tampoco había olvidado cosa alguna para hacer reconocible a mi musa. éranle atribuidos corona y puñal, cadenas y máscara, tal como la habían transmitido mis predecesores. La discusión era violenta y las palabras de las dos personas contrastaban tal como era conveniente, ya que a los catorce años suele pintar uno muy próximos lo negro y lo blanco. La vieja hablaba como corresponde a una persona que recoge un alfiler del suelo, y la otra como quien regala imperios. Eran desdeñadas las previsoras amenazas de la vieja; sin mirarlas, volvía yo las espaldas a las prometidas riquezas; desheredado y desnudo entregábame a la musa, que me arrojaba su velo de oro y cubría mi desnudez... ¡Oh amada mía! -exclamó Guillermo, estrechando contra sí a Mariana- si hubiera podido yo pensar que una diosa muy distinta de aquélla, y aun más amable, vendría a fortalecerme en mis propósitos, a acompañarme en mi camino, ¡qué hermoso giro hubiera tomado mi poesía, qué interesante no hubiera sido su final! Mas esto no es ficción, es verdad, y es vida lo que encuentro entre mis brazos; ¡gocemos conscientemente de la sabrosa delicia!

Mariana se despertó con la presión de sus brazos y la vivacidad de sus exclamaciones, y escondía su turbación en medio de caricias; pues ni una palabra había oído de la última parte del relato, y es de desear que nuestro héroe encuentre en adelante más atentos oyentes para sus historias favoritas.




ArribaAbajoCapítulo IX

De este modo, Guillermo pasaba sus noches en los íntimos goces de su amor, y sus días, en la espera de nuevas horas de delicias. Ya en los tiempos en que anhelos y esperanzas lo llevaban hacia Mariana, habíase sentido como vivificado de nuevo, había sentido que comenzaba a ser otro hombre; ahora estaba unido a ella, y la satisfacción de sus deseos habíase hecho encantadora costumbre. Su corazón aspiraba a ennoblecer al objeto de su pasión; su espíritu a elevar consigo a la querida muchacha. En la más breve ausencia, apoderábase de él su recuerdo. Si antes le había sido necesaria, ahora, que estaba ligado a ella por todos los lazos de la humanidad, habíasele hecho indispensable. Su alma pura sentía que la joven era la mitad, más que la mitad, de su persona misma. Su agradecimiento y abnegación no tenían límites.

También Mariana pudo engañarse durante algún tiempo, compartiendo con él las sensaciones de su ardiente dicha. ¡Ay! ¡Si no se hubiera posado a veces sobre su corazón la fría mano de los remordimientos! Ni aun entre los brazos de Guillermo estaba libre de ellos, ni aun bajo las alas de su amor. Y después, cuando se quedaba otra vez sola, descendía de las nubes en que la arrebataba la pasión de Guillermo y se sumía en el conocimiento de su situación; entonces era muy merecedora de lástima. Pues la frivolidad había venido en su auxilio mientras había vivido en bajos enredos; habíase engañado acerca de su posición, o más bien, no la conocía; las aventuras a que estaba expuesta le habían parecido cosa aislada; el placer y el enojo se equilibraban mutuamente, las humillaciones eran compensadas por la vanidad, y la frecuente miseria por abundancia momentánea; podría engañarse a sí misma, presentándose la necesidad y la costumbre como ley y disculpa, y de este modo todos los desagradables sentimientos podían ser rechazados de hora en hora como de día en día. Pero ahora la pobre muchacha tenía momentos en los que se sentía, transportada a un mundo mejor, desde el cual, como desde lo alto, en medio de luz y de alegría, dirigía sus miradas hacia la soledad y vileza de su vida, y había comprendido qué miserable criatura es una mujer que, al infundir deseos, no inspira al mismo tiempo amor y respeto, y en nada so encontraba ya digna de estima ni por fuera ni por dentro. Nadie había que pudiera sostenerla. Cuando se observaba y se buscaba a sí misma, encontrábase con un espíritu vacío y un corazón, sin fortaleza. Cuando más triste era, esta situación, tanto más violentamente ligábala con Guillermo su cariño; cada día crecía su pasión, como cada día se aproximaba más el peligro de perderlo.

Por el contrario, Guillermo cerníase feliz sobre más elevadas regiones; también para él se había abierto un mundo nuevo, pero dotado de magníficas perspectivas. Apenas estuvo colmado el exceso de su primera alegría, cuando apareció claramente ante su alma lo que hasta entonces sólo se había enunciado obscuramente. -¡Es tuya! ¡Se ha entregado a ti! Esa adorable, escogida y amada criatura se te ha abandonado fiel y confiadamente; pero no ha topado con un desagradecido-. En cualquier parte donde se encontrara o por donde caminara hablaba consigo mismo; su corazón rebosaba constantemente y se repetía los propósitos más nobles en una abundancia de magníficas palabras. Creía comprender la clara llamada del Destino, que le tendía la mano de Mariana para arrancarlo a la vida monótona, lánguida y burguesa, de la que tanto tiempo hacía que había deseado libertarse Abandonar la casa de sus padres y a su familia parecíale cosa fácil. Era joven y nuevo en el mundo, y su resolución de recorrerlo en toda su anchura, hacia su dicha y contentamiento, estaba reforzada por el amor. Su vocación para el teatro era ahora clara para él; la elevada meta que veía plantada ante sus ojos parecíale más accesible al marchar hacia ella cogido de la mano de Mariana, y con una vanidosa modestia veía en sí mismo al cómico perfecto, al creador de un futuro teatro nacional, por el cual había oído suspirar tan reiteradamente. Todo lo que hasta entonces había dormitado en los más secretos rincones de su alma poníase en movimiento. Con todas aquellas múltiples ideas, teñidas por los colores del amor, formaba un cuadro sobre fondo de nubes, cuyas figuras no dejaba de ser cierto que se confundían bastante unas con otras; pero, por ello, hacía un efecto tanto más encantador el conjunto.




ArribaAbajoCapítulo X

Guillermo hallábase sentado en su casa, revolvía sus papeles y se preparaba para partir. Lo que le recordaba sus antiguas ocupaciones era puesto a un lado: en su peregrinación por el mundo quería estar libre de toda memoria desagradable. Sólo obras gratas, poetas y críticos, fueron colocadas entre los elegidos, como antiguos amigos; y como hasta entonces había utilizado muy poco a los jueces del arte, renovose su afán de cultura al examinar ahora sus libros y encontrarse con que los escritos teóricos, en su mayor parte, aún tenían sin cortar las hojas. Plenamente convencido de la necesidad de tales obras, habíase procurado muchas de ellas, y aunque dotado de la mejor voluntad, ni siquiera había logrado leer la mitad de sus páginas.

En cambio, habíase adherido con gran solicitud a las obras literarias citadas en aquéllas como ejemplos, y había ensayado sus fuerzas en todos los géneros que había llegado a conocer.

Entró Werner y exclamó al ver a su amigo ocupado con los conocidos cuadernos:

-¿Ya estás otra vez con esos papeles? Apuesto a que no tienes el propósito de terminar ninguna de esas obras. Los hojeas una y otra vez y acabas por comenzar algo nuevo.

-Acabar no es asunto propio del escolar; bástale con ejercitarse.

-Pero, sin embargo, termina las cosas lo mejor que puede.

-Más bien podría enunciarse la cuestión de si no deben concebirse esperanzas igualmente buenas de un joven que advierte prontamente cuándo ha comenzado algo con torpeza, no prosigue el trabajo y no derrocha esfuerzo ni tiempo con lo que no puede llegar a tener ningún valor.

-Bien sé que no es propio de ti acabar ninguna cosa; siempre estuviste cansado antes de haber llegado a su mitad. Cuando eras director de nuestro teatro de muñecos, ¿cuántas veces no hubo que hacer nuevos trajes para los diminutos actores y recortar decoraciones nuevas? Tan pronto iba a ser representada esta como aquella tragedia, y cuando más, poníamos en escena el quinto acto, donde todo ocurría en un pintoresco desorden y se acuchillaban las gentes.

-Si quieres que hablemos de aquellos tiempos, ¿quién tuvo la culpa de que les quitáramos a nuestros muñecos los trajes que les eran propios y que estaban cosidos a sus cuerpos y de que hicieramos el gasto de un tan prolijo como inútil vestuario? ¿No eras tú quien siempre tenía alguna nueva pieza de cinta que vender y sabía inflamar y explotar mis aficiones?

Riose Werner y exclamó:

-Aún recuerdo siempre con placer que saqué provecho de vuestras campañas teatrales, como si fuera proveedor de un ejército. Cuando os equipé para la liberación de Jerusalén hice tan buen negocio como en otro tiempo los venecianos en análogo caso. Nada encuentro más prudente en el mundo que obtener provecho con las locuras de los otros.

-No sé si no sería más noble placer curar de sus locuras a los hombres.

-Hasta el punto en que los conozco, eso sería una tentativa vana. Ya es empresa bastante dificultosa la de que un hombre solo llegue a ser cuerdo y rico al mismo tiempo, cosa que, en general, ha de conseguirse a expensas de otros.

-Viene ahora a mis manos, precisamente, El mancebo en la encrucijada -repuso Guillermo, separando un cuaderno de los restantes papeles-; esto está acabado, cualquiera que sea su mérito.

-¡Apártalo y échalo al fuego! -respondió Werner-. La invención no contiene nada que merezca alabanza; ya en otro tiempo me enojaba bastante esta composición que te valió la cólera de tu padre. No importa que haya en ella versos bonitos; su concepción es fundamentalmente falsa. Todavía me acuerdo de cómo personificabas a la industria en aquella tu arrugada y miserable sibila. Debes haber pillado la imagen en alguna desdichada tiendecilla. Entonces no tenías ninguna idea del comercio; no sé qué espíritu será más abierto, tendrá que ser más abierto que el de un verdadero comerciante. ¡Qué rápido golpe de vista proporciona el orden con que llevamos nuestros negocios! Hace que en toda ocasión percibamos el conjunto sin que por necesidad nos veamos confundidos por el detalle. ¿Qué beneficios no procura la teneduría de libros por partida doble de los comerciantes? Es una de las más bellas invenciones del espíritu humano y todo buen cabeza de familia debía introducirla en la administración de su hogar.

-Perdóname -dijo Guillermo, sonriéndose-, comienzas por la forma, como si eso fuera lo principal; habitualmente, a fuerza de sumas y balances, acabáis por olvidaros del verdadero total de la vida.

-Por desgracia, no ves, amigo mío, que forma y objeto son aquí la misma cosa; la una no podría subsistir sin la otra. El orden y la claridad aumentan el placer de ahorrar y adquirir. El hombre que rige mal su casa encuéntrase muy a gusto en una situación obscura; no le agrada sumar las partidas de sus deudas. Por el contrario, nada puede ser más agradable para un buen amo de casa como obtener a diario el total de su bienestar creciente. Hasta una misma pérdida no puede espantarle, aunque le sorprenda enojosamente; pues sabe en seguida las ganancias efectivas que tiene que poner en el otro platillo de la balanza. Estoy convencido, mi querido amigo, de que sólo con que alguna vez pudieras sentir una verdadera inclinación hacia nuestros negocios te convencerías de que muchas capacidades del espíritu pueden encontrar en él su libre funcionamiento.

-Es posible que el viaje que tengo proyectado me traiga a otros pensamientos.

-¡Oh! ¡Seguramente! Créeme que no te falta otra cosa sino llegar a contemplar una gran actividad para que te hagas por siempre de los nuestros; y cuando regreses, te juntarás gustoso con aquellos que mediante toda suerte de expediciones y especulaciones saben apropiarse una parte del dinero y bienestar que tienen por el mundo su circulación necesaria. Lanza una mirada a los productos naturales y artificiales de todas las partes del mundo, y considera cómo todos ellos han llegado a ser sucesivamente cosas necesarias. ¡Qué ocupación agradable y espiritual la de saber qué mercancía será más buscada en un momento dado y que, sin embargo, o bien faltará, o será difícil de obtener, y suministrar a cada cual con facilidad y rapidez cuanto desee, habiendo hecho sus provisiones cautelosamente para gozar el beneficio de aquel instante de gran circulación! Según me parece, ésta es cosa que debe producir gran alegría a todo el que sea inteligente.

Guillermo no parecía escucharle con repugnancia, y así prosiguió Werner:

-Comienza por visitar algunas grandes ciudades mercantiles, algunos grandes puertos, y de fijo que no podrás menos de ser arrebatado de entusiasmo. Cuando veas cuántos hombres están allí ocupados, cuando sepas de dónde llegan tantos productos y adónde se dirigen, es seguro que te gustará verlos pasar también por tus manos. A la más insignificante mercancía la ves en relación con la totalidad del comercio y, justamente por eso, a nada tendrás por insignificante, ya que todo aumenta la circulación, de la que obtienes el sustento de tu vida.

Werner, que había cultivado su recta inteligencia en el trato con Guillermo, habíase acostumbrado a pensar en su profesión y en sus negocios con espíritu elevado, y siempre creía tener para ello mayor razón que su amigo, fuera de eso tan inteligente y bien dotado, el cual, según le parecía, concedía tan grande importancia y ponía todo el peso de su alma en lo más irreal del mundo. A veces pensaba que no podría menos de ocurrir que tuviera que ser dominado aquel falso entusiasmo, siendo conducido al recto camino hombre tan excelente. Con tal esperanza prosiguió:

-Los grandes de este mundo se han apoderado de la tierra, viven entre esplendores y superfluidad. El trozo más diminuto de nuestro continente tiene ya su poseedor y toda posesión ha sido confirmada; los empleos y otras funciones civiles producen poco; ¿dónde encontrar una ganancia justa, una equitativa conquista, sino en el comercio? Ya que los príncipes de este mundo ejercen su dominio sobre los ríos, los caminos y los puertos, y perciben un fuerte lucro de lo que pasa por ellos, ¿no debemos nosotros valernos alegremente de la ocasión, y, mediante nuestra actividad, cobrar también un tributo a aquellos artículos que han llegado a ser indispensables por la necesidad o la vanidad de los hombres? Y puedo asegurarte que, si quisieras emplear en ello tu imaginación poética, podrías oponer valientemente mi divinidad a la tuya como insuperable vencedora. Cierto que más le gusta llevar el ramo de olivo que la espada; nada sabe de puñal y cadenas; pero también reparte coronas entre sus favoritos, los cuales, dicho sea sin despreciar aquellas otras, son de oro auténtico, sacado de sus fuentes, y en ellas brillan perlas, que hizo traer del fondo de los mares por sus siempre activos sirvientes.

Aquella salida enojó algún tanto a Guillermo, pero ocultó su molestia, pues recordó que también Werner solía oír con tranquilidad sus apóstrofes. Aparte de esto, era lo bastante justo para que le agradara ver cómo cada cual pensaba bien de su oficio; mas era preciso que respetaran aquel a que con tanta pasión se había consagrado.

-Y para ti, que tan de corazón te interesas en las cosas de los hombres -exclamó Werner-, ¿qué, espectáculo no será verlos disfrutar bajo tus ojos de la dicha que acompaña a las valerosas empresas? ¿Qué habría más encantador que la vista de un navío que arriba de un feliz viaje, que regresa, cuando aún no se le espera, cargado con una rica presa? No sólo el pariente, el conocido, el interesado, todo espectador indiferente se llena de emoción al ver la alegría con que salta a tierra el recluido marino, antes aún de que su embarcación la haya tocado, y vuelve a sentirse libre, cuando puede confiar a la tierra leal lo que arrebató a las traidoras aguas. No sólo en los números aparece nuestra ganancia, querido amigo; la dicha es la diosa de los vivientes, y para sentir en realidad sus favores hay que vivir y ver hombres que se fatigan intensamente para poder gozar sensualmente.




ArribaAbajoCapítulo XI

Ya es tiempo de que conozcamos más de cerca a los padres de nuestros dos amigos; dos hombres de muy distinta manera de pensar, pero que coincidían en considerar al comercio como la más noble de las profesiones y en estar ambos muy atentos a todo provecho que podría traerles cualquier especulación. Meister padre, inmediatamente después de la muerte del suyo, había convertido en dinero una magnífica colección de cuadros, dibujos, grabados y antigüedades; había reconstruido de cimientos y amueblado su casa, según el gusto más nuevo, y al resto de sus bienes hacíalos rentar de todas las posibles maneras. Una importante parte de ellos teníalos colocados en los negocios del viejo Werner, quien era celebrado como activo comerciante, y cuyas especulaciones eran de ordinario muy favorecidas por la suerte. Nada deseaba tanto el viejo Meister como procurar a su hijo las cualidades que a él le faltaban, y dejar en herencia a su familia cuantiosos bienes, a cuya posesión concedía el valor más grande. Cierto que sentía una inclinación especial hacia lo suntuoso, hacia lo que salta a los ojos, siendo al mismo tiempo duradero y de valor intrínseco. En su casa todo tenía que ser sólido y macizo, las provisiones abundantes, los objetos de plata de gran peso, el servicio de mesa soberbio; en cambio, los invitados eran raros porque cada comida era un festín que ni por su coste ni por las molestias que producía podía repetirse muchas veces. Su régimen doméstico seguía un paso sosegado y uniforme, y todo lo que allí se cambiaba y renovaba era precisamente aquello que no producía goce a nadie.

Totalmente opuesta era la vida que llevaba el viejo Werner en su obscura y tenebrosa cosa. Una vez despachados sus asuntos en el angosto despacho, sobre antiquísimo pupitre, quería comer bien y beber mejor a ser posible, pero no podía disfrutar en soledad de lo bueno; siempre tenía que ver sentados a su mesa, al lado de la familia, a sus amigos y a los forasteros que tuvieran alguna relación con su casa; sus sillas eran antiquísimas, pero todos los días invitaba a alguien a que se sentara en ellas. Los buenos manjares monopolizaban la atención de los huéspedes y nadie notaba que eran servidos en una vajilla ordinaria. Su bodega no contenía muchos vinos, pero el que se acababa era substituido, de costumbre, por uno de mejor calidad.

Así vivían ambos padres, quienes se reunían con frecuencia y deliberaban sobre sus asuntos comunes, y justamente aquel día habían determinado enviar a Guillermo en un viaje comercial.

-Necesita conocer mundo -dijo el viejo Meister-, y al mismo tiempo fomentar nuestros negocios fuera de esta ciudad; no se puede hacer mayor favor a un joven que consagrarlo pronto a lo que debe ser la ocupación de su vida. Su hijo de usted regresó tan felizmente de su expedición, supo llevar tan bien sus negocios, que tengo gran curiosidad por ver cómo se portará el mío, temo que le cueste más el aprendizaje.

El viejo Meister, que tenía un gran concepto de su hijo y de sus aptitudes, dijo estas palabras, esperando que su amigo lo contradiría y elogiaría los excelentes dones del joven. Sólo que se engañó en ello, pues el viejo Werner, el cual, en las cosas prácticas, de nadie se fiaba sino de aquel a quien ya tenía probado, respondió fríamente:

Hay que ensayarlo todo; podemos mandarlo por el mismo camino; le daremos unas instrucciones como guía; hay diferentes deudas que cobrar, antiguas relaciones que renovar, establecer otras nuevas. También puede ayudarnos a iniciar el negocio de que le hablé a usted recientemente; pues muy poco puede hacerse sin reunir informes exactos sobre el propio terreno.

