Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo- XII -

Ahora hablemos, ¿por qué no?, de la violentísima pasión que inspiré a un francés. Era este el conde de Montguyon, coronel del 3.º de húsares. Yo le había conocido en Tolosa, habiendo tenido la desgracia de que mi persona hiciera profunda impresión en él, trastornando las tres potencias de su alma. Era soltero, de treinta y ocho años, bien parecido y atento y finísimo como todos los franceses. Persiguiome hasta París, donde me asediaba como esos conquistadores jóvenes e impacientes que han oído la célebre frase de César y quieren imitarla. Al principio me mortificaban sus obsequios; le rechazaba hasta con menosprecio y altanería; pero al fin, sin corresponder a su amor de ninguna manera, admití la parte superficial de   —96→   sus galanterías. Esto le dio esperanza; pero siempre me trataba con el mayor respeto. Deseando, sin duda, identificarse con las ideas que suponía en mi tierra, se había hecho una especie de D. Quijote, cuya Dulcinea era yo. A veces me parecía por demás empalagoso; pero después de muchos meses de indiferencia absoluta, empecé a estimarle, reconociendo sus nobles prendas. Cuando me disponía a volver a mi país, se me presentó rebosando alegría, y me dijo:

-Acabo de conseguir que me destinen a la guerra de España. De este modo consigo tres grandes objetos que interesan igualmente a mi corazón: guerrear por la Francia, visitar la hermosa tierra de España y estar cerca de usted.

Él pretendía que me detuviese para partir juntos; pero a esto no accedí, y me marché dejándole atrás, aunque deseosa ¿a qué negarlo?, de que no me siguiese a mucha distancia, pues a causa del fastidio de viaje tan largo, Francia, con ser tan bella, empezaba a aburrirme de lo lindo.

¿Se creerá que yo había olvidado a mi pobre cautivo de Benabarre? ¡Ah!, no, y hasta el último momento que estuve en la Seo de Urgel me ocupé de su desgraciada suerte. Cada vez que venía a mi pensamiento la idea de sus penas,   —97→   me estremecía de dolor, y toda alegría se disipaba en mi espíritu. Pero este tiene en sí mismo una energía restauradora, no menos poderosa que la del cuerpo, y sabe curarse de todos sus males siempre que le ayude el mejor de los Esculapios, que es el tiempo.

Voltaire, que no por impío y blasfemo dejó de tener mucho talento, escribió una historieta titulada Los dos consolados, en la cual pone de relieve las admirables curas de aquel charlatán, el único cuyos específicos son infalibles. Yo he leído esa novelita, así como otras del célebre escritor sacrílego, y esta debilidad mía, imperdonable quizás en una dama tan acérrima defensora de la religión, la confieso aquí contritamente, rogando a mis lectores que no revelen a ningún cura de mi país tan feo secreto, ocultándolo principalmente al señor canónigo de Tortosa, mi director espiritual, el cual se enfurecerá si le hablan de las novelas de Voltaire, aunque a mí me consta que él también las ha leído.

Pues bien, el tiempo fue cicatrizando mis heridas sin curarlas. Yo también podía erigir una estatua con la inscripción A celui qui console, pues la ausencia indefinida y los días que pasaban rápidamente habían calmado aquel insaciable afán de mi alma. En mí reinaba la   —98→   tranquilidad, pero no el taciturno y seco olvido; y una aparición repentina del ser amado podía muy bien en brevísimo instante, destruir los efectos del tiempo renovando mi mal y aun agravándolo.

Desde París a la frontera no cesaba el movimiento de tropas. Por todas partes convoyes, cuerpos de ejército y oficiales que iban a incorporarse a sus regimientos. Francia podía creerse aún en los días del gran soldado. Hasta Burdeos no tuve noticias ciertas de mi querida Regencia y de mi ilustre mandatario el marqués de Mataflorida. ¡Ay! La suerte de este insigne hombre de Estado no podía ser más miserable. Eguía había triunfado, a pesar de las furiosas protestas del regente de Urgel; y para colmo de desdicha, como aún quisiera este llevar adelante sus locas pretensiones, el duque de Angulema le mandó prender juntamente con el arzobispo, confinándoles a Tours. Así acabaron las glorias de aquellos dos ambiciosos. Yo llegué a tiempo para verles, y cuando manifesté al marqués las poco lisonjeras disposiciones del triste Chactas, el atroz Regente, desairado, llamó a Chateaubriand intrigante, enredador, mal poeta y franchute. Esta fue la venganza del coloso.

Bayona era un campamento cuando yo   —99→   llegué. El número de españoles casi superaba al de franceses, y en todos reinaba grande alegría. Reanudé entonces mis buenas relaciones con el barón de Eroles, haciéndole ver que mi viaje a París había tenido por causa asuntos particulares, y entre risas y bromas me reconcilié con Eguía, el cual, por razón del mismo gozo y embobamiento del triunfo, estaba muy dispuesto a perdonar. En cuanto a las negociaciones, yo no tenía humor de seguir ocupándome de ellas, y deseaba retirarme a descansar sobre mis laureles diplomáticos, no sólo porque mi entusiasmo absolutista se había enfriado mucho, sino porque desde algún tiempo las conspiraciones y los manejos políticos me causaban hastío. Ya he dicho que siempre fui muy inclinada a la mudanza en mis ocupaciones. Mi espíritu se aviene poco con la monotonía, y si hubo un día en que me sedujeron las embajadas, otro llegó en que me repugnaron. ¡Mágico efecto del tiempo, cuya misión es renovar, creando las estaciones con los admirables círculos del universo! También el alma humana ve en sí la alterada sucesión de las primaveras e inviernos en sus dilataciones y recogimientos.

Yo deseaba entrar en España, y tenía propósito de reanudar las diligencias para averiguar   —100→   el paradero de mi cautivo de Benabarre. En Bayona, una familia francesa legitimista, con quien yo tenía antigua amistad, me convidó a pasar unos días en su casa de campo inmediata a Behobia, y unos parientes míos invitáronme a que les acompañase a Irún un par de semanas. A ambos ofrecimientos accedí, empezando por el de Behobia, aunque la frontera no me parecía el punto más a propósito para residir en los momentos en que principiaba la guerra. Pero la gente de aquel país estaba segura de que Angulema atravesaría fácilmente el Pirineo, por ser muy adicto al absolutismo todo el país vasco-navarro.

Todavía no había pasado Su Alteza la raya, cuando se rompió el fuego junto al mismo puente internacional. Los carbonarios extranjeros que andaban por España, unidos a otros perdidos de nuestro país, habían formado una legión con objeto de hacer frente a las tropas francesas. Constaba aquélla de doscientos hombres, tristes desechos de la ley demagógica de Italia, de Francia y de España; y para seducir a los cien mil hijos de San Luis, se habían vestido a la usanza imperial, y ondeando la bandera tricolor, gritaban en la orilla española del Bidasoa: «¡Viva Napoleón II!».

Su objeto era fascinar a los artilleros franceses   —101→   con este mágico grito; mas tuvieron la desdicha de que tales aclamaciones fueran contestadas a cañonazos, y con sus banderas y sus enormes morriones huyeron a San Sebastián. Pasma la inocente credulidad de los carbonarios extranjeros y de los masones españoles. Oí decir en Behobia que los liberales franceses Lafayette, Manuel, Benjamín, Constant y otros fiaban mucho en los doscientos legionarios mandados por el republicano emigrado coronel Fabvier. ¡Qué desvaríos engendra el furor de partido! Corría esto parejas con la necia confianza del Gobierno español, que, aun después de declarada la guerra, no había tomado disposiciones de ninguna clase, hallándose sus tropas sin más recursos ni elementos que el parlerío de los milicianos y el gárrulo charlatanismo de los clubs.

Hacia los primeros días de abril vi pasar a los generales de división Bourdessoulle, duque de Reggio, y Molitor, que entraron en España por Behobia. Después pasó Su Alteza el sobrino de Luis XVIII, con todo su Estado Mayor, en el cual iba Carlos Alberto, príncipe de Carignan. No se puede imaginar cortejo más lucido. Yo no había visto nada tan magnífico y deslumbrador, como no fuera la comitiva de José Bonaparte antes de darse la batalla de Vitoria   —102→   el año 13, feliz para la causa española, pero de muy malos recuerdos para mí, porque en él perdí la batalla de mi juventud, casándome como me casé.

También vi pasar a mi amigo Eguía remozado por la emoción y tan vanaglorioso del papel que iba a representar que no se le podía resistir, como no fuera tomando a broma sus bravatas. Iban con él D. Juan Bautista Erro y Gómez Calderón, aquel a quien el mordaz Gallardo llamaba Caldo pútrido. El barón de Eroles, que con los anteriores tipos debía formar la Junta al amparo del Gobierno francés, entró por Cataluña con el mariscal Moncey.

