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Capítulo LXXIX

El conde de Floridablanca.

     Nos es de todo punto necesario dar a conocer a nuestros lectores, siquiera sea muy ligeramente, los principales acontecimientos de la época a que hacemos referencia, especialmente aquellos que se relacionan más directamente con alguno de los personajes históricos de quienes hacemos mención en el trascurso del relato que venimos refiriendo, y hemos esperado para hacerlo, precisamente el momento en que nos es de todo punto indispensable presentar a nuestros lectores uno de los hombres de más significación política de aquellos tiempos, tal como lo era el conde de Floridablanca, privado del señor rey D. Carlos III.

     Perdone, pues, el lector el pequeño paréntesis que nos vemos obligados a hacer, cediendo un pequeño espacio al juicio de un reputado historiador respecto al eminente jurisconsulto que acabamos de nombrar.

     Es innegable que Carlos III fue uno de los monarcas españoles que con más gloria suya y mejor acierto rigió los destinos de la española monarquía. Su principal talento, según nuestra humilde opinión, fue el tino con que supo elegir los hombres de que se rodeaba, y entre ellos figuró en primera línea el hábil político, el eminente hombre de Estado conde de Floridablanca.

     Como quiera que el principal objeto que nos guía en esta ocasión es el de dar a conocer a nuestros lectores en qué estado se hallaba la privanza del conde de Floridablanca en el momento en que tuvieron lugar los acontecimientos que hemos referido en el primer tomo de esta novela, así como en los que sucesivamente tenemos que referir, nos concretaremos a hacer de ello una ligera reseña.

     Apenas si ha habido ningún grande hombre que no haya tenido sus detractores, y no había de ser una excepción el buen conde de Floridablanca, mucho menos teniendo, como tenía, sobra de talento y participación en el poder.

     Una de las creaciones de más utilidad e importancia y de más trascendencia para el sistema general de una buena gobernación que se debiera al genio de Floridablanca, fue sin disputa la Junta de Estado, y que por lo mismo no sin razón se la denominó después Gobierno del señor reyD. Carlos III.

     A pesar de la conveniencia y utilidad de esta creación, del mérito indisputable de la Instrucción reservada para su gobierno, y del que a los ojos de los sabios y de los políticos contrajo el autor de este documento memorable, esta misma obra dio ocasión y sirvió de pretexto a los enemigos de Floridablanca, para tratar de indisponer al monarca con su primer ministro, representándosela como una invención para influir en los negocios de todos los departamentos a costa de rebajar la autoridad soberana, cuando en realidad de verdad y como lo exponía el mismo conde al rey, lo que con esto disminuía era la arbitrariedad ministerial, puesto que cada secretario del despacho sometía los asuntos de su ramo al juicio de los otros, y todos juntos se sujetaban a las reglas y principios consignados en la Instrucción, modificados y aprobados por el monarca, que por otra parte quedaba en libertad de conformarse o no con lo que le propusiera la junta de ministros.

     Por otra parte, sus reformas administrativas, en cuya parte se veía la tendencia a favorecer a las clases pobres y a mejorar la condición de los hombres laboriosos, así en las profesiones literarias como en las industriales, y a reducir los privilegios de la nobleza y de las clases exentas, le habían suscitado enemigos entre estas últimas, que hablaban con cierta ironía y menosprecio de su modesta alcurnia, y de cierta familiaridad y franqueza en sus modales que conservaba a pesar de los muchos años de poder ministerial, que hubieran podido enorgullecer a cualquiera otro, y de lo cual hacían objeto de sarcasmo, en vez de hacerlo de merecimiento, no pocos de los que pertenecían a la antigua grandeza española.

     El más encarnizado enemigo de Floridablanca entre los que tenía en la clase noble, lo era indudablemente el conde de Aranda, que aunque le había felicitado por su elevación al ministerio, y no podía menos de reconocer su gran talento y habilidad administrativa y política, no podía avenirse con el carácter del privado tan diametralmente opuesto al suyo.