-Tiene que prepararse -contestó el viejo Meister- y partir lo antes posible. ¿Dónde encontraremos caballo propio para esta expedición?

-No lo buscaremos muy lejos; un tendero de H***, que nos debe aún algún dinero, pero que, por lo demás, es un buen hombre, me ha ofrecido uno como pago, mi hijo lo ha visto, debe ser un animal muy aprovechable.

-Puede ir a buscarlo el mismo Guillermo; irá en la diligencia y estará de vuelta pasado mañana temprano; entretanto se le prepara la maleta y las cartas, y de este modo podrá partir al principio de la próxima semana.

Llamaron a Guillermo y le hicieron saber la resolución que habían tomado. ¿Quién se alegraría más que él al ver entre sus manos el medio de realizar sus designios, ya que se le ofrecía la ocasión sin que él la hubiera dispuesto? Tan grande era su pasión, tan puro su convencimiento de que procedía con perfecta honradez substrayéndose a la carga de su vida actual para seguir una carrera nueva y más noble, que su conciencia no se conmovió en lo más mínimo, no se originó en él ninguna inquietud, hasta más bien consideraba como santo aquel engaño. Estaba seguro de que sus padres y parientes lo alabarían y bendecirían por aquel paso en lo futuro; reconocía el signo de un rector destino en aquella reunión de circunstancias.

¡Qué largo se le hizo el tiempo hasta la noche, hasta la hora en que debía ver de nuevo a su amada! Sentado en su cuarto, meditaba su plan de viaje lo mismo que un hábil ladrón o un hechicero, a veces, en la prisión, saca los pies de los bien cerrados grilletes, para mantenerse convencido de que es posible su evasión, de que está más próxima de lo que creen sus imprevisores guardianes.

Sonó, por fin, la convenida hora nocturna; alejose de su casa, sacudió de sí toda preocupación y caminó por las silenciosas calles. En la plaza mayor levantó al cielo sus manos; todo quedaba detrás de sí y a sus plantas; de todo se había desprendido. Ahora pensaba en verse entre los brazos de su amada; después, junto con ella, en la deslumbradoras tablas del teatro; flotaba en una plenitud de esperanzas, y sólo alguna vez la voz del sereno le hacía pensar que caminaba aún sobre la tierra.

Su amada salió a su encuentro en la escalera. Y ¡qué hermosa!, ¡qué encantadora! Recibiolo con el nuevo negligé blanco y creía él que todavía no la había visto nunca tan deliciosa. De este modo consagraba el regalo del amante ausente a la felicidad del presente que la tenía entre sus brazos, y con verdadera pasión prodigaba a su favorito todo el tesoro de caricias de que la había dotado la naturaleza y que le había enseñado el arte, y no hay que preguntar si Guillermo se sentía feliz y venturoso.

Descubriole a su amada cuanto lo había ocurrido, e hízole ver, en términos generales, sus planes y deseos. Quería buscar una contrata, recogerla entonces a ella, y esperaba que no le negaría su mano. Mas la pobre muchacha guardó silencio, ocultó sus lágrimas y estrechó al amigo contra su pecho; quien, aunque interpretó su silencio del modo más favorable, hubiera deseado, no obstante, una respuesta, en especial porque acabó por preguntarlo, con todo comedimiento y ternura, si no debería creer que iba a ser padre. Pero tampoco a esto respondió más que con un suspiro y un beso.




ArribaAbajoCapítulo XII

A la mañana siguiente sólo se despertó Mariana para sentir renovadas aflicciones; encontrábase muy sola, no quería ver la luz del día y se quedó en la cama llorando. La vieja se sentó a su lado tratando de convencerla y consolarla, pero no logró curar tan pronto aquel herido corazón; acercábase el momento que la pobre muchacha había considerado como el último de su vida. ¿Podría alguien sentirse en una situación más angustiosa? Alejábase de ella su amado; un molesto amante amenazaba con presentarse, y era de temer la mayor desdicha si los dos, como era bien fácil, llegaban alguna vez a encontrarse.

-Tranquilízate, querida mía -exclamó la vieja-; no me estropees llorando tus bonitos ojos. ¿Es desgracia tan grande tener dos amantes? Y aunque no puedas conceder tu ternura sino a uno de ellos, sé por lo menos agradecida con el otro, el cual, por la manera como cuida de ti, bien ganado tiene que se le llame amigo tuyo.

-Ya mi amado presentía -respondió Mariana entre lágrimas- que nos amenazaba una separación; un sueño le ha descubierto lo que tan cuidadosamente tratamos de ocultarle. Dormía tan tranquilo a mi lado. De repente le oí murmurar angustiadas e incomprensibles palabras. Tuve miedo y le desperté. ¡Ay! ¡Con qué amor, con qué ternura y con qué fuego me abrazó! -¡Oh, Mariana! -exclamó-. ¡De qué espantosa situación me has arrancado! ¿Cómo darte gracias por haberme librado de aquel infierno? Soñé que me encontraba lejos de ti -prosiguió diciendo-, en una comarca desconocida; pero tu imagen flotaba ante mis ojos; te vi sobre una hermosa colina bañada toda en sol; ¡y qué encantadoramente avanzabas hacia mí! Pero no pasó mucho tiempo sin que viera que tu imagen iba resbalando hacia abajo, cada vez más abajo; yo tendía hacia ti mis brazos, pero no te alcanzaban por la distancia. Tu imagen se hundía sin cesar y se acercaba a un gran lago que se abría anchamente al pie de la colina, más pantano que lago. De repente un hombre te dio la mano; parecía querer levantarte, pero te llevaba hacia un lado, como arrastrándote tras él. Yo gritaba, ya que no podía alcanzarte, esperando así prevenirte. Si quería andar, parecía que el suelo me agarraba; si podía andar, me lo estorbaba el agua, y hasta mis gritos se ahogaban en el oprimido pecho-. Esto me refirió el pobre, al recobrarse de su espanto junto a mi seno, ensalzando su dicha al ver expulsado un temeroso sueño por la más deliciosa realidad.

La vieja, en cuanto le fue posible, procuró por medio de su prosa hacer bajar la poesía de su amiga al terreno de la vida vulgar, y para ello sirviose del buen procedimiento que suele dar excelente resultado a los pajareros cuando procuran imitar con un silbato las voces de aquellos a quien desean ver pronto y en abundancia entre sus redes. Alabó a Guillermo, elogió su figura, sus ojos, su amor. La pobre muchacha oíala encantada, se levantó, se dejó vestir y pareció más tranquila.

-Niña mía, queridita mía -prosiguió con lisonja la vieja-, no quiero afligirte ni ofenderte; no pienso arrebatarte tu dicha. ¿Cómo puedes desconocer mis intenciones, olvidando que siempre me cuidé más de ti que no de mí? Dime sólo lo que deseas; ya veremos la manera de cumplirlo.

-¿Qué puedo querer yo? -contestó Mariana-. Soy desdichada, desdichada para toda la vida; lo quiero, él me quiere, comprendo que tengo que separarme de él y no sé cómo podré sobrevivir a ese golpe. Viene Norberg, a quien somos deudoras de toda nuestra existencia y de quien no podemos privarnos. Guillermo tiene muy limitados recursos, nada puede hacer por mí...

-Sí; desgraciadamente, es de esos enamorados que nada traen sino su corazón, y que, justamente, son los que tienen mayores pretensiones.

-¡No te mofes! El desgraciado quiere abandonar su casa, dedicarse al teatro, ofrecerme su mano...

Manos vacías ya tenemos cuatro.

-No sé qué resolver -prosiguió Mariana-; decide tú. Empújame hacía uno u otro lado; pero sabe una cosa: probablemente llevo en las entrañas una prenda que debía unirnos aún más estrechamente uno a otro. Medítalo y decide; ¿a quién debo dejar?, ¿a quién debo unirme?

Después de una pausa, exclamó la vieja:

-¡Que siempre la juventud ha de precipitarse de un extremo a otro! Nada encuentro más natural sino reunir todo lo que nos proporciona dicha y provecho. ¿Quieres al uno? Pues que lo pague el otro. Todo consiste en que seamos lo bastante avisadas para conservarlos a los dos separados.

-Haz lo que quieras; no puedo pensar cosa alguna, pero me dejaré guiar.

-Tenemos la ventaja de que podemos pretextar la manía del director, a quien le da por estar orgulloso con la moralidad de su compañía. Ambos amantes están ya acostumbrados a proceder secreta y cautamente. Yo me ocuparé de la hora y la ocasión; tú no tienes más que representar luego los papeles que yo te prescriba. ¿Quién sabe si no nos ayudarán las circunstancias? ¡Si viniera Norberg ahora que está lejos Guillermo! ¿Quién te impide pensar en el uno entre los brazos del otro? Te felicito por lo de tu hijo; tendrá padre rico.

Sólo breve tiempo sintiose aliviada Mariana con aquellos planes. No podía armonizar su posición con sus sentimientos e ideas; quería olvidar aquella dolorosa situación y mil pequeñeces hacíansela recordar a cada momento.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Entretanto, Guillermo había terminado su breve viaje, y como el comerciante no se encontrara en casa, entregó la carta de presentación que llevaba a la esposa del ausente. Pero también ésta respondió con vaguedad a sus preguntas; hallábase bajo los efectos de una agitación violenta y toda la casa en gran confusión.

No pasó, sin embargo, mucho tiempo antes de que le confiara (cosa que no era ya para hacer ningún misterio) que su hijastra se había fugado con un comediante, con un hombre que poco tiempo antes se había separado de una compañía ambulante, se había establecido en la villa y daba lecciones de francés. El padre, fuera de sí de dolor y enojo, había corrido al gobernador para hacer detener a los fugitivos. La mujer calificaba violentamente a su hija, denostaba al amante, de modo que en los dos no quedaba nada digno de alabanza; lamentose, con gran abundancia de palabras, de la vergüenza que con aquel acto caía sobre la familia, y puso a Guillermo en no poca perplejidad, pues sentía que su persona y secretos designios eran censurados y condenados anticipadamente por aquella sibila, dotada, por decirlo así, de espíritu profético. Aún fue más fuerte e íntima la parte que tuvo que tomar en el dolor del padre cuando regresó de junto al gobernador y refirió a su mujer, a medias palabras y con serena tristeza, la expedición que había hecho, y después de examinada la carta, hizo que le presentaran el caballo a Guillermo, sin poder ocultar su preocupación y su trastorno.

Guillermo pensó montar en seguida a caballo y alejarse de una casa en la que, dadas las circunstancias, le era imposible encontrarse a gusto; sólo que el buen hombre no quiso dejar marchar al hijo de una familia a la que tanto debía sin haberlo sentado a su mesa y albergado una noche bajo su techo.

Nuestro amigo participó en una triste cena, soportó una intranquila noche y, muy de mañana, tan pronto como le fue posible, alejose de aquellas gentes, que, sin saberlo, con sus relatos y confidencias, le habían atormentado en lo más sensible.

Cabalgaba lentamente y pensativo a lo largo del camino cuando, de pronto, vio venir, a campo traviesa, cierto número de gentes armadas, a las que tuvo en seguida por un destacamento de milicia rural, al ver sus capotes anchos y largos, sus grandes guarniciones, sombreros informes y pesados fusiles, su paso bonachón y el cómodo porte de su cuerpo. Detuviéronse bajo un viejo roble, pusieron sus armas en tierra y se tendieron cómodamente en la hierba para fumar una pipa. Guillermo se paró con ellos y entró en conversación con un joven que venía a caballo. Por desgracia, tuvo que oír otra vez la historia de los dos fugados, que le era ya demasiado conocida, y con observaciones no muy favorables par a la joven pareja ni para los padres. Supo al mismo tiempo que la milicia se encontraba allí para hacerse cargo de los jóvenes, que habían sido alcanzados y detenidos en la inmediata villa. Al cabo de algún tiempo viose venir una carreta, a lo lejos, rodeada por una escolta civil, más ridícula que temerosa. Un deforme escribano les precedía a caballo, y con el actuario del otro lado (pues eso era el joven con quien había hablado Guillermo) cambió cortesías, con gran escrupulosidad y caprichosos gestos, en el límite de ambos territorios, como hubieran podido hacerlo, en peligrosas operaciones nocturnas, un espíritu y un hechicero, el uno fuera y el otro dentro del círculo mágico.

La atención de los espectadores dirigíase mientras tanto hacia la carreta aldeana, y consideraba no sin piedad, a los pobres descarriados, que iban sentados uno al lado de otro, sobre unos haces de paja; contemplábanse tiernamente, y apenas parecían advertir la presencia de quienes los rodeaban. Por azar, habíanse visto obligados a traerlos desde la última aldea de aquella manera inconveniente, por haberse roto la vieja carroza en que era transportada la hermosa. Suplicó ella, en tal ocasión, que la pusieran en compañía de su amigo, al cual, en el convencimiento de que se trataba de un reo de crimen capital, lo habían hecho caminar hasta entonces al lado del coche, cargado de cadenas. A la verdad, tales cadenas contribuían no poco a hacer más interesante el aspecto del tierno grupo, en especial porque el joven las movía con mucho decoro al besar las manos de su amada repetidas veces.

-Somos muy desgraciados -exclamó ella, dirigiéndose a los asistentes-; pero no tan culpables como parecemos. Así es como recompensan un fiel amor los hombres crueles, y padres que desatienden por completo la felicidad de sus hijos, los arrancan violentamente de brazos de la alegría lograda por ellos al cabo de largos días de tristeza.

Mientras los presentes mostraban su compasión de distintas maneras, la justicia había terminado sus ceremonias; siguió adelante la carreta, y Guillermo, que sentía gran interés por la suerte de los enamorados, adelantose por el atajo para trabar conocimiento con la autoridad antes de la llegada del convoy. Mas apenas había alcanzado la alcaldía, donde todo estaba en conmoción y dispuesto para recibir a los fugitivos, cuando le alcanzó el actuario, quien impidió toda otra conversación con un circunstanciado relato de cómo había sucedido todo, en especial con un amplio elogio de su caballo, que la víspera había adquirido de un judío, cambiándoselo, por otro.

Ya habían depositado a la desgraciada pareja en el jardín, que comunicaba con la alcaldía por una puertecilla, y los habían llevado dentro con toda reserva. El actuario escuchó las sinceras alabanzas de Guillermo por aquel considerado trato, aunque él realmente no se hubiera propuesto otra cosa sino burlarse del gentío reunido delante de la alcaldía, privándoles del grato espectáculo de la humillación de una convecina.

El gobernador, que no era muy aficionado a aquellos extraordinarios casos porque, en general, cometía alguna falta en ellos, y su excelente voluntad era recompensada con alguna áspera reprimenda del gobierno central, entró con lento paso en la sala del tribunal, donde lo siguieron el actuario, Guillermo y algunos vecinos importantes.

Primeramente fue llamada la bella, la cual se presentó sin desenvoltura, serena y con conciencia de sí misma. El modo como iba vestida y, en general, su porte mostraban que era muchacha que se estimaba. Sin que la preguntaran, comenzó a hablar de su situación, y no sin habilidad.

El actuario la mandó callar y puso su pluma sobre el papel, dispuesto para escribir. El gobernador recobró su presencia de ánimo, contemplola, carraspeó y preguntó a la pobre niña cómo se llamaba y qué edad tenía.

-Perdone usted, señor -respondió ella-, pero tiene que parecerme muy extraño que me pregunte usted por mi nombre y mi edad, sabiendo perfectamente cómo me llamo y que tengo los mismos años que su hijo mayor. Lo que usted desea y tiene que saber de mí voy a decírselo gustosamente y sin rodeos. Desde el segundo matrimonio de mi padre no me fue muy bien en mi casa. Se me habrían presentado algunos buenos partidos si mi madrastra no los hubiera alejado, por miedo a los gastos de la dote. Después conocí al joven Melina y tuve que quererlo; y como preveíamos los obstáculos que se habían de atravesar en el camino de nuestra unión, decidimos irnos juntos por el ancho mundo en busca de una dicha que no parecía sernos ofrecida en casa. Nada llevé conmigo sino lo que me pertenecía; no hemos huido como ladrones o bandoleros, y mi amante no merece que lo arrastren cargado de ataduras y cadenas. El príncipe es justo y no consentirá esta dureza. Aunque merezcamos castigo, de fijo que no debe ser de esta manera.

El viejo gobernador quedose con ello en doble y triple confusión. Zumbábale ya en los oídos la condigna admonición de sus jefes, y el fácil discurso de la muchacha había desconcertado totalmente su proyecto de instrucción. Y el mal creció todavía cuando ella, ante las repetidas preguntas legales, se empeñó en no contestar otra cosa sino referirse constantemente a lo que acababa de decir.

-No soy una criminal -dijo ella-; se me ha traído expuesta a la vergüenza sobre un montón de paja; hay una justicia superior que nos vengará de esta afrenta.

El actuario, mientras tanto, había ido anotando sin cesar sus palabras, y le susurró al gobernador que no tenía más que seguir adelante; ya se redactaría después el proceso en la debida forma.

El viejo volvió a recobrar entonces su presencia de ánimo y comenzó a informarse de los dulces misterios del amor, con áridas palabras y las secas fórmulas tradicionales.

Ascendiole a Guillermo el rubor al semblante, y también las mejillas de la linda pecadora se animaron con los encantadores tonos de la vergüenza. Guardó silencio y vaciló durante un instante, hasta que pareció realzar su valor su propia confusión.

-Esté usted seguro -exclamó- de que habría sido lo bastante fuerte para confesar la verdad, aunque tuviera que hablar contra mí misma. ¿Por qué, pues, he de titubear y hacerme atrás en lo que es un honor para mí? Sí; desde el momento en que estuve segura de su cariño y de su fidelidad, considerelo como mi esposo y le otorgué con gusto todo lo que el amor solicita y que no puede negar un corazón convencido. Ahora haga usted de mí lo que quiera. Si dudé un momento antes de confesarlo, fue por el temor de que mis palabras pudieran tener malas consecuencias para mi amante; esa fue la única causa.

Al oír tal confesión adquirió Guillermo un alto concepto del carácter de la muchacha; pero los miembros del tribunal no vieron en ella más que una moza descarada, y todos los ciudadanos presentes dieron gracias a Dios porque no se hubiera presentado en sus familias análogo caso; por lo menos, que no hubiera sido conocido.

Guillermo, en aquellos momentos, colocaba a su Mariana ante el tribunal, poníale en la boca aún más hermosas palabras, hacía que su sinceridad fuera aún más entrañable y su confesión más noble. Apoderose de él el más vehemente impulso de ayudar a ambos enamorados. No lo ocultó, y rogó, secretamente al vacilante gobernador que pusiera fin a la escena, ya que todo estaba lo más claro posible y no se necesitaba ninguna otra información.