No recibieron a los franceses las bayonetas ni la artillería del Gobierno constitucional, sino una nube de guerrilleros, que les abrieron sus fraternales brazos, ofreciéndose a ayudarles en todo y a marchar a la vanguardia, abriéndoles el camino. Tal apoyo era de grandísimo beneficio para la causa, porque los partidarios realistas ascendían a 35.000 ¡Ay de los franceses si hubieran tenido en contra a aquella gente! Pero les tenían a su favor, y esto sólo ¡qué fenómeno!, ponía al buen Angulema por encima de Napoleón. El absolutismo español no podía hacer al hijo de San Luis mejor presente que aquellos 35.000 salvajes, entre   —103→   los cuales (¡cuánto han variado mis ideas, Dios mío!) tengo el sentimiento de decir que estaba mi marido. ¡Y yo le había admirado, yo le había aceptado por esposo diez años antes sólo por ser guerrillero!... Cuando se hacen ciertas cosas, ya que no es posible que el porvenir se anticipe para avisar el desengaño, debiera caer un rayo y aniquilarnos.




ArribaAbajo- XIII -

El conde de España mandaba las partidas de Navarra, Quesada las de las Provincias Vascongadas y Eroles las de Cataluña. ¡Cómo fraternizaron las partidas con los franceses, que habían sido origen de su nacimiento en 1808! Era todo lo que me quedaba por ver. Se abrazaban, dando vivas a San Luis, a San Fernando, a la religión, a los Borbones, al Rey, a la Virgen María, a San Miguel arcángel y a los Sermos. Infantes. Yo no lo vi, porque no quise pasar la frontera. Me repugnaban estas cosas, y los soldados de la fe habían llegado poco a poco a serme muy antipáticos.

Largamente hablé de esto con el conde de   —104→   Montguyon, que me perseguía tenazmente, permaneciendo en Behobia todo el tiempo que le fue posible. Él elogiaba a los guerrilleros, diciendo que, a pesar de sus defectos, eran tipos de heroísmo y de aquella independencia caballeresca que tanto había enaltecido el nombre español en otros tiempos. También le seducían por ser, como los frailes, gente muy pintoresca. Mi Don Quijote era una especie de artista, y gustaba de hacer monigotes en un libro, dibujando arcos viejos, mendigos, casuchas, una fila de chopos, carros, lanchas pescadoras y otras menudencias de que estaba muy envanecido.

Debía ser8 próximamente el 9 de Abril cuando me trasladé a Irún para vivir con la familia de Sodupe-Monasterio, gente muy hidalga, más católica que el Papa, realista hasta el martirio y de afabilísimo trato. Frecuentaban la casa (que era más bien palacio con hermosos prados y huerta) todos los españoles que el gran suceso de la intervención traía y llevaba de una Nación a otra, y muchos oficiales franceses, de cuyas visitas se holgaban mucho los Sodupe-Monasterio, porque oían hablar sin cesar de exterminio de liberales, del trono de San Fernando y de nuestra preciosísima fe católica.

Allí Montguyon no me dejaba a sol ni   —105→   a sombra, pintándome su amor con colores tan extremados, que me daba lástima verle y oírle. Su acendrado y respetuoso galanteo merecía, en efecto, alguna misericordia. Le permití besar mi mano; pero no pudo arrancarme la promesa de seguirle al interior de España. Cada vez sentía yo más deseos de quedarme en Irún y en aquella apacible vivienda, donde, sin que faltara sosiego, había bastantes elementos para combatir el fastidio. Con esta resolución, mi D. Quijote, que ya parecía querer dejar de serlo en la pureza de sus ensueños amorosos, estaba desesperado. Despidiose de mí muy enternecido y besándome con ardor las manos, voluptuosidad inocente de que nunca se hartaba. ¡Cuán lejos estaba el llagado amante de que no pasarían dos horas sin que cambiara diametralmente mi determinación!

Pasó del modo siguiente. Al saber que yo estaba en Irún, fue a visitarme un individuo, que aún no podía llamarse personaje, y al cual conocí en Madrid el año anterior, y también el 19. Se llamaba D. Francisco Tadeo Calomarde, y era de la mejor pasta de servil que podía hallarse por aquellos tiempos. Hijo del Ministro de Gracia y Justicia, se había criado en los cartapacios y en el papel de pleitos: los legajos fueron su cuna y las reales cédulas   —106→   sus juguetes. Su jurisprudencia llena de pedantería me inspiraba aversión. Tenía fama de muy adulador de los poderosos, y según se decía, compró el primer destino con su mano, casándose con una muchacha muy fea a quien dio malísimos tratos.

Los que le han juzgado tonto se equivocan, porque era listísimo, y su ingenio, más bien socarrón que brillante, antes agudo que esclarecido, era maestro en el arte de tratar a las personas y de sacar partido de todo. Habíase hecho amigo de D. Víctor Sáez, y aun del mismo Rey y del Infante D. Carlos, por sus bajas lisonjas y lo bien que les servía siempre que encontraba ocasión para ello.

Entonces tenía cincuenta años, y acababa de salir del encierro voluntario a que le redujo el régimen liberal. Había ido a la frontera para llevar no sé qué recados a los señores de la Junta. Me lo dijo, y como no me importaban ya gran cosa los dimes y diretes de los realistas, que no por estar tan cerca de la victoria dejaban de andar a la greña, fijeme poco en ello, y lo he olvidado. Calomarde no era mal parecido ni carecía de urbanidad, aunque muy hueca y afectada, como la del que la tiene más bien aprendida que ingénita. La humildad de su origen se traslucía bastante.

  —107→  

Hablamos de los sucesos de Madrid que él había presenciado y prolijamente me informó de todo.

-Siento que usted no hubiera estado por allá -me dijo-; habría visto cómo se iba desbaratando el constitucionalismo, sólo con el anuncio de la intervención. Si no podía ser de otra manera... Ahora están que no les llega la camisa al cuerpo, y en ninguna parte se creen seguros. Después que ultrajaron a Su Majestad, le han arrastrado a Andalucía con el dogal al cuello, como el mártir a quien se lleva al sacrificio.

-No tanto, Sr. D. Tadeo -le dije-, Su Majestad habrá ido como siempre, en carroza, y mucho será que los mozos de los pueblos no hayan tirado de ella.

-Eso se deja para la vuelta -indicó Calomarde riendo-. Ahora los franc-masones han seducido a la plebe, y Su Majestad, por donde quiera que va, no oye más que denuestos. El 19 de Febrero, cuando se alborotaron los masones y comuneros porque estos querían sustituir a aquellos en el Ministerio, los chisperos borrachos y los asesinos del Rastro daban mueras al Rey y a la Reina. Un diputado muy conocido apareció en la Plaza Mayor mostrando una cuerda con la cual proponía ahorcar a Su Majestad   —108→   y arrastrarle después. La canalla penetró hasta la Cámara real. ¡Escándalo de los escándalos! Parecía que estábamos en Francia y en los sangrientos días de 1792. El mismo Rey me ha dicho que los Ministros entraban en la Cámara cantando el himno de Riego.

-¡Oh, no tanto, por Dios! -repetí, ofendida de las exageraciones de mis amigos-. Poco mal y bien quejado.

-Me parece que usted, con sus viajes a Francia y sus relaciones con los Ministros del liberal y filósofo Luis XVIII, se nos está volviendo franc-masona -dijo D. Tadeo entre bromas y veras-. ¿Hay en la historia desacato comparable con el de obligar al Rey a partir para Andalucía?

-¡Oh, Dios nos tenga de su mano!... ¡qué desacato!, ¡qué ignominia!... -exclamé, remedando sus aspavientos-. Es preciso considerar que un Gobierno, cualquiera que sea, está en el caso de defenderse, si es atacado.

-Según mi modo de ver, un Gobierno de pillos no merece más que el decreto que ha de mandar a Ceuta a todos sus individuos. ¡Ah, señora mía, y cómo se ha entibiado el fervor de usted! Bien dicen que los aires de esa Francia loca son tan nocivos...

  —109→  

-Creo lo mismo que creía; pero mi absolutismo se ha civilizado, mientras el de ustedes continúa en estado salvaje. El mío se viste como la gente y el de ustedes sigue con taparrabo y plumas. Si el Gobierno de pillos ha resuelto refugiarse en Andalucía, llevándose a la Corte, ha sido para no estar bajo la amenaza de los batallones franceses.

-Ha sido -dijo Calomarde riendo brutalmente-, porque sabían que Madrid no tiene defensa posible; que los ejércitos de Ballesteros y de La Bisbal son dos fantasmas; que cuatro soldados y un cabo de los del Serenísimo Sr. Duque de Angulema, podían cualquier mañanita sorprender a la Villa y a los Siete Niños y al Congreso entero y al Ayuntamiento soberano y a toda la comunidad masónica y Landaburiana. Esta es la pura verdad. ¡Y qué bonito espectáculo han dado al mundo! En presencia de la intervención armada, ¿cómo se preparan esos mentecatos para conjurar la tormenta? Llamando a las armas a treinta mil hombres y disponiendo (esto es lo más salado) que con los milicianos que quieran seguir al Congreso se formen algunos batallones, recibiendo cada individuo cinco reales diarios. ¡Se salvó la patria, señora!

-El Gobierno -repuse prontamente-, creyó   —110→   sin duda que los franceses eran como los Guardias del 7 de Julio, es decir, simples juguetes de miliciano.

-¡Ya se lo diremos de misas! -dijo frotándose las manos-. Ya pagarán su alevosía. Sólo por el hecho de obligar a nuestro Soberano a un viaje que no le agradaba, merecerían todos ellos la muerte.