     Jurisconsulto y nacido en el estado llano Floridablanca, militar y aristócrata de cuna aún más que de costumbres Aranda, ingenuo y terco éste en demasía, acostumbrado a hacer prevalecer sus dictámenes, y propenso a irritarse cuando no eran seguidos o hallaban alguna oposición; aquél más reservado y más flexible, aunque no muy paciente para sufrir censuras hechas con aspereza o con aire de superioridad; ya en su larga y frecuente correspondencia oficial como confidencial, en concepto de ministro de Estado el uno y de embajador el otro, habíanse cruzado muchas veces entre los dos palabras y frases ya en tono serio, ya en lenguaje semi-festivo, bien irónicas, bien agrias y algunas veces cáusticas, que por más que la política y la cortesanía acudieran a endulzarlas con algún correctivo, expuesto en son de franqueza que modificara su acritud, es de admirar que entre dos personajes da tal calidad y ambos puntillosos, no pararan en rompimiento.

     A consecuencia de haber enfermado su esposa doña Teresa en París, tuvo el de Aranda que mandarla a España, y no pudiendo sobrellevar sino con gran disgusto esta separación, resolvió abandonar la embajada de aquella nación, que le estaba confiada, e hizo dimisión de su cargo en mil setecientos ochenta y siete, la cual le fue aceptada por el monarca, y en virtud de ello regresó a España nuevamente el conde de Aranda. A su llegada a Madrid no demostró al ministro más simpatías de las que había manifestado por escrito en tanto fue embajador en la nación vecina. El general conde de O'Reilly era también enemigo de Floridablanca que había sido relevado a instancia suya del mando de Andalucía, pero que no acertaba a vivir en la corte sin el favor y las atenciones que en otro tiempo había gozado y de cuya pérdida culpaba también al ministro predilecto del rey. Por ser dos condes los que más se significaban en contra del que lo era de Floridablanca, consignó un escritor de aquella época la frase de un político que dijo: �Tres condes hay en Madrid que no pueden caber juntos en un saco.� Con lo cual predecía no habían de tardar en estallar las desavenencias surgidas entre dichos personajes, como así sucedió en efecto.

     El primer pretexto que tomaron los dos primeros para indisponer al segundo en el ánimo del monarca que tanto la amaba y favorecía, fue un Real decreto que se publicó en diez y seis de mayo de mil setecientos setenta y ocho, designando a las personas a quienes se había de dar el tratamiento de excelencias. Lo que sirvió de asidero al de Aranda para querellarse ante el monarca contra el decreto de veinte y cinco de mayo, fue la última parte en que se declaraba iguales en honores militares a todos los que tenían el tratamiento entero de Excelentísimos, pero viendo que nada se resolvía a su demanda, dirigió otra representación al ministro de la Guerra para que revocase el decreto de veinte y cinco de julio, exponiendo los repetidos lances que iban a sobrevenir entre los jefes militares de provincia y los nuevamente condecorados.

     Al mismo tiempo que estos acontecimientos tenían lugar, comenzó a circular una amarga sátira contra Floridablanca, y de rechazo también contra Campomanes, cuyo título era: �Conversación que tuvieron los condes de Floridablanca y de Campomanes el 20 de Junio de 1788.�

     En este escrito se censuraba el decreto de honores militares y además se acumulaban un sinnúmero de cargos calumniosos contra aquellos dos esclarecidos magistrados, y tal documento alcanzó gran boga entre la nobleza y la clase militar, habiendo contribuido mucho las damas de la corte a la propagación de semejante libelo el cual servía de sabroso entretenimiento y daba materia a la murmuración en las tertulias y reuniones.

     Agregóse al mencionado y calumnioso escrito cierta fábula titulada El Raposo, la cual vio la publicación en el Diario de Madrid (4 de Agosto 1788); en ella se pretendía retratar al conde de Floridablanca haciendo de su persona y carácter una apología tan indigna como infame. De esta fábula tuvieron el atrevimiento de mandarle a él mismo unas copias manuscritas a San Ildefonso, en una de las cuales creyó reconocer la letra de cierta dama de la nobleza que le era muy conocida.