Sirvió aquello, por lo menos, para que hicieran retirar a la muchacha; pero trajeron al mancebo, después de haberle quitado sus hierros a la puerta. Este parecía más preocupado por su suerte. Sus respuestas eran más circunspectas, y si de una parte mostraba menos heroica franqueza, recomendábase, en cambio, por la precisión y orden de sus afirmaciones.

Cuando también estuvo terminado aquel interrogatorio, el cual coincidía en un todo con el anterior, salvo que él, por consideración a la muchacha, negaba con obstinación lo que ella misma había declarado anteriormente. Hiciéronla entrar de nuevo y se produjo entre ambos una escena que acabó por ganarlos plenamente el corazón de nuestro amigo.

Lo que sólo suele encontrarse en novelas y comedias veíalo aquí ante su vista en la desagradable cámara judicial: la contienda de la mutua generosidad, la energía del amor en la desgracia.

-¿Es, pues, verdad -decíase entre sí mismo- que la tímida ternura que se esconde de la vista del sol y de la de los hombres y sólo se atreve a gozar de sí en la más apartada soledad y profundo secreto, si un azar enemigo la presenta a la vista de todos, muéstrase entonces más animosa, fuerte y valiente que muchas otras pasiones mugidoras y fanfarronas?

Para su satisfacción, el acto se terminó bastante pronto. Ambos fueron sometidos a tolerable vigilancia, y, si hubiera sido posible, aquella noche misma habría llevado Guillermo a la damita a casa de sus padres. Pues su proponía firmemente hacer oficio de mediador y promover la feliz y decorosa unión de los enamorados,

Solicitó permiso del alcalde para hablar a solas con Melina, cosa que le fue concedida sin dificultad.




ArribaAbajoCapítulo XIV

La conferencia de los dos nuevos conocidos hízose muy pronto íntima y viva. Pues cuando Guillermo descubrió al atribulado mancebo sus relaciones con los padres de la dama y se ofreció como mediador, llegando hasta a mostrar las mejores esperanzas, serenose el triste y ansioso ánimo del prisionero, quien se sentía ya como libertado y reconciliado con sus suegros, con lo que la conversación no versó sino sobre su futuro empleo y modo de ganar la vida.

-Acerca de eso nunca se verá usted en apuro -repuso Guillermo-; pues ustedes dos me parecen destinados por la naturaleza para hacer su felicidad en la profesión que usted ha escogido. Buena figura, agradable voz, corazón sensible, ¿puede haber actores mejor dotados? Si puedo proporcionarle algunas recomendaciones lo haré con mucha alegría.

-Le doy las gracias de todo corazón -respondió el otro-, pero difícilmente podré hacer uso de ellas, pues pienso, si me es posible, no volver a ingresar en el teatro.

-Hará usted muy mal -dijo Guillermo, al cabo de una pausa, que necesitó para reponerse de su asombro; pues no había imaginado otra cosa sino que el comediante se volvería al teatro no bien se viera en libertad con su joven esposa. Parecíale tan natural y necesario como el que la rana busque el agua. Ni por un momento había dudado de ello, y ahora, con gran sorpresa suya, érale preciso saber lo contrario.

-Sí -repuso el otro-, me propuse no volver al teatro; prefiero encargarme de cualquier empleo, sea el que quiera. ¡Si lograra obtenerlo!

-Es una extraña resolución que no puedo aprobar; pues, sin causa especial, a nadie le conviene cambiar el género de vida que ha elegido, y, sobre todo, que no conozco ninguna profesión que ofrezca tantas cosas amenas y tan encantadoras perspectivas como la de comediante.

-Bien se ve que no lo ha sido usted -respondió aquél.

A lo que dijo Guillermo:

-Señor mío, qué raramente está contento el hombre con la condición en que se encuentra. Siempre desea la de su prójimo, el cual también anhela verse fuera de ella.

-No obstante -repuso Melina-, hay una diferencia entre lo malo y lo peor; la experiencia y no la impaciencia es lo que me hace proceder de ese modo. ¿Habrá, quizá, en toda la tierra un pedazo de pan ganado con mayores penas, inseguridad y fatiga? Casi sería lo mismo mendigar de puerta en puerta. ¡Qué no hay que sufrir de la envidia de los compañeros, la parcialidad del director, el mudable humor del público! Necesítase, verdaderamente, tener una piel tan dura como la de un oso que, amarrado a su cadena, es conducido en compañía do perros y de monos, y es apaleado para que baile al son de una zampoña, delante de la chiquillería y el populacho.

Guillermo hacía, en su interior, toda suerte de reflexiones, pero que, sin embargo, no quiso pronunciar en la propia cara del buen hombre. Por tanto, sólo de lejos aludió a ellas en la conversación, con lo cual el otro se expresó de un modo tanto más franco y circunstanciado.

-¿No será preciso -dijo- que cada director de compañía vaya a cebarse a los pies del concejo de cualquier pueblecillo para que se le dé licencia de hacer circular algunos cuartos más durante cuatro semanas en tiempo de ferias? Con frecuencia compadecí al nuestro, que no dejaba de ser buena persona aunque en ocasiones me diera motivos de descontento. Un buen actor le exige más sueldo, no puede desprenderse de los malos; y si, hasta cierto punto, quiere equilibrar los ingresos con el gasto, en seguida lo encuentra caro el público, el teatro queda vacío, y para no arruinarse por completo hay que trabajar con disgusto y pérdida. No, señor mío; si usted, como dice, quiere ocuparse de nosotros, le suplico que hable del modo más apremiante con los padres de mi amada. Colóquenme aquí, denme cualquier puestecillo de escribiente o recaudador y me tendrá por dichoso.

Después de haber cambiado algunas palabras más, despidiose Guillermo con la promesa de que al día siguiente muy temprano se dirigiría a los padres para ver lo que se podría conseguir. Apenas estuvo solo, cuando tuvo que desahogar su ánimo con las siguientes exclamaciones:

-¡Desgraciado Melina! No es en tu profesión, sino en ti mismo, donde reside la miseria que no puedes dominar. ¿Qué hombre en el mundo que sin interna vocación abraza un oficio, un arte o cualquier otro género de vida, no tendrá que encontrar, como tú, que su condición es insoportable? Quien ha nacido con talento para un arte encuentra en su ejercicio la más bella existencia. Nada hay en la tierra que no ofrezca dificultades. Sólo el impulso interior, el placer, el amor, nos ayudan a sobreponernos a los obstáculos, allanan los ánimos y nos elevan de la estrecha esfera donde se angustian otros miserablemente. Para ti las tablas no son más que tablas, y los papeles como la lección para el niño de la escuela. Ves a los espectadores tal como ellos se ven a sí mismos en los días de trabajo. Por tanto, puede serte, en verdad, indiferente sentarte detrás de un pupitre ante libros rayados, inscribir intereses y hallar los saldos. Tú no comprendes el conjunto, ardiente y armonioso, que sólo el espíritu puede crear, concebir y ejecutar; tú no sientes que en los hombres habita una noble centella, que, si no recibe sustento, si no es estimulada, se sepulta hondamente bajo la ceniza de las necesidades cotidianas, de la indiferencia, y, sin embargo, tarde o casi nunca es ahogada por completo. No sientes en tu alma ninguna fuerza para reanimarla con tu aliento, ninguna riqueza en tu propio corazón para darle alimento una vez despierta. El hambre te aguijonea, repúgnante las incomodidades, desconoces que en toda profesión acechan esos enemigos que sólo pueden ser vencidos con alegría y serenidad. Bien haces en suspirar por encerrarte dentro de los límites de cualquier colocación vulgar; pues, ¿cuál podrías desempeñar que requiriera espíritu y ánimo? Préstale tus opiniones a un soldado, a un hombre de Estado, a un sacerdote, y con igual razón podrían quejarse de lo penoso de su profesión. Sí; ¿no ha llegado a haber hombres tan desprovistos de todo sentimiento vital que han considerado toda la vida y ser de los mortales como una nonada, como una existencia tan despreciable como la del polvo? Si palpitaran vivamente en tu alma las figuras de los hombres que ejercen su actividad, si caldeara tu pecho un fuego compasivo, derramaríase por toda tu figura la emoción venida de lo más hondo, y los sonidos de tu garganta y las palabras de tus labios serían gratos de oír; si te sintieras suficientemente a ti mismo, de fijo que buscarías lugar y ocasión para poder sentirte en los otros.

Con tales pensamientos y palabras, nuestro amigo se había despreocupado y metido en la cama con un sentimiento de íntima satisfacción. Desarrollábase en su alma toda una novela de lo que habría hecho al día siguiente, si se encontrara en el puesto del indigno; gratas fantasías lo acompañaron dulcemente hasta el reino del sopor donde lo entregaron a sus hermanos los sueños, quienes lo recibieron con los brazos abiertos y rodearon la dormida frente de nuestro amigo con una imagen anticipada del cielo.

Por la mañana temprano estuvo ya despierto, meditando en la negociación que lo esperaba. Volvió a casa de los abandonados padres, donde lo recibieron con asombro. Enunció modestamente su embajada y muy pronto se halló ante obstáculos mayores y menores de los que había sospechado. Era un hecho consumado, y aunque las gentes extraordinariamente duras y severas suelen oponerse con violencia a lo pasado e irreparable, aumentando de este modo el mal, por el contrario, lo ya realizado ejerce una fuerza irresistible sobre el ánimo de los más, y lo que parecía imposible, después de efectuado toma al instante su puesto al lado de lo natural y ordinario. De esto modo, pronto quedó determinado que el señor Melina se casaría con la hija de la casa; pero, a causa de su mala conducta, ésta no llevaría consigo dote alguna y prometería que había de dejar entre las manos paternas, con un mínimo interés, durante algunos años más, un legado que había recibido de una tía suya. El segundo punto, relativo a un empleo en la ciudad para el novio, encontró al momento mayores dificultades. No querían tener ante los ojos a la desnaturalizada hija; no querían verse zaheridos constantemente, gracias a la presencia de la pareja, por la unión de un vagabundo, con una familia tan respetable, que hasta estaba emparentada con un superintendente; tampoco era de pensar que el gobierno del príncipe quisiera confiarle un cargo. Marido y mujer oponíanse con igual fuerza, y Guillermo, que habló en favor de ello con mucho calor porque no quería conceder que volviera a la escena aquel a quien despreciaba, por estar convencido de que no era merecedor de tal dicha, nada pudo conseguir con todos sus argumentes. Si hubiera conocido los móviles secretos no se habría tomado la molestia de querer convencer a los padres; pues el viejo, que con mucho gusto habría conservado a su hija a su lado, odiaba al joven porque su propia mujer había fijado en él los ojos, y ésta no podía soportar el ver como rival afortunada a su hijastra. Y de este modo, Melina, muy contra su voluntad, tuvo que partir algunos días después con su joven esposa, que mostraba ya grandes deseos de ver mundo y de ser vista por él, para buscarse colocación en cualquier compañía dramática.




ArribaAbajoCapítulo XV

¡Dichosa juventud! ¡Felices tiempos de las primeras ansias amorosas! El hombre, entonces, es como un niño que se divierte horas enteras con un eco; hace, él solo, todos los gastos del coloquio y queda muy contento de la diversión con tal de que el invisible interlocutor repita siquiera las últimas sílabas de las palabras que él le lanza.

Así le ocurría a Guillermo en los primeros, y, sobre todo, en los últimos tiempos de su pasión por Mariana; suponía existentes en ella todos los tesoros de su propia sensibilidad y al propio tiempo se consideraba como mendigo que viviera de las limosnas de la muchacha. Y lo mismo que un paisaje encantador sólo nos parece encantador cuando es iluminado por el sol, también, a los ojos de Guillermo, todo cuanto la rodeaba y era tocado por ella crecía en magnificencia y hermosura.

¡Cuántas veces estaba entre los bastidores del teatro, para lo cual había solicitado permiso del director! Entonces, cierto que desaparecía la magia de la perspectiva, pero comenzaba a obrar el encanto mucho más poderoso del amor. Podía permanecer horas enteras entre las sucias candilejas, respirando la humareda de las luces de sebo, para contemplar a su amada y sentirse transportado a una situación paradisíaca, abrumado de felicidad en medio de las armaduras de madera y hoja de lata, cuando ella lo miraba amistosamente al salir de escena. Los corderillos rellenos de paja, las cascadas de tarlatana, los rosales de cartón y las cabañas que no tenían más que fachada suscitaban en él deliciosos cuadros poéticos del primitivo mundo de pastores. Hasta las bailarinas, que tan feas parecían desde cerca, no siempre lo molestaban, porque se hallaban en las mismas tablas que su muy amada. Y de este modo, es cierto que el amor, que tiene que vivificar primeramente los cenadores de rosales, bosquecillos de mirtos y la luz lunar, también puede dar una apariencia de naturaleza viva a las virutas y a los recortes de papel. Es un condimento tan poderoso que hasta las salsas más repugnantes e insípidas se tornan sabrosas merced a él. Tal condimento era a la verdad bien necesario para hacer soportable, y más tarde hasta agradable, el estado en que habitualmente se hallaba el cuarto de la amada y hasta su propia persona, a veces.

Criado en una fina casa burguesa, el orden y la limpieza eran el elemento en que respiraba Guillermo, y habiendo heredado de su padre una parte de su amor por la fastuosidad, siempre había sabido, en sus años mozos, decorar dignamente su habitación, que consideraba como su pequeño reino. Las cortinas de su cama se recogían en grandes pliegues sujetos con borlas, como se suelen representar las de los tronos; había sabido proporcionarse una alfombra para el centro de la habitación y un fino tapete para la mesa; casi maquinalmente colocaba y disponía sus libros y utensilios en tal forma que un pintor holandés hubiera podido copiar bonitos bodegones. Habíase hecho un gorro blanco en figura de turbante y las mangas de su bata de casa estaban cortadas al modo oriental, cosa que decía haber hecho porque las mangas anchas y largas lo estorbaban para escribir. Cuando estaba completamente solo por la noche y ya no era de temer que lo perturbaran, solía atarse una faja de seda en torno a la cintura, y a veces hasta se había puesto en el cinto un puñal que se había apropiado en una vieja armería, y en este hábito aprendía de memoria y ensayaba los papeles trágicos que le habían sido adjudicados en su teatro de niños, y con el mismo espíritu, arrodillándose sobre la alfombra, hasta llegaba a hacer sus oraciones.

¡Qué feliz consideraba, en aquellos tempranos tiempos, al cómico que posee tantos trajes majestuosos, corazas y armamentos, y a quien siempre veía ejercitándose en nobles modales y cuyo espíritu lo parecía representar, como un espejo, lo más delicioso y magnífico que produce el mundo en cuanto a situaciones de fortuna, pensamientos y pasiones! De igual modo figurábase Guillermo que la vida doméstica de un cómico debía ser una serie de nobles acciones y trabajos, cuya cima más alta era la aparición en escena; algo así como la plata, largamente tratada por el fuego depurador, acaba por presentarse con un hermoso tono ante los ojos del obrero, significándole que el metal está ya limpio de toda extraña mezcla.

Por ello, ¡qué suspenso quedaba al principio Guillermo, cuando, al hallarse en casa de su amante y aclararse la niebla de felicidad que lo envolvía, miraba en torno a sí mesas, sillas y suelo! Aparecían por allí tirados, revueltos en espantable desorden, los restos de un adorno momentáneo, ligero y falso, como el resplandeciente traje de un pez al que acaban de escamar. Los utensilios de limpieza humana, peines, jabón, toallas y pomadas, con las huellas de su uso, no estaban tampoco ocultos. Música, papeles de comedias y zapatos, ropa blanca y flores artificiales, estuches, horquillas para el pelo, frasquitos de afeites, cintas, libros y sombreros de paja, sin avergonzarse los unos de la vecindad de los otros, hallábanse reunidos por un elemento común: los polvos de arroz y el polvo. Sin embargo, como Guillermo, en presencia de la damita, apenas advertía las restantes cosas, sino que más bien tenía que serle querido todo lo que pertenecía a su amada, lo que era tocado por ella, acabó por encontrar un encanto, en aquel revuelto arreglo de casa, que nunca había experimentado en su elegante y magnífica regularidad. Parecíale, cuando tenía que apartar el corsé de Mariana para llegar hasta el piano y poner sus faldas sobre la cama para poder sentarse, y cuando ella misma, con desembarazada libertad, no trataba de esconderse de su presencia para realizar ciertas cosas naturales que por buena educación se procura generalmente ocultar a los otros, parecíale, digo, como si a cada instante estuviera más cerca de ella, como si la comunidad entre ellos se hubiera fortificado con invisibles lazos.

No le era tan fácil poder concordar con sus ideas la conducta de los restantes comediantes, a quienes alguna vez había encontrado en casa de Mariana en el tiempo de sus primeras visitas. Ocupados en fruslerías, parecían no pensar en modo alguno en su profesión y funciones; jamás les oía hablar del valor poético de una obra ni juzgarla acertada o equivocadamente; sus preguntas no eran nunca otra cosa sino. ¿Cuánto producirá tal obra? ¿Es pieza de público? ¿Cuánto tiempo se representará? ¿Cuántas veces podrá volver a ser dada? Y otras preguntas y observaciones de esta especie. Después solían tomarla con el director, diciendo que era harto mezquino en los sueldos y procedía injustamente con unos u otros; después, con el público, que rara vez recompensaba con su aplauso a quien lo merecía; hablaban luego de que el teatro alemán se mejoraba constantemente; de que los cómicos, atendiendo a sus méritos, serían cada vez más considerados, aunque nunca lo serían lo suficiente. Después hablábase mucho de cafés y tabernas y de lo que allí ocurría; de cuántas deudas tenía cualquier camarada y del descuento que le era preciso sufrir; de la desproporción entre los sueldos semanales; de las intrigas de sus adversarios, con lo que, por último, volvía a ser tomada en consideración la grande y merecida atención del público, y no se olvidaba la influencia del teatro en la educación de una nación y del mundo.

Todas estas cosas, que ya habían producido a Guillermo algunas horas de intranquilidad, presentáronselo de nuevo en la memoria, mientras que su caballo lo llevaba lentamente a casa y él reflexionaba sobre los diversos acontecimientos que le habían ocurrido. Había visto por sus propios ojos la turbación que se había producido en una buena familia burguesa, y aun en toda una pequeña ciudad, por la fuga de una muchacha; las escenas en el camino y en el ayuntamiento, las opiniones de Melina, y, en general, cuanto le había acaecido, representábasele de nuevo y lanzaba en su espíritu, vivo e impetuoso, cierta ansiosa inquietud, a la que no se abandonó mucho tiempo, sino que dio de la espuela a su caballo y se apresuró a volver a la ciudad.

Sólo que por tal camino corría al encuentro de nuevas desazones. Werner, su amigo y probable cuñado, lo esperaba para tener con él una grave, importante e inesperada conversación.

