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Capítulo LXXXI

Qué era lo que ocurría en Valladolid el año de gracia de 1440.

     Sumamente preocupada se encontraba la corte del rey don Juan II de Castilla, a consecuencia de un suceso grave en sí y mucho más por las consecuencias que pudiera traer en pos de sí.

     El príncipe don Enrique, que a la sazón contaba quince años, y con el que ya empezaba a privar un doncel de su cámara, que se llamaba don Juan Pacheco, abandonó a instigación suya el alcázar y se fue a la casa del almirante de Castilla, enemigo de don Álvaro de Luna y partidario del rey de Navarra y del infante don Enrique. Tal suceso, acaecido en medio del día y a la faz de una corte asaz dividida y turbulenta, no pudo menos de causar sensación, y se aumentó considerablemente cuando al ir el conde de Castro y Ruy Díaz de Mendoza, mayordomo mayor del rey a decir al príncipe que se volviese al alcázar, les impuso por condición el destierro del doctor Periáñez, Alonso Pérez de Vivero, contador mayor del rey, y Nicolás Fernández de Villamizar, hechuras los dos últimos del condestable, y acérrimos defensores suyos los tres.

     Tal respuesta, que era un reto al poderoso privado, puso en terrible confusión al débil rey; pero que instigado por su esposa doña María, que odiaba al favorito, odio cuyos motivos explicaremos más adelante, accedió al fin, y las órdenes de destierro fueron firmadas.

     Un acontecimiento de esta especie, que si no demostraba una completa caída, por lo menos daba a entender que el poder del condestable amenguaba, no pudo menos de ocasionar grandes reuniones de los partidarios de entrambas facciones, que acudieron en seguida a las casas de sus respectivos jefes.

     Describir el furor que se apoderó de don Álvaro al saber la separación de sus tres amigos, sería imposible; baste decir, que el doctor Periáñez era su cabeza, Pérez de Vivero su corazón, y Fernández Villamizar su brazo.

     Él los había elevado, los había ennoblecido, y ellos le pagaban con una adhesión sin límites.

***

     Paseándose a largos pasos en la extensa cámara de su palacio, estaba don Álvaro de Luna, abstraído completamente en sus ideas.

     Hernando Velasco, su paje favorito, se mantenía de pie a respetuosa distancia, contemplando tristemente el mudo dolor de su amo.

     El conde de Fuentidueña, su amigo más íntimo, sentado en un dorado sillón, se entregaba también a análogos pensamientos que el condestable.

     Largo tiempo permanecieron en silencio, hasta que don Álvaro, parándose delante del paje; le preguntó:

     -�Pero estás cierto de lo que me has dicho, Hernando?

     -Por desgracia, demasiado; he visto yo mismo las órdenes de destierro.

     -�Y tan perentorias eran que no han podido venir a darme el adiós de despedida?

     -Como que no se les daba más tiempo que el preciso para montar a caballo y partir.

     -Han querido evitar que yo viera al rey y le hiciera variar de resolución; esto significa que o me temen o me desprecian. Vete, mi buen Hernando, descansa, que bastante necesidad tendrás de hacerlo.

     Salió el paje, y el condestable se dejó caer en un sillón, donde sepultando la cabeza entre sus manos, permaneció largo tiempo, que nosotros aprovecharemos para dar a conocer a nuestros lectores estos dos nuevos personajes.

***

     Don Álvaro de Luna, hijo del antiguo copero del rey don Enrique III y de una mujer de baja esfera, fue puesto por su tío el arzobispo don Pedro de Luna en la cámara del rey don Juan, cuando éste era aún muy niño.

     Dotado de una inteligencia superior a su edad, comprendió el inmenso partido que podía sacar de la situación en que la corte se encontraba.

     Doña Catalina de Lancaster, madre del rey, era asaz impresionable todavía para no reparar en el travieso paje, y sobradamente hermosa para que a éste no le satisfaciese su conquista.

     Dado este paso, el segundo sólo dependía del tiempo. Muchos años consagró a apoderarse del corazón del rey, y como por su suerte éste era demasiado débil, abandonó en manos de su favorito una corona harto pesada para aquellas sienes femeniles.

     La hábil negociación de Tordesillas, que dio por resultado el casamiento del infante don Enrique con la hermana del rey y el casamiento de éste poco antes con doña María de Aragón, añadieron al favorito el título de conde de Santisteban de Gormaz y el señorío de la villa del mismo nombre.

     Entonces su ambición se desembozó completamente, y la nobleza castellana se apresuró a coligarse contra aquella potencia que se elevaba y que amenazaba a sus fueros y privilegios. Esto, como era natural, tuvo sus consecuencias, que fueron las de obtener el condestable nuevas rentas y nuevos señoríos, para sostener las lanzas que le hacían falta para sofocar las rebeliones que su poder siempre en aumento le suscitaba.

     El enemigo más poderoso que tenía era la reina: él lo conoció así, y procuró inutilizarla por medio del amor. Doña María tenía esa hermosura bravía de la edad media, de pasiones fuertes y abrasadoras; el amor del niño rey no bastaba a aquella alma fogosa, y el audaz condestable tan enamorado como ambicioso, añadió aquella nueva flor a la corona de sus triunfos; mas como la pasión de la reina era cada día más exigente, y el fuerte del condestable no era la constancia, de ahí que aprisionado en las redes de otros nuevos amores, se olvidó de doña María, olvido que ésta no le perdonó, aborreciéndole tanto como antes le había amado.

***

     El aspecto de don Álvaro, en la época que lo presentamos al lector, causaba una mezcla de miedo, veneración y lástima imposible de describir.

     Joven todavía, pues sólo tendría cuarenta y cinco años, la grandeza de los pensamientos que en su imaginación bullían, habían surcado su frente de profundas arrugas; la costumbre de mando y el orgullo que le dominaba, habían dado a su boca una expresión desdeñosa y altiva; y los inmensos dolores que había sufrido, las decepciones de que era víctima, y la continua lucha que estaba sosteniendo, habían impreso en su semblante una sombra de hastío, de desaliento, imposibles de describir; únicamente aquel corazón soberbio que jamás se abatía, se reflejaba en sus grandes ojos negros, en los que podía decirse que se había reconcentrado toda su vida.

     Tal era, a grandes rasgos, el opulento magnate, el alto y poderoso condestable de Castilla, el privado del rey don Juan II.

***

     En cuanto al conde de Fuentidueña, poco tenemos que decir; criado con don Álvaro, creció con él, con él entró en la cámara del rey, y más que amigos se profesaban el cariño de hermanos; era el depositario de todos sus triunfos, sus zozobras y sus pesares; era el único corazón en quien depositaba toda la amargura que atesoraba el suyo, y el único que lo prestaba fuerzas, y con cuyo apoyo pudiera contar.

     Ya que conocemos a entrambos, justo será que volvamos al punto en que suspendimos nuestra narración.

     Algún tiempo trascurrió sin oírse otro ruido en la estancia que la respiración anhelante del condestable, y algún que otro murmullo que se escapaba de los labios del conde, cuando aquél, alzando su cabeza y sacudiéndola como si quisiera alejar las ideas que lo preocupaban, volviéndose al de Fuentidueña, le dijo:

     -�Qué piensas de lo que está sucediendo?

     -Que si esto hace el príncipe ahora que es un niño cuando tenga cinco años más, nos va a dar mucho que hacer.

     -No ha salido el golpe de él, no; todo ha sido obra de Pacheco, ese doncel que yo introduje en su cámara, y que hoy, como todas mis hechuras, se vuelve contra mí.

     -Buen remedio; inutilízalo antes de que pueda hacerte daño.

     -�Y de qué me serviría? �Crees tú que la muerte de un hombre pueda alejar de mi cabeza el golpe que me amenaza? Moriría uno y quedarían cien; haría lo mismo con aquellos, y brotarían otros nuevos; la reina, vengativa como mujer, y doblemente como mujer desdeñada, es un enemigo poderoso, al cual no puedo destruir sin causar mucho ruido; el rey de Navarra, el infante don Enrique, los condes de Castro, de Benavente y otros, Alonso de Zúñiga y su primo Diego; estos Zúñigas, a quien Dios confunda, y que son mis más encarnizados enemigos, todos ellos no me causarían espanto en un campo de batalla; pero en Valladolid, donde tengo tantos adversarios, donde habita un rey débil, que se inclina al último parecer; que lo mismo que ha firmado las órdenes de destierro de mis amigos, firmará mañana la de mi muerte, si se lo dicen, me dan miedo; �a mí que nunca lo he conocido!

     -Pues reunamos nuestras lanzas, y arrojémosles de la ciudad.

     -�Y crees tú que si no hubiera tenido mis gentes en Bonilla, estaría en el caso en que me encuentro? Caro hubiera pagado ese rey que se entromete a gobernar casas ajenas y esa nobleza que en su mayor parte me debe lo que es, el haber atentado a mi poder; pero estoy solo, completamente solo.

     -No te entiendo.