-Hasta los Reyes están en el caso de hacer alguna vez lo que no les agrada.

-Incluso viajar con un ataque de gota, ¿eh? ¡Crueles y sanguinarios, más sanguinarios y crueles que Nerón y Calígula! Ni a un perro vagabundo de las calles se le trata peor.

-Si el Rey no tenía en aquellos días ataque de gota -repliqué complaciéndome en contradecirle-. Si estaba bueno y sano. La prueba es que después de clamorear tanto por su enfermedad, anduvo algunas leguas a pie el primer día de viaje.

-Bueno, concedo que Su Majestad estaba tan bueno como yo. ¿Y si no quería partir?

-Que hubiera dicho «no parto».

-¿Y si le amenazaban?

-Haberles ametrallado.

-¿Y si no tenía metralla?

-Haberse dejado llevar por la fuerza.

-¿Y si le mataban?

  —111→  

-Haberse dejado matar. Todo lo admito menos la cobardía.

-Amiguita, usted se nos ha franc-masoneado -me dijo el astuto intrigante dando cariñosa palmada en mi mano-. A pesar de esto, siempre la queremos mucho y la serviremos en lo que podamos. Yo estoy siempre a las órdenes de usted.

Inflado de vanidad, el amigo del Rey hizo elogios de sí mismo, y después añadió:

-He tenido el honor de ser indicado para secretario de la Junta que se va a formar en la frontera.

-¡Oh, amigo mío, doy a usted la enhorabuena! -manifesté sumamente complacida y deplorando entonces haber estado algo dura con Calomarde-. No se podía haber pensado en una persona más idónea para puesto tan delicado.

-¿Se le ofrece a usted algo? -dijo D. Tadeo comprendiendo al punto mi cuarto de conversión.

-Sí; pero yo acostumbro dirigirme siempre a la cabeza -afirmé resueltamente-. Ya sabe usted que soy muy amiga del general Eguía, Presidente de la Junta.

-¡Ah!, entonces...

-Sin embargo. No puedo molestar a Su   —112→   Excelencia con ciertas menudencias tales como pedir noticias de personas, averiguar alguna cosilla de poca monta...

-Para esto es más propio un secretario tan bien informado como yo de todos los pormenores de la causa.

-Exactamente. Dígame usted, si lo sabe, en dónde está ahora un pícaro de mala estofa, que se emplea en bajas cábalas del Rey y tiene por nombre José Manuel Regato.

-¡Ah! ¡Regato!... Debe de andar por Andalucía con la Corte. No es de mi negociado ese caballero... ¿Qué? ¿Hay ganas de sentarle la mano?

-Por sentarle la derecha daría la izquierda.

-Pocas noticias puedo dar a usted del señor Regato. Tengo con él muy pocas relaciones. Quizás Pipaón, que conoce a todo el mundo, pueda indicar dónde se halla y el modo de sentarle, no una mano, sino las dos, siempre que sea preciso.

-Y Pipaón, ¿dónde está?

-Aquí.

-¡Aquí! ¡Pipaón!... -exclamé con gozo-. Yo le dejé en la Seo muy enfermo y creí que había caído en poder de Mina.

-En efecto cayó; pero él... ya usted le conoce... con su destreza y habilidad parece que   —113→   encontró por allí amigos que le favorecieron.

-Quiero verle, quiero verle al punto -dije con la mayor impaciencia-. Deseo mucho tener noticias de la Seo y de las facciones de Cataluña.

Y entonces se realizó aquel proverbio que dice: «En nombrando al ruin de Roma...».

Por la vidriera que daba a la huerta de la casa viose la mofletuda cara y el pequeño cuerpo de Pipaón, que habiendo tenido noticia de mi residencia en Irún iba también a verme. Mucho nos alegramos ambos de hallarnos juntos, y nuestras primeras palabras después de los cordiales saludos fueron para recordar los tristes días de la Seo, su enfermedad y mi abatimiento, y luego por el enlace propio de los recuerdos, que van de lo triste a lo placentero, hablamos del miedo del arzobispo, de las casacas que usaba Mataflorida y de otras cosas frívolas y chistosas, de esas que ocurren siempre en los días trágicos y nunca faltan en los duelos. Después de estos desahogos, Pipaón, tomando aquel tono burlesco que unas veces le sentaba bien y otras le hacía muy insoportable, me dijo:

-Le traigo a usted noticias muy buenas de una persona que le interesa, y con las noticias una cartita.



  —114→  

ArribaAbajo- XIV -

Yo me puse pálida. Comprendí de quién hablaba Pipaón, pero no me atreví a decir una palabra, por hallarse delante el entrometido y curioso Calomarde, gran coleccionador de debilidades ajenas. Varié de conversación, aguardando, para saciar mi afanosa curiosidad, a que D. Tadeo se marchase; pero el pícaro había conocido en mi semblante la turbación y ansiedad que me dominaban, y no se quería retirar. Parecía que le habían clavado en la silla. ¡Ay qué gusto tan grande poder coger un palo y romperle con él la cabeza!... ¡Qué pachorra de hombre!

Quise arrojarle con mi silencio; pero él era tan poco delicado que conociendo mi mortificación, se arrellanaba en el blando asiento como si pensara pasar allí el día y la noche. Pipaón con su expresivo semblante me decía mil cosas, que no podía yo comprender claramente, pero que me deleitaban como avisos o presentimientos lisonjeros. Llegó un momento en que los tres nos callamos, y callados estuvimos más de un cuarto de hora. Calomarde tocaba   —115→   una especie de paso doble con su bastón en la pata de la mesa cercana. El grosero y pegajoso cortesano había resuelto quemarme la sangre u obligarnos a Pipaón y a mí a que hablásemos en su presencia.

Resistí todo el tiempo que pude. Mi carácter fogoso no puede ir más allá de cierto grado de paciencia, pasado el cual, estalla y se sobrepone a todo, atropellando amistades, conveniencias y hasta las leyes de la caridad. Nunca he podido corregir este defecto, y la estrechez de los límites de mi paciencia me ha proporcionado en esta vida muchos disgustos. Forzando la voluntad puedo a veces aguantar más de lo que permite la extraordinaria fuerza de dilatación de mi espíritu; pero entonces estallo con más violencia, rompo mis ligaduras a la manera de Sansón y derribo el templo. Vino por fin el momento en que se me subió la mostaza a la nariz, como dicen las majas madrileñas, y poniéndome en pie súbitamente, miré a Calomarde con enojo. Señalándole la puerta, exclamé:

-Sr. D. Tadeo, tengo que hablar con Pipaón: le suplico a usted que nos deje solos.

Debían de ser muy terribles mi expresión y mi gesto, porque Calomarde se levantó temblando, y con voz turbada me dijo:

  —116→  

-Señora, manos blancas no ofenden.

¡Manos blancas no ofenden! Diez años después Calomarde debía pronunciar esta frase al recibir un desaire más violento que el mío, la célebre bofetada de la Infanta Carlota, una Princesa que, como yo, tenía muy limitado el tesoro de su paciencia y estallaba con tempestuosas cóleras, cuando la bajeza y solapada intriga de los Calomardes se interponían en su camino.

Pipaón y yo nos quedamos solos. En pocas palabras me refirió que había visto a Salvador Monsalud sano y salvo en la Seo de Urgel. Al oír esto el corazón dio un salto dentro de mí como una cosa muerta que torna a la vida, como un Lázaro que resucita por sobrehumano impulso.

-Mina le salvó en San Llorens de Morunys -me dijo-, y desde que se restableció se puso a mandar una compañía de contraguerrilleros.

Al decir esto, Pipaón me alargó una carta, que abrí con presteza febril, queriendo leerla antes de abrirla. Al mismo tiempo, y de una sola ojeada leí el fin y el principio y el medio. Era la carta pequeña y fría. Decíame en ella que estaba en libertad y que no pensaba salir en mucho tiempo del lugar donde estaba fechada, que era Urgel. Sentí mi corazón inundado   —117→   de un torrente de sangre glacial al ver que no contenía la carta expresiones de ardiente cariño.

-¿De modo que sigue en Cataluña? -pregunté a D. Juan.

-No señora. A estas horas va camino de Madrid.

-Pues ¿cómo dice en su carta que no piensa salir de la Seo?

-Esa carta me la dio cuando nos separamos, el día 30 de Marzo, pero dos días después supe, por nuestro común amigo el capitán Seudoquis, que Mina había encargado a Salvador que fuese a Madrid a llevar un mensaje reservadísimo a San Miguel y a otras personas.

-¿De modo que está?...

-Sobre Madrid, como se dice en los partes militares.

-Pero eso ¿es cierto?

-Tan cierto como que estoy hablando con una dama hermosa.

-¿Y salió?...

-Según mis noticias, el 10 de este mes. No sabía qué camino tomar; pero, según me dijo Seudoquis, estaba decidido a ir por Zaragoza que es el más derecho, aunque no el menos peligroso.

-¿Sabe la muerte de su madre?

  —118→  

-Yo le di la mala noticia.

-Pero ¿qué va a hacer ese hombre en Madrid? -dije sintiendo una tempestad en mi cerebro-. Si allí no hay ya Gobierno ni nada.

-Pero está en Madrid el gran Consejo de la franc-masonería. Mina es de la Orden de la Acacia, señora. Ahora se trata de que la Viuda haga un esfuerzo supremo.