Werner era uno de esos hombres dotados de experiencia, perseverantes en su modo de ser, a los que en general suele llamárseles gente fría, porque, llegada la ocasión, no se inflaman rápida ni visiblemente; su trato con Guillermo era una permanente disputa, con la que su cariño quedaba siempre más firmemente anudado; pues, a pesar de su diversa manera de pensar, cada cual encontraba su correspondencia en el otro. Werner dábale mucha importancia a que, de cuando en cuando, pareciera poner riendas y freno al espíritu de Guillermo, excelente, aunque a veces extraviado; y éste gozaba con frecuencia de un delicioso triunfo cuando arrastraba consigo en su ardiente entusiasmo a su reflexivo amigo. Influían de este modo uno sobre otro; estaban habituados a verse a diario y hubiera podido decirse que el afán de estar juntos, de platicar reunidos, era aumentado por la imposibilidad de ponerse de acuerdo. En el fondo, empero, como ambos eran buenos, marchaban juntos hacia el mismo objeto, y nunca lograban comprender por qué ninguno de los dos conseguía traer a su opinión al otro.

Notaba Werner, desde hacía algún tiempo, que las visitas de Guillermo se hacían menos frecuentes, que trataba breve y distraídamente de sus temas favoritos, que ya no se engolfaba en el vivo desarrollo de sus extrañas fantasías, cosa en la que, verdaderamente, se puede reconocer del modo más seguro un espíritu que procede con libertad y encuentra su paz y satisfacción en la presencia del amigo. El puntual y reflexivo Werner buscaba, al principio, una falta en su propia conducta, hasta que ciertas charlas de la ciudad pusiéronlo sobre la justa pista, y algunas imprevisiones de Guillermo acercáronlo más a la certidumbre. Metiose en una averiguación y pronto descubrió que desde hacía algún tiempo Guillermo visitaba públicamente a una comedianta, hablaba con ella en el teatro y la había acompañado a su casa; habría quedado inconsolable si hubiera tenido también noticia de las entrevistas nocturnas; pues oyó decir que Mariana era una muchacha corrompida que arruinaría probablemente a su amigo, y que, además de él, se dejaba sostener por el más indigno amante.

Tan pronto como sus sospechas hubieron ascendido, tanto como era posible, hasta la certidumbre, determinó atacar a Guillermo, y tenía todos sus preparativos plenamente terminados cuando aquél regresó de su viaje, enojado y de mal temple.

Aquella noche misma comunicole Werner todo cuanto sabía, primero fríamente, después con la insistente severidad de una amistad bondadosa; no dejó ningún rasgo sin precisar, e hízole gustar a su amigo todas las amarguras que los hombres tranquilos suelen derramar tan liberalmente en el pecho de los enamorados, con virtuosa alegría del daño ajeno; pero, como bien puede pensarse, alcanzó muy poco. Guillermo le contestó con interna emoción, aunque con gran seguridad:

-No conoces a la muchacha. Acaso las apariencias no estén en su favor, pero estoy tan seguro de su fidelidad y virtud como de mi amor.

Werner persistió en sus acusaciones y ofreció pruebas y testigos. Guillermo las rechazó y se separó de su amigo, enojado y conmovido, como alguien a quien un inhábil dentista ha asido un diente enfermo, pero seguro, tirando de él vanamente.

Era altamente desagradable para Guillermo ver enturbiada y casi desfigurada, en su alma, la hermosa imagen de Mariana por las cavilaciones del viaje y la malevolencia de Werner. Acudió al medio más seguro para devolverle toda su claridad y hermosura, apresurándose a ir a su lado, de noche, por el camino habitual. Ella lo recibió con viva alegría; pues al llegar había pasado a caballo por delante de su casa con lo que Mariana lo esperaba ya aquella noche misma, y bien puede pensarse que todas las dudas fueron arrojadas inmediatamente del corazón de Guillermo. La ternura de Mariana devolviole toda su confianza y Guillermo le refirió cuánto la habían ofendido el público y su amigo.

Diversas y animadas conversaciones lleváronlos a los primeros tiempos de su conocimiento, cuyo recuerdo siempre sigue siendo uno de los más hermosos temas de conversación entre dos enamorados. Los primeros pasos que nos conducen al laberinto del amor son tan gratos, tan encantadoras sus primeras perspectivas, que muy gustosamente se los evoca en el recuerdo. Cada parte trata de obtener una preeminencia sobre la otra: amó primero y más desinteresadamente, y en esta disputa, cada cual, a ser vencedor, prefiere ser vencido.

Repetíale Guillermo a Mariana lo que con tanta frecuencia había sido oído por ella: que muy pronto le había hecho apartar su atención de la comedia para consagrársela a ella sola; que su figura, su juego escénico, su voz, lo habían cautivado; cómo, por último, sólo había ido a ver las obras en que ella trabajaba; cómo se había introducido en el escenario y había estado con frecuencia a su lado sin que ella lo advirtiera; después habló con encanto de la noche feliz en que encontró ocasión de prestarle un ligero servicio y enhebrar una conversación.

Por el contrario, Mariana no quería reconocer que hubiera estado tanto tiempo sin fijarse en él; afirmaba haberle visto ya en el paseo, y, como prueba, le describía el traje que llevaba en aquel día; afirmaba que ya entonces le había gustado más que todos y que había deseado conocerlo.

¡Con qué gusto creía todo aquello Guillermo! ¡Con qué gusto se dejaba convencer de que ella, cuando se hallaban cerca, se sentía llevada hacia él por un irresistible impulso; de que intencionadamente pasaba junto a él, por entre los bastidores, para verlo de cerca y trabar conocimiento, y por último, de que, como la reserva y timidez de Guillermo no fueran vencidas, ella misma le había dado ocasión, y casi lo había obligado a ir a buscarle un vaso de limonada!

Con esta amable disputa, en la que hacían revivir todas las pequeñas circunstancias de su breve novela, pasáronseles muy de prisa las horas y Guillermo abandonó a su amada plenamente tranquilo, con la firme resolución de poner inmediatamente por obra sus propósitos.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Padre y madre habían cuidado de lo que era necesario para el viaje de Guillermo; algunas pequeñeces que faltaban en su equipaje retrasaron varios días la partida. Guillermo aprovechó aquel tiempo para escribir una carta a Mariana en la que se proponía tratar del asunto, acerca del cual, hasta entonces, siempre había evitado ella todo conversación. La carta decía de este modo:

«Entre las amadas tinieblas de la noche que tantas veces me cubrieron estando entre tus brazos, sentado ante mi mesa, pienso en ti y te escribo; sólo hacia ti van todas mis reflexiones y proyectos. ¡Oh Mariana! a mí, el más dichoso de los hombres, me ocurre como al desposado, que, lleno de presentimientos del mundo nuevo que ha de desarrollarse en él y por él, se alza en las solemnes alfombras durante las sagradas ceremonias, y, meditabundo, languidece ante las cortinas, ricas en misterios, desde donde lo llaman, susurrando, las delicias del amor.

»Conseguí de mí mismo no verte en varios días; no me fue difícil con la esperanza de la compensación de estar después contigo para siempre, de ser del todo tuyo. ¿Necesito repetir lo que deseo? Sí; es necesario; pues parece como si no me hubieras comprendido hasta ahora.

»¡Cuántas veces, con los suaves acentos de la fidelidad, la cual, porque desea obtenerlo todo se atreve a decir poco, busqué en tu corazón el afán de una unión eterna! De fijo que me has comprendido, porque en tu corazón tiene que germinar igual deseo; me lo has dado a entender en cada beso, en la cariñosa paz de aquellas felices noches. Entonces conocí tu discreción, y, ¡cuánto creció con ello mi amor! En el caso en que otra mujer se habría conducido hábilmente para hacer madurar con un superfluo calor una favorable resolución en el pecho de su amante, para provocar una declaración y asegurarse una promesa, tú te haces atrás, vuelves a cerrar el entreabierto pecho de quien te ama y tratas de ocultar tu asentimiento con una aparente indiferencia; pero ¡te comprendo! ¡Qué miserable no tendría yo que ser para no reconocer en estos rasgos el puro y desinteresado amor que sólo se preocupa del bien de su amigo! ¡Confía en mí y estate tranquila! Nos pertenecemos uno a otro, y ninguno de los dos ha sacrificado o perdido cosa alguna si vivimos el uno para el otro.

»¡Acepta esta mano! ¡Acepta solemnemente esta señal superflua! Hemos disfrutado de todas las alegrías del amor, pero hay nuevas felicidades en la confirmada idea de la duración. No preguntes cómo. ¡No te inquietes! El destino vela por el amor tanto más cuando el amor se contenta con poco.

»Mi corazón abandonó la casa de mis padres hace ya mucho tiempo. Contigo es como mi espíritu se cierne sobre la escena. ¡Oh, amada mía!, ¿podrá haber un hombre a quien le haya sido otorgado, como a mí, satisfacer a un tiempo todos sus deseos? El sueño no viene ya a mis ojos, y como una eterna aurora, tu amor y tu felicidad surgen y se alzan ante mí.

»Apenas me es posible contenerme para no precipitarme junto a ti, correr a tu lado, obligarte a darme tu consentimiento, y ya desde mañana temprano perseguir mi meta por el ancho mundo... ¡No! ¡Quiero violentarme!, no quiero dar pasos irreflexivos, alocados y temerarios; mi plan está trazado y quiero ejecutarlo serenamente.

»Conozco a Serlo, el director de una compañía dramática, y mi viaje me lleva justamente hacia él: hace un año expresaba frecuentemente ante sus actores el deseo de que tuvieran algo de mi vivacidad y mi afición por el teatro y de fijo que me recibirá bien; pues, por más de un motivo, no debo entrar en vuestra compañía, y, además, Serlo trabaja ahora tan lejos de aquí que, al principio, podré tener oculto el paso que he dado. Al punto encontraré allí módicos ingresos; estudio al público, aprendo a conocer la compañía y vengo a buscarte.

»Mariana, ya ves lo que puedo lograr de mí mismo para estar seguro de que serás mía; pues, ¡no verte en tanto tiempo, saber que estás tan lejos de mí por el mundo! Es preciso que no piense en ello con demasiada fuerza. Pero si después me represento otra vez tu amor, que me tranquiliza por completo; si no desdeñas mis súplicas y antes de que nos separemos me tiendes tu mano delante del sacerdote, entonces partiré tranquilo. Eso es sólo una formalidad entre nosotros, pero ¡qué hermosa formalidad!, la bendición del cielo sobre la bendición de la tierra. En el vecino territorio de las órdenes militares puede hacerse fácil y secretamente.

»Tengo bastante dinero para el principio; lo repartiremos y alcanzará para los dos; antes de que se acabe nos ayudará el cielo.

»Sí, mi adorada, no tengo temor alguno. Lo comenzado con tanta alegría tiene que alcanzar buen término. Nunca dudé de que puedan realizarse avances en el mundo queriéndolo seriamente,.y siento en mí ánimos bastantes para ganar abundantemente la subsistencia de dos o más personas. Muchos dicen: el mundo es ingrato; aún no he experimentado que lo sea, siempre que se sepa hacer algo que le sea provechoso, de la debida manera. Me hierve toda el alma con la idea de presentarme por fin en escena y decir a los hombres, en su propio corazón, lo que tanto tiempo hace que anhelan oír. Cuántos miles de veces sentí que el temor me traspasaba el alma, a mí, que tan poseído estoy por la magnificencia del teatro, al ver a los más miserables que se imaginaban poder dirigirse a nuestro corazón con una frase grande y poderosa. Una voz forzada por el falsete suena mucho mejor y de modo más puro; es inaudito el modo como esos barbianes delinquen con su grosera ineptitud.

»El teatro ha solido estar en lucha con el púlpito; me parece que no debían contender uno con otro. ¡Cuánto sería de desear que en ambos lugares sólo por los hombres más nobles fueran glorificados Dios y la Naturaleza! ¡No son quimeras, amada mía! Desde que sobre tu corazón me fue dado sentir que sabes amar, concibo también estos deslumbradores pensamientos y digo... No quiero enunciarlos, pero quiero esperar que alguna vez apareceremos ante los hombres como una pareja de buenos espíritus, propios para abrir sus corazones, conmover sus ánimos y prepararles celestes goces, lo mismo que a mí me han sido concedidos, sobre tu pecho, goces que siempre deberán ser llamados celestiales, porque en aquellos momentos nos sentimos apartados de nosotros mismos, elevados por encima de nosotros.

»No puedo terminar; he dicho ya demasiado y no sé si habré dicho todo lo que a ti te corresponde saber; pues los movimientos de la rueda que gira en mi corazón no es posible expresarlos con palabra alguna.

»Acepta, sin embargo, este pliego de papel, amada mía; lo he vuelto a leer y encuentro que habría que volver a comenzarlo desde el principio, no obstante, contiene todo lo que tienes necesidad de saber, lo que es una preparación para ti, sí muy pronto he de regresar con alegría al dulce amor de tu seno. Aparezco ante mí mismo como un prisionero que, acechando a todos lados, lima sus cadenas en su calabozo. Me despido de mis padres que duermen descuidadamente... ¡Adiós, amada mía, adiós! Esta vez termino; dos o tres veces se me han cerrado los ojos; son las altas horas de la madrugada.»




ArribaAbajoCapítulo XVII

El día no quería terminar y Guillermo, con su carta bellamente plegada en el bolsillo, anhelaba verse al lado de Mariana; por tanto, apenas había obscurecido, cuando, contra su costumbre, se dirigió furtivamente a su morada. Su plan era anunciarle su visita para aquella noche, dejar por breves horas a su amada, poniendo entre sus manos la carta antes de partir, y a su vuelta, bien alta la noche, recibir su respuesta, su consentimiento, u obligarla a consentir con la fuerza de sus caricias. Arrojose en sus brazos y apenas podía ser dueño de sí, inclinado sobre su pecho. La violencia de sus sentimientos impidiole ver al principio que ella no correspondía a sus cariños con la cordialidad habitual; pero Mariana no pudo ocultar durante largo tiempo su situación de angustia; pretextó una enfermedad, una indisposición, quejose de dolor de cabeza; no quiso aceptar la proposición de que volviera Guillermo aquella misma noche. Él no sospechó nada malo, no siguió insistiendo; pero comprendió que no era hora de entregar su carta. Conservola en su poder, y como diversos gestos y palabras de Mariana lo invitaban cortésmente a partir, en la embriaguez de su amor insatisfecho, cogió una de las pañoletas de su amada, escondiola en su bolsillo, y, de mala gana, se arrancó de sus labios y de su puerta. Entró a escondidas en su casa, pero tampoco allí pudo permanecer mucho tiempo; cambió de traje y buscó de nuevo el aire libre.

Después de haber paseado por varias calles de un extremo a otro, encontró a un desconocido que le preguntó por cierta posada; Guillermo se ofreció a enseñarle la casa; el forastero preguntó el nombre de las calles, el de los dueños de varios grandes edificios ante los cuales pasaron, lo mismo que algunos informes sobre disposiciones administrativas de la ciudad, y cuando llegaron a la puerta de la posada se habían metido en una conversación muy interesante. El forastero obligó a su guía a que entrara con él y bebieran juntos un vaso de ponche; al mismo tiempo le comunicó su nombre, su lugar de nacimiento y los asuntos que allí lo habían llevado, y solicitó de Guillermo análoga confianza. Este no ocultó su nombre ni su morada.

-¿No es usted nieto del viejo Meister, el que poseía la hermosa colección de obras de arte? -preguntó el forastero.

-Sí, lo soy. Tenía diez años cuando murió el abuelo y me dolió vivamente que vendieran cosas tan bellas.

-Su padre de usted obtuvo de la venta una suma considerable.

-¿Usted lo sabe?

-Sí; todavía vi aquel tesoro en su casa de usted. Su abuelo no era sólo un coleccionista; era muy entendido en arte; en anteriores y dichosos tiempos había estado en Italia y había traído de allí cosas magníficas que ahora ya no sería posible conseguir a ningún precio. Poseía excelentes cuadros de los mejores maestros; apenas quería uno creer a sus propios ojos al hojear su colección de dibujos; entre sus mármoles había algunos fragmentos inapreciables; poseía una serie muy instructiva de bronces, y también había clasificado sus medallas atendiendo a la historia y el arte; sus escasas piedras grabadas eran dignas de toda alabanza; además, el conjunto estaba bien colocado, aunque las habitaciones y salas de la casa vieja no estuvieran construidas con simetría.

-Ya puede usted imaginarse lo que perdimos los niños cuando todas aquellas cosas fueron quitadas de su sitio y embaladas. Fueron los primeros tiempos tristes de mi vida. Aún recuerdo lo vacías que nos parecían las habitaciones al ver cómo desaparecían, poco a poco, aquellos objetos que nos habían divertido desde la infancia y que teníamos por tan inmutables como la casa y la ciudad misma.

-Si no me equivoco, su padre de usted colocó el capital realizado en el comercio de un vecino con quien entró en una especie de sociedad.

-¡Exacto! Y sus especulaciones en común han tenido muy buen resultado; en estos doce años han aumentado mucho su hacienda, con lo cual tanto más ávidamente aspiran los dos a seguir obteniendo ganancias; el viejo Werner tiene además un hijo mucho más apto que yo para ese trabajo.

-Me da pena que esta ciudad haya perdido un ornamento tal como la colección de su abuelo de usted. Todavía la vi muy poco tiempo antes de que fuera vendida, y debo decir que yo fui la causa de que se realizara la venta. Un aristócrata rico, gran aficionado, pero que en asunto de tanta importancia no se fiaba sólo de su propio juicio, habíame enviado aquí y deseaba saber mi consejo. Dediqué seis días al examen del gabinete, y el séptimo aconsejó a mi amigo que pagara sin vacilar, la suma que le era pedida. Usted, como chiquillo vivaracho, andaba frecuentemente a mi alrededor; me exponía los asuntos de los cuadros, y, en general, sabía explicar muy bien toda la colección.

-Me acuerdo de tal persona, pero no la hubiera reconocido en usted.

-Hace ya bastante tiempo de ello y todos cambiamos en grado mayor o menor. Si bien me acuerdo, tenía usted un cuadro favorito del cual no quería usted dejarme apartar.

-¡Exacto! Representaba la historia de aquel enfermo, hijo del rey, consumiéndose de amor por la prometida de su padre.

-No era uno de los mejores cuadros; no estaba bien compuesto; su colorido no era excepcional, y la ejecución totalmente amanerada.

-No lo comprendía yo entonces, ni aun ahora lo comprendo; el asunto y no el arte es lo que me atrae en un cuadro.

-Su abuelo parecía pensar de modo muy distinto en esa cuestión; pues la mayor parte de su colección estaba compuesta de cosas excelentes, en las que siempre había que admirar los méritos del maestro, representárase lo que quisiera; además, aquel cuadro estaba colocado en el vestíbulo, como muestra de que lo tenía en muy poco.

-Era allí precisamente donde siempre nos era permitido jugar a los niños y donde aquel cuadro hizo sobre mí una impresión tan inextinguible, que, si estuviéramos ahora delante de él, no podría ser apagada ni aun por su crítica, la que, por lo demás, respeto mucho. ¡Qué lástima me daba, y me la da todavía, un mancebo que encierra en sí los dulces impulsos, el más bello legado que nos adjudicó la Naturaleza, y tiene que ocultar en su seno el fuego que debía calentar y dar vida a su persona y a otra, de modo que su interior es consumido por monstruosos sufrimientos! ¡Cómo compadezco a la desgraciada que tiene que consagrarse a otro cuando su corazón ha encontrado ya un objeto digno de un verdadero y puro anhelo!