     -�De qué me sirves tú, y dos o tres cientos de buenas y leales lanzas, contra las fuerzas de mis enemigos? �De qué me sirve mi astucia si no puedo prever de donde viene el golpe? �Crees tú que yo hubiera podido precaver que ese Pacheco, ese hombre alzado por mí del polvo, pagara mis beneficios hiriéndome en lo más sensible de mi corazón, en mi amistad? -Y prosiguió el condestable con un acento de amargura inmensa.- A pesar de que no debía extrañarme eso, porque a cuantos he hecho beneficios, otros tantos me han sido ingratos; yo he ennoblecido a mis criados, y se han vuelto contra mí, yo casé al infante don Enrique con doña Beatriz, que le llevó en dote el señorío de Villena, y está trabajando para mi ruina; y, finalmente, he hecho respetar a Castilla por los moros, he ajustado la paz de Portugal, he hecho de ella un reino que respetan hasta los extranjeros, y en pago el rey sacrifica mis afecciones, me abandona a mis propias fuerzas, y me deja a merced de esa turba de rebeldes, que desean mi caída para disputarse mi puesto.

     -�Oh! pero ese caso no llegará jamás: diez espadas de traidores no valen tanto como la de un leal, y en último caso, abandonaremos la ciudad, nos retiraremos a cualquiera de las villas más cercanas, apellidaremos la tierra, reuniremos nuestras mesnadas, dejaremos flotar al aire nuestros pendones y veremos quién vence en la lucha.

     �Y tú crees que nos dejarían salir de Valladolid, ni que yo tampoco lo había de abandonar? Desengáñate, Gutierre, no no nos queda más remedio que luchar, luchar y morir con honor si llega el caso, que llegará; ya me faltan las fuerzas, esta lucha incesante me cansa, aún no se ahoga una conspiración, cuando brota otra nueva. Yo he servido al rey con lealtad, y si me ha dado cargos y dignidades, ha sido en premio de mi sangre derramada por su causa; yo he gastado mi vida en estas luchas continuas; mi carácter, siempre franco y leal, ha tenido que doblegarse a ser traidor para sorprender las traiciones de mis enemigos; enemigos que tenía y tengo, porque he aspirado a la unidad de la corona, a la centralización del poder, porque no podía soportar la mengua de que en un reino hubiera cien nobles que fueran más reyes que el de legítimo derecho lo debía ser; he luchado, he sido envuelto en un torbellino de infamias y de traiciones, y he podido contrarrestarlo hasta ahora, porque os tenía a vosotros que erais mis brazos; pero hoy, que poco a poco os irán alejando de mi lado; hoy, próximo a quedarme solo, tengo miedo; estoy débil, viejo, porque esta continua guerra ha secado mi corazón, ha encanecido mis cabellos y ha destruido mi cuerpo; aislado completamente, después de haber sido tanto tiempo verdugo, me llegará a mí la vez de ser víctima; entonces -prosiguió con un acento en que se traslucía una agonía infinita- irá mi nombre a la posteridad envuelto con el odio de mis enemigos, que harán de él una página sangrienta en la historia; pasaré como una de esas nubes terribles que dejan tras sí una huella profunda de luto y desolación. Moriré sin haber sido comprendido siquiera.

***

     Al pronunciar estas últimas palabras volvió a inclinar la cabeza, y el conde no pudo menos de sentir y respetar el inmenso dolor de su amigo. Por fin, al cabo de algún tiempo, le dijo:

     -�Qué diablo! No hay que perder la esperanza; quizá todavía tengamos algún remedio.

     -�Oh! si yo pudiera contar con el conde de Rivadeo, no me apuraría.

     -�Y por qué no?

     -�Crees tú que no lo habrán ya atraído a su partido el infante y los condes?

     -Mucho lo dudo; creo que don Rodrigo es el único caballero que hay hoy en la corte, y el único también que esté decidido a no servir a nadie más que al rey; como riquezas, no creo que haya ningún noble en Castilla que pueda competir con él excepto tú, y como dignidades, un hombre que está enlazado a la casa real de Francia, tampoco es posible que le halague más un blasón, comprado a costa de una rebeldía.

     -Si yo supiera que podía contar con su apoyo... -dijo el condestable, mientras que su rostro volvía a resplandecer con una ráfaga de esperanza.

     -Nada se pierde con tantearle; háblale tú mañana, y si es de los nuestros, el triunfo es seguro.

     -Ya lo creo; auxiliado por sus soldados, poco me importarían todos los rebeldes de Valladolid.

***

     Precisamente el conde de Rivadeo había llegado de Francia pocos días antes, donde había estado sirviendo al frente de sus lanzas reuniendo una hueste bastante numerosa, y todos los bandos en que se hallaba dividida la corte a la sazón todos le saludaron como una esperanza, creyendo que se inclinaría hacia el lado de alguno.

     Pero el noble caballero no se mostró dispuesto a patrocinar rebeldías ni a servir ambiciones.

     Respetuoso con el monarca, formuló tan claramente su opinión respecto a las banderías de la corte, que los señores castellanos no pudieron menos de confesar que o el conde de Rivadeo tenía más ambición que todos ellos y aspiraba al poder apoyado por sus soldados, o era un solemne belitre que no entendía nada en materia de conspiraciones.

     Largo rato siguieron hablando, combinando el medio de atraerse al conde de Rivadeo, cuyo objeto veremos más adelante si pudieron conseguir.

***

     Antes de que sigamos adelante con nuestra narración, nos es preciso retroceder dos días antes de que el príncipe abandonara el alcázar.

     Son las cinco de la tarde. Estamos en la cámara de la reina doña María de Aragón, esposa de don Juan II. Los últimos rayos del sol penetraban a través de los vidrios de colores que cubrían las ojivas del alcázar de Valladolid, y su luz triste y opaca revestía de una tinta fantástica todos los objetos de la habitación.

     Sentada en un nada cómodo sitial, apoyada la cabeza en sus manos blancas como el armiño, doña María de Aragón se hallaba entregada a serias meditaciones.

     Nada interrumpía el silencio que reinaba en la estancia, más que el acompasado pasear de los donceles que hacían la guardia a la puerta, y el ligero crujir de sus armaduras.

     La reina doña María de Aragón era una dama que podría tener unos veinticuatro años; su hermosura era espléndida, si se nos permite decirlo así, era esa belleza característica a la edad media, y cuyos tipos más pronunciados pertenecían a las razas aragonesa y navarra; cutis ligeramente moreno, ojos negros, rasgados, abrasadores, pelo negro, boca y nariz regular, labios encendidos y dientes de marfil. Tal era la reina doña María; dotada de pasiones violentas, amaba con frenesí y odiaba con furor.

     Niña aún, las razones de Estado la hicieron casar con un rey niño también, y asaz enamorado para que la admirase el primer día, y al segundo abandonase sus brazos por los de otras de sus cortesanas.

     Casada sin amor, olvidada por su esposo en medio de una corte que todo era aventuras galantes y conspiraciones, no podía hacer otra cosa que conspirar y dejarse enamorar.

     Don Álvaro, que contaba con la poderosa hermosura de la reina para embriagar a don Juan II, no pudo menos de temblar al ver que salían falsas sus esperanzas; y que la reina, entregada a sus enemigos, era un arma terrible, y que tal vez pudiera darles la victoria.

***

     En tal situación, él, que tanto tenía de galante como de ambicioso, pensó inutilizar aquel instrumento por medio del amor, y lo consiguió.

     Así pasó algún tiempo hasta que empezó a entibiarse aquel cariño, viniendo poco después el olvido.

     Acabado el amor, vino a ocupar su lugar el odio, y doña María, excitada por los émulos del privado, puso en juego cuantos medios pudo para derribarle. Difícil era, puesto que en aquellos días en que parecía haberse eclipsado completamente su estrella, aquel hombre dominaba, hacía temblar a los mismos que creían tenerlo en su poder. Sin embargo, estando en Valladolid todos sus más poderosos enemigos, teniendo el condestable todas sus lanzas repartidas en diversos puntos lejanos de la corte, interceptadas todas las comunicaciones, poco se podía prolongar su caída.

     En tal estado las cosas, y con semejantes esperanzas, la presentación en Valladolid del conde de Rivadeo al frente de siete mil peones y tres mil caballos, hizo variar completamente el estado de las dos facciones.

     Habían notado en don Rodrigo demasiada afición al rey para venderse a los rebeldes, y don Juan II para ellos representaba a don Álvaro de Luna.

     Forjáronse mil planes, hiciéronse mil tentativas, pero el de Rivadeo permaneció firme, encerrado entre su lealtad y su honor.

     La reina, contrariada al ver aquel refuerzo tan poderoso, como no esperado, que se venía al condestable, se desesperó y ponía en tortura su imaginación buscando un medio para deshacer aquel obstáculo.

***

     Tal era la situación en que se encontraba la reina doña María de Aragón en el momento que la presentamos al lector.

     Mucho debían preocuparla sus pensamientos, cuando no advirtió que un paje alzaba el tapiz que cubría la puerta, y que anunció:

     -El señor conde de Rivadeo.

     Alzó la reina sus ojos y los fijó en el joven que, llegándose a ella, le hizo una reverencia y arrodillándose, dijo:

     -�Me permitiréis señora, que tenga la honra de besar vuestra mano?

     -Tomadla, pues lo merecéis; sois el único que se acuerda que en una de las cámaras del alcázar habita una pobre mujer que tiene un esposo que la abandona, y una corona de nombre.

     -Señora, permitidme que os diga que el rey don Juan, si se aleja de vos, no es por su voluntad; demasiado veis el estado en que se halla Castilla, para que no comprendáis que los negocios son los que le arrebatan de vuestro lado.

     -Y entonces �de qué le sirve el condestable? -dijo doña María con un acento de marcada ironía.

     -Hay asuntos que sólo un rey puede despachar.

     -Tal vez el irse a adormecer en los brazos de alguna de las cortesanas que le arroja su privado.

     -�Señora!...