En mi espíritu notaba yo aquella poderosa fuerza de dilatación de que antes he hablado. Unas cuantas palabras habían trastornado todo mi ser; mi pulso latía con violencia; asaltáronme ideas mil, y el ardoroso afán de movimiento que ha sido siempre una de las fórmulas más patentes de mi carácter se apoderó de mí. Sin necesidad de que yo le despidiese, dejome Pipaón, que iba en busca de Eguía para solicitar un puesto en la Junta, y después de pasada mi turbación, pude sondear aquel revuelto piélago de mi espíritu y mirar con serenidad lo que en el fondo de él había.

¡Cuán grande había sido mi engaño al creer moribunda la afición aquella que tantas dulzuras dio a mi alma en el verano del 22! La ausencia habíala escondido entre las cenizas que diariamente depositan los sucesos de cada instante, esa multitud de ascuas de la vida que van pasando sin interrupción y apagándose   —119→   hora tras hora. Pero aquella ascua del verano del 22 era demasiado grande y quemadora para pasar y extinguirse como las demás.

Bastó que oyera pronunciar su nombre, que me le anunciaran vivo para que se verificase en mí un brusco retroceso a los días de mi felicidad y de mi desgracia. El tiempo volvió atrás; las figuras veladas perdieron la sombra que las encubría; las apagadas palabras que sólo eran ya ecos confusos, volvieron a sonar como cuando eran la música a cuyo compás danzaba con la embriaguez de la pasión mi alma. ¡Cuánto me había engañado y qué juicios tan erróneos hacemos de nuestros propios sentimientos y de todo aquello que está lejos! Nos pasa lo mismo que al ver las lontananzas de la tierra, cuando confundimos con las vanas y pasajeras nubes los montes sólidos e inmutables que ninguna fuerza humana puede arrancar de sus seculares asientos.

Fue aquello como una vuelta, como un ángulo brusco en el camino de la vida. Desde entonces vi nuevos horizontes, paisaje nuevo, y otra gente y otros caminos. ¡Y yo había creído poder olvidarle y aun poner en su altar vacío al conde de Montguyon! ¡Qué delirio!... ¡Lo que pueden la ausencia, la distancia, la ignorancia! El tiempo que me había consolado, hiriome   —120→   de nuevo, y un día, un instante marcado en mi vida por cuatro palabras como cuatro estrellas resplandecientes, había destruido la obra lenta de tantos meses.

Con la presteza que Dios me ha dado formé mi plan de viaje. Tengo algo del genio de Napoleón para esto de los grandes movimientos. Para mí la facultad de trasportar todo el interés de la vida de un punto a otro del mundo es otra prenda muy principal de mi carácter, y al mismo tiempo una necesidad a la que muy difícilmente puedo resistir. El destino me ha presentado siempre los sucesos a propósito para tales juegos de estrategia sublime.

Aquella misma tarde dispuse todo, y por la noche sorprendí a mi D. Quijote con la noticia de mi viaje. Aficionada a jugar con los corazones que caen en mis manos (a excepción de uno solo), como juega el gatito con el ovillo que rueda por el suelo, dije al conde de Montguyon:

-Me he asustado de la soledad en que voy a quedar después que usted se marche, y voy a Madrid. De esta manera podré vigilar a cierto caballero francés por si anda en malos pasos.

Él se puso tan contento, que olvidó aquella noche hablarme de la guerra y de los laureles que iban a recoger. Parecía un loco hablando   —121→   de los alcázares de Granada, de los romances moriscos, de las ricas hembras, de las boleras, de los frailes que protegían los amores de los grandes, de las volcánicas pasiones españolas y de las mujeres enamoradas que eran capaces del martirio o del asesinato. Él se creía héroe de mil aventuras románticas e interesantes caballerías, tales como se las había imaginado leyendo obras francesas sobre España. Empleo la palabra románticas porque si bien no estaba en moda todavía, es la más propia. El romanticismo existía ya, aunque no había sido bautizado. Excuso decir que Montguyon me juró amor eterno y una fidelidad inquebrantable como la del Cid por D.ª Jimena.

Yo necesitaba de él para mi viaje, por lo cual me guardé muy bien de arrancar una sola hoja a la naciente flor de sus ilusiones. Era muy difícil viajar entonces porque casi todos los vehículos del país habían sido intervenidos por ambos ejércitos. Montguyon me prometió una silla de postas. Y cumplió su oferta, poniéndola a mi disposición al día siguiente.

Con el primer movimiento del ejército francés, coincidió mi marcha sobre Madrid, como una conquistadora. El estrépito guerrero que en derredor mío sonara, despertaba en mi mente ideas de Semíramis.



  —122→  

ArribaAbajo- XV -

Pasé por Vitoria y por la Puebla de Arganzón, como los días felices por la vida del hombre, a escape. No miraba a ningún lado, por miedo a mis malos recuerdos, que salían a detenerme.

En los pueblos todos del Norte la intervención vencía sin batallas, y antes de que asomara el morrión del primer francés de la vanguardia, la Constitución estaba humillada. Los mozos todos comprendidos en la quinta ordenada por el Gobierno, se unían a las facciones, y eran muy pocos los milicianos que se aventuraban a seguir a los liberales. No he visto una propagación más rápida de las ideas absolutistas. Era aquello como un incendio que de punta a punta se desarrolla rápidamente y todo lo devora. En medio de las plazas los frailes predicaban mañana y tarde, con pretexto de la Cuaresma, presentando a los franceses como enviados de Dios, y a los liberales como alumnos de Satanás que debían ser exterminados.

El general Ballesteros mandaba el ejército   —123→   que debía operar en el Norte y línea del Ebro para alejar a los franceses. No viendo yo a dicho ejército por ninguna parte, sino inmensas plagas de partidas, pregunté por él, y me dijeron en Bribiesca que Ballesteros, convencido de no poder hacer nada de provecho, se había retirado nada menos que a Valencia. Movimiento tan disparatado no podía explicarse en circunstancias normales; pero entonces todo lo que fuera desastres y yerros del liberalismo tenía explicación.

Al ver cómo crecía en los pueblos la aversión a las Cortes y al Gobierno, el ejército perdía el entusiasmo. A su paso, como se levanta polvo del camino, levantábanse nubes de facciosos que al instante eran soldados aguerridos. Así se explica que el ejército de Ballesteros, compuesto de diez y seis mil hombres, se retirara sin combatir emprendiendo la inverosímil marcha a Valencia, donde podía adquirir algún prestigio derrotando a Sempere, al Locho y al carretero Chambó, tres nuevos generales o arcángeles guerreros que le habían salido a la fe.

En Dueñas me adelanté, dejando atrás a los franceses; tenía tanta prisa como ellos y menos estorbos en el camino, aunque los suyos no eran tampoco grandes. ¡Cuánto deseaba yo ver tropas regulares españolas por alguna parte!   —124→   En verdad, me daba vergüenza que los hijos de San Luis, a pesar de que nos traían orden y catolicismo, se internaran en España tan fácilmente. Con todo mi absolutismo yo habría visto con gusto una batalla en que aquellos liberales tan aborrecidos dieran una buena tunda a los que yo llamaba entonces mis aliados. Española antes que todo, distaba mucho de parecerme a los señores frailes y sacristanes que en 1808 llamaban judíos a los franceses y ahora ministros de Dios.

En Somosierra encontré tropas. Eran las del ejército de La Bisbal, destinado por las Cortes a cerrar el paso del Guadarrama, amparando de este modo a Madrid. Mis dudas acerca del éxito de aquella empresa fueron grandes. Yo conocía a La Bisbal. ¿Cómo no había de conocerle si le conocía todo el mundo? Fue el que el año 14 se presentó al Rey llevando dos discursos en el bolsillo, uno en sentido realista y otro en sentido liberal, para pronunciar el que mejor cuadrase a las circunstancias. Fue el que en 1820 hizo también el doble papel de ordenancista y de sedicioso. La inseguridad de sus opiniones había llegado a ser proverbial. Era hombre altamente penetrado del axioma italiano ma per troppo variar natura e bella.   —125→   Yo no comprendía en qué estaba pensando el Gobierno cuando le nombró. Si los Ministros se hubieran propuesto elegir para mandar el ejército más importante al hombre más a propósito para perderlo, no habrían elegido a otro que a La Bisbal.

Pasé con tristeza por entre su ejército. Aquellos soldados, capaces del más grande heroísmo, me inspiraban lástima, porque estaban destinados a desempeñar un papel irrisorio, como leones a quienes se obliga a bailar. Sentía yo impulsos de arengarles, diciéndoles: «¡Que os engañan, pobres muchachos! No dejéis las armas sin combatir. Si os hablan de capitulación, degollad a vuestros generales».

En Madrid hallé un abatimiento superior a lo que esperaba. Se hablaba allí de capitular como de la cosa más natural del mundo. Sólo tenían entusiasmo algunos infelices que no servían para nada, el cuerpo de coros de los clubs y de las sociedades secretas, la gente gritona y también muchos de los que habían tirado del coche de Fernando VII cuando volvió de Francia el año 14. Los absolutistas creían con razón ganada la partida y afectaban cierta generosidad magnánima. ¡Pobre gente! Algunos de estos pajarracos vinieron a visitarme, entre ellos D. Víctor Sáez, y tuve el gusto   —126→   de mortificarles asegurándoles que Angulema traía orden de obsequiarnos con las dos Cámaras y un absolutismo templado, suavísimo emoliente para nuestra anarquía. Esto ponía a mis buenos amigotes más furiosos que las bravatas de los liberales, pues aún había liberales con alma bastante para echar bravatas.