-A la verdad, esos sentimientos están muy lejos de las consideraciones que un aficionado suele hacerse al examinar las obras de los grandes maestros; probablemente si el gabinete artístico hubiera seguido siendo propiedad de su familia, poco a poco se habría ido abriendo camino en usted la comprensión de las obras mismas, de modo que no siempre hubiera visto usted su propia persona y sus inclinaciones en los objetos de arte.

-Cierto que al pronto me produjo mucha pena la venta de la colección y muchas veces la eché de menos en años de mayor madurez; pero cuando reflexiono en que tenía que haber ocurrido de ese modo para que se desarrollara en mí una afición, un talento, que debe ejercer sobre mi vida efecto mucho mayor del que jamás hubieran hecho aquellas inanimadas imágenes, entonces me resigno gustoso y venero al destino que sabe dirigir las cosas en forma que resulte mi bien y el de todos.

-Por desgracia, vuelvo a oír otra vez la palabra destino pronunciada por un joven que se encuentra justamente en la edad en que de ordinario se suele atribuir al influjo de seres superiores las violentas inclinaciones de la voluntad.

-Entonces, ¿no cree usted en el destino? ¿En un poder que reine sobre nosotros y todo lo dirija para nuestro bien?

-No se trata aquí de mis creencias ni es este lugar para explicar cómo procuro hacerme hasta cierto punto comprensible, cosas que son inconcebibles para todos nosotros; trátase solamente de saber qué clase de ideas generales serán más apropiadas para nuestro bien. La trama de este mundo se compone de necesidad y azar; la razón humana colócase entre ambos elementos y sabe dominarlos; maneja a la necesidad como base de su existencia; sabe gobernar, dirigir y utilizar lo casual, y sólo en cuanto la razón se mantiene firme e inconmovible merece el hombre ser llamado el dios de la tierra. ¡Ay de aquel que se acostumbra desde su juventud a querer encontrar en la necesidad algo de arbitrario y a quien le agradaría atribuir a la casualidad cierta especie de inteligencia, el entregarse a la cual llegaría a ser como una religión! ¿No diríamos de tal cosa que es renunciar al propio entendimiento y conceder ilimitado espacio a nuestras pasiones? Imaginamos ser piadosos dirigiéndonos sin reflexión, dejándonos determinar por gratas casualidades, y, por último, dando el nombre de dirección divina al resultado de esta vacilante existencia.

-¿Nunca se vio usted en el caso de que una pequeña circunstancia le impulsara a tomar cierto camino, por el cual pronto viniera a su encuentro una coyuntura agradable, de modo que una serie de inesperados sucesos acabaran por llevarlo a la meta, de un modo que usted mismo apenas hubiera podido columbrar? ¿No debería esto inspirarnos sumisión ante el destino y confianza en su dirección?

-Con tal modo de pensar no habría muchacha que pudiera guardar su virtud, ni nadie el dinero de su bolsa, pues hay ocasiones bastantes para perder una y otra cosa. No puedo aplaudir más que a un hombre que sabe lo que es útil para sí y para los otros y trata de limitar en sí lo arbitrario. Cada uno tiene su propia felicidad entre sus manos, como el artista la materia bruta que quiere transformar en una figura. Pero ocurre con este arte lo que con los otros: de modo innato sólo tenemos la aptitud, pero tiene que ser educada y ejercitada cuidadosamente.

Estas y otras cosas siguieron siendo discutidas; por último, se separaron sin que aparentemente ninguno hubiera convencido al otro; no obstante, concertaron lugar donde encontrarse al día siguiente.

Guillermo paseó todavía por algunas calles; oyó clarinetes, trompas y fagotes; encendiose su pecho. Eran músicos ambulantes que daban una agradable serenata. Habló con ellos, y mediante una moneda de plata, lo siguieron a la morada de Mariana. Delante de su casa había unos grandes árboles que adornaban la plaza; bajo ellos colocó a sus músicos y él mismo reposó en un banco a cierta distancia y se abandonó por completo a los flotantes senos que murmuraban a su alrededor en la confortadora noche. Tendido bajo las propicias estrellas, su existencia era como un sueño de oro.

-También ella oye estas flautas -díjose en su corazón- y conoce cuyo es el recuerdo, el amor que llena de estas armonías la noche; aunque alejados, estamos unidos por estas melodías, lo mismo que, a cualquier distancia, por los más finos sentimientos del amor. ¡Ay! Dos corazones amantes son como dos relojes magnéticos: lo que vibra en el uno también debe agitarse en el otro; pues es una sola cosa lo que en los dos opera, una fuerza que los penetra. ¿Puedo sentir en sus brazos la posibilidad de apartarme de ella? Y, no obstante, me iré lejos, buscaré un asilo para nuestro amor y siempre la tendré conmigo. ¡Cuántas veces me ha sucedido que, estando ausente de ella, perdido en su persona el pensamiento, toqué un libro, un vestido, o cualquier otro objeto, y me pareció sentir su mano; tan poseído estaba yo de su presencia! Y si recuerdo aquellos instantes que huyen de la luz del día como de la mirada de un frío espectador, para gozar de los cuales tenían que decidirse los dioses a renunciar a su condición, exenta de dolores, de pura bienaventuranza... ¿Recordarlos?... Como si se pudiera renovar en la memoria la embriaguez de la copa enajenadora que desconcierta por completo nuestros sentidos, enlazándolos con celestes lazos... ¡Y su figura!...

Perdiose en estos recuerdos; su calma se transformó en anhelo, abrazó el tronco de un árbol, refrescó sus ardientes mejillas contra la corteza, y los vientos de la noche absorbían ansiosos el hálito que surgía afanosamente de su pecho puro. Buscó la pañoleta que le había cogido a Mariana, la había olvidado; estaba en el bolsillo del anterior traje. Sus labios se secaban, sus miembros temblaban de deseo.

Cesó la música y le pareció como si hubiera caído del elemento al cual sus sensaciones lo habían elevado hasta aquel momento. Aumentó su inquietud, ya que sus sentimientos no eran ya nutridos y suavizados por los blandos acentos de la música. Sentose en el umbral de la puerta de Mariana, con lo que ya quedó un poco más tranquilo. Besó la argolla de bronce con que se llamaba, besó el umbral que pisaban sus pies al salir y al entrar y lo calentó con el fuego de su pecho. Después volvió a sentarse tranquilamente durante un momento y pensó en ella, entre las cortinas de su lecho, con su traje de noche blanco y la cinta roja alrededor de la cabeza, reposando en dulce paz, y se sentía tan en su proximidad, que le pareció que debería estar soñando con él. Sus pensamientos eran dulces como las visiones del crepúsculo; la paz y el deseo adueñábanse alternativamente de él; el amor, con temblorosa mano de mil dedos, recorría todas las cuerdas de su alma; era como si el canto de las esferas hubiera quedado detenido sobre su persona para escuchar la delicada melodía de su corazón.

Si hubiera tenido consigo la llave que le abría de ordinario la puerta de Mariana, no habría podido contenerse y se habría lanzado al santuario del amor. Sin embargo, alejábase lentamente, vacilaba bajo los árboles, medio adormecido; quería irse a su casa y siempre volvía a encontrarse junto a la puerta; por fin, cuando se dominó y se fue, miró otra vez atrás desde la esquina y le pareció como si se abriera la puerta de Mariana y una sombría figura saliera de ella. Estaba demasiado lejos para ver claramente, y antes de que se hubiera serenado y mirara debidamente, ya se había perdido la aparición en medio de la noche; sólo, muy lejos, creyó verla otra vez al pasar deslizándose junto a una casa blanca. Se detuvo y pestañeó; pero antes de que se hubiera hecho dueño de sí para correr tras él, ya había desaparecido el fantasma. ¿Por dónde debía seguirlo? ¿Qué calle había tomado aquel hombre, si es que lo era?

Como alguien a quien un relámpago ilumina un rincón de la comarca, y al punto, con ojos deslumbrados, en vano busca en las tinieblas las formas antes columbradas y la continuación del sendero, así les ocurría a los ojos y al corazón de Guillermo. Y como un espectro de la media noche produce espanto monstruoso, y aunque un momento después la presencia de ánimo haga considerarlo como hijo del miedo, la temerosa aparición siempre deja en el alma dudas sin término, así también Guillermo, en la mayor perplejidad, hallábase apoyado en una esquina, sin prestar atención a la claridad de la mañana ni al canto de los gallos, hasta que los trabajos matinales comenzaron a reanimarse y lo impulsaron a ganar su casa.

A su regreso, casi había desterrado por completo de su alma la inesperada visión con las más firmes razones; no obstante, se había desvanecido el hermoso estado de ánimo de la noche, en el que ya no pensaba sino como en una aparición celeste. Para serenar su corazón, para imprimir un sello en su fe renaciente, cogió la pañoleta del bolsillo del traje de la tarde. El crujido de un trozo de papel que cayó de ella al suelo hízole apartar la tela de sus labios; lo recogió y leyó.

«Así es como te quiero, ¡locuela mía! ¿Qué tenías ayer? Esta noche iré a verte. Bien creo que sientas marcharte de aquí; pero ten paciencia; por las ferias volveré de nuevo a tu lado. Escucha, no te pongas más el corpiño negro y verde obscuro; pareces con él la bruja de Endor. ¿No te mandé la negligé blanca porque quiero tener entre mis brazos una blanca ovejuela? Mándame siempre tus esquelas por la vieja sibila; el demonio mismo la dispuso para el papel de Iris.»






ArribaAbajoLibro segundo


ArribaAbajoCapítulo primero

Cualquiera que, a nuestra vista, aspira a realizar un proyecto, puede contar con nuestra simpatía, aprobemos o censuremos su designio; mas tan pronto como el asunto está resuelto apartamos los ojos de él; todo lo que se halla terminado, hecho, en modo alguno puede cautivar nuestra atención, en especial si ya desde antes le teníamos profetizado a la empresa un mal término.

Por este motivo, no debemos entretener la atención de nuestros lectores refiriéndoles detalladamente la aflicción y duelo en que cayó nuestro desgraciado amigo al ver sus deseos y esperanzas destruidos de tan inesperada manera. Mejor será que pasemos por alto algunos años y sólo vayamos a encontrarlo de nuevo cuando esperemos hallarlo en medio de cualquier clase de actividad y goces, aunque antes tengamos que exponer brevemente lo que sea necesario para la coherencia de la historia.

La peste o fiebre maligna se ceban con mayor celeridad y violencia cuando atacan a un cuerpo sano y lleno de vida, y así, el pobre Guillermo fue abrumado de modo tan inopinado por su adversa suerte, que en un instante quedó destrozado todo su ser. Como si, por azar, estalla un incendio en medio de los preparativos de un fuego de artificio y los cartuchos, sabiamente llenos y horadados, dispuestos según determinado plan para que al ser encendidos dibujaran en el aire magníficas y cambiantes imágenes de fuego, ahora silban y mugen unos en medio de otros, desordenada y peligrosamente, de este modo, en el pecho de Guillermo, la dicha y la esperanza, la voluptuosidad y la alegría, lo real y lo soñado, estallaban a la vez todos confundidos. En tan espantosos momentos, detiénese asombrado el amigo que había corrido para socorrer, y para aquel que ha sido herido no hay beneficio mayor que perder la conciencia.

Tras esto, vinieron días de recio dolor, siempre repetido, renovado a propio intento; sin embargo, también eso hay que considerarlo como favor de la Naturaleza. En tales horas, Guillermo no había perdido aún por completo a su amada; sus dolores eran tentativas, infatigablemente renovadas, para asir aún a la felicidad que huía de su alma, para atrapar de nuevo en la imaginación la posibilidad de ella, para proporcionar una breve supervivencia a sus alegrías partidas para siempre: así como no se puede llamar completamente muerto a un cuerpo mientras dura en él la putrefacción, y las fuerzas, que en vano procuran actuar según su antiguo destino, se consumen trabajando en la destrucción de las partes que animaron en otro tiempo, y sólo cuando todas las cosas se han aniquilado mutuamente, cuando vemos el conjunto reducido a indiferente polvo, nace en nosotros el lastimero y vacío sentimiento de que sólo puedo ser reanimado por el soplo del Eterno.

En un ánimo tan nuevo, intacto y afectuoso había mucho que desgarrar, destruir y matar, y la misma energía prestamente reparadora de la juventud dábale a la fuerza del dolor nuevo sustento y violencia. El golpe había herido las raíces de todo su ser. Werner, confidente por necesidad, empuñaba, lleno de celo, la tea y la espada, para perseguir aquella aborrecida pasión, aquel monstruo, hasta en lo más escondido de su alma. ¡Tan propicia era la ocasión, tan a mano tenía las pruebas! ¡Qué de historias y relatos no supo aprovechar! Expulsó, paso a paso, aquel afecto, con tal violencia y crueldad, sin dejar a su amigo ni el bálsamo de la más pequeña ilusión pasajera, cerrándole todo refugio en que hubiera podido librarse de la desesperación, que la Naturaleza, que no quería dejar perecer a su favorito, atacolo con una enfermedad, para darle descanso por aquel otro lado.

Una fiebre violenta, con su cortejo de medicinas, exaltación y agotamiento; junto con ello, la solicitud de la familia, el cariño de las gentes de su edad, cosas que sólo se hacen bien sensibles en la necesidad y la carencia, eran otras tantas distracciones y entretenimiento penoso en su mudada situación. Sólo cuando llegó a encontrarse mejor, es decir, cuando sus fuerzas estuvieron agotadas, vio con espanto Guillermo el martirizador abismo de su árida miseria, como hunde uno sus miradas en el cóncavo cráter de un volcán apagado.

Hacíase entonces los más amargos reproches por haber podido tener algún momento de insensibilidad, de tranquilidad e indiferencia después de tan gran pérdida. Despreciaba su propio corazón y anhelaba el bálsamo de los lamentos y las lágrimas.

Para suscitarlas nuevamente en sí hacía desfilar por su recuerdo las escenas todas de la pasada dicha. Teñíalas de los más vivos colores, aspiraba a sentirse otra vez en medio de ellas, y cuando se había elevado trabajosamente hasta la mayor altura posible, cuando el sol de los pretéritos días parecía reanimar sus miembros y llenar su pecho, miraba hacia el espantoso abismo, cebaba sus ojos con el espectáculo de la aniquiladora profundidad, arrojábase a ella y obligaba a su naturaleza a sufrir los más amargos dolores. Destrozábase a sí mismo con estas repetidas crueldades; pues la juventud, que tan rica es en fuerzas internas, no sabe lo que dilapida, cuando al dolor ocasionado por una pérdida asocia además tantas forzadas torturas, como si por este medio quisiera dar por primera vez su justo valor a lo perdido. Por lo demás, estaba tan convencido de que aquella pérdida era la única, la primera y la última que habría de experimentar en su vida, que rechazaba con horror todo consuelo que osara representarle como cosa limitada su pena.




ArribaAbajoCapítulo II

Acostumbrado a atormentarse de este modo, atacó también por todas partes, con pérfidas críticas, el resto de lo que, antes del amor y con el amor, le había proporcionado tan grandes alegrías y esperanzas, esto es, sus talentos poéticos y dramáticos. No vio otra cosa en sus trabajos sino una imitación insulsa y sin interno valor de algunas formas tradicionales; no quería reconocer en ello sino envarados ejercicios escolares, a los que les faltaba la más leve chispa de naturalidad, verdad y entusiasmo. En sus poesías no encontraba más que un ritmo monótono, a través del cual se arrastraban vulgares ideas y sentimientos, enlazados por una miserable rima; y así se privó de todas las perspectivas, de todos los placeres que hubieran podido consolarlo por aquella parte.

Y no libraron mejor sus talentos de actor. Se injuriaba por no haber descubierto antes la vanidad, única base sobre la que se alzaban sus pretensiones. Su figura, sus maneras, su movimiento, su declamación tuvieron que soportar sus críticas; negose resueltamente toda clase de preeminencias, todo mérito que lo hubiera elevado sobre lo común de las gentes, y con ello aumentaba hasta el más alto grado su desesperación silenciosa. Pues si es duro renunciar al amor de una mujer, no es menos dolorosa la sensación de arrancarse al comercio de las musas, declararse para siempre indigno de su compañía y desistir de los más hermosos y directos aplausos que pueden ser públicamente otorgados a nuestra persona, a nuestros ademanes y a nuestra voz.

De este modo, nuestro amigo se había resignado por completo, consagrándose al propio tiempo, con el celo más grande, a los negocios mercantiles. Con asombro de su amigo y grandísima alegría de su padre, nadie había más activo que él en el escritorio, en la bolsa, en la tienda y en el almacén; correspondencia, contabilidad y todo lo que le fuera encomendado cuidábalo y desempeñábalo con gran celo y diligencia. Cierto que no con aquella jovial diligencia que es, al propio tiempo, recompensa del hombre laborioso cuando desempeñamos con orden y constancia aquello para lo que hemos nacido, sino la silenciosa diligencia del deber, que tiene por fundamento las buenas intenciones, que es alimentada por el convencimiento y recompensada por la estimación de sí mismo, pero que, no obstante, con frecuencia, aun cuando la conciencia le tienda su más hermosa corona, apenas es capaz de ahogar un suspiro.

Guillermo había vivido de aquella manera, muy laboriosamente, durante algún tiempo, convencido de que aquella dura prueba había sido promovida por el destino para su bien. Estaba satisfecho de haber sido advertido a buena hora en el curso de la vida, aunque bastante rudamente, mientras que otros purgan más tarde y de modo más duro las hierros a que los ha arrastrado un juvenil error. Pues de ordinario el hombre se resiste tanto como le es posible a despedir al loco que guarda en su pecho, reconocer un error capital y confesar una verdad que lo lleva a la desesperación.

Decidido como estaba a renunciar a sus queridas fantasías, necesitábase, sin embargo, algún tiempo para que se convenciera por completo de su desgracia. Mas por último vino a aniquilar tan plenamente en sí, con razones concluyentes, toda esperanza de amor, de producción poética, de representaciones teatrales, que llegó a tener valor para extinguir en absoluto todas las huellas de su locura, todo lo que de cualquier manera podía hacérsela recordar. Había encendido para ello, en una fresca noche, una lumbre en su chimenea, y sacó un cofrecillo de reliquias, en el que se encontraban mil pequeñeces que, en momentos importantes, había recibido de Mariana o había arrebatado de sus manos. Cada flor seca le recordaba los tiempos en que, fresca todavía, había brillado entre sus cabellos; cada esquelita, la hora feliz para que lo invitaba; cada lazo, el predilecto lugar de reposo de su cabeza, el hermoso pecho de la niña. De este modo, ¿no era preciso que comenzaran a agitarse de nuevo aquellos sentimientos que creía ya muertos desde hacía mucho tiempo? En presencia de aquellas pequeñeces, ¿no debía hacerse otra vez poderosa la pasión que había dominado estando lejos de su amada? Pues sólo notamos lo triste y desagradable que es un día nublado cuando un único y penetrante rayo de sol nos ofrece el brillo animador de una hora serena.