     -�No tenéis que contestarme? Conocéis que mis palabras son verdaderas, y os calláis.

     -Lo que veo es que estáis muy prevenida contra el condestable.

     -�Prevenida contra el condestable! �pues qué, lo juzgáis vos más favorablemente?

     -Veo en él, el delegado de mi rey, y como tal le juzgo.

     -Y esas tropelías que a nombre de un rey, que en nada ni para nada se toma su parecer se hacen, esas justicias que se ejecutan, esas vejaciones de los pueblos, todo eso �cómo lo juzgáis?

     -Como una cosa necesaria, para obligar a una nobleza turbulenta y orgullosa, a que reconozca el poder de un legítimo señor.

     -�Luego vos le admiráis? -dijo la reina con un acento en que se notaba el despecho que sentía.

     -Sí, señora; le admiro, porque únicamente él pudiera hacer lo que ha hecho; porque él únicamente pudiera sostener la lucha tantos años con los dos poderes más formidables del reino, la Iglesia y la nobleza; porque únicamente él pudiera, sin perjuicio de las contiendas civiles que tienen dividido el reino, haber ajustado las paces con Portugal, rechazado los moros de sus fronteras, y sostenido la guerra con el rey de Navarra. Creedlo, señora, para los tiempos que atravesamos hace falta un hombre de hierro que haga respetar las leyes y la corona.

     -�Unas leyes dadas por él, y una corona que casi es suya también! Por Dios, señor conde, que os ha hechizado ese hombre, como dicen que ha hechizado al rey.

     -Me han hechizado sus hazañas. Don Álvaro podrá ser ambicioso, pero eso no quita para que sea un buen caballero.

     -�Y sin duda por efecto de esa admiración que le profesáis, habéis puesto a su disposición vuestras mesnadas?

     -Mis gentes y yo, hemos venido exprofeso a servir al rey, y el condestable es la personificación de su señoría don Juan II; todo lo que sea en su servicio lo haré, y el día en que no quisiera prestarles mi apoyo, me volvería a Francia; pero asociarme a esos bandos de rebeldes, nunca lo haré.

***

     Miróle profundamente doña María, y mordiéndose los labios con furor, dejó caer la cabeza entre sus manos, permaneciendo largo rato en esta postura; Rodrigo la contemplaba sin atreverse a romper el silencio que reinaba en la cámara: el día declinaba visiblemente y los débiles rayos de luz que penetraban por las ventanas bastaban apenas a iluminarla, revistiendo de sombras las paredes del aposento, de cuyo fondo oscuro se destacaba la bella figura de doña María de Aragón. Por fin ésta alzó la cabeza, brillando en sus ojos dos lágrimas, a través de las cuales lanzó a don Rodrigo una mirada intensa, dolorida, una de esas miradas capaces de tornar a un esclavo en señor, y a un caballero en asesino.

***

     El conde sostuvo aquella mirada con valentía, pero poco a poco sus pupilas no pudieron sostener la dulce irradiación de las de la reina, y con voz conmovida la preguntó:

     -�Lloráis, señora?

     -Sí; lloro porque me veo sola, abandonada completamente en las soledades inmensas del alcázar; lloro, porque no tengo un corazón que se asocie a mis pesares, que me consuele y me dé fuerzas en la lucha que estoy sosteniendo; lloro, porque entre tantos caballeros como hay en Castilla, ninguno presta su apoyo a una pobre reina que se ve sin esposo, porque el condestable se lo arrebata; a una pobre madre que se ve sin hijos, porque ese mismo condestable los aleja de su lado; lloro, en fin, porque me veo escarnecida, humillada por ese hombre que, nacido del polvo, se alza orgulloso y trata sin respeto a una mujer, nieta de reyes, y esposa de su monarca.

     -Calmaos, señora, calmaos; deploro la fatalidad que ha hecho que vos y don Álvaro vayáis por distinto camino, pero no está en mi mano poderlo remediar. Lloráis porque os falta un corazón que se asocie a vuestros pesares; uno tengo, grande, enérgico, leal, y que me atrevo a ofreceros. �Queréis aceptarlo? Tendréis ese amigo que apetecéis, amigo que os consolará, y que siempre permanecerá leal a su rey.

     -Acepto vuestra oferta -contestó la reina con efusión, y después preguntó con encantadora coquetería:

     -�Y seguiréis siendo partidario del condestable?

     -Señora -dijo Rodrigo con respetuosa entereza; los hombres de mi raza, nunca han faltado a su palabra; he jurado pleito homenaje al rey don Juan II, y si mañana, otro que el condestable se me presentase investido con los poderes de Su Señoría, le obedecería, porque él no me representaría, tal o cual nombre, sino al rey.

***

     No pudo contenerse la reina; hizo un ligero movimiento de despecho, ocasionado por las últimas palabras del conde, pero reponiéndose en seguida, dijo:

     -Dejemos ya esa conversación; vos me habéis ofrecido vuestra amistad y yo la he aceptado; más habéis hecho vos, que hace seis días que me conocéis, que mis castellanos que hace años me tienen a su lado; �no podéis figuraros cuánto bien me habéis hecho! -prosiguió la reina, queriendo ocultar bajo aquellas palabras de afecto, el profundo disgusto que la causaba la lealtad fanática del conde- me parece que ya no estoy tan sola en el mundo. �Oh! la amistad es el consuelo de las almas doloridas, y creo que voy a rogar a Dios esta noche con más fervor, puesto que he encontrado el amigo que tanto anhelaba.

     -Vos me recordáis una cosa que había olvidado, la hora de vuestras oraciones.

     -Sí, el bálsamo de los que sufren, es la oración; ahora en vez de uno, tendré dos consuelos. Id con Dios, señor conde, y no dejéis de venir mañana.

     -Es demasiada honra para mí, para que la olvide. �El cielo guarde a vuestra alteza!

     Y besando la mano que la reina le tendía, se dirigió a la puerta, se inclinó profundamente, y desapareció tras el tapiz que la cubría.

***

     De esta escena que, como hemos dicho en otro lugar, se había verificado dos días antes que el conde de Fuentidueña hubiese celebrado la entrevista con el condestable, entrevista con la cual hemos principiado esta historia, tuvo don Álvaro noticias al participarle su amigo que el conde de Rivadeo había contestado clara y categóricamente que él no defendía más que al monarca; y que, puesto que don Álvaro era quien le representaba, estaba a su lado para defenderle.

     -Pero -añadió el de Fuentidueña- el conde de Rivadeo opina del mismo modo que yo, Álvaro. Es necesario matar si no quieres ser muerto. Hubo un tiempo en que la nobleza castellana se rompía antes que doblegarse, mientras que hoy se doblega cuando se cree más débil; obtiene favores y alcanza mercedes a fuerza de humillaciones: todas las olvida mañana cuando se cree fuerte para imponerse. Por lo tanto, antes que se doblegue, rómpela.

     -Déjame, Gutiérrez, no hablemos de eso. Más que sostenerme a fuerza de sangre, quisiera hacerlo por medio de dádivas; prefiero ganarme voluntades a encender odios.

     -Y ya ves cómo te pagan.

     -Plegue al cielo que reconozcan su error, antes que me obliguen a cerrar con ellos en campo abierto, que yo dispuesto me hallo a transigir.

     El conde de Fuentidueña le contempló durante algunos segundos con tristeza, diciéndole por fin:

     -�Plegue al cielo que no tengas que arrepentirte algún día de no haber seguido mi consejo y el del conde de Rivadeo!

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***

     Son las cuatro de la tarde de uno de los últimos días del mes de mayo. En el palacio del condestable había vuelto a reinar, si no real, al menos aparentemente la antigua alegría.

     El rey de Navarra, el infante don Enrique, y todos los nobles rebeldes, habían ajustado paces con el rey de Castilla, y la causa de don Álvaro iba muy despacio; pues don Juan II, siempre bajo la influencia de su favorito, no le daba grande impulso.

     En el fondo de su rica y extensa cámara, sentada en un blasonado sillón doña Juana de Pimentel, esposa del condestable, se encontraba asaz preocupada.

     De pie junto a ella, Diego de Villanueva, luciendo su airosa figura, mal encubierta bajo los pliegues de su blanco alquicel, fijaba una mirada intensa en doña Juana.

     Al presentar a nuestros lectores este nuevo personaje, no podemos menos de darles algunos antecedentes.

***

     El señor Diego de Villanueva era un alférez de la guardia morisca que tenía a su servicio el rey don Juan II.

     Había llegado a la corte con más ambición que dinero, y con algunas recomendaciones, merced a las cuales consiguió llegar al puesto que ocupaba.

     Hervía la corte en intrigas; los bandos y las rebeldías ofrecían a los audaces ancho campo para medrar, y Diego de Villanueva no rehuyó la ocasión que se le presentaba.

     Trájose consigo a su hermana llamada doña Sol, tan audaz y tan ambiciosa como él, y una y otro jóvenes, hermosos y calculistas, pusiéronse al lado de los que conspiraban contra don Álvaro de Luna, y no fue por cierto su ayuda de las menos importantes para aquellos.

     Diego de Villanueva encontró que doña Juana de Pimentel, esposa de don Álvaro, era una dama sobradamente bella, y que no debía amar en demasía a un esposo que tantas infidelidades le había hecho, y sin reparar en las mercedes que de aquél había recibido, principió a sitiar la fortaleza de su honor.

     Al mismo tiempo doña Sol, conocedora también de las galantes costumbres del condestable, y de la disolución de la corte en que vivía, trató de enredarle en sus redes, y desde los primeros momentos pudo abrigar la seguridad de que su espléndida hermosura había producido un gran efecto en don Álvaro.