Pero yo me ocupaba poco de tales cosas. Mi primer cuidado fue hacer algunas averiguaciones concernientes a la entrañable política de mi herido corazón. Felizmente a la casa donde yo vivía, que era honradísimo albergue de una noble familia alavesa, iba a menudo un tal Campos, hombre muy intrigante, director de Correos, si no recuerdo mal, gran maestre de la Orden masónica, o por lo menos principalísimo dignatario de ella, amigo íntimo de los liberales de más viso y también de algunos absolutistas, como hombre que sabe el modo de comer a dos carrillos.

Yo le había tratado el año anterior, y charlando juntos, me reía mucho de los masones, lo cual a él no le enojaba. Entre bromas y veras solía enterarme de algunas cosas reservadas, porque no era hombre de extraordinaria discreción ni tampoco de una incorruptibilidad absoluta. En los días de mi llegada de Irún, que eran los de mediados de Mayo del 23, le   —127→   pregunté si esperaban los masones algún mensaje reservado de Mina. Negolo; mas yo, asegurándolo con el mayor descaro y nombrando al mensajero, le hice confesar que esperaban órdenes de Mina de un día a otro. Él, lo mismo que su secretario cuyo nombre no recuerdo, me aseguraron no haber visto todavía en Madrid a Salvador Monsalud ni tener noticia alguna de él.

-No ha llegado aún -dije-. Mucho tarda.

Sin reparar en nada fui a su casa. Un portero, tan locuaz como pedante, liberal muy farolón, de aquellos a quienes yo llamo sepultureros de la libertad, porque son los que la han enterrado, me informó de que el Sr. Monsalud faltaba de Madrid desde el mes de agosto del año anterior.

-Puede que la Sra. Dª. Solita sepa algo -me dijo-. Pero no es fácil, porque anoche lloraba... Como no llorase de placer, que también esto sucede a menudo...

-¿De modo que la casa subsiste? -le pregunté.

-Subsiste, sí señora; pero no subsistirá mucho tiempo si el Sr. D. Salvador no vuelve del otro mundo.

-Pues qué, ¿ha muerto?

-Así lo creo yo. Pero esa joven sentimental   —128→   siempre tiene esperanzas, y cada vez que el sol sale por el horizonte esparciendo sus rayos de oro... ¿me entiende usted?

-Sí; acabe de una vez el Sr. Sarmiento.

-Quiero decir, que siempre que amanece, lo cual pasa todos los días, la Sra. Dª. Solita dice: «¡Hoy vendrá!». Tal es la naturaleza humana, señora, que de todo se cansa menos de esperar. Y yo digo: ¿qué sería del hombre sin esperanza?... Dispénseme la señora; pero si piensa subir, tengo el sentimiento de no poder acompañarla, porque como mi hijo es miliciano...

-¿Y qué?

-Como es miliciano y el honor le ordena derramar hasta la última gota de su sangre en defensa de la dulce patria y de la libertad preciosísima del género humano...

-¿Y qué más? -dije complaciéndome en oír las graciosas pedanterías de aquel hombre.

-Que impulsado por su ardoroso corazón, capaz del heroísmo, y por mi paternal mandato, ha ido a Cádiz con las Cortes; y como ha ido a Cádiz con las Cortes y no volverá hasta dejar confundida a la facción y a los cien mil y quinientos hijos, nietos o tataranietos del calzonazos de Luis XVIII... Por vida de la chilindraina y con cien mil pares de docenas de   —129→   chilindrones, que si yo tuviera veinte años menos!... Pues digo que como Lucas ha ido a Cádiz... y es un león mi hijo, un verdadero león... resulta que me es forzoso estar al cuidado de la puerta, ¿me entiende la señora?

-Está bien -le dije riendo-. Puedo subir sola.

Quise darle una limosna, porque su aspecto me pareció muy miserable; pero la rechazó con dignidad y cierto rubor decoroso, propio de las grandezas caídas.

Subí a la casa. Mi corazón subía antes que yo.




ArribaAbajo- XVI -

En seguida que llamé salieron a abrir. Se conocía que en la casa reinaba la impaciencia. Una mujer descorrió con presteza el cerrojo y me rogó que entrase. Era ella. Yo recordaba haberla visto en alguna parte.

Carecía de verdadera hermosura, pero al reconocerlo así con gozo, no pude dejar de concederle una atracción singular en toda su persona, un encanto que habría establecido al instante   —130→   entre ella y yo profunda simpatía, si en medio de las dos no existiese, como infranqueable abismo, la persona de un hombre. Vestía de luto, y la delgadez de su rostro anunciaba el paso de grandes penas. Cuando me vio alterose tanto y su turbación fue tan grande, que no podía dirigirme la palabra. Por mi parte la miré con serenidad y altanería, como de superior a inferior, haciendo todo lo posible para que ella se creyese muy honrada con mi visita.

Yo había oído hablar a Salvador con cariño y admiración que me ofendían, de aquella singular hermana suya que no era tal hermana, ni aun pariente y que muy bien podía ser otra cosa. Nunca creí en la fraternidad honrada y cariñosa de que él me había hablado, porque conozco un poco el corazón del hombre, y admito sólo los sentimientos cardinales y fundamentales, y no esas mixturas y composiciones sutiles que no sirven más que para disfrazar alguna pasión ilícita... Deseaba conocer por mí misma a la dichosa hermana tan ponderada por él y ver si tenía fundamento el secreto odio que mi alma hacia ella sentía. Desde que la vi, a pesar de que me fue muy patente su inferioridad personal con respecto a la nieta de mi abuela, me pareció tener delante a una   —131→   rival temible, más peligrosa cuanto más humilde en apariencia. Al instante traté de buscar en ella un defecto grande, de esos que afean espantosamente a la mujer. Mi ingenioso rencor encontró al punto aquel defecto, y dije en mi interior.

-Esta muchacha debe de ser una hipocritona. No hay más remedio sino que lo es.

Mi juicio fue rápido, como la inspiración, como la improvisación. Desde la puerta a la sala, a donde me condujo, hice mil observaciones, entre ellas una que no debo pasar en silencio. La casa estaba tan perfectamente arreglada que no parecía vivienda sin dueño. Todo se hallaba en su sitio, sin el más ligero desorden, en perfecto estado de limpieza, descubriéndose en cada cosa el esmero peregrino que anuncia la mano de una mujer poseedora del genio doméstico. Creeríase que el amo era esperado de un momento a otro y que todo se acababa de disponer para agradarle cuando entrara.

Al sentarme reconcentré mis ideas acerca del plan que había formado y le dije:

-Sé que usted padece mucho por saber el paradero del amo de esta casa, y como tengo noticias de él, vengo a tranquilizarla.

-¡Oh!, ¡señora!, ¡cuánta bondad! -exclamó con repentina alegría-. De modo que usted   —132→   sabe dónde está y por qué no viene... ¿Le han vuelto a coger los facciosos?

-No señora. Está libre y bueno.

-Entonces no tiene perdón de Dios -dijo abatiendo el vuelo de su alma que tanto se había elevado con las alas de la alegría-. No, no tiene perdón de Dios.

-¿Usted le ha escrito?

-Muchas veces. Dirijo las cartas al ejército de Mina, con la esperanza de que alguna llegue a sus manos... pero no recibo contestación. Es una iniquidad de mi hermano. Por poco que se acuerde de mí, por muy grande que sea su olvido, ¿será tal que no me haya escrito una sola vez?

-Los que están en armas -dije sonriendo- no se acuerdan de las pobres mujeres que lloran.

-Yo creo que me ha escrito. Él es muy bueno y me considera mucho. No es capaz de tenerme en esta incertidumbre por su voluntad.

-¿Pero usted no ha recibido ninguna carta?

-En Febrero vinieron dos; pero después ninguna. Quizás se hayan perdido.

-Podría ser.

-A veces me figuro que no me escribe porque viene. Todos los días creo que va a llegar, y desde que siento pasos en la escalera, corro a   —133→   ver si es él. Todo lo tengo preparado, y si viene, nada encontrará fuera de su sitio.

-Sí, ya lo veo. Es usted una alhaja. El pobre Salvador debe de estar muy satisfecho de su hermana. Él la aprecia a usted mucho. Me lo ha dicho.

-¡Se lo ha dicho a usted! -exclamó tan vivamente conmovida que casi estuvo a punto de llorar.

-Me lo ha dicho, sí. Él me cuenta todo. Para mí nunca ha tenido secretos.

Sola me miró de hito en hito durante un momento, que me pareció demasiado largo. ¿Qué había en la expresión de su semblante al contemplar el mío? ¿Envidia? No podía ser otra cosa; pero la apariencia indicaba más bien una resignación dolorosa. Le habría tenido mucha lástima si no hubiera estado convencida de que era una hipócrita.