     El más grande hombre tiene sus defectos y formaban parte de los de Floridablanca el no saber sobreponerse a ciertos ataques mostrándose por el contrario sensible a tales pequeñeces.

     Ordenó al superintendente de policía que investigara el origen y autores de los escritos que contra él circulaban y del objeto que se proponían sus enemigos.

     Recayeron sospechas sobre algunos personajes militares que eran conocidos por desafectos al ministro y sobre ellos se hizo sentir el ministerial enojo. Para alejar políticamente de España al consejero de Guerra marqués de Rubí, nombrósele para la embajada de Prusia, so pretexto de necesitarse allí un general de sus circunstancias. Comprendiólo él, hizo renuncia y en las contestaciones que tuvo con el ministro expresóse con bastante destemplanza y a consecuencia de esto, se le envió de cuartel a Pamplona. Diose el mando de la provincia de Guipúzcoa al inspector general de caballería don Antonio Ricardos. Al conde de O'Reilly la comisión de hacer un reconocimiento en las costas de Galicia. Hízose salir a su cuñado don Luis de las Casas a su gobierno de Orán, y hasta se significó al marqués de Aranda los inconvenientes de recibir en su tertulia personas que sin duda eran tenidas por enemigas del ministro de Estado.

     A pesar de haber revocado el rey el decreto sobre honores militares y de los destierros políticos de que hemos hecho mención, no cesaron sin embargo los ataques que de continuo se dirigían al primer ministro. De ser aquellos y tal vez algunos otros generales los que a su juicio habían formado empeño en desacreditarle o indisponerle con el rey y conspirar para su caída, infiérese harto claramente del escrito de defensa que le obligaron a hacer. Sea como quiera, es el caso que tanto mortificaba a Floridablanca aquella especie de persecución, que a pesar de continuar gozando de la confianza del monarca, quiso responder a todas las acusaciones que se le dirigían, presentando el rey un difuso y concienzudo escrito, que contenía una relación de todos sus actos ministeriales desde 1777, con el título de Memorial a Carlos III. Notabilísimo documento, cuyo contenido ensalzan todos los historiadores que de él se han ocupado, y del cual dice un historiador extranjero: �Honra su memoria este trabajo, como hombre y como ministro, y puede considerarse como la última de sus ocupaciones en el reinado de Carlos III.�

     He aquí como terminaba el notable escrito a que nos referimos:

     �Justo será ya dejar en reposo a V. M., y acabar con la molestia de esta difusa representación. Sólo pido a V. M., que se digne desdoblar la hoja que doblé en otra parte, cuando referí la bondad con que V. M. se dignó ofrecerme algún descanso. Si he trabajado, V. M. lo ha visto, y si mi salud padece, V. M. lo sabe. Sírvase V. M. emplearme en algunos trabajos propios de mi profesión y experiencia, allí podré hacerlo con más tranquilidad, más tiempo y menos riesgo de errar. Pero, señor, líbreme V. M. de la inquietud continua de los negocios, de pensar y proponer personas para empleos, dignidades, gracias y honores; de la frecuente ocasión de equivocar el concepto en esta y otras cosas, y del peligro de acabar de perder la salud, y la vida en la confusión y atropellamiento que me rodea. Hágalo V. M. quien por quien es, por los servicios que le he hecho, por el amor que le he tenido y tendré hasta el último instante, y sobre todo por Dios nuestro Señor, que guarde esa preciosa vida los muchos y felices años que le pido de todo mi corazón. Real Sitio de San Lorenzo, a 10 de octubre de 1788.�

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     Ya conoce ahora el lector en cuál estado se hallaban los asuntos del conde de Floridablanca en el momento en que vamos a ocuparnos de dicho personaje.

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