     Los rebeldes no podían comprender el objeto de las maniobras de los dos hermanos, pero como que les daban resultado, y por el uno y por la otra sabían cuanto les convenía, dábanse por muy contentos con la adquisición que habían hecho.

     Hubo alguno, como el conde de Fuentidueña, que desconfió de los dos hermanos: se lo dijo así a su amigo; pero éste no quiso hacer caso alguno del aviso conforme había hecho ya con otras cosas.

***

     Doña Juana de Pimentel, hija de los condes de Benavente, era, siete años antes, una bellísima joven, de mirada dulce y tranquila, mejillas sonrosadas, labios de coral siempre sonrientes, talle voluptuoso y pie y mano de niña. Sin haber sentido el amor, su padre con algunos puntos de ambición, vio en don Álvaro una potencia que se elevaba, pensó que aquel hombre llegaría a ser el primero en la corte; que él, como casi toda la nobleza, estaba siempre en lucha con la corona, y que le sería muy conveniente estar emparentado con el hombre que le pudiera hostilizar, y como las mujeres en aquella época sólo servían, o para monjas o para sellar pactos y afirmar alianzas, la presentó al paso del favorito, que ansioso de grandeza y de añadir otro blasón al suyo, aunque tuviese la barra de bastardía, toda vez que este bastardo era hijo de don Enrique II de Castilla, la vio, le pareció bien, la pidió a su padre, y celebróse el desposorio con la pompa que a tan elevados personajes correspondía.

     Conseguido el objeto, doña Juana quedó arrinconada en su cámara como un mueble inútil, y del que ya se ha sacado todo el partido que se quería.

***

     Casada sin amor, iniciada en ciertos misterios de la vida, y abandonada más tarde, las pasiones que yacían dormidas en el corazón de la esposa del condestable se despertaron con doble fuerza, y en la inmensa soledad de sus aposentos vertió bastantes lágrimas y exhaló algunos suspiros.

     De ese modo pasó algunos años, al cabo de los cuales se le ocurrió mirarse a una ancha luna de acero bruñido que tenía en su tocador, y se encontró bastante hermosa para poder alcanzar algún consuelo.

     Presentóse en los saraos y en las fiestas, pero el carácter severo y enérgico del condestable, alejaba de su esposa las adoraciones, y sólo se le tributaban esas galanterías que los caballeros de todos tiempos han tributado a las señoras.

     Doña Juana se desesperaba, y su deseo acrecía más y más.

     En esta época se presentaron en la corte doña Sol y don Diego de Villanueva.

     Al ver a ella, se enfureció de celos.

     Viéndole a él, suspiró de impaciencia.

     Pasaron días, y el alférez se entregaba a otros amores que la hacían temblar de cólera.

     Y ella guardaba para él sus más seductoras sonrisas.

     Sus miradas más lánguidas, más incitantes.

     Su acento más suave, más acariciador.

     Y sin embargo, Diego nada le decía, aun cuando todo lo observaba.

     Y ella le maldecía, y después le amaba más.

     Por fin, llegó un día en que la miró con más atención, y ella devoró aquella mirada.

     Se llegó a hablarla, y el amor se mezcló en su conversación, y aspiró con delicia aquel lenguaje que no había oído jamás.

     Y su corazón se dilató, se vivificó, por decirlo así, y en pocos días, bajo el influjo de aquella pasión, se trasformó; su hermosura se desarrolló, y al cabo de siete años de casada, en la época que la presentamos, era de las primeras damas de la corte, en cuanto a belleza.

***

     El condestable, entregado a sus sueños de ambición, siempre con conspiraciones que ahogar, con enemigos que descubrir, y con si es, no es, amado de doña Sol de Villanueva, ni pudo atender a la revolución que se operó en su esposa, ni pudo sospechar la causa de ella.

***

     Nuestros lectores nos dispensarán estas digresiones, necesarias para conocer bien los tipos que presentamos, y nos seguirán dispensando su benevolencia hasta el final, en casos análogos al presente.

     Después de un momento de reflexión, doña Juana alzó sus bellos ojos hasta el joven, y con un acento un tanto dolorido, le dijo:

     -�Vos no me amáis, Diego!

     -�Por qué, señora?

     -Porque si me amarais no me diríais lo que acabáis de decirme.

     -�Que no os amo yo? Preguntadlo al aire que recoge en su vuelo los suspiros que lejos de vos exhalo, preguntadles a las paredes de mi estancia, a todos los sitios donde voy, mudos confidentes de mis amores, si os amo: interrogue vuestro corazón al mío, y verá si en él hay o no amor, adoración sin limites, suprema, infinita hacia vos, señora. �Qué os he dicho yo, para que digáis que no os amo? Decídmelo, porque yo no lo recuerdo.

     -Me habéis pedido mi honra, y si me amáis como decís, comprenderéis que por lo mismo que yo os adoro, no debo acceder a vuestra petición.

     -Siento haberme equivocado, señora -contestó el alférez con un acento en que se advertía un profundo dolor.

     -�Por qué? -preguntó sorprendida y anhelante doña Juana Pimentel.

     -Porque creía que había encontrado el corazón que buscaba, porque yo, cansado de ver villanas que se me rendían, porque las honraba demasiado el que un caballero las dijera amores; damas que me tendían los brazos, y con las manos recogían las joyas que las regalaba, o me dejaban a mí por otro amante; cansado, en fin, de ver el vicio en toda su hediondez, y la degradación en su mayor grado, deseaba encontrar una mujer honrada de quien el vulgo nada tuviera que decir, una mujer de la cual por hallarse a una altura superior a la mía, no pudiese yo nunca creer que me amase por el interés; una dama como vos, que aunque casada, tuviera el corazón virgen de amores, y me entregase su tesoro, que yo guardaría en lo profundo de mi alma; una mujer que, teniendo algo que sacrificar, no vacilase en hacerlo, cayendo en mis brazos ruborosa y palpitante, entregándome su honra, como lo había hecho con su corazón; una mujer, en fin, que fuese mía, exclusivamente mía, pues aunque llevase el nombre de otro, a aquel se entregaría por deber, a mí por el corazón, por el amor, es decir, por los únicos lazos poderosos que hay en la vida. Todo esto, señora, que yo había soñado, creí encontrarlo en vos, y vos misma me habéis hecho conocer que me he engañado.

     Era tan triste el acento del alférez al pronunciar las últimas palabras, que doña Juana, con voz sofocada por los sollozos, fijando en el joven una mirada larga, dolorida, intensa, levantándose hasta poner sus labios tan cerca de su rostro, que casi su aliento le rozaba la mejilla, murmuró:

     -Pero �y mi deber?

     -�Vuestro deber! �Vuestro deber decís, señora? Un deber que se os ha impuesto y que vuestra alma rechaza, un deber que no lo es; porque si el condestable se casó con vos, fue por su ambición, por añadir un timbre más a su blasón, y si vuestro padre asintió a ese casamiento, fue porque adivinaba el futuro poder de vuestro esposo, es decir, que ambos especularon con vos...

***

     Los ojos de la esposa del condestable se llenaron de lágrimas, que resbalando por sus mejillas, esparcían por su semblante una belleza triste, que le daba doble atractivo.

     Las duras palabras de Diego, al levantar aquel velo que ella misma se había atrevido a descorrer, aunque comprendía todo el cieno que a través de él había, la afectaban doblemente; pensaba en la inmensa dicha que hubiera podido poseer, si cuando soltera hubiera conocido a Diego, felicidad que ya había muerto, pues no podía amarlo abiertamente; la sociedad que sacrifica una mujer, ligándola con vínculos que no comprende, hasta el momento en que su alma despierta de su letargo, y que le pide cuentas estrechísimas, si por un acaso busca la dicha que ella misma se ha arrebatado, se interponía cual un espectro aterrador entre ella y Diego.

     El alférez contemplaba la lucha que estaba sosteniendo doña Juana, y temblaba por su resultado. La rendición de la esposa del condestable, no significaba sólo para él el triunfo de una mujer joven y hermosa: significaba la venganza de doña Sol, y el premio que de ella conseguiría.

***

     Por fin, la dama con voz un tanto conmovida, le dijo:

     -Me habéis herido, Diego; me habéis mostrado la verdad desnuda, y no sabéis cuánto daño me habéis hecho.

     -Sensible me ha sido, señora, porque un dolor vuestro lo siento yo mil veces más, pero era necesario; era preciso que vos conocierais la infamia del tráfico que con vos se había hecho, para que aceptarais con doble entusiasmo mi cariño, para que llegue un día, en que completamente desengañada de esos falsos deberes que la sociedad os ha impuesto, os arrojéis delirante en mis brazos, os entreguéis por entero a mí, que os juro guardar en lo profundo de mi alma, el depósito sagrado de vuestra honra. �Hay alguien en el mundo que os ame más que yo, señora? Decídmelo; �ha habido alguna persona que compadecida de vuestros dolores se haya atrevido a arrostrar la cólera de vuestro esposo para consolaros? �Hay alguien que viva como yo con vuestra mirada, sonría con vuestra sonrisa y llore con vuestras lágrimas? Decídmelo, señora, y si existe la juzgaré más digna de vuestro amor, más digna de que la entreguéis ese tesoro de ternura que tanto ansío, y cuya posesión colmaría mi orgullo.