-Muchas veces me ha hablado de usted -proseguí-, elogiándome sus bellas cualidades para el gobierno de una casa. Vea usted de qué manera ha venido a encontrarse sola al frente de este hogar vacío, conservándole tan bien para cuando él vuelva.

-La pobre D.ª Fermina -dijo-, que murió de pesadumbre por la pérdida de su hijo, me encargó todo al morir, poniendo en mi   —134→   mano cuanto tenía y ordenándome que lo guardase y conservase hasta que pareciera Salvador.

-¿Entonces ella no le creía muerto?

-Dudaba. Siempre tenía esperanza -manifestó Solita dando un suspiro-. Yo le hablaba a todas horas de la vuelta de su hijo, y, la verdad, siempre tuve esperanza de verle entrar en la casa, porque una voz secreta de mi corazón me decía que volvería. El día antes de fallecer D.ª Fermina, escribió una larga carta a su hijo... ¡Cuántas lágrimas derramó la pobre! Yo habría dado con gusto mi vida, porque la infeliz madre viera a su hijo antes de morir. Pero Dios no lo quiso así.

-¿Y esa carta...? -pregunté deseosa de conocer aquel detalle.

-Esa carta la depositó en mí D.ª Fermina, mandándome que la entregase a Salvador en su propia mano, si parecía.

-¿Y si no parecía?

-Doña Fermina me mandó que le buscase por todos los medios posibles, y que si tenía noticias de él y no venía a Madrid, fuese a buscarle aunque tuviera que ir muy lejos.

-Pero ¿cómo podrá usted emprender esos viajes?, ¡pobrecilla! -exclamé mostrando una compasión que estaba muy lejos de sentir.

  —135→  

-Eso sería lo de menos. No me faltan ánimos para ponerme en camino, ni tampoco recursos con que emprender un largo viaje, porque D.ª Fermina me entregó todos sus ahorros para que los destinase a buscar a su hijo.

-¡Ah!, entonces... Y para el caso de no encontrarlo ¿qué dispuso esa señora?

-Que esperase, y le volviera a buscar después.

-¿Y para el caso de que fuera evidente su muerte?

-Que echase al fuego la carta sin leerla. ¡Ha sido desgraciada suerte la nuestra! -prosiguió la huérfana con abatimiento-. Un mes después de haber subido al cielo aquella buena señora, vino la carta de Salvador anunciando que estaba libre. ¡Ay!, en mi vida he tenido mayor alegría ni mayor tristeza, juntas tristeza y alegría sin que pudiesen ser separadas. Yo le contesté diciéndole lo que pasaba y rogándole que viniese. Desde aquel día le estoy esperando. Han pasado tres meses, y no ha venido ni me ha escrito.

-Pues ha llegado la ocasión de que usted cumpla la última voluntad de la pobre señora difunta, partiendo en busca de ese hijo desnaturalizado.

-¡Si no sé dónde está!... Un amigo que lee   —136→   todos los papeles públicos y sabe por dónde andan los ejércitos, las guerrillas y las contraguerrillas, me ha dicho que las tropas de Mina se han disuelto. Otro que vino del Norte, me aseguró que Salvador había emigrado a Francia. Yo, a pesar de estas noticias, le espero, tengo confianza en que ha de venir, y he resuelto aguardar lo que resta de mes. Sigo mis averiguaciones, y si en todo Mayo no ha venido ni me ha escrito, pienso ponerme en camino y buscarle con la ayuda de Dios.

-Siento quitarle a usted una ilusión -dije adoptando definitivamente mi diabólico plan, y resolviéndome a ponerlo en ejecución-. Salvador no vendrá por ahora, no puede venir.

-¿Lo sabe usted de cierto? -me preguntó vivamente turbada y con algo de incredulidad en sus hermosos ojos.

-¿Duda usted de mí? -dije poniendo en mi semblante esa naturalidad inefable que es uno de mis más preciosos resortes para expresar lo que quiero-. Precisamente no he venido a otra cosa que a decirle a usted su paradero, después de tranquilizarla, por si le creía enfermo o muerto.

-¿Y dónde está?

-Habiendo reñido con Mina por una cuestión   —137→   de amor propio, pasó a las contraguerrillas que siguen al general Ballesteros.

-¿Entonces sigue en el Norte?

-No señora. Ya sabe usted que el ejército de Ballesteros se ha retirado a Valencia.

-A Valencia, sí. Efectivamente, lo oí decir. ¿De modo que Salvador está en Valencia?

-Sí: y estos informes no son vagos ni fundados en conjeturas, porque yo misma...

Al llegar aquí di un suspiro afectando cierta emoción. Después acabé así la frase:

-Yo misma me separé de él en Onteniente el 20 de Abril.

-¿Es cierto, señora, lo que usted me dice? -me preguntó con gran agitación.

-Sí; pero no creo que haga usted el disparate de ponerse en camino para Levante -indiqué con objeto de que no conociera mi verdadera idea.

-¿Pues qué, vendrá?

-Venir no. No vendrá en mucho tiempo, mayormente si de hoy a mañana capitula la Corte, y se establece el absolutismo. Yo creo que se verá obligado a emigrar, embarcándose en cualquier puerto de la costa.

-¡Embarcarse! -exclamó con desaliento-. No señora, no; eso no puede ser. Corro allá al momento.

  —138→  

Se levantó como si de un vuelo pudiera trasladarse a Valencia.

-¿Y será usted capaz de emprender un viaje tan largo?... ¿Tendrá usted valor?... -manifesté con fingida admiración.

-Yo tengo valor para todo, señora -me respondió.

Después del primer movimiento de credulidad, la vi como abatida y vacilante. Dudaba.

-Puede usted escribirle -le dije-, con la dirección que yo le dé, y cuando reciba la contestación de él, ponerse en camino... Lo malo será que en ese tiempo tome la guerra otro aspecto y llegue usted tarde.

-Eso sería terrible. Yo creo que si voy debo ir hoy mismo... ¿Y de él se separó usted el 20 de Abril?

Dudaba todavía. Al llegar a este punto, la voz de la conciencia, que aún me detenía, fue acallada por mis celos, y no pensé más que en el éxito completo del plan que me había propuesto. No vacilé más, y pensé en la carta que me había traído Pipaón.

-Me separé de él el 20 de Abril -afirmé-; pero después de eso, hallándome en Aranjuez, recibí una carta suya.

Con avidez fijó Solita sus ojos en mí. Por grande que fuera mi serenidad, mi corazón palpitaba,   —139→   porque ni aun los criminales más criminales hacen ciertas cosas sin algo de procesión por dentro. Confesaré ahora la fealdad toda de mi acción para que se comprenda bien la importancia de aquella escena y mi perverso papel.

-Si me quisiera mostrar usted la carta de Salvador -me dijo en tono suplicante-, al menos para saber con fijeza el punto en que se halla...

-No la he traído -repuse con el mayor aplomo-, pero volveré a mi casa, que está a dos pasos y la traeré, para que tenga usted ese consuelo y una seguridad que no pueden darle mis palabras.

-¡Oh!, no señora; yo creo...

-No... estas cosas son delicadas. Al instante traeré a usted la carta que me escribió y que no está fechada en Onteniente, sino en otro pueblo del reino de Valencia, pues como usted puede suponer, el ejército se mueve casi todos los días.

Diciendo esto me levanté. Ella me daba las gracias por mi bondad en cariñosas y vehementes palabras. Brindose a ir conmigo porque yo no me molestase en volver; pero esto no me convenía y salí rápidamente. ¡Miserable de mí, y cuánto me cegaba la pasión y aquel detestable   —140→   afán de hacer daño a la que aborrecía!... Contaré esto con la mayor brevedad posible, porque me mortifica tan desagradable recuerdo, y en verdad que si pudiera escribir estas vergonzosas líneas cerrando los ojos, lo haría para no ver lo que traza mi propia pluma.




ArribaAbajo- XVII -

Corrí a mi casa, tomé la carta de Salvador, y con ese golpe de vista del genio criminal comprendí que lo previsto por mí momentos antes podía realizarse fácilmente. La data Urgel estaba escrita en letra ancha y mala. La palabra podía ser variada por una mano hábil, y la mía, fuerza es decirlo, lo era, aunque nunca hasta entonces se había empleado en tan infames proezas.

Yo tenía muy presente a un primo mío que había comerciado años antes en un pueblo de Alicante llamado Vergel, en las inmediaciones de Denia, a orillas del río Bolana. Esta palabra era el puñal del asesinato proyectado por mí. La tomé con la fiebre del rencor. ¡Qué admirablemente servía para mi objeto! ¡Qué   —141→   bien dispuestas estaban sus letras para una obra satánica! No podía pedirse más, no. Tenía delante de mí una de esas infernales coincidencias que deciden a los criminales vacilantes, y a veces hasta a los justos les impulsan a escandalosos y horribles pecados.

Tomé la pluma, y con mano segura, regocijándome interiormente en la perfección de mi obra, convertí la palabra Urgel en Vergel. La fecha era fácil de mudar también. Salvador había puesto Marzo en abreviatura. Yo convertí el Marzo en Mayo, dejando el día que era el 3, lo mismo que estaba... ¡Oh, cuando no se me cayó la mano entonces, creo que tendré manos para toda mi vida!