No sin emoción vio por ello cómo aquellas reliquias, guardadas tanto tiempo, se iban convirtiendo en humo y llamas. Algunas veces se detenía irresoluto, y aún le quedaba un hilo de perlas y un pañuelo de crespón cuando se decidió a reavivar con los ensayos poéticos de su juventud la languideciente hoguera.

Hasta entonces había guardado cuidadosamente todo lo que había fluido de su pluma desde el primer grado de desarrollo de su espíritu. Sus escritos, atados en paquetes, estaban aún en el fondo del cofre, donde los había guardado cuando había pretendido llevarlos consigo en su huida. ¡Con qué ánimo tan distinto de aquel con que los había atado abría ahora los manuscritos!

Cuando vuelve a nosotros, por no haber sido encontrado el amigo a quien iba dirigida, una carta escrita y cerrada en determinadas circunstancias, si la abrimos, pasado algún tiempo, invádenos una extraña sensación al romper nuestro propio sello y conversar, como con una tercera persona, con nuestro cambiado yo. Análogo sentimiento apoderose con violencia de nuestro amigo al abrir el primer paquete y echar al fuego los rotos cuadernos, que se inflamaban con gran fuerza, cuando entró Werner, asombrose de la viva llama y preguntó lo que ocurría.

-Doy testimonio -dijo Guillermo- de que procedo con seriedad al abandonar una profesión para la cual no había nacido.

Y con tales palabras echó al fuego el segundo paquete. Werner quiso impedírselo, pero ya estaba hecho.

-No comprendo cómo has llegado hasta este extremo -le dijo-. ¿Por qué han de ser destruidos estos trabajos, aunque no sean perfectos?

-Porque una poesía, o ha de ser excelente o no debe existir; porque todo aquel que no tiene disposiciones para realizar lo excelente debe abstenerse del arte y defenderse seriamente contra la tentación. Pues, a la verdad, en todo hombre se da cierto anhelo indeterminado a imitar lo que ve; pero este anhelo no prueba en modo alguno que también resida en nosotros la fuerza necesaria para realizar lo que acometemos. Considera a los niños, los cuales, cada vez que ha habido funámbulos en la ciudad, van y vienen, balanceándose sobre todas las vigas y tablas, hasta que un nuevo atractivo los arrastra hacia otro juego. ¿No lo has notado en el círculo de nuestros amigos? Cada vez que da un concierto un virtuoso, siempre se encuentra alguien que comienza a aprender el mismo instrumento. ¡Cuántos se pierden por estos caminos! Dichoso aquel a quien el fracaso de sus deseos hácele que advierta pronto cuáles son sus fuerzas!

Werner lo contradijo; animose la conversación, y Guillermo, no sin emoción, podía repetir a su amigo los argumentos con que tan frecuentemente se había atormentado a sí mismo. Afirmaba Werner que no es razonable renunciar del todo a un talento para el cual se posee inclinación y ciertas disposiciones sólo porque nunca se pueda ejercerlo en su más alta perfección. Siempre hay muchas horas de ocio que pueden llenarse con ello y, poco a poco, llegar a producir algo que sea grato para los demás y para nosotros.

Nuestro amigo, cuya opinión era muy otra, lo interrumpió al momento, y dijo con gran vivacidad:

-Cómo te equivocas, querido amigo, si crees que una obra, cuya primera idea debe llenar toda el alma, puede producirse en horas sueltas, rapiñadas de otras ocupaciones. No; el poeta tiene que vivir todo para sí, todo para sus queridas invenciones. Dotado por el cielo, en lo íntimo, de los más preciosos dones, encerrando en su pecho un tesoro que a cada paso crece por sí mismo, el poeta tiene que vivir con sus tesoros, sin perturbación exterior, en la silenciosa felicidad que vanamente trata de proporcionarse el rico con los bienes amontonados a su alrededor. ¡Considera a los hombres cómo corren tras la dicha y el goce! ¿Qué persiguen sin reposo con sus deseos, sus afanes y su dinero? Lo que el poeta ha recibido de la Naturaleza: el goce del mundo, el sentirse a sí mismo en los demás, la armónica comunión con muchos objetos irreconciliables. ¿Qué intranquiliza a los hombres sino el no poder enlazar sus conceptos con las cosas, el que el goce se les escape de entre las manos, que lo deseado venga harto tarde y que todo lo alcanzado y obtenido no haga sobre su corazón el efecto que el anhelo nos hace presentir desde lejos? El destino ha colocado al poeta sobre todo esto, por decirlo así, como un Dios. Ve cómo se agitan sin objeto la maraña de pasiones, familias o imperios; ve, causando innumerables y dañinas perturbaciones, los insolubles enigmas de la incomprensión, a los que con frecuencia sólo falta un monosílabo para ser resueltos. Participa en la tristeza y alegría de cada destino humano. Cuando el mundano arrastra sus días en una extenuante melancolía a causa de alguna gran pérdida, o va al encuentro de su destino con aturdida alegría, el alma del poeta, impresionable y sensible, marcha como el viajero sol, desde la noche al día, y concierta su arpa con la alegría y el dolor. Nacida espontáneamente en el campo de su corazón, crece la hermosa flor de la cordura, y mientras los otros sueñan despiertos y todos sus sentidos son amedrentados por representaciones monstruosas, él vive, como despierto, el sueño de la vida, y a un tiempo es para el pasado y porvenir lo más extraño que puede acontecer. Y de este modo el poeta es, al propio tiempo, maestro, vate, amigo de los dioses y de los hombres. ¡Cómo! ¿Quieres que descienda hasta un penoso oficio? Él, que ha sido hecho como un pájaro para cernerse sobre el mundo, anidar en las altas cimas y alimentarse de botones de flores y de frutas, saltando ligeramente de rama en rama, ¿debería al propio tiempo tirar del arado como un buey, acostumbrarse a seguir una pista como un perro o, quizá, amarrado a la cadena, guardar con sus ladridos una casa de campo?

Como puede pensarse, Werner habíalo oído con sorpresa.

-Si también los hombres hubieran sido hechos como los pájaros -ocurriósele decir- y, sin hilar ni tejer, pudieran pasar gratos días en permanente goce; si a la llegada del invierno pudieran trasladarse con tanta facilidad a lejanas comarcas para remediar la privación y resguardarse de la helada...

-Así vivieron los poetas en tiempos en que era mejor conocido lo digno de veneración -exclamó Guillermo-, y así debieran vivir siempre. Suficientemente dotados en su interior, poco necesitan por fuera; el don de comunicar a los hombres hermosos sentimientos, imágenes magníficas, en dulces palabras y suaves melodías apropiadas a cada asunto, encantaba antañamente al mundo y era rico patrimonio para los así dotados. En las cortes de los reyes, en las mesas de los ricos, ante la puerta de los amantes, escuchábanse sus canciones, cerrando el oído y el alma a toda otra cosa; como se reputa uno dichoso y se detiene encantado cuando en el bosquecillo, a través del cual se camina, se alza la voz del ruiseñor, fuertemente conmovedora. Encontraban un mundo hospitalario, y su condición, aparentemente inferior, levantábalos a tanta mayor altura. El héroe oye sus cantos, y el vencedor del mundo reverencia al poeta porque siente que, sin éste, su monstruosa existencia pasaría sobre la tierra como una borrasca; el amante desea sentir sus anhelos y sus goces de un modo tan múltiple y armónico como sabe describírselos el inspirado labio, y hasta el mismo rico no podría ver, por sus propios ojos, sus propiedades, sus ídolos, de modo tan precioso como se le presentan iluminados por el esplendor del espíritu, que siente y realza todo valor. Sí; ¿quién, sino el poeta, ha creado los dioses, si me dejas hablar así; quién nos ha elevado hasta ellos y los ha bajado hasta nosotros?

-Amigo mío -repuso Werner, al cabo de algunas reflexiones-, he solido lamentar ya con frecuencia el que te empeñes en desterrar violentamente de tu alma lo que sientes con tanta fuerza. Me equivocaría mucho si no pensara que procederías mejor rindiéndote hasta cierto punto a ti mismo que no consumiéndote con imponerte una tan dura abdicación y arrebatándote, con esa inocente alegría, el goce de todo lo demás de la vida.

-¿Podré confesártelo, amigo mío -repuso el otro-, y no me encontrarás ridículo si te declaro que todavía hoy me persiguen aquellas imágenes, por mucho que huya de ellas, y que, si examino mi corazón, encuentro allí adheridos todos mis antiguos deseos, tan firmes como antes, más firmes aún que antes? Pero, ¿qué me resta al presente, desgraciado de mí? ¡Ay!, quien me hubiera predicho que tan pronto debían ser hechos pedazos los brazos de mi espíritu, con los que alcanzaba a lo infinito y esperaba ciertamente abrazar algo grande; quien me lo hubiera predicho, me habría reducido a la desesperación. Y ahora, cuando mi sentencia está pronunciada, cuando perdí a aquella que, como una divinidad, debía conducirme a la realización de mis deseos, ¿qué me resta, sino abandonarme al más amargo dolor? ¡Oh, hermano mío! -prosiguió diciendo-, no te engaño; en mis secretos propósitos, era ella la argolla de que pendía una escala de cuerda; con temeraria esperanza flota en los aires el aventurero, rómpese el hierro y queda destrozado a los pies de sus deseos. ¡Tampoco para mí hay ya ningún consuelo, ninguna esperanza más! No dejaré que subsista ninguno de estos desventurados papeles -exclamó, levantándose bruscamente.

Cogió un par de cuadernos, desgarrolos y los arrojó a la lumbre. En vano Werner intentó impedírselo.

-Déjame -exclamó Guillermo- ¿Para qué sirven estas hojas miserables? Ya no son para mí ni estímulos ni grados de desenvolvimiento. ¿Deben subsistir para atormentarme hasta el fin de mi vida? ¿Acaso alguna vez deben servirle al mundo de chacota, en lugar de suscitar compasión y horror? ¡Ay de mí y de mi suerte! Sólo ahora comprendo las quejas de los poetas, de los desgraciados vueltos a la prudencia por necesidad. ¡Durante cuánto tiempo no me tuve por inquebrantable, por invulnerable, y ahora, ¡ay!, veo que si un daño temprano y profundo impide el desarrollo, no hay lugar a restablecimiento! ¡Comprendo que debo llevarlo conmigo hasta la tumba! ¡No! Ni un solo día de mi vida debe apartarse de mí este dolor, que finalmente acabará por matarme, y su recuerdo también debe quedar en mí, vivir y morir conmigo; el recuerdo de la indigna... ¡Ay, amigo mío!, si he de hablar con mi corazón... de fijo que no era totalmente indigna. Su profesión, su suerte la han disculpado ya ante mí mil veces. Fui demasiado cruel; me inculcaste despiadadamente tu frialdad y dureza, has tenido prisionera a mi alma desconcertada y me has impedido que hiciera, por ella y por mí, lo que era debido a nosotros dos. ¡Quién sabe en qué situación la habré sumido, y sólo ahora, poco a poco, ocúrresele a mi conciencia pensar en qué desesperación, en qué desamparo la abandoné! ¿No sería posible que tuviera modo de disculparse? ¿No lo sería? ¡Cuántos errores pueden desconcertar al mundo! ¡Cuántas circunstancias pueden obtener perdón para la falta más grande!... Con qué frecuencia me la represento, en su soledad, apoyada en su codo y diciéndose: «¡Esta es la fidelidad, el amor que me prometía! ¡Romper con este rudo golpe la hermosa existencia que nos ligaba!»

Estalló en un torrente de lágrimas, echándose de bruces sobre la mesa, y regó los restantes papeles con su llanto.

Werner lo contemplaba con la confusión más grande. No había sospechado esta repentina explosión apasionada. Varias veces quiso cortar el discurso de su amigo, varias veces desviar la conversación, ¡pero en vano! No resistió al torrente. También aquí hizo su oficio la paciente amistad. Dejó pasar el violento acceso de dolor, mostrando con su silenciosa presencia, mejor que de cualquier otro modo, su sincera y viva compasión, y así permanecieron aquella velada; sumido Guillermo en la callada rumia de su dolor y espantado el otro del nuevo ataque de una pasión que creía tener dominada y vencida, desde muy atrás, con sus buenos consejos y solícitas amonestaciones.




ArribaAbajoCapítulo III

Después de tales recaídas, Guillermo solía consagrarse con tanta mayor solicitud a los negocios y la vida activa, y éste era el mejor camino para librarse del laberinto que procuraba atraerlo de nuevo. Sus buenas maneras para tratar con los extraños, su facilidad para llevar la correspondencia en casi todas las lenguas vivas daban cada vez mayores esperanzas a su padre y a su socio, y los consolaban de su enfermedad, cuyas causas no les habían sido conocidas, y de la pausa que había interrumpido su plan. Determinose por segunda vez la partida de Guillermo y lo encontramos montado en su caballo, con la maleta a las ancas, animado por el aire libre y el movimiento, acercándose a las montañas donde debía desempeñar algunas comisiones.

Recorría lentamente montes y valles con la sensación del placer más extremado. Rocas a pico, cascadas mugidoras, laderas cubiertas de vegetación, gargantas profundas, veíalas allí por primera vez, y, sin embargo, sus tempranos ensueños habíanse cernido ya sobre tales comarcas. Ante tales cuadros, sentíase otra vez rejuvenecido; todos los dolores sufridos desvanecíanse de su alma, y con perfecta serenidad, se recitaba pasajes de diversos poemas, sobre todo del Pastor Fido, que manaban a borbotones de su memoria en aquellos solitarios lugares. También se acordaba de algunos lugares de sus propias poesías, que recitó con especial contento. Con todas las figuras del pasado prestaba vida al mundo que se tendía ante él, y cada paso que daba hacia el porvenir, estaba para él lleno con el presentimiento de importantes acciones y acaecimientos notables.

Diversas personas, que venían en fila unas tras otras, llegaban junto a él, se le adelantaban con un saludo y proseguían precipitadamente su camino a través de la montaña por sendas escarpadas, interrumpieron más de una vez su tranquilo soliloquio, sin que, sin embargo, les hubiera prestado gran atención. Por último, uniose a él un locuaz compañero y le contó la causa de la numerosa peregrinación.

-En Hochdorf -dijo- dan hoy por la noche una comedia, para la cual se reúnen todos los pueblos inmediatos.

-¡Cómo! -exclamó Guillermo-. ¿El arte dramático ha encontrado camino a través de estos impenetrables bosques y se ha erigido un templo en estas solitarias montañas? ¿Y tengo yo que concurrir como peregrino a su fiesta?

-Aún se asombrará usted mucho más -dijo el otro-, cuando sepa por quiénes es representada la obra. En ese lugar hay una gran fábrica que sostiene a mucha gente. El patrono, que, por decirlo así, vive alejado de toda sociedad humana, no sabe mejor modo de entretenimiento para sus trabajadores en invierno que sugerirles la idea de que representen comedias. No consiente que haya naipes entre ellos, y también desea apartarlos de costumbres groseras. Así pasan las largas veladas, y hoy, que es el cumpleaños del viejo, dan en su honor una fiesta extraordinaria.

Llegó Guillermo a Hochdorf, donde debía pernoctar, y se apeó en la fábrica, cuyo jefe figuraba también como deudor en su lista.

Cuando hubo dicho su nombre, exclamó sorprendido el viejo:

-¡Eh!, señor mío. ¿Es usted hijo de aquel excelente hombre a quien tantas gracias debo y, hasta ahora, todavía dinero? Tanta paciencia tuvo conmigo su señor padre, que necesitaría ser un malvado para no pagarle presuroso y alegre. Llega usted con oportunidad para ver que tomo el asunto en serio.

Llamó a su mujer, la cual también se alegró mucho de ver al mancebo; aseguró que se asemejaba a su padre y lamentó no poder alojarlo durante aquella noche a causa de los muchos forasteros.

El asunto era claro y pronto estuvo en regla; Guillermo se guardó un rollito de monedas de oro en el bolsillo y deseó que sus restantes negocios pudieran arreglarse tan fácilmente.

Arribó la hora del espectáculo; no se esperaba ya más que al superintendente de montes, quien, acabó por llegar, entró con algunos monteros y fue recibido con la mayor veneración.

Los invitados fueron conducidos entonces a la sala del teatro, la cual se hallaba dispuesta en una granja inmediata al jardín. Sala y escena, aunque sin gusto extraordinario, estaban adornadas linda y vistosamente. Uno de los pintores que trabajaban en la fábrica había sido ayudante de decorador en el teatro de la corte y había representado un bosque, una calle y una sala, aunque, a la verdad, algo toscamente. La obra la habían tomado del repertorio de una compañía ambulante y la habían arreglado a su propia manera. Tal como era, divertía. La intriga de que dos enamorados querían arrebatarle una muchacha a su tutor, y cada uno de ellos al otro, producía toda suerte de interesantes situaciones. Era la primera obra de teatro que veía nuestro amigo después de tanto tiempo; hizo diversas consideraciones; estaba llena de acción, pero sin pintura de verdaderos caracteres. Agradaba y entretenía. Tales son los comienzos de todo arte teatral. El hombre rudo queda satisfecho con tal de que vea suceder alguna cosa; el ilustrado quiere sentir, y la reflexión no es agradable sino para aquellos espíritus total y perfectamente cultivados.

Con gusto habría ayudado Guillermo a los actores en más de un pasaje, pues les faltaba poco para poder representar mucho mejor.

El humo de tabaco, que iba haciéndose cada vez más denso, perturbole en sus reflexiones silenciosas. El superintendente forestal había encendido su pipa ya desde el comienzo de la obra, y, poco a poco, otros varios fueron tomándose aquella libertad. También los perrazos de aquel señor dieron lugar a una desagradable escena. Cierto que los habían dejado fuera; sólo que no tardaron en descubrir el camino de la puerta de atrás, corrieron por la escena, se precipitaron sobre los actores, y saltando por encima de la orquesta, fueron a reunirse con su señor, que había ocupado el primer lugar del patio de butacas.

Como piececilla, fue presentado un homenaje. Sobre un altar, decorado con guirnaldas, colocaron un retrato del viejo en su traje de novio. Todos los actores lo reverenciaron humildemente; el niño más joven salió a escena, vestido de blanco, y pronunció un discurso en verso, con lo que toda la familia, y hasta el superintendente, que se acordaba de sus hijos, se conmovieron hasta el llanto. Terminó así la representación y Guillermo no pudo menos de subir a la escena para ver de cerca a las actrices, felicitarlas por su manera de representar y darles algún consejo para lo porvenir.

Los restantes asuntos de nuestro amigo, que fue desempeñando poco a poco en aldeas grandes y pequeñas de aquellas montañas, no se terminaron todos de modo tan feliz y placentero. Varios deudores pidieron nuevos plazos, algunos fueron descorteses, otros negaron la deuda. Según las instrucciones que le habían dado, debía demandar a algunos; tuvo que buscar un abogado, informarlo, comparecer ante el tribunal y todas las demás cosas análogas que traen consigo estos enojosos asuntos.