     Era tan dulce, tan acariciador el acento del alférez al pronunciar estas palabras, era tan brillante, tan magnética la irradiación de sus negros ojos, que doña Juana se sentía fascinada, arrastrada hacia él por el imán irresistible de aquel amor tan tierno, tan grande, que nadie le había dicho todavía; sin embargo, haciendo un postrer esfuerzo, exclamó:

     -�Diego, Diego; yo os adoro y siento a pesar mío una fuerza extraña que me impele hacia vos! Si me amáis, �por qué me exigís una cosa de la que vos mismo os avergonzaríais después? Si lo que yo os he inspirado ha sido amor, ha sido esa pasión purísima que tiene en sí misma goces infinitos, sin tener que recurrir a ese placer natural que tan pronto concluye, dejando en pos de sí la vergüenza y el hastío, �por qué me pedís ese materialismo que alejaría de nosotros la castidad de nuestro amor? Decidme que mi hermosura tan sólo os ha inspirado deseo, y aunque esa confesión me desgarre el alma, al menos me habréis hablado con franqueza y os lo agradeceré.

***

     Doña Juana se encontraba en uno de esos momentos supremos que hay en la vida, e impulsada por su amor, fascinada por el acento apasionado de su amante, sentía decaer su firmeza. Aquellas teorías que el alférez sentaba sobre sus deberes, aquella contraposición entre su esposo, interesado por su grandeza y su poder, y Diego que sólo la amaba por su corazón, no aspirando a más recompensa que su amor, acababa de cegar su entendimiento; sus sienes ardían, y sólo seguía defendiéndose por un resto de pudor, que el menor esfuerzo de su amante haría desaparecer.

     Éste lo comprendió así, y se decidió por apurar definitivamente la situación, diciéndola:

     -Habéis dicho, señora, que el verdadero amor se contenta sólo con las dulces palabras que brotan de los labios de dos amantes, y eso no puede ser cierto, señora; �cómo es posible que el amor, más impetuoso cuanto más grande, se contente con tan efímera recompensa? Decid que mi amor os cansa, decid que nunca me habéis amado, y nos evitamos, vos el que os moleste con mi presencia, y yo el deciros amores que os han de impacientar.

     Y diciendo esto se dirigió hacia la puerta de la cámara con el semblante un tanto contraído por el amor y la desesperación.

***

     Al verlo así doña Juana, incapaz de contenerse más, se levantó de su asiento, y dirigiéndose a él, echándole los brazos al cuello, exclamó con voz trémula y agitada:

     -�Oh! �Diego! �Diego! �Tuya soy, pero no te vayas!

     Y ruborosa, palpitante, cayó en los brazos del alférez que asaz interesado en su triunfo, depositó su carga en el mismo sitial donde estaba antes. Se arrodilló junto a ella, y estampó un beso ardiente, apasionado, en una mano que no podía, ni pensaba en retirarse.

     Y al contacto de aquellos labios se estremeció doña Juana, y lanzó una mirada voluptuosa y apasionada a su amante, que éste pagó con otra no menos abrasadora: y el seno de la esposa del condestable palpitaba con mayor agitación.

     Y el fuego que los abrasaba, encendía sus mejillas y secaba sus labios.

     De pronto sus brazos se entrelazaron.

     Sus rostros se aproximaron tanto, que sus alientos se confundían.

     Sus miradas se absorbieron una en otra, y por un movimiento febril sus labios se chocaron, y un beso ahogado, ardiente, arrebatador, resonó en el aposento.

     A este pequeño ruido se siguió otro, y apareció en la puerta de la cámara, la sombría figura del condestable que severo, y fijando una mirada letal y amenazadora sobre los amantes, avanzó hasta la mitad del aposento.

     El momento era supremo.

     Doña Juana quedó inmóvil, palideciendo intensamente.

     Cerró los ojos para no ver el golpe que le había de herir.

     Diego más sagaz, más astuto, más dueño de sí, no perdió la serenidad en aquellos momentos.

     Sin moverse de la postura en que estaba, y sin aparentar que había visto al ultrajado esposo, prosiguió cual si continuara la conversación empezada:

     -Ruégoos, señora, que me perdonéis el atrevimiento de esta petición, pero si vos no alcanzáis de vuestro noble esposo la gracia que os demando, �a quién se la podré pedir?

     Estas palabras detuvieron al condestable, cuya fisonomía se esclareció algún tanto.

     -�Qué era lo que pedíais a mi noble esposa, caballero? -preguntóle.

     Diego afectó perfectamente una sorpresa que ya había pasado, y alzándose rápidamente del suelo, dijo:

     -�Perdonad, señor!

     -Os he preguntado qué gracia era la que pedíais a mi esposa.

     -Le demandaba gracia para uno de los soldados de la guardia morisca que se halla en grave riesgo de morir por consecuencias de una falta que ha cometido.

     -�Y os interesáis por él, vos que sois su jefe?

     -Sí, señor.

     -Está bien. Idos en paz, don Diego: la gracia que demandasteis a mi esposa, yo os la otorgo en su nombre y por los méritos de doña Juana mi esposa, a quien podéis dar las gracias.

     -Tanta bondad...

     -La merecéis. Id, caballero; id en paz.

     Diego se inclinó respetuosamente y salió del aposento de doña Juana, satisfecho de haber librado el terrible compromiso en que se hallaba.

     La esposa del condestable, a pesar de haber visto que se desvanecía la nube que se formara, no pudo recobrar su tranquilidad tan pronto.

     Don Álvaro, sorprendido al principio por la actitud del alférez, creyó finalmente en lo natural de su explicación, y si alguna sospecha concibió desvaneciósele al punto.

     Preocupábanle asuntos de mayor importancia, y realmente lo que acababa de presenciar era insignificante en comparación de las rebeldías que se veía obligado a reprimir.

     Sin embargo, tan buena maña supo darse, y tan a partido se dieron los rebeldes vencidos por las mercedes que les hizo, que consiguió dominar por completo la situación.

***

     Los días han trascurrido, y con ellos la esperanza de derribar el condestable.

     Durante este periodo en que la espada había cedido el puesto a la diplomacia, si este nombre podemos dar a las intrigas palaciegas a que se recurrió para abatir el orgullo del privado, los pobres pueblos habían respirado un poco más libremente, y el pechero, vasallo de algún gran señor, abandonaba el hierro de la lanza por el arado, para fertilizar sus esquilmados campos.

     Sin embargo, como la ambición no puede nunca dominarse del todo, comprendieron los caudillos más revoltosos que el mejor medio para atacar a su enemigo con alguna ventaja, no era el de la corte, sino el del campo.

     Allí donde desplegando sus banderas, reuniendo sus mesnadas, y saqueando a sus pueblos con enormes pechos y alcabalas, al par que ellos se hacían aborrecibles, hacían que lo fuera también aquel que tenía la culpa de todo.

     Comprendido esto, y creyendo que el condestable no podría enviar con la rapidez necesaria las tropas que hacían falta para contener la insurrección, los condes de Castro y Benavente, el infante don Enrique, el almirante y otros señores levantaron sus huestes, y estableciendo sus reales en Medina, enviaron a la corte un farsante para que en su nombre negase al rey el pleito homenaje que le habían hecho, si no separaba de su lado al favorito.

     Sorprendido quedó el monarca con semejante noticia, y más furioso se puso el condestable por la escasez de tropas que tenía.

     Este levantamiento que corrió de boca en boca por toda la ciudad, llegó a oídos del conde de Rivadeo que ansiando una ocasión en que poder servir a su rey, exponiendo su vida, corrió al alcázar, en ocasión en que el rey estaba en consejo con sus cortesanos, consejo en el cual también se encontraba don Álvaro.

     Previa la oportuna venia, penetró Rodrigo en la regia estancia, y un momento después le preguntó el rey:

     -�Qué os parece, conde, del mensaje que se han atrevido a mandarnos el infante don Enrique y mis buenos vasallos los condes de Castro y Benavente?

     -Que mensajes de esa especie no tienen más que una contestación -respondió el de Rivadeo con su habitual franqueza.

     -�Y cuál es?

     -Que aderecen vuestros nobles y leales vasallos sus mesnadas, y ellos sean los que les lleven la respuesta en los hierros de sus lanzas y en las pelotas de sus bombardas.

     -Ya lo habéis oído, señores -dijo el monarca volviéndose hacia los demás caballeros- el parecer del conde está en completa armonía con el mío; reunid vuestros soldados, y dando al aire nuestros pendones, vamos a castigar la audacia de esos rebeldes.

     -No se trata ahora de eso, señor -contestó el condestable- cada uno de nosotros sabe lo que debe de hacer en este caso; la cuestión ahora es que el remedio urge, y mis lanzas están en mi castillo de Piedrahita, mis arcabuceros en Escalona y mis gentes en Rioseco; que necesito tres o cuatro días para reunirlos, lo mismo que les sucede a todos estos señores, cuyas huestes están diseminadas en sus diversas villas y lugares; la cuestión ahora no es de consejos, es de socorros.

***

     Inclinó el rey la cabeza, y el fugitivo relámpago de majestad y valentía que había brillado en su fisonomía, desapareció bajo el peso de las palabras del privado, volviendo a su indiferencia habitual, de la que no fue suficiente a distraerlo el murmullo de asentimiento con que los caballeros acogieron las últimas palabras del condestable.