Del texto de la carta podía mostrarse la primera plana, donde decía entre otras cosas insignificantes: «no pienso en muchos días salir de este pueblo».

Corrí allá con mi puñal. Las trágicas figuras antiguas a quienes pintan alborotadas y arrogantes con un hierro en la mano, no fruncirían el ceño más fieramente que yo, al blandir mi carta homicida. Subí a la casa. Sola me esperaba en la puerta. Entramos: me senté al punto porque estaba muy cansada.

-Vea usted -le dije-; el pueblo donde ahora está es Vergel. He pasado por él.

  —142→  

Solita devoraba con los ojos la carta.

-Vergel -añadí mostrándole la carta-, está entre Pego y Denia, sobre un riachuelo que llaman Bolana. Si va usted a Onteniente le será muy fácil llegar a Vergel.

Ella seguía leyendo.

-Asegura que por ahora no piensa moverse de ese pueblo -dijo meditabunda-. Mejor; con eso tendré la certeza de encontrarle.

-¿Pero de veras insiste usted en ir?... El resto de la carta no se lo enseño a usted porque no puede interesarle -indiqué, afectando la mayor naturalidad y guardando mi arma-. No puedo creer que haga usted la locura de...

-Iré, iré -dijo con una resolución briosa que inundó mi alma de los frenéticos goces del éxito criminal.

Después de manifestar así su propósito, frunció el ceño y me dijo:

-Cuando usted se separó de Salvador, ¿él sabía que venía usted a Madrid?

-Lo sabía.

-¿Y cómo no le rogó que me viese y me tranquilizara?

-Porque sabe -repuse con dignidad-, que yo no sirvo para hacer las veces de correo. Si he venido a esta casa, ha sido por... se lo diré a usted con entera franqueza; no quiero fingir   —143→   móviles que no tuve al venir aquí, aunque después que nos hemos tratado hayan sido distintas mis ideas.

Solita atendía a mis palabras como al Evangelio. Yo le tomé una mano y poniéndome a punto de llorar, me expresé así:

-Señora D.ª Solita; dije a usted al entrar que venía con el simple objeto de tranquilizarla dándole informes de Salvador.

-Así fue, señora, lo que usted me dijo.

-Pues bien; falté a la verdad: quise encubrir mi verdadero objeto con una fórmula común. Pero yo no puedo fingir, no puedo ocultar la verdad. Mi carácter peca de excesivamente franco, natural y expansivo. Mis pasiones y mis defectos, la verdad toda de mi alma, buena o mala, se me sale por los ojos y por la palabra cuando más quiero disimular. Usted me ha inspirado simpatías; usted me ha revelado una pureza de sentimientos que merece el mayor respeto. Quiero ser como usted, y hablarle con la noble veracidad que se debe a los verdaderos amigos. ¿No es usted hermana para él?, pues quiero que lo sea también para mí.

Solita al oír esto se apartó lentamente de mi lado. Noté en ella cierta aversión contenida por el respeto.

-Querida amiga -proseguí forzando mi   —144→   arte-. No he venido aquí sino por un egoísmo que usted no comprenderá tal vez. He venido por ver su casa, por conocer lo único que guarda Madrid de esa amada persona, este asilo donde él ha vivido, donde murió su madre, y por el cual parecen vagar aún sus miradas. Quería yo dar a mis ojos el gusto de ver estos objetos, estos muebles donde tantas veces se han fijado los ojos suyos... Nada más, ningún otro objeto me trajo aquí. He tenido además el placer de conocerla a usted, y ahora, deseándole que halle pronto a su hermano, me retiro.

Levanteme resueltamente. Solita había prorrumpido en amargo llanto.

-¡Oh! ¡Gracias, gracias, señora! -exclamó secando sus lágrimas-. Le diré que debo a usted este inmenso favor.

-No, no, por Dios -repliqué vivamente-. Ruego a usted que no me nombre para nada. Vería en mí una debilidad que no quiero confesarle, mediando, como median en uno y otro, los propósitos de separación eterna.

-Pues callaré, señora, callaré. ¿De modo que usted no le verá más?

Al decir esto había tanto afán en su mirada, que me causó indignación. La habría abofeteado, si mi papel no hubiera exigido gran prudencia y circunspección.

  —145→  

-No señora, no le veré más -le dije fijando más sobre mi semblante la máscara que se caía-. Después de lo que ha pasado... Pero no puedo revelarle a usted ciertas cosas. Si usted le conoce bien, conocerá su inconstancia. Yo le he amado con fidelidad y nobleza. Él... no quiero rebajarle delante de una persona que le estima. Adiós, señora, adiós. ¿Se va usted al fin hoy?

Esto lo dije en pie, estrechando aquella mano que habría deseado ver cortada.

-Sí señora, iré a buscarle, puesto que él no quiere venir.

-¿Pero se atreve usted, sola, sin compañía, por esos caminos...? -indiqué deseando que me confirmase su resolución.

-Dios irá conmigo -repuso la hipocritona con el acento de los que tienen verdadera fe-. El ordinario de Valencia que sale esta noche, era amigo de D.ª Fermina. Con él iré. Tengo confianza en Dios y estoy segura de que no me pasará nada... Ahora, tomada esta determinación, estoy más tranquila.

-La felicidad le retoza a usted en el rostro -afirmé con cruel sarcasmo-. Bien se conoce que es usted feliz. Yo me congratulo de haber proporcionado a usted un cambio tan dichoso en su espíritu.

  —146→  

Cuando pronuncié estas palabras debió secárseme la lengua, lo confieso.

Poco más hablamos. Hícele ofrecimientos corteses y salí de la casa. Cuando bajaba la escalera sentí impulsos de volver a subir y llamarla y decirle: «no crea usted nada de lo que he dicho; soy una embustera»; pero el egoísmo pudo más que aquel pasajero y débil sentimiento de rectitud, y seguí bajando. Del mismo modo iba bajando mi alma, escalón tras escalón, a los abismos de la iniquidad. Razoné como los perversos, diciéndome que la víctima de mi intriga era una mujer hipócrita y que las maquinaciones de mal género, tan dignas de censura cuando recaen en personas inocentes, son más tolerables si recaen en quien las merece y es capaz de urdirlas peores. Pero estos sofismas no acallaban mi remordimiento, que empezó a crecer desde que salí de la casa y ha llegado después, por su mucha grandeza y pesadumbre, a mortificarme en gran manera.




ArribaAbajo- XVIII -

Verdaderamente mi acción no pudo ser más indigna. ¡Precipitar a una desamparada e   —147→   infeliz mujer a resolución tan loca, obligarla por medio de vil engaño a emprender un viaje largo, dispendioso, arriesgado y sobre todo inútil!... Al mirar esto desde tan distante fecha, me espanto de mi acción, de mi lengua, y de la horrible travesura y astucia de mi entendimiento.

En aquellos días la pasión que me dominaba y más que la pasión, el envidioso afán que me producía la simple sospecha de que alguien me robase lo que yo juzgaba exclusivamente mío, no me permitieron ver claramente mi conciencia ni la infamia de la denigrante acción que había cometido; pero cuando todo se fue enfriando y oscureciendo, he podido mirarme tal cual era en aquel día, y declaro aquí que, según me veo, no hay fealdad de demonio del infierno que a la mía se parezca.

¡Y sigue uno viviendo después de hacer tales cosas! ¡Y parece que no ha pasado nada, y vuelve la felicidad, y aun se da el caso de olvidar completamente la perversa y villana acción!... Yo no vacilo en escribirla aquí, porque me he propuesto que este papel sea mi confesonario, y una vez puesta la mano sobre él, no he de ocultar ni lo bueno ni lo malo. La seguridad de que esto no lo ha de ver nadie hasta   —148→   que yo no me encuentre tan lejos de las censuras de este mundo como lo están los astros de las agitaciones de la tierra, da valor a mi espíritu para escribir tales cosas. Yo digo: «que todo el mundo escriba con absoluta verdad su vida entera, y entonces ¡cuánto disminuirá el número de los que pasan por buenos! Las cuatro quintas partes de las grandes reputaciones morales no significan otra cosa que falta de datos para conocer a los individuos que se pavonean con ellas fatuamente, como los cómicos cuando se visten de reyes».

Aquella tarde torné a pasar por allí, y entablé conversación con Sarmiento; pero me fue imposible averiguar por él si Solita insistía en partir.

Yo tenía gran desasosiego hasta no saberlo de cierto, y para salir de mi incertidumbre quise averiguarlo por mí misma. Soy así: lo que puedo hacer no lo confío a los demás. Me fatigan las dilaciones y la torpeza de los que sirven por dinero, y carezco de paciencia para aguardar a que me vengan a decir lo que yo puedo ver por mis propios ojos. Al llegar la noche y la hora en que solían partir los coches, sillas de postas y galeras, mi criada y yo nos vestimos manolescamente, con pañolón y basquiña,   —149→   y nos encaminamos al parador del Fúcar, de donde, según mis noticias, salía el ordinario de Valencia.

No tuve que esperar mucho para satisfacer mi curiosidad. Allí estaba. Solita partía irremisiblemente. Ya no me quedaba duda. La vi dentro del coche que salía, y no pude sofocar en mí un sentimiento de profundísima lástima, forma indirecta que tomaba entonces mi conciencia para presentarme ante los ojos la imagen de mi crimen. Pero el coche partió; ella se fue con su engaño y yo me quedé con mi lástima.