No le iba mejor cuando alguien quería hacer algo para obsequiarlo. Encontró muy pocas gentes que pudieran darle algunos informes; pocas, con las que esperara llegar a establecer útiles relaciones mercantiles. Como, además, desgraciadamente, se presentaron días lluviosos, con lo que un viaje a caballo por aquellas regiones se combinaba con insoportables molestias, dio gracias al cielo al acercarse otra vez a tierra llana, y cuando, al pie de la montaña, en una hermosa y fértil llanura, al margen de manso río, vio tendida, a los rayos del sol, una alegre ciudad rural, en la que, a la verdad, no tenía ningún asunto que arreglar, pero donde, por ello mismo, se decidió a detenerse un par de días, en busca de algún descanso para sí y su caballo, que había sufrido mucho con los malos caminos.




ArribaAbajoCapítulo IV

Al entrar en una posada del mercado encontró allí mucha alegría, o, por lo menos, mucha animación. Una gran compañía de funámbulos, saltabancos y volatineros, entre los cuales no faltaba un Hércules, habíanse albergado allí con mujeres y niños, y al prepararse para una pública representación, hacían un continuo alboroto. Ya disputaban con el huésped, ya entre ellos mismos, y si sus querellas eran insufribles, también eran totalmente insoportables las manifestaciones de su alegría. Indeciso acerca de si debía irse o quedarse, hallábase Guillermo a la puerta de la posada y contemplaba a los trabajadores que comenzaban a levantar un tablado en la plaza.

Una muchacha, que andaba por allí vendiendo rosas y otras flores, presentole una canastilla y él se compró un hermoso ramillete, que arregló después de otra manera, según su capricho, y lo contemplaba con deleite, cuando se abrió la ventana de otra posada, que estaba a un costado de la plaza, y se mostró en ella una damita de muy linda traza. A pesar de la distancia, pudo notar que un grato desenfado animaba su semblante. Sus blondos cabellos sueltos caían negligentemente sobre su cuello; parecía buscar con la vista al forastero. Poco después, un muchacho que llevaba una chaquetilla blanca y un delantal de peluquero salió por la puerta de aquella casa, llegose a Guillermo, lo saludó y le dijo:

-La dama de la ventana me envía a preguntarle si no querría usted cederle una parte de sus hermosas flores.

-Están todas a su disposición -respondió Guillermo, tendiendo el ramo al despejado emisario, y haciéndole al mismo tiempo una cortesía a la bella, a la que contestó ella con amable saludo y se retiró de la ventana.

Preocupado con aquella graciosa aventura, subía Guillermo la escalera hacia su cuarto, cuando atrajo su atención una criatura que bajaba a saltos. Un corto juboncillo de seda con mangas acuchilladas a la española, un ceñido y largo pantalón con huecos faldoncillos sentábanlo a las mil maravillas. Sus largos cabellos negros estaban rizados y entretejidos en bucles y trenzas en torno a su cabeza. Contempló con asombro la figura y no podía ponerse de acuerdo consigo mismo acerca de si debía tenerla por un chico o una chica. Sin embargo, pronto se decidió por lo último, y la detuvo cuando pasaba por su lado, diole los buenos días y le preguntó a quién pertenecía, aunque ya podía ver fácilmente que tenía que ser un miembro de la compañía saltante y danzante. Mirolo ella de reojo, con una penetrante y negra mirada al desprenderse de sus manos, y corrió a la cocina sin responderle.

Llegado a lo alto de la escalera, encontrose, en la vasta antecámara, con dos hombres que se ejercitaban en la esgrima, o más bien, que parecían ensayar su destreza uno con otro. El uno pertenecía manifiestamente a la compañía de acróbatas que se alojaba en la casa; el otro tenía un aspecto menos rudo. Guillermo los contempló y tuvo motivos para admirar a ambos; y no mucho después, cuando el barbinegro y nervudo campeón abandonó el combate, el otro, con mucha amabilidad, ofreciole el florete a Guillermo.

Si quiere usted un discípulo a quien enseñar -respondió éste-, con gusto me atreveré a tener algunos asaltos con usted.

Lidiaron juntos, y aunque el desconocido era muy superior al recién llegado, fue, sin embargo, lo bastante cortés para asegurar que todo estribaba en la falta de ejercicio, y, en realidad, Guillermo había mostrado que en tiempos anteriores había aprendido a fondo la esgrima con un buen maestro alemán.

Su entretenimiento fue interrumpido por el estruendo con que salía de la posada la abigarrada compañía, para anunciar a la ciudad sus ejercicios y despertar curiosidad por ver sus habilidades. Un tambor seguía al entrepreneur, a caballo, y tras él una bailarina, sobre un jamelgo análogo, la cual llevaba delante de sí un niño muy adornado de cintas y oropeles. Luego venía, a pie, el resto de la compañía, algunos de los cuales llevaban sobre sus hombros, con facilidad y sin esfuerzo, niños en las posturas más extravagantes, entre las que atrajo de nuevo la atención de Guillermo aquella figura joven y sombría de los negros cabellos.

Payaso corría chistosamente de un lado a otro entre la compacta muchedumbre y repartía los programas con fáciles chanzas, ya besando a una moza o azotando a un chicuelo, con lo que despertaba entre el pueblo el irresistible afán de conocerlo más íntimamente.

Los anuncios impresos elogiaban las plurales habilidades de la compañía, especialmente de un monsieur Narciso y una demoiselle Landrinette, los cuales, como personajes principales, habían tenido la prudencia de abstenerse de figurar en la comparsa, dándose así un aire más distinguido y excitando mayor curiosidad.

Durante el desfile, había vuelto a dejarse ver en la ventana la hermosa vecina y Guillermo no dejó de pedir a su acompañante informes sobre ella. Este, a quien por el momento designaremos con el nombre de Laertes, ofreciose a llevar a Guillermo a presencia de la hermosa.

-Esa dama y yo -dijo sonriéndose- somos los últimos restos de una compañía dramática que naufragó aquí hace poco tiempo. La gracia del lugar nos decidió a quedarnos una temporada y a consumir tranquilamente nuestros escasos ahorros, mientras un amigo se puso en camino para buscar una contrata para él y para nosotros.

Laertes acompañó al punto a su nuevo conocido hasta la puerta de Filina, donde lo dejó por unos instantes para ir a comprar confites en una cercana tienda.

-De fijo que habrá de agradecerme usted -dijo al volver-, que le proporcione tan lindo conocimiento.

La dama salió de su cuarto, al encuentro de los visitantes, calzada con un par de ligeras zapatillas de tacones altos. Había echado una mantilla negra sobre su blanco negligé, el cual, precisamente por no estar del todo limpio, prestábale un aire cómodo y doméstico; su faldita corta dejaba ver los pies más lindos del mundo.

-Sea usted bien venido -díjole a Guillermo-, y reciba las gracias por sus hermosas flores.

Guiolo a su habitación, cogiéndolo con una mano, mientras con la otra estrechaba contra su pecho el ramillete. Cuando se hubieron sentado y estuvieron metidos en una frívola conversación, a la que supo dar ella encantadores giros, derramó Laertes en el regazo de la dama un puñado de almendras tostadas, que ella comenzó a mordisquear al instante.

-¡Vea usted qué criatura es este joven! -exclamó ella-. Querrá convencerle de que soy grande amiga de tales golosinas y es él quien no puede vivir sin disfrutar de cualquier laminería.

-Reconozcamos que en esto, como en otras muchas cosas -respondió Laertes-, nos gusta hacernos compañía. Por ejemplo -continuó diciendo-, hace hoy un hermoso día; opino que vayamos a pasear en coche y comamos en el molino.

-Con gran placer -dijo Filina-. Tenemos que proporcionarle a nuestro nuevo amigo una pequeña distracción.

Laertes salió corriendo, pues nunca iba al paso, y Guillermo quiso retirarse un momento a su casa para hacer que le arreglaran los cabellos, que aún tenía revueltos del viaje.

-¡Puede hacerse aquí! -dijo ella; llamó a su pequeño sirviente, obligó a Guillermo, de la más linda manera, a que se quitara la casaca, se pusiera su peinador y se dejara peinar en su presencia.

-No hay que desperdiciar el tiempo -dijo ella-; no se sabe cuánto podremos estar reunidos.

El mozo, más insolente y despechado que inhábil, no se condujo de lo mejor, tirole de los cabellos a Guillermo y parecía no querer acabar nunca. Filina lo reprendió algunas veces por su grosería y, por último, impacientándose, lo apartó de allí y lo puso en la puerta. Ella misma encargose entonces de aquella labor y rizó los cabellos de nuestro amigo con gran suavidad y elegancia, aunque tampoco parecía apresurarse mucho, y ya una cosa, ya otra, siempre tenía que corregir algo en su trabajo, sin poder evitar tampoco el que sus rodillas tocaran con las del joven, y acercara tanto a los labios de nuestro amigo el ramillete y su escote, que más de una vez, viose él en la tentación de imprimir allí un beso.

Cuando Guillermo se hubo limpiado la frente, con un cuchillito de polvos, díjole ella:

-Guárdeselo usted y acuérdese de mí al usarlo.

Era un lindo cuchillito; el mango, de acero incrustado, mostraba esta amable inscripción. «Acuérdate de mí.» Metiolo en su bolsillo Guillermo, diole las gracias y pidió permiso para hacerle en cambio un pequeño obsequio.

Estaban ya dispuestos. Laertes había traído el coche y emprendieron una divertida excursión. A cada pobre que salía a pedirles limosna, Filina le arrojaba algo por la portezuela, dirigiéndole algunas animadoras y amables palabras.

Apenas habían llegado al molino y encargado la comida, cuando se oyó música delante de la casa. Eran unos mineros que cantaban varias lindas canciones, con voces vivas y agudas, acompañados por cítara y triángulo. No pasó mucho tiempo antes de que la masa de gentes que allí acudían formara corro en torno a los cantores y el grupo de nuestros amigos significoles su aprobación desde la ventana. Cuando los otros observaron la atención general, ensancharon su círculo y parecieron prepararse para ejecutar su pieza más importante. Después de una pausa adelantose un minero con un pico, y mientras los otros tocaban una grave melodía, representó la acción de abrir una mina.

No había transcurrido mucho tiempo, cuando un aldeano salió de entre la multitud e hizo comprender al otro, amenazándolo pantomímicamente, que debía largarse de allí. El público se quedó muy asombrado y sólo reconoció en el campesino a un minero disfrazado, cuando abrió la boca y reprendió al otro, en una especie de recitativo, por atreverse a ejercer aquel oficio en su campo. Aquél no se desconcertó, sino que comenzó a explicar al aldeano que tenía el derecho de cavar allí, dándole al mismo tiempo las primeras nociones de minería. El aldeano, que no comprendía la extraña terminología, hacía toda clase de necias preguntas, con lo que los espectadores, que se sentían mejor enterados, prorrumpían en francas carcajadas. El minero trataba de informarlo y le mostraba las ventajas, que acabarían por llegar hasta él, de que fueran explotados los tesoros subterráneos del país. El aldeano, que primero lo había amenazado con golpes, dejose apaciguar poco a poco y se separaron como buenos amigos; pero, especialmente el minero, salía del conflicto de la manera más honrosa.

-En este breve diálogo -dijo a la comida Guillermo- tenemos el más vivo ejemplo de lo útil que podría ser para todas las profesiones el teatro; de cuántas ventajas tendría que sacar de él el propio Estado si se llevaran a la escena las ocupaciones, oficios y empresas de los hombres por su lado bueno y digno de alabanza y desde el punto de vista desde el cual el Estado mismo tiene que protegerlos y honrarlos. Ahora sólo se nos presenta el lado ridículo de los hombres; el poeta cómico no es más que un malévolo inspector, con la vista siempre vigilante sobre las faltas de sus conciudadanos, y que sólo parece contento cuando puede colgarlos algún defecto. ¿No debería ser un trabajo agradable y digno para un hombre de Estado abarcar con la mirada las influencias naturales y recíprocas de todas las clases sociales y dirigir en sus trabajos a un poeta que tuviera el ingenio necesario? Estoy convencido de que por este camino se imaginarían obras muy entretenidas, a un tiempo útiles y amenas.

-Según pude observar en todas las partes por donde anduve rodando -dijo Laertes-, sólo se sabe prohibir, impedir y negar; rara vez mandar, fomentar y recompensar. Déjase que todo en el mundo vaya como quiera hasta que surge el daño; entonces se enojan y golpean sobre él.

-Dejadme en paz con el Estado y los hombres de Estado -dijo Filina-; no puedo figurármelos más que con pelucas, y una peluca, llévela quien la lleve, siempre produce en mis dedos movimientos convulsivos.; al punto tengo ganas de arrancársela al excelentísimo señor, saltar con ella por el cuarto y reírme a costa de la cabeza calva.

Con algunas animadas canciones, que cantó muy lindamente, cortó Filina la conversación, y los indujo a un rápido regreso, a fin de no perder cosa alguna de las habilidades de los funámbulos, a la caída de la tarde. En el viaje de vuelta prosiguió su liberalidad para con los pobres, chocarrera hasta la licencia, y, por último, cuando se hubo acabado su dinero y el de sus compañeros de viaje, arrojó por la portezuela su sombrero de paja a una moza y su chal a una vieja.

Filina invitó a sus dos acompañantes a que subieran a su casa, porque, según decía, desde sus ventanas se podía ver mejor el público espectáculo que no desde la otra posada.

Cuando llegaron encontraron el tablado armado y decorado su fondo con tapices. Los trampolines estaban ya dispuestos, sujeta en los postes la cuerda floja, y la cuerda tensa tendida sobre los caballetes. La plaza estaba bastante llena de gente y las ventanas con espectadores de cierta alcurnia.

Payaso ganose primero la atención y el buen humor de la asamblea con algunas tonterías de las que siempre suelen hacer reír a los espectadores. Algunos niños, cuyos cuerpos mostraban las más extrañas dislocaciones, suscitaron ya admiración o ya espanto, y Guillermo no pudo substraerse a la más profunda piedad cuando vio a la niña, por la cual se había interesado desde la primer mirada, realizar con cierto trabajo algunas contorsiones raras. Mas pronto excitaron un vivo placer los alegres saltarines, cuando, primero aisladamente, después en fila, y, por último, todos juntos, dieron saltos mortales por los aires hacia adelante y hacia atrás. En toda la reunión estallaron sonoros aplausos y gritos de alegría.

Pero después la atención se dirigió hacia muy diverso objeto. Los niños, uno tras otro, debían andar por la cuerda, primero los principiantes, a fin de que con sus ejercicios alargaran el espectáculo y pusieran de manifiesto las dificultades del arte. Mostráronse también algunos hombres y mujeres que trabajaban con bastante habilidad, pero todavía no eran monsieur Narciso ni la demoiselle Landrinette.

Por último, también salieron éstos de una especie de tienda, de detrás de unas desplegadas cortinas rojas, y, con su agradable figura y elegante traje, satisficieron la expectación de los espectadores, felizmente sostenida hasta entonces. Era él un avispado mozo, de mediana estatura, ojos negros y espesa mata de pelo; ella no estaba peor formada ni era menos fuerte; ambos mostraron sus habilidades en la cuerda, uno tras otro, con ligeros movimientos, saltos y extrañas posturas. La ligereza de la mujer, la audacia del hombre, la seguridad con que realizaban ambos sus trabajos hicieron redoblar la alegría general con cada paso y salto. El decoro con que se conducían, las visibles atenciones que les prodigaban los otros les daban trazas como de ser amos y señores de toda la compañía y todos los juzgaron dignos de su rango.

El entusiasmo del pueblo se comunicó a los espectadores de las ventanas; las damas miraban invariablemente a Narciso; los caballeros, a Landrinette. El pueblo los aclamaba y el público más distinguido no se abstenía del aplauso; apenas nadie se reía ya con Payaso. Pocos fueron los que se escabulleron cuando algunos de la compañía fueron a recaudar dinero, en platos de estaño, abriéndose paso entre la muchedumbre.

-Paréceme que han sabido disponer bien sus cosas -díjole Guillermo a Filina, que estaba a su lado en la ventana-; admiro la inteligencia con que han ido presentando, poco a poco, hasta la menor de sus habilidades, cada una a su debido tiempo, formando un conjunto con la torpeza de sus niños y el «virtuosismo» de sus mejores artistas, que al principio excitó nuestra atención y después nos entretuvo del modo más grato.

El pueblo se había ido retirando poco a poco y la plaza se había quedado vacía, mientras que Filina y Laertes discutían la figura y las habilidades de Narciso y Landrinette, mofándose uno de otro. Guillermo vio en la calle la extraña criatura, en medio de otros niños que jugaban, y se lo hizo observar a Filina, la cual, al punto, con su vivacidad habitual, llamó a la niña y le hizo señas, y como ella no quisiera subir, taconeó cantando por las escaleras abajo y la condujo arriba.

-Aquí está el enigma -exclamó, arrastrando a la niña al interior de la habitación.

Esta se quedó en pie junto a la entrada, como si al instante quisiera volver a deslizarse fuera, colocó la mano derecha delante del pecho, la izquierda en la frente, y se inclinó profundamente.

-Nada temas, querida niña -dijo Guillermo acercándosele.

Ella lo miró con vacilante mirada y se adelantó algunos pasos.

-¿Cómo te llamas? -preguntó él.

-Me llaman Mignon.

-¿Cuántos años tienes?

-Nadie los ha contado.

-¿Quién es tu padre?

-El gran diablo ha muerto.

-Bien raro es todo esto-exclamó Filina.

Preguntáronle todavía algunas cosas más y ella dio sus respuestas en un alemán mal articulado, con singular solemnidad, y cada vez que hablaba posaba las manos en el pecho y la frente e inclinábase hasta el suelo.

Guillermo no se hartaba de mirarla. Sus ojos y su corazón eran irresistiblemente atraídos por la misteriosa condición de aquel ser. Juzgó que tendría doce o trece años: su cuerpo estaba bien formado, pero sus miembros prometían un crecimiento más robusto o denunciaban un desarrollo retrasado. Sus facciones no eran correctas, pero sorprendentes; llena de misterio la frente, la nariz extraordinariamente hermosa, y la boca, todavía bastante ingenua y encantadora, aunque para su edad pareciese harto apretada y a veces agitara violentamente un lado de los labios. Bajo los afeites, apenas podía reconocerse el moreno color de su semblante. Esta figura impresionó muy hondamente a Guillermo; considerábala siempre en silencio y se olvidó de los presentes sumido en su contemplación. Filina lo arrancó de su semisueño, dándole a la niña algunas golosinas que habían quedado y haciéndole señas de que se fuera. Hizo sus reverencias como antes, y salió por la puerta con la rapidez del rayo.

Cuando llegó la hora en que nuestros nuevos conocidos debían separarse por aquella noche, todavía concertaron una excursión para el día siguiente. Querían ir otra vez a comer al campo, pero a lugar distinto, a un vecino pabellón de caza. Guillermo dijo aún aquella noche muchas cosas en elogio de Filina, a lo que Laertes no respondió más que en tono ligero y con pocas palabras.