     Rodrigo no se desalentó por estos murmullos, antes al contrario, irguiendo la cabeza con noble altivez, y dirigiéndose a todos en general, contestó:

     -Cuando yo doy un consejo, es porque si veo que nadie lo toma me encuentro dispuesto a ejecutarlo. Creo, señor, que recordará vuestra alteza, que el día que entré en Valladolid os ofrecí mi sangre y mi mesnada, y una y otra están dispuestas, esperando solamente vuestro permiso para ir a derramarla, luchando con vuestros enemigos.

     Esta conclusión sorprendió a todos los cortesanos, que hacía tiempo estaban esperando ver a qué bando se inclinaría aquel poderoso auxiliar, y doblemente a don Álvaro, que contaba con un apoyo inmenso; pues los soldados de Rodrigo, toda gente aguerrida y aleccionada en una escuela más adelantada que la castellana, eran doblemente terribles en un campo de batalla.

     Volvió don Juan II la cabeza hacia su privado, consultándole con su tímida mirada lo que había de contestar, y aquél, que temía que se le escapase su inesperado socorro, dijo dirigiéndose al rey:

     -�Habéis oído, señor, la oferta que nos hace el conde de Rivadeo?... Ofertas como esa, solo a un rey toca admitirlas y premiarlas; pues cuando los caballeros leales faltan, el que se halla dispuesto a sacrificar su vida por la legítima causa, sólo en el poder de un monarca está el demostrarle su agradecimiento.

     Volvió el rey la cabeza hacia el conde, y alentado por las palabras de su favorito, le dijo:

     -Mi parecer está conforme con el del condestable, y acepto vuestro socorro con efusión. No sé lo que podréis desear, pero si en pago del servicio que me hacéis, deseáis algo que esté en el poder de un rey concedéroslo, hablad y seréis satisfecho.

     -Señor -contestó Rodrigo- el aceptar cualquiera merced de vuestra mano, sería venderos mi sangre y la de mis soldados; dejad que pierda mi vida en vuestra defensa, y estoy suficientemente recompensado.

***

     Un murmullo de admiración que se oyó entre todos los cortesanos, fue el elogio mayor que se pudo hacer de la acción del conde.

     Efectivamente, había motivos para ello; porque en aquella época en que un noble ponía precio a su lealtad, causaba extrañeza que un caballero espontáneamente ofreciese a un rey su formidable apoyo, pidiendo por toda recompensa la honra de verter su sangre por la causa real.

     Don Juan II fue el que más se admiró del proceder del conde.

     En su calidad de poeta, cuya alma habían fecundizado las dulces trovas de Juan de Mena y del docto marqués de Santillana, tenía el gusto exquisito de lo bello y de lo grande, y el conde de Rivadeo, bajo su doble aureola de valentía y desinterés, le admiraba tanto como los héroes de Homero, y puesto en parangón con el hijo de Príamo y con el amigo de Patroclo, dudaba si existía más valor y más nobleza en Héctor y en Aquiles, que en Rodrigo de Villandrando.

***

     Otra persona todavía admiraba más al conde, si bien su admiración nacía de su mismo egoísmo; esta persona era el condestable, para el cual, el socorro de Rodrigo representaba el poder, su existencia de mando y su reinado absoluto.

     Para él no había héroes griegos ni troyanos; sólo había un hombre que ponía a su disposición tres mil combatientes, y en aquella época en que no tanto se contaba por el número cuanto por el valor, puestas aquellas tropas frente a las insurrectas, aunque inferiores en gentes, ganarían la victoria que le aseguraba su posición.

     Considerado bajo ese punto de vista, el más admirado, el más contento, y el más agradecido de todos era el favorito, y mientras el rey lo comparaba a los héroes ensabiados por el parnaso griego, le contestó don Álvaro:

     -Permitidme, caballero, que en nombre de Su Alteza y en el de todos los señores que componen su consejo, os dé las gracias por el servicio que acabáis de prestarnos, gracias y expresiones que son infinitamente frías, para lo que sienten nuestros corazones.

     -Señor condestable -interrumpió Rodrigo- hacedme el obsequio de cesar en vuestros elogios, que no merezco, pues no he hecho más que lo que debía, y como vos dijisteis antes muy bien, el tiempo vuela y desearía suplicaseis a Su Alteza me conceda su venia para marchar inmediatamente contra los rebeldes.

     -Ya lo oís, señor -dijo el favorito dirigiéndose al monarca- el conde de Rivadeo espera que le concedáis la honra de besar vuestra mano para partir con sus lanzas hacia Medina.

     -No mi mano, sino mis brazos, concederé yo al leal vasallo que va a derramar su sangre en mi defensa -contestó el buen rey.

     Y uniendo la acción a la palabra, se levantó del blasonado sillón, y tendiendo los brazos al conde, que se había adelantado algunos pasos para besarle la mano, le estrechó en ellos con la misma efusión y el mismo cariño que si hubiera sido su hijo.

***

     Dado el ejemplo por el rey, fue seguido inmediatamente por el condestable y demás señores, que a porfía le prodigaban los plácemes y enhorabuenas, a los que el conde puso término, diciendo:

     -Ea, señores, puesto que el monarca se ha servido admitir mi oferta, dejemos para cuando vuelva vencedor todas esas expresiones, y haced en cambio votos para que triunfe de los enemigos de mi rey.

     Y volviéndose hacia el monarca, le dijo:

     -Dentro de una hora salgo de Valladolid, y dentro de dos días sentaré mis reales frente al enemigo, y con la ayuda de Dios, antes de seis sabréis mi victoria.

     Y después de haber besado la mano que el rey le tendía nuevamente, abandonó la estancia.

***

     Los rebeldes fueron vencidos de nuevo en el campo de batalla, pero tornaron las luchas de corte, digámoslo así, y don Álvaro de Luna apenas se daba tregua en deshacer pactos y en destruir alianzas, que sólo contra él se formaban.

     Es verdad que la batalla de Olmedo fue un golpe terrible para los rebeldes; mas sin abatirse por ello, volvieron a empezar sus conspiraciones y a dar que hacer a los amigos de don Álvaro.

     El conde de Fuentidueña, su verdadero y leal amigo, decíale:

     -Mata, Álvaro, mata; ya te he dicho que la nobleza castellana se doblega únicamente, y es necesario romperla: dale al verdugo trabajo, y así podrás sostenerte.

     -Repúgname, como te he dicho, emplear semejantes medios; puesto que lo que quieren son villas y señoríos, démoselas en buen hora.

     -Sí, como se le arroja al perro el hueso que ha de roer; pero llegará un día en que no tendrás huesos que arrojarles, y entonces tú serás la presa que se disputarán.

     Las palabras del conde no pudieron menos de hacer alguna impresión en el ánimo de su amigo.

     Sin embargo, como el condestable sentía más bien desprecio que temor hacia aquella nobleza viciosa y turbulenta, prefirió continuar empleando el sistema de la corrupción, que hasta entonces, según hemos visto, le había dado algunos resultados.

***

     Conociendo hacía ya mucho tiempo el condestable, que su más poderoso enemigo era el rey de Navarra, había procurado amenguar su odio ligándole, por medio de su astuta política, con el trono de Castilla.

     Para realizar este plan, era necesario un casamiento entre el príncipe don Enrique, hijo de don Juan II, y la princesa doña Blanca, hija del monarca navarro.

     Aceptada la propuesta por ambas partes, no pudo consumarse el matrimonio por la corta edad de los contrayentes, pero quedaron ya irrevocablemente prometidos, aunque el navarro nunca dejó de atacar el poder del favorito.

     Pasaron los años hasta que llegó el de mil cuatrocientos cuarenta, del cual vamos hablando, y habiéndose hecho más encarnizada, más tenaz la lucha que el privado estaba sosteniendo contra los parciales del rey y del infante, pensó que ya era llegada la hora de reunir a los reales prometidos, para cuyo efecto una comisión, compuesta de lo más escogido del reino, fue a recibir a la desgraciada princesa que más tarde, después de ser repudiada por su impotente esposo, había de morir bajo el peso de la ambición de su hermana, perdiendo las dos coronas a que su nacimiento y su enlace con el príncipe don Enrique le daban derecho.

     En Logroño entregó el príncipe don Carlos de Viana a los caballeros castellanos, su encantadora hermana, separación que no pudieron hacer sin derramar lágrimas, como si hubieran tenido el presentimiento de lo que había de sucederles.

     Todo el camino fue una serie de festejos para doña Blanca.

     Los nobles señores feudales la obsequiaban al pasar por sus castillos, y en todos los pueblos de su jurisdicción se celebraban grandes fiestas y se hacían los más sinceros votos para que aquella princesa tan buena y tan hermosa, fuera feliz en el suelo de Castilla, cosa que todo el mundo dudaba, atendido lo corrompida que estaba el alma del príncipe don Enrique.

     De diversión en diversión, y acariciada siempre, llegó por fin doña Blanca a Rioseco, donde salieron a recibirla sus padres y la reina doña María de Aragón, juntamente con doña Beatriz la hija del rey de Portugal don Dionís, que se hallaba en Valladolid a la sazón, y del almirante de Castilla, padrinos de los regios cortesanos.

***

     -Vamos, señora, contestadme con franqueza; hace una hora que estoy preguntando, y aún no me habéis querido contestar.

     Así decía el condestable a doña Sol de Villanueva, sentado en uno de los blasonados sitiales de la cámara de la hebrea, el mismo día en que la princesa de Navarra había llegado a Rioseco.

     Vestido con suma elegancia, gallardo todavía a pesar de sus años, del peso enorme de los negocios y de las luchas continuas, don Álvaro fijaba su ávida pupila en doña Sol.