No se había extinguido el rumor de las ruedas del carro de Valencia, cuando sonó más vivo estrépito de ruedas y caballerías. Un gran coche de colleras entró en el parador. Mi criada y yo nos detuvimos por curiosidad.

-Es el coche de Alcalá -dijeron a nuestro lado-. Esta noche viene lleno de gente.

Por una de las portezuelas vi la cara de un hombre. El corazón parecía hacérseme pedazos. Me volví loca de alegría. No pude contenerme. Era él. Mis exclamaciones cariñosas le obligaron a bajar del coche, y entonces me arrojé llorando   —150→   en sus brazos.




ArribaAbajo- XIX -

Al día siguiente le aguardaba en mi casa y no fue hasta muy tarde, cuando ya anochecía. Estaba muy fatigado, triste y abatido. Lo primero de que me habló fue del vacío que había dejado en su casa la muerte de su madre, de la partida de su hermana, a quien creía encontrar en Madrid, y del brevísimo espacio que un perverso destino había puesto entre la marcha de ella y la llegada de él.

-Castigo de Dios es esto -dijo-, por mi descuido en escribirle y mi desnaturalizado proceder.

Después pasó de la tristeza a la furia. Yo procuraba arrancarle tan lúgubres ideas, recordándole nuestro placentero viaje del verano anterior y la catástrofe de su cautiverio; hacíale mil preguntas sobre sus padecimientos, emancipación, campaña de Cataluña y toma de la Seo; pero sólo me contestaba con monosílabos y secamente. Escaso interés mostraba por las cosas pasadas, y aun yo misma, que era un presente digno a mi parecer de alguna estima, apenas podía obtener de él atención insegura   —151→   y casi forzada. Su pensamiento estaba fijo en la fugitiva hermana, y mis sutiles zalamerías no podían apartarle de allí. No cesaba de discurrir sobre los móviles de aquel viaje, y yo, sintiendo revivir y agitarse en mí lo que siempre tuve de serpiente, estuve a punto de indicarle que Soledad habría partido arrastrada por algún hombre; pero en el momento en que desplegaba los labios para sugerir esta idea, me contuve. Aquella vez había vencido mi conciencia, y hallándome con fuerzas para las mayores crueldades, no las tuve para la calumnia.

Al fin, creí prudente no decirle una palabra sobre aquella cuestión.

-Bastaba que yo viniese con deseo de verla -dijo hiriendo violentamente el suelo con el pie-, para que ella huyese de mí. Así son todas mis cosas. Lo bueno existe mientras yo lo deseo. Pero lo toco, y adiós.

Estas amargas palabras eran un desaire para mí, y por lo visto yo no estaba comprendida en el número de las cosas buenas; pero sofoqué mi resentimiento y seguí escuchándole.

-Desde que el deseo de venganza y mi odio al absolutismo -añadió-, me inclinaron a tomar las armas, tuve el presentimiento de que la campaña se echaría a perder, y así ha sido. Ya tienes a la plaza de Figueras en poder de   —152→   los franceses; a Mina vagabundo sin saber qué partido tomar, y todo el ejército desconcertado y sin esperanza de vencer. ¡Gran milagro habría sido que donde yo estoy hubiese victorias! Desastres y nada más que desastres. La sombra que yo echo sobre la tierra, destruye.

-¡Qué necio eres! ¿Crees acaso en las estrellas fatales y en el sino?

-No debiera creer; pero todo me manda que crea... Ya ves. Me envía Mina a Madrid con una comisión en que funda grandes esperanzas, y desde que llego aquí pierdo las pocas esperanzas que traía, porque no hallo sino desanimación y flojedad. Al mismo tiempo, la ilusión más querida de este viaje se ha desvanecido como el humo. Yo tenía una hermana, más que hermana amiga, con una amistad pura y entrañable que nadie puede comprender sino ella y yo; una amistad que tiene todo lo santo de la fraternidad y todo lo bueno del amor, sin las tenebrosas ansias de este. En mi hermana veía yo todo lo que me queda de familia, lo único que me resta de hogar; en ella veía a mi madre y una representación de todos los goces de mi casa, la paz del alma, dichas muy grandes sin mezcla de martirio alguno. Pues bien: llego y mi casa está desierta. Jamás pensé en perderla. Ella, el único ser de   —153→   quien estaba seguro, vuela también lejos de mí, y se va. ¡Ay, Jenara! ¡No puedo decirte cuán sola estaba mi casa! Figúrate todo el universo vacío y sin vida. Ni mi madre, ni Soledad... ¡Qué sepulcro, Dios mío! Así se va quedando mi corazón lo mismo que una gran fosa, todo lleno de muertos... Tú no puedes entender esto, Jenara. En ti todo vive. Tu carácter hace resucitar las cosas y eres un ser privilegiado para quien el mundo se dispone siempre del modo más favorable; pero yo...

-Cúlpate a ti mismo -le dije-, y no hables del destino. Te quejas de que tu hermana te haya abandonado, y no recuerdas que has estado mucho tiempo sin escribirle, sin darle noticias de ti, sin decirle ni siquiera: «estoy vivo».

-Es verdad; pero se amparó de mí el estúpido delirio de la guerra. Me sedujo la idea gloriosa que representaba nuestro ejército al perseguir a los realistas. Sólo veía lo que estaba delante de mis ojos y dentro de mí: el enemigo y los torbellinos de mi cerebro, un ideal de gloriosas victorias que dieran a mi país lo que no tiene. Ya sabes que yo me equivoco siempre. Lo extraño es que conociendo mi torpeza me empeñe en andar hacia adelante como los demás hombres, en vez de estarme quieto   —154→   como las estatuas... Ahora todo lo veo destrozado, caído y hecho pedazos por mis propias manos, como el que entrando en un cuarto oscuro y lleno de preciosidades y a ciegas tropieza y lo rompe todo. En Cataluña, desengaños, en Madrid más desengaños todavía; un gran vacío del entendimiento y otro más grande del corazón. Parece que la realidad de mis ideas es un ave que se asusta de mis pasos y levanta el vuelo cuando me acerco a ella. ¡Maldita persona la mía!

Debía enojarme de tales palabras, porque, según ellas, yo no era nada. Pero no me mostré ofendida y solamente dije:

-Si al llegar encuentras todo solo y vacío, no es porque las cosas vuelen antes de tiempo, sino porque tú llegas siempre tarde.

-También es verdad. Llego siempre tarde. Ya ves lo que me ha pasado ahora -dijo con el mayor desaliento-. Se le antoja al general Mina enviarme aquí cuando todo está perdido. Pero él no contaba con la rapidez de este desmoronamiento, no contaba con la retirada de Ballesteros, sin combatir, ni con la defección de La Bisbal. Mina tiene la desgracia de creer que todos son valientes y leales como él.

-¿La defección de La Bisbal? De modo que ya... No creí que fuera tan pronto. El conde   —155→   acostumbra preparar con cierto arte sus arrepentimientos.

-No se dice públicamente; pero es seguro que ya está en tratos con los franceses para capitular. Me lo ha dicho Campos, que olfatea los sucesos. De mañana a pasado el aborrecido estandarte negro ondeará en Madrid. ¿A qué he venido yo? No parece sino que ha venido a izarlo yo mismo.

-Pues no hagas caso de los masones, ni de la guerra, ni de la Constitución -le dije-. ¿Para qué te empeñas en cosas imposibles? ¿Por qué desprecias lo que tienes y buscas fantasmas vanos?

Él me miró comprendiendo mi intención. Su mirada no indicaba desafecto; pero me era imposible vencer su tristeza. Acompañome a cenar, y mis alardes de humor festivo, mi cháchara y las delicadas atenciones que con él tuve no lograron disipar las nubes sombrías que ennegrecían su alma. También la mía se encapotaba lentamente, cayendo en hondas tristezas, porque acostumbrada a verse señora de los sentimientos de aquel hombre, padecía mucho al considerar perdido su amoroso dominio y esa tiranía dulcísima que al mismo tiempo embelesa al amo y al esclavo.

Pero aún conservaba yo gran parte de mi   —156→   prestigio. Vencí, aunque sin poder conseguir la tranquilidad que acompaña a los triunfos completos; porque descubrí en su complacencia algo de violento y forzado. Parecía que al corresponder a mi leal cariño, lo hacía más bien por delicadeza y por deber que por verdadera inclinación. Esto me atormentó toda la noche, quitándome el sueño. Cuando pude dormir, la imagen de la pobre huérfana que recorría media España buscando a su hermano, a su amante o lo que fuera, se me presentó para atormentarme más. ¡Ay!, ¡qué terrible es una gran falta sin éxito!

La visión de la mujer errante no se quitaba de mi imaginación. Pero yo entonces, creyéndome menos amada de lo que mi frenética ambición de amor exigía; pensando que me habían vencido ajenos recuerdos y vaguedades sentimentales referentes a otra persona, me gozaba con fiera crueldad en la desolación de la hermana viajera.

-¡Bien -le decía-, corre tras él, corre hoy y mañana y siempre, para no encontrarle al fin!... Muy bien, hipocritona, ¡¡me alegro, me alegro!!