A la mañana siguiente, después de haber vuelto a ejercitarse durante una hora en la esgrima, fueron a la posada de Filina, ante la cual ya habían visto llegar el carruaje que habían encargado. Pero ¿cuál no fue la admiración de Guillermo al ver que el coche había desaparecido, y, lo que es más, Filina tampoco se encontraba en casa? Según les refirieron, había ocupado el coche con un par de desconocidos, llegados aquella misma mañana, y se había marchado con ellos. Nuestro, amigo, que se había prometido un agradable entretenimiento en la compañía de la dama, no podía ocultar su enojo. Por el contrario, Laertes se reía y exclamó:

-¡Así me gusta! ¡Es bien propio de ella! Pero vayamos al pabellón de caza; hállese dondequiera, no perdamos nuestra excursión por su culpa.

Como Guillermo siguiera censurando, por el camino, esta inconsecuencia de conducta, díjole Laertes:

-No puedo encontrar inconsecuente a alguien que se mantiene fiel a su carácter. Si ella se propone hacer alguna cosa o le promete algo a alguien, hácelo siempre con la tácita condición de que le sea cómodo realizar el propósito o cumplir la promesa. Lo gusta hacer regalos, pero siempre tiene que estar uno dispuesto a devolverle lo regalado.

-Es un raro carácter -repuso Guillermo.

-Nada raro, salvo que no es hipócrita. Por eso la quiero, y hasta soy su amigo, porque me representa de modo tan puro el sexo contra el cual tengo tantos motivos de odio. Es para mí como la verdadera Eva, primera madre de todo el sexo femenino; así son todas, sólo que no quieren convenir en ello.

En medio de diversas conversaciones, en las que Laertes expresó muy vivamente su odio contra el sexo femenino, aunque sin decir la causa, habían llegado al bosque, en el que Guillermo entró en muy mala disposición de ánimo, porque las manifestaciones de Laertes habían hecho revivir el recuerdo de sus relaciones con Mariana. No lejos de una sombrosa fuente, bajo magníficos árboles viejos, encontraron sola a Filina, sentada ante una mesa de piedra. Los recibió cantando una alegre cancioncilla, y como Laertes le preguntara por su compañía, exclamó ella:

-Los engañó lindamente; me burlé de ellos, como se lo merecían. Ya por el camino puse a prueba su liberalidad, y como advertí que eran de la familia de los golosos tacaños, al punto me propuse castigarlos. A nuestra llegada, preguntáronle al camarero qué había de comer, el cual, con su habitual desembarazo de lengua, les ofreció lo que había y más de lo que había. Observó su perplejidad, se miraban uno a otro, balbuceaban y preguntaban por los precios. «¿Cómo dudan ustedes tanto tiempo?», exclamé yo; «la mesa es asunto de las damas; déjenme ustedes que me ocupe de ello». Comencé al instante a encargar una comida insensata, muchas de cuyas cosas tenían que ser traídas por propio de las cercanías. El camarero, a quien había puesto en el secreto con un par de muecas, acabó por ayudarme, y de este modo los hemos espantado hasta tal punto con la imagen de un magnífico banquete, que por fin se decidieron a dar un paseo por el bosque, del cual será muy difícil que vuelvan. Estuve riéndome yo sola durante un cuarto de hora y habré de reírme cada vez que piense en sus caras.

A la mesa, Laertes recordó otros casos análogos, y así, se dejaron ir por la pendiente de contar historias divertidas, equivocaciones y chascarrillos.

Un joven, conocido suyo de la ciudad, vino paseándose con un libro por el bosque, sentose a su mesa y ensalzó el hermoso lugar en que se hallaban. Les hizo prestar atención al murmullo de la fuente, al movimiento de las ramas, a los efectos de luz y al canto de las aves. Filina cantó una cancioncita sobre el cuco, la cual, al recién llegado, no pareció sentarle muy bien; despidiose pronto.

-¡Si nunca más volviera a oír hablar de la naturaleza y de las escenas de naturaleza! -exclamó Filina, cuando se hubo alejado-. Nada hay tan insoportable como que le detallen a uno los placeres de que goza. Si hace buen tiempo va uno de paseo, como baila cuando suena la música. Pero ¿quién va a pensar ni por un momento en la música o en el buen tiempo? Quien baila nos interesa y no el violín, y ver un par de hermosos ojos negros hace gran bien a un par de ojos azules. ¡Qué nos importan al lado de eso las fuentes y los veneros y los viejos tilos mohosos!

Y al decir esto miraba a Guillermo, que estaba sentado frente a ella, con una mirada en los ojos que aquél no pudo resistir, y que, por lo menos, penetró hasta las puertas de su corazón.

-Dice usted bien -le respondió con cierto embarazo-: el ser humano es lo más interesante para el ser humano y acaso lo único que debería importarle. Todo lo demás que nos rodea sólo es el elemento en que vivimos o el instrumento de que nos servimos. Cuanto más reparamos en esas cosas, cuanto más las observamos y nos interesamos por ellas, tanto más débil se hace en nosotros el sentimiento de nuestra propia significación y el sentimiento de la sociedad. Los hombres que conceden gran valor a jardines, edificios, trajes o adornos, o a cualquiera otra propiedad, son menos sociables y agradables; pierden de vista a los seres humanos, a los que sólo muy pocos consiguen regocijar y reunir. ¿No lo vemos también en el teatro? Un buen comediante nos hace olvidar muy pronto una miserable o impropia decoración; por el contrario, la más hermosa escena hace mucho más sensible la falta de buenos cómicos.

Después de comer, Filina se sentó a la sombra, en el alto césped. Sus dos amigos tuvieron que llevarla gran cantidad de flores. Tejiose toda una guirnalda y se la puso en la cabeza; parecía increíblemente encantadora. Las flores alcanzaban aún para otra; también la tejió, teniendo a los dos hombres sentados a su lado. Cuando estuvo terminada, entre juegos y bromas de toda clase, púsola con la mayor gracia en la cabeza de Guillermo, moviéndola más de una vez de un lado a otro, hasta que pareció estar bien colocada.

-Según parece, yo tendré que volverme sin nada -dijo Laertes.

-De ningún modo -repuso Filina-. No debéis tener de qué quejaros.

Quitose de la cabeza su guirnalda y se la puso a Laertes.

-Si fuéramos rivales -dijo éste- podríamos disputar ardientemente para saber a cuál de los dos habías favorecido más.

-Entonces seríais locos verdaderos -respondió ella, inclinándose hacia Laertes y presentándole la boca para que se la besara; pero se volvió en seguida, enlazó con sus brazos a Guillermo e imprimió, sobre sus labios un ardiente beso.

-¿Cuál supo mejor? -preguntó jocosamente.

-¡Es bien raro! -exclamó Laertes-. Parece como si eso no pudiera saberle amargo a nadie.

-Lo mismo que cualquier don -dijo Filina-, de que se goza sin envidia ni escrúpulos. Ahora tendría yo ganas de bailar una hora -exclamó luego-, y después debemos ir otra vez a ver a nuestros volatineros.

Fueron hacia el pabellón y encontraron allí música. Filina, que bailaba bien, animó a sus dos compañeros. Guillermo no era torpe, aunque le faltara ejercicio artístico. Sus dos amigos se propusieron darle lecciones.

Se retrasaron. Los funámbulos habían comenzado ya a lucir sus habilidades. Había en la plaza muchos espectadores; sin embargo, al bajarse del coche pudieron observar nuestros amigos un tumulto que había llevado a gran número de personas hacia la puerta de la posada donde se alojaba Guillermo. Corrió allí para ver lo que ocurría y, al abrirse paso entre la muchedumbre, descubrió con horror que el jefe de la compañía acrobática se empeñaba en sacar de la casa a la interesante niña, arrastrándola por los cabellos, y aporreaba despiadadamente su cuerpecito con un mango de látigo.

Guillermo se precipitó como un rayo sobre aquel hombre y lo cogió por el pecho.

-Suelta a la criatura, o uno de los dos no saldrá vivo de este sitio -exclamó, como un loco, Guillermo.

Al mismo tiempo agarraba a aquel bribón por la garganta, con una fuerza que sólo podía darle su enojo, tanto, que el otro, que creía asfixiarse, soltó a la niña y trató de defenderse de su agresor. Algunas gentes, que sentían compasión por la niña, pero no se habían atrevido a iniciar la pelea, cayeron al instante sobre el volatinero, le sujetaron los brazos, lo desarmaron y lo amenazaron con muchas injurias. Este, al verse reducido a las armas de su lengua, comenzó a amenazar y a maldecir espantosamente: la criatura, inútil y perezosa, no quería cumplir con su deber; se negaba a bailar la danza de los huevos, que estaba prometida al público; quería matarla, y nadie debía impedírselo. Trataba de soltarse para buscar a la niña, que se había deslizado entre el público. Guillermo lo detuvo y exclamó:

-No verás ni tocarás a esa criatura antes de que des cuenta ante el juez de dónde la has robado; te perseguiré hasta el fin; no te me escaparás.

Estas palabras pronunciadas por Guillermo sin pensamiento ni intención, en el ardor de su cólera, nacidas de un obscuro sentimiento o, si se quiere, de una inspiración, calmaron de repente a aquel hombre furioso. Exclamó:

-¡Qué tengo yo que ver con esa inútil criatura! Págueme lo que me costaron sus vestidos y puede usted quedarse con ella; esta noche lo concertaremos.

Apresurose después a proseguir el interrumpido, espectáculo, calmando la impaciencia del público con algunos importantes números.

Visto que se había restablecido la calma, Guillermo buscó a la niña, sin poder encontrarla por ninguna parte. Algunos pretendían haberla visto en la guardilla, otros en los tejados de las casas inmediatas. Después de haberla buscado por todas partes, hubo que tranquilizarse y esperar a ver si quería presentarse espontáneamente.

Entretanto, Narciso había vuelto a la posada, y Guillermo lo interrogó sobre el destino y el origen de la niña. Aquél no sabía nada, pues no hacía mucho tiempo que estaba con la compañía; refirió, en cambio, sus propias aventuras con gran facilidad, y mucho aturdimiento. Cuando Guillermo le dio sus parabienes por los grandes triunfos de que podía regocijarse, manifestó gran indiferencia.

-Estamos acostumbrados a que se rían de nosotros o admiren nuestras habilidades -dijo-; pero de nada nos aprovechan los más extraordinarios aplausos. El empresario nos paga, y él verá cómo pone en la cuenta todo esto.

Despidiose después y quiso alejarse con rapidez.

A la pregunta de adónde quería ir con tanta prisa, sonriose el mancebo y confesó que su figura y talentos le habían procurado algunos aplausos más positivos que los del gran público. Había recibido mensajes de diversas damas que, muy solícitamente, pedían tratarlo más de cerca, y temía que antes de medianoche apenas tendría terminadas las visitas que le era preciso hacer. Continuó refiriendo sus aventuras con la mayor franqueza, y habría indicado nombres, calles y casas si Guillermo no lo hubiera apartado de tamaña indiscreción, despidiéndolo cortésmente.

Entretanto, Laertes había conversado con Landrinette y aseguró que era plenamente digna de ser mujer y de serlo para siempre.

Después vinieron las negociaciones con el empresario acerca de la niña, la cual le fue cedida a nuestro amigo mediante treinta táleros, a cambio de los que el barbinegro y violento italiano renunciaba plenamente a todas sus pretensiones; sobre el origen de la niña no quiso confesar otra cosa sino que la había tomado consigo a la muerte de su hermano, que era llamado «el gran diablo», a causa de su extraordinaria destreza.

La mayor parte de la mañana siguiente se pasó buscando a la niña. En vano registraron todos los rincones de la posada y de las casas vecinas; había desaparecido, y se temía que se hubiera tirado a ahogar o se hubiera producido otro daño cualquiera.

Las gracias de Filina no pudieron disipar la intranquilidad de nuestro amigo. Pasó el día triste y pensativo, y también por la tarde, aunque volatineros y funámbulos emplearon todos sus talentos para atraerse al público, su espíritu no logró serenarse ni distraerse.

Con la afluencia de gentes de localidades vecinas habíase acrecentado extraordinariamente el número de los espectadores, y así rodaba la bola de nieve del buen éxito hasta una monstruosa magnitud. El salto sobre espadas y a través de toneles con fondos de papel causó gran sensación. El hombre atlético produjo sorpresa, espanto y horror, cuando se tendió entre dos sillas separadas, apoyando en una de ellas la cabeza y en otra los talones, hizo colocar un yunque sobre el centro de su cuerpo, que por nada era sustentado, y unos bravos oficiales de herrero forjaron en la bigornia una herradura.

También el número llamado «la fuerza de Hércules», una fila de hombres puestos de pie en los hombros de un primero, sosteniendo sobre sí mujeres y muchachos, de modo que se formaba una viviente pirámide cuyo vértice era un niño apoyado con la cabeza para abajo, como remate o veleta, no había sido visto aún en aquellas tierras y terminó dignamente el espectáculo. Narciso y Landrinette se hicieron llevar en sillas de manos, sobre los hombros de los otros, por las principales calles de la ciudad entre estrepitosos clamores de alegría de la muchedumbre. Arrojáronles cintas, ramos de flores y pañuelos de seda, y todos se estrujaban para contemplar sus caras. Cada cual parecía feliz con poder verlos y merecer una mirada de sus ojos.

-¿Qué actor, qué escritor, o, en general, qué criatura humana no se vería en la cúspide de sus deseos si lograra producir una impresión tan general mediante una buena acción o una noble palabra? Qué preciosa sensación se experimentaría si fuera posible extender los sentimientos de la humanidad, buenos, nobles y dignos, tan de prisa como por una descarga eléctrica; provocar tal entusiasmo entre el pueblo como lo han hecho estas gentes con su destreza corporal; inspirar a las muchedumbres la participación en todas las humanas impresiones; si, con las imágenes de la dicha y la desdicha, de la cordura y la locura, hasta del desatino y de la necedad, se pudiera inflamar al pueblo, agitarlo e infundir en su enmohecido interior una pura, viva y libre emoción.

Así habló nuestro amigo, y como ni Laertes ni Filina parecían dispuestos a proseguir tal discurso, entretúvose él solo con estas favoritas reflexiones al pasear de noche por la ciudad, hasta muy tarde, persiguiendo de nuevo, con toda la vivacidad y libertad de una imaginación sin trabas, su antiguo deseo de hacer que lo bueno, lo noble y lo grande fueran perceptibles para los sentidos por medio del teatro.




ArribaAbajoCapítulo V

Al día siguiente, como los saltabancos hubieran partido con gran estrépito, al punto apareció Mignon y entró en la sala donde Guillermo y Laertes proseguían sus ejercicios de esgrima.

-¿Dónde te escondiste? -le preguntó Guillermo cariñosamente-. Nos pusiste en mucho cuidado.

La niña no respondió nada y lo miró.

-Ahora eres nuestra -exclamó Laertes-; te hemos comprado.

-¿Cuánto has pagado? -preguntó la niña secamente.

-Cien ducados -respondió Laertes-; si nos los devuelves, quedas libre.

-¿Es mucho dinero ése? -preguntó la niña.

-¡Oh, sí! Tienes que portarte bien.

-Quiero servir -respondió ella.

Desde aquel momento observó escrupulosamente lo que hacía el camarero en servicio de los dos amigos, y ya desde el día siguiente no consintió que volviera a entrar en la habitación. Quería hacerlo todo ella misma y desempeñó sus funciones, cierto que despacio y a veces torpemente, pero con la exactitud y el cuidado más grandes.

Con frecuencia se ponía delante de una vasija de agua y se lavaba el rostro, con ansia y violencia tan grandes, que casi se llagaba las mejillas, hasta que Laertes, a fuerza de preguntas y bromas, descubrió que de aquella manera trataba de verse libre de los afeites de su cara, y a causa del ardor con que lo hacía, tomaba por pintura tenaz los bermejos colores que con las fricciones provocaba en sus carrillos. Hiciéronselo comprender así, y ella dejó de hacerlo, y, después que hubo recobrado su tranquilidad, mostrose en su semblante un hermoso tinte moreno realzado solamente por algo de rojo.

Cautivado, más de lo que se lo confesaba a sí mismo, por los descarados encantos de Filina y por la misteriosa presencia de la niña, pasó varios días Guillermo en aquella singular compañía, y se justificaba ante sí mismo con su diligente ejercicio en el arte de la esgrima y en el de la danza, para lo cual no creía que le fuera fácil encontrar otra ocasión.

No poco asombro, y hasta cierto punto alegría, experimentó cierto día Guillermo al ver llegar a los señores de Melina, los cuales, inmediatamente después de los primeros saludos gozosos, preguntaron por la directora de la compañía y los restantes actores, y con gran espanto oyeron que aquélla se había marchado hacía ya mucho tiempo y éstos se habían dispersado por completo.

La joven pareja, inmediatamente después de su unión, para la cual, como sabemos, había sido auxiliada por Guillermo, habían buscado contrata en diversos lugares, no la habían encontrado en ninguno, y, por último, habían sido encaminados a esta pequeña ciudad, donde, algunas personas que habían encontrado en el camino, pretendían haber visto un buen teatro.

Cuando trabaron conocimiento, madama Melina no fue en modo alguno del agrado de Filina, ni su marido del vivo Laertes. Deseaban librarse al momento de los recién llegados, y Guillermo no podía inspirarles ninguna opinión favorable, aunque les asegurara repetidas veces que eran muy buena gente.

A la verdad, la ampliación del grupo no dejó de perturbar en más de un sentido la divertida vida que hasta entonces habían llevado nuestros tres aventureros, pues Melina comenzó al punto a regatear y a quejarse en la posada (había encontrado hospedaje en la misma en que vivía Filina). Por poco dinero quería tener el mejor alojamiento, comidas más copiosas y rápido servicio. Al cabo de breve tiempo pusieron malas caras el huésped y el camarero, y si los otros, para vivir alegres, lo consentían todo y pagaban prontamente para no tener que pensar más tiempo en lo que estaba ya consumido, Melina, al pagar las comidas, cuya clase y abundancia comprobaba con toda regularidad, siempre tenía que volver a recapitularlas desde el principio, de modo que Filina le llamaba, sin ceremonia, un animal rumiante.

Aún más odiosa era madama Melina para la jovial muchacha. Aquella joven esposa no estaba privada de educación, pero carecía por completo de talento y de alma. No declamaba mal, y siempre quería estar declamando; sólo que bien pronto se notaba que era una declamación puramente exterior, que sólo se apoyaba en paisajes aislados y no expresaba el sentimiento del conjunto. Con todo, no era fácil que fuera desagradable, sobre todo a los hombres. Los que la trataban solían más bien atribuirle una clara inteligencia, pues era, si puede emplearse así la palabra, un caso de mimetismo sentimental e intelectual; a un amigo, cuyo aprecio podía serle útil para algo, sabía lisonjearlo con especial cuidado, suscribiendo sus ideas hasta el punto que podía; mas tan pronto como se hallaban por encima de su horizonte de comprensión, recibía como en éxtasis las nuevas revelaciones. Sabía hablar y callar, y, sin poseer un carácter solapado, sabía acechar con gran atención cuál era el lado débil de los otros.



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