     Esta, jugando distraídamente con las plumas de su precioso abanico de nácar y oro, no daba muestras de haber escuchado lo que su interlocutor acababa de decir.

     Al cabo de un momento alzó su hermosa cabeza, y lanzando al condestable una mirada llena de voluptuosidad, le preguntó:

     -�Qué me decíais, señor condestable?

     -Veo, señora, que os soy muy indiferente, cuando tan poca atención ponéis en lo que os digo -contestó aquel con un acento en que se notaba un tanto de amargura y de orgullo herido.

     -�Que me sois indiferente me habéis dicho? -y un fuego extraño brilló en los ojos de la dama- �que me sois indiferente?...

     Y después, como temiendo haber dicho demasiado, bajó la vista ruborizada, prosiguiendo:

     -Dispensadme, pero...

     -�Que os dispense, señora?... que os dispense cuando esa misma distracción me ha permitido oír...

     -�El qué? -dijo la dama alzando la cabeza con altivez.

     -Nada, señora.

     Y siguió un momento de silencio, al cabo del cual volvió a decir el condestable:

     -Os preguntaba, si podía contaros como amiga o como enemiga. En la situación en que me encuentro, casi enteramente aislado, necesito saber quiénes son de veras mis enemigos.

     -�Y habéis podido dudar de mi amistad, señor condestable? De poco os puede servir, es cierto, pero franca, leal, cuanto puede haber en mi corazón para endulzar vuestros pesares, todo os pertenece. Dicen que la amistad es el bálsamo más dulce que hay para las heridas del alma; que Dios, compadecido de los dolores del hombre, hizo brotar en otros corazones un sentimiento, una fibra, cuya vibración, exenta de todo egoísmo, de todo interés, adormeciera los pesares de aquellos; una especie de crisol, donde al confiarse las penas se purificasen, devolviéndolas al mismo que las sentía, dolientes siempre, pero más dulcificadas, más suaves, trasformadas en una dulce melancolía, sin aquellos raptos de desesperación que llevan consigo todos los dolores.

***

     Era tan tierno, tan acariciador, y al mismo tiempo tan verdadero el acento de doña Sol; estaba tan hermosa bajo aquella aureola de compasión y de ternura en que se envolvía; brillaba en sus ojos un sentimiento tan profundo, tan penetrante, que el condestable se sentía magnetizado por aquella mirada, adormecido por aquel acento, y subyugado, por decirlo así, por el hálito de pureza y de hermosura que exhalaba aquella mujer.

     Todavía permaneció algunos momentos escuchando las lejanas armonías de aquella voz que se iba perdiendo gradualmente por los arcos de la habitación, y cuando su última vibración se perdió completamente, experimentó una sensación parecida a la del mendigo que ve tristemente perderse en el occidente el último rayo del sol que calentaba sus entumecidos miembros. Entonces, como quien despierta bruscamente de un sueño dulcísimo, dijo:

     -Proseguid, señora; �resonaba tan dulcemente vuestra voz en mi alma!... Tenéis razón; la amistad es un don precioso, y creo que disfrutaba ya de sus favores; seguid, seguid; no sé qué magia, no sé qué encanto particular tenéis, que no se os puede ver sin sentir, oíros hablar sin amaros, y amaros... sin llegar a la idolatría.

     -Creo, señor condestable, que saltamos ese escalón tan peligroso que hay de la amistad al amor.

     -No será mía la culpa, en ese caso.

     -�Pues de quién?

     Y una mirada lánguida, intensa, fascinadora, fue a herir de lleno al condestable, mientras que la agitación del seno de la dama le revelaba los latidos de su corazón.

     -�De vos! -contestó don Álvaro, trémulo aún por la emoción que experimentaba.

     -�De mí?

     -Sí, doña Sol; os lo he dicho antes, y ahora os lo repito: estar a vuestro lado sin hablaros de amor; mirar vuestros ojos sin embriagarse en su dulce irradiación; ver vuestro seno agitarse y no ansiar que esa palpitación le pertenezca a uno por entero, es imposible, señora; de mí sé deciros, que he entrado cuerdo en vuestra casa y saldré loco de ella.

     -Veo que no en vano se dice en la corte, que sois un galanteador consumado.

     -Cuando el corazón habla, no hay nada de galantería en su lenguaje.

     -�El corazón!... �Vuestro corazón es el que habla?

     -�Y qué os sorprende, señora?

     -Que agostado por la política, por los negocios, saturado por los amores infinitos que habéis sentido, me parece muy extraño que aún sintáis agitarse vuestro corazón.

     -�La política!... �Los amores!... Tenéis razón; la primera es el gusano que roe nuestro corazón, y los segundos los verdugos de nuestra alma. La política, cuando es noble, grande y poderosa, cuando tiende a un fin de honor y gloria, hace brotar en nuestro pecho sensaciones nuevas, goces infinitos; pero cuando en vez de esto tiene que rebajarse hasta impedir mezquinas ambiciones, salvar asechanzas y lazos tendidos a un hombre porque ocupa un puesto más elevado que los demás; cuando en vez de la gloria de una nación, sólo se ven campos talados por los bandos rebeldes, brazos arrancados a la industria, cadalsos y ejecuciones, y por cualquier parte que se tienda la vista, no se ven más que cadáveres y sangre, y nuevas traiciones y nuevos insultos, entonces nuestro corazón se contrae, se ahoga, y llega hasta a perder su sensibilidad.

***

     Era tan sentido, había tanta amargura en el acento del condestable, que no pudo menos de mirarle doña Sol con una expresión de interés y de odio.

     Don Álvaro prosiguió:

     -Yo era bueno, señora, sentía grandes deseos de gloria, y mi cabeza concebía vastos planes. Desde muy niño había fijado la vista en mi patria, había sondeado sus heridas y me encontraba con alientos para curar el mal de raíz. Yo veía un pueblo que había sido grande y poderoso, convertido en juguete de las ambiciones mezquinas de los ricos-homes, cada uno de los cuales se creía rey en sus villas y fortalezas. Gobernado por una mano débil, doña Catalina de Lancáster, era un autómata que se movía bajo la dirección del buen condestable don Ruy Lope Dávalos, dirección no por cierto la más acertada. Entonces ambicioné, pero mi ambición fue noble, fue la de libertar a mi patria de aquel yugo de hierro con que cien reyezuelos la oprimían, y durante largos años, me dediqué a cautivar el alma del rey, y lo conseguí; entonces necesité oro para comprar hierro, di espadas a mis pajes, ennoblecí a mis escuderos, armé mis mesnadas, y deseando sofocar aquella tiranía que pesaba sobre el estado llano, le cargué con nuevos gravámenes; mis pajes, mis escuderos y mis hidalgos, se volvieron contra mí, y engrosaron las filas de los rebeldes; entonces me vi precisado a acumular nuevos tesoros para hacer frente a tantos enemigos, y se me acusó de avaricia; quise poner a cubierto y conservar intacta la dignidad real, y se me llamó traidor; quise reunir en mi los poderes que el rey no sabía manejar, y se me trató como el más vulgar de los favoritos. Entonces me atacaron al descubierto: después de haberme herido en mis sentimientos, en mi honra y en mis ideas, quisieron herirme en el cuerpo; la sangre corrió; los pobres vasallos, víctimas inocentes de los caprichos y las ambiciones de sus señores, caían muertos en los campos de batalla. La desmoralización que yo había querido cortar, había vuelto a desarrollarse, y desde entonces, señora, estoy sosteniendo una lucha que ha encanecido mis cabellos, en la que por fin perderé la cabeza, y sin embargo, en medio de estas contiendas yo he hecho que respeten a Castilla, Navarra, Aragón y Portugal; he ajustado las paces con el moro, que si bien ya las ha roto, otra vez tendrá que aceptarlas; he reprimido las rebeliones de los nobles, que aunque siempre brotan de nuevo, esa es una partida que yo juego con ellos, partida que si me dan tiempo suficiente aún espero ganársela. Pero �qué creéis que después de haber vencido me quedará, señora? Un vacío inmenso en mi pecho, un remordimiento frío, punzante, desgarrador, y en todas partes creeré estar viendo los espectros sangrientos de esas víctimas, que aunque yo no haya tenido la culpa de sus rebeliones, sin embargo, a mí me acusarán de sus muertes. He ahí lo único que me quedará, unido al grito de reprobación de todo ese pueblo para quien yo soñaba una era de felicidad, y al que le he arrebatado sus hijos, sus hermanos y sus padres: ese remordimiento y esa maldición será lo único que me restará.

***

     Calló concluido de decir esto el condestable, y su cabeza se inclinó pesadamente como bajo el peso de aquel remordimiento y de aquella maldición.

     Doña Sol fijó en él una mirada indescriptible; con su instinto de mujer, admiraba todo lo grande que había en aquel hombre, pero con su sentimiento de hija, y de hija herida en la honra de su madre y en la vida de su padre, el odio sofocaba su admiración.

***

     Tan pensativa como el condestable quedó algunos momentos, y su pensamiento no tuvo más objeto que buscar un medio para herir más dolorosamente a aquel hombre que tan herido estaba.

     Había observado hacía ya tiempo, la solicitud, el interés con que la miraba el condestable; había advertido en su acento un tanto más que amistad; el amor se había mezclado alguna vez en sus conversaciones, y ella comprendió que para aquel hombre a su edad ya, sería el amor un dolor terrible.

     Torturar aquella alma con los dolores de los celos.

     Anegarla otras veces con los goces infinitos de la pasión.

     Mezclar un tanto de acíbar en la dulzura de su amor.

     Enloquecerlo; hacer esclavo suyo a aquel hombre que a su vez había esclavizado a su rey.

     Acabar de desesperar aquel corazón que tan desesperado estaba, fue el pensamiento de la hebrea.

     Así concebido, fue prontamente puesto en ejecución.

     Alzó la cabeza, fijó una de sus más enloquecedoras miradas en el privado, y con un acento dulce, compasivo y tierno, le dijo:

     -No seáis tan desconfiado, señor condestable, que no todos os maldecirán; tal vez habrá alguien que os admire... yo... que siento hacia vos... alguna compasión.

***

     Y doña Sol, aparentando confusión, bajó modestamente la vista, encendido de rubor su rostro. Sorprendido por aquella voz, despertado, por decirlo así, el condestable de aquel sueño sombrío, por aquel acento dulcísimo, levantó la cabeza, y su mirada anhelante se encontró con la ardiente de la dama, cuyas reticencias y confusión, le hicieron exclamar cogiéndole una mano, que sólo opuso una débil resistencia:

     -�Habláis de vos, señora?

     -�Y por qué no? -dijo al cabo de un instante doña Sol con voz resuelta- esos que la canalla os cita como crímenes, para mí son hechos grandes: �tenéis acaso la culpa de que los hombres sean bajos y cobardes? Os lo repito, os admiro, como admiro todo lo grande, todo lo altivo, todo lo noble que hay en vos; os admiro tanto como desprecio a esa turba de caballeros y ricos-homes, cuya alma, incapaz de un sentimiento leal, no es más que una sentina de crímenes y traiciones, y si creéis que mi amistad puede endulzar vuestras penas y mitigar vuestros dolores, tomadla entera, os la ofrezco, grande como vuestro corazón, capaz de sacrificarse por vos, como os habéis sacrificado por vuestra patria.

***

     El amor había sido siempre el lado vulnerable de don Álvaro, y la adulación es otra pasión que todos los hombres sienten; él, hombre también, la conocía, y era imposible qua pudiera resistir a un amor que de aquella manera le adulaba; así que contestó:

     -Gracias, señora, gracias; vuestra respuesta ha superado cuanto yo podía esperar; he soñado con vuestro amor, he visto con él horizontes de felicidad, pero jamás había creído que se llegara a realizar mi sueño.

     -Creo, señor condestable, que nada os he dicho de amor -dijo doña Sol- y creo que nunca me atrevería a ello.

     -�Por qué?

     -Porque lleváis fama de no haber amado nunca.

     -Quien eso dice no me conoce, señora, o mejor dicho, no os conoce a vos; si en esas voces creéis, pedidme una prueba que pueda demostraros si os amo o no.

     -Cuidado, caballero, cuidado con lo que ofrecéis, porque tal vez cayera en la tentación -contestó la dama, irradiando de sus ojos un resplandor tan ardiente, tan intenso, tan enamorado, que acabó de trastornar la razón del condestable, que cayó a sus plantas, diciéndole:

     -Os amo, señora, os amo; y no me sería doloroso sacrificio alguno con tal que os pudiera probar mi amor; pedidme una prueba, señora, pedídmela, y por costosa, por grande que sea la tendréis.

     -Pues bien, sea. Dadme un pergamino con vuestra firma.

     Fijó don Álvaro su mirada penetrante en el rostro de la hebrea, así que oyó su extraña demanda, y una duda horrible cruzó por su imaginación; pero era tan encantadora, tan pura, tan inocente la expresión de su rostro, que desechó toda sospecha, y le dijo:

     -Concedido, a pesar de que no deja de parecerme extraordinario lo que me habéis pedido.

     -Pues por esa misma razón lo he hecho; si os hubiera pedido una villa o una fortaleza, sólo hubiese sido para vos una mujer vulgar que se vende por un puñado de oro, y que no sirve más que de pasatiempo y de hastío a un hombre como vos; pero si me entregáis esa firma, veréis en mí la mujer que necesitáis, y yo en vos al hombre que busco. Ahí tenéis pergaminos en esa mesa, y plumas también; en la mano lleváis vuestro sello, con que podéis satisfacer mi capricho; �pero vaciláis? �Me había engañado acaso?...

     -No, señora -contestó el condestable con acento resuelto- voy a concederos lo que pedís.

     Y llegándose a la mesa, firmó el pergamino, le puso el sello, y entregándoselo a doña Sol, le dijo:

     -�Y ahora me amaréis?...

     -Creo que llegaré a hacerlo -contestó la dama.

***

     La debilidad del condestable fue realmente terrible en aquellas circunstancias.

     Aquella firma en blanco puesta en un momento de embriaguez y de amor, fue un arma poderosa que si por el momento no utilizaron sus enemigos, les sirvió sin embargo más adelante para ponerle en un grave aprieto.

     Merced a ella, hiciéronse entregar algunos de los mejores castillos y fortalezas en que mayor confianza tenía don Álvaro, consiguieron ganar fingiendo con aquel pergamino una orden de prisión contra Alonso Pérez de Vivero, contador mayor del reino, hechura y amigo íntimo del condestable, y la coalición que contra él se formó por consecuencia de todos estos resentimientos, de todas estas venganzas, y sobre todo por la vergonzosa debilidad suya, amenazó de un modo gravísimo su seguridad.

     Entonces el conde de Fuentidueña volvió a recordar a su amigo las frases que tantas veces le había repetido.

     -Es necesario matar; es preciso herir a tus contrarios en la cabeza, porque si no en ella te herirán.

     -�Pero cómo he de herir a tantos? -dijo entonces el condestable- por doquiera brotan enemigos, y si a destruirlos fuera por ese medio, sobrada tarea tuviera el verdugo.

     -Pues que la tenga, Álvaro, que la tenga. Bien te dije que esa doña Sol había de ser tu ángel malo; desechaste mi consejo entonces, y ya ves las consecuencias.

     -Razón tuviste; pero yo te juro que ya que así lo han querido, ya que en esta corte llena de rebeldías y parcialidades, de ambiciones y desafueros, no hay otro remedio que matar para no ser muerto; de tal modo mataré, que ha de quedar memoria de mi venganza.

     -Témome mucho, mi pobre Álvaro, que ya sea tarde.

     -�Qué quieres decir?

     -Que los remedios aplicados en tiempo oportuno suelen dar resultado; cuando se aplican tarde irritan doblemente el mal en vez de calmarlo.

     -Sobre todo -dijo don Álvaro- la felonía que más enciende mi cólera es la de Alonso Pérez de Vivero.

     -No es más ni menos que la misma de los otros.

     -No ha de tardar en sentir el peso de mi enojo.

     -Cuidado ahora, Álvaro, cuidado ahora con el modo y forma en que has de aplicar el remedio.

***

     Razón tenía el conde de Fuentidueña en decir a su amigo que obrase con prudencia en la nueva senda que trataba de emprender.

     Precisamente la mayor enemiga que el condestable tenía, era la misma reina doña Isabel de Portugal, a quien él había traído a ocupar el trono de Castilla después que hubo muerto doña María de Aragón.

     El ascendiente que ejercía sobre su esposo, hizo que a su alrededor se agruparan todos los descontentos, y como que de ella partían todas las intrigas y todos los avisos, la conspiración había tomado un aspecto formidable.

     Vehemente en sus odios, como lo era en todas sus pasiones, el condestable, mientras que a don Diego de Villanueva hacía que le diesen muerte sus mismos soldados, arrojaba al contador mayor del rey, Alonso Pérez, por una ventana de su misma casa a la calle, y desterró a doña Sol, persiguiendo encarnizadamente a los demás conspiradores.

     El verdugo tuvo tarea que desempeñar, corrió la sangre, pero como había dicho muy oportunamente el de Fuentidueña, era ya tarde para emplear aquellos medios que por otra parte no podían hacer más que enconar el daño.

     Pocos días después, don Álvaro de Zúñiga recibía una cédula del rey don Juan II, concebida en estos términos:

     �Don Álvaro de Zúñiga, mi alguacil mayor, yo vos mando que prendades el cuerpo de don Álvaro de Luna, Maestre de Santiago; e si se defendiere, que lo matéis.�

     En virtud de esta orden tomáronse las disposiciones necesarias, y don Álvaro entregóse a los que iban a prenderle.

     Su muerte fue la que lógicamente debía esperarse, dados los odios, enemistades y ambiciones que le rodeaban.

     El conde de Fuentidueña, conforme no le había abandonado en los momentos de su privanza, tampoco le abandonó en los de su desgracia.

     A pesar de no querer hacer alusión alguna a lo pasado, en la entrevista que había tenido, el mismo condestable hubo de decirle:

     -Pluguiera al cielo, mi buen Gutiérrez, que en tiempo oportuno hubiese escuchado tus consejos. Tratar de satisfacer la ambición haciendo concesiones es violentarla más; si yo hubiese dado al hacha del verdugo los ambiciosos que me demandaban villas, no habría llegado al extremo en que me hallo.

     El conde no supo qué contestar.

     Contristábale la desgracia de su amigo, y mucho más le contristaba porque ya se la había anunciado.

     Don Álvaro de Luna había concitado en su contra tantas enemistades y tantos odios, que únicamente con su muerte podían satisfacerse.

     El sangriento desenlace del drama de su vida tuvo lugar poco después en la plaza del Ochavo de Valladolid, viéndose en el duro trance de ser enterrado de limosna el que tan omnipotente había sido poco tiempo antes, y cuya voluntad no había reconocido límite alguno